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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.66 no.242 Ciudad de México may./ago. 2021  Epub 25-Oct-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2021.242.79329 

Dossier

La Covid-19 y el vacío de la postpolítica. Hacia un Estado más allá de la nación

Covid-19 and the Post-political Void. Toward a State beyond the Nation

Francisco Valdés Ugalde* 

*Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <francisco.valdes@unam.mx>.


RESUMEN

¿Hay una esfera pública postnacional en formación? Este artículo responde a esta pregunta tomando como punto de observación la pandemia por la Covid-19 y la presión que induce en el orden global y en el Estado-nación. A partir de una descripción del uso errático y fragmentario del poder para el manejo de la pandemia se examina la transformación de la soberanía en la historia de Estado nacional, se replantea la situación de los derechos humanos y la “brecha de la justicia” en este proceso y se ofrece una apreciación de las probables alternativas que se juegan en las tendencias globales del poder público en la postpandemia.

Palabras clave: Covid-19; globalización; Estado-nación; soberanía; derechos humanos; brecha de justicia; esfera pública

Abstract

Is a post-national public sphere forming? This article answers this question based on the observation of the Covid-19 pandemic’s pressure on the global order and the nation-state. Using a description of the erratic and fragmented use of power for the management of the pandemic, this work examines the transformation of sovereignty in the history of the nation-state, addresses the situation of human rights and the “justice gap” present in this process anew, and offers an assessment of the probable alternatives at play in global trends shaping public power in the aftermath of the pandemic.

Keywords: Covid-19; globalization; nation-state; sovereignty; human rights; justice gap; public sphere

Whereas the growth of systems and networks multiplies possible contacts and

exchanges of information, it does not lead per se to the expansion of an intersubjectively

shared world and to the discursive interweaving of conceptions of

relevance, themes, and contributions from which political public spheres arise

Jürgen Habermas.

Recognizing the historic shift in the nature

of the constitutional order is an imperative.

Phillip Bobbitt

Introducción

La pandemia de la Covid-19 que ha asolado al mundo al llegar la tercera década del siglo XXI ha venido a corroborar una tesis polémica: la soberanía en su acepción nacionalista y el Estado-nación -como unidad de gobernanza por excelencia- están rebasados. La crisis se origina en el choque entre esferas de legitimación que sobrepasan la soberanía tradicional reducida al espacio de la nación, y se manifiesta en estados permeables a los influjos y fuerzas del espacio postnacional que escapan a su control porque no dispone de recursos de autoridad de la escala necesaria para gobernarlas. Este choque de esferas enfrenta al poder estatal-nacional con otros que escapan de facto, mientras que de jure desafían su autoridad, a la que se supone deberían someterse.

Cada día observamos cómo aumenta el número de problemas globales que engrosan la lista de asuntos de relevancia pública que el Estado debe enfrentar con las herramientas adquiridas dentro de una unidad política inventada en 1648 a partir de la Paz de Westfalia y que, aunque ha cambiado considerablemente en los casi cuatro siglos transcurridos desde entonces sigue atada a la vieja noción de soberanía que hoy está sometida a tensión y cambio radicales (Bobbitt, 2003; Kennedy, 1989; Tilly, 1990; Fukuyama, 2011, 2014).1 Esta unidad política es el Estado nacional que fue primero monárquico y cuyo desarrollo la transformó hasta adquirir la forma republicana. Calentamiento global, grandes migraciones forzadas, enormes bloques comerciales, gigantes económicos supranacionales, desarrollo exponencial del conocimiento científico con aplicaciones técnicas globales en todos los campos de actividad, terrorismo, crimen organizado, medios de comunicación masiva y redes sociales, entre otros. La agenda que traspasa las fronteras nacionales es ya tan relevante como la que se presenta a nivel local y nacional y, aun así, las instituciones de gobierno del Estado-nación se mantienen estancadas en la brecha que las separa de aquellas que, a nivel regional y global, intentan regular los procesos antes mencionados. El Estado-nación toca a sus límites. Ha dejado de ser la forma suficiente de la gobernanza para enfrentar transformaciones que le impone la globalización, si bien seguirá siendo un componente de nuevas formas postnacionales en proceso de difícil gestación. Todos estos signos hablan de que en el mundo actual se ha iniciado una transición que desafía los límites de las fronteras del Estado nacional y que la pandemia de Covid-19 ha venido a agudizar.

Junto con las tensiones que induce la globalización preexistente y la pandemia global, otra muy particular se agrega, y es la amenaza a la democracia por el avivamiento de los liderazgos autoritarios que sin excepción apelan a los valores de una soberanía obsoleta para afirmar su esfera de poder. En una carta abierta publicada en 2020 un gran número de organizaciones y destacadas personalidades de todo el mundo advirtieron: “La pandemia de Covid-19 amenaza más que las vidas y el sustento de la gente a nivel mundial. Es también una crisis política que amenaza el futuro de la democracia liberal” (IDEA, 2020). El principal llamado de la carta es a mirar que la pandemia trae aparejado un ímpetu insólito en los regímenes autoritarios para asegurar y extender su poder, y que otro tanto ha ocurrido en democracias que experimentan regresiones.

Pero la pandemia es más que eso; nada volverá a ser como antes y las perspectivas de futuro político internacional son más inciertas que nunca, por lo menos desde el momento fundacional de la segunda posguerra (1948). Un torrente de ideas se ha vertido a estos temas y se expresa en las redes sociales, los medios de comunicación y la prensa, las publicaciones académicas y figuras representativas del pensamiento. Pero el hecho central es que los dispositivos de generación y circulación de las ideas son y serán durante un buen tiempo un crisol en el que se fundirán puentes hacia el futuro y reinterpretaciones del pasado. Si tomamos la pandemia como una fotografía de un momento de quiebre en el orden político originado en agente natural -el coronavirus-, podemos observar tendencias que venían operando de antemano y que con la crisis sanitaria mundial se han disparado en direcciones cuyo destino es aún incierto. Entre estas tendencias están, precisamente, las demandas y reclamos sociales, la brecha entre las estructuras políticas nacionales e internacionales y los procesos de globalización (o “glocalización”)2 con que ambos tipos de estructuras deben entendérselas.

Cartografía mínima del poder estatal en la pandemia

A diferencia de las antiguas plagas, que eran inevitables, las consecuencias de la Covid-19 pudieron ser reducidas en su magnitud catastrófica y en su expansión mundial. La condición para hacerlo no era únicamente el saber científico y médico ni la eficacia del sistema de salud, sino la libertad de prensa e información que no existe en China, lugar de origen del contagio.3 Un estudio epidemiológico (Lai et al., 2020) mostró que si las medidas de intervención no farmacéutica contra la propagación del coronavirus en China hubieran sido tomadas una, dos o tres semanas antes, la multiplicación del contagio podría haber disminuido 66 %, 86 % y 95 %, respectivamente.

Según publicó Reporteros sin Fronteras (RSF, 2020), la censura de información no autorizada por el gobierno del Partido Comunista en todos los medios de prensa y las redes sociales fue la principal causa para no tomar las medidas preventivas necesarias. En ese informe se consignan seis eventos cuyo conocimiento fue impedido por las autoridades chinas.

Primero

El desconocimiento -gracias al control de la Internet- de un simulacro de pandemia elaborado por la Universidad John Hopkins (2019) que presentó en octubre una prospectiva a 18 meses en que podría alcanzarse la cifra de 65 millones de muertes.

