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Medicina y ética

versión On-line ISSN 2594-2166versión impresa ISSN 0188-5022

Med. ética vol.29 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2018  Epub 21-Ago-2023

 

Artículos

Cuerpos y razones. Nietzsche y la complejidad de lo humano*

Paolo Scolan** 

** Universidad Católica del Sacro Cuore, Milán.


Resumen

Las múltiples observaciones de Nietzsche en torno al cuerpo representan sin duda un punto hermenéutico fundamental en el ámbito de la reflexión moral sobre el tema de la corporeidad. Al mismo tiempo, la reconstrucción de su pensamiento sobre este delicado argumento constituye un banco de prueba decisivo para reconsiderar críticamente la razón, intentando replantear su posición al interior del mundo de lo humano. El leitmotiv del cuerpo une firmemente entre sí las ásperas críticas que Nietzsche dirige a la civilización occidental, la cual, desde Sócrates en adelante, ha visto el predominio de una racionalidad abstracta y calculadora en detrimento de una razón encarnada y más humana. De los escritos juveniles a los de la madurez, de Zaratustra a los últimos pamphlet polémicos, pasando por la miríada de los fragmentos póstumos. Diseminado en casi todas sus obras y extendido en un arco temporal de casi veinte años, su interés por la dimensión corpórea de lo humano no pierde nunca tensión.

Palabras clave: Nietzsche; cuerpo; corporeidad; Zaratustra

Abstract

Nietzsche’s various observations about the body, represent without a doubt a fundamental hermeneutic crossroad in the area of the moral reflection on the topic of corporeity. At the same time, the reconstruction of his thoughts on this delicate subject, constitutes a decisive test bed for critically re-thinking reasons, seeking to review his position within the world of the humane. The leitmotif of the body, firmly binds to one another, the harsh critiques that Nietzsche sends to the Western civilization, which, from Socrates onward, saw the dominance of an abstract and calculating form of rationality, to the detriment of an incarnated and more humane reason. From the early writings to the mature ones, from the Zarathustra to the last polemical pamphlets, through the myriad of posthumous fragments. Scattered around almost all of his works and stretching over almost twenty years, Nietzsche’s interest in the corporeal dimension of the humane, never loses tension.

Key words: Nietzsche; corporality; Zarathustra

«¡Cuán fríos y extraños están todavía los mundos descubiertos

por la ciencia! ¡Cuán diverso, por ejemplo, es el cuerpo como

nosotros lo sentimos, vemos, palpamos, tememos, admiramos,

y el “cuerpo” como nos lo enseña el anatomista!»

(F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, 1881-1882, 14[2])

«La credibilidad del cuerpo es la sola base según la cual se

puede apreciar el valor del pensamiento»

(F. Nietzsche, Fragmentos póstumos,1884-1885, 39 [18])

1. El cuerpo de Nietzsche. Entre sufrimiento y potencia

A primera vista, el fuerte impulso filosófico ínsito en la temática de la corporeidad aparece de inmediato flamante por la imagen del cuerpo vivido por el mismo Nietzsche. Él es bien consciente que en su persona se manifiesta una condición corpórea ambigua, siempre en vilo entre la vida y la muerte. Su físico se ha debatido trágicamente entre la enfermedad y la salud, marcado indeleblemente por el sufrimiento pero al mismo tiempo imprevisible fuente de energía. Un convaleciente y un viandante, por usar dos términos con los cuales Nietzsche ama describir su Zaratustra.

La primera cosa que surge recorriendo la vida de Nietzsche es la de estar frente a un individuo con un cuerpo verdaderamente débil. Desde joven edad -como refieren numerosas cartas mandadas a la familia del colegio de Schulpforta- sufre ataques de náusea y vómito, fuertes migrañas y trastornos de la vista, problemas de estómago e intestino. Un estado de salud enfermizo que lo acompaña por toda la existencia. Lo obliga, desde muchacho, a transcurrir enteras jornadas en cama y a oscuras. Lo fuerza, a poco más de treinta años, a renunciar a la Universidad de Basilea y a perseguir continuamente climas más favorables donde habitar. Lo condena, en fin, a la degeneración mental y a la muerte prematura.

Un cuerpo enfermo, por tanto, que lo tiene cotidianamente prisionero de sí mismo. Pero al mismo tiempo un organismo exuberante y creativo. Hay días en que su fisicidad libera energía y vitalidad. Un extraordinario dinamismo, del cual el mismo Nietzsche parece maravillarse y que no tarda en cristalizar en varios pasajes de sus obras, como en esta anotación autobiográfica de The Gay Science: «He compuesto una parte del Zaratustra durante la fatigosísima ascensión de la estación al maravilloso pueblo moro de Eza, anidado entre las rocas, tenía yo siempre mi máxima soltura muscular cuando la más rica fuerza creativa corría por mí. El cuerpo está entusiasmado: dejamos el “alma” aparte […]. Frecuentemente me han visto bailar: era capaz, entonces, de subir por los montes por siete, ocho horas, sin sentir nunca ninguna sensación de cansancio. Dormía bien, reía mucho mi vigor y mi paciencia eran perfectos» [1, pp. 65-66].

Un cuerpo como por arte de magia curado y restablecido. Precisamente durante aquellas estancias de playa y de montaña que obligan al metereopático Nietzsche a escapar por toda la vida de la tan odiada llanura de las ciudades alemanas. En la fresca Sils-Maria, en Alta Engadia, en verano. En la apacible riviera de Liguria o en la costa azul, en invierno. En algunas jornadas de estos periodos su cuerpo rebosa inesperadamente de óptima salud y parece, junto al pensamiento, milagrosamente regenerarse.

Nietzsche es consciente de que de una corporeidad con tan buena salud se reactivan también los pensamientos. En estos intervalos donde el organismo funciona a la perfección se relanza aquella inspiración filosófica que, durante los momentos oscuros de sufrimiento, parecía detenerse y menguar. Después de todo, para él estos nuevos pensamientos no son una cosa diferente del cuerpo, sino que llevan en ellos sus características más bellas y saludables. “Pensamientos nacidos caminando” -“ergangene Gedanken”- como anota en el Crepúsculo de los ídolos. “Pensamientos caminantes”, sería mejor traducir permaneciendo más fieles al original alemán y, seguramente, a la intención del autor. Pensamientos vagabundos que tienen cuerpo, que son cuerpo. Un cuerpo en forma. Pensamientos nunca holgazanes y “sedentarios”, sino siempre dinámicos y “en movimiento” [3, pp. 5-7]. Los únicos que, para Nietzsche, cuentan verdaderamente y que pueden por tanto dar origen a una verdadera y sana filosofía.

