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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.67 México sep./dic. 2023  Epub 13-Nov-2023

https://doi.org/10.21555/top.v670.2369 

Artículos

El pedido del perdón. Una propuesta para resolver una aporía en Hannah Arendt sobre el perdón y la banalidad del mal

Asking For Forgiveness. A Proposed Solution for an Aporia in Hannah Arendt on Forgiveness and the Banality of Evil

Santiago de Arteaga Gallinal1 
http://orcid.org/0000-0003-4257-9156

1Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile. sdearteaga@uc.cl


Resumen.

El artículo propone una resolución a una aporía presente en el pensamiento de Hannah Arendt a propósito de la banalidad del mal y el perdón. La banalidad del mal implica una renuncia del agente a pensar, una despersonalización, de tal modo que no se puede sostener, en rigor, que haya persona: no hay un quién en la acción. El problema es que, para Arendt, el sentido mismo del perdón estriba en que se dirige a la redención de la persona de su pasado. Por tanto, la aporía de la banalidad y del perdón es que no hay a quién perdonar. La condición estructural-fenomenológica que permite el aparecer de la persona es el pedir perdón, en la medida en que solo el pedido da cuenta de la reconstitución de la persona en el pensar y la devuelve al espacio del aparecer que posibilita el emerger del perdón.

Palabras clave: banalidad del mal; pensar; perdón; persona

Abstract.

The article offers a solution to an aporia present in Hannah Arendt concerning the banality of evil and forgiveness. The banality of evil implies the abandonment of thought by an agent and the negation of personhood; thus, it can be stated that, in fact, there is nobody to be found in a particular action. The problem is that, for Arendt, the meaning of forgiveness is that it is directed at the redemption of the person from her past. Then, the aporia of the banality of evil and forgiveness is that there is nobody to forgive. The structural-phenomenological condition for the appearance of the person is the request for forgiveness, for it is only this that manifests the reconstitution of the person through thought and reopens the space of appearance that makes the emergence of forgiveness possible.

Keywords: banality of evil; thinking; forgiveness; person

1. Cuestiones preliminares

En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt emplea la expresión “banalidad del mal” para ofrecer, no una teoría general del mal, sino la descripción de un fenómeno que pudo constatar en el juicio de Adolf Eichmann de 1961, que refiere al carácter y las motivaciones de un agente y no a sus acciones. El burócrata nazi, a pesar de la monstruosidad de sus actos, no era un demonio ni un monstruo, ni tampoco un estúpido, sino que manifestaba “una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar” (Arendt, 2007b, p. 161). Arendt se ocupa del problema del pensar y la relación significativa que tiene con el mal. La importancia del pensar se muestra en los problemas que suscita su contracara, el no pensar, de tal forma que la ausencia de examen crítico individual provoca la adhesión a cualquier clase de reglas vigentes, donde lo particular es subsumido de inmediato en lo universal imperativo. Así, no se puede hablar, en sentido estricto, de una toma de decisiones por parte de los agentes (cfr. Arendt, 2007b, p. 175). Por otra parte, en “Algunas cuestiones sobre filosofía moral”, de 1965/1966, la autora establece una relación directa entre la facultad de pensar y el estatuto de persona cuando señala que el fracaso en ejercitar esta facultad significa la pérdida del principio de constitución de la persona (cfr. Arendt, 2007a, p. 116). En La vida del espíritu, en la sección dedicada al pensar, señala lo que sigue: “La manifestación del viento del pensar no es la sabiduría; es la habilidad de distinguir el bien del mal, lo bello de lo feo. Y esta capacidad, en los raros momentos en que las cartas están sobre la mesa, puede prevenir efectivamente las catástrofes” (Arendt, 1984, p. 24). Por tanto, la ausencia de pensamiento resulta en la imposibilidad de tomar decisiones verdaderas, una estructura motivacional y caracterológica del agente que se caracteriza por la banalidad, y que, en ese mismo sentido, representa la pérdida de lo que constituye a la persona. Si la manifestación del viento del pensar es la capacidad de juzgar qué es bueno y qué es malo, resulta que la persona en su misma constitución entra en el espacio del aparecer como quien, capaz de distinguir entre bien y mal, decide llevar a cabo ciertos cursos de acción y tomar ciertas opciones discursivas desde esta comprensión. La persona aparece como aquel que actúa bien o mal, y aquel cuyo lenguaje profiere el bien o profiere el mal.

Teniendo lo anterior en cuenta, se puede comprender que la banalidad del mal, caracterizada fundamentalmente por la disposición a no pensar, implica en la misma medida una ausencia de la persona. En La condición humana, Arendt establece con claridad que la acción, junto con el discurso, son los aspectos de la vida humana en los que el ser humano se revela específicamente como persona, de tal modo que la persona es un logro, no una condición dada. La acción, que solamente puede tener lugar en el ámbito de los asuntos humanos, contario a la labor y el trabajo, permite el aparecer de la persona, la revelación de su identidad, su emerger concreto en el mundo. No obstante, atendiendo a lo que se señaló antes, la capacidad de tomar una decisión, que inevitablemente precede a la acción, esto es, la posibilidad misma de establecer un juicio sobre un rumbo de acción específico o una opción discursiva concreta, requiere que se ejercite la facultad de pensar. El que renuncia a pensar, lo hace también a la acción y, en ese sentido, a emerger como persona.1 En todo caso, lo importante de este asunto no es el paso del pensar a la acción o los detalles concernientes al modo en que una decisión tomada en la interioridad se convierte en una acción exterior por la cual la persona se revela. En realidad, se trata de comprender que, siempre que no tenga lugar el pensar, el ser humano no puede adoptar raíces, no puede tomar su lugar en el mundo. Por esta razón, lo que queda por decir es que en la acción de todo aquel que renuncia a pensar no hay, en rigor, una persona. La persona se ausenta de la acción en el mismo momento que actúa. El mal banal es llevado a cabo porque individuos que no tienen un quién, que abandonan su identidad en el momento que dejan de ejercitar la facultad de pensar, adhiriéndose completamente a los imperativos de turno; estos imperativos pasan, claro está, a pensar por ellos y funcionar por ellos. Sin embargo, si la persona no está en sus actos, tampoco puede emerger desde el bien o desde el mal, es decir, no puede emerger como persona buena o mala, porque no está implicada de forma directa en sus actos, sino indirecta por medio de los imperativos a los cuales adhiere y en los cuales desvía su responsabilidad.

