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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.61  Ciudad de México  2021  Epub 10-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2021.61.2232 

Artículos

Imágenes de la crueldad: violencias femigenocidas en México bajo la mirada de un régimen escópico androcéntrico/neoliberal

Images of Cruelty: Femigenocidal Violence in Mexico through the Gaze of a Scopic, Androcentric/Neoliberal Regime

Imagens da crueldade: violências femigenocidas no México na mirada dum regime escópico androcêntrico/neoliberal

José Ricardo Gutiérrez Vargas1 
http://orcid.org/0000-0001-8124-8013

1 Departamento de Estudios Humanísticos, Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), Atizapán de Zaragoza, Estado de México, México. Correo electrónico: jose.ricardo.gutierrez@tec.mx.


Resumen

Este artículo propone un análisis teórico que aborda la manera en que la producción de imágenes en torno a las violencias femigenocidas en México sirve para mediar una serie de significados sociales que se interpretarán en el cruce entre neoliberalismo y lo que se postula como un régimen escópico androcéntrico. Se argumentará que en ese vínculo se define la forma en que dichas visualidades circulan, contribuyendo a la “realización simbólica” del femigenocidio en México. Finalmente, se recuperarán ejemplos de periódicos tabloides donde se representan los femigenocidios, para sostener que la reiteración sistemática de la crueldad no solo es una exhibición amarillista de los cuerpos rotos de las mujeres, también es la expresión de un gesto cruel; el despliegue visual mediante el cual se anuncia el aniquilamiento de la idea de comunidad a través de un extractivismo (de los recursos y los cuerpos) que define el espíritu neoliberal contemporáneo.

Palabras clave: Imagen; Femigenocidio; Neoliberalismo; Régimen escópico

Abstract

This article proposes a theoretical analysis that addresses the way the production of images involving femigenocidal violence in Mexico serves to mediate a series of social meanings that will be interpreted at the crossroads between neoliberalism and what is postulated as an androcentric scopic regime. It will be argued that this link defines the way these visual images circulate, contributing to the “symbolic undertaking” of femigenocide in Mexico. Lastly, examples of tabloid newspapers where femigenocides are represented will be used to argue that the systematic reiteration of cruelty is not only a sensationalist display of women’s broken bodies but also the expression of a cruel gesture: the visual display through which the annihilation of the idea of community is announced through an extractivism (of resources and bodies) that defines the contemporary neoliberal spirit.

Keywords: Image; Femigenocide; Neoliberalism; Scopic regime

Resumo

Com uma proposta de análise teórica, este artigo aborda a produção de imagens em torno da violência femigenocida no México e seus significados sociais atravessados por o neoliberalismo e o que se postula como regime escópico androcêntrico. Argumenta-se que este vínculo define a circulação e contribuição de tais visualidades para a “realização simbólica” do femigenocídio no México. Como exemplo oferecem-se tabloides de jornais onde o femigenocídio é representado, para argumentar que a reiteração sistemática da crueldade não é apenas uma exibição sensacionalista de corpos de mulher despedaçados, mas é também a expressão de um gesto cruel: a mostra visual através da qual se anuncia o aniquilamento da ideia de comunidade através dum extrativismo (de recursos e corpos) que define o espírito neoliberal contemporâneo.

Palavras-chave: Imagem; Femigenocídio; Neoliberalismo; Regime escópico

Introducción

La apuesta analítica de este trabajo se basa en la comprensión de ciertos tipos de violencias contra las mujeres en México como imágenes de una crueldad sistemática (normalizada), es decir, como una violencia esencialmente visual que convierte los cuerpos de las mujeres en superficies donde se inscribe reiteradamente un gesto criminal que garantiza la realización de un proyecto económico extractivista (de los recursos y de los cuerpos) mediante la creación de un espacio social permeado por prácticas y sistemas de significación como los que se ejemplifican dentro de esta investigación: los tabloides de corte policiaco donde se constata un tratamiento visual y editorial de crímenes contra mujeres cuyo amarillismo convierte la crueldad en una especie de práctica “periodística” que vuelve a degradar a las víctimas, reduciéndolas, como se verá más adelante, a cúmulos de carne y sangre, a desechos.

Una aproximación hermenéutica a esta economía simbólica de la crueldad permitirá rastrear los modos de mirar que definen la vida social mexicana en tiempos de neoliberalismo. Entender las violencias feminicidas en México a partir de las formas visuales y textuales en que los tabloides mencionados registran la crueldad infligida en el cuerpo de las mujeres permite suspender el código de un lenguaje que anima un espacio social donde la diferencia sexual se sustenta en una compleja urdimbre en la cual se cruzan conocimientos, hábitos, valores y saberes cotidianos cuyos significados irrigan los modos en que se define y reconoce la diferencia masculino/femenino en favor de un proyecto económico neoliberal, donde los asesinatos de mujeres terminarían por epitomizar, icónicamente, lo que requiere la acumulación capitalista para sostenerse: el exterminio de los vínculos humanos y de cuidado por la vida que hacen posible la idea de comunidad. A continuación, expongo una interpretación que permite entender mejor lo que estoy afirmando.

De acuerdo con cifras de la Organización de Naciones Unidas (2018), en México cada día son asesinadas nueve mujeres por razones de género.1 Estos crímenes sufridos de manera sistemática por las mujeres desde la década de 1990 han sido el contexto para articular definiciones como la de feminicidio, la cual apunta -según la antropóloga mexicana Marcela Lagarde- al conjunto de violaciones a los derechos humanos de las mujeres implicado en los crímenes y desapariciones de ellas (2008, pp. 215-216). En México observamos crímenes y violencias contra mujeres que pueden tener razones de índole personal o cuyas causas tienen que ver con el ámbito doméstico, y crímenes ejecutados impersonalmente que no pueden ser atribuidos a motivos íntimos y que en México obedecen más bien a una táctica bélica central para la forma de actuar de grupos y organizaciones de la delincuencia organizada. Este segundo tipo de feminicidios requiere una definición que, por los objetivos del presente artículo, apunta a entender las violencias contra las mujeres en México bajo la lupa del genocidio y las implicaciones que tiene como mecanismo para esparcir el terror mediante una muestra visual cruenta y reiterada de los cuerpos que se aniquilan. Sugiero partir de la definición aportada por Rita Segato a partir de “la categoría mujer, como genus, o las mujeres de un cierto tipo racial, étnico y social”:

Este tipo de feminicidios, que sugiero llamar femi-genocidios, se aproxima en sus dimensiones a la categoría genocidio por sus agresiones a mujeres con intención de letalidad y deterioro físico en contextos de impersonalidad, en los cuales los agresores son un colectivo organizado y las víctimas también son víctimas porque pertenecen a un colectivo en el sentido de una categoría social, en este caso de género (2016, p. 85).