Segundo

Las autoridades locales de Wuhan no informaron del brote (20/12/19) de una “neumonía desconocida” ni que varios de los contagiados habían “frecuentado el mercado de pescado de Huanan”.

Tercero

El doctor Lu Xiaohong empieza a conocer casos de infección entre el personal médico (25/12/19) pero los medios no recogieron la información debido a la censura.

Cuarto

Otro tanto ocurre el 30 de diciembre de 2019 cuando los médicos del Hospital Central de Wuhan anuncian la presencia de “un coronavirus similar al SARS”; ocho de estos médicos fueron detenidos por propagar “rumores falsos”; uno de ellos, Li Wenliang, murió a causa de la enfermedad. Conocida la presencia del virus y su capacidad de propagación, China informó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) pero impidió la difusión de información fundamental de la naturaleza de la epidemia en las redes sociales.

Quinto

El 5 de enero un equipo en Shanghai logra secuenciar el genoma del virus (información clave para hacer la vacuna) pero el gobierno se opone a revelar la información, hasta que el 11 de enero los científicos la filtran en plataformas abiertas.

Sexto

Por último, el 13 de enero se conoce el primer caso de un paciente fuera de China (Tailandia), lo que, por fin, obliga a reconocer la gravedad de la epidemia. El estudio epidemiológico citado estima que si las medidas de contención de la Covid-19 se hubiesen tomado tres semanas antes podría haberse reducido hasta en 85 por ciento el contagio. La cifra de un millón de infectados al 3 de abril de 2020 podría haberse reducido a ciento cincuenta mil y, probablemente, la Covid-19 no se habría difundido exponencialmente en todo el orbe.

Ahora que China se va convirtiendo en una potencia cada vez más influyente, la crítica del autoritarismo y sus raíces ideológicas vuelve a tener relevancia de primer orden. El Estado chino es una autocracia que viola sistemáticamente los derechos humanos y que, gracias a sus medios despóticos de control y censura, ha causado un grave daño a la humanidad. Pero no sólo en China los autoritarismos agudizan la pandemia. Estados Unidos ha sido uno de los países más afectados en números absolutos y relativos. De acuerdo con un reporte de Parker y Mounk (2020), el presidente Donald Trump se empeñó en ocultar información y disminuir el tamaño del problema. Atacó a los expertos que lo criticaban y promovió una campaña para desacreditarlos. Desdeñó la vulnerabilidad de comunidades como las de indocumentados; amenazó con ejercer poderes excepcionales para los que no está facultado y obstaculizó la labor de las agencias independientes como el Centro para el Control de Enfermedades. Otros dirigentes nacionales como Jair Bolsonaro, Boris Johnson, Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Víktor Orban, Alí Jamenei, Nicolás Maduro y Andrés Manuel López Obrador, entre otros, se han resistido a reconocer la gravedad de la pandemia y con ello retardaron la respuesta institucional y social, lo que ha repercutido en la magnificación de sus efectos. Para estos gobernantes la invasión del coronavirus se interpone con sus proyectos autocráticos y no han dudado en resolver la prioridad a favor de estos últimos. En contraste, países como Singapur, Nueva Zelanda, Alemania y Corea del Sur reconocieron la naturaleza del problema, alentaron el conocimiento sobre el fenómeno y activaron la respuesta de los medios a disposición. Salir al paso de la enfermedad en estos casos implicó una percepción distinta del poder por parte de sus dirigentes, muy alejada de aspiraciones autocráticas.

La descripción anterior es un breve ejemplo de cómo en la naturaleza misma de la pandemia encontramos el tema que nos ocupa: surge en un punto del globo, se mundializa y desborda los límites del control del Estado nacional. Se podría decir que, en cualquier caso, aun con el mecanismo adecuado y una autoridad global podría presentarse un suceso inesperado que sea incontrolable. Esto es verdad, pero, como todas las evidencias indican, la magnitud y alcance del daño sería otro si la soberanía fuera concebida de manera diferente. A pesar de la existencia de organismos internacionales especializados (la OMS en este caso), las decisiones tomadas por el gobierno del país de origen antepusieron criterios de control del poder propio a las consideraciones de bienestar nacional e internacional. Es posible equiparar este problema con otros semejantes: crisis migratoria, medio ambiente, seguridad, información, control del poder, estado de derecho, poderes económicos “salvajes”, etc.

El problema de fondo radica en que el bienestar colectivo depende cada vez más de la articulación de la soberanía entre los niveles nacional e internacional de la gobernanza global de procesos que de otro modo carecen de atención a nivel local o de regulación internacional o ambas cosas a la vez. Más aún, es un problema que reclama cambiar la noción de soberanía. Todos los problemas implicados tienen el común denominador de formar parte de la agenda del bienestar colectivo, que a su vez depende de la producción de bienes públicos. La acción conjunta que se requiere para hacer frente a los problemas comunes sólo puede producirla una concurrencia de terceros (estados, empresas y organizaciones civiles), y para que esta acción sea suficiente necesita producir instituciones con relativa autonomía, lo que depende del número, poder y voluntad de los agentes concurrentes. Si bien no todo el bienestar puede ser satisfecho por esta acción postnacional, algunos de sus problemas no pueden atenderse sin ella. Cada uno requiere de acciones colectivas de estados e individuos a nivel interno y externo, y la fuerza y coordinación necesarias para conseguirlas se puede obtener únicamente bajo la condición de colocar la agencia en el plano de lo postpolítico.4

Esta reflexión nos lleva a la pregunta de qué “soberano” puede ser el productor de esta agencia. Hasta ahora, la conformación del orden internacional sigue conservando sus marcas westfalianas, en el sentido de que los poderes estatales siguen siendo los titulares de la soberanía frente a otros estados con la misma prerrogativa. Sin embargo, la traslación del centro de gravedad de la soberanía -del monarca al ciudadano- desde el Tratado de Westfalia hasta nuestros días, deja virtualmente sin pies al Estado cuya actuación supranacional no reconozca esta traslación también en el ámbito postnacional. En otras palabras: sólo una soberanía post y supranacional de este tipo puede dar origen a la decisión democrática de hacer frente a problemas globales sin supresión de las libertades y conculcación de los derechos humanos. En esta problemática se enmarca también el desarrollo científico-técnico y las formas de cooperación económica a las que me referiré tangencialmente. Para entender mejor esta idea debemos hacer un recorrido por la historia de la soberanía.

I Breve recuento de la soberanía

El sistema constitucional mundial contiene un número de órdenes que se entrelazan en una red que va del sistema de los derechos, entendido como aquellos que “los ciudadanos deben otorgarse unos a otros si quieren regular legítimamente su vida en común mediante una ley positiva” (Habermas, 1998: 82), a las formas de organización del poder y de la gobernanza nacional e internacional. Esta conceptualización es un punto de llegada del Estado nacional y a la vez el terreno donde se fermenta el cambio posible más significativo desde 1948, cuando se promulgo la Carta de las Naciones Unidas, que simboliza al conjunto de acuerdos e instituciones de la posguerra.