2. Filosofar, tergiversar

La vivencia del propio cuerpo enseña a Nietzsche que, cuando se tiene que ver con lo humano, cuerpo y pensamiento no pueden nunca estar separados. Él es consciente de que en la historia de la humanidad todo, en el bien y en el mal, depende de la corporeidad: el cuerpo es «el mejor consejero» al cual apelar «para distinguir aquello que se ha logrado de aquello que no». De la religión a la metafísica, del arte a la música, de la política a las relaciones cotidianas: toda cosa sobre la cual los hombres han edificado en el curso de los siglos su propia existencia no es otra cosa que «un síntoma de lo corpóreo» [5, 25 (407)]. Se vuelve así «esencial», para Nietzsche, «partir del cuerpo y utilizarlo como hilo conductor» de la propia investigación [6, pp. 259-262].

En el prefacio de La ciencia alegre, intenta abrazar con una mirada todo el pensamiento occidental y sacar conclusiones de aquello que ha sido hasta ahora el filosofar. Afirma «haberse preguntado con bastante frecuencia» si precisamente toda «la filosofía» -de Sócrates a Platón, del Cristianismo a Descartes, del idealismo «hasta llegar al día de hoy»- «no ha sido principal y solamente una explicación del cuerpo». La respuesta que Nietzsche da a este su interrogante es afirmativa: de este cálculo completo resulta que el cuerpo es la única clave hermenéutica con la cual penetrar en lo íntimo de toda manifestación filosófica y cribar su atendibilidad.

En el mismo pasaje de La ciencia alegre agrega de inmediato una puntualización: «y su tergiversación». Explicación del cuerpo, por tanto, pero sobre todo su tergiversación. Un inciso con el cual el sentido general de la frase sufre un brusco viraje. El señalamiento en cursiva es autógrafo y no deja dudas sobre dónde quiere llevar Nietzsche su propia reflexión: los hombres no han entendido nada del cuerpo. Esta interpretación de lo corpóreo sobre la cual se yergue toda la filosofía no es tan trasparente, sino encierra una mistificación. Oculta una especie de equívoco originario que ha terminado por desacreditar el cuerpo y ponerlo en segundo plano, haciendo tomar su lugar a algo que cuerpo no es.

Con fino método genealógico, Nietzsche descubre que tras bambalinas del «extravagante» escenario de la «metafísica», especialmente cuando sus actores intentan «responder a la pregunta sobre el valor de la existencia», se encuentran siempre los síntomas del «cuerpo». Tanto de cuerpos vitales y plenos de energía, con «su éxito, su plenitud, potencialidad, dominio de sí»; como de cuerpos fatigados y resentidos, con «sus inhibiciones, cansancios, degradaciones, su presentir y querer el fin». «Detrás de los supremos juicios de valor, por los cuales hasta hoy ha sido guiada la historia del pensamiento, están escondidas tergiversaciones de la condición corpórea». Este malentendido lleva en su interior un mecanismo hipócrita, una práctica para Nietzsche tan mezquina «como para poner los pelos de punta». Mientras parece dar más valor a la corporeidad, en realidad conduce hacia su olvido. El cuerpo no es acogido por los hombres en toda su carnal y caduca tragicidad, sino es solapadamente «revestido con la capa de lo objetivo, de lo ideal, de lo puramente-espiritual» [8, prefacio; 9, pp. 275-276; 10, pp. 489-490].

3. Cuerpos fragmentados, hombres empobrecidos

El tema del cuerpo apasiona a Nietzsche desde la edad juvenil, periodo en el cual su fuerte interés por Schopenhauer está unido al entusiasmo por la lectura de Hölderlin y por la asiduidad de Wagner. En un pasaje de El drama musical griego, texto de una conferencia tenida en 1870 en la Universidad de Basilea, salen a la luz estas dos sensibilidades. La temática del cuerpo, de matriz schopenhaueriana, es puesta en relación con la crítica a la fragmentación y con el ideal de “hombre total”, mutuadas por Hölderlin y por Wagner. En esta breve obra juvenil dedicada al mundo griego, el filósofo Nietzsche arremete una dura crítica a los hombres de la civilización moderna, afirmando lapidariamente que ellos están «reducidos a fragmentos». Esta aberrante condición de fragmentariedad viene a la luz precisamente por su misma corporeidad. «Partidos en fragmentos», ellos «no son ya capaces de gozar de algo como hombres completos», si bien logran realizar experiencias «sólo como hombres parciales»: «a veces como hombres que disponen sólo del oído, otras como hombres que poseen solamente la vista, etcétera». La lengua alemana de Nietzsche resulta todavía más incisiva y punzante. “Ohrenmenschen” (“hombres oído”), “Augenmenschen” (“hombres ojo”), y así sucesivamente: seres que a causa de la hipertrofia de una sola parte de su cuerpo se transforman ellos mismos en aquel órgano [11, pp. 8-9].

Esta situación que caracteriza la modernidad marca indeleblemente al joven Nietzsche, al grado de que el interés hacia el tema mismo de la fragmentación de lo humano lo acompañará toda la vida. Más de diez años después de aquella conferencia, él redacta un entero capítulo del segundo libro de Así habló Zaratustra, titulado De la redención, centrándolo sobre el tema de matriz hölderliniana de la laceración humana y de su correspondiente pérdida de unidad. En la ciudad de los hombres el profeta Zaratustra encuentra en un cierto punto los «tullidos al revés», en los cuales el cuerpo se vuelve el símbolo de una desarmonía que abarca al hombre en sus diversas facultades. En la grotesca exageración de sus facciones físicas, también estos estereotipos representan el testimonio de cómo la deformidad espiritual de los hombres modernos se revela ya a partir de su propio cuerpo.

Nietzsche denuncia cómo en estos personajes extravagantes se manifiesta una lógica tan paradójica cuanto mezquina: también la fragmentación puede revelarse como unidad. Ellos están sí divididos, pero aparecen increíblemente como individuos unitarios. La disgregación ha afectado en tal profundidad su ser que transfigura toda su persona en un único fragmento de ellos mismos. Es ésta, para Nietzsche, la cosa más «repugnante»: desaparecida la totalidad, cada parte se vuelve a su vez un todo. El hecho más grave no es la división en cuanto tal, sino la modalidad con la cual es ostentada: además de tener imperfecciones y mutilaciones, estos seres se hacen hipócritamente pasar por hombres enteros. El “hombre parte” no sólo huye del ideal de unidad, sino que lleva en sus entrañas una solapada impostura: quiere aparecer como “hombre entero”. Un engaño que le permite camuflarse y eludir la sociedad, haciéndose pasar por lo que en realidad no es: el «pueblo» dirá a Zaratustra que el ser con el cual tiene que ver «no sólo» es «un hombre», sino «un gran hombre», incluso «un genio».