Es necesario tomar este diagnóstico arendtiano para hacerse la siguiente pregunta: ¿es posible, acaso, perdonar al individuo que hace el mal banalmente? Esta pregunta no debe ser leída en ningún caso en términos de si es posible perdonar a Eichmann; no interesa aquí el personaje histórico por el cual la expresión “banalidad del mal” tuvo ocasión de emerger a la interrogación filosófica, sino todo individuo banal. Ahora bien, interrogar si es posible perdonar el mal banal no es un ejercicio ingenuo ni superficial. Primero, porque la base de la pregunta es precisamente el hecho de que, si la banalidad significa el no estar presente de la persona en sus actos, lo que se está aseverando es que no hay nadie para perdonar, que no hay un quién que pueda recibir el perdón, o, en términos filosóficos, que la conciencia perdonante no tiene su correlato óntico intencional, puesto que la persona no se introduce en el espacio del aparecer. Segundo, no resulta superficial interrogar un fenómeno que, como señala Bernstein (2010, p. 134), se ha vuelto aterrador y demasiado común en nuestro tiempo. La pregunta sobre la posibilidad de perdonar esta clase de mal parte de la idea arendtiana de que el perdón “siempre es un asunto eminentemente personal […] en el que lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo” (Arendt, 2009, p. 261; itálicas mías); es decir que se perdona a la persona que ha cometido la falta en virtud de la persona misma. Así, Arendt no tiene dudas de que el perdón está dirigido a la persona. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando no hay a quién perdonar? Lo evidente es sostener que el perdón no puede tener lugar. Queda por pensar, entonces, si existe manera de que el perdón pudiera volver a suceder, lo que implica necesariamente preguntar si existe alguna condición que podría poner de manifiesto la vuelta de la persona a sí misma. Este trabajo pretende indagar cuál es la condición estructural-fenomenológica para que el perdón pueda tener lugar en la esfera de las acciones signadas por la banalidad. Para ello, se ocupará primero de explicar de qué manera la banalidad es una despersonalización a través de la renuncia a pensar; luego, de dar cuenta de en qué sentido se debe entender el perdón de acuerdo con Arendt; por último, basándose en una discusión que introduce Jacques Derrida en El siglo y el perdón, argumentará que el pedido del perdón es la condición necesaria para que el perdón vuelva a suceder en la esfera de los asuntos humanos.

2. Banalidad, pensar, juzgar

El problema de la banalidad del mal se halla presente en distintos lugares de la obra de Arendt, dado que, luego del juicio en Jerusalén, le preocupa especialmente la cuestión de la banalidad y su relación con el mal. En Eichmann en Jerusalén emplea estos términos para hablar de algo que significa un desafío para la palabra y el pensamiento. De acuerdo con la autora:

[…] no aludía a una teoría o una doctrina, sino a algo absolutamente fáctico, al fenómeno de los actos criminales, cometidos a gran escala, que no podían ser imputados a ninguna particularidad de maldad, patología o convicción ideológica de la gente, cuya única nota distintiva personal era quizá una extraordinaria superficialidad. Sin embargo, a pesar de lo monstruoso de los actos, el agente no era un monstruo ni un demonio, y la única característica específica que se podía detectar […] fue algo enteramente negativo: no era estupidez, sino una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar (Arendt, 2007b, p. 161).

Así, el mal banal no consiste en acciones llevadas a cabo por individuos malvados, psicopáticos o que presenten convicciones ideológicas de cierta índole; a pesar de que los actos pueden ser calificados perfectamente de monstruosos, la condición del sujeto de la banalidad es, ante todo, negativa: la incapacidad de pensar. Se trata de seres humanos normales, en el sentido de que, bajo las condiciones en las que se encuentra el sistema político-social del que participan, hacen lo que se espera de ellos de forma conformista, en sintonía con el medio en el cual operan (cfr. Baehr, 2010, p. 142). Algunas de las formas concretas en que esa renuncia se pone de manifiesto en el burócrata nazi son su flexibilidad en el acatamiento de códigos morales nuevos; hablar en estereotipos, frases hechas, tópicos; su adhesión a lo establecido, estándares morales aceptados acríticamente, todo lo cual puede ser entendido como un ocultamiento detrás de estructuras preestablecidas que condicionan externamente la experiencia interior y la perspectiva de mundo. Sin embargo, para Arendt, todo ser humano está siempre facultado para pensar, de modo que esta incapacidad bien puede ser entendida como una renuncia a actualizar la facultad de pensar. Por su parte, la incapacidad de pensar no es una rebeldía contra la razón, ni tampoco irracionalidad; más bien se trata de la paradoja de actuar racionalmente sin pensar, que, en el caso de Eichmann, se muestra en su lógica burócrata y en los clichés basados en un conformismo radical (cfr. Lavi, 2010, p. 232). Según Elon (en Arendt, 2006, p. xiv), el mal banal desafía el pensamiento dado que, tan pronto uno intenta ocuparse del mal y examinar las premisas y principios de los cuales se origina, se ve frustrado porque no encuentra nada: esa es precisamente la banalidad del mal.

