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Estudios de cultura maya

versión impresa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.61  Ciudad de México  2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.19130/iifl.ecm/61.002x4856001sm8 

Artículos

Los huesos fértiles: la conservación de los restos de las presas entre los mayas lacandones

Fertile bones: the preservation of prey remains among the Maya Lacandon

Alice Balsanelli* 

*Becaria posdoctoral del Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México.


Resumen:

En la concepción de los mayas antiguos y contemporáneos los huesos son el soporte de algunas esencias espirituales y se consideran, entonces, elementos fértiles. Por ello encierran una profunda significación simbólica que se traduce en un amplio abanico de prácticas rituales. Encontramos la misma visión en diversos pueblos cazadores nativos en distintos contextos geográficos y etnográficos, por lo que los restos de las presas precisan de tratamientos rituales específicos. Se analiza esta práctica entre los lacandones del norte. Se demuestra que este proceso es necesario para que se preserven las instancias anímicas contenidas en los huesos, a partir de las cuales se regenerarán los animales cazados. Del mismo modo, se explica que las esencias contenidas en los despojos pueden resultar peligrosas cuando los restos no reciben un tratamiento adecuado. Finalmente, se compara información etnográfica referente al cuerpo humano y al cuerpo animal, abordando las ideas ontológicas y escatológicas del grupo lacandón.

Palabras clave: mayas lacandones; cacería; huesos; alma; concepto de persona

Abstract:

According to the ancient and contemporary Mayans, bones are considered as carriers of certain spiritual essences and, thus, as fertile elements. Therefore, they acquire a deep symbolic significance, displayed in a wide range of ritual practices. In native hunting societies, in different geographic and ethnographic contexts, we observe the same conception, thus the remains of the prey are subject to a specific ritual treatment. We propose the analysis of this practice among the Northern Lacandon. It is shown that this process is necessary to preserve the essences contained in the bones, from which the hunted animals will regenerate. In the same way, we argue that the soul essences contained in the remains can be dangerous, when the remains are not properly treated. Ethnographic information inherent to the human body and the animal body will be compared, addressing the ontological and eschatological ideas of the Lacandon group.

Keywords: Lacandon Maya; hunting; bones; soul; personhood

Introducción y metodología

Este escrito forma parte de un trabajo más extenso, enfocado en el estudio de la cacería lacandona como un entramado ritual.1 En el transcurso de la investigación se examinaron las distintas fases del complejo cinegético lacandón, siguiendo en líneas generales el modelo propuesto por Dehouve (2008) en su estudio sobre la cacería en Guerrero: la preparación ritual del cazador, el recibimiento ceremonial del animal y el manejo del cuerpo y los restos de la presa. El mismo ciclo ritual se observa en la mayoría de las sociedades cazadoras del presente y del pasado, aunque manifieste variables culturales propias de los distintos contextos históricos y geográficos. Con respecto al contexto lacandón, en campo se realizó una reconstrucción de las fases que constituían el ciclo ritual cinegético, puesto que no se han registrado rituales asociados a la cacería lacandona en las etnografías del pasado. Los informantes relatan que ésta se componía de tres momentos principales, que se mencionarán a continuación:

  1. La petición para las presas, que implicaba ofrendas de copal para los dioses que otorgaban la licencia para cazar: Hach Ak Yum (‘Nuestro Verdadero Padre’), K’änänk’ax (‘El que cuida la Selva’, protector de todas las criaturas silvestres), Yahaw Ná (La Grande Casa, protector de la fauna silvestre). El ritual podía llevarse a cabo en el templo, en las cuevas o en los templos consagrados a dichas deidades.

  2. La separación de la carne de los huesos y la preparación de las ofrendas rituales a base de carne: los nahwah (‘tamales sagrados’) que se ofrendaban en el templo para agradecer a los dioses que habían favorecido el éxito de la batida de caza.

  3. La devolución de los restos de los animales cazados.

El presente artículo se enfoca en la fase final: la devolución de los huesos de las presas a sus dueños, quienes otorgaron el permiso para cazar y sacrificaron así a uno de sus “hijos” o “animales domésticos”.2 Este momento fundamental del ciclo cinegético permite abordar distintos temas:

  1. Las concepciones ontológicas actuales del grupo estudiado.3 No se concibe una diferencia sustancial entre el animal y el humano, ambos dotados de alma, y por ello los restos de las personas y de las presas precisan de un manejo específico que permite a las almas la llegada a su destino final.

  2. Las relaciones entre humanos y no-humanos.4 Todo acto que implica una depredación de los recursos naturales necesita ser cultural y ritualmente justificado, por lo que la cacería se vuelve lícita en el marco de un contrato estipulado entre los hombres y las instancias “sobrenaturales”.

  3. Las significaciones simbólicas atribuidas a los huesos, considerados como elementos fértiles. Una idea que se asienta en la concepción maya sobre el ciclo vital, en la cual la muerte representa una fase transitoria y una condición necesaria para el surgimiento de una nueva vida.

Se estudiaron tanto fuentes históricas como etnografías relativas a grupos cazadores del presente y del pasado, alrededor del mundo (Frazer, [1890] 1944; Lévi-Bruhl, [1927] 1985; Descola, 1996; Hamayon, 2009; Olivier, 2015; Lot-Falck, [1953] 2018). No obstante, la aportación principal consiste en los datos de campo recabados en las comunidades de Nahá y Metzabok, municipio de Ocosingo, estado de Chiapas, donde habitan los lacandones o Hach Winik (‘Hombres Verdaderos’) del norte.5 El trabajo de campo en estas comunidades se inició en 2011 e implicó el aprendizaje del idioma maya lacandón del norte, por lo que los datos etnográficos propuestos son una traducción de textos orales en lengua nativa.

En la primera parte de este artículo se describen las concepciones ontológicas de los pueblos cazadores, premisa necesaria para entender la cacería como un complejo ritual. Cuando el animal es considerado un “sujeto” dotado de alma, la cacería no puede ser un acto gratuito (Descola, 1996: 350), y necesita ser justificada mediante un entramado ritual que conlleva normas y prohibiciones, entre las que destaca un manejo peculiar de los despojos de las presas. En la segunda parte del texto se aclaran las significaciones simbólicas del elemento “hueso” entre los antiguos mayas, y se evidencian sus correspondencias con las concepciones presentes de las sociedades nativas cinegéticas, según las cuales los restos óseos de las presas necesitan de un manejo específico. Por último, se presentan los datos de campo, recabados entre los lacandones, relativos al manejo de los despojos de los animales silvestres, y se ofrece una interpretación de los mismos. La información etnográfica es refrendada por datos procedentes de distintas etnografías sobre otros grupos indígenas cazadores, pero se privilegia la información referente a los mayas.

Mapa 1 Mapa del área de estudio. Cortesía de Joshué Lozada Toledo. 

Cazar a un semejante: notas sobre las concepciones ontológicas de los pueblos cazadores

Para entender la significación de la cacería en los contextos indígenas, en primer lugar es necesario comprender los modos de identificación que, en esos contextos, definen a las categorías del “yo” y del “otro”, y aclarar cuáles son las concepciones respecto a los animales y los demás seres que participan en el complejo ritual de la caza. No podría concebirse la cacería como una acción ritualizada ni como un contrato estipulado entre los cazadores y las entidades no-humanas que tutelan la fauna, si los animales fueran considerados simplemente como un “objeto” o un recurso destinado al consumo.