Zaratustra desmiente la hipócrita pretensión de estos seres humanos, desenmascarando su falsa unidad: en verdad, ellos son sólo «fragmentos y miembros de hombres». A primera vista él ve «una oreja grande como un hombre», pero poniendo más atención, descubre que «bajo la oreja se mueve una cosilla pequeña y mísera, difícil de provocar piedad»: el «débil vástago» sobre el cual se «apoya» la «oreja monstruosa» es un «hombre». Nietzsche los llama «tullidos al revés», precisamente porque tienen «demasiado poco de todo» y «demasiado de una cosa sola»: «no son nada más que un gran ojo, una gran boca, un gran vientre o alguna otra cosa grande». Su desarrollo es unilateral, en cuanto potencian hipertróficamente un único órgano en detrimento de los otros, se vuelven «hombres a los cuales les falta todo». Humanos empobrecidos -recuerda Giovanola-, que se realizan, y al mismo tiempo se agotan, en una sola dimensión de su existencia, en detrimento de su entereza y complejidad [12, De la redención; 13, pp. 217-218].

4. Cuerpos cristianos, cuerpos morales

4.1 Dinámicas cristianas/platónicas

La meditación de Nietzsche en torno a la temática del cuerpo intercepta muy pronto, como se puede esperar, uno de los mayores objetivos polémicos de su filosofía: el cristianismo. Su experiencia con la religión cristiana está radicada ya en la infancia: criado en una familia muy devota y obligado a estudiar en el austero “colegio-convento” de Pforta, el joven Nietzsche experimenta muy pronto un sentido de disgusto en relación con la doctrina cristiana y con sus prácticas rituales. Estas impresiones juveniles se sedimentan con el tiempo en punzantes ataques que, prescindiendo de su tono frecuentemente generalista y con la vehemencia con la cual Nietzsche los arroja, tocan al vivo al cristianismo.

El cuerpo representa uno de los ejes en torno al cual rotan las polémicas hacia el cristianismo, considerado por Nietzsche una de las máximas expresiones de la civilización contra el cuerpo. Su «desprecio del cuerpo ha sido la más grande desgracia de la humanidad hasta hoy» [3, Incursiones de un inactual, § 47], despotrica en el Crepúsculo de los ídolos.

En el análisis nietzscheniano, la crítica al cristianismo va a la par de la polémica en relación con la filosofía platónica. Ser adverso al cristianismo, en particular a la interpretación de San Pablo, quiere decir para Nietzsche arrojarse directamente contra Platón, único verdadero imputado de este falso dualismo. No por casualidad en el prefacio de Más allá del bien y del mal, el cristianismo es definido por él como «platonismo para el “pueblo”» [14, Prefacio], en cuanto diluye las ideas filosóficas de Platón para reproponerlas a un público más vasto. La dialéctica paulina «carne-espíritu», de hecho, recalca en términos religiosos la escisión platónica cuerpo-alma, de proveniencia órfico-pitagórica. A un cuerpo de carne se opone un alma espiritual. Y como en la filosofía platónica el cuerpo es la tumba del alma, así para la doctrina cristiana «en la carne habita la culpa».

En consecuencia, para los cristianos el cuerpo debe «ser alejado», en cuanto «la carne actúa sobre el espíritu» y el cuerpo termina por desfigurar el alma [15, 4 (162), 4 (164)].

Los cristianos son para Nietzsche «desventurados intérpretes» del cuerpo. Lo consideran un «fenómeno moral-religioso», elevándolo indebidamente y atribuyéndole connotaciones que en realidad no le pertenecen. Detrás de este comportamiento alberga su gran perturbación en relación con el cuerpo. Ellos son incapaces de vivir en la finitud: su molestia hacia el mundo sensible los hace retroceder atemorizados frente a su cuerpo. No entienden este extraño ser, esta «máquina con una casualidad tan desconocida» que escapa a su reductiva idea de razón y a la cual quieren a toda costa encontrar un sentido que los tranquilice. Los cristianos realmente no logran aceptar el cuerpo así como es, sino anhelan siempre ir más allá de este mundo, desacreditando en consecuencia todo aquello que de él se deriva. No logran concebir que la pureza de su Dios y de sus valores esté unida a algo que «proviene del estómago, de los intestinos, del latido cardiaco, de los nervios, de la bilis, del esperma -de todos aquellos trastornos, aquellas debilidades, aquellas sobreexcitaciones». Deben encontrar a fuerza una razón detrás de toda cosa: son curiosos por vislumbrar, en definitiva, si detrás de esta carne «está Dios o el diablo, el bien o el mal, la salvación o la condenación» [16, § 86].

4.2 Lógicas de resentimiento

En el punzante análisis trazado por Nietzsche en El anticristo, el cristianismo ha puesto en acto una lógica de desmantelamiento del mundo de la corporeidad que se difunde en un doble movimiento. Por un lado, los cristianos sobreestiman los valores del cuerpo para demolerlo y afirmar paralelamente la salud del alma. Por otro, intentan por todos los medios poner ágilmente remedio a tal destrucción, buscan edificar sobre el disminuir de la condición corpórea un postizo concepto de perfección. Un doble recorrido con el cual Nietzsche quiere demostrar la autocontradictoriedad del cristianismo: precisamente en el momento mismo en el cual hace la guerra al cuerpo, la religión cristiana parece, en sustancia, depender de él cada vez más.

Inicialmente, para Nietzsche el cristianismo abate sin medios términos todo aquello que de corpóreo encuentra en su propio camino. Los cristianos experimentan sentimientos de «rivalidad, odio, desprecio, mortal enemistad» contra toda cosa que abarque el reino de lo corpóreo: contra la «carne», la tierra, los «sentidos» y, en general, contra la «alegría» misma. Toda realidad particular que lleva en sí la mínima huella de una pertenencia a la esfera de la corporeidad es por ellos completamente rechazada. Los cristianos pretenden, en definitiva, «dejar el cuerpo y querer solamente el alma» [17, § 21].

Consciente de su propia debilidad e inferioridad, la religión cristiana se vale de la insidiosa arma del resentimiento, mediante la cual emprende astutamente una radical inversión de valores que desembocará en una total declinación de la corporeidad. Los «cristianos» reniegan del cuerpo, «haciendo» de la insuficiente nutrición un “mérito”, combaten, en la salud, una especie de enemigo, de diablo, de «tentación». Ellos «son reproches vivientes, como si salud, cuerpo bien logrado, fuerza, orgullo, sentido de potencia sean ya en sí cosas reprobables, para las cuales se deba un día amargamente expiar». En su invertida tabla de valores morales: «es bueno aquello que los hace enfermos»; «malvado», en cambio, «es aquel que procede de la plenitud, de la sobreabundancia, de la potencia». De esta cruenta batalla, el «cuerpo» saldrá disminuido y malmermado: el cristianismo ha logrado reducirlo a un «cadáver», destinado a la putrefacción.