¿De qué se trata este no-encontrar-nada? Esta expresión resulta especialmente sugerente porque permite conectar dos puntos significativos. ¿Qué es lo que no se encuentra cuando toda la experiencia está mediada externamente, cuando la situación del sujeto banal es el ocultamiento de sí en universales adheridos acríticamente? Dicho de otra forma: ¿qué no se hace presente cuando el individuo renuncia a pensar? Arendt señala que la pérdida de esa capacidad que, para Sócrates, significa estar con uno mismo en un diálogo interior encuentra como sanción la “pérdida del yo que constituye a la persona” (2007a, p. 116). Lo que no se encuentra en el individuo banal es la persona, el principio esencial de toda existencia auténtica, en primer lugar, y, en segundo, la posibilidad misma de limitar el mal en el mundo. A fin de cuentas, lo que se sitúa entre el mal y el mundo es la persona que decide pensar y por esa misma decisión constituye su quién, se convierte en alguien. La idea arendtiana de que los mayores males son perpetrados por seres humanos que renuncian a ser personas, a tomar su quién y convertirse en alguien, es fundamental aquí. No obstante, resulta interesante comprender que, al menos en primera instancia, este alguien es una constitución negativa. Es decir, en lo que refiere a la oposición al mal, la constitución de la persona a través del pensar va de la mano de una delimitación del mundo a través de una coherencia interior que exige la determinación de qué se está dispuesto a hacer y qué no; el individuo que se constituye como persona en el pensar lo hace señalando cuáles son sus límites. A esto se refiere Arendt cuando sostiene que pensar “es la manera humana de echar raíces, de ocupar el propio lugar en el mundo, a que todos llegamos como extraños” (2007a, p. 115). La situación existencial de ser extraños se puede entender como el originario estar desapropiados de la propia experiencia, esto es, de que la experiencia del ser humano esté de base determinada desde el exterior, signada por estructuras externas a él, a las cuales adhiere acríticamente hasta que el viento del pensar irrumpe en la situación existencial y la persona viene a sí misma de tal modo que comienza a establecer los límites de su mundo. Shuster (2018) recupera la idea arendtiana de que el pensar implica necesariamente tener que vivir con lo pensado, imprimir ciertos límites a la acción que dejan de ser impuestos exteriormente para ser determinados por la persona misma. Esta constitución de sí misma va de la mano de un asentar las fronteras de su mundo en el juicio por el cual se hace explícito el “hasta aquí estoy dispuesta a llegar” de la persona, que sienta las raíces de su mundo. Entonces, el emerger mismo de la persona en el pensar significa una impresión de los horizontes del mundo propio, y Arendt considera que esto va de la mano de la posibilidad de poner un freno al mal en el mundo. Como queda claro, pensar y ser persona guardan una relación íntima. Ser persona, además, es reducir el espacio de aparecer del fenómeno del mal.

¿Pero qué es lo que sucede en el pensar que posibilita esta doble relación? En distintos lugares de su obra, Arendt reflexiona sobre la situación interior del yo en el pensar con la pretensión de descubrir qué clase de interconexiones puede haber entre el mal y el pensamiento. ¿Qué es lo que sucede cuando un individuo piensa? ¿Qué relación guarda esto con el mal? El pensar, “el hábito de examinar y de reflexionar […] independientemente de su contenido específico o de sus resultados, ¿puede ser una actividad de tal naturaleza que ‘condicione’ a los hombres contra el mal?” (Arendt, 2007b, p. 162). Todo ser humano es capaz, en mayor o menor medida, de obrar algún tipo de mal, y esto guarda una relación con la capacidad de pensar.

Para comprender a cabalidad la naturaleza del pensar, Arendt se sostiene sobre el modo en que Sócrates es presentado en ciertos diálogos platónicos, como Gorgias e Hipias mayor. En Gorgias, Sócrates hace dos aseveraciones fundamentales para la autora: primero, que cometer injusticia es peor que sufrirla; segundo, que es preferible para el individuo que un sinnúmero de hombres disientan con él antes que hallarse, siendo un hombre solo, en discrepancia y contradicción interior consigo mismo (cfr. Arendt, 1984, p. 212). Esta petición de armonía en la unidad del yo es el núcleo del argumento, puesto que únicamente puede existir tal petición en la medida que puede haber un desajuste interior. Pero la armonía interior tiene lugar cuando el individuo se encuentra en solitud, que es distinta a la soledad en el sentido de que, mientras esta representa la pérdida de la experiencia de ser con los otros, aquella representa el estar con uno mismo del dos-en-uno, el estado por el cual puede actualizarse la diferencia interior entre “yo” y “mí mismo” en la conciencia. El que piensa está consigo mismo y entabla un diálogo en el que es él quien hace las preguntas y él quien las responde. ¿Pero cuál es la importancia de actualizar esta diferencia? Precisamente que el pensar, actualizándola, interrumpe la unidad acrítica, la certeza de la identificación con posturas, ideas, posiciones y contenidos cognitivos anquilosados, y la confianza que permite a la ideología permear el pensamiento (cfr. Berkowitz, 2010, p. 241). Hacer constar la diferencia interior es condición necesaria para que no haya contradicción en uno mismo. Según Arendt, “todos los hombres son dos-en-uno […] en el muy específico y activo sentido de ese diálogo silencioso, de mantener un constante trato, de estar en conversación con ellos mismos” (2007a, p. 108). La actualización de la diferencia hace posible la pluralidad interior, esto es, la condición misma por la cual la distancia reflexiva del yo consigo mismo permite la consideración de lo otro que la unidad no escindida inhabilita; no es lo mismo, parece ser, la armonía que la unidad, pues en la unidad no puede haber armonía a menos que la distancia entre las partes esté puesta primero. Paradójicamente, el sentido de ser un hombre solo no deriva de la unidad, sino de la armonía por la cual la unidad se escinde, y, por la escisión misma, permite la unificación. Ser uno es ser persona, y eso significa mantener una coherencia existencial con la armonía establecida interiormente.

La esencia del pensamiento es la actualización de la diferencia entre yo y mí mismo, y tiene como consecuencia no intencionada la conciencia, ese compañero molesto al que la persona debe regresar cada noche. La conciencia, al igual que el daimon socrático, no prescribe modos de acción o comportamientos específicos, no dirige ni orienta la acción, sino que señala qué no hacer, qué debe ser evitado en nuestros tratos con los otros y los caminos tomados de los que uno debe arrepentirse (cfr. Passerin D’Entrèves, 2001, p. 249). El temor a la vuelta a casa, que Arendt ejemplifica en la figura del Ricardo III de Shakespeare, parece ser la condición del decir “no” a ciertas acciones, eventos o discursos de uno y de los otros. Quien acepta o rechaza, habiendo sometido a examen crítico, esto es, una vez que llevó a cabo el viaje a través de las palabras por medio del diálogo en que se suscita la “cuestión socrática fundamental: ¿qué quieres decir con?” (Arendt, 1984, p. 217) y establece un límite, consolida una comprensión sobre la circunstancia problemática en cuestión, debe vivir consigo mismo y entender que habrá ciertos límites a lo que se permitirá a sí mismo hacer. La conciencia representa la evaluación interior por la cual evaluamos las acciones posibles o pasadas, el juicio interior sobre la bondad o maldad de las acciones por perpetrar o ya perpetradas. El criterio principal del diálogo mental no es la verdad, sino el acuerdo entre las partes interiores, el estar conforme con uno mismo: la amistad entre los presentes en la diferencia interna al pensamiento, puesto que uno mismo es tanto el que pregunta como el que responde. El que renuncia a pensar fractura la diferencia, la única instancia que tiene para establecer la coherencia consigo mismo. Lo importante del pensar es procurar que los participantes del diálogo mantengan una buena relación, porque nadie desea volver a casa y encontrarse con que el compañero dialógico le da cuenta de su maldad. Y esto resulta fundamental porque, de acuerdo con el primer dictum socrático, no puede haber una amistad verdadera con el malvado. Por ello, Arendt señala que la “gente mala […] no está ‘llena de remordimientos’” (1984, p. 222), dado que, en la no actualización de la diferencia, en no tomar distancia delimitando los contornos de su mundo, es permeada entera y acríticamente por una inmediatez de la que no puede responsabilizarse, pues, en sentido estricto, no le pertenece. Los individuos que no se constituyen como personas no temen contradecirse ni sienten el deseo de justificarse puesto que olvidan sus acciones en la medida que no están verdaderamente en ellas. La posibilidad de arrepentirse requiere estar presente en las propias acciones en la conciencia de que son, efectivamente, propias, y una mirada evaluativa hacia atrás que solamente puede tener lugar en el pensar. Es decir, aquello a lo que se renunció.