Dahles observa que la antropología se ha ocupado sólo marginalmente de los animales, en cuanto esta disciplina se enfoca en el estudio del hombre y su cultura; sin embargo, las relaciones que los nativos entablan con la fauna juegan un papel crucial en los grupos humanos que viven en estrecho contacto con esta alteridad (1993: 170). Los estudios recientes llevados a cabo en el ámbito amazónico, en el marco de la llamada “antropología de las ontologías”, constituyen una revolución teórica para la disciplina, ya que subrayan la importancia del contexto relacional para el estudio de las culturas no-occidentales, en las que los seres humanos interactúan constantemente con distintas instancias no-humanas, las cuales, por consiguiente, merecen ser objeto de la investigación antropológica. En las sociedades que se caracterizan en particular por una ontología animista, a los animales se les atribuye la posesión de un alma y se les considera personas en potencia (Århem, 2001; Cayón, 2009; Descola, 2012; Viveiros, 2013); éstos son vistos como miembros de una sociedad análoga a la del grupo humano: poseen un lenguaje, una cultura material y hasta un sistema religioso. Lo anterior deriva de la posesión del alma, elemento que representa un unificador ontológico y que vuelve a todos los seres “personas” en potencia o en esencia, mientras que los cuerpos marcan las diferencias físicas (Lira, 1997; Århem, 2001; Cayón, 2009; Viveiros, 2013; Willerslev, 2004).

En la antropología amazónica encontramos numerosos ejemplos que ilustran la relación entre animales y humanos, quienes forman parte de una misma colectividad (Viveiros, 2007: 164). Århem define esta sociedad “cósmica” aludiendo a las relaciones que la rigen y que se establecen entre miembros de colectivos distintos: humanos, animales, espíritus y dioses. El autor reitera que la cacería representa uno de los polos esenciales de esta interacción trans-específica, ya que los seres del cosmos se relacionan entre sí en términos de cazadores y presas: los papeles pueden invertirse, pero fundamentan un pacto de reciprocidad que a su vez se basa en la convicción de que animales y humanos son afines (Århem, 1996: 191). Fausto (2002: 9) hace hincapié en que, para un cazador, matar y comer una presa -considerada “persona”- implica necesariamente un problema ético, dado que la depredación se torna en una forma de “canibalismo”. De esta manera, las relaciones entre humanos y no-humanos se conceptualizan como una cadena trófica, en la que cada ser puede posicionarse como “comedor de” (depredador) o “comida” (presa) (Århem, 2001: 273). La posición de presa o depredador es siempre relativa: los hombres cazan a los animales y viceversa, así como los primeros son “cazados y comidos” por algunas entidades espirituales que devoran sus cuerpos o sus almas. Descola agrega que, en los contextos amerindios, el mantenimiento de una buena relación entre los hombres, los animales y los dueños que los tutelan es fundamental: “Para poder cazar eficazmente, todo hombre debe mantener relaciones de buena inteligencia con la caza y con los espíritus que la controlan, según un principio de convivencia que actúa de modo más o menos explícito en todas las sociedades cinegéticas amerindias” (Descola, 1996: 348).

Antes del desarrollo de las “teorías de las ontologías”, esta forma de concebir a los animales fue señalada en investigaciones sobre numerosas sociedades nativas cazadoras del pasado y contemporáneas. Lira (1997: 129-130), en su estudio sobre la noción de “animal” en los pueblos precolombinos, explica que los antiguos cazadores-recolectores sostenían un contacto más íntimo con la fauna de su entorno por razones de sobrevivencia, y que la cacería dio pie a numerosas representaciones simbólicas y míticas de los animales. En su visión del mundo, el cazador se encuentra íntimamente vinculado con sus presas y les otorga un estatus que rebasa la noción de “animal”: “Ellos no son seres ajenos, separados del hombre o carentes de inteligencia o deseos, sino que también poseen conciencia y voluntad e incluso en un principio fueron gente, sólo que perdieron tal condición por un castigo divino” (Lira, 1997: 129-130). En su estudio sobre el pensamiento indígena de varias partes del mundo, Frazer ya había notado la ausencia de división entre humanos y animales, lo que se refleja en las prácticas cinegéticas. El autor explica que el nativo:

[...] por lo común concibe a los animales dotados de almas e inteligencias semejantes a las suyas y por esto, naturalmente, los trata con análogo respeto. Del mismo modo que intenta apaciguar los espíritus de los hombres a que dio muerte, así procura propiciarse los espíritus de los animales que ha matado (Frazer, [1890] 1944: 260).

Tanto los antiguos mayas como los grupos contemporáneos conciben a los animales como “personas” en potencia (Valverde, 2004: 33) y como miembros de una sociedad cósmica, de la que también el hombre forma parte: “En la religión maya, los animales gozan del estatus de seres espirituales y personas sociales, no personas humanas, pero personas. Éstos comunican con los seres humanos y participan junto con ellos en un cosmos sagrado” (Anderson y Medina, 2005: XI).

Para entender la cacería en el Área Maya es necesario considerar un aspecto fundamental del concepto de “ritualidad” y del vínculo que une a los humanos con las instancias divinas. Nájera define el ritual como: “el medio por el que el hombre religioso expresaba de manera tangible su riqueza espiritual y entraba en contacto con el inquietante mundo sagrado, con los dioses y todo aquello considerado sobrenatural” (Nájera, 2002: 115). Es sabido que la relación entre los dioses mayas y sus criaturas se basa en un principio de reciprocidad: los primeros crearon a los hombres para que los veneraran y les ofrendaran, es decir, los hombres fueron hechos para alimentar a las deidades (Garza, 1978: 55). Este punto es esencial, ya que se trata de la ley primaria que rige al cosmos: si los dioses no son alimentados no enviarán las lluvias, no propiciarán el crecimiento del maíz y en cambio mandarán todo género de desgracias a los humanos.

Se trata de una relación que guarda un peligro potencial: el respeto a las reglas de reciprocidad es mandatorio, y si se falta a éste, los humanos pueden ser castigados, a menudo de modos muy severos:

[…] observamos en el indígena prehispánico un anhelo por aprehender las leyes del cosmos y asumirlas como dignas de veneración, principalmente porque escapaban al control humano, por lo que el individuo había comprendido cuáles eran sus límites y las consecuencias de salirse de ellos, a saber: el castigo de sus dioses (Lira, 1997: 127).

Esta concepción se refleja en la cacería: para poder alimentarse de carne, el cazador debe pedir permiso, agradecer, y finalmente devolver algo a las deidades (ofrendas, restos de las presas). De este modo, también la caza participa en el mantenimiento del equilibrio cósmico, que estriba en la relación de reciprocidad o alianza establecida entre los humanos y las entidades no-humanas (Santos-Fita et al., 2015: 2; Braakhuis, 2001: 393-397). La necesidad de reglas atañe también a la concepción maya sobre el espacio: el hombre religioso sabe que el espacio natural no le pertenece y que, al ser una creación divina, es sagrado en su totalidad. Por esta razón, para aprovechar cualquier recurso se necesita contar con las instancias sobrenaturales (Petrich, 2007: 143; Thompson, 1982: 208-209; Olivier, Chávez, Santos-Fita, 2019: 16-17).