La relación entre feminicidio y genocidio a la que Segato apunta es importante porque nos permite rastrear y ubicar este tipo de crímenes en el contexto bélico que vive México. Sin embargo, es necesario elaborar una pequeña torsión de carácter conceptual a esta propuesta teórica de la antropóloga argentina, pues definir estas violencias como un genocidio contra las mujeres no solo alude a una letalidad y deterioro físico en contextos de impersonalidad, sino que también marca una destrucción simbólica que determina la capacidad de memorializar el genocido de un modo u otro; es decir, este tipo de destrucción es un proceso que va más allá del aniquilamiento físico de las mujeres, pues no es producido directamente por el perpetrador, sino que surge de la sociedad. Por ello, vale la pena adelantar que los ejemplos de portadas de periódicos tabloides que se recuperan dentro de este artículo dan cuenta de las maneras en que se afianza la despersonalización de las víctimas a partir de la construcción de una narrativa visual y textual que termina por definir y agrupar los cuerpos de las mujeres como superficies “anónimas” donde la guerra es escrita no solo para causar terror, sino también para exterminar la identidad y el arraigo de la comunidad por medio de la doble destrucción que implica el femigenocidio: la del cuerpo y la de la memoria de las víctimas.

Lo anterior se ve reforzado con las reflexiones de Daniel Feierstein con respecto al genocidio, el cual no solo

busca destruir a los individuos, sino que busca la destrucción de la identidad de los oprimidos. Es la transformación de la identidad nacional a partir del aniquilamiento de un grupo nacional […] la lectura clave/histórica para analizar los genocidios no es el odio, sino la intencionalidad de aniquilamiento de la identidad de los otros […] el genocidio es una tecnología de poder, es decir, que destruye algo y construye un nuevo tipo de relación social. El genocidio es sin duda de esencia material, se mata a un grupo de personas; sin embargo, lo que está antes y después de un genocidio es un proceso simbólico que permite movilizar a la gente (2018).

El genocidio de mujeres que acontece en México busca aniquilar la identidad de lo femenino que define a la sociedad mexicana. Una identidad que remite, entre otras cosas, al cuidado de la vida (incluyendo el territorio) y no a su destrucción en favor de un proyecto económico. El femigenocidio mexicano es un caso que no puede reducirse al aniquilamiento sistemático de mujeres, de las maneras más crueles, sino que debe comprenderse como una categoría que permite desvelar la raíz simbólico/histórica que sostiene estas violencias contra las mujeres. La destrucción que origina el femigenocidio es tanto material como simbólica, pues de otra manera el simple aniquilamiento de los cuerpos no lograría nada. Es, en pocas palabras, valorar la normalización de las violencias feminicidas en México como un instrumento genocida (tecnología de poder), que permite transformar la identidad de una sociedad en favor de un proyecto de acumulación capitalista y en detrimento de una identidad colectiva fundada en el cuidado de la vida y el territorio, que históricamente podamos ubicar más en el terreno de una ética femenina asociada a las mujeres. Julia Kristeva, recordando a Joyce y su Ulises, asevera con contundencia:

el tiempo ha sido de los hombres, mientras que el espacio-especie (spacies) ha pertenecido a las mujeres. Este neologismo “spacies” es producto de un juego de palabras, en inglés, elaborado por Joyce en su novela para designar la relación de lo femenino con la dimensión espacial (space) y de la especie (species) (2013, p.13).

En esa misma línea, Segato define las experiencias de las mujeres, no por esencia sino por experiencia histórica acumulada, como el origen de una politicidad femenina que alude al arraigo espacial y comunitario; es una forma de hacer política basada en la proximidad, no en el ámbito burocrático. Como contracara, la masculinidad es más cercana a la crueldad porque la socialización del sujeto que carga con el fardo de la masculinidad lo obliga a desarrollar una afinidad, de escala histórica, entre masculinidad/distanciamiento/guerra y baja empatía (2018, pp. 13,15).

Si se tienen presentes los argumentos recién esgrimidos, el neoliberalismo no puede pensarse simplemente como un orden económico, pues ha sido capaz de configurar un horizonte cultural donde la primacía de la acumulación económica desplaza la vincularidad humana. Por ello, el neoliberalismo se concibe aquí siguiendo la propuesta de Fernando Escalante, como

un programa intelectual, un conjunto de ideas acerca de la sociedad, la economía, el derecho. Un programa político derivado de esas ideas […] una serie de leyes, arreglos institucionales, criterios de política económica, fiscal que tienen el propósito de frenar y contrarrestar el colectivismo en aspectos muy concretos” (2015, pp. 13,14).

Asimismo, es necesario puntualizar que el neoliberalismo no es algo monolítico y uniforme, sino que apela a un entramado histórico y geopolítico que lo diversifica en sus prácticas. El neoliberalismo que se vive en América Latina, a pesar de que pone en el centro de sus preocupaciones el mercado a partir de una redefinición (no eliminación) del Estado y las maneras de organización de la vida basadas en la libertad individual de consumo, autoexplotación laboral, extracción de recursos naturales, etcétera, también se caracteriza por una alta letalidad y violencia, en favor de una acumulación económica, que no tienen parangón en los contextos neoliberales de los llamados “países centrales”.

Lo que propongo es situar el neoliberalismo como un programa político que desencadena una práctica específica: un modo de mirar y entender la relación sujeto-naturaleza enmarcada por un sistema de creencias, valores y epistemologías de corte androcéntrico, cuyo objetivo principal no es solo el de transformar al Estado para que garantice el funcionamiento “óptimo”2 del mercado, sino también el paisaje social y cultural donde acontece dicho mercado y donde se gestionan modos concretos de reconocimiento y relacionalidad de los cuerpos.

