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Revista de historia de América

versión On-line ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  no.166 Cuidad de México sep./dic. 2023  Epub 27-Feb-2024

https://doi.org/10.35424/rha.166.2023.3764 

Artículos

Arqueología del saber e historia intelectual: más allá del estructuralismo y la fenomenología

Archaeology of knowledge and intellectual history. Beyond Structuralism and Phenomenology

*Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de Quilmes-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: eliaspalti@gmail.com.


Resumen

Con la publicación de "Las palabras y las cosas" (1966), Foucault produjo un verdadero impacto en la escena intelectual francesa. Se trata de una obra peculiar. No sólo porque habla de cosas de las que normalmente los filósofos no hablan e incluso la mayoría ignora. El proyecto mismo de una arqueología del saber resulta difícil de ubicar, dada su inscripción disciplinar problemática, en la intersección entre filosofía e historia, situación que lo aparta simétricamente de los marcos prevalecientes en ambas áreas. El presente ensayo busca mostrar en qué sentido el análisis de Foucault acerca de los diversos marcos epistémicos dentro de los cuales habría de desplegarse el pensamiento, marcó una ruptura respecto de la tradición de historia de las ideas, permitiendo una comprensión mucho más precisa de las diferencias entre los distintos sistemas conceptuales y cómo se fueron alterando a lo largo del tiempo nuestros modos de comprensión de la realidad.

Palabras clave: Foucault; arqueología del saber; historia intelectual; epistemología; estructuralismo; fenomenología

Abstract

The release of Foucault´s "The Order of Things" (1966) produced a real impact on the French intellectual scene. It is a peculiar work. Not only because it talks about things that philosophers do not normally talk about, indeed most of them ignore. The very project of an archaeology of knowledge is difficult to locate in the scholarly milieu, given its problematic disciplinary inscription, at the intersection between philosophy and history, departing symmetrically from the prevailing frameworks in both areas. This essay seeks to show in what sense Foucault's analysis of the various epistemic frameworks within which thought unfolded, marked a break vis- à-vis the tradition of the history of ideas, paving the way for a much more precise understanding of the differences among the different conceptual systems, the transformations in our ways of understanding reality.

Key words: Foucault; Archaeology of knowledge; Intellectual history; Epistemology; Structuralism; Phenomenology

Con la publicación de Las palabras y las cosas (1966) Foucault produce un verdadero impacto en la escena intelectual.1 Se trata de una obra peculiar. No sólo porque habla de cosas de las que normalmente los filósofos no hablan e incluso la mayoría ignora. El proyecto mismo de una arqueología del saber resulta difícil de ubicar, dada su problemática inscripción disciplinar, en la intersección entre filosofía e historia, apartándose simétricamente de los marcos prevalecientes en ambas áreas.

Por un lado, dicho proyecto no busca dar forma a una nueva filosofía que se oponga o trate de superar a las demás. Lo que busca es trascender el plano del discurso filosófico para acceder al ámbito de sus mismas condiciones de posibilidad, cómo fue posible para los/las pensadores/as del pasado, decir lo que dijeron. En síntesis, la arqueología del saber es una reconstrucción del suelo epistémico, del conjunto de saberes particulares a partir del cual se levantaron los distintos sistemas filosóficos. Y esto la aleja también de la historia de las ideas, centrada exclusivamente en el contenido de los discursos.

Dicha tarea conlleva una mayor atención a las discontinuidades para investigar cómo se fue reconfigurando históricamente ese suelo epistémico. La historia del pensamiento tradicionalmente analiza la misma como si se desplegara sobre una superficie uniforme. Sus unidades de análisis, los “modelos de pensamiento” o “tipos ideales”, aparecen como suertes de entidades transhistóricas. Si bien lo que en ellos se afirma se produjo en un momento dado, bien podría haberse hecho en cualquier otro momento. En su definición no hay nada de orden conceptual que nos permita entender por qué aparecieron en un momento dado y no en cualquier otro.

Estos modelos, además, suelen plantearse en términos binarios (mecanicismo vs organicismo, materialismo vs idealismo, individualismo vs holismo, racionalismo vs historicismo, etc.), los cuales se definen a partir de su mutua oposición (A ≠ ̴A), constituyen lo que Koselleck llama contraconceptos asimétricos, siendo que uno de ellos aparece como la contracara negativa del otro.2 Juntos agotan así el universo de lo concebible: todo lo que no es individualista debe necesariamente ser holista y así sucesivamente. En sus marcos, tertium non datum (A o ̴A). Lo cierto es que estos esquemas dicotómicos imprimen necesariamente a los relatos resultantes un fuerte carácter teleológico. La historia intelectual aparece como la ardua y eterna marcha hacia la realización final del tipo ideal. Y esto lleva a los historiadores de ideas a incurrir en inevitables anacronismos conceptuales.

El planteo de Foucault en Las palabras y las cosas, abre las puertas a una comprensión más precisa de las diferencias entre los distintos sistemas conceptuales, cómo se fueron alterando a lo largo del tiempo los modos de comprensión de la realidad, los diversos marcos epistémicos dentro de los cuales habrá de desplegarse el pensamiento, volviendo de este modo imposible la transposición de ideas y conceptos de un periodo a otro, evitando caer en el tipo de anacronismos conceptuales que son propios a la tradición de historia de ideas.

La arqueología del saber y el surgimiento del sujeto moderno

El objetivo fundamental de Foucault en Las palabras y las cosas es distinguir dos epistemes, a los que denomina, respectivamente la “Era de la representación”, inherente a la “época clásica” (los siglos XVII y XVIII) y la “Era de la historia”, que corresponde a la “época moderna” que, para Foucault, inicia a comienzos del siglo XIX y supuestamente, llegaría hasta el presente.

Antes de referirme al texto de Foucault, es necesario citar un trabajo de Alain de Libera, titulado Archéologie du sujet, el cual, entiendo, resulta revelador de algunos de los malentendidos que dicha obra ha suscitado.3 En su obra, De Libera se propone retomar el proyecto arqueológico foucaultiano de reconstruir el suelo epistémico del que nace el concepto moderno de sujeto. Esto lo entiende en el sentido de rastrear sus antecedentes remotos, los cuales cree descubrirlos ya presentes en la Edad Media. Sin embargo, esta interpretación no se concilia con la idea foucaultiana de una arqueología del saber. De hecho, es exactamente lo opuesto. Lo que Foucault buscaba demostrar es por qué no existía ni podría nunca haber existido un concepto de sujeto antes de comienzos del siglo XIX, ya que no existían las condiciones epistémicas de posibilidad para ello. Ningún concepto puede preexistir a sus mismas condiciones de existencia. Lo que cambia para Foucault no son sólo los conceptos sino, fundamentalmente, aquello a lo que éstos se refieren. Los pensadores medievales no decían cosas distintas respecto de lo mismo que hablarían los pensadores modernos, sino que hablaban de cosas muy diversas; unos y otros vivían en mundos muy distintos.