Cuando Europa exploraba las formas de sustituir las instituciones medievales por otras modernas, Maquiavelo y Bodin fueron pioneros en ofrecer solución al problema central de un (des)orden en plena transición: procurar estabilidad política mediante la razón, relegando a la espada a la categoría de último recurso. Ofrecieron las primeras definiciones conceptuales y jurídicas para una solución moderna al inhóspito estado de naturaleza en el que la vida cotidiana está marcada por la agobiante “interpretación práctica individual y continua de cómo es permisible actuar sin mediación de ninguna autoridad institucionalizada” (Dunn, 1999: 329), ese talante que prevalece durante las caídas y fracturas, los derrumbes y las rupturas paradigmáticas del orden constitucional de una época. Estos autores fueron los precursores del argumento de que, si solo fuera posible este estado o el contrario -el sometimiento a la autoridad absoluta-, el segundo, si bien indeseable, sería preferible al primero. En medio de guerras de religión y entre poderes tributarios del medioevo surgía por entonces el estado nacional, que buscaba unificar bajo una autoridad incontestada territorios y poblaciones fragmentados por sus raigambres feudales de estirpe estamental, corporativa, religiosa y racial. Reinaba la confusión sobre las legitimidades a las que debía rendirse obediencia y en ello se jugaba la vida; someterse al amo equivocado podía ser causa de muerte y pérdida de familia y propiedad. La vida era, en efecto, “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (Hobbes, 2006).

La entrega de la autoridad absoluta de los príncipes al monarca y el sometimiento del vasallaje a la autoridad y propiedad de ambos duró casi dos siglos en la Europa moderna, aunque en otras latitudes tuvo su expresión en distintos momentos del tiempo.5 Esta forma consolidó gracias a que el sometimiento de la voluntad colectiva a esa autoridad ofrecía mayor seguridad y certeza que los fragmentarios órdenes precedentes. Este proceso no fue unilineal como lo han descrito algunas interpretaciones, sino que observó diversas formas, dando al Estado absolutista una configuración compleja (Tilly, 1990: 1-62) No obstante la variedad, la firme certeza de la identidad entre soberanía y poder político la ofreció Thomas Hobbes en la famosa sentencia de que la ley podía provenir únicamente de una “persona o cuerpo” con autoridad clara y distinta de todas las demás para emitir leyes válidas, es decir, reconocidas como obligatorias.6 El Estado es, pues, la unidad de esa autoridad, y la comprensión de su forma exige identificar una fuente original y única de legitimidad que ha vencido exitosamente a otras que compiten con ella. Con estas representaciones en mente se “resolvió” la validez moral y legal de la autoridad y adquirió forma primigenia en el dominio de las creencias: “cuius regio eius religio”. Con este lema del Tratado de Augsburgo (de 1555) se posibilitó el principio del fin del conflicto por el poder absoluto sobre tierras y gentes, y se impuso la fidelidad religiosa como primera forma de unificación nacional. Ese corpus formó una de las bases culturales de un cambio de valores que introdujo la pertenencia personal a partir de la adhesión a la religión desplazando o subordinando a otros que le anteceden: étnico, lingüístico y mítico-histórico, aunque no sin sobresaltos. Este gran cambio consistió, pues, en innovar la pertenencia mediante la universalización de la adscripción por creencia o convicción; la Iglesia se colocó como ultima ratio del poder y de esta forma sustituyó o se superpuso a otras consideradas “naturales”, como el suelo o la sangre.

La historia moderna de la soberanía empieza, así, con el maridaje entre reino y religión (el derecho divino de los reyes), le sigue la etapa de la querella de los pares del reino por ser incorporados en el poder soberano, inicia la división del poder entre parlamento y corona hasta, con el tiempo, abarcar a la tercera instancia del “pueblo” o, mejor dicho, de la ciudadanía, que al principio fue restringida, pero que se irá extendiendo por ondas sucesivas hasta desprenderse progresivamente de restricciones de corporación, clase, raza o género hasta abarcar a la totalidad de los adultos -excluyendo menores, extraños y proscritos-. Si bien la fuerza que impulsa esta ampliación es la demanda de un derecho a la inclusión en el poder político, esta es facilitada por el aumento del interés o preferencia personal por esa forma de gobierno7 y la disminución del costo de levantar la voz y plantear demandas gracias a las posibilidades ofrecidas por nuevas formas de socialización, de cooperación económica y a la capacidad de la forma de gobierno para producir una gobernabilidad aceptable mediante la combinación muy conocida entre coerción y consenso.

La demanda por el derecho de inclusión y su representación en el orden jurídico tiene dos grandes momentos en la historia moderna: la “soberanía Westfaliana” y la “soberanía liberal internacional”. Esta distinción no elimina las formas intermedias y el proceso evolutivo que tan bien ha descrito Bobbitt (2003). Sin embargo, la distinción fundamental entre ambas radica en que la primera asigna la autoridad soberana a estados iguales entre sí que “ven los procesos fronterizos como asuntos privados que conciernen solamente a los afectados inmediatos”8 y que no son responsabilidades del Estado, mientras que la soberanía internacional liberal se finca en el rechazo, resistencia o franco desconocimiento -por parte de la comunidad de Estados que la hacen propia-, de la legitimidad de los Estados que violan derechos humanos, cierran fronteras o impiden las libertades fundamentales, a los que señalan y distinguen de los países que respetan la ciudadanía libre de sus miembros (Benhabib, 2006: 23-24).

El tránsito de la primera a la segunda forma de entender la soberanía requiere observar la evolución de las prácticas y las instituciones políticas. La idea de un orden constitucional basado en la autoridad de la cúspide del Estado como eje de la legitimidad política o como reconocimiento de validez jurídica se finca en dos pilares, la subordinación de los ciudadanos a una autoridad única y excluyente de todas las demás, que les otorga o suprime derechos, prerrogativas, privilegios y concesiones, y la existencia de autoridades últimas (Estados-nación) mutuamente excluyentes y que resuelven sus diferencias en instancias determinadas entre ellas mismas mediante la diplomacia o la guerra. En cambio, el concepto contemporáneo de la soberanía se distingue de la idea Westfaliana porque reconoce: a) que la autoridad legislativa reside en los ciudadanos (derechos que se otorgan unos a otros), que son los productores de la legitimidad y b) que las relaciones entre Estados se regulan por acuerdos y convenciones que modulan su comportamiento en el plano internacional y en aspectos trascendentes de su orden interno, como el respeto a los derechos humanos o a normas mutuamente convenidas. Estas relaciones entre Estados descansan en última instancia en el poder que sus ciudadanos les confieren. Hay dos procesos que son centrales en este tránsito y subyacen a sus elementos definitorios. Uno es la miríada de movimientos por demandas de derechos cívicos y políticos que tuvieron y han tenido su razón de ser en abrirse paso en el acceso al poder, previamente monopolizado por las élites (reales, nobles, oligárquicas o militares), movimientos que luchan por el control último del Estado y que están en el origen de la democracia. Otro, derivado del anterior, es el reconocimiento universal de que los individuos tienen derechos por el solo hecho de serlo, que los Estados no pueden ser indiferentes a la violación de estos derechos por parte de alguno de ellos y que, llegado el caso, es legítima o por lo menos susceptible de consideración como alternativa legítima la intervención de terceros estados para impedirla.