El contexto mexicano neoliberal y el aniquilamiento de lo femenino

Una de las ideas principales que anima este artículo es que las violencias femigenocidas tienen un efecto transformador en la identidad de toda la sociedad, no solo de las mujeres. En esta línea se puede conjeturar que dicha transformación nace del desmantelamiento del tejido social mexicano mediante los lenguajes de crueldad y terror que se diseminan por medio de violencias concretas contra las mujeres y lo femenino. Esta disolución de los lazos sociales, mediante la destrucción de los cuerpos de las mujeres obedece, como en otras épocas de la historia, a procesos de acumulación capitalista voraces caracterizados por su inscripción en contextos puntuales: matanzas selectivas y una explotación/depredación ambiental desmedida.

La práctica neoliberal establece un sistema extractivista guiado por actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales, pero también, como lo ha expresado Leanne Betasamosake, “el extractivismo es una forma de ser y estar en el mundo; es una forma de existencia, una ontología” (citado en Grosfoguel, 2015, p. 38). El extractivismo también define condiciones de vida materiales y subjetivas para comunidades enteras. El extractivismo se efectúa sobre los cuerpos, pues la materialidad de la dominación que impone la acumulación capitalista actual pasa por la violación y el despojo que fraguan una forma de existencia particular. De esa manera, hablar de la inserción de México en la globalización neoliberal es apuntar a un aumento del sufrimiento del pueblo mexicano por la vía del despojo y el empobrecimiento a que conduce dicho modelo económico. Ese despojo, que se expresa en imágenes mostradas en la escena social mexicana durante los últimos años (desmembramientos, desollamientos, decapitaciones, mutilaciones, marcajes, torturas), remite a corporalidades rotas, insertas en una economía criminal; vidas expurgadas de sus historias; el descarnamiento de los cuerpos que, como enuncia Elsa Blair, los convierte en mensajeros del terror (2005, p. 48).

El Estado neoliberal de nuestros días establece gradaciones biopolíticas, es decir, clasifica y asigna un valor determinado a los diferentes sujetos que componen una sociedad a partir de criterios específicos que intersectan en un mismo cuerpo: raza, etnia, clase, género. Dicha clasificación, derivada en un valor, hace que se administre la vida y la muerte de las personas, diferenciando los grupos sociales de acuerdo “a su derecho a la vida dentro de la especie” (Calveiro, 2012, p. 305). Bajo esa lupa teórica, puede decirse que el cuerpo de las cis3-mujeres en México, al vincularse y definirse como una sinonimia material de lo femenino, desde la mirada cis-heteronormada dominante, se ha convertido en una suerte de territorio extractible: se extrae lo femenino en función de la imposición de una ética masculina neoliberal cuyo lenguaje es lo medible, lo cuantificable, el cálculo costo/beneficio, pero también la crueldad, que es cimiento de la reputación masculina característica de los grupos mafiosos que mueven la economía criminal (sicarios, políticos, jueces, militares, sacerdotes, empresarios, periodistas, etcétera). Asimismo, debe quedar claro que cuando en este trabajo se hace referencia a lo “femenino”, se apunta a una ética corporal y afectiva que no tiene que ver exclusivamente con las mujeres ni con una anatomía específica; tampoco con un pensamiento que termina por concebirse como lo “otro” de su contraparte masculina, sino que apela más a una forma de vida en el sentido que Agamben le da a esta categoría: “una vida que no puede separarse de su forma, es una vida que, en su modo de vivir, se juega el vivir mismo y a la que, en su vivir, le va sobre todo su modo de vivir” (2010, pp. 13-14). Lo femenino se conceptualiza aquí como modos, actos y procesos singulares que definen una forma de vida y que no solo se traducen en conductas, creencias y hechos a favor del cuidado de la vida y su dimensión afectiva, sino que esos mismos actos, procesos y modos de pensar emergen como deseo, memoria, potencia y posibilidad de vivir en el encuentro entre sujetos.

El extractivismo de los cuerpos no se refiere a su mera profanación como consecuencia de la guerra que sostiene al neoliberalismo, sino que forma un espacio social/visual donde neoliberalismo y biopolítica se cruzan para establecer un orden económico dominante, pero también para producir maneras de reconocimiento que consignan la vida en umbrales de muerte donde la vida llega a confundirse con desecho. Estos mecanismos también han derivado en la creación de una dinámica que sostiene a las sociedades neoliberales y que Pilar Calveiro caracteriza como el “traslado sucesivo de los riesgos”, es decir, el desplazamiento de los riesgos de los centros a las periferias: “del oficial al soldado y de este al civil en los acontecimientos bélicos; del político al capo mafioso […] es un proceso de traslado y diferenciación que termina impactando a los sectores más desprotegidos” (2012, p. 306). Los estragos más letales del neoliberalismo actual se encarnan en los cuerpos que se han racializado, feminizado y precarizado económicamente. Cuerpos que habitan las zonas de muerte que plagan el paisaje del llamado “sur global”.

Las violencias predominantes en México contra las mujeres posibilitarían quebrar un imaginario femenino vinculado al cuidado de la vida, en favor de un proyecto económico neoliberal; la subjetividad y la intersubjetividad, afirma Aníbal Quijano, son el centro del mercado y el objeto mismo del mercado (2014, p. 11). El uso de la violencia en favor de la conformación de una subjetividad capitalista (extractivista) no solo redunda en los efectos de terror que ello reproduce, sino que también equivale a aniquilar las resistencias colectivas para así facilitar el despojo y la explotación desmesurados; todo ello teniendo como telón de fondo un Estado definido por la colusión entre crimen organizado y burocracia, y por el dominio de una plutocracia encargada de desviar el poder estatal en función de sus propios intereses. Ya lo han sentenciado con firmeza Pineda y Moncada al asociar un proceso extractivista rapiñador a la hiperpatriarcalización de las formas de relacionalidad social: “las mujeres son los principales objetivos del exterminio y desplazamiento estratégico que el gran capital extractivista pone en marcha para eliminar factores de riesgo en sus operaciones” (2018, p. 85).

En este artículo se sostendrá que las violencias femigenocidas, mediante sus efectos de terror (visual), por un lado, son la condición y allanan el camino de un proyecto histórico basado en extractivismo, acumulación, competitividad, productividad, etcétera y, por otro, aniquilan simbólica y materialmente la posibilidad de un proyecto histórico gestado en maneras de ser y hacer que se traducen en un cuidado por la vida, en el arraigo por el territorio.

La crueldad como práctica visual (masculina)

El argumento que guía la aproximación analítica a las portadas de tabloides abordadas como ejemplos más adelante supone la crueldad como una práctica visual, es decir, su materialidad se construye en torno a la imagen que produce y exhibe la violencia infligida a las víctimas de femigenocidio.