Dehouve insiste sobre el hecho de que en toda Mesoamérica la cacería de animales silvestres es una actividad ritualizada (2010: 300), y propone un “modelo cinegético mesoamericano” (2008: 4). De acuerdo con la autora, este complejo ritual justifica la depredación implícita en la cacería, legitimándola por medio de la alianza que se establece entre el cazador y la presa. Los estudios recientes sobre algunos pueblos cazadores mayas confirman lo anterior, y dan cuenta de las fases que organizan el ciclo ritual cinegético (Braakhuis, 2001; Anderson y Medina, 2005; Anderson, 2009; Tuz, 2009; Gabriel, 2010). Asimismo, algunos ensayos publicados en revistas de etnobiología describen los ritos que anteceden y suceden a la caza: la petición a los dueños, las ofrendas rituales y la bendición de las armas, y muestran las relaciones establecidas entre los cazadores y las entidades no-humanas que protegen la fauna (Ramírez y Naranjo, 2007; Santos-Fita et al., 2015; Herrera-Flores et al., 2018; Olivier, Chávez y Santos-Fita, 2019). Es preciso mencionar los estudios arqueológicos dedicados al análisis de los depósitos rituales encontrados en cuevas, que hacen hincapié en la significación simbólica de la devolución de los restos de las presas a las entidades protectoras de los animales (Brown, 2005 y 2009; Brown y Emery, 2008).

Los huesos fértiles: la significación de los elementos óseos en el manejo post-mortem de restos humanos y animales

Es sabido que el cuerpo indígena es animado por un conjunto de “almas” o fuerzas psíquicas que lo abandonan después de la muerte para llegar a algún destino final (Martínez, 2007; Velásquez, 2009). Éstas dejan el plano terrenal, mientras que el organismo se descompone y se desvanece en la tierra. Sin embargo, las fuerzas espirituales contenidas en el esqueleto se consideran dotadas de la misma resistencia de su soporte orgánico, por lo que permanecen en la tierra. No sorprende, entonces, que los huesos se hayan convertido en un símbolo que encierra una naturaleza ambivalente: por un lado, atestiguan la inevitabilidad de la muerte y, por el otro, encarnan un principio de resistencia ante la aniquilación de los seres, despojando a la muerte de su absolutismo. Como se mostrará, lo anterior se traduce en una poderosa metáfora, presente tanto en narrativas -empezando por el Popol Vuh- como en representaciones plásticas mayas.

En razón del carácter durable de los huesos, las fuerzas que éstos albergan pueden considerarse de dos maneras distintas: como testimonios de la existencia de sus dueños fallecidos, es decir, una herencia espiritual permanente que vuelve reliquias a los despojos importantes; o como un principio de vitalidad potencial, que se mantiene en los restos mortales y permite la regeneración y perpetuación de los seres (Braakhuis, 2001; Brown, 2005 y 2009; Brown y Emery, 2008; Olivier, Chávez, Santos-Fita, 2019). Debido a su indestructibilidad, estas “almas” suelen concebirse como entidades resistentes y perversas, que permanecen en la tierra y son perjudiciales para las personas que entren en contacto con ellas (Pitarch, 2013: 59; Petrich, 2007: 150; Guiteras, 1965: 130 y 153).

A nivel pragmático, las creencias mencionadas se traducen en una serie de actos rituales cuyo fin es conservar la propiedad fértil de los huesos, o bien, invalidar la destructividad latente poseída por las instancias anímicas que albergan. Según refiere López Austin (1980: 371), los antiguos nahuas pensaban que en los huesos permanecía una parte de las fuerzas vitales del individuo; después de la cremación, la osamenta y las cenizas del difunto se guardaban en el hogar de éste o en el templo del calpulli. Del mismo modo, los fémures de los sacrificados eran conservados en la vivienda del guerrero que había capturado al enemigo. Dichas reliquias se consideraban sagradas y eran llamadas “dioses cautivos”; se creía que eran capaces de propiciar futuras expediciones de guerra (López Austin, 1980: 177).

Las dotaciones funerarias halladas en los entierros y el estudio de los ritos funerarios confirman la idea de que, entre los antiguos mayas, la muerte no se entendía como la aniquilación total del ser, sino como una fase transitoria o un cambio de estado (Ruz, 1991: 185). Se pensaba que parte de la esencia anímica de los difuntos permanecía en el plano terrenal, en sus pertenencias y en los restos óseos depositados en las tumbas (Coe, 1988; Fitzsimmons y Fash, 2005; Gillespie, 2002; Eberl, 2005; Trejo, 2008; Velásquez, 2009; entre otros). En este contexto, Maza observa que: “los restos corporales, lejos de ser meros residuos inertes, preservaban en sí parte de los componentes que en vida los animaron” (2009: 176). En los entierros mayas se han hallado numerosas evidencias de manipulación de esqueletos con fines rituales: algunos huesos -en otros huesos largos- eran extraídos antes de la inhumación del particular los cráneos, los huesos de las manos, de los pies y cadáver (Fitzsimmons, 2009: 75; Schele y Freidel, 2011: 156). Sin ahondar mucho en la descripción de estas prácticas, sobre las que existe abundante bibliografía, se pueden mencionar el empleo de los huesos de los ancestros para conjuros (Fitzsimmons, 2009; Scherer, 2015), la limpia de huesos, la conservación de despojos en los bultos sagrados, los funerales secundarios (Eberl, 2005; Maza, 2009; Fitzsimmons y Fash, 2005; Romero, 2017) y la preservación de las reliquias de personajes de relieve o de cautivos como herramientas de poder (Fitzsimmons, 2009; Scherer, 2015). Todas ellas demuestran el valor mágico y simbólico atribuido a los huesos entre los mayas prehispánicos.

Este rastro de vitalidad y fertilidad presente en los huesos también se demuestra con la constante asociación que los mayas operan entre lo escatológico y lo agrario (Girard, 1962: 156). La idea de que el ciclo vital del ser humano no termina con la muerte se plasma en la metáfora que vincula la existencia humana con el ciclo vegetal, en particular del maíz (Girard, 1962; Garza, 1978; Ruz, 1991; Carlsen y Prechtel, 1991). En la iconografía clásica el dios E (Dios del Maíz) es un personaje joven, emblema de juventud, vitalidad y belleza; se le suele representar danzando, acompañado por bellas mujeres y adornado con riquezas (Chinchilla, 2011: 42; Scherer, 2015: 24). Si bien estas expresiones artísticas parecen celebrar la vida en el momento de su máximo esplendor -la juventud-, el Dios del Maíz debe ser decapitado, así como se arranca la mazorca de la planta para sustentar a los seres humanos, quienes a su vez alimentarán a los dioses (Freidel, Schele y Parker, 1993: 203). En la iconografía maya encontramos diversas representaciones de plantas que brotan de cráneos y de restos óseos, al igual que ocurre en las numerosas imágenes que muestran la resurrección y apoteosis del Dios del Maíz, quien a menudo vuelve a nacer o “germinar” de los huesos (Scherer, 2015: 94; Fitzsimmons y Fash, 2005: 306).