Luego de esta perversa transvaloración, la religión cristiana se da cuenta de que, mientras ha ganado en detrimento del cuerpo la existencia de un alma espiritual, ha irremediablemente perdido el terreno en el cual hacerla vivir. Según Nietzsche, los cristianos deben entonces autoconvencerse de cómo es posible llevar por ahí un “alma perfecta” en este cadáver de cuerpo, sintiendo por esto la necesidad de prepararse un nuevo concepto de “perfección”, una condición exangüe, enfermiza, fanática en manera idiota, la así llamada “salud”. Habiéndose dado cuenta del daño irreversible que han hecho a su cuerpo, intentan transferir las condiciones de salud física que les pertenecían al nuevo concepto de alma. Con ella han querido crear un nuevo modelo de perfección, que sin embargo se encuentra ahora sin un lugar donde poder habitar. Todo aquello que queda del «cuerpo» no es de hecho otra cosa sino algo «depauperado, agotado, incurablemente deteriorado» [17, §§ 51-52; 18, III, § 14; 19, pp. 15-16].

4.3 Moralistas vampiros

El cristianismo no está sólo en la lucha contra el cuerpo, sino que encuentra en la moral uno de sus más fieles aliados. También ella representa, a los ojos de Nietzsche, una de las principales responsables de la profunda degeneración de la esfera de lo corpóreo. «¡Fuera del cuerpo!», retumbaban en coro los moralistas. También para ellos, como para los cristianos, el cuerpo es una realidad de la cual «liberarse» y escapar lo más pronto posible. Eso pertenece a los «sentidos», fuente de «engaño» y de «ilusión»: no es otra cosa sino un «miserable, descarado e inmoral estafador que engaña sobre el mundo verdadero, no haciendo percibir las cosas como son realmente» [3, La razón en la filosofía, § 1].

Para expresar en modo más incisivo la lógica de la moral, en Ecce homo Nietzsche utiliza la imagen del vampiro. Una metáfora lograda, que refleja bien e inmediatamente la idea del modo de actuar de la ética. Precisamente como los vampiros, la ética cosecha sus víctimas «chupando» la sangre del cuerpo: vuelve este cuerpo «anémico» y, en poco tiempo, lo priva de la «vida».

La moral realiza estos delitos inventándose una peligrosa red de conceptos en oposición a la dimensión corpórea, que luego utiliza para desacreditar la existencia. Según Nietzsche, los predicadores de la moral han «aprendido a considerar como algo impuro aquello que es el presupuesto de la vida», «fingiendo la existencia de un “alma” y de un “espíritu” para mandar a la ruina al cuerpo». Los moralistas se oponen al cuerpo a través de la creación de un vocabulario espiritual, que contiene expresiones como «“Dios”, “más allá”, “mundo verdadero”, “alma”, “espíritu” y en fin también “alma inmortal”». Palabras de la tradición filosófica occidental que para Nietzsche encuentran su «aterradora unidad», en el coaligarse contra un enemigo común, «el cuerpo, con el fin de desprestigiarlo y volverlo enfermo». Con estos «conceptos, creados en oposición a la vida», los predicadores de la moral «devalúan el único modo que existe y no dejan a la realidad terrena ninguna razón». Una inversión de valores totalmente radical que incluso la «salud», desde siempre tan ligada al cuerpo, cambiará de nombre para llamarse «salvación del alma».

Esta acción vampiresca es para Nietzsche no sólo «dañina y maligna», sino «astuta» y «subrepticia», porque esconde en sus vísceras una doble lógica «engañosa». Por una parte, la ética ofrece hipócritamente su «vampirismo» como la «verdad», como un «sagrado pretexto para “mejorar la humanidad”». Los moralistas pretenden estar en lo justo y, mediante estas abstracciones de poco fiar contra el reino de lo corpóreo, se arrogan el derecho de mejorar a los hombres. Los espolean cotidianamente para volverse más buenos, más virtuosos, más altruistas, más racionales, como si carentes de moral ellos fueran menos humanos. Por otra parte, y esto espanta aún más a Nietzsche, «la contranaturaleza misma ha tenido los honores supremos en cuanto moral y ha seguido pesando sobre la humanidad bajo la especie de ley, de imperativo categórico». Todos los valores trasvalorados por los moralistas en su batalla contra el cuerpo han subido de inmediato a los honores de la ética, incidiendo sobre la existencia de los hombres como una verdadera y propia ley moral. Lo que para ellos debería dar un sentido y una dirección a la vida humana es algo que, paradójicamente, está contra la vida misma [1, §§ 7-8].

5. Sacrilegios del cuerpo

5.1 Metafísicos/despreciadores

En Así habló Zaratrustra, Nietzsche hace converger todas sus reflexiones sobre el tema de la corporeidad, llevándolas a un nivel de mayor conciencia crítica y donándoles una forma nueva y experimental. En verdad su escritura narrativa y simbólica, en ciertos aspectos misteriosa y casi iniciática, no ayuda a distinguir en el texto un pensamiento coherente y sistemático sobre la corporeidad. El hecho es que las imágenes presentes en la obra, tan vivas y estimulantes, nos dicen mucho más que muchas palabras, ofreciéndonos de golpe una articulada fenomenología de los cuerpos humanos.

En su viaje a través de la ciudad de los hombres, Zaratustra se topa con aquellos que habitan un mundo detrás del mundo (los Hinterweltler, o bien los metafísicos según la etimología alemana del nombre [20, p. 12; 21, p. 133]) y con los despreciadores del cuerpo. Dos encuentros narrados por Nietzsche en la primera parte de Así habló Zaratustra en rápida sucesión: uno después del otro, una secuencia para nada casual. En sus comentarios a Zaratustra, Pieper y Gerhardt concuerdan al considerar que, en estos dos capítulos, Nietzsche ha querido sin duda subrayar la estrechísima relación que transcurre entre los despreciadores del cuerpo y los metafísicos [22, p. 149; 23, p. 138]. Habitar detrás del mundo equivale para él a franquear el mundo terreno, y por tanto a despreciar el propio cuerpo.

Así se pronuncia Nietzsche respecto a los despreciadores: «¿Qué cosa es lo que ha creado el apreciar y el despreciar y el valor y la voluntad? El cuerpo creador ha creado para sí apreciar y despreciar, ha creado para sí el placer y el dolor. El cuerpo creador ha creado para sí el espíritu, y una mano de su voluntad. Incluso en la locura de su desprecio, despreciadores del cuerpo, ustedes sirven a su cuerpo» [12; 24, pp. 65-66].