El cuerpo cruelmente marcado se hace imagen para su exhibición pública y mediática. En el ejercicio de la crueldad contra las mujeres en México habita el ímpetu de su expresión; sin embargo, la estampa del cuerpo roto y desfigurado es una imagen que se expande más allá de los límites de ese mismo cuerpo profanado. La imagen, ha dicho Didi-Huberman, es “sensorialmente-estéticamente- reminiscente de la cosa” (2018, p. 60). La crueldad, en la lógica que aquí se plantea, no es precisamente la de las marcas visibles que han atravesado la piel hasta arrancarla, sino una práctica visual que se propone “desterrar la vida del orden simbólico” (Parrini, 2017, p. 40) a partir del despojo violento del cuerpo; la imagen que destroza y perturba la representación de lo vivo. Las crueles imágenes que producen las violencias femigenocidas remiten al gesto inhumano que desborda el cadáver y despunta como una potencia ejercida, un movimiento de dominación y significación de un orden masculino que se constata visualmente. Si se retoma el concepto de “práctica” de Foucault, que se conceptualiza como el “conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y en el espacio, que han definido, para una época dada y para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa” (Castro, 2005, p. 425); podría argüirse que la crueldad es una práctica visual en el México contemporáneo, en el sentido de que ha configurado una manera de mirar y enunciar específica a partir de su reiterada exhibición. La crueldad no solo es la expresión del poder y su disputa actual; también es un gesto creador de flujos, intensidades, atmósferas y suspensos que se encarnan. Es el terreno donde, como afirma Suely Rolnik, se produce una subjetividad disociada de la experiencia vital que consuma el dominio global del neoliberalismo. Ya no se proyecta sobre las otras/los otros un malestar, sino que se pasa al acto violento y cruel que las/os aniquila (citado en Babiker, 2019).

Lo que aquí se busca entonces es seguir las huellas de la crueldad femigenocida en México a partir de su registro mediático, develando la manera en que lo cruel se filtra y se replica en las portadas de los tabloides mencionados. La crueldad infligida en el cuerpo de las mujeres es prolongada por un ejercicio de editorialización amarillista. La crueldad se convierte en una especie de código cultural masculino compartido, en este caso, entre criminales, editores y lectores de dichas publicaciones, e implicado en un sistema neoliberal de ética extractivista: un lenguaje cruel que crea relaciones y espacios sociales específicos a partir de prácticas y significados que se comparten; una fraternidad cuyo origen no es un pacto explícito, sino más bien un arco cultural que conlleva efectos en los patrones de socialización. La postura que aquí se construye no declara la crueldad como una conducta o rasgo inherentemente masculino, sino como una estructura táctica epocal que permite instaurar y afianzar un orden neoliberal extractivista de los recursos naturales y los cuerpos a partir de una diferencia sexual que termina por degradar y aniquilar lo femenino, y lo que se ha feminizado desde el ojo masculino de la heteronorma. La crueldad ha inoculado las maneras de mirar en México, afianzando no solo patrones expresivos que terminan por escribirse en los cuerpos (decapitados, desollados, desmembrados, etcétera), sino que ha sido capaz de configurar un ethos descarnado, es decir, una mirada que se construye en la ausencia de compasión. Una práctica donde emerge el valor económico de la crueldad como un mecanismo que por un lado establece un dominio (entre las disputas criminales) y, a la vez, su exhibición reiterada y espectacularizada permite “vender más” a las empresas “periodísticas”. La crueldad es lo que aceita la maquinaria de la economía criminal que se desarrolla en todo el territorio mexicano. Una economía que también beneficia a grupos editoriales y de la prensa.

Existen prácticas masculinas criminales en el México contemporáneo que establecen un vínculo paradigmático entre potencia y crueldad. Para profundizar en esto, recurro a la explicación de Erving Goffman en torno a los ideales sociales de la masculinidad, los cuales, según el autor, pueden entenderse como el conjunto de creencias y atribuciones sociales sobre lo “propio” de los hombres (1977, p. 304). Así, el cumplimiento de dichos ideales definirá una masculinidad construida a partir de la demostración continua de fuerza física, pero también, desde la expresión performativa de una serie de “potencias” que Rita Segato enlista como sigue: económica, sexual, política, moral, intelectual y bélica (Edelstein, 2017). El sustantivo latino potentia significa “fuerza”, “capacidad”. La masculinidad se define y reafirma en la manifestación (visual) de una fuerza que galvaniza el prestigio jerárquico de lo masculino sobre lo femenino. Dicha potencia será tratada en el presente artículo como una fuerza caracterizada por la crueldad que permite la configuración de un paradigma masculino cruel, el cual, como se ha dicho, no tiene que ver con dotar a la masculinidad de un rasgo identitario, sino que se refiere más bien a la generación de un “tipo simbólico”, que en palabras de Victor Turner es la manera que los “ganadores” de los dramas sociales requieren para entablar y mostrar ciertos performances que les permitan continuar y asegurar su “éxito” (1982, p. 74). Esta lectura analítica me permitirá ofrecer una aproximación a las imágenes que se abordan más adelante, ubicadas en un paradigma cultural de la crueldad más allá de un concepto o sistema unívoco que iguale masculinidad y crueldad o que contenga una serie de pautas éticas, estéticas o conductuales que estereotipen la masculinidad; tampoco debe entenderse como algo cognitivo o moral. En cambio, este binomio entre potencia masculina y crueldad constituye un paradigma cultural que se traslada al dominio de la existencia, caracterizado por ciertas condiciones materiales, donde la repetición y exhibición (visual) de la crueldad infligida en los cuerpos asegura el “éxito” del extractivismo neoliberal por medio de la imposición hiperviolenta de un orden que termina por “patriarcalizar las relaciones sociales” (Pineda y Moncada, 2018, p. 86). Lo que este artículo desea aportar es una indagación, nunca conclusiva, en torno a este paradigma con el objetivo de rastrear las narrativas e intersubjetividades masculinas (criminales) que configuran la realidad mexicana y la violencia femigenocida que la atraviesa.