Según escriben Bassie-Sweet y Hopkins, en el Área Maya las semillas de maíz se consideran elementos femeninos y también son caracterizadas como huesos (2018: 80). De acuerdo con Scherer, los huesos representan el elemento más perdurable e imperecedero del cuerpo humano y son una evidencia de la inevitabilidad de la muerte, pero además simbolizan fertilidad y la posibilidad de una nueva vida (2015: 94). Como señala el autor, la palabra maya para “huesos”, baak, aún presente en la mayoría de las lenguas contemporáneas, se vincula con los elementos vegetales. En lengua k’iche’, “huesos” se traduce como baq, y es notable la homofonía con la palabra que indica las semillas: baq’. Según Carmack, los k’iche’ conciben los huesos como semillas que poseen fuerza y vida de forma latente (2018: 284). Entre los tzutuhiles la inhumación es asociada con la siembra, y los restos de los difuntos son considerados como semillas de las que nacerán las nuevas generaciones (Scherer, 2015: 166-167). Carlsen y Prechtel (1991: 28) evidencian las correspondencias entre las concepciones agrarias y escatológicas de los atitecos, quienes designan a las semillas de maíz con el término muk (‘los enterrados’) o jolooma (‘pequeños cráneos’), con lo que indican que la vida brota del plano telúrico, así como las semillas de maíz son “enterradas” antes de convertirse en plantas y volver a la luz.

En los glifos, los huesos cruzados generalmente figuran en escenas que se desarrollan en el inframundo, como parte de los atavíos del dios A, o bien como un recurso gráfico para indicar que los personajes representados han fallecido o se encuentran enfermos. Sin embargo, en el Templo de la Cruz Foliada de Palenque encontramos los huesos cruzados fusionados con una flor, lo cual “subraya la noción de vitalidad encarnada en los huesos” (Scherer, 2015: 95). No podemos olvidarnos de los célebres pasajes del Popol Vuh que expresan el triunfo de la vida sobre la muerte: el embarazo prodigioso de Xkik,6 fecundada por el cráneo de Jun Junajpu (Craveri, 2013: 68-70) y la resurrección de los Hermanos Gemelos, cuyos huesos molidos habían sido arrojados al río por los Señores de Xib’alb’a (Craveri, 2013: 118-121). Craveri argumenta que la finalidad del descenso a Xib’alb’a de los Gemelos no es la aniquilación de los Señores de la Muerte, sino la transformación de los protagonistas a través de la “activación de la muerte para generar la vida” (2012: 197). Es significativo que la vida, en los dos casos mencionados, brota de los huesos, y que éstos se asocian a elementos vegetales: los frutos (las jícaras) del árbol en que fue colgada la cabeza de Jun Junajpu, y los huesos de Junajpu y Xb’alanke molidos como granos de maíz.

Esta breve síntesis hace notar la importancia de la conservación de los restos óseos de los seres humanos y sus significaciones simbólicas. Sin embargo, cuando a los animales se les atribuye la posesión de un alma, también sus despojos precisan de un manejo específico, puesto que no se consideran como elementos inertes. En las sociedades cinegéticas nativas la línea que separa al humano del animal no siempre es clara, puesto que ambos comparten las mismas propiedades anímicas (Calasso, 2016: 15-16; Hamayon, 2009: 32). Lo anterior se demuestra en la obra de Lévi-Bruhl, quien proporciona numerosos ejemplos etnográficos recabados en distintos contextos geográficos y observa lo siguiente:

En fin, puesto que los indígenas no acusan apenas diferencia alguna entre el hombre y el animal, se comprende que los huesos y sobre todo los cráneos de los animales, y en particular, los de aquellos que tienen alto valor místico, sean conservados, honrados, consultados o se les rece, como en el caso de los huesos y de los cráneos humanos (Lévi-Bruhl, [1927] 1985: 184).

El manejo de los restos de las presas constituye una acción fundamental de los ritos cinegéticos; también en este contexto, la noción de “hueso” -el elemento más durable del organismo- alude a una idea de fertilidad y perpetuación de la especie (Hamayon, 2009: 31-32). De igual forma, la carne y la sangre de los animales albergan algunas fuerzas anímicas, pero éstas se desvanecen cuando se deteriora el organismo, mientras que la instancia anímica adherida a sus huesos permanece y

[…] posteriormente es, por así decirlo, “reciclada” hasta que esté lista para ser reutilizada en un nuevo individuo. Por esta razón los ritos funerarios dedicados a los humanos y a los animales cazados consisten en preservar y tratar los huesos para que el alma que poseen pueda reaparecer en un nuevo cuerpo para una nueva vida [...] (Hamayon, 2009: 120).

El objetivo de estas prácticas funerarias, que en el caso de la cacería toman la forma de ritos de conservación o devolución de los restos de las presas, sigue siendo el mismo: permitir el mantenimiento de las propiedades fértiles de los despojos, para que éstos posibiliten el resurgimiento y la continuación de la vida (Hamayon, 2009: 32). Analizando diferentes sociedades cazadoras del mundo, se evidencia que los restos óseos de las presas requieren un manejo específico: está prohibido perderlos, quemarlos o dispersarlos al azar. Hamayon, quien estudia los cazadores siberianos, afirma que los animales reciben un tratamiento funerario que se asemeja a los ritos de entierro destinados a los seres humanos (Hamayon, 2009: 30). Lot-Falck, que también se dedica al estudio de las prácticas cinegéticas entre los pueblos siberianos, explica que un principio de vitalidad latente permanece al interior de los huesos y que, por lo tanto, éstos no pueden ser tratados como desperdicios. También en este caso la finalidad de la conservación de los restos es permitir que los animales vuelvan a la vida. A veces este proceso es llevado a cabo por los dueños de la fauna, que fungen como intermediarios, y en otras ocasiones por los mismos animales (Lot-Falck, [1953] 2018: 186-187). Es interesante notar que Lot-Falck también asocia los huesos con elementos vegetales -semillas y brotes-; él menciona el ejemplo de los kamchadales de Rusia, quienes dispersaban los restos de las focas en el mar para que de ellos pudieran nacer nuevas criaturas: “[…] se entregan al mar, así como las semillas a la tierra, que los fecundará” (Lot-Falck, [1953] 2018: 187).

A lo largo de la recopilación de Frazer encontramos numerosos ejemplos etnográficos que ilustran la creencia de que los huesos animales son factores de fertilidad: al sacrificar un animal, los lapones juntaban los restos y también partes de la carne, los colocaban en un féretro y lo enterraban “en la creencia de que el dios a quien han sacrificado el animal revestirá de carne los huesos y restituirá la vida al animal” (Frazer, [1890] 1944: 598). Las mismas concepciones se registran entre los kwakiutl de la Colombia Británica, los otawas de Canadá y los esquimales del Estrecho de Bering (Frazer, [1890] 1944: 598). Es relevante mencionar los estudios llevados a cabo en el contexto amazónico, en donde la cacería cobra importancia crucial: los makuna de la Amazonía colombiana devuelven los restos de las presas a sus dueños para que los animales sacrificados “puedan regenerarse”, pero en este caso los despojos deben ser enterrados (Århem, 2001: 285-286); se trata de una creencia muy difundida entre los cazadores amazónicos, quienes siempre devuelven a los dueños los restos de su caza (Fausto, 2002: 10 y 17).

Respecto al contexto mesoamericano, Dehouve confirma que los tlapanecos depositan los huesos de las presas en cuevas para que los dueños de los animales puedan regenerar a los animales cazados (2008: 18). También los mixes de Oaxaca realizan una ceremonia de restitución a los dueños, que se lleva a cabo cuando el cazador pierde su suerte en la caza o tiene mala puntería. Se depositan en cuevas del monte las partes óseas de las presas, que previamente habían sido conservadas en las casas: “El hacer la ceremonia, es decir, este acto de devolución, a la vez que es una forma de retribución, le permite al cazador garantizar futuras presas en un nuevo ciclo de cacería” (Osorio-López et al., 2017: 58). La misma práctica se documenta entre los huicholes, estudiados por Johannes Neurath (2008: 276).