La continuación bajo el Imperio napoleónico de las reformas originadas en la Revolución francesa impuso una huella indeleble en este cambio a través del código civil que borró las diferencias de corporaciones y estamentos estableciendo la igualdad jurídica e imponiendo la ciudadanía igualitaria como nuevo paradigma de las relaciones políticas, lo que va a contribuir al avance de la forma republicana de gobierno y a la democracia como principio universal y forma política en expansión. Al explicar las diferencias entre la soberanía Westfaliana y la soberanía liberal internacional, Benhabib (2006: 23 y ss.) ilustra el dilema contemporáneo de los estados democráticos. El “derecho cosmopolita”, cuya piedra angular es el derecho de hospitalidad -i.e. la obligación moral recíproca y transfronteriza de proteger la integridad de los individuos sin importar su pertenencia nacional-, abre el paso a formular “obligaciones cuasi-legales a través de compromisos voluntarios en ausencia de un poder soberano con el poder último de hacerlos cumplir”. Este dilema actualiza el estado de naturaleza en el sentido planteado por Dunn (supra): ser forzados a preguntar sobre la legitimidad de nuestras acciones o de las acciones de un Estado sin referencia a una autoridad última. El motivo de la duda es el deterioro de la justificación de esa autoridad fuera o al margen de prácticas democráticas y de los valores y reglas de los derechos fundamentales. La causa original que precipita esta nueva incertidumbre proviene de la acción política que brota de las demandas de inclusión de la ciudadanía en los espacios de decisión, de la presión que la sociedad civil aplica a terceros estados, de las relaciones pacíficas o violentas entre Estados para evitar o corregir violaciones de derechos, así como de las prácticas efectivas que afirman el “derecho a tener derechos” -Hannah Arendt, (citado por Benhabib, 2006: 24)-, y que se concretan en procesos de acción política colectiva como “iteraciones democráticas” y procesos “jurisgenerativos” (Benhabib, 2006: 48-49) que “marcan la eventual transición de un modelo jurídico internacional basado en tratados entre estados a un derecho cosmopolita entendido como derecho internacional público que vincula y doblega la voluntad de naciones soberanas” (Benhabib, 2006: 16).

II Del Estado a la nación y de vuelta al Estado

La traslación de la soberanía de la cúspide a la base de la pirámide del poder es una de las grandes transformaciones del Estado nacional. A lo largo de 300 años se produjo esa transferencia del principio de la soberanía (Tilly, 1990; Moore, 1966; Keane, 1988) como resultado de procesos de cambio político y social. Las revoluciones francesa y americana representan momentos culminantes de este cambio que impacta a todo el orbe. En el siglo XIX los “órdenes” o estamentos, que eran la base de una desigualdad legitima entre grupos sociales, van a ser desplazados por el ideal de una ciudadanía igualitaria en la que desaparecen los privilegios y distinciones del régimen legal que sostenía estos órdenes. Junto a esta tendencia aparece otra que es la consolidación de “naciones” como grupo de identidad por excelencia, que desplaza la legitimidad estamental en aras de una integración social de nuevo tipo. La extensión del comercio y la industria y su impacto sobre la división del trabajo contribuyeron decisivamente a crear nuevas formas de organización social y demandaron del Estado nuevos principios de legitimidad. En ese momento observamos un cambio o traslación del principio de legitimidad de la autoridad en un doble nivel: el acceso al poder y el ejercicio del poder. Mientras que en la monarquía el acceso es legitimado por linaje más sanción papal,9 al abrirse hacia la inclusión de las élites de la nobleza y la burguesía se pone en marcha el proceso de división del poder entre la monarquía y el parlamento, entre el rey, la nobleza y el pueblo, a la vez que este amplia, en sucesivas etapas históricas, la representación de un cada vez mayor número de miembros reconocidos por su calidad de electores. De esta forma, la unificación del poder monárquico demarca geográfica y demográficamente las unidades estatales e impulsa la formación de la nación. Ya constituida, esta última moviliza fuerzas en sentido opuesto, de la nación hacia el Estado, al que inyecta de nuevos componentes y estructuras. Habermas (1998: 105-108) distingue cuatro momentos de este proceso: el primero con la introducción de personal dedicado a la atención del rey, el segundo con el establecimiento de la burocracia “nacional-cultural”, el tercero con la emergencia de estados en países independizados del dominio colonial -y que adoptan formas híbridas como, por ejemplo, el parlamentarismo combinado con formas autóctonas de gobierno o el sistema presidencial de cuño estadounidense mestizado en Iberoamérica con su proverbial sistema de privilegios- y, finalmente, el surgimiento de estados-nación independientes derivado de la desintegración de la Unión Soviética. Habermas contribuye a la explicación del espacio postpolítico mediante la conceptualización de la manera en que el Estado-nación se va desprendiendo de sus formas previas, que se vuelven arcaicas, y evoluciona adaptándose a nuevas circunstancias. La clave de esta progresión reside en un nuevo cambio de valores que se abre paso y rompe con formas previas de identificación como el credo, la raza, la lengua o la historia común, que eran el cemento de la cohesión política y social. Este proceso tiene hoy un motor en las fuerzas que dinamizan la globalización y que eventos como la pandemia de Covid-19 aceleran significativamente. Conviene citar a Habermas:

El Estado nacional representaba […] un equivalente funcional para las formas de integración social de la modernidad temprana que habían entrado en decadencia. Hoy nos hallamos ante un desafío similar. La globalización […] nos confronta con problemas que ya no pueden solucionarse dentro del marco de un Estado nacional o por las vías habituales hasta ahora de los acuerdos entre Estados soberanos. […] seguirá progresando el vaciamiento de la soberanía concebida en términos propios de los Estados nacionales y se hará necesario la construcción y ampliación de las competencias políticas de acción a niveles supranacionales, cuyos comienzos ya podemos observar. En Europa, en América del Norte y en Asia se están construyendo formas de organización supraestatales de “regímenes” continentales que podrían proporcionar la necesaria infraestructura a las todavía hoy bastante ineficientes Naciones Unidas. (Habermas, 1999: 82-83, cursivas del autor)

A lo largo de la historia moderna se mantiene la diarquía característica del Estado entre el control del poder político y (residencia de la) soberanía en una espiral continua de accesos y salidas del poder que se suceden en equilibrios, rupturas y nuevos equilibrios. Una vez definida la forma del control político en un momento del tiempo se establece una relación dialéctica entre quienes la capitalizan y la población que queda fuera de ella. Esta tensión de poder se define por la concepción de legitimidad que prevalece y su diferencial con la detentación real del poder. Es la frontera, por así decir, entre las reglas válidas y no válidas de juego político que está siempre presente entre los actores en conflicto. Se produce, así, un “excedente de política” (Urbinati, 2006: 223 y ss.). La diarquía del Estado-nación se mantiene, y seguramente se mantendrá, por la inevitable división del trabajo entre sociedad civil y gobierno, a pesar de su cambiante carácter.10 Sin embargo, una peculiaridad de las transformaciones de esta diarquía consiste en el desplazamiento del sentido de la legitimidad respecto de la relación y unidad entre sus dos términos, que resulta del “excedente de política”. Mientras que en la monarquía se admite la legitimidad de la “cesión” de la soberanía al poder absoluto (o casi) del rey, en el nacimiento del constitucionalismo -sea monárquico o republicano- se demanda un mínimo o un máximo de distribución parlamentaria o republicana, a lo cual se condiciona el reconocimiento de la legitimidad del poder político. En el proceso que conduce hacia la democracia constitucional esta exigencia va en aumento hasta encarnar en diversos principios del estado de derecho. Lo más relevante de esta traslación de la legitimidad en el continuo nación-Estado son los cambios culturales que introducen nuevas formas de integración social a partir del reconocimiento del Estado de derecho (rule of law), que son formas en las que ya no es indispensable pertenecer a la misma nación, al mismo credo, raza o grupo social, aunque tales segundas pertenencias no sean indiferentes.