Los vínculos entre género, violencia y crueldad, en México y América Latina, ya han sido explorados por otras/os investigadoras/es a quienes este mismo trabajo recurre como referencia obligada. En este espacio solo aludiré a cuatro; sin embargo, la bibliografía sobre el tópico excede el espacio y los alcances de este artículo. Se puede mencionar, entre otras, la reflexión de la antropóloga argentina Rita Segato, donde propone la categoría de “pedagogía de la crueldad” para referirse a las maneras deshumanizantes que se propagan en los discursos mediáticos y en las formas de crueldad criminal que ocurren en toda América Latina, como el “criadero de personalidades psicopáticas apreciadas por el espíritu de la época y funcionales a esta fase apocalíptica del capital” (2016, p. 102). Por otro lado, Rodrigo Parrini propone la categoría “falotopía” para apuntar al lugar donde una ética de la masculinidad, definida por la expresión violenta de actos de virilidad, se constituye y despliega como un espacio pedagógico de las éticas guerreras/viriles (2017, p. 42). En esa misma línea, Guillermo Núñez Noriega (2017) concibe el narcotráfico como un dispositivo sexo-genérico que es fundamental para la reproducción de un capital económico y simbólico masculino. Estas investigaciones en conjunto no desarrollan o no abundan en el análisis de la formación visual de la crueldad y sus implicaciones en el sistema económico neoliberal actual. En ese tenor, Ileana Diéguez (2013) hace una consideración profunda en torno a las visualidades de la crueldad en América Latina desde las iconografías que ha configurado el horror en Colombia y México, sin llegar a entablar una discusión alrededor de la conexión crueldad-neoliberalismo y su raigambre androcéntrica. Asimismo, puede mencionarse el trabajo de Esther Pineda y Alicia Moncada (2018) que, si bien no se enfoca en el nudo entre crueldad, masculinidad y violencia, sí rescata y profundiza en las maneras en que las industrias extractivas, como la minería, imponen una economía masculinizada, la cual, por medio de mecanismos violentos, reconfigura la vida de las comunidades en América Latina. Tomando en cuenta esta brevísima e inacabada revisión, el presente trabajo busca insertarse como una contribución al camino reflexivo que lleva tejiéndose alrededor del problema de las violencias que se viven en América Latina y el componente visual y de género que las construye.

El régimen escópico androcéntrico neoliberal de nuestros días

En sistemas neoliberales como el que prevalece en México, desde el Estado, se dejaría morir a las mujeres (pobres) como una manera de establecer una jerarquía de valor para las vidas humanas. Las violencias femigenocidas en México no se deben, exclusivamente, a la decisión de un juez o un policía que no hace nada ante la demanda de investigar estos crímenes. En cambio, obedece a toda una política estatal mafiosa que se ve reforzada y encuentra eco en el sexismo y la negligencia particular de los funcionarios públicos.

Esto no quiere decir que lo que posibilita las violencias femigenocidas en México se reduzca a un poder estatal mafioso que administra y gestiona la vida de las mujeres como si fueran simples números. Este poder sería, en términos foucaultianos, un biopoder que se transmite y se vive a partir de varios órdenes que ya no solo tienen que ver con la esfera estatal, sino con la existencia cotidiana (hábitos, mitos, dogmas, perspectivas filosóficas, valores, genealogías del conocimiento e incluso prácticas de investigación e interrogación sobre los fenómenos sociales). Dichos órdenes no solo administrarían la jerarquización de la vida misma, por medio de la clasificación de los cuerpos, sino también aquello que es decible sobre esas vidas. Lo decible que no es solo lo verbal o textual; también se vincula con las formas de reconocimiento y aprehensión que aluden a cómo aparecen los objetos y los cuerpos, el propio mundo, ante la mirada; la expresión visual de lo real, su visibilidad o invisibilidad. Es decir, eso que se manifiesta, para este artículo, como fotografías periodísticas puestas a circular de una forma específica. Estas imágenes nos dirían algo sobre el femigenocidio en México, inscribiéndose y apelando a la diferenciación de los cuerpos que se establece dentro de los sistemas neoliberales.

Intento establecer un punto de partida analítico en las maneras de administración visual de lo decible, que nos haría mirar y entender los femigenocidios como una afrenta exclusiva a las mujeres y no como un problema que debe sortear la sociedad entera. Existiría un régimen escópico dominante sobre el femigenocidio en México que intentaría homogenizar la mirada sobre este problema, atendiendo principalmente a los registros visuales de las víctimas asesinadas (despedazadas). Hablar de un régimen escópico, como ha sido denominado por Martin Jay, no es referirse a un modo de representación sobre algo (1988, pp. 3-23). Es más bien un conjunto que incluye hábitos, prácticas sociales, técnicas y deseos, vinculados con un tiempo histórico, que nos hacen ver esas representaciones (fotografías periodísticas en este caso) de cierto modo. De ello se derivaría una relación entre las imágenes que miramos de un grupo específico de personas y la manera en que esas imágenes contribuyen a la formación de un imaginario sobre ese grupo de personas, pues las imágenes, en muchos de los casos, son los únicos referentes que tenemos para aproximarnos a grupos o comunidades que no conocemos. Podría decirse que las imágenes contribuyen a construir las maneras en que nos relacionamos con los demás, si aceptamos que siempre serán miradas bajo un régimen escópico determinado.

Lo visual dentro de esta investigación no se reduce a los términos fenomenológicos de lo visible, puesto que las imágenes producen incidencias más allá de lo que muestran. Como afirma Vilém Flusser, sería posible considerar las imágenes como mediadoras de significados entre la realidad y los sujetos (2005). Dicha mediación, para las figuras visuales que este trabajo recupera, no tendría que ver precisamente con la instrumentalidad de la violencia, sino con su expresividad; con una forma de comunicar que tiene efectos en las maneras en que nos aprehendemos y reconocemos colectivamente y que puede constatarse en las fotografías que muestran los cuerpos desfigurados de las mujeres. Lo importante no es tanto la representación de la violencia descarnada, sino “lo que ocurre entre ese mundo de los signos-imágenes y el mundo de los cuerpos” (Aguiluz, 2012, p. 41). Es decir, los modos en que los discursos sobre esas imágenes circulan y se consumen no solo de manera verbal, sino también performativa, produciendo formas específicas de comunicación, visibilidad y contacto que, en el presente estudio, se analizan desde su constitución androcéntrica que, como dice Nancy Fraser, es la construcción de normas, valores y saberes que privilegian aspectos asociados a la masculinidad, a la vez que desvalorizan y desprecian todo aquello que ha sido codificado como femenino (2016, p. 41).