Esto se vincula con aquello que resultó más escandaloso, su provocativo anuncio de la “muerte del sujeto” o la “muerte del hombre”, lo que ha dado lugar a una serie de malentendidos. Foucault se refería a una configuración conceptual específica, un modo particular de concebir la subjetividad (que tampoco se trata de una entidad eterna, como suponen sus críticos). Entender cuál es ésta es el objetivo que recorre centralmente esta obra. Esto nos lleva al otro punto que señala Alain de Libera, que es su intento de conjugar las ideas de Heidegger con las de Foucault. Según dice, Heidegger fue quien estableció el origen del concepto moderno de sujeto, al que lo identifica con el sujeto cartesiano (el ego cogito), en tanto que el agente del pensamiento, que es aquél al que Foucault se referiría al anunciar su inminente muerte. Nuevamente, de Libera malinterpreta demasiado obviamente a Foucault. De hecho, Las palabras y las cosas puede considerarse, en su esencia, un debate contra esa visión establecida por Heidegger acerca del origen del sujeto moderno.

Aunque Foucault no lo explicite, parece claro que el objetivo de Las palabras y las cosas era refutar la hipótesis estándar acerca del vínculo entre modernidad y subjetividad que Heidegger sintetizara en “La era de la imagen del mundo”. Dicho texto se trata de una Conferencia que en 1938 Heidegger dicta en Friburgo y que aparece reproducida en Holzwege (Caminos del bosque).4 Allí Heidegger discurre sobre las raíces etimológicas del término subjectum. Éste, según señala, es la traducción latina del hypokeimenon al que refiere Aristóteles en su Física y en su Metafísica e indica el substrato de la predicación (aquello que sostiene o subyace a todos sus predicados), cuya función es análoga a la materia (hyle), la cual persiste a través de los cambios de forma (morphē) que se imponen sobre ella. En principio, cualquier cosa o ser del que pudiese predicarse algo sería “sujeto”.

La identificación del “sujeto” con el Yo, iniciada por Descartes, es precisamente, dice, lo que marca la emergencia del pensamiento moderno. Con la modernidad, pues, el Hombre deviene el fundamento último de la inteligibilidad del mundo, que entonces se ve reducido a la condición de mero material para su accionar. Esto supuso, afirma, una ruptura conceptual fundamental. El hombre es ahora el que se re-presenta el mundo, aquél que le confiere sentido al mismo. Surge, en fin, la idea de una “imagen del mundo”, que es lo que define a la modernidad como época, la cual no podría haber existido antes.

Lo que busca mostrar Foucault contrariamente a lo que afirma Heidegger, es que en los siglos XVII y XVIII no era aún posible encontrar este concepto del hombre como sujeto, el cual surgirá recién en el siglo XIX. Comprender esta distinción resulta crucial. Para Foucault de hecho constituye el núcleo de su proyecto arqueológico. Éste tomaría el término de la expresión con que Hegel abre su Fenomenología del Espíritu: “de lo que se trata es pensar lo Absoluto no como substancia, sino también como sujeto”.5 El “sujeto” del que se habla, que ya no es meramente “substancia”, es un concepto reflexivo, un en sí y para sí, “el movimiento del ponerse a sí mismo o la mediación de su devenir otro”.6 Sólo entonces cabría hablar propiamente de un Sujeto moderno (y, en definitiva, de un episteme moderno), al menos en el sentido que le atribuye Foucault: aquel tipo de Ser de cuya interioridad dimana la Historia, la cual constituye una dimensión suya inherente. El Sujeto, a diferencia de la Substancia, ya no es meramente el sustrato de la predicación (aquello que se mantiene inmutable por debajo de los cambios de forma que se le imponen, como decía Heidegger) sino una fuerza dinámica. Lo que lo define como tal es el hecho de contener dentro de sí el principio de sus propias transformaciones (lo cual se encuentra vinculado estrechamente al surgimiento en el siglo XIX de la idea del organismo viviente como asociado a la capacidad de autogeneración y autodesarrollo). Se produce entonces el tránsito de la “Era de la representación” a la “Era de la historia”. El punto es que la emergencia de este concepto marcará una ruptura conceptual no menos crucial que la señalada por Heidegger, quien confundiría así dos concepciones de la subjetividad muy distintas entre sí, colocándolas bajo el rótulo común de “sujeto moderno”.

En este sentido, Las palabras y las cosas abriría una perspectiva más rigurosa de la historia conceptual, evitando así confundir conceptos correspondientes a distintas épocas que se fundan, respectivamente, en regímenes de saber ya muy distintos entre sí. Desarrollar esto escapa al alcance del presente trabajo. Lo que nos interesa es indagar cuál es la metodología sobre la que se funda su proyecto arqueológico y entender en qué sentido Foucault se aparta de los marcos propios de la “historia de ideas”, por qué el tránsito del plano filosófico al plano metafilosófico, a las condiciones epistémicas de posibilidad del propio discurso filosófico, marca un hito fundamental, replanteando los modos tradicionales de abordar los textos.

El proyecto arqueológico

En La Arqueología del saber (1969) Foucault trata de aclarar el marco conceptual a partir del cual elabora su proyecto arqueológico, tal como lo presenta en su trabajo anterior, Las palabras y las cosas.7 Y también el sentido de las categorías a las que apela, las cuales habrían dado lugar a malentendidos. Vamos a enfocarnos en lo que sigue, pues, en este último libro de Foucault.

¿Cómo se interpreta generalmente la idea foucaultiana de una arqueología del saber? Se entiende que Foucault retomaría la idea de Kant de las formas a priori del conocimiento, pero historizándolas. Éstas no serían innatas, comunes a todo el género humano, sino construcciones históricas diversas y cambiantes a lo largo de los siglos. Esta interpretación, sin embargo, pierde de vista aquel aspecto fundamental de su proyecto arqueológico y tiene que ver con la falta de perspectiva histórica de quienes así lo interpretan. El universo conceptual en el que se inscribe el pensamiento de Foucault se situaba muy lejos del de Kant. Más que retomar a Kant, el punto de referencia es el postkantismo, más precisamente, la serie de críticas posteriores al proyecto kantiano.