Por otra parte, el pensar tiene un efecto exterior esencial. Al final de la sección sobre los dos-en-uno, Arendt escribe sobre el efecto liberador del pensar, y señala que cuando todo el mundo se deja llevar, cuando la persona se pierde entre las masas de forma irreflexiva, un componente purgativo inherente al pensar se hace presente y permite liberar la facultad del juicio, por la cual se puede juzgar lo particular sin subsumirlo de inmediato en las reglas generales que el individuo banal está dispuesto a cambiar por otras, siempre y cuando esas otras sean institucionalizadas en su sociedad (cfr. 1984, p. 224). La facultad del juicio no es idéntica a la facultad del pensar: mientras el pensar se mueve entre invisibles, con representaciones de objetos, el juzgar se encarga de objetos y casos concretos, particulares que están presentes en cada caso. De acuerdo con Passerin D’Entrèves (2019), el pensar disuelve los hábitos de pensamiento y las reglas de conducta aceptadas y abre el camino a la actividad de juzgar particulares sin el apoyo de universales; no se trata de proveer nuevos universales en los que introducir los particulares -el pensamiento, en esencia, no produce nada-, sino de liberar el particular del yugo del universal inmediato para juzgar con autonomía, sin la mediación de categorías anquilosadas de pensamiento y estándares evaluativos convencionales. El pensar es un viento que barre las estructuras preestablecidas para que el juzgar pueda encontrarse con el particular y determinar su bondad o su maldad, su belleza o su fealdad, sin estar sujeto a determinaciones anteriores. En ese sentido, es una suerte de actividad nihilizante que barre brutalmente los prejuicios, preconceptos y pre-estructuras para que el particular emerja en su condición propia ante la conciencia juzgante.

Ahora bien, ¿por qué resulta esto tan significativo? En tiempos de crisis, el pensar pone a la persona frente a sí misma y sacude las bases previamente sólidas sobre las que se asentaba, dando paso a la facultad independiente del juzgar sin verse acorralado y arrastrado por las acciones masificadas y las opiniones de las mayorías imperantes. Sin embargo, es importante señalar que Arendt no quiere defender la autenticidad de la existencia individual frente al impersonal “uno”, el das Man heideggeriano, sino que prima la constitución de una vida auténtica con los otros en un mundo compartido (cfr. Kattago, 2014, p. 57). En todo caso, el mundo humano verdadero, el ámbito de los asuntos humanos, requiere la constitución de la persona por medio del pensar y el juicio para que la realidad de la persona se haga presente en la acción y el discurso, modos del aparecer de la persona frente a los otros, de cuya mirada resulta la caracterización final de la persona, pues, como señala Arendt (2009, p. 22), la pluralidad es la condición de realización de la acción. Precisamente para reconciliar su pensamiento sobre la constitución de la persona en La condición humana con la importancia que le atribuye al pensar en este mismo sentido a partir del juicio de 1961 es que la autora explicita que la actualización de la diferencia interior indica claramente que “el hombre existe esencialmente en la dimensión de plural” (Arendt, 1984, p. 216). La pluralidad interior no causa la pluralidad exterior, ni viceversa; simplemente, la pluralidad interior es una constatación de que la persona es tal únicamente en el dominio de la pluralidad.

La facultad de juicio, que surge de la pluralidad y en la pluralidad se consolida, es la manifestación exterior del haber emergido de la conciencia en el interior de la diferencia, pues todo acto de juzgar presupone la condición evaluativa por la cual la coherencia entre los participantes del diálogo interior puede tener lugar. Juzgar es dar cuenta de lo que corresponde a un fenómeno como tal sin que sea considerado a la luz de estructuras antecedentes: implica decir “esto está mal”, “esto es bello”. Por tanto, es la conciencia llevada al espacio de aparición entre los otros, la “manifestación del viento del pensar” que se expresa en la capacidad de distinguir el bien del mal y lo bello de lo feo, no a la manera de un subsumir cada particular bajo los modos generales de entender estas categorías, sino en la atención evaluativa que permite establecer los límites de lo que la persona está dispuesta a hacer, sentando raíces en un mundo que deja de ser completamente externo y pasa a estar conformado, también, por la persona que reflexiona y decide. No actualizar la diferencia interior en el pensar es renunciar a constituirse como persona dentro de bordes concretos, el abandono de la reflexión por la cual se borran los márgenes predeterminados y se arriba a una determinación particular que se sitúa como condicionante del mundo propio. Significa no decirse a uno mismo “esto no lo puedo hacer”, “esto no debería suceder”, “esto está mal”, “esto no debí hacerlo”. Así, lo que tiene lugar es la paradoja del no haber persona en las acciones. Es una situación paradójica en la medida que la acción es, en rigor, personal. La incapacidad de actualizar la diferencia resulta en el no aparecer de la persona ante sí misma y ante los otros. En el principio de la acción no se encuentra nada. Para saber si es posible perdonar cuando la situación es esta, es necesario presentar la discusión arendtiana sobre el perdón.