Con la inclusión progresiva de los derechos desprendidos, derivados o impulsados por los movimientos que buscan la ampliación de la ciudadanía (civiles, políticos, económicos, sociales y culturales), aparece una exigencia de representación democrática transversal al Estado nacional en un orden supra nacional que lo pueda subsumir. De una u otra manera, todas las formas de Estado-nación admitieron un tipo de “derechos de ciudadanía” o de su presencia en el espacio público, y produjeron una doble seña de identidad: la unidad voluntaria en la pertenencia al Estado y la integración social dependiente de la herencia lingüística, étnica, religiosa y cultural de la nación. Hay, entonces, una tensión entre los dos términos que es inofensiva “mientras se otorgue prioridad a la idea cosmopolita de la nación y no a su interpretación etnocéntrica […] Solamente un concepto no naturalista de la nación puede combinarse armónicamente con la autocomprensión universalista del Estado constitucional democrático” (Habermas, 1998: 115). Sin embargo, cuando el concepto “naturalista” de nación se antepone a y choca con la idea del Estado constitucional democrático se produce una regresión en los derechos políticos y un alejamiento “hacia adentro” de las fronteras de las convergencias políticas internacionales.

Ahora bien, un elemento central de la traslación de soberanía es el cambio económico que, a partir de las últimas dos décadas del siglo XX, ha modificado la globalización. El Estado fue hasta entonces uno de los ejes del proceso productivo. Sin embargo, la Cuarta Revolución Industrial, que tiene en su centro la mayor innovación de nuestra época, la Internet, ha traído cambios en casi todos los planos: nuevas formas de producción desplazables han facilitado la subdivisión de procesos productivos en diferentes partes del mundo, con mecanismos de inversión de capital y mercados de trabajo diversificados. Los mercados financieros y de trabajo están vinculados en grandes segmentos que rebasan las fronteras de los estados. Como señala Habermas (1998: 122), con la “desnacionalización de la economía, la política nacional ha perdido gradualmente influencia sobre las condiciones de producción en las que se generan los ingresos y ganancias fiscalizables”. El aislacionismo defensivo y la austeridad devastadora del bienestar social han sido las dos reacciones principales frente a estos procesos y juntas constituyen la “abdicación a la política” (Habermas, 1988: 122). El Estado se ha quedado a la saga por abdicar a la política en el espacio postnacional, único espacio en el que puede replantear su papel en el desarrollo económico en vez de recurrir a “utopías regresivas”.11 En esta fisura o falla del Estado se juega el callejón del dilema entre aislacionismo y globalización salvaje. Ambas salidas son atolladeros pues se antoja imposible detener el avance de las “fuerzas productivas” -para citar al clásico-, mientras que la maduración del activismo político progresivo postnacional se encuentra aún en pañales. No obstante, las condiciones creadas por la pandemia podrían ser incentivos para su activación en una nueva etapa.

III El cambio de referente de la integración política: de la tribu a los derechos

¿Prevalecerán los derechos de ciudadanía y adscripción voluntaria a la comunidad política o será la fuerza centrífuga, protectora y regresiva del abrigo nacional la que se imponga? Frente a la globalización intervenida por la pandemia global, cuál será el incentivo mayor que aliente las decisiones de integración política: la búsqueda de nuevas y mejores formas de colaboración nacional y extranacional mediante el derecho12 o el canto de las sirenas que llama al repliegue en el vientre de la nación y parafernalias étnicas, religiosas y culturales que le acompañan, incluidas, indudablemente, las formas de la superstición política. Los momentos de cambio pronunciado o de circunstancias de riesgo inminente, como la pandemia de la Covid-19, exigen decisiones de largo aliento respecto de la disyuntiva. La cuestión tiene a la vez valor normativo y valor fáctico. Por el valor normativo, la acción política debe decantarse por cuál de estas dos ha de ser su bandera frente a los problemas del presente y por el valor fáctico debemos observar los derroteros de ambas tendencias en las circunstancias del presente, llenos de turbulencias nacionalistas en choque continuo con la defensa de los principios del derecho.

Las tensiones políticas que dispararon la crisis financiera de 2008 se inscriben en esta polaridad. Por una parte, las fuerzas de una globalización vertiginosa conducen a convergencias y enfrentamientos entre países incentivando las integraciones supranacionales, y por la otra, las estructuras de gobernanza de la globalización desalientan la distribución equitativa de sus beneficios. La presunta culpable es acusada sin piedad: “globalización neoliberal” o nueva forma de colonialismo y explotación, dependencia extrema del “imperialismo”, etcétera, etcétera… La percepción de la realidad de esta tensión bajo una mirada historicista (Popper, 1973) ha dado lugar a la invención de “epistemologías” alternativas que se edifican sobre una falacia, a saber, que la “dominación capitalista” conlleva necesariamente un sesgo epistemológico, es decir, una forma de conocer que tiene los dados cargados fatalmente a favor a los intereses de la burguesía, y que afirma la necesidad de una forma de conocer “distinta”, de una “Scienza nuova” (dicho sea con todo respeto a Gianbattista Vico), que informe y nutra la emancipación social liberándola de la tentación de la “repetición” (de Sousa, 2017: 103)13 Un parangón con el absurdo puede imaginarse en la pretensión de prescindir o destruir la rueda por ser invención exclusiva para la optimización del esclavismo y la servidumbre, por lo que no abundaré sobre ello.14