Y así Zaratustra respecto a aquellos que construyen moradas ultramundanas: «Sé, incluso demasiado bien en qué cosa ellos creen más que nada. En verdad no en mundos detrás del mundo: sino también ellos creen en el cuerpo más que en nada, y su propio cuerpo es para ellos la cosa en sí. Estos ingratos imaginan ser raptados de su cuerpo y de esta tierra. Pero ¿a quién debían el espasmo y el éxtasis de sus raptos? Al cuerpo y a esta tierra» [12].

Estas dos categorías antropológicas parecen ligadas a un delgado hilo rojo, una especie de lógica común que Nietzsche trae a la luz. Ambas están unidas por la imposibilidad de prescindir, en todo pensamiento y en toda acción, del propio cuerpo. Tanto en la denigración del cuerpo como en la creación de mundos ultraterrenos no pueden descartar referirse, aun en el desprecio, a su estrato corpóreo. Tales personas se miran a los ojos y se reconocen, como si estuviesen delante de un espejo. Los despreciadores del cuerpo habitan un retro-mundo y pertenecen al ejército de los metafísicos. Éstos, a su vez, ven su propia imagen reflejada en aquélla de los despreciadores, en cuanto las fantasías metafísicas en las cuales se enajenan dependen inexorablemente del reino de lo corpóreo.

Todo, para Nietzsche, nace del cuerpo: de la creación más fantasiosa al más ácido de los desprecios. Los metafísicos y los despreciadores viven en una extraña situación de la cual no pueden salir y que los atrapa en una eterna paradoja, obligándoles al final a dar involuntariamente razón a aquello que quisieran abandonar y denigrar. Su idiosincrasia de la dimensión corpórea está fatalmente destinada a autodestruirse -pone en evidencia el juez-, en cuanto también ésa deriva del cuerpo. La claustrofobia del cuerpo que se desprecia a sí mismo se funda sobre la fantasía de salir de algo que, en realidad, constituye su esencia más íntima [25, p. 59].

A través de la descripción de estos personajes Nietzsche nos entrega la imagen de una metafísica espuria, no originaria, salida de un subterfugio en relación con el cuerpo. Ellos han «arrojado su ilusión más allá del hombre»: han duplicado el único mundo existente, creando el cielo ficticio de la metafísica y llenándolo de «dioses» imaginarios. Pero incluso la limpidez de su lenguaje proviene y depende de lo corpóreo: los discursos sobre las abstracciones del mundo terrestre y sobre la pureza de los cielos no son sino una proyección del cuerpo. «También cuando se inducen a poetizar y fantasear y revolotear aquí y allá con las alas despedazadas, hablan del cuerpo y quieren el cuerpo» [12; 9, pp. 300-301; 22, p. 132].

5.2 Cuerpos/prisiones

Con las imágenes espectaculares de los metafísicos y de los despreciadores, Nietzsche ha trazado el cuerpo como faceta última e imprescindible de la dimensión humana. Tanto en la creación de mundos detrás del mundo, como en la intolerancia hacia su propia persona física, los hombres encontrados por Zaratustra no pueden prescindir del cuerpo y están obligados a depender totalmente de él. Este horizonte estructural en el cual ellos están atrapados, tiene para Nietzsche un agarre tan totalizante sobre lo humano que desemboca en dos situaciones extremas y paradójicas, tanto antitéticas como, ambas, dramáticas. La primera es la imposibilidad de desembarazarse del propio cuerpo enfermo; la segunda es la pérdida de la fisicidad de este mismo cuerpo.

Así se pronuncia Zaratustra acerca de la imposibilidad para el hombre de evadirse de su propia condición corpórea: «Mas para ellos es una cosa enfermiza: y con gusto quisieran salir de sí. Por tanto, escuchan a los predicadores de la muerte y predican, ellos mismos, mundos detrás del mundo. Enfermos y moribundos eran aquellos que despreciaban el cuerpo y la tierra e inventaron las cosas celestes: ¡pero incluso éstas las habían obtenido del cuerpo y de la tierra!» [12].

Nietzsche representa a los metafísicos y a los despreciadores como portadores de un cuerpo enfermo, destinado fatalmente al «ocaso». Ellos viven en su propia piel una condición desesperada: están totalmente subyugados por una dimensión nihilista pasiva, a causa de la cual su corporeidad ha perdido sus propias funciones vitales y «ya no puede hacer aquello que por encima de todo quisiera, es decir crear por encima de sí». Su cuerpo es explicado en modo autorreferencial sobre sí: mira sólo a sí mismo, incapaz como es de trascenderse y de reinventarse. Un cuerpo que, para Nietzsche, no tiene ya nada qué decir: no es ya capaz de renacer y no quiere otra cosa que «alejarse de la vida y morir».

Incapaces de aceptar la existencia, estos personajes son conscientes de su trágica condición y quisieran a toda costa «decir adiós a su propio cuerpo». Sin embargo, el drama es que mientras más quieren ellos decaer y abandonar su dimensión corpórea, más se dan cuenta de la imposibilidad de este gesto. Son víctimas de un círculo vicioso del cual no logran salir, «encolerizándose» por tanto «contra la vida y la tierra». Llenos de «envidia» y de «desprecio», dan continuamente «torcidas miradas» a este su «cuerpo enfermo». Su intento -sostiene Casini- es tan desesperado cuanto fantástico y paradójico, destinado a caer en el vacío. Ellos tienen un cuerpo del cual, quizá, quisieran de inmediato desembarazarse, pero del cual son inexorablemente prisioneros. Sienten su peso, se dan cuenta de su estorbosa fisicidad. Pero no pueden liberarse de él de una vez por todas, obligados a llevárselo consigo como cárcel ambulante [12; 8, Prefacio; 9, pp. 300-301; 26, p. 86].

La segunda declinación de la paradoja es individualizada por Nietzsche en la pérdida de la materialidad del cuerpo. Los milagros de los metafísicos y las proyecciones de los despreciadores, debidas a un exceso de «sufrimiento, incapacidad, ilusión, cansancio», llevan a su cuerpo a «desesperase de sí mismo y de la tierra», y, en consecuencia, a desmaterializarse y a perder su propia fisicidad. Este cuerpo tan pesado y estorboso, en tal modo estático como para parecer en cierto sentido ya cadavérico, se vuelve de improviso inmaterial y espiritual.