3. El perdón y el pedido

Arendt introduce la discusión sobre el perdón en el contexto de la discusión sobre la acción en La condición humana. Según la autora, el perdón es el remedio por el cual la irreversibilidad de la acción misma es contrarrestada. Esta condición de la acción se relaciona directamente con su carácter “procesual”: el hecho de que actuar significa poner en marcha procesos que, dejados a su funcionamiento autónomo, no encontrarán fin de forma natural, sino que se propagarán infinitamente; son procesos cuyas consecuencias no son previsibles porque en la esencia misma de la libertad, de la cual surge el actuar, no existe una soberanía plena de la persona sobre sí misma ni los demás (cfr. Arendt, 2009, p. 255). La inseguridad es el fenómeno básico de la acción que es inacabable: un acto se multiplica en consecuencias de forma constante. “El motivo de que no podamos vaticinar con seguridad el resultado y fin de una acción es simplemente que la acción carece de fin” (Arendt, 2009, p. 253). En la esfera de los asuntos humanos, los procesos perduran de forma ilimitada, independientemente de la caducidad material y de la mortalidad de los hombres. Es decir, los procesos exceden las posibilidades materiales y perduran cuando los hombres ya no están, de tal modo que no se puede vaticinar el comportamiento, los resultados, las consecuencias de todo tipo que una acción tendrá. Pero ¿no es esto motivo de orgullo? ¿No podría alegarse que la potencia de los actos humanos, su perdurabilidad casi irrevocable, es razón para que los hombres se maravillen de sí mismos? Lo sería, si acaso los hombres pudiesen soportar el peso del carácter irreversible y no pronosticable de sus acciones. La acción, en realidad, saca su fuerza de ese mismo carácter. Los hombres saben que el agente desconoce los derroteros y resultados de su actuar, que es excedido por su acción desde el mismo momento en que la lleva a cabo. Arendt se concentra en ciertas acciones que pueden ser perdonadas y sugiere que el perdón es apropiado para los males imprevistos, aquellos que pertenecen al exceso natural de la acción con respecto del agente y que no fueron llevados a cabo voluntariamente, sino que son vislumbrados como posibilidades que estaban latentes en la acción solamente luego de que hayan emergido como consecuencias reales y efectivas. En este sentido, Arendt (2009, p. 260) parece circunscribir el perdón a lo esperable dada la naturaleza misma de la acción, y defiende que no es posible perdonar el mal radical, que rara vez tiene lugar y, por consiguiente, trasciende la esfera de los asuntos humanos. Por ello, la “posible redención del predicamento de irreversibilidad -de ser incapaz de deshacer lo hecho, aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo- es la facultad de perdonar” (2009, p. 256).

Ahora bien, ¿en qué sentido importa que el perdón se dirija a redimir el predicamento de irreversibilidad? Lo esencial es que la irreversibilidad tiene un efecto sobre la condición misma de la persona ante los otros, puesto que la acción es, en la esfera de los asuntos humanos, el modo de constitución de la persona. La irreversibilidad que va de la mano de los procesos puestos en marcha es directamente proporcional al estatuto que adquiere la persona frente a los otros: la persona es quien llevó a cabo tal o cual acción, que tuvo ciertas consecuencias concretas. Es decir, siempre que una persona actúa, pasa a ser vista por sus semejantes como aquella que estuvo en el origen de sus acciones. Si la acción es un modo de emerger en la esfera del aparecer humano de tal forma que en esa misma acción la persona se constituye desde su acción y por ella, y, considerando que por sí misma es irreversible, la comprensión del quién de la persona se ve reducida a esa acción. Cuando se habla del mal que surge del exceso inherente a la acción misma, que debe ser perdonado para que la comunidad política pueda mantener buenos lazos y se mantenga como un espacio naciente en que los hombres se puedan reconstituir y aparecer frente a los otros de formas nuevas, el perdón se hace necesario precisamente porque libera a la persona de la reducción identitaria a su acción pasada. Arendt defiende que el “perdón y la relación que establece siempre es un asunto eminentemente personal […] en el que lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo” (Arendt, 2009, p. 261; itálicas mías). En el dominio de los asuntos humanos, el perdón no se fundamenta en el amor, sino en el respeto que se tiene por una persona en virtud de que es persona. El respeto, entendido como amistad política, es una suerte de atención frente a la persona por el hecho de ser tal, es decir, independientemente de sus cualidades y de la evaluación sobre ciertas disposiciones que pueda tener y que se pueda llevar a cabo (cfr. Madrid Gómez, 2008, p. 146). El efecto liberador del perdón reconstituye el horizonte de natalidad en que la persona puede volver a aparecer como alguien distinto de aquel que antes era reducido a una acción pasada por los males que de esta devinieron. Sin embargo, el perdón no es esperable, sino que, como remedio naciente de la acción que busca romper con la irreversibilidad de los procesos puestos en marcha, es el milagro que salva la esfera de los asuntos humanos de su reducción al pasado y devuelve a la persona al espacio de natalidad en la apertura esperanzadora de la dimensión del futuro ante la cual se enlaza la promesa.

A este respecto, Derrida (2001) tiene la postura de que solamente se puede perdonar lo imperdonable. Ahora bien, él tiene en mente lo que los cristianos llaman el pecado mortal, contrario al pecado venial. Según el autor, lo único que se puede perdonar es lo imperdonable, lo monstruoso, masivo y cruel, lo excesivo y terrible; aquello que, por su misma condición, se ha situado fuera de la justicia y, en ese sentido, requiere del perdón nuevamente (cfr. Derrida, 2001, p. 32). Arendt no introduce en su discusión sobre el perdón aquello que Derrida llama “pecado mortal”, pues lo considera extraño: algo que no tiene lugar asiduamente. Por el contrario, el mal que resulta natural a la acción misma es el mal al que se dirige el perdón. De modo general, se puede decir que, para Derrida, el perdón solo existe allí donde está lo imperdonable, mientras que, para Arendt, solo hay perdón de lo perdonable, de lo que es natural al exceso inherente a todo proceso puesto en marcha en la acción.