Dejando de lado este camino de interpretación espurio, nada impide desde el punto de vista normativo que la elección pública por los valores ciudadanos del Estado de derecho se abran paso y tengan prelación sobre los valores de la herencia nacional -y de la regresión política- frente a problemas que requieren de acción colectiva global. Dicho de otra forma: que exigen el desarrollo imaginativo, y a la vez realista, de formas de organización y decisión colectivas para ordenar el espacio de la postpolítica, sin necesariamente olvidar su base local. Ejemplos de ello pueden desprenderse de acuerdos y tratados internacionales con mecanismos de cumplimiento efectivo, organizaciones de trabajadores, productores y consumidores con intereses comunes dentro de los acuerdos comerciales internacionales (T-Mec, UE, Asia-Pacífico, TPP, etc.), así como mecanismos de participación y representación ciudadana en las decisiones de esos conglomerados.15 Last but not least, las empresas que controlan las redes sociales a través de las cuáles nos comunicamos con mayor intensidad cada día. Todas estas entidades supra Estado-nación justifican y precisan proponer una ciudadanía mundial, una política cosmopolita promovida a partir del conocimiento educado de las implicaciones que tienen para grandes contingentes de personas. Algunas de estas organizaciones ya han cobrado existencia. Por ejemplo, en materia ambiental, en derechos humanos y movimientos migratorios, etcétera, pero se carece de instancias suficientes para activar estos proyectos en todo su potencial cosmopolita (Benhabib, 2006).16 Este problema requiere atención en dos instancias principales. Por una parte, la contradicción entre la circunscripción del Estado nacional y sus recursos de autoridad internos y externos y, por otro, la que se produce entre “la autodeterminación democrática y las normas de la justicia cosmopolita” (Benhabib, 2006: 17). La primera ha sido descrita arriba por lo que me referiré ahora a la segunda. La ley internacional (OHCHR, 1966) establece el derecho a la autodeterminación de los pueblos para elegir libremente su “condición política”. La ambigüedad de la norma ofrece un margen excesivamente amplio para concebir la libertad de decisión como igual a aquella definida por cada país en su sistema constitucional, no obstante que cada una de las reglas constitucionales que amplían o limitan la capacidad de la ciudadanía para “elegir democráticamente” su condición política sean tan variadas que se pueden clasificar desde nulas o autoritarias hasta democráticas e inclusivas (Lührmann, Lindberg y Tannenberg, 2017: 6-10). En la comunidad internacional, la legitimidad de cada una de estas decisiones sobre la “condición política” elegida se admite como originada en la autonomía de cada Estado, pero no se establece ninguna disposición sobre las condiciones y procedimientos debidos para que los habitantes de un país lleguen a esa decisión. El derecho internacional se tropieza ahí con la “soberanía Westfaliana” que aún impregna el artículo 2 de la Carta de las Naciones Unidas como soberanía de estados iguales entre sí.17 No obstante, los tratados internacionales de diverso tipo, pero principalmente los del sistema de los derechos humanos, disponen de medios de protección y defensa contra las violaciones más graves de los derechos humanos en instancias internacionales como la Corte Penal Internacional18 o el sistema interamericano de derechos humanos. En estos el derecho internacional incorpora la “soberanía liberal internacional”, en aquella la “soberanía wetsfaliana”. La contradicción entre las dos concepciones de soberanía colisiona en términos normativos y prácticos al dividir a los estados en posiciones a lo largo de un espectro que tiene en un extremo a los que reclaman para sí la concepción westfaliana de modo absoluto y en el otro los que, sin abandonarla, aceptan someterse en algún grado a la legislación internacional a la que adhieren.19 En el primer polo se asume el reconocimiento exclusivo de la autoridad del Estado nacional para actuar como le plazca en sus límites territoriales, violar derechos humanos y otros, reduciendo al mínimo su sometimiento a normas internacionales, y en el segundo se agrupan los países que han internalizado en alguna medida los principios del derecho internacional y se conducen con arreglo a ellos.

Los derechos humanos

Los derechos humanos son el corpus jurídico20 que mejor representa la transición del Estado-nación hacia formas postnacionales porque reúne condiciones que lo distinguen de otros que han sido diseñados para regular procesos internacionales. Los derechos humanos son derechos innatos que las personas tienen por el hecho de serlo y no están sujetos a otorgamiento por el Estado ni a renuncia por parte de sus titulares. Por consiguiente, es un sistema universal por su inclusividad y cosmopolita por su regulación que está a cargo de instituciones jurisdiccionales que traspasan las fronteras nacionales al enlazar las instituciones internas de justicia con las de última instancia que están fuera del alcance de un Estado particular. Una vez que un Estado acepta adherir a ese corpus jurídico parcial o totalmente, queda sometido voluntariamente al arbitrio de esas instancias. Esta breve definición describe una arena donde las personas y los ciudadanos pueden hacer valer sus derechos frente al poder (político, económico y cultural) y, son hoy por hoy, la materialización elemental de una ciudadanía cosmopolita. Son el primer eslabón en la construcción de una cadena que engloba al estado nacional y lo vincula con una entidad que lo rebasa: la dignidad de las personas.

El primer rasgo que deja ver la dificultad de instrumentación del sistema de los derechos humanos es la dualidad entre normativa e institucionalidad nacional e internacional. Considerando solamente las normas del sistema de las Naciones Unidas (dejando fuera los sistemas regionales), destaca la asimetría entre la existencia de las convenciones y tratados adoptados por la comunidad internacional y la adhesión de los diferentes países a ellos y el grado en que estos adoptan internamente esta normativa con carácter vinculante. Por otra parte, la situación de los derechos humanos durante la pandemia de la Covid-19 muestra un retroceso grave, precisamente cuando su sostenimiento y cumplimiento se hace más necesario y apremiante.

El sistema jurídico de los derechos humanos es débil porque el universo que gobierna es extremadamente limitado y su expansión depende de la acción política deliberada que lleva a los países a adherir a los tratados o convenciones que los rigen. El desarrollo temporal del sistema jurídico de los derechos humanos es indicativo de la lentitud de su progreso. Los primeros aterrizajes de la Carta de Naciones Unidas tardaron 18 años en llegar después de su promulgación. En 1966 se firmaron los primeros tres tratados de protección específica de derechos, 21 y no fue sino hasta 1988 cuando se firmó el Estatuto de Roma, del que se desprende el tratado que crea la Corte Penal Internacional (CPI), organismo con efectivas capacidades de sancionar violaciones graves de los Derechos Humanos por sus efectos vinculantes.

Las investigaciones sobre la relación entre institucionalización y cumplimiento efectivo de los derechos humanos revelan una gran brecha entre ambos (Ansolabehere, Valdés-Ugalde y Vázquez, 2015, 2020). Existen varias razones que alejan o acercan dicho cumplimiento, pero el decisivo es, desde luego, la posibilidad de hacer cumplir la normativa. Se ha demostrado que hay una relación de proporcionalidad inversa entre la adhesión de los países a tratados internacionales de derechos humanos y su capacidad institucional para el cumplimiento efectivo de las disposiciones que contienen. Dutton (2012: 41) demostró que las calificaciones que se otorgan a los países por el nivel de cumplimiento con los derechos humanos no influyen en la ratificación de los tratados que cuentan con las capacidades más débiles de hacerlos cumplir. En cambio, cuando los mecanismos para ejecutar disposiciones y sentencias son fuertes disminuye el número de estados que los ratifican con el fin de evitar coerción externa. Entre las conclusiones más relevantes de este estudio se reporta que: “39 de los 66 países con el récord más bajo [de cumplimiento] no ratificaron el tratado de la CPI. [Sin embargo,] Entre los 39 que no lo ratificaron, cerca de 23 ratificaron los 6 principales tratados [con] los mecanismos de cumplimiento más débiles” (Dutton, 2012: 41, énfasis añadido).