En el esquema kantiano, según lo presenta en su Crítica de la razón pura,8 el fenómeno, el objeto de conocimiento, surge de la convergencia de las categorías que aporta el sujeto y las intuiciones sensibles que nos vienen del mundo, de la cosa-en-sí o noumeno. Este último, en cambio, resulta incognoscible: no accedemos al mundo tal cual es, sino a partir del modo en que lo percibimos o podemos comprenderlo. Foucault parte de la fenomenología, que surge en el siglo XX como un intento de responder al desafío que, en su momento, planteara Friedrich Jacobi al concepto kantiano. Según señalaba Jacobi, el sistema kantiano presupone la existencia de una cosa-en-sí, ya que sin ella no puede articularse, pero nunca puede dar cuenta de esta, dado que, como Kant sostiene, resulta insondable.9 Esto quiere decir, afirma, que dicho esquema se sostiene de una premisa que quiebra todo su sistema, que escapa de su alcance. La conclusión que extrae Jacobi es la siguiente: “sin la cosaen- sí no puedo entrar en el sistema kantiano, pero con la cosa-en-sí ya no puedo permanecer dentro de él”. De lo que se trataría, pues, es intentar abordar aquello que presupone pero no alcanza a explicar, esa intuición de aquello que lo funda pero que yace más allá de su alcance.

Lo anterior conduce al proyecto de la fenomenología, que consiste en acceder a esa intuición primitiva, el momento institutivo de un determinado suelo de objetividades virtuales. Ya no busca solamente cómo se constituye el objeto en tanto objeto de conocimiento sino aquello que yace más allá, el objeto en tanto que tal. Tampoco éste, para Husserl, es algo dado, sino algo construido en lo que Husserl en los escritos reunidos en la Crisis de las ciencias europeas definía como “mundo de la vida” (Lebenswelt). Es allí que se articula el horizonte de sentido dentro del cual un tipo particular de saber puede desplegarse.10

El “mundo de la vida” remite a ese ámbito institutivo de sentidos primitivos de realidad, ese suelo de verdades autoevidentes, que se dan inmediatamente a la conciencia y hacen posible un trato significativo con nuestro entorno social y natural (como los códigos fundamentales de una cultura). Éste se sitúa en un plano anterior a la distinción entre objeto y sujeto, en el cual ambos se encuentran aún fundidos.

Husserl retoma aquí el concepto de Umwelt (mundo circundante), que desde la biología fue desarrollado por Jacob von Uexküll.11 Konrad Lorenz, uno de los fundadores de la etología o ciencia del comportamiento animal sintetiza este concepto cuando afirma que “el paramesio conoce la piedra en la forma del obstáculo”.12 La piedra no tiene una esencia inherente. Un objeto, en tanto tal y no solamente como objeto de conocimiento, toma su ser a partir del sistema de relaciones prácticas que un determinado sujeto establece con él; es decir, sólo se vuelve significativo en el interior de un cierto “mundo.” Es en este sentido también que hay que comprender el proyecto arqueológico de Foucault. Éste busca instalarse en lo que llama la “región media” que vincula a las palabras con las cosas, como señala en La arqueología del saber respecto de su libro anterior Las palabras y las cosas:

Las palabras y las cosas es el título -serio- de un problema; es el título -irónico- del trabajo que modifica su forma, desplaza los datos, y revela, a fin de cuentas, una tarea totalmente distinta. Tarea que consiste en no tratar -en dejar de tratar- los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que envían a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que hablan. Es indudable que los discursos están formados por signos; pero lo que hacen es más que utilizar esos signos para indicar cosas. Es ese más lo que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese "más" lo que hay que revelan y hay que describir.13

En una formación discursiva encontramos dos estratos distintos, un sistema de enunciados y un régimen de visibilidad, es decir, un conjunto de objetividades virtuales que habrán subsecuentemente de ser capturadas en el saber. Los modos de producción de este campo de objetividades virtuales, el suelo de positividades, remite así a un ámbito previo al saber, a un ámbito preconceptual. Los tests gestálticos, como el de pato-conejo, sirven para ilustrar esta distinción. En estos tests, no es que veamos primero un ojo, una oreja, etc., y entonces digamos “ah… entonces es un pato”, sino a la inversa. Primero tenemos que identificar al pato para luego decir, “ah…entonces ésta es la oreja, éste el pico, etc.”. Es decir, para desarrollar un conocimiento de tipo discursivo de un objeto primero tenemos que poder identificar qué es eso de lo que hablamos, es decir, debemos poseer una pre-comprensión del mundo, de igual manera que para poder determinar cuáles de todos los hechos que ocurren constituye un hecho histórico, debemos poseer una pre-comprensión de qué es la historia.

Estas operaciones institutivas de sentidos primitivos de realidad son, tanto para Foucault como para la fenomenología, de orden preconceptual. La arqueología del saber se propone trasladar la reflexión hacia ese plano preconceptual o precategorial. Los enunciados, dice, trazan las líneas que ligan a los objetos definiendo recorridos posibles en el interior de un campo discursivo dado. Esos trazados son las articulaciones de los diversos saberes, como sería un determinado sistema filosófico. Un campo discursivo se abre, en fin, a infinidad de recorridos posibles, permite la definición de diversidad de series de enunciados.

“Estructuras” vs. “formaciones discursivas”

Las palabras y las cosas fue una obra aclamada, pero también objeto de críticas. Más allá de la crítica al anuncio de la “muerte del sujeto”, la mayoría se refiere a cuestiones puntuales de precisión histórica (muchas, en realidad injustificadas, ya que tienden a confundir su arqueología del saber con una vulgar historia de ideas). Las críticas que más perturbaron a Foucault fueron aquellas de índole teórico-metodológica. Una de las más recurrentes es que su énfasis en la discontinuidad en la historia del pensamiento lo lleva a recaer en la idea estructuralista de totalidad cultural. Para Foucault, de hecho, habría un solo episteme en cada periodo, lo que parece devolverlo a la idea de Zeitgeist, de “espíritu del tiempo”, ignorando la coexistencia plural de discursos en toda época o periodo histórico. En efecto, toda formación cultural es, de hecho, siempre heterogénea, carece de consistencia lógica o unidad orgánica al nivel del pensamiento.

La segunda crítica refiere a que, por un lado, Foucault parte del supuesto de la discontinuidad histórica, pero por el otro, su visión estructuralista lo lleva a rechazar la presencia de un sujeto situado fuera de las estructuras, lo cual le impide explicar el cambio estructural. Esto se vincula con una ruptura conceptual que se produjo a fines del siglo XIX, con la quiebra de las concepciones evolucionistas teleológicas de la historia. En los marcos del régimen de saber que surge en el siglo XX, y que en otro lado llamo la “Era de las Formas”, las estructuras, a diferencia de lo que ocurría en la “Era de la Historia” del siglo anterior, carecerían de todo impulso inherente hacia su autotransformación.14 Por ende, ahora sólo la presencia de un agente colocado por fuera de las mismas, de una instancia de subjetividad trascendental, podría explicar el cambio estructural.

En este sentido, La arqueología del saber es, en gran medida, un texto de Foucault en debate consigo mismo, un intento de despegarse de aquellos aspectos que en Las palabras y las cosas lo acercaban a un concepto estructuralista más tradicional. Ante esta crítica, Foucault va a enfatizar los acontecimientos discursivos antes que las estructuras. Esto lo lleva a abandonar el concepto de “episteme” y hablar de una “formación discursiva”, es decir, un “archivo” que no refiere al universo de enunciados estructuralmente posibles, sino al conjunto de aquellos enunciados efectivamente realizados. El punto fundamental, sin embargo, es que no responderían a un único principio generador. De allí que la “formación discursiva” no sería propiamente una “estructura” sino que funciona como lo que llama un “centro de dispersión”.