La condición patológica que ahora aflige a tales personajes es invertida respecto a la precedente, pero igualmente grave y en un cierto sentido mucho más angustiosa. Incluso en el mundo del espíritu, donde se han plasmado con sus propias manos, estos seres humanos no logran sentirse verdaderamente libres. Nietzsche ve su cuerpo atrapado en una cárcel espiritual, etérea, hecha de cadenas y barras ya no tangibles pero igualmente rígidas y trituradoras. Estos «enfermos» y «moribundos» viven en la tremenda pesadilla de un “cuerpo incorpóreo”: desmemoriados de su origen corpóreo, parecen renegarlo continuamente en detrimento de la pureza del cielo de la metafísica. Sus «dedos» se vuelven «espíritu», con los cuales «palpan las paredes últimas» de la realidad, para entender en qué punto «ahondar» e ir más allá de este mundo. Horadan con la cabeza, la última parte física que les queda, los muros de su casa terrestre para «fijarla en la arena de las cosas del cielo, un mundo deshumanizado e inhumano, un nada celeste» [12; 23, pp. 139-140; 22, pp. 140-141].

6. Cuerpos/almas. Lógicas de primado

6.1 La mentira originaria

La revisión de la historia de la filosofía realizada por Nietzsche a través del fil rouge (hilo rojo) del cuerpo va directa a las raíces del antiguo dualismo alma-cuerpo. Su revaloración de la corporeidad desenmascara las lógicas del primado: el alma es aquel soplo vital que da la vida al cuerpo, con el cual instaura desde siempre una relación de hegemonía. Ésa asume el monopolio de la vida y de la perfección, frente a un cuerpo que, sin ella, se reduce a un cúmulo de inerte materia sensible.

A través de su procedimiento histórico-genealógico, Nietzsche excava a fondo en el pasado de los hombres para desenterrar el error que éstos han cometido al dar consistencia y valor al «alma».

Ellos han «creído que a las palabras debiese corresponder algo» [28, 24 (79)]. Un malentendido con el cual el ser humano dona inevitablemente la existencia a realidades que existen solamente en su intelecto. Nietzsche se remonta a los albores de esta distorsionada visión dualista, atribuyéndole la culpa originaria a Platón, el cual «ha separado netamente los sentidos de la razón, como si se tratase de dos facultades completamente distintas». Haciendo esto, no sólo «ha destruido el intelecto como tal», sino que también «ha estimulado aquella separación del todo errónea entre espíritu y cuerpo». Una funesta herencia que pesa sobre todos aquellos que han venido «después de él»: un pecado original que «grava como una maldición sobre toda la filosofía» [11, § 10; 27, pp. 7-9].

Tal dinámica de la supremacía de lo espiritual ha representado por siglos un verdadero y propio sistema totalitario, del cual ha sido imposible salir. Nietzsche no esconde el hecho de cómo el «alma» desde siempre ha representado «un pensamiento tan misterioso como atrayente, del cual con razón los filósofos se han separado contra su voluntad». Después de todo, no era fácil «trocar» la pureza de un alma espiritual con la incertidumbre de un cuerpo hecho de carne e impureza humanas [6, 36 (35)].

Nietzsche encuentra este modo de entender la relación almacuerpo en las palabras del «funámbulo» del Prólogo de Zaratustra. El acróbata se presenta sobre una cuerda a los ojos de la multitud de la plaza, cuando de improviso «pierde el equilibrio» y se «estrella en el suelo». «Su cuerpo maltrecho y despedazado, pero aún no muerto» cae precisamente cerca de Zaratustra, el cual se siente interpelado por el infortunado equilibrista con estas palabras: «Sabía desde hace tiempo que el diablo me habría puesto la zancadilla. Ahora me lleva al infierno». Zaratustra le responde cínicamente: «Las cosas de las cuales hablas no existen. Tu alma estará muerta antes del cuerpo» [12, Prólogo, § 6]. El funámbulo representa a aquel que no logra ir más allá de las creencias tradicionales. Parece todavía demasiado ligado a aquel dualismo «falso y popular» que «separa y contrapone alma y cuerpo». Un modo de concebir lo humano que tiene, para Nietzsche, una «tosquedad antifilosófica» [29, § 21].

6.2 El precio del primado

De nuevo, en el prólogo de Así habló Zaratustra, Nietzsche polemiza contra todas aquellas filosofías de matriz platónico-cristiana y cartesiana que postulan un primado del alma sobre el cuerpo. Corrientes que se traducen en las praxis cotidianas de ascesis, predicación y moralismo menudo. Él acusa sin medios términos a estos predicadores y moralistas de haber promovido una neta supremacía del alma sobre el cuerpo. Ellos han logrado incluso invertir la lógica platónica del cuerpo como prisión del alma: ahora el verdadero prisionero es el cuerpo, secuestrado por un alma que ha asumido el rol del carcelero.

En este indiscutido predominio del alma sobre el cuerpo Nietzsche ve en acción una lógica hipócrita. Este primado no es originario, sino está fundado sobre la reacción y sobre la denigración del propio contrario. «El alma» vive a espaldas de su propio enemigo, el «cuerpo», obteniendo la prioridad porque «lo mira con desprecio». Ésa lo tortura, «lo quiere macilento, horrible, hambriento». «Piensa poderse escapar de él» para buscar confirmar su propia pureza y transparencia: parece como si, para lograr afirmar su propia identidad, deba tener siempre necesidad de desacreditar todo aquello que no es espiritual.

Para Nietzsche, sin embargo, este violento y solapado desprecio ascético se vuelve en contra del alma misma, haciéndole asumir, al final, las mismas semblanzas de aquello que quiere combatir: «esta alma está también ella macilenta, horrible y hambrienta». Una irónica broma del destino que dará vida a un alma de «cruel voluptuosidad», la cual quiere a toda costa permanecer joven y pura, sin darse cuenta de que, detrás de su propia apariencia, se está volviendo en realidad cada vez más vieja y pútrida.

El precio a pagar para cumplir el pacto del primado es altísimo no sólo para el alma, sino también para el cuerpo. Será precisamente este último quien deberá «manifestar» los signos del «alma»: un cuerpo horrendo y en descomposición, espejo de un alma envuelta en «indigencia, escoria y miserable bienestar» [12, Prólogo, § 3]. La macabra lógica de la espiritualidad no deja escapatoria al cuerpo: donde ha «dominado la espiritualidad, ha destruido con sus aberraciones» todo aquello que es corpóreo, ha «despreciado el cuerpo y todos sus instintos», lo ha «descuidado y atormentado». Este patológico ascetismo «ha creado almas lóbregas, cargadas de tensión y oprimidas». Además, las ha ilusionado con la «creencia de conocer la causa de su sentido de abyección y de poderla quizá eliminar», indicando precisamente «en el cuerpo» el objetivo sobre el cual arrojarse con brutal violencia. Procediendo así, ha terminado por «atormentar y despreciar al hombre mismo».