En un texto de 1953, “Comprensión y política”, Arendt establece una distinción entre perdonar y comprender. Si bien el perdón requiere de una cierta comprensión, perdonar no es en esencia comprender. El perdón, para la autora, es una única acción que culmina en un único acto y logra detener el proceso que ha sido puesto en marcha y dar un nuevo comienzo donde todo parecía haber terminado. Por su parte, la comprensión es interminable y no puede producir resultados: su único cometido es obrar la reconciliación con el mundo que permita darle sentido a lo que hacemos y al mundo en que vivimos (cfr. Arendt, 1994, p. 308). Sin embargo, en La condición humana, la autora reconoce que el perdón requiere un cierto nivel de comprensión. Es ciertamente importante comprender el sentido de las acciones para que pueda haber perdón. De la misma manera, para pedir perdón, parece ser necesario que el culpable comprenda los motivos por los cuales obró de la manera en que lo hizo y qué implicancias tuvo su actuar. En lo que refiere a la banalidad del mal, sin duda es significativo que el agente comprenda su renuncia a pensar y la culpabilidad inherente a esa renuncia. Comprender, empero, no es perdonar. Es posible comprender y castigar, y, de hecho, el castigo requiere de la comprensión para tener sentido, para ajustarse a los requerimientos de la ley en lo que refiere a lo particular de la acción. La posibilidad de perdonar a la persona por respeto a la persona implica una comprensión de la categoría existencial de “persona” y de la condición de la acción. ¿Acaso es posible perdonar si no se comprende la naturaleza de la acción, su irreversibilidad inherente y la no soberanía de la persona implicada en ella? ¿Se puede perdonar el mal banal sin comprender su condición de posibilidad?

Con esto en mente, se hace necesario retomar la pregunta por la posibilidad de perdonar el mal banal. Atendiendo a las condiciones estructural-fenomenológicas de la banalidad o, dicho de otra forma, la disposición interior del sujeto de la banalidad, la respuesta no puede ser otra que no. En todo caso, se podría hacer la siguiente pregunta: dado que en La condición humana el criterio del aparecer de la persona es la acción, y no el pensar, ¿de qué manera se entiende que no sea posible perdonar al individuo banal si, en cierto sentido, el problema que este presenta es que no piensa y no que no actúa? La respuesta más plausible parece ser que la preocupación arendtiana más concreta sobre la relación entre el mal y el pensamiento surge a partir del juicio de Eichmann, de 1961, mientras que La condición humana es de 1958, tiempo en el que Arendt guarda un interés primordial en la vita activa, contrario a la vita contemplativa. A partir del juicio, la autora declara haber retomado un interés progresivo en la facultad de pensar, de modo que la relación entre pensar y actuar puede ser establecida a partir de entonces. En todo caso, lo que interesa aclarar aquí es que el pensar se convierte en una condición necesaria para la constitución de la persona desde dentro, mientras que la acción constituye a la persona desde fuera, puesto que para Arendt es el emerger en la esfera de la pluralidad, de las muchas voces y muchas miradas, la que nos permite adquirir nuestra identidad personal en términos moral-políticos. Más allá de esta cuestión textual-temporal y de los modos concretos de conectar el pensar con la acción, ciertamente es coherente afirmar que la constitución interior de la persona repercute directamente sobre las acciones que decide llevar a cabo, lo cual tiene una incidencia ineludible sobre la bondad o maldad de cada acto y, por tanto, sobre la necesidad que presenta de ser perdonada.

Si no es posible bajo las condiciones actuales del sujeto de la banalidad, ¿bajo cuáles sería posible? ¿El emerger de qué fenómeno posibilitaría el perdón en el ámbito de las acciones malvadas signadas por la banalidad? Dado que no es ni el pecado mortal ni el pecado venial, que no es lo monstruoso ni lo esperable, ¿es posible perdonarlo? En este punto parece haber, en realidad, dos aporías. Primero, que el perdón se dirige a la persona, o sea, que el perdón es, en virtud de la persona, de las faltas o los crímenes cometidos, puesto que, para Arendt, el perdón libera a la persona de su reducción a sus acciones pasadas, y la libera para volver a aparecer en el espacio de los asuntos humanos de una forma nueva, sin ataduras. Sin embargo, en el mal banal no hay persona a la que perdonar, porque nadie se ha hecho presente por la renuncia al pensamiento que va de la mano de la banalidad. Segundo, desde el punto de vista conceptual, el mal banal no cabe dentro de ninguna de las categorías que refieren al mal: no es, estrictamente, ni el pecado mortal ni el venial, ni el mal radical del que Arendt habla en Los orígenes del totalitarismo pero que después descarta porque considera que solamente el bien puede ser radical. En resumen, el mal banal no es ni lo imperdonable de Derrida ni lo perdonable de Arendt.

Este estado de cosas sugiere que es imposible perdonar el mal banal. ¿De qué forma, pues, salir de las aporías anteriores? El primer paso es llevar a cabo una ampliación del concepto de lo imperdonable que formula Derrida. En el caso específico del mal banal, el modo en que se puede comprender lo imperdonable no es aquello que, por su exceso de crueldad, monstruosidad o voluntad perversa, no puede ser perdonado por los hombres, sino que lo imperdonable pasa a ser lo que, en la medida en que la persona no se hace presente, no hay perdón posible porque la conciencia no tiene su correlato intencional. Si es verdad lo que dice Arendt de que se perdona en virtud de la persona, cuando la persona no se hace presente en sus actos, hablamos de algo esencialmente imperdonable. Algo que está más allá del perdón o, dicho de otra manera, que no contiene las condiciones necesarias para que el perdón pueda tener lugar. El segundo paso es, claro está, devolver a la persona al espacio de aparición. ¿De qué manera puede obrar este regreso? ¿En qué condiciones puede el individuo que ha llevado a cabo el mal banal volver a hacerse persona?

Derrida se opone a una idea de Vladimir Jankélévitch que resulta especialmente interesante para comprender de qué manera se podría hablar de un perdón para el mal banal. Según Derrida (2001, p. 32), Jankélévitch sostiene que una de las razones por las cuales no se puede perdonar a los nazis es, antes que nada, porque no han pedido perdón: no han reconocido su falta ni manifestado arrepentimiento alguno. Esta postura, que Derrida enmarca en una lógica del intercambio y por ello la descarta como opción para dar cuenta de la verdadera naturaleza del perdón, es mucho más significativa de lo que este cree. En lo que refiere a la posibilidad de perdonar específicamente el mal banal, la idea de que es necesario el pedido es fundamental porque solo en y por el pedido es que la persona vuelve a aparecer como tal, ya que el pedido puede ser entendido como la exteriorización de la manifestación del viento del pensar: el juicio sobre el mal de las propias acciones, y, en ese sentido, deriva de la “vuelta a casa” de la que habla Arendt en la discusión sobre los dos-en-uno. De este modo, si se ha de interrogar la posibilidad del perdón del mal banal, necesariamente habrá que pensar en qué sentido el pedido devuelve a la persona al espacio de aparición. Para Jankélévitch, antes de que sea posible la pregunta por el perdón, “es primero necesario que la persona culpable […] se reconozca a sí misma como culpable”, pues, para que podamos perdonar, “¿acaso no es necesario esto primero?: que alguien venga a nosotros a pedirnos perdón” (2005, p. 253). Para que sea posible hablar siquiera de perdonar y ser perdonado, es necesario que el individuo asuma la culpa y haga efectivo su arrepentimiento en el pedido del perdón. Ahora, como sostiene Arendt, los malhechores que no piensan sus acciones y se “niegan también retrospectivamente a pensar en ello, es decir, a volver atrás y recordar lo que hicieron (que es la teshuvah o arrepentimiento) no han logrado realmente constituirse en personas” (Arendt, 2007a, p. 124). En este sentido, también la posibilidad de arrepentirse, tan ligada al pedido del perdón, va de la mano de la capacidad de pensar.