La conformación de un archivo supone así una operación de recorte del universo simbólico disponible en el interior de una formación discursiva. Lo que se trata de entender es: ¿por qué se producen ciertos enunciados y no otros posibles en un campo de opciones que no se encuentra estructuralmente determinado? De esta definición surge una serie de estrategias para reconstruir cómo se configura una formación discursiva. La primera y fundamental es la de identificar los “puntos de difracción”, esto es, aquellos puntos a partir de los cuales los enunciados se pueden desplegar en una diversidad de direcciones posibles. Una formación discursiva estaría habitada por pluralidad de puntos de difracción que hace que los recorridos posibles en su interior pierdan su carácter determinista, que su despliegue no responda a una lógica de tipo deductiva según la cual de ciertas premisas se derivan necesariamente ciertas conclusiones. En este sentido, la formación discursiva, como veremos luego, se asemeja a lo que en termodinámica se denomina un “atractor anómalo”, que contiene infinidad de “puntos de bifurcación”.

El aspecto fundamental aquí es que una formación discursiva, a diferencia de una estructura, instituye un campo de opciones posibles, un conjunto de direcciones por las que habrán de desplegarse (o no) los discursos, jalonados por una serie de instancias que producen inflexiones y vuelven su despliegue indeterminado estructuralmente. Sus críticos perderían de vista hasta qué punto su perspectiva se aparta del estructuralismo. Sin embargo, el problema que preocupa a Foucault es que este énfasis en la pluralidad de contenidos discursivos conduce a sus críticos a ignorar un hecho fundamental: que estas distintas series no existen de forma aislada, que se vinculan e interactúan de manera permanente entre sí. De ahí que justamente la cuestión clave sea reconstruir sus diversos modos de interacción, el medio mismo por el cual esos discursos cobran forma.

De acuerdo con Foucault, explicar estos modos de interacción conlleva dos tareas. La primera, reconstruir la economía de la constelación discursiva dado el régimen particular de interacciones que se establece entre los diversos discursos. Un ejemplo sería el vínculo en la “época clásica” (los siglos XVII y XVIII) entre la Gramática General, la historia natural y el Análisis de las Riquezas, con las relaciones de analogía, oposición y complementariedad que se estableció entre ellas. La segunda, en cambio, conduce más allá del plano estrictamente discursivo, a la función que debe ejercer el discurso estudiado en un campo de prácticas no discursivas, como por ejemplo, el papel de la Gramática General en la práctica pedagógica. Esto es lo que explicaría las direcciones en las que se desplegó un discurso dado, el cual, como vimos, no se encuentra preestablecido estructuralmente.

El resultado de este sistema de interacciones es una formación discursiva. Entre la serie de enunciados que la constituyen no existe una relación de tipo deductivo, inferencial, pero sí podemos hallar un juego de analogías y diferencias en lo que hace a sus reglas de formación. Foucault define el tipo de relaciones entre los distintos tipos de discursos presentes en una formación discursiva en términos de isomorfismos (elementos discursivos completamente diferentes que pueden formarse a partir de reglas análogas) e isotopías (conceptos absolutamente diferentes que ocupan, sin embargo, una posición análoga en la ramificación de un sistema de positividad). Siguiendo a Gilbert Simondon, cabría hablar mejor de isodinamismos (identidades operativas del dinamismo de estructuras heterogéneas).15

Vemos hasta aquí, someramente, en qué sentido su idea de una “formación discursiva” se distingue ya del concepto estructuralista. Sin embargo, el peligro que esto conlleva, para Foucault, es que este afán de romper con el rigorismo estructural pueda recaer en una visión atomista de los discursos, como ocurría en la vieja “historia de ideas”. Como señalamos, esa pluralidad de discursos que habita una formación discursiva dada no existe aislada. Los distintos tipos de discursos no son entidades autogeneradas, sino que se articulan en función del tipo de vínculo que establecen mutuamente, sólo se constituyen como tales a partir del propio juego de sus interacciones recíprocas. Esto significa que la dinámica del despliegue de una formación discursiva tiene, para Foucault, un carácter performativo, que se conforma como tal en sus mismos usos y sólo retrospectivamente puede aparecer como el producto de algún principio generador común que los antecede (lo que lleva a confundir estas formaciones discursivas con estructuras, en el sentido estructuralista del término).

Existe un aspecto en que el proyecto arqueológico de Foucault se aparta más drásticamente del concepto estructuralista. El punto fundamental es que la arqueología del saber de Foucault, en realidad, busca trascender el puro plano formal de los discursos, el juego de las referencias mutuas entre significantes, para ver cómo se establece a partir de ellos la referencia a la realidad, cómo se produce el proceso de investimento significativo de un dominio dado de realidad, en fin, cómo se produce el paso del puro significante al significado, de la pura gramática de los discursos a la semántica histórica, que es, en definitiva, el proyecto fenomenológico. Sin embargo, Foucault se aparta, a su vez, de la fenomenología en cuanto que rechaza la idea de que ello remita a una conciencia fundante, a la presencia de sentidos anteriores a toda trama discursiva. Podría decirse, en síntesis, que Foucault busca combinar y oponer mutuamente el concepto estructuralista con el proyecto fenomenológico. La referencia a la crítica de un contemporáneo suyo, Jacques Derrida, tanto a la fenomenología como al estructuralismo, resulta ilustrativa al respecto.

Más allá del estructuralismo y la fenomenología

Derrida muestra cómo el estructuralismo y la fenomenología son corrientes opuestas pero una reenvía a la otra permanentemente; ambas resultan, en última instancia, indisociables.16 ¿Cuál es la crítica que hace Derrida al estructuralismo? El concepto estructuralista del lenguaje como un puro sistema de relaciones entre significantes señala su carácter autocontenido, supone un juego de referencias mutuas. Esto quiere decir que, para definir un determinado significante, sólo puedo hacerlo mediante otro significante, el cual, a su vez, sólo puede definirse a partir de otro, y así al infinito. El gran problema que hace surgir este planteo estructuralista es lo que Baudelaire llamaba “el vértigo de la hipérbole”: el peligro de un deslizamiento permanente en la cadena de los significantes sin encontrar nunca un punto de anclaje.