Podría definir entonces un régimen escópico androcéntrico/neoliberal como aquello que no se refiere a lo que es “visto” por los ojos, sino lo que nos habilitaría para mirar de un modo u otro una imagen y que, en este caso, se basaría principalmente en hábitos, técnicas, prácticas sociales, valores o creencias cuya base epistemológica es esencialmente masculina y que son cosustanciales a la fase extractivista (de los cuerpos y los recursos) carácterística del proyecto neoliberal actual.

Dicho régimen escópico determinaría las formas en que se ha registrado gráficamente el femigenocidio en México mediante la repetición exacerbada de mutilaciones y otras formas de marcaje sobre los cuerpos de las mujeres. Esta insistencia ominosa no podría interpretarse como un mero capricho de los editores y los fotoperiodistas encargados de producir dichos materiales en los tabloides que se analizan más adelante en este artículo. Más bien creo que dicha producción de contenidos se hace como parte de un régimen androcéntrico de visibilidad, el cual es producto de discursos de cepa patriarcal que se comparten colectivamente, moldeando un estatuto cuyo dogma es: la insuficiencia de nuestra mirada empírica no existe. De acuerdo con esta postura, nuestros ojos podrían captar la totalidad de la realidad, sin necesidad de apelar a lo que no aparece en una imagen. Una suerte de mimetismo visual, que lo único que ocasionaría es pensar lo real como un referente enteramente unificado y completo en sí mismo, estableciendo la muy cuestionable ecuación: fotografía=realidad. Con respecto a este asunto, se pueden traer a cuenta los argumentos de Luce Irigaray. De acuerdo con la autora, el régimen escópico dominante de la modernidad estaría determinado por un falogocularcentrismo (citada en Jay, 1994, p. 322). Dicho término sugiere que la evidencia del órgano viril del hombre se traduce en una presencia, en algo visible. Por el contrario, debido a su anatomía, la mujer está castrada en términos de lo visible. No ofrece nada a la vista, es falta. Ello nos permite pensar que vivimos en una época regulada por un falogocularcentrismo, en donde lo visible ocupa un lugar preponderante sobre lo invisible. Las mujeres y los cuerpos que se han feminizado tienden a permanecer ocultos, a ser invisibilizados.

La profanación de la carne

Los cuerpos de las mujeres que se exponen en las fotografías publicadas en varios tabloides de circulación nacional no serían meros conglomerados de carne y sangre que ofrecen una prueba de la violencia física, sino que son imágenes donde se evidencia que un acto cruel no solo es material, sino también moral, es decir, que ahí existiría una expresión determinante del estatuto de subordinación y degradación que se le confiere a lo femenino y en particular a las mujeres pobres en México. Se podría objetar que estas mismas publicaciones también exhiben en sus portadas, diariamente, de forma cruel y amarillista, cuerpos de varones; sin embargo, es necesario puntualizar la diferencia en el tratamiento de mujeres, que tiende a construirse sobre la estigmatización y erotización de los cadáveres femeninos, yuxtapuestos en algunos casos con la representación de mujeres como objetos sexuales.

Para abundar sobre la violencia física que comunica una degradación de lo femenino en México, me refiero a dos imágenes reproducidas en las portadas de los tabloides Metro y El Gráfico. La portada del tabloide Metro contiene, según la información consignada, la fotografía de los cadáveres de cinco mujeres que fueron ejecutadas en el municipio de Petatlán, Guerrero. No se estipula quiénes fueron los perpetradores, aunque los asesinatos se atribuyen, como hipótesis, al crimen organizado; lo único que se describe es cómo se encontraron los cuerpos amontonados y rodeados por 35 casquillos de armas de grueso calibre, en un camino de terracería. La segunda historia, que registra El Gráfico, se refiere a una mujer cuyo cuerpo fue hallado entre la maleza de un río de aguas negras en Huehuetoca, Estado de México. El tabloide señala que fue degollada y presentaba heridas en tórax, senos y genitales. La información difundida por el diario subraya que la víctima fue atacada sexualmente para después ser ultimada en dicho lugar. Este caso también se conjetura como una posible agresión del crimen organizado. Debido a que no se incluye en esta publicación la imagen de la portada a la que me refiero,4 se hace necesario describirla a detalle: la fotografía central registra el cadáver de una mujer, cubierto con una sábana blanca que no alcanza a tapar una de sus manos y la mitad de una de sus piernas. El cuerpo yace a la orilla de un canal de aguas negras. Esta imagen es titulada en letras mayúsculas y amarillas, por parte del tabloide, como “PINCHADA”, mientras que a continuación, sobre la foto, se lee lo siguiente: “Desnudo y con varias heridas, fue hallado el cadáver de una mujer dentro de una barranca; habría sido violada y acuchillada en los senos y sus genitales”. La fotografía con el titular recién descrito se yuxtapone a otra imagen que ocupa una buena porción de la portada mencionada, donde posa, con poca ropa, la actriz británica, Kate Beckinsale, con un pie de foto donde se informa que la también modelo fue reconocida como “la mujer más sexy del mundo”.

En los dos ejemplos encontramos un manejo similar de la relación imagen-texto. En todo caso, lo que harían estas figuras sería confirmar que el tratamiento reiterado de la prensa de corte policiaco contribuye a alimentar una concepción indiferenciada de las víctimas, es decir, que ambas portadas forman parte de la ejecución del femigenocidio, no tanto porque en los dos casos se dé cuenta, de manera amarillista, de la forma en que las víctimas fueron ultimadas por perpetradores con los que supuestamente no guardaban relación alguna, sino por el hecho de que ambas carátulas representan una “realización simbólica” 5 del femigenocidio en México. La acción genocida no solo se define en el aniquilamiento físico, como ya se afirmó líneas arriba, sino que también se construye en la inscripción simbólica y fragmentaria, derivada del acto violento, que ya no ejecuta el victimario, sino la sociedad entera. Esta “realización simbólica” es en realidad una borradura intencional de los rostros, nombres e historias de las mujeres, la cual asegura que la eficacia de la acción asesina femigenocida y la injusticia para las víctimas no se juegue solo en el hecho violento, sino también en un registro del lenguaje que suprime la mirada y la voz de las víctimas.

Fuente: Archivo de María Yaoyólotl.