En lo concerniente a los depósitos realizados en cavidades naturales, cabe recordar que éstas cobraban importancia fundamental en la religión de los antiguos mayas, y aún juegan un papel crucial en los ritos de cacería y de fertilidad entre los contemporáneos (Brady y Ashmore, 1999; Braakhuis, 2001; Brown, 2005; Romero, 2017; Olivier, Chávez y Santos-Fita, 2019). Pohl y Pohl observan que las antiguas ceremonias para el sacrificio de los venados se llevaban a cabo en las cavidades naturales, y representaciones de estos rituales se encuentran en numerosas grutas, documentadas desde el Preclásico Tardío hasta el Posclásico (1983: 31). Entre los cazadores cakchikeles y tzutuhiles de Guatemala, las cuevas aún fungen como depósitos rituales para los restos de las presas; allí residen los dueños a los que es necesario devolver los restos de sus protegidos para que éstos puedan crear nuevos animales a partir de sus despojos (Brown, 2005: 132; Brown y Emery, 2008: 313). El marco comparativo podría expandirse, pues en todas las sociedades cazadoras los restos de las presas son conservados. A continuación, se analizan las concepciones lacandonas al respecto, y se recurre a la comparación con otras realidades etnográficas cuando es pertinente.

La significación de los huesos en los ritos de caza lacandones

Los lacandones piensan que cada ser del cosmos posee la misma esencia anímica, llamada pixan, el alma-corazón (Martínez, 2007: 4-6). Al fallecer el sujeto, el pixan abandona el plano terrenal y empieza un largo recorrido hacia su destino último (Boremanse, 2020: 20). Sin embargo, destaca la presencia de otra fuerza anímica que nunca se separa del organismo y que está arraigada a los huesos. Ésta es llamada u kisin u yok (el ‘demonio de su pie’); se manifiesta como una entidad etérea que deambula por el panteón, los pueblos y la selva, y representa un peligro para quienes entren en contacto con ella (Baer,1950: 221; Boremanse, 1982: 87).

Los Hach Winik piensan que los pixan de los animales que mueren en la tierra morarán en los bosques del inframundo, y que estas almas son inmunes a las flechas de los cazadores (Bruce, Robles y Ramos, 1971: 123). Además, se cree que el día del fin del mundo (Xur T’an)7 todas las almas regresarán a buscar sus restos mortales, por lo que la conservación de los huesos es fundamental para que los seres puedan volver a la vida y poblar la nueva tierra (Boremanse, 2006: 100; Boremanse, 2020: 40-42). También los restos de los animales contienen la esencia u kisin u yok, y la falta de un tratamiento adecuado implicaría consecuencias graves: el espíritu del animal, o bien el dueño de los animales, se encargará de castigar a las personas que no respetaron los despojos de sus presas. Bajo este marco se analizan ahora los datos referentes a la conservación de los restos de las presas que aparecen en las etnografías lacandonas, los cuales son muy escasos.

En el transcurso de su trabajo de campo, Tozzer observó en los templos lacandones varias quijadas de animales, que eran colgadas del techo de la estructura: “[...] especialmente de venados, monos y jabalíes, las cuales sin duda sirven de recordatorios, o posiblemente como cuentas de los sacrificios de carne que se han hecho a los dioses” (Tozzer, 1907: 134). No obstante, el autor no explica a qué rituales se está refiriendo. Los Baer, tras observar cómo se trataba la carne de un mono aullador, mencionan que los huesos de las presas eran puestos aparte (Baer y Baer, 1950: 289). Aclaran que algunos de ellos, en particular las quijadas de los saraguatos se conservaban para ser entregados a los difuntos antes del entierro (Baer y Baer, 1950: 218). De hecho, al fallecer una persona se le proporcionaba un hueso -que generalmente era depositado en su mano- para que se lo diera a los perros del inframundo. Los lacandones piensan que, cuando el alma llega al Ya’alam lu’um (‘Bajo Mundo’), tiene que superar varias pruebas. Una de ellas consiste en cruzar un río muy peligroso custodiado por perros. El alma tiene que entregar el hueso a uno de estos perros para persuadirlo de transportarla en su espalda y llevarla a la otra orilla (Boremanse, 2020: 210). En campo, se observó que los huesos aún se preservan para este propósito (Figura 1), así como los trofeos de la cacería -generalmente los cráneos-, que por ninguna razón pueden ser arrojados a la basura ni quemados.

Fotografía de la autora.

Figura 1 Restos de mono araña (Ateles geoffroyi) conservados en una cocina lacandona. 

Los informantes aclaran que, especialmente en el pasado, los huesos de los animales tenían que ser devueltos a los dueños de la fauna y se depositaban en la selva: en los troncos de los árboles y en las cuevas. Boremanse es el único autor que hace mención explícita de la razón por la que se conservan los huesos:

Los hombres de antaño, que no tenían perros, disponían cuidadosamente al pie de los árboles los huesos de los animales que habían cazado, ya que después del fin del mundo, en el momento de la nueva creación, Hach Ak Yum resucitaría a estos animales. Si el cazador había dispersado los huesos aventándolos al azar, Hach Ak Yum se enojaba contra él y lo golpeaba. Pero si él tenía un perro y le daba los huesos, eso estaba bien; entonces sería el alma del animal cazado la que regresaría a la selva nueva (Boremanse, 2006: 100).

Antes de presentar los datos etnográficos es necesario aclarar quiénes son los ‘dueños de los animales’ entre los lacandones: en campo, se observó que la petición para las presas se dirigía principalmente a tres dioses, responsables del cuidado de la fauna. El primero es Hach Ak Yum (‘Nuestro Verdadero Padre’), creador de la selva y de todas las criaturas que en ella moran; el segundo es K’änänk’ax (‘El que cuida la Selva’), considerado el protector de todos los animales silvestres; finalmente, los lacandones se dirigían a Yahaw Ná, cuyo nombre significa ‘La Grande Casa’, un término que alude a la cueva consagrada a este dios, y que se encuentra en las cercanías de la laguna Güineo (ejido El Sibal), hoy perteneciente a la etnia tzeltal. Estos dioses otorgaban el permiso para cazar y recibían las ofrendas antes y después de la caza. A ellos se devolvían los huesos de las presas. Además, puesto que los animales se consideran socialmente organizados, los lacandones piensan que cada especie es protegida por un dueño o ‘jefe’: el dueño de los monos araña, el dueño de los venados, el señor de los zopilotes, la madre de las abejas, para mencionar algunos ejemplos. Los informantes los describen como animales peculiares, que también pueden presentarse bajo forma antropomorfa, pero muestran algún rasgo típico de la especie que encarnan: el señor de los zopilotes es un hombre calvo, no tiene dientes, y lleva un collar de plumas negras; el dueño de los pecarís es un individuo corpulento que usa una manta de piel en sus hombros. Ellos se encargan de castigar a los cazadores que no respetan las prohibiciones y las reglas, así como se relata en algunas leyendas lacandonas que narran las vivencias de cazadores desmedidos y crueles (Boremanse, 2006).

A continuación, se presentan los datos de campo que serán posteriormente interpretados.

Doña Nuk, Nahá, 11/5/2019 (texto 1)

  • A: ¿Viste cómo tu padre dejaba los huesos de los animales en las cuevas?