Para prevenir este deslizamiento al infinito, en el que el sentido se encontraría siempre diferido y nunca podría alcanzar a definirse nada, es necesario que se ponga un término, encontrar un punto de anclaje a partir del cual toda esta cadena de significantes cobre un sentido definido. Es preciso que alguno de los elementos del sistema adquiera el carácter de un significado universal que sirva de punto de referencia inmediato a la realidad, esto es, que no se encuentre mediado por ese juego de referencias recíprocas que constituye el lenguaje. Es lo que Lacan llamaba points de capiton, esos nudos a partir de los cuales toda la cadena de los significantes puede cobrar un sentido, que permite escapar del círculo de las referencias recíprocas y remitir así a una realidad externa.

Esto quiere decir, sin embargo, que el concepto estructuralista se sostiene sobre la base de un presupuesto que quiebra, justamente, el concepto estructuralista del lenguaje como un puro sistema de relaciones recíprocas. Es decir, que aquello que lo funda es también aquello que lo destruye. Como señala Derrida, encontramos en esta necesidad de un fundamento último, el gesto metafísico elemental, el punto en el que el estructuralismo se funde con la fenomenología, a la cual vino a oponerse: el presuponer que hay un punto de referencia inmediata a la realidad, que no se encuentra mediado por las tramas categoriales y en que el sentido se presenta inmediatamente a la conciencia (lo que Derrida llama “metafísica de la presencia”). Esto nos lleva, a su vez, a la crítica de Derrida a la fenomenología.

Toda la fenomenología de Husserl, como vimos, está fundada en la búsqueda permanente de ese momento previo a toda articulación de orden discursivo, la instancia institutiva de sentidos primitivos de realidad, de configuración de un mundo. Es allí, en esa instancia preconceptual que se instituyen esas verdades autoevidentes que fundan un sistema dado de saber. Husserl distingue entre Himweis (indicación) y Bedeutung (entendimiento, querer decir), término que hace referencia a la realidad que no se ve obligada a atravesar la materialidad del sistema de relaciones lingüísticas. Husserl encuentra el modelo de esta forma de saber espontáneo en el monólogo interior. Sin embargo, Derrida muestra cómo la idea de autoafección, el proyecto de fundar el sentido en un tipo de discurso que no se encuentre atravesado por las mallas del lenguaje, resultaría siempre frustrado. El sentido se encontraría inevitablemente atrapado en la red categorial de un sistema dado de referencias conceptuales.

La idea foucaultiana de episteme o formación discursiva, se distingue en un punto fundamental del concepto estructuralista en cuanto que no se trata simplemente de un sistema de puros significantes, sino que busca comprender cómo se instituye un sentido de realidad, ese paso del significante al significado, en fin, cómo se articula un “mundo”, que es también el objeto de la fenomenología. Sin embargo, al mismo tiempo se aparta de ésta en que no presupone la existencia de una conciencia fundante, algún tipo de subjetividad trascendental colocada por fuera de aquellas estructuras de sentido que constituyen sus propias condiciones de posibilidad. Como señala el estructuralismo, se trata de un supuesto de orden metafísico, ilusorio.

Así, el despliegue de las formaciones discursivas no responde a ninguna determinación estructural, pero tampoco emana de alguna suerte de conciencia trascendental incondicionada. Podría decirse que, más allá de sus críticas al estructuralismo, éste “despertó a Foucault de su sueño dogmático”, el “sueño antropológico”. Esto nos conduce a la segunda de las críticas que realizaron a Foucault: la imposibilidad de dar cuenta del cambio estructural, al cual presupone, ya que las estructuras no son, como para Kant, innatas, no tienen un fundamento natural, sino que son formaciones contingentes que tampoco tienen, como para Hegel, un principio de desarrollo inmanente.

Para Foucault, de hecho, el cambio estructural resulta inexplicable. Esta inexplicabilidad refiere al carácter acontecimental de los fenómenos disruptivos, aquellos que trastocan un orden dado. Lo nuevo no puede explicarse a partir de la lógica precedente sin reducirlo a una mera prolongación o despliegue de lo ya existente. Pero tampoco se explica por la apelación a un ámbito de pura idealidad, un ámbito trascendente a las mismas, lo que se trata de una mistificación, cuyo origen se propone, justamente, explicar. En definitiva, Foucault rechaza la idea fenomenológica de una subjetividad fundante, pero en el marco del régimen de saber del siglo XX, quebradas ya las perspectivas evolucionistas-teleológicas, es decir, privados los sistemas de un impulso inherente hacia su autotransformación, sin la apelación a aquélla, el cambio estructural resultará inexplicable.

En suma, mientras que la dinámica de despliegue y articulación de las formaciones discursivas tiene, en su perspectiva, un carácter performativo, el paso de una a otra, en cambio, tiene un carácter acontecimiental. Esto surge, en última instancia, del doble rechazo al estructuralismo y la fenomenología, a los que al mismo tiempo apela para oponerlos entre sí. La idea de acontecimiento, cabe aclarar, no refiere al tipo de indeterminación producida por la ocurrencia de eventos azarosos o impredecibles. Por ejemplo, en un tiro de dados el resultado resulta incierto, azaroso, pero, una vez producido podemos perfectamente definirlo, inscribirlo dentro de nuestra criba. La idea de acontecimiento supone, en cambio, un principio más radical de indeterminación, como el resultado de un tiro de dados que no sepamos definir e inscribir en nuestra grilla y nos obligue a reconfigurarla.

El acontecimiento se coloca así en Foucault en el lugar del sujeto trascendental como la instancia fundante de un campo de discursividad, el cual, si bien surge a partir de las estructuras precedentes, tampoco obedece a ninguna lógica de desarrollo evolutivo, no es un mero despliegue lineal, sino que supone un quiebre, instala un horizonte completamente diverso a lo hasta entonces disponible. Sin embargo, en Foucault la idea de “acontecimiento” aparece todavía de manera vaga. Lo cierto es que en las décadas siguientes se colocará en el centro de las reflexiones, tanto en el campo de las disciplinas humanísticas, como en las ciencias naturales. Y, de este modo, empezará a cobrar un sentido más preciso.

Un punto de referencia importante al respecto es la termodinámica de los sistemas disipativos elaborada por Ilya Prigogine (Premio Nobel de Química en 1977),17 que permitirá comprender algunos aspectos clave del concepto arqueológico foucaultiano.

Orden a partir del caos

La noción de acontecimiento forma parte integral de la teoría elaborada por Prigogine para explicar el comportamiento de sistema alejados de su estado de equilibrio, lo que llamó “orden a partir de fluctuaciones” u “orden a partir del caos”. Pero antes de analizar dicha teoría vamos a explicar cómo era la termodinámica del siglo XIX y cómo cambia en el curso del siglo XX.