Figura 1 Portada tabloide Metro (25/09/2009) 

Ese mismo tratamiento por parte de algunos periódicos en México ayudaría a afianzar un régimen de lo decible que se construye a partir de la repetición gráfica de la violencia infligida sobre el cuerpo de las mujeres como un marcaje. De hecho, el encabezado “PINCHADA” que se consigna en El Gráfico no solo hablaría desde la generalidad que hace indistinguibles a las víctimas de femigenocidio al dejar de lado sus rostros y sus nombres, sino que también aludiría a las heridas que han sido infligidas sobre un cuerpo. La “pinchada” ha sido asesinada a cuchillazos. Y a pesar de que no pueden apreciarse esas heridas en la fotografía, pues el cuerpo de la víctima aparece cubierto, se haría un énfasis en la forma de marcaje. Aquí lo que importa es hacer evidente, por medio de la palabra, algo que aparece cubierto en la imagen. La mirada quedaría sujeta a la “forma” que puede evocarse en el titular que anuncia la historia en primera plana. El titular “PINCHADA” no debe tomarse simplemente como una decisión editorial amarillista para “vender más” ejemplares, sino como una práctica mediática que pertenece a un régimen (escópico) androcéntrico de visibilidad. Decir “pinchada” es hacer ver una forma, una incisión en la piel que la atraviesa con una marca que ha dejado de ser herida para convertirse en imagen de la crueldad.

Por otro lado, en la portada del Metro, los cuerpos de las mujeres serían mostrados como prueba fehaciente de distintos crímenes. Las mujeres no solo han sido aniquiladas, sino reducidas a un cúmulo de carne. Una carne que ha sido abandonada debajo de un coche y que materializa gráficamente el hecho femigenocida. La evidencia no nos deja dudar ni por un segundo de lo que ha sucedido. Han sido ejecutadas cinco mujeres en Guerrero, según lo que se consigna por medio de la palabra escrita.

Lo que se ha construido de manera más o menos hegemónica en el tratamiento visual de los femigenocidios en México es una ponderación de aquello que se nos presenta como evidente -el cuerpo profanado (marcado)- sobre aquello que permanece invisible en las fotografías: el rostro de las víctimas. Así, lo invisible no lo entiendo como lo que está escondido y por lo tanto no puede ser registrado por los ojos, sino como lo que permanece encubierto, negado. Esto puede detectarse, por ejemplo, en las formas en que los editores y los reporteros gráficos de los medios en cuestión tienden a presentar las imágenes de los femigenocidios, ponderando el crimen antes que sus causas. Se trata de un lenguaje que produce efectos y afectos. Un exceso de sangre, muerte y violencia que termina por negar o desplazar a un segundo plano las razones que han originado esos asesinatos. Quizás esta postura nos permitiría explicar por qué el raudal de imágenes que registran la violencia descarnada contra las mujeres en México termina por conformar, como ya ha sentenciado Elsa Blair, ese cuerpo informe y difuso que parece estar en todas partes y en ninguna constituyendo así un verdadero icono del terror (citada en Torres, 2013, p. 161).

El relato que se construye en este tipo de tabloides se centraría en la evidencia empírica que ofrece la violencia instrumental femigenocida, su exceso, y en una cotundente banalización del problema. En aquello que se presenta como incuestionable ante la mirada: la presentación de cuerpos rotos/profanados de mujeres. Mirar estas imágenes significaría una experiencia visual monopolizada por la retina y apartada de toda escucha, evocando aquello que Jay puntualiza al afirmar que “los múltiples verbos empleados en el periodo homérico para designar aspectos de la práctica visual se redujeron a pocos en la era clásica, surgiendo una esencialización de la propia visión” (1994, p. 47). Así, los ojos comenzaron a entenderse como la única vía posible para constatar lo real; la mirada se entendió como un acto del glóbulo ocular y se negó la facultad de usar otros sentidos y el cuerpo mismo para construir una mirada más narrativa que constatativa. Esto no es un problema menor, si aceptamos que las fotografías que se analizan en el presente artículo se ponen a circular junto con un relato que deshumaniza el cuerpo de las mujeres. En la narración visual y textual que se origina como producto de la mirada androcéntrica de los editores de los periódicos mencionados, se llegaría a obnubilar la posibilidad de escuchar las voces de las víctimas dentro de esas mismas publicaciones; nuestra mirada tenderá irremediablemente a verficar solo aquello que se presenta ante los ojos como crueles “pinchazos”, estrangulamientos y marcas sobre los cuerpos, de los cuales se valen los editores para fabricar una adjetivación (las pinchadas, las estranguladas, las empaquetas) sobre las mujeres que, más allá de ayudarnos al entendimiento del problema, lo reduciría a su forma descriptiva y espacial. La imagen, afirma Jacques Ranciére, “no se define solo por la presentación de lo visible. Las palabras también son materia de imagen. Y lo son de dos maneras: en primer lugar, porque se prestan para las operaciones poéticas de desplazamiento y sustitución; pero también porque moldean formas visibles que nos afectan como tales” (2014, p. 82). La reiteración adjetivada que se ha detectado como una constante en la prensa de este tipo sería una imagen que no solo refuerza lo que se mira en la fotografía, sino que también evocaría una sensibilidad que nos distancia de las víctimas.

El femigenocidio no solo debería entenderse como una forma de violencia contra las mujeres, así, a secas, sino también como un proceso de violencia contra lo femenino que está en continua operación y que se vale de múltiples estrategias, materiales y simbólicas, para perpetuar el estado de subordinación en que se encuentran principalmente las mujeres pobres. Un proceso que, por cierto, va más allá de la vida de las mujeres y se extiende al dominio que se ejerce sobre su cuerpo asesinado, no solo en el momento en que queda exhibido en una fotografía de la prensa de corte policiaco, sino en el tratamiento de los cuerpos muertos que el Estado y la sociedad hacen de ellos. Como ocurre con las decenas de cuerpos que los servicios médicos forenses de Ciudad Juárez se han encargado de retener, sin informar a sus familiares, a pesar de que las madres de las víctimas han emprendido búsquedas de años sin contar con ningún tipo de información por parte de las autoridades (Lizárraga, 2011). La fragmentación de los cuerpos de las mujeres no se da solamente en el instante en que son asesinadas, sino que es prolongada por los medios de comunicación, el Estado y la sociedad.