El objetivo principal de la investigación citada es mostrar que, de las diferentes interpretaciones acerca de la capacidad de cumplimiento de las leyes internacionales de derechos humanos por parte de los países que adhieren ellas, la que mejor explica una correlación positiva entre adhesión y cumplimiento es la amenaza creíble de intervenir en su soberanía mediante el uso de los instrumentos coercitivos provistos por un tratado. Es el caso de la Corte Penal Internacional que cuenta con el poder de ejercer la acción penal contra individuos acusados que pueden ser presentados ante la Corte internacional de La Haya (Dutton, 2012: 4). Después de un análisis empírico de los tratados existentes y de la membresía de los países con peor o mejor desempeño en derechos humanos, la autora concluye que hay un gran número de estados que firman tratados internacionales de derechos humanos con baja fuerza coercitiva para mejorar su imagen en la comunidad global, aunque sin intenciones de apegarse a la normativa (Dutton, 2012: 55).22

A esta conclusión se agrega un dato revelador: la principal variable explicativa es “el nivel de las prácticas de derechos humanos” (Dutton, 2012: 36-37), pues a mayor nivel de cumplimiento preexistente es más probable que un Estado adhiera a tratados de mayor amenaza coercitiva. En otra investigación (Ansolabehere, Valdés-Ugalde y Vázquez, 2020) encontramos que en 3 casos de América Latina el mayor cumplimiento de los derechos humanos de un Estado no depende de la “institucionalización” (adhesión, ratificación y equiparación constitucional) de los derechos humanos en la normativa interna, sino del nivel de cumplimiento con ellos que deriva de sus prácticas realmente existentes, sea porque vienen de su tradición política o porque han introducido innovaciones eficaces.23

De lo anterior conviene resaltar varios puntos importantes: a) La necesidad de legitimidad que tienen los estados con bajo cumplimiento de los derechos humanos es un indicador relevante de la transición de la soberanía Westfaliana a la soberanía liberal internacional en la que no importa solamente el reconocimiento de un Estado por otros, sino que necesitan ser reconocidos por una señal de cumplimiento mínimo a los derechos humanos, b) los estados con mayor cumplimiento y adhesión a los derechos humanos admiten -por el solo hecho de su adhesión, especialmente si adscriben a la CPI-24 que su soberanía sea restringida y sometida a la intervención supra-soberana de instituciones jurídicas internacionales, c) que a las dos condiciones anteriores no se ha llegado por graciosa concesión, sino merced al aumento de la relevancia de los derechos humanos en la conciencia de los ciudadanos, de que su cumplimiento es vital para la vida individual y social, y de que su violación o incumplimiento tiene un costo que se eleva en proporción a la valoración colectiva de su alcance y a las prácticas en su defensa. Así pues, la soberanía ya no es la potestad interna sin límites que solía ser, pues está condicionada por el reconocimiento externo al apegarse a los principios de los derechos humanos sometiéndose a jurisdicciones internacionales.

Los estragos de la Covid-19 en la brecha de justicia

La pandemia de Covid-19 ha profundizado la brecha mundial de la justicia. Un reporte del World Justice Project (2020) hace un recuento de ella. En 2015 los estados miembros de las Naciones Unidas adoptaron los objetivos de desarrollo sostenible para el 2030: “promover sociedades inclusivas y pacíficas para el desarrollo sostenible, proveer acceso a la justicia para todos y construir instituciones efectivas, transparentes e inclusivas a todos los niveles”. Antes de la pandemia la brecha de justicia se expresaba así:

Aproximadamente, dos terceras partes de la población mundial estaban ya atrapadas en situaciones relevantes de injusticia y, dentro de esa cifra de población vulnerable, sobresale la condición aún peor de las mujeres y los niños. Es imposible que las metas de desarrollo sostenible se alcancen en la fecha ambicionada antes de la aparición del coronavirus. Más bien se puede anticipar un agravamiento de la condición de esta población y el incremento de su número, así como lentitud y heterogeneidad en las respuestas estatales a los problemas y secuelas de la pandemia. El incremento de la pobreza extrema en 2020 según el Banco Mundial (BM, 2020) se calcula entre 88 y 115 millones de personas, y se estima que hacia finales de 2021 la cifra pueda alcanzar los 150 millones.25 Este cálculo se refiere únicamente a la pobreza extrema, pero bajo las actuales circunstancias junto a ella se incrementará la población que verá disminuidas sus condiciones de existencia y estará situada ante un panorama institucional y político que no estará a la altura de las circunstancias.

La pandemia ha afectado principalmente a cuatro grupos: 1) quienes carecen de identidad legal o tienen un estatus migratorio incierto, 2) aquellos sin derechos de tenencia o de vivienda, 3) trabajadores informales y 4) las víctimas de discriminación (particularmente mujeres, minorías y migrantes). Los que carecen de identidad legal y las personas en situación de calle, se han enfrentado a problemas de acceso a protección social y servicios de salud, pues se les niega el registro para recibir atención médica y quedan expuestos a la Covid-19.26 El acceso a los derechos de tenencia y vivienda se ha visto limitado por los cierres de las oficinas gubernamentales y los juzgados.27 Las tasas de empleo informal han incrementado en los países de bajos recursos a 90 %, en los de ingresos medios a 67 % y en los de altos ingresos a 18 %. Se estima que debido a la crisis de la Covid-19, de los dos mil millones de trabajadores informales a nivel mundial, 1.6 mil millones podrían perder sus medios de vida. Los grupos que antes de la pandemia estaban en la brecha de justicia han tenido que enfrentar más dificultades como la violencia doméstica -que se incrementó 25 % desde las primeras semanas de la pandemia- o mayor exposición a la infección. Hasta aquí la síntesis del reporte (WJP, 2020)28

La brecha de justicia revela, pues, los números y sentido de la afectación a las poblaciones más vulnerables. Sin embargo, es razonable suponer que el retroceso afecta también a otros sectores de la población que no pertenecen a estos grupos. La limitación de los tribunales y cortes ordinarias han retrasado los procesos en grados que aún desconocemos y los reclamos y demandas de justicia seguramente irán en aumento en los próximos años. De no cambiar las condiciones institucionales de gestión es más que probable que veamos un crecimiento de esta brecha y, consecuentemente, un incremento en la intensidad de los reclamos y los conflictos por demandas en torno a derechos de todo tipo. En pocas palabras, veremos agudizarse el conflicto distributivo de dimensiones globales con consecuencias que afectarán a la estructura del Estado.

IV Conclusión

La pandemia global. Implicaciones para el Estado

La pandemia ha hecho aún más evidentes los límites del Estado-nación para enfrentar problemas y situaciones que se derivan de la globalización y que no pueden ser atendidos con suficiencia ni eficiencia con las herramientas tradicionales. Junto a la pandemia se han destacado las nervaduras o circuitos que vinculan personas, grupos e intereses de todo tipo que rebasan dichas fronteras y crean sus propias relaciones y acciones colectivas que van formando espacios irreductibles a las instituciones políticas tradicionales, lo mismo a los parlamentos o sistemas de justicia locales que a los organismos internacionales creados para actuar únicamente con autorización o mandato de los estados nacionales. Un común denominador de estas formas de acción es que se identifican con finalidades de carácter global (cambio climático, derechos humanos, salud global, etc.) cuya atención requiere de la vinculación continua de sus participantes en diversos puntos del globo. Y esta vinculación invoca o apela a la comunidad humana más allá de identidades particulares, sean religiosas, raciales o nacionales y la fuerza a mirar hacia el Estado de derecho y los derechos humanos poblando y politizando el espacio postpolítico.

Las luchas por la transformación del Estado parecen dividirse en dos grandes bandos: los que buscan incidir en la globalización profundizando las potencialidades democráticas del Estado-nación e interviniendo en el plano supranacional, y quienes mediante el uso de las herramientas más arcaicas del Estado nación procuran aislarse de la globalización. Los primeros otean el horizonte buscando fórmulas que provoquen transformaciones progresivas a las brechas de la globalización, los segundos se parecen más a los ludistas y nacionalistas del siglo XIX y XX. Indudablemente, el desafío social y político que plantea la globalización contemporánea es inabordable desde la segunda perspectiva que, en su ilusión por cerrar las brechas del atraso regresando al pasado, apela a detener o entorpecer el desarrollo científico técnico descalificándolo por ser neoliberal.