Las leyes de la termodinámica fueron establecidas por Clausius en la década de 1850. La ley de la entropía afirma básicamente (en realidad, hay tres formulaciones distintas de ella), que el grado de desorden microscópico en el universo aumenta en la medida en que la energía tiende a distribuirse en forma pareja a través del mismo (lo que explica, por ejemplo, por qué una taza caliente se enfría). Este último estado es el llamado estado de equilibrio final o “estado atractor”, el cual es perfectamente predecible, aunque no su marcha hacia el mismo. Por ejemplo, una gota de tinta azul derramada en un vaso de agua produce manchas de formas impredecibles y cambiantes, aunque sabemos que el resultado final será una solución homogénea de color azul claro (si la tinta es soluble en agua). Y esta solución resultará estable y elástica a la acción de perturbaciones externas (si agitamos el envase que la contiene, siempre volverá a su estado “atractor” original, la solución homogénea de color azul claro). Ahora bien, en el siglo XIX la termodinámica se enfocó exclusivamente en los estados de equilibrio final, que, como vimos, son los únicos previsibles, dejando de lado el análisis del curso hacia él, el cual es aleatorio, indeterminable. Y ello dará lugar a un concepto evolucionista distinto del organicista.

En aquél, lo que confiere un carácter determinista al desenvolvimiento del sistema ya no está colocado en su mismo origen, el cual, según el concepto organicista, contendría germinalmente el término hacia el cual todo este desarrollo conduce (su telos). En el concepto evolucionista termodinámico, lo que permite la determinabilidad del sistema está dado sólo por su estado de equilibrio final, mientras que el punto de origen resulta indeterminado. No importa cuál sea éste, cualquiera que fuere, siempre podemos saber cuál será el punto hacia donde tal desarrollo converge. Vemos así cómo en la segunda mitad del siglo XIX surge un nuevo concepto evolucionista que introduce un elemento de indeterminación, que produce un aflojamiento del determinismo del evolucionismo organicista propio de las filosofías de la historia, de matriz idealista, de la primera mitad del siglo. Encontramos aquí también el núcleo de las diferencias, por ejemplo, entre el positivismo de Comte y Spencer (cuya idea de un “evolucionismo integral”, tal como lo formula en Primeros principios, se basa en las leyes de la termodinámica).18 Este es un buen ejemplo, por otro lado, de lo que se propone Foucault, esto es, relacionar los sistemas de pensamiento con el suelo de saber particular en que se funda cada uno, y cómo este suelo de saber se fue modificando a lo largo del tiempo. Sólo esto permitiría entender su matriz conceptual, el tipo de lógica que los articula.

Volviendo a la termodinámica, en 1877 Boltzman explicó esta ley de la entropía, que los sistemas termodinámicos se orientan de modo irreversible hacia su estado de equilibrio final, que es también el más caótico a nivel miscroscópico, en términos estrictamente estadísticos. Según demostraba, la ocurrencia del estado final de equilibrio se explica por la infinita mayor probabilidad (y, en términos prácticos, la cuasi-necesidad) de la distribución regular (y, por lo tanto, caótica) de las moléculas a lo largo del sistema.19

Veamos ahora qué es lo que cambia a partir de Prigogine. Volviendo al ejemplo de la tinta en el vaso, la termodinámica del siglo XIX se concentró en los estadios de equilibrio final que eran los únicos determinables, mientras que el curso hacia ellos es aleatorio. Lo que se propuso Prigogine es estudiar estos estados intermedios, el despliegue de la mancha en el vaso, aquello que no obedece a ningún patrón. Más precisamente, intenta desarrollar una teoría que pueda dar cuenta del comportamiento de los sistemas alejados de su estado de equilibrio, aquellos que se encuentran en intercambio con su entorno, y que son, de hecho, los más comunes en estado natural (el estado de equilibrio se da en realidad en condiciones experimentales, generalmente artificiales).

Esto remite a una serie de categorías, que convergen en muchos aspectos con el planteo de Foucault, como las de atractor fractal, desarrollada por Benoît Mandelbrot, puntos de bifurcación, no-linealidad, fluctuación, autoorganización. En el contexto de esta nueva teoría, el orden y el caos no pueden considerarse dos términos opuestos (estructuras y sujetos, como lo era en el pensamiento del siglo XX), pero tampoco dos momentos dentro un proceso evolutivo más general (como en el concepto historicista organicista del siglo XIX). En las estructuras disipativas ambos términos se encuentran inextricablemente asociados. A fin de comprender esta distinción será necesario explicar aquellos conceptos claves elaborados por Prigogine, comenzando por el de “atractor fractal”, el cual lo toma, en realidad de Benoît Mandelbrot.

El “atractor fractal” se puede ilustrar mediante una olla de base redonda. Si arrojamos en ella una pequeña bola, se dirigirá exactamente hacia el centro. Éste será su “estado atractor”: si agitamos la olla, la bola siempre tenderá a volver a su posición original en el centro de ella. Ahora, si la abollamos en el medio, dejando allí una saliente con dos cavidades en sus lados, introducimos con ello un elemento de indeterminación: si arrojamos en ella la bola ya no sabremos a cuál de ambos lados de la saliente habrá de dirigirse. Sí sabemos, sin embargo, que cualquiera que éste fuere, si posteriormente agitamos la olla, la bola siempre volverá a su posición original, a menos que agitemos lo suficiente como para llevar a la bola por encima de la cima de la saliente. En este caso, de nuevo, ya no sabremos a dónde irá, podrá moverse a los lados de cualquiera de las dos cavidades. Esta cima representa lo que en termodinámica se llama punto de bifurcación, señala un umbral superado en el que el comportamiento del sistema se torna errático, puede evolucionar hacia nuevos regímenes de funcionamiento estable, esto es, el sistema se vuelve capaz de generar nuevos regímenes de consistencia.

Un objeto fractal es como una olla que posee, por definición, infinitas salientes y cavidades, lo que produce una completa indeterminación en el caso de sistemas en relación con su entorno (lo que los mantiene siempre alejados de su estado de equilibrio). Esto es lo que sucede con las estructuras disipativas. Los físicos dicen que se trata de sistemas no-deterministas, lo que significa que las ecuaciones lineales resultan insuficientes para describir su comportamiento. Para representarlo, habrá que apelar a otras teorías y conceptos, como los provistos las matemáticas del caos de René Thom y la geometría de Mandelbrot.

¿Cuáles son las consecuencias de estos desarrollos? Como dijimos, se quiebra aquí la oposición entre caos y orden. El caos no es lo opuesto al orden sino generador de orden. Por otro lado, la indeterminación de los sistemas ya no proviene de acción de agente (un “sujeto”) colocado por fuera de los mismos, sino que es el resultado de su propia actividad. Esto supone, a su vez, que los sistemas poseen dos características adicionales. En primer lugar, son creativos, es decir, son capaces de generar nuevos órdenes de consistencias, diferentes de su estado original de equilibrio e impredecibles en él, a través de la acción de su propia actividad interna. En segundo lugar, como consecuencia de esta actividad conducente a fluctuaciones sucesivas, a estos sistemas les es inherente la existencia de un horizonte temporal más allá del cual no podemos percibir (ya sea para predecir en prospectiva o explicar en retrospectiva su comportamiento) puesto que, superado éste, toda información, toda memoria de su situación original, se ha perdido irremediablemente.