Conclusión

Una de las principales cuestiones que este artículo pretende demostrar es que el tratamiento de las imágenes de mujeres asesinadas que elaboran los tabloides policiacos son maneras de crueldad, más que una visibilización “periodística” que ayude a comprender el problema por el que atraviesa México en este tema. Asimismo, la repetición sistemática de la crueldad, mediante el dispositivo imagen-texto al que recurren estas publicaciones, surge como un índice de una (inter)subjetividad masculina y neoliberal, caracterizada por la crueldad, que iguala lo femenino al desecho como parte de un proyecto que allana el camino del extractivismo. Lo que se intenta mostrar con el abordaje reflexivo de los tabloides recuperados es el conjunto de modos concretos de mirar lo femenino que prevalece en tiempos neoliberales.

Una de las probables cuestiones a resolver será si lo mejor no es prohibir la circulación de estas publicaciones donde se exhiben una y otra vez los cuerpos rotos de las mujeres. No creo que su censura contribuya a solucionar el problema. La diferenciación establecida por Régis Durand al hablar de las imágenes fotográficas que registran la atrocidad producida por las violencias actuales y que se difunden a través de los medios de comunicación podría tomarse como un referente para entender esta dificultad. Durand ha sostenido que este tipo de fotografías puede analizarse de dos maneras: 1) como un “documento-grito”, regulado según él por una sentencia imperativa del “esto ha sido” de un acontecimiento (la foto nos “gritaría” lo que ha ocurrido), y 2) como un “documento- proyecto” que atiende más bien a una construcción elaborada de lo real histórico a través de un trabajo interpretativo de la imagen (citado en Didi-Huberman, 2014, p. 65). No es mi intención abogar por una postura que nos permita ponderar la valía de la imagen como “documento-proyecto” sobre el punto de vista fenomenológico del “esto ha sido” que puede inferirse con el entendimiento de la imagen como “documento-grito”, y que en este artículo se vincularía directamente con las fotografías que registran cuerpos asesinados y descuratizados de mujeres. Preferiría, en cambio, establecer una relación entre estas dos interpretaciones para subrayar que las imágenes que nos gritan la muerte, desolación y dolor de las mujeres no se opondrían a las imágenes (documento-proyecto) miradas con la intención de comprender un acontecimiento desde sus implicaciones históricas, sociales y políticas. Lo que se propone en este trabajo es hacer de las imágenes fotográficas un “proyecto” que no niega la presencia del cuerpo roto de las mujeres, sino que lo toma como un llamado a la acción y a la compasión.

Los cuerpos marcados de las mujeres contendrían “marcas literales, no interpretativas” (Parrini, 2017). Por dicha razón, lo que degradaría a las víctimas no es la presentación gráfica de sus cuerpos asesinados, sino la forma en que esos cuerpos asesinados son mirados y enmarcados por encabezados e información precisos: “se las echan”, “pinchada”. Estas referencias póstumas que intentan definir los cuerpos de las mujeres, exigirían ser comprendidas a partir de la materialidad que evocan y que irremediablemente se asocia al cuerpo asesinado cruelmente. Así, es necesario mirar el acontecimiento del femigenocidio, pero no mirarlo en bruto, sino a través de un punto de vista que vaya más allá del mero grito que la fotografía es capaz de emitir. La comprensión histórico-visual del femigenocidio solo se lograría por medio de la recolección de los restos, es decir, de las voces que sobreviven a las asesinadas y de las trazas postmortem de sus vidas, que si bien algunas veces se presentan como el producto de un desmebramiento (de los cuerpos), al mismo tiempo pueden servir como disparadores de una mirada que sea capaz de imaginar más allá del cuerpo marcado, y así considerar lo que ha producido la exhibición pública de la crueldad. Para entender los femigenocidios desde una perspectiva histórica sería menester no exhibir a las asesinadas, sino visibilizarlas. Ello implicaría, por ejemplo, no solo sustituir el encabezado de “pinchada” por un rostro, un nombre y una historia que formarían parte de la memoria y la conciencia colectiva de una comunidad, sino que también demandaría un “desaprender” las formas que tenemos de mirar una imagen, el mundo, lo femenino.

Una fotografía, entonces, no sería un tipo de imagen que se nos presenta ante la mirada como sustitución de los acontecimientos que están determinados por un devenir histórico. “La foto no es una copia de lo real, sino una emanación de lo real en el pasado” (Jay, 1994, p. 355). Su aparición ante la mirada sería un medio para desatar un sentido. Una sensibilidad específica que tiende, por lo general, a desbordarse del marco que se presenta como límite de la imagen fotográfica, permitiéndonos entender la violencia no como un conjunto de hechos aislados. Mucho menos como algo excepcional. Será preciso mirar esta cruel violencia no a partir de la mediatización de periódicos y otras vías, que intentan reducirla a un acto instrumental, sino a partir de su propia repetición y sistematicidad histórica. Estas imágenes no habrían de tomarse como epifenómenos aislados de la violencia femigenocida en la sociedad, sino como la prueba de que la violencia cruel contra las mujeres y lo femenino es un medio para asegurar la prevalencia de un proyecto extractivista que guía las creencias, valores, maneras de mirar y relacionarse en la sociedad mexicana actual.

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1 Esta cifra fue dada a conocer por ONU Mujeres, a partir de INEGI, Estadísticas vitales de mortalidad, CONAPO, Conciliación de la Población de México 1970-2015 y proyecciones de la población de México 2016-2050 (2016-2017).

2La palabra óptimo es recurrente dentro del discurso y la práctica neoliberal. De acuerdo con Fernando Escalante, en su trabajo La Historia Mínima del Neoliberalismo, lo “óptimo” no tiene que ver con lo justo ni con ser razonable. Tampoco se refiere al mayor bienestar posible, sino al resultado económico que se supone estable dadas las restricciones (2015, p. 54).

3A partir de la explicación de Julia Serrano (2007), uso el prefijo cis para referirme a personas cuya identidad de género concuerda con su anatomía.

4La ausencia de la imagen se debe a que la representación jurídica del periódico El Universal, empresa que también produce y edita El Gráfico, negó el permiso a este investigador para reproducir la portada citada. La razón argumentada por parte del medio de comunicación fue que no querían ver “dañada” la imagen de su tabloide al asociar la portada en cuestión con el presente artículo.

5Esta categoría, propuesta por Daniel Feierstein (2007), supone que las prácticas sociales genocidas no se circunscriben al aniquilamiento material, sino que se llevan a cabo en el plano simbólico e ideológico a través de las maneras de imaginar, representar y narrar la experiencia genocida.

Recibido: 26 de Octubre de 2019; Aprobado: 10 de Marzo de 2020; Publicado: 15 de Diciembre de 2020

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