En sustancia, concluye Nietzsche, la causa de la degradación del alma no podía «residir» en otro lado sino en este «cuerpo», señalado con envidia por ser «cada vez más demasiado floreciente» y por tanto merecedor de toda clase de flagelación. Un cuerpo hecho callar cada vez que ose, con su fisicidad y con «sus dolores», alzar, aunque sea por un instante la voz, «elevando protesta sobre protesta contra esta continua irrisión» [16, § 39; 9, p. 299; 30, p. 8].

7. Más allá de los primados

Nietzsche quiere moverse en otra dirección, buscando abandonar la secular lógica de los primados para llegar a una dimensión completamente nueva, de total corporeidad. Sin embargo, para sobrepasar este modo de interpretar la relación entre alma y cuerpo, tiene primero necesidad de dar un vuelco al precedente primado y afrontar su opuesto, el del cuerpo sobre el alma. Él realiza este paso en el capítulo De los despreciadores del cuerpo, en el cual pone una frente a la otra dos figuras emblemáticas del primer libro de Zaratustra: el niño y la serpiente. De acuerdo con cuanto ha dicho Nietzsche pocas páginas antes en Las tres metamorfosis, el niño representa ya de por sí un punto de llegada en el camino del espíritu humano, luego de las fases transitorias del camello y del león. En efecto, este niño regresa con una cierta importancia en el capítulo De los despreciadores del cuerpo, donde Nietzsche lo hace hablar poniéndole en la boca una sentencia concisa y fulminante: «Cuerpo yo soy y alma».

Están todavía ambos, el cuerpo y el alma, pero de inmediato se entrevé una drástica inversión. El orden con el cual Nietzsche une los dos términos no es casual, sino deja entender un nuevo primado: se es primero cuerpo que alma. El niño «habla» por tanto en este modo, sintético pero incisivo. Y, agrega Nietzsche, «¿por qué no se debería hablar como niños?».

Él parece querer proseguir más allá del niño. Naumann y Weichelt, dos de los más grandes comentaristas alemanes de Así habló Zaratustra, son unánimes al considerar que, en este contexto, aquel niño tiene algo de ingenuo: está demasiado ligado a la opinión común, que no logra separarse de la idea de que existan siempre un alma y un cuerpo. Nietzsche quiere sobrepasar este sometimiento de la mente respecto al cuerpo, donde el dualismo no se ha superado realmente sino más bien ha invertido el signo. Zaratustra pone en escena la figura de un «despabilado», un «docto». Casi un conocimiento esotérico tenido en el sueño, con el cual desea iniciar a sus oyentes en algo totalmente diferente respecto a cuanto es pronunciado por el infante. Está bien hablar como niños inocentes, «pero» ahora es necesario para Nietzsche proceder más allá. El docto se despierta del sueño y, superados sus sueños infantiles y la superstición del pueblo, anuncia: «Cuerpo soy yo en todo y para todo, y nada más» [12; 21, p. 138; 20, pp. 14-15; 31, p. 84; 22, p. 149; 23, pp. 141-142].

La lógica del primado se interrumpe. El dualismo tradicional no está ya sólo volcado, sino se ha desvanecido del todo. Ahora no existen ya un alma y un cuerpo. No existe ya un antes y un después. El hombre que ha alcanzado esta misteriosa sabiduría entiende ser sólo cuerpo. Nada más que cuerpo.

El cuerpo no es para Nietzsche el simple contralto del alma, sino se vuelve el único horizonte de sentido. Una condición originaria al límite de la paradoja -anota Pasqualotto en su comentario a Zaratustra-, trascendental y al mismo tiempo material. Una apertura a todo lo posible, la condición de existencia que precede y genera todas las cosas. El cuerpo es «una formación mucho más perfecta que cualquier sistema de pensamientos y de sentimientos», un organismo que «vive, crece y subsiste como un todo», y que se comporta en un modo autónomo, sin más necesidad de «una conciencia o de un espíritu». Una estructura por decir poco, «maravillosa», exclama Nietzsche. Algo, en fin, que «no se terminaría nunca de admirar» [6, 37 (4); 5, 25 (408); 9, p. 328; 32, pp. 445-447; 10, pp. 494-495].

8. Yo y el cuerpo

Nietzsche rompe prepotentemente con la tradición. «Sum, ergo cogito (pienso, luego existo)», «vivir para pensar», ironiza lapidario en La ciencia alegre dando un vuelco a Descartes: es el cuerpo, en definitiva, el que crea el pensamiento [8, § 276; 30, pp. 28-29; 32, pp. 437-439].

El rol del yo racional en relación con el cuerpo está totalmente invertido: ahora es la dimensión corpórea la que tiene en mano las redes del yo. En dos fragmentos de los años 1884-1885, Nietzsche polemiza con aquellas corrientes de pensamiento que han querido poner una razón distinta y por encima del cuerpo. Ésas han pretendido hacer coincidir «la unilateralidad del hombre con el yo consciente», «creyendo» erróneamente «que el ego -alma o sujeto espiritual- sea el ser más cierto». Para Nietzsche, en cambio, si en el ser humano debe existir «algo de unitario», esto no podrá nunca ser buscado en una parte consciente y puramente racional. Será localizado más allá, «en otra cosa», en la «sabiduría del organismo»: en un cuerpo que «del cual el yo consciente no es sino un instrumento» [6, 34 (46), 36 (36)]. Este último, en un tiempo dominador del cuerpo y único componente racional, está ahora destinado a sucumbirle y reconocerse dependiente de él. Queda al interior del sustrato corpóreo solamente con una función instrumental, como «una palabra para indicar algo del cuerpo». «Aquello que se llama “espíritu”» se vuelve, para Zaratustra, «una pequeña razón, un pequeño instrumento y un juguete de aquella gran razón que es el cuerpo» [12; 32, pp. 435-437; 22, pp. 151-152; 33].

En Zaratustra Nietzsche insiste en este tema ardiente y delicado, utilizando dos colmadas metáforas que ilustran con eficacia su concepción de la relación yo-cuerpo y enfatizan al mismo tiempo la estrecha dependencia del primero en relación con el segundo. El cuerpo es, por un lado, padre del yo y, por otro, su señor.

Sobre todo, a través de la imagen del padre, Nietzsche quiere poner en evidencia un doble vuelco al interior de la relación yo-cuerpo. En primer lugar, admite la categórica inversión de las partes: es la componente corpórea la que produce y tiene en vida a aquélla del yo. En segundo lugar, subraya cómo la nueva relación dice algo más que un simple intercambio de roles, llevando hacia una inesperada tergiversación de la modalidad misma de la relación. Ésa es completamente diversa de aquélla a la cual la filosofía nos había hasta ahora habituado. No se trata ya de un yo trascendental, kantiano o fichtiano, que domina teóricamente la realidad. Entre el cuerpo y el yo se instaura para Nietzsche una relación práctica, no teórica: el cuerpo «no dice “yo”, sino hace “yo”». Está detrás del yo, lo genera y lo cuida. Es «la andadera del yo y el insuflador de sus conceptos»: lo asiste premurosamente y, precisamente como un neonato, le enseña a caminar, o bien a «pensar» y a actuar. El cuerpo hace crecer a este yo y lo educa en la existencia: «le dice cuándo experimentar dolor o placer. Y el yo sufre y goza, y piensa cómo no sufrir ya y cómo poder gozar más».