La presencia aún débil y germinal de las acciones colectivas en el espacio postnacional no disminuye su importancia. Hemos tratado de representar algunos de sus rasgos principales para mostrar que en este espacio se forjan procesos de intersubjetividad para compartir un mundo que no está en el libreto del Estado-nación y, por ello, indebidamente, se tiende a asimilarlos a él. Su importancia reside en que a lo largo del tiempo se puede observar su expansión progresiva acompañada de cambios de valores que no están exentos de frenos y regresiones. Empero, asumimos que los cambios profundos a los que obedecen -cambios técnicos y productivos, de valores y prácticas de nuevos tipo- no serán detenidos por fuerzas que se le oponen voluntaristamente por la sencilla razón de que la pregunta que nos sitúa en el borde del “estado de naturaleza” está presente en la gran angustia contemporánea: ¿en qué momento y bajo qué formas podrá el ciudadano común desprenderse del vacío de autoridad legítima -y por ello mismo autoridad propia- que plaga a los estados nacionales impotentes ante problemas que no pueden resolver? La expansión del campo de la acción ciudadana postnacional es el medio que podría suturar la brecha identificada por Habermas entre la expansión del mundo intersubjetivo y la creación de nuevas esferas públicas.

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1 Diferenciar las etapas de la evolución del Estado y la soberanía es indispensable para evitar la “Falacia Westfaliana” que atribuye al Estado contemporáneo características similares a las de su nacimiento histórico (Bobbitt, 2020: 64). No obstante, subsiste la soberanía entendida anacrónicamente como exclusividad del gobernante sobre territorio y población.

2La globalización puede ser vista también como procesos y espacios locales que se interconectan con otros traspasando las fronteras, marcos constitucionales y mecanismos de control de los estados nacionales.

3La fuente del contagio original se localizó en el mercado de Huanan de la ciudad de Wuhan.

4Varios autores han llamado postpolítico al tiempo de la mundialización contemporánea (Habermas, 1999: 124-125), porque la formación del espacio globalizado se sustrae a las herramientas políticas del Estado-nación para intervenir en él. En este sentido estamos en una situación en que la creación de estas herramientas será uno de los signos fundamentales del mundo pandémico y su secuela.

5Para una historia del poder político en China, la India, el Islam y Turquía, véase Fukuyama (2011), Segunda Parte.

6La ambigüedad de su razonamiento sobre el “cuerpo” o la “asamblea” como origen de la soberanía le valió la sospecha monárquica que lo persiguió a lo largo de su vida, a pesar de sus reiteradas expresiones de lealtad al “cuerpo” unipersonal de la monarquía. La imagen del soberano impresa en la portada de la edición original del Leviatán sigue hasta nuestros días simbolizando ese momento teórico en que el monarca es visualizado como la suma de la sociedad en la corona y a la vez anticipación de su desmembramiento (Hobbes, 2006).

7Interés y preferencia no implican que el allanamiento a la autoridad no sea coercitivo.

8 Held (2002: 4) citadopor Benhabib (2006: 23). Se entiende por procesos fronterizos a los intercambios de las personas de un país con los de otro o al tránsito entre fronteras.

9La Reforma protestante contribuye decisivamente a romper el monopolio eclesiástico de la sanción de la autoridad legítima al reducirse el reconocimiento de su competencia para influir en asuntos políticos.

10En el caso de la democracia esta diarquía se manifiesta mucho más abiertamente que en formas de gobierno precedentes. La separación entre voluntad y opinión de los “ciudadanos soberanos” se expresa en la dialéctica entre gobernantes y gobernados mediante el control del poder a través de elecciones y equilibrios institucionales (Urbinati, 2014: 16-80). Sin embargo, esta diarquía está presente en el Estado como institución y se expresa de modo diferente en cada forma de gobierno.

11Así denominadas por el sociólogo brasileño Fernando Henrique Cardoso.

12Es decir, mediante la construcción política normativa de la “comunicación intersubjetiva” (Habermas, 1999) basada en el diálogo y la argumentación que es una parte esencial del “excedente de política”.

13La crítica referida se dirige fundamentalmente a la confusión o mezcla deliberada entre validez científica y legitimidad política, que deben tratarse por separado a menos que se reitere el reduccionismo sociológico que asuela al pensamiento crítico: pretender que toda idea está sujeta a la condición de clase de su emisor, y la hipóstasis historicista: desprender de una postura política una profecía sobre el comportamiento futuro del mundo y una interpretación reduccionista de su pasado.

14Sobre este particular remito a la lectura de Ugo Pipetone (2019).

15Algunas de estas precarias pero anticipatorias formas son el derecho al sufragio desde el extranjero, parlamento abierto, plebiscito y organizaciones civiles en asuntos transnacionales. Los organismos institucionales y sociales de defensa de derechos universales son, también, un ejemplo incipiente de la cristalización supranacional del “excedente de política”.

16A estas formas puede agregarse lo que Rifkin (2014) ha denominado el cambio de paradigma del capitalismo de mercado hacia una economía colaborativa.

17Que exceptúa la soberanía igual de todos sus miembros y justifica medidas coercitivas solamente en casos de amenazas a la paz, pero no en caso de “asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados” que se traslapan con los derechos humanos.

18La CPI es competente en genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y el crimen de agresión (Estatuto de Roma).

19El arco de este espectro admite “autocracia Cerrada, autocracia electoral, democracia electoral, (y) democracia liberal” (Lührmann, Lindberg y Tannenberg, 2017: 10).

20Este corpus incluye todos los derechos protegidos por los tratados internacionales (OHCHR, s.f.)

21Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Pacto internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial.

22A esta práctica se le conoce como window dressing.

23Es necesario aclarar que mientras el estudio de Dutton se refiere sobre todo a la protección de los derechos civiles y políticos, nuestra investigación se enfocó a los derechos económicos, sociales y culturales. No obstante, considero que el paralelismo entre las dos conclusiones no es una coincidencia, sino que deriva de los mismos factores.

24O a las cortes regionales de África, América y Europa.

25Personas que viven con un máximo de 1,9 dólares americanos por día.

2692 % de los entrevistados para este reporte, mencionaron no tener un doctor familiar, y a 43 % le han negado acceso sanitario debido a falta de identificaciones.

27Se estima que 2.3 mil millones de personas en el mundo, carecen de pruebas de derechos de propiedad y tenencia de tierras.

28Algunos centros de detención de inmigrantes en Estados Unidos reportaron 20 % de tasa de positividad de los detenidos entre febrero y julio de 2020.

Recibido: 01 de Febrero de 2021; Aprobado: 06 de Abril de 2021

Sobre el autor. Francisco Valdés Ugalde es doctor en Ciencia Política por la UNAM; es investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM y profesor de Flacso-México, donde fue director entre 2010 y 2018. Sus líneas de investigación son: estado, democracia y derechos humanos. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Karina Ansolabehere y Daniel Vázquez) El Estado y los Derechos Humanos. México, Ecuador y Uruguay. (2020) Ciudad de México: Flacso; (con Paulina Gutiérrez e Ilán Semo) Norbert Lechner, Obras, 4 vols. (2015) Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica; La Regla Ausente. Democracia y conflicto constitucional en México (2010) Madrid: Gedisa Editorial/Flacso.

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