  • N: Todos los huesos se amontonaban en las cuevas, pero yo no fui, sólo los hombres.

  • A: ¿Por qué dejaban los huesos de los animales allá?

  • N: Se juntaban, no querían echarlos [a la basura] porque el día que todos volverán a la vida, cuando termine el mundo, todos volverán a levantarse, todos ese día volverán a la vida, como los hombres, nos vamos a levantar todos.8 Pongamos, si matas a un animal, lo comes, así, como un armadillo que matamos, que comemos bien, no pasa nada, pero si lo molestas9nada más, si lo matas y no lo comes, molestas a su dueño.

  • A: ¿Qué te hace el dueño de los animales?

  • N: ¡Te mata! Te envía a un jaguar, para que te coma a ti, pero si no lo molestas, no te mandará al jaguar.

  • A: ¿Viste a tu padre matar a los animales?

  • N: Lo vi. Él no los molestaba [no abusaba de ellos]. Mataba a uno solamente... lo comía, no pasa nada.

  • A: Y, si traía a un mono araña o a un saraguato, ¿qué hacía tu mamá?

  • N: Juntaba todos los huesos y los ponía en su lugar. [...]

  • A: ¿Los huesos tienen su kisin?

  • N: ¡Claro que tienen su kisin! Si matas a un jaguar, no puedes traerlo aquí a la casa, llegaría aquí su espíritu para comerte.

Chan K’in C. y Nuk G., Nahá, 11/5/2019 (texto 2)

  • A: ¿Por qué dejan los huesos de los animales en los troncos de los árboles?

  • C: Ves, los animales tienen vida, ahora escúchame: son vivos, hablan, por eso debes de cuidar sus huesos. Cuando mueran, volverán.

  • A: ¿Y por qué el tronco del árbol?

  • C: El tronco los cuida, no permite que los molestes, ese los cuida, es su hermano mayor. [...]

  • A: ¿Por qué el dueño de los animales se enoja si queman los huesos?

  • NG: A ése le debes pedir perdón: “discúlpame, maté, lo comeré, no lo echaré [los huesos]”.

  • C: Es que... es dios quien te los dio [los animales, para que los mataras]. NG: “Perdóname, yo maté a tus animales domésticos”.

  • C: Dios te los entregó: “Te di tu alimento”. Si tú vas a buscar animales, dios te los dará, te los regala, por eso tienes que cuidar sus huesos.

  • NG: Cuando acabe el mundo, volverán a levantarse.

  • C: Cuando termine el mundo, ellos [los animales] volverán a levantarse, tú también volverás a levantarte, una nueva [persona] serás.

Las citas presentan varios elementos que merecen ser analizados. En primer lugar, se expresa la necesidad de conservar los huesos por dos razones fundamentales:

  1. Así como los seres humanos regresarán a la tierra para volver a la vida, las almas de los animales pasarán por el mismo proceso. Quemar o perder los huesos de las presas impediría su resurrección, lo que dañaría tanto a los animales como a sus dueños. En la concepción de los lacandones, los animales se consideran personas en esencia (winik);10 por eso Chan K’in C. especifica que “hablan”. De ahí se origina el respeto que se le otorga a las presas y a sus cuerpos.

  2. Los animales son los protegidos de los dueños y dioses de la fauna, quienes otorgan el permiso para cazar: el respeto a los despojos de sus “hijos” o “animales domésticos” es crucial para que se mantenga una buena relación entre los humanos y las entidades no-humanas que rigen la selva.

En campo se observó que todos los dueños de la fauna y los dioses de la cacería de los Hach Winik moran en cuevas: al depositarse en las cavidades naturales, los huesos son devueltos a su “legítimo hogar” (Nuk, texto 1) y a los intermediarios que poseen la facultad de resucitar a los animales a partir de sus restos. Otra razón que explica la necesidad de devolver los huesos es que, si éstos se perdieran o se quemaran, los animales o los dueños se vengarían. El castigo más blando consiste en la pérdida de la facultad de cazar: Chan K’in C. menciona que los animales son un “don” de sus dueños, y son entregados por los dioses para que el hombre pueda alimentarse; si no se devuelven los restos, las presas no volverán a aparecer. La rabia de los dueños puede traducirse en castigos más severos: Nuk comenta que el cazador que no respete a las presas se convertirá en presa a su vez, y será devorado por un jaguar enviado por los dioses. La inversión de papeles, que a veces se traduce en la situación que Dehouve define como “insalvajamiento del cazador” (2008: 11), representa un peligro constante en las sociedades cazadoras (Descola, 1996: 349; Olivier, 2015: 204 y 243): el hombre que no respete las reglas sabe que podrá convertirse en presa, y toma todas las medidas necesarias para que esto no ocurra. Otro tipo de castigo, quizá el más temido, es la venganza que los dueños pueden cobrar sobre los seres queridos de los cazadores: podrían quitarle la vida a algún pariente del cazador como contrapartida por la pérdida no autorizada de alguno de sus protegidos. La misma creencia se documenta en otras sociedades cinegéticas (Dehouve, 2008: 11; Cayón, 2012: 42; Lot-Falck, [1953] 2018: 140). Los informantes de Nahá aclaran que la venganza puede ser llevada a cabo por los dueños -como también se relata en algunos cuentos que narran las vivencias de cazadores desmedidos (Boremanse, 2006) -, o bien por las almas de los restos de los animales, sus u kisin u yok, que perseguirán y atormentarán a los cazadores que no cumplieron con sus deberes o no respetaron las normas éticas prescritas para la cacería. Otro dato importante es arrojado por Nuk, quien aclara que las mujeres no participaban en la devolución de los huesos. La exclusión femenina de los ámbitos religiosos fue analizada por Marion Singer (1991: 134): las mujeres lacandonas todavía tienen prohibido el ingreso al templo, a las ruinas mayas y a las cuevas, considerados lugares sagrados y morada de algunos dioses. El hecho de que sólo los hombres fueran a la selva para devolver los huesos refrenda la idea de que la restitución era considerada un acto ritual y sagrado.

La siguiente entrevista se llevó a cabo con una familia que aún respeta las prohibiciones relativas al manejo de los huesos. Mientras la mujer contestaba las preguntas, iba enseñando los huesos conservados en su cocina:

Chosnuk, 18/4/2019 (texto 3)

  • A: ¿Por qué pusiste aquí los huesos de los animales?

  • C: Si los pierdes, huirán [los animales]. Aquí ves los huesos de un tepezcuintle, ese huye muy rápido, brinca mucho, si no juntas sus huesos, huirá, brincará.

  • A: ¿Y ése?

  • C: Es un hueso de mono araña, el otro es un hueso de venado, esos se los das a la persona que muere.11

  • A: ¿Y si los echas al pasto, se irán [los animales]?

  • C: ¡Se irán muy rápido!

  • A: ¿Y los pájaros?

  • C: ¡Igual!

  • A: ¿No echas sus huesos a la basura?

  • C: ¡No! Tampoco sus plumas, si las echas a la basura no volverán a salir, ¡no los volverás a matar!

  • A: ¿Por qué?

  • C: Porque ya no los van a dejar salir.

  • A: ¿Quién?

  • C: Su dueño.