Lo anterior revela que estamos ante un nuevo quiebre epistémico, fundado en un concepto distinto de la temporalidad. La indeterminabilidad de los sistemas, la contingencia, ya no presupone la acción de algún agente colocado por fuera de los mismos, sino que le es una dimensión inherente. Esto se vincula, a su vez, con el concepto de metaevolución desarrollado en el campo de la biología teórica. Estudios sobre las propiedades autoorganizativas de los sistemas vivientes condujo a los chilenos Héctor Maturana y Francisco Varela a elaborar su noción medular de autopiesis. Los mecanismos de retroalimentación positiva de las desviaciones producidas en los sistemas determinan su apertura no sólo en relación con los productos de su actividad interna, sino también respecto a las propias reglas que gobiernan su desarrollo, es decir, la trascendencia de la evolución en una metaevolución (la evolución de los mismos principios evolutivos).

Más allá de las “filosofías de la conciencia”

El proyecto foucaultiano de tratar de trascender la oposición entre fenomenología y estructuralismo se vincula estrechamente a su crítica de aquello que constituye la matriz fundante de la historia de ideas: las “filosofías del sujeto” o “filosofías de la conciencia”. Éstas imaginan que el ámbito simbólico es algo que circula exclusivamente en la mente de los sujetos. Sobre este supuesto se funda, en última instancia, la antinomia de base de la historia de ideas entre “ideas” y “realidades”. Por un lado, existirían ideas autogeneradas, producidas en un mundo de idealidad pura, que preexisten a los modos por los cuales pueden circular socialmente y solo de manera subsecuente vendrían a inscribirse en realidades materiales concretas. Y por otro lado, un ámbito de realidades sociales crudamente empíricas que no se encontrarían siempre atravesadas por tramas conceptuales.

Frente al argumento que busca rescatar a la historia intelectual del reduccionismo sociológico (la visión del plano ideológico como mera emanación de lo económico-social) y que afirma la idea de la “autonomía relativa” de la esfera ideológica respecto de lo social (lo que supone que el conocimiento histórico se produce de manera aditiva, superponiendo esferas de saber: historia económica + historia social + historia política + historia intelectual), Foucault, afirmaría exactamente lo opuesto, esto es, buscaría mostrar hasta qué punto las prácticas y los discursos se encuentran estrechamente vinculados, al punto que resultan indisociables. Es decir, para él, no habría historia social que no sea historia intelectual, y viceversa, historia intelectual que no sea historia social. Toda práctica social, política o económica se sostendría necesariamente de una serie de supuestos de orden conceptual, y no se pueden modificar unos sin que se modifiquen los otros, lo que volvería fútil toda discusión acerca de cuál sería la “determinante en la última instancia”, discusión, en última instancia, insoluble, que conduce inevitablemente a una oscilación perpetua, como el caso del huevo y la gallina (los cambios ideológicos suponen cambios sociales, pero a la inversa, ningún cambio social se podría explicar si no se hubieran producido antes cambios a nivel ideológico, y así al infinito).

Esto que en el “periodo arqueológico” era su proyecto de base, en el periodo siguiente, el llamado “genealógico”, cobra forma más definida. Entonces abandona su concepto de “episteme” o de “formación discursiva” y comienza a hablar, en cambio, de “discurso”. Este término, en la acepción foucaultiana del mismo, intenta dar cuenta o hacer manifiesto otro rasgo fundamental que distingue un lenguaje de un sistema de ideas. Lo que muestra aquí Foucault es que los discursos o lenguajes, a diferencia de las ideas, no son atributos subjetivos, no remiten a la conciencia del sujeto. Ya no se trata de entender qué es lo que piensan los sujetos. No es eso de lo que se ocupa la historia intelectual. En definitiva, los lenguajes son entidades objetivas, relativamente independientes de las ideas de los sujetos, algo que está fuera de su control y de lo que ellos no son del todo conscientes. Los lenguajes cambian sin pedirnos permiso. De hecho, no sabemos cómo cambió el lenguaje político en los últimos veinte años mejor de lo que conocemos cómo cambió la política, la sociedad o la economía. Nos vemos inmersos en esos cambios, sin ser conscientes de ellos; participamos de esos nuevos lenguajes, como formamos parte también de la economía globalizada, en tanto agentes económicos, sin saber realmente cómo funciona ésta.

Un ejemplo puede servir para ilustrar esto. Solemos hablar de la secularización del mundo moderno ocurrida en el siglo XVII. Ahora, ¿qué estamos diciendo cuando afirmamos que se secularizó el mundo? ¿Decimos que la gente no cree más en dios? En realidad, no es así; la mayoría de la gente sigue creyendo en la existencia de dios. La desacralización del mundo no significó necesariamente que la gente dejase de creer en dios. Según dicen las encuestas cerca del 90% de la población mundial sigue creyendo que dios existe. Pero eso no viene al caso. Aun cuando el 100% de la gente crea en la existencia de dios, seguiría siendo cierto que, como afirmara Nietzsche, dios ha muerto. Porque esto no tiene nada que ver con las creencias de los sujetos, sino con los modos en que esas creencias pueden articular públicamente. Aun las propias ideas religiosas solo pueden hoy manifestarse y expresarse en una esfera pública ya secularizada.

Otro ejemplo explica mejor esto. Cierta vez Pierre-Simon Laplace, el astrónomo líder a fines del siglo XVIII, quien completó el sistema astronómico newtoniano, fue citado a la corte por Napoleón, quien le increpa y cuestiona que en su sistema no haya lugar para dios. A lo que Laplace responde, suscitando la sonrisa en la corte: “Esa es una hipótesis de la que puedo prescindir”. Y efectivamente era así. En esos momentos nuestras visiones sobre el mundo natural, y también nuestros sistemas políticos y sociales, ya no funcionaban sobre la base del supuesto de la existencia de dios. Éstos podrían funcionar perfectamente sin este supuesto. Es eso lo que entendemos por “secularización del mundo”. Es independiente de la conciencia y de la voluntad de los sujetos. Yo no puedo resacralizar el mundo, como sí puedo cambiar mis ideas y dejar, por ejemplo, de ser judío y volverme cristiano o musulmán, o lo que fuere. Esto es algo que está fuera de mi control y no soy del todo consciente cómo se produjo y por qué se produjo. Es algo que se produjo objetivamente en la realidad y que se impuso a los sujetos, sean o no conscientes de ello.

La idea de discurso remite a este carácter objetivo de los lenguajes. Foucault habla más específicamente de una imbricación entre el plano de lo simbólico y de las prácticas. Los discursos remiten a sistemas de prácticas, instituciones, como lo es el sistema penitenciario, etc. Son éstos los que definen las condiciones de visibilidad de los objetos, los modos de articulación de un mundo. Los discursos, pues, no son ideas del sujeto, sino que remiten a una dimensión simbólica imbricada en las propias prácticas sociales. Toda práctica pone en juego, en su mismo ejercicio, una serie de supuestos. De lo que se trata, precisamente, es de entender esos presupuestos implícitos en los propios sistemas de acciones.