El pedido del perdón es una modalidad del juicio. Representa la exteriorización de la conciencia interior por la cual el individuo lleva a cabo una determinación sobre el mal de sus propias acciones. El pedido puede ser considerado una modalidad del juicio, ya que se trata de un modo específico del aparecer de la facultad de juzgar. El pedido solo puede tener lugar cuando el individuo se hace capaz de llegar a una determinación sobre su propia acción. Sin embargo, en la situación en que se encuentra el individuo banal, se trata de un fenómeno que no puede suceder, puesto que el juzgar no es liberado por el viento del pensar. Cuando el individuo no activa la diferencia interior y la conciencia no emerge como epifenómeno no intencionado del pensar, la facultad de juzgar no se hace presente y no hay capacidad de evaluar los propios actos, es decir que no puede tomar su lugar en la esfera de los asuntos humanos por su propia consideración sobre sus actos. En cualquier caso, parece sensato que una forma concreta de la acción -y, evidentemente, del discurso- sea el acto lingüístico por el cual el individuo da cuenta de sí frente a los otros. La vuelta de la persona a sí misma solo puede ser puesta en evidencia por un acto exterior en que se manifieste el soplo del viento del pensar, que es la actualización interior de la diferencia y la consolidación de la coherencia amistosa entre las partes del diálogo de la mente. Cuando el pedido del perdón es verdadero, cuando deja traslucir un arrepentimiento sincero, lo que se hace presente en él no es un lamento en que la persona halla un último escondite frente a la exposición, sino la voluntad de volver a emerger frente a los otros en un acto que posibilite su nuevo aparecer. Empero, todo acto exterior, toda acción auténtica de la persona está necesariamente precedida por la conciencia que emerge en el pensar, cuando la persona es capaz de separarse de sí para evaluarse y determinar su “hasta dónde” constitutivo. Solo en la armonía entre las partes del diálogo está la unidad de la persona.

El pedido no es otra cosa, entonces, que la manifestación del “hasta dónde”, del enraizamiento de la persona por el cual constituye nuevamente su mundo y se marca sus límites. Mientras se esté hablando de la banalidad del mal, estos límites van de la mano de un des-esconderse: para regresar del refugio inauténtico de la banalidad, la persona debe revertir el proceso por el cual se despersonalizó en la inoculación acrítica de contenidos ideológicos o en la fuga-de-sí hacia estructuras preestablecidas, imperativos externos no sometidos a examen que ocuparon el espacio abandonado por la persona en su renuncia al pensar. El acto lingüístico de pedir perdón, de poner frente a los hombres la condena de las acciones propias de forma no mitigada, sin excusas ni justificaciones que deriven la responsabilidad en el sistema de turno, señala, primero que nada, que la persona ha vuelto a pensar. Según Derrida, el problema con el arrepentimiento que precede al pedido del perdón es que es símbolo de que la persona ya no es quien era cuando llevó a cabo las acciones por las cuales pide perdón; por esa razón, entiende que el perdón no podría relacionarse nunca con el culpable, sino con alguien que ya no es culpable. ¿Pero está en lo correcto Derrida? Desde el punto de vista del mal banal, parece ser que no. Es preciso recordar que, en rigor, no había persona en las acciones porque, renunciando a la diferencia interior, se había despersonalizado en estructuras precedentes. El pedido del perdón, que emana de un juicio frente a los hombres con respecto de las propias acciones y trae a la luz un arrepentimiento interior concomitante al emerger de la conciencia, no significa que la persona que lo pide ya no sea la que estuvo en el origen del mal ocasionado, sino, más bien, que la persona se ha constituido por primera vez como quien estuvo en el origen del mal ocasionado. Pero esto solamente es posible como resultado no intencionado del pensar. Una vez que el pensar ha vuelto a actualizar la diferencia y la conciencia se ha conformado, la persona retorna a casa, y ese retorno significa que vuelve a temer la anticipación del compañero interior que le señala su maldad. La conciencia es la casa de la persona, puesto que le señala lo que debe evitar en su trato con los hombres y aquello de lo cual se debe arrepentir; en última instancia, estos dos van de la mano, ya que el arrepentimiento sin duda surge del no haber escuchado el “no debes” de la conciencia frente a cursos de acción particulares. Uno solamente puede arrepentirse de una evasión directa de la conciencia.

¿Acaso esto no significa, en última instancia, que uno se arrepiente de no haber sido persona? El pedido del perdón, en la esfera de los actos signados por la banalidad, va de la mano del reconocimiento explícito de que la persona renunció a ser persona, a tomar su lugar y establecer ciertos límites que, de haber sido enraizados, habrían disminuido el espacio para el aparecer del mal. Es cierto, sin embargo, que la personalización no es el remedio para todos los males: bien podría existir -y, de hecho, existe- una persona que haga el mal voluntariamente, o que, creyendo que actúa bien, ocasione un mal irremediable. Una persona puede escoger el mal voluntaria o ingenuamente. No es seguro, de ningún modo, que la personalización en el pensar sea el remedio contra los males; de hecho, Arendt es suficientemente cauta en este sentido, y siempre resulta pertinente en sus indagaciones sobre la relación entre el pensar y la capacidad de impedir el mal que estas sean, antes que nada, preguntas guiadas por la consideración del comprender como una tarea fundamental. El pensar no causa la reducción del espacio abierto para el mal, de la misma manera que el juzgar no atina siempre en la discriminación entre bien y mal. Para Arendt, el punto es que el pensar permite la actualización de la diferencia desde donde es posible discriminar entre bien y mal. Lejos está esto, en todo caso, de ser una aseveración sobre una causalidad directa entre pensar y evitar el mal. En lo que refiere a la banalidad del mal, el pedido del perdón muestra que ha tenido lugar, en efecto, una vuelta a casa de la persona. Y, en el caso particular sobre el cual determina el juzgar que se muestra en el pedido, el veredicto del juicio es que debe haber arrepentimiento. La conciencia, que ahora incrusta sus raíces, dirige el dedo hacia la culpabilidad: “de esto debes arrepentirte”. Empero, el mal devenido de la acción no pensada ya tiene su lugar en el mundo por el proceso que fue puesto en marcha entre los hombres. Los judíos han muerto aunque Eichmann vuelva a poner el rostro sobre sus acciones: incluso si vuelve a casa, su vuelta a casa no revierte el proceso. El mal causado por cualquier individuo que renuncie a pensar, incluso si vuelve a casa, ya está hecho. El pedido no puede reconstruir el pasado ni borrar del tiempo lo que fue hecho, por más que Hegel (2003, p. 390) se empeñe en afirmar que las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatrices.