En la cocina de la señora se observaron huesos de varios animales: tepezcuintles (Cuniculus paca), venados cola blanca (Odocoileus virginianus), sereques (Dasyprocta punctata) y monos araña (Ateles geoffroy). Algunos eran conservados al interior de calabazos, y otros habían sido depositados en las repisas. Un calabazo contenía los huesos de las últimas presas cazadas: se trataba de los pequeños roedores que invaden las milpas para comer maíz y tubérculos, que son los únicos animales que hoy se considera lícito matar (Figuras 2 y 3). Por el contrario, los huesos de los monos y de los venados eran antiguos, se encontraban en una esquina de la cocina y estaban cubiertos de polvo, ya que no se permite la caza de estos animales en la reserva; no obstante, fueron conservados porque los “huesos largos” son entregados a los difuntos (Figura 1).

Figura 2 Cráneos de tepezcuintles conservados en un calabazo. Fotografía de la autora. 

Figura 3 Restos óseos de aves silvestres y de mamíferos. Fotografía de la autora. 

La mujer suma algunos datos interesantes en relación con los posibles castigos que se le infligen al cazador que no respete los restos de sus presas: cuando Chosnuk afirma que los tepezcuintles “correrán rápido” y “brincarán”, no se refiere a los huesos que cobrarán vida, sino a los animales de la selva. Se piensa que éstos se comunican entre ellos, ya que poseen un lenguaje, al igual que los hombres.

Si una presa no recibe las exequias adecuadas, alertará a sus compañeros, les dirá que el cazador y sus familiares no son personas respetuosas, y los demás animales, entonces, no se dejarán encontrar o “correrán y brincarán” para evitar que el cazador vuelva a hacerles daño. Chosnuk comenta que el castigo también puede proceder del dueño (u yum’il), quien no soltará más animales y dejará al cazador con las manos vacías. Chosnuk es la primer informante que menciona la necesidad de conservar las plumas de los pájaros silvestres; cuando se despluman las gallinas o los pavos domésticos, por el contrario, las plumas son arrojadas al pasto. Del mismo modo, queda estrictamente prohibido quemar los huesos de las aves silvestres, mientras que los de pollo pueden ser arrojados al fuego. La razón parece evidente, y Chosnuk, durante otra ocasión, la aclaró: “Los pollos son míos, yo los crío, los alimento, no me enojo si mis hijos queman sus huesos, son de ellos también, los animales de la selva no me pertenecen, no los alimento, le pertenecen a su dueño, y ese sí se enoja”.12 Cabe señalar que en las sociedades cazadoras siempre se establece una diferencia entre los animales domésticos y los silvestres. Por ejemplo, Gabriel menciona que, al sacrificar animales domésticos, los mayas yucatecos se ven obligados a purificarlos: se derraman unas gotas de balché en los picos de las aves y se les sahúma con copal: “se purifican usando elementos pertenecientes a la naturaleza”, mientras que los animales del monte “ya poseen esa pureza” (2018: 286). Villa Rojas observa que las ofrendas para los dueños (yuntzilob) poseen un carácter sagrado tan fuerte, que los hombres preparan la comida ritual en las iglesias y se prefiere ofrendar animales silvestres, ya que se consideran puros (suhuy):

[…] se procura que la mayor parte de la carne usada en estas comidas sea de animales silvestres, como el venado, jabalí o pavo. La razón de esta preferencia se debe a que tales animales (criados por guardianes sobrenaturales y en contacto con los yuntzilob del monte) son considerados de mayor pureza que los criados por los hombres; es por ello que, en el lenguaje ceremonial se les llama “suhuy alakob”, que es como decir “animales domésticos sagrados” [...] (Villa, 1992: 308).

La “pureza” atribuida a los animales silvestres puede explicarse en cuanto que éstos no son pertenencia de los seres humanos, sino de determinadas deidades o de los dueños, como lo menciona Villa Rojas. Por esta razón, como se observa entre los lacandones, los animales domésticos pueden ser sacrificados sin que esto comporte problema alguno, ya que es su dueño -el hombre- quien dispone de sus vidas y de sus cuerpos.

Para terminar esta discusión, falta aclarar por qué algunos informantes mencionan que los huesos se depositaban al pie de los árboles o se colgaban en los postes del templo o de las casas. Las connotaciones simbólicas de las cuevas -lugares idóneos para el depósito de los restos- ya fueron aclaradas, pero ¿cuál es la significación de los árboles y los postes? Vimos que Boremanse menciona la práctica de dejar los huesos de las presas al pie de los árboles (2006: 100), así como Tozzer, notó la presencia de restos óseos de animales en los postes del templo y de las viviendas (1907: 134). También algunos informantes afirman que éstos eran posibles alternativas al depósito en cuevas. Olivier ofrece una interpretación muy interesante. El autor proporciona numerosos ejemplos etnográficos que demuestran la presencia de esta práctica en distintas sociedades cazadoras, tanto de Mesoamérica como de otras partes del mundo (Olivier, 2015: 351-352), y menciona que, a veces, también los restos humanos de los cautivos eran colgados en árboles o postes (2015: 347). Olivier escribe: “se pueden equiparar las vigas de las casas con árboles y los cráneos de cérvidos o sus maxilares con frutos o semillas” (2015: 351), y explica que dicha costumbre, así como los depósitos rituales en cuevas, tiene la finalidad de preservar las fuerzas anímicas de los animales y permitir su regeneración. Ya observamos que el paralelismo entre huesos y frutos es constante en las ideas escatológicas mayas; en relación con ello es pertinente mencionar la investigación de Montolíu (1976), quien estudió la simbología del venado como víctima sacrificial y presa por excelencia. La antropóloga muestra que en diversas representaciones el animal es asociado con los árboles u otros elementos vegetales, y en particular las astas se volvieron una metáfora del ciclo vital y del regreso a la vida. De hecho, el venado pierde la cornamenta en la misma época en que se empiezan a labrar los campos y se preparan para la siembra: “de la misma manera que el animal pierde sus cuernos y más tarde los recobra, la tierra renueva cada año las plantas que son el sustento del hombre” (Montolíu, 1976: 151-152). Respecto a la relación entre los árboles y los postes de la casa, con el caso lacandón podemos agregar un elemento que refrenda la interpretación de Olivier. Es sabido que, según la concepción maya, los postes de la tierra son árboles, específicamente ceibas, el árbol sagrado. En concordancia, los lacandones conciben la choza tradicional (naj) como una representación en miniatura de la estructura terrestre: los cuatro postes domésticos simbolizan los pilares que sostienen la tierra (Boremanse, 2006: 27). Con ello, la conexión entre los postes de la casa (u yok’man náj) y los árboles que sostienen el mundo (u yok’man lu’um) es reafirmada.

Conclusiones

Debido a su carácter durable y al ser lo permanente del cuerpo, en muchas sociedades indígenas los huesos adquieren una profunda significación simbólica. Se consideran el soporte de determinadas fuerzas anímicas que se quedan en el plano terrenal, arraigadas a aquellos elementos orgánicos que tardan en descomponerse. Lo anterior se observó en las concepciones escatológicas de los mayas prehispánicos y contemporáneos, así como en varios grupos cazadores nativos alrededor del globo que desarrollan un amplio abanico de prácticas rituales orientadas a la conservación de las propiedades vitales y fértiles de los restos. Se subrayó que los cazadores indígenas no conciben una frontera entre humano y animal en cuanto a las instancias espirituales que los animan, por lo que, para ambos, los restos mortales están sujetos a tratamientos rituales específicos.