Pero según Nietzsche, la lógica paterna no basta para externar exhaustivamente las razones del vuelco de esta relación. Junto a la aprehensión del padre es necesaria la resolución del señor. El cuerpo «domina y es el señor de yo: escucha, busca, compara, obliga, conquista, destruye». Es un «potente y sabio soberano que está detrás de los pensamientos y los sentimientos», haciendo de la corporeidad su propio reino: «habita el cuerpo» y «coincide» con él.

Parece que para Nietzsche es tan importante querer hablar de este sometimiento cuerpo-yo para subrayar un ulterior aspecto. En efecto, mientras delinea la supremacía del cuerpo, pone en marcha una irónica y punzante contra-fenomenología que hace traslucir los rasgos somáticos del yo. Como si quisiese remarcar que el registro de dominio que el cuerpo está usando ahora en relación con el yo es algo que, por siglos, ha pertenecido siempre al yo. Él dibuja a este último como un soberano desposeído pero caprichoso, que posee todavía una «gran vanidad» y se doblega a su pesar ante su nuevo dueño. No se resigna tan fácilmente a no ser ya «el fin de todas las cosas». Después de todo, admite Nietzsche, no es tan fácil para este «yo vanidoso», tan habituado a dominar sobre el cuerpo, reconocerse al improviso como «instrumento y juguete del cuerpo». Ahora es el cuerpo, según él, la meta última de las acciones y de los pensamientos del yo. El cuerpo «ríe» y se divierte con los «vuelos del yo» y de sus «saltos orgullosos», consciente de que éstos no son otra cosa sino «una desviación hacia su finalidad» [12, De los despreciadores del cuerpo; 25, pp. 55-58; 26, p. 83].

9. La gran razón

De lo resaltado por Nietzsche sobre la condición corpórea surge una nueva imagen del cuerpo y de la razón. Esta racionalidad que parecía hasta ahora crecer cuanto más se alejaba y se elevaba del mundo corpóreo, entra finalmente en contacto con él, volviéndose parte de él. La filosofía niestzscheniana inaugura la época de un cuerpo que es razón y de una razón que es cuerpo. Por un lado, una corporeidad dotada de su propia racionalidad diversa de los acostumbrados y abstractos conceptos de razón. Por otro, una razón en sinergia con esta dimensión corpórea, que no puede prescindir de ella y se vuelve, al final, ella misma cuerpo.

Hablar esta nueva lengua significa -como recuerda Messer en su comentario a Zaratustra-, rondar el riesgo, incumbente cuando se tiene que ver con el cuerpo, de caer en dos frentes contrapuestos: espiritualistas contra materialistas. Los primeros, metafísicos del espíritu, reducen el cuerpo a espíritu. Los otros, metafísicos del cuerpo, reducen el espíritu a cuerpo. Ambos puntos de vista, en apariencia antitéticos, en realidad concuerdan en la disminución de la complejidad de lo humano. Por un lado hay un cuerpo que, sin razón, se desliza en una condición de organicismo irracional o materialismo mecanicista. Por otro lado, una razón que, sin el componente de la corporeidad, vuelve a ser abstracta y estéril. Separando cuerpo y razón, cada uno dependería siempre del otro, recayendo inevitablemente en la lógica de los primados. Un cuerpo sin razón tendría necesidad de sentirse sometido a una racionalidad espiritual, la cual, privada de una dimensión corpórea, buscaría en todas partes una materia para dominar [27, p. 13; 34, pp. 28-31; 9, p. 336; 23, p. 126].

Desvincularse de estas insidiosas lógicas quiere decir, para Nietzsche, encaminarse hacia una doble conquista hermenéutica: una nueva interpretación tanto del cuerpo como de la razón. En primer lugar, el cuerpo posee la razón. Es él mismo una razón. La corporeidad ya no está reducida a tumba o receptáculo de un alma racional, ni tampoco a simple máquina, tan perfecta cuanto necesitada de una guía racionalizante distinta de ella. En segundo lugar, el cuerpo influye en modo determinante sobre la fisonomía misma de la razón, haciéndola asumir lineamientos que, hasta ahora, ella ni siquiera pensaba poseer.

Nietzsche instaura entre cuerpo y razón un intenso y fecundo diálogo. El primero dice a la segunda que ella no puede ya considerarse abstracta, ideal, desencarnada; sino que debe ser concreta, densa, encarnada. Debe sentirse irrigada por la misma sangre que corre por el cuerpo. La razón replica al cuerpo que él no es ya algo irracional, dejado a la casualidad, sino que también él tiene su racionalidad, quizá escondida y misteriosa. Una racionalidad ajena, diversa, en cierto sentido paradójicamente más racional que el mismo pensamiento -como subraya Corradini-. Tanto que Nietzsche aclama, por boca de Zaratustra, que «existe más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría» [12, De los despreciadores del cuerpo; 10, p. 509].

Estas ganancias teoréticas confluyen en una nueva dimensión existencial, que en Así habló Zaratustra es llamada «gran razón», para distinguirla de aquella «pequeña razón» que era el yo racional. Nietzsche hace caer el ideal de una razón abstracta y monológica, que quiere ponerse a la guía de lo humano con una pretensión de identidad engullendo toda otredad y absorbiendo toda contradicción. Él define esta razón-corpórea como «una pluralidad con un solo sentido». Una condición auroral donde sentido y multiplicidad coexisten sin excluirse mutuamente: el sentido no reclama por la fuerza una unidad que excluye a priori la multiplicidad, la cual a su vez no habla de una dispersión necesitada a toda costa de una identidad. Nietzsche nos sugiere que en esta razón-corpórea la contradicción no está resuelta. En su interior conviven en un eterno y fecundo conflicto vivido entre sus contrarias; «existirán siempre una guerra y una paz, una grey y un pastor» [12; 35, p. 218; 27, pp. 9-11; 9, pp. 302-305; 32, p. 439; 22, pp. 150-151; 23, p. 144].

Un modo diverso e interesante de ver la razón. Más corpórea, más compleja. Más humana.

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* Título original: Corpi e ragioni. Nietzsche e la complessità dell’umano. Publicado en la revista Medicina e Morale 2017/3 páginas 305-323. La traducción no ha sido revisada por el autor.

Recibido: 27 de Julio de 2018; Aprobado: 01 de Agosto de 2018

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