¿Cuál es, entonces, el sentido del pedido del perdón? Uno de los problemas que encuentra Derrida es que el perdón no debe ser parte de una lógica transaccional. Entiéndase: aceptar que el pedido del perdón debe tener lugar para que se pueda perdonar al culpable es introducir un intercambio de “esto por aquello”. El pedido es para liberarse, el perdón es para liberar. En cierto sentido, en efecto es así. Para Arendt, el perdón libera a la persona de su reducción al pasado y la reintroduce en el espacio de la natalidad. ¿Pero cabe pensar el pedido del perdón también como un acto puro que no espera nada y que excede la lógica del intercambio? Cuando el pedido del perdón da cuenta del no haber estado de la persona, el problema sobre si existe una disposición negociante de “esto por aquello” es irrelevante, o al menos secundario. El sentido del pedido es el hacerse presente de la persona, el ocupar el lugar propio, la responsabilidad que se halla implicada en toda acción. Ahora bien, quien pone frente a los hombres -o frente a quien ha padecido la consecuencia atroz de sus actos-, quien está genuinamente arrepentido y la verdad de cuyo regreso a la presencia en la acción perpetrada se retrotrae al viento del pensar, no puede más que decir “yo” de tal suerte que el futuro de ese yo se enlace al juicio de los otros sobre si el perdón será concedido.

Antes que nada, empero, el pedido es el reemerger puro de la persona en la esfera de las acciones signadas por la banalidad. Quien ha pedido perdón alguna vez sabe que pedir perdón es como el proverbial tirar al mar una botella con un mensaje. El pedido no obra el perdón, no lo pone en marcha ni puede obligar a los otros a perdonar. La idea hegeliana de que, cuando alguien pide perdón y no es perdonado, la culpa se transfiere al que no perdona, resulta completamente impropia porque en el pedido del perdón, a pesar de que haya un aspecto de ese movimiento que la persona culpable hace en virtud de sí misma, es decir, incluso si espera ser redimida frente a los otros para volver al espacio de la natalidad y abrir la dimensión del futuro para sí, la persona sabe que el hiato abierto entre ella y los otros por su acción no puede ser redimido sino por la gratuidad de la concesión del perdón, que no está atado al pedido más que fenomenológicamente. El pedido, como modalidad del juzgar que tiene su origen en la conciencia abierta por el pensar, no es otra cosa que la constatación de que, en la región solitaria de la interioridad, la persona ha regresado al espacio del aparecer. Y, en ese sentido, el perdón puede, al menos, tener lugar otra vez.

4. Consideraciones finales

El perdón confiere la temporalidad. En el mismo momento en que confiere la temporalidad, inscribe a la persona en la posibilidad de un futuro distinto. El hecho de que la persona haya tomado la suficiente conciencia de su crimen como para arrepentirse y efectuar el pedido, para querer volver a aparecer, no significa que no tenga que reconstituirse, y eso implica tiempo, volver a aparecer gradualmente. Nacer, después del perdón, es estar naciendo, es reconstituir el derecho fenomenológico de aparecer y estar apareciendo desde la novedad de esa reconstitución. Porque el que perdona deja libre el aparecer del otro, pero el otro, el que se arrepiente y pide perdón, sabe que la libertad es todavía emergencia progresiva, liberadora, es el vivir de ahora en más en el espacio del aparecer como el apareciente, el que está apareciendo porque fue liberado, pero, en la medida en que su arrepentimiento es genuino, sabe quién fue, cómo actuó, y sabe de su nacimiento por el perdón, sabe que el milagro del perdón -como lo llama Arendt- es que no es previsible, que es puro don y que el don es gratuito y no surge por técnica ni destreza, sino ante el puro no esperar nada del que perdona. En todo caso, es definitivo tener en cuenta que el que se arrepiente no se ve atado en una dialéctica de la devolución de la deuda. La libertad implica que ya no está atado; la responsabilidad exige que el que fue perdonado no olvide que, si bien ya no está atado, el nuevo nacimiento conlleva el hecho necesario de haber vivido antes, y de haber actuado de tal forma que sea necesario volver a nacer. El pedido del perdón hace que las cosas puedan ser llamadas por su nombre. Solo ahí aparece el quién que puede ser responsable de sí ante los otros.

En este trabajo se ha querido exponer la razón de que no haya persona para perdonar cuando se trata de la banalidad del mal. Para ello, fue necesario revisar la concepción arendtiana de la banalidad, el pensar, el juicio y el perdón. En esta discusión fue esencial comprender la relación entre el pensar y la posibilidad de disminuir el espacio del aparecer del mal. Por último, se presentó la condición estructural-fenomenológica por la cual el perdón puede tener lugar en la esfera de la banalidad, el pedido de perdón -siguiendo una idea de Jankélévitch-, de modo que se pudiera dar una respuesta a la aporía del no haber persona en la acción, que imposibilitaría el perdón. En una instancia futura será significativo comprender de qué modo se enlaza esto con el otro polo condicional, la disposición a perdonar, y también con la discusión más general sobre la responsabilidad personal.

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1 En todo caso, hay que tener en cuenta que la discusión sobre la vita activa precede en el tiempo a la que corresponde a al vita contemplativa, y que Arendt murió antes de poder acabar su exposición sobre la facultad del juicio en La vida del espíritu, de modo que algunos aspectos de sus teorías no están enteramente reconciliados.

Recibido: 24 de Agosto de 2021; Aprobado: 14 de Enero de 2022

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