Como fue argumentado, lo anterior se explica debido a las propiedades fértiles atribuidas a los huesos: éstos contienen un principio de vitalidad latente que debe preservarse para que el ser fallecido (o sacrificado) pueda volver a la vida. Además, las instancias espirituales albergadas en el esqueleto se consideran perjudiciales para los seres vivos, lo que implica la necesidad de conservar los despojos y tratarlos de manera adecuada para evitar que esas fuerzas anímicas dañen a las personas que entren en contacto con ellas. De igual forma, observamos lo anterior tanto en las prácticas relativas al manejo de los restos humanos como en contextos en que la cacería se concibe como una praxis ritual.

El individuo religioso sabe que necesita pedir permiso a los dioses o a los dueños que tutelan el espacio natural para aprovechar cualquier recurso, puesto que cada elemento del cosmos es una creación divina. Bajo esta premisa, la cacería representa un importante momento de intercambio entre las personas y las instancias que protegen la fauna: con ella se establece un contrato que conlleva el respeto de prohibiciones y deberes específicos. En particular, la devolución ritual de los huesos de las presas responde a la necesidad de llevar a su cumplimiento el ciclo cinegético, pues restituye los restos de los animales sacrificados a sus legítimos dueños. Como se vio, los patronos de la caza fungen como intermediarios en los procesos de resurrección de los animales: a partir de la fuerza vital contenida en los restos de sus protegidos, los dueños pueden crear nuevos animales. En el caso lacandón, se piensa que la resurrección ocurrirá cuando acabe el mundo (el Xur T’an): las almas (los pixan) de todas las criaturas volverán a la tierra para buscar sus antiguos cuerpos y volver así a la vida. Por esta razón, se depositan los despojos de las presas en las cuevas del monte o al pie de los árboles. Lo anterior se sustenta en las ideas mayas referentes a la muerte, considerada una fase de transición necesaria para el regreso a la vida. Se mostró que los huesos son portadores de un principio de vitalidad que necesita ser preservado; su destrucción o la falta de devolución de los restos de las presas impediría el desarrollo del ciclo vital de los animales y causaría su aniquilación definitiva, lo cual, en la concepción maya, es inaceptable y peligroso para el equilibrio cósmico.

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1La discusión planteada en este artículo forma parte de mi proyecto posdoctoral titulado “La significación social y simbólica de los restos óseos: un estudio sobre las prácticas cinegéticas lacandonas”, realizado en el marco del Programa de Becas Posdoctorales de la Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Mayas.

2“Esa noción de ‘señor’ o ‘dirigente’ de los animales recuerda un concepto muy difundido entre numerosos grupos indígenas actuales; en efecto se considera que ciertas especies de la fauna son protegidas por un ‘patrón’ o ‘dueño’, en general un animal con signos particulares o un tamaño especial y que los cazadores no pueden matar” (Romero y Máynez, 2007: 135-136).

3Se acude a la definición de “ontología”, propuesta por Descola (2012), como un sistema de distribución y clasificación de propiedades entre los seres existentes, con base en el cual se organizan los modos de relación entre los miembros de los distintos grupos (humanos y no-humanos). Lo anterior se fundamenta en la manera en que es concebida la relación entre la interioridad y la exterioridad de los distintos seres del cosmos. En las sociedades que atribuyen a los animales una interioridad idéntica a la del hombre —considerándolos poseedores de una condición de humanidad latente—, la cacería necesita ser cultural y ritualmente justificada.

4Se emplea el término “no-humanos” para indicar las instancias sobrenaturales: dioses, espíritus, dueños.

5Como señaló Roberto Bruce: “Para el estudio de la cultura maya, es un grave error el considerar a ‘los lacandones’ como un solo grupo étnico” (Bruce, 1976: 7-8). De hecho, los antropólogos suelen separar el grupo norte del grupo sur, tratándolos como dos realidades étnicas distintas, puesto que presentan diferencias en el idioma, en la vestimenta y en la cosmovisión (Boremanse, 1984: 226-227).

6Para la transcripción de los nombres de los personajes del Popol Vuh se respeta la grafía del texto de Craveri (2013).

7Xur T’an literalmente significa ‘el final de los discursos o de la palabra’. Los lacandones piensan que justo antes del fin del mundo todos los seres del cosmos, incluso los objetos, comenzarán a hablar, lo que los hombres interpretarán como un signo nefasto. Cuando el mundo sea destruido por los dioses, será el fin de la palabra: “nadie más hablará” (comunicación personal de Bor Maax, informante de Nahá).

8Las frases en cursiva corresponden a las que la informante dijo en español.

9Los informantes emplean a menudo el verbo käraxmeetik, que literalmente significa ‘fastidiar, molestar’, pero se usa también para indicar una falta de respeto, un abuso, un acto de violencia.

10El término winik (gente, persona) se emplea para humanos, animales, plantas y espíritus. Indica una condición de humanidad compartida y latente: todos los habitantes del cosmos son considerados “personas en esencia” puesto que poseen alma y, por consiguiente, se les atribuyen características típicas de los seres humanos.

11Normalmente se eligen los huesos más largos para entregarlos a los difuntos: en particular, los fémures, las tibias y los húmeros. En campo, noté que se privilegia a los animales cuyos huesos presentan una mayor dimensión, como los venados y los monos.

12A kaax ten yenin, ten in kanantik, ten in hänsik, in tial ku tokik u baker, ma n’in tzik, ti’ u yenin bexi, a bäk, mo ten yenin, m’in hänsik, ti’ u yumil u yenin, ne ku tzik” (Diario de campo).

Recibido: 25 de Mayo de 2021; Aprobado: 15 de Diciembre de 2021

Alice Balsanelli. Italiana. Doctora en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. Acaba de terminar una Estancia Posdoctoral en el Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, desarrollando el proyecto: “Los patronos de la caza y la preparación de las ofrendas rituales a base de carne: aspectos rituales de la cacería lacandona”. Su investigación se ha centrado en el estudio de la cultura de los lacandones del norte, Chiapas. Actualmente, colabora en el proyecto “MCA: Ancient Maya Sites, Ecological Aquaculture, and Resource Management Over Time at Mensabak, Chiapas, Mexico” del Dr. Joel Palka (Arizona State University). Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “When prey is winik (person): the relationship between people, animals, and their Masters in Lacandon hunt”, “Pedir permiso a los dueños: la cacería lacandona como ritual”, y “Ya’ah ché wah, el ‘tamal de la ceiba’ y nahwah, el ‘gran tamal’: la mujer en la preparación de la comida ritual entre los lacandones del norte”. alice.balsanelli@yahoo.com

Alice Balsanelli. Italian. PhD in Social Anthropology from the National School of Anthropology and History of Mexico. She has just finished a Postdoctoral Stay at the Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, developing the project: “Patrons of hunting and the preparation of ritual meat offerings: ritual aspects of Lacandon hunting”. Her research has focused on the study of the culture of the northern Lacandones, Chiapas. She is currently collaborating on the project “MCA: Ancient Maya Sites, Ecological Aquaculture, and Resource Management Over Time at Mensabak, Chiapas, Mexico” by Dr. Joel Palka (Arizona State University). Recent publications include: “When prey is winik (person): the relationship between people, animals, and their Masters in Lacandon hunt”, “Pedir permiso a los dueños: la cacería lacandona como ritual”, and “Ya’ah ché wah, el “tamal de la ceiba” y nahwah, el “gran tamal”: la mujer en la preparación de la comida ritual entre los lacandones del norte”. alice.balsanelli@yahoo.com

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