Por ejemplo, esto que llevamos en nuestros bolsillos no vale nada, no es más que un papel pintado, pero aceptamos que vale lo que dice que vale. Es una ilusión, pero no es una ilusión que está en nuestras cabezas, que circula exclusivamente en la mente de los sujetos, sino una ilusión operativa en la propia realidad (de hecho, nadie tiraría sus billetes a la basura al descubrir que en sí mismos no valen nada). Lo cierto es que la economía funciona sobre la base de esa ilusión. En fin, se trata de penetrar esa dimensión simbólica constitutiva de las propias prácticas y que resulta indisociable de las mismas.

No es casualidad que quienes iniciaron la historia conceptual, como Otto Brunner o Quentin Skinner hayan sido estudiosos del Antiguo Régimen. Está claro que es imposible entender cómo funcionaba la política del periodo si no consideramos una serie de supuestos, como, por ejemplo, que la autoridad venía de Dios, que el mundo responde a un orden jerárquico que se encuentra establecido desde el plan mismo de la creación, etc. Si no tomamos en cuenta esos presupuestos, es imposible comprender cómo funcionaba la práctica política en esos tiempos. El punto es que, cuando pasamos a la modernidad, pareciera que nuestros sistemas políticos no tuvieran presupuestos, que obedecieran a una lógica racional, espontánea y natural. Lo que busca la historia intelectual es socavar críticamente ese velo de naturalidad con que nuestras prácticas políticas se nos presentan y descubrir la serie de supuestos, contingentemente articulados, que se encuentran operando en ellas. Es esto lo que Foucault intenta señalar con su concepto de “discurso”.

De allí que resulte inconsistente la crítica que realizan, por ejemplo, Paul Rabinow y Hubert Dreyfus en un libro, por otro lado, excelente, sobre Foucault, titulado Michel Foucault. Más allá del estructuralismo y la hermenéutica. En él, estos autores retoman esa definición de discurso de Foucault como el conjunto de reglas que regulan una determinada práctica para inmediatamente volver sobre la vieja antinomia entre “prácticas y discursos” (entre materialismo e idealismo) y así cuestionarle su énfasis en los discursos en detrimento de las prácticas, a las que ellos consideran más fundamentales y determinantes.20

De hecho, su propia reconstrucción del pensamiento de Foucault vuelve esta crítica absurda. Es evidente que ninguna práctica, como la práctica clínica, por ejemplo, preexiste al conjunto de reglas que la regulan, no viene primero la práctica y después las reglas que la rigen, Ya sea que éstas se encuentren o no especificadas o codificadas, no existe práctica alguna que no suponga reglas para su ejercicio. En última instancia, Rabinow y Dreyfus pierden de vista el núcleo de la propuesta de Foucault, que consiste, precisamente, en quebrar la antinomia tradicional entre “prácticas y discursos”, mostrar hasta qué punto ambos resultan indisociables.

Esto nos devuelve a su propuesta en Las palabras y las cosas, que busca distinguir los distintos regímenes de saber a fin de inscribir los sistemas de pensamiento dentro de su contexto conceptual específico, poder reconstruir los mismos a partir del suelo epistémico, del conjunto de saberes particulares sobre los que, en cada caso, se fundan. Ahora bien, estas mutaciones epistémicas son, al mismo tiempo, de orden conceptual y objetivo, algo que para la historia de ideas aparece como un oxímoron, una contradicción en los términos. Vemos aquí en qué sentido el proyecto foucaultiano de una arqueología del saber rompe con los marcos tradicionales de la historia de ideas, abriéndonos así una perspectiva más rigurosa, en términos históricos, de los sistemas conceptuales, evitando los anacronismos y los binarismos propios a aquella tradición. En este sentido, entiendo que, más allá de las críticas y revisiones a las que pueda someterse, marcó un hito crucial, un quiebre irreversible en nuestros modos de comprender la historia del pensamiento, volviendo inviable un mero regreso a las viejas certidumbres de la historia de ideas.

Referencias

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1 Michel Foucault, Las palabras y las cosas (París: Gallimard, 1966), 407.

2 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Por una semántica de los tiempos históricos.

3Libera, Archéologie du sujet I: Naissance du sujet.

4 Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, Caminos del bosque (Holzwege), pp. 63-90.

5 Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 15.

6Ibíd.

7 Foucault, La arqueología del saber.

8 Kant, Crítica de la razón pura, edición bilingüe alemán-español.

9 Jacobi, “David Hume über den Glauben, oder Idealismus und Realismus. Ein Gespräch,” en Werke, vol. ii

10 Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental

11Véase Juan Manuel Heredia, Mundología. Jakob von Uexküll. Aventuras inactuales de un personaje conceptual.

12 Lorenz, La otra cara del espejo.

13 Foucault, La arqueología del saber, p. 81.

14 Palti, Intellectual History and the Problem of Conceptual Change.

15 Simondon, L'individuation psychique et collective.

16Véase Jacques Derrida, La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl.

18 Spencer, Primeros principios.

19Esta ley probabilista puede ilustrarse, de manera intuitiva, de un modo sencillo. Si se arroja una moneda al aire tiene 50% de probabilidades de que salga cara y 50% de que salga ceca. Si se arrojan en cambio 2, las posibilidades son 25% de que salgan ambas caras, 25% de que salgan ambas ceca y 50% de que salgan una cara y una ceca. Por supuesto, en este último caso no nos interesa cuál sea cual, en la medida en que no hemos identificado las monedas. Es decir, este estado (la distribución regular de las caras y cecas) es más “caótico” a nivel “microscópico” aunque también más probable (y más estable) a nivel macroscópico”. A medida que aumentamos la cantidad de monedas, las alternativas también aumentan, pero sólo la posibilidad de una distribución regular de las caras y cecas se multiplica con ellas. De allí que, en caso de ser infinitas las monedas (o las moléculas, como en el caso de la propagación de los gases) las posibilidades de una distribución regular sean infinitamente superiores a las de cualquiera otra variante intermedia. Y también el más indeterminado, es decir, el que nos brinda menos información de su conformación a nivel microscópico. Ya no podemos identificar cómo se han distribuido las moléculas, lo cual carece de toda estructura. Las moléculas ya no forman cadenas, redes o lo que fuere, no podemos descubrir ningún patrón en la configuración interna del sistema.

20 Rabinow y Dreyfus, Michel Foucault. Más allá del estructuralismo y la hermenéutica, p. 67.

Recibido: 04 de Marzo de 2023; Revisado: 30 de Mayo de 2023; Aprobado: 20 de Junio de 2023

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