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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.58  Ciudad de México oct. 2019  Epub 19-Mar-2021

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2019.58.04 

Artículos

En torno a un nuevo realismo feminista como superación ontológica del constructivismo sociolingüisticista

On the subject of a new feminist realism as an ontological means of overcoming sociolinguistic constructivism

Ao respeito d’um novo realismo feminista como superação ontológica do construtivismo sociolinguisticista

a Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires / CONICET, Buenos Aires, Argentina


Resumen

La segunda mitad del siglo XX ha estado dominada por el giro lingüístico y la conversión de la filosofía en un sociologismo de/constructivista. En el ámbito de las teorías feministas, el paradigma socio-lingüisticista avanzó desde la incorporación del “género” como categoría hegemónica hacia la disolución transgenérica de lo sexual y su remate en la queerización del feminismo y la eliminación de las mujeres como sujetos ontológicos. Por el contrario, el siglo XXI ha levantado su vuelo especulativo sobre el agotamiento de la posmodernidad discursiva, con la certeza ontológica de lo real en su consistencia irreductible a discursos, textos, interpretaciones, relaciones económicas o normativas bio-tecnológicas. En el marco del así llamado nuevo giro especulativo o realista, las siguientes páginas intentarán reontologizar la diferencia sexual femenina por fuera de la falsa alternativa dualista esencialismo vs. antiesencialismo o sustancialismo vs. nominalismo a la cual ha sido posmetafísicamente forzada.

Palabras clave: Postmodernidad; Deconstrucción; Materialismo; Queerness; Diferencia sexual

Abstract

The second half of the 20th century was dominated by a linguistic approach and the conversion of philosophy into a de/constructivist sociologism. In the field of feminist theories, the socio-linguistic paradigm advanced from the incorporation of “gender” as a hegemonic category to the transgender dissolution of the sexual and its culmination in the queerization of feminism and the elimination of women as ontological subjects. Conversely, the 21st century has focused the collapse of discursive postmodernity, with the ontological certainty of the real in its consistency, irreducible to discourses, texts, interpretations, economic relations and bio-technological norms. Within the framework of the so-called new speculative or realistic turn, the following pages will attempt to re-ontologize the female sexual difference outside the false dualist dichotomy between essentialism and anti-essentialism or substantialism and nominalism to which it has postmetaphysically been forced.

Key words: Postmodernity; Construction; Materialism; Queerness; Sexual difference

Resumo

A segunda metade do século XX foi dominado pela viragem linguística e a conversão da filosofia num sociologismo deconstrutivista. No campo das teorias feministas, o paradigma sócio-linguisticista avançou da inclusão de “gênero” como categoria hegemônica à dissolução transgênérica do sexual, rematando na queerización do feminismo e a eliminação das mulheres como sujeitos ontológicos. Em contraste, o século XXI elevou seu vôo especulativo sobre o esgotamento do discurso do pós-modernismo, com a certeza ontológica duma realidade irredutível aos discursos, textos, interpretações, relações econômicas ou regulamentos biotecnológicos. No marco do chamado novo giro especulativo ou realista, tentarei nas seguintes páginas reontologizar a diferença sexual feminina fora das falsas alternativas dualistas (essencialismo vs. anti-essencialismo ou substancialismo vs. nominalismo), para as quais tem sido pós-metafisicamente forçada.

Palavras-chave: Post-modernidade; Deconstrução; Materialismo; Queerness; Diferença sexual

Introducción

Las siguientes páginas intentarán introducir la propuesta de un nuevo realismo feminista como marco ontológico -léase conceptual, especulativo, epistemológico o simplemente filosófico- capaz de generar y contener las diferentes iniciativas teóricas y prácticas habidas en los ámbitos feministas y de mujeres. Tal intento está motivado por al menos dos razones: la primera es de índole especulativa; la segunda, feminista; pero ambas convergentes en una misma preocupación por la eliminación de las “mujeres” como sujetos ontológicos de su propio devenir libre, su historia personal y sus construcciones colectivas, así como por recuperar la energía vital de las sexualidades e identidades femeninas en el amplio sentido de su múltiple virtualidad material, espiritual y cultural.

En efecto, el diagnóstico del contexto cultural hegemónico arroja que, en lugar de mujeres como sujetos sexuados y agentes de la transformación socio-política, lo que domina el escenario posfeminista es las performances discursivas de los géneros, los transgéneros, les mujerxs, las sexualidades o genitalidades disidentes, los cuerpos o personas sexualmente neutras, todes socio-políticamente deconstruibles y construibles a voluntad. Sumado a ello, la categoría mujer es reducida al efecto performativo de una hetero-normatividad falogocéntrica que urge abolir; o bien equiparada a otras tantas relaciones socio-políticas -de raza, clase, etnia, colonialidad, edad, talla, sindicato, etcétera- y absorbida por ellas como una variable más de la lucha antimperialista o anticapitalista, en lugar de afirmar su diferencia como la condición de posibilidad histórica y ontológica de la dominación homonormativa y homosocial de la masculinidad.

En tal contexto hegemónico, que consideramos disolvente de las identidades y sexualidades femeninas en su múltiple y diversa potencialidad creadora, nos proponemos pensar en torno a un nuevo realismo feminista que enmarque nuevas posibilidades teóricas y prácticas, apoyándonos en algunas razones especulativas y otras feministas. Las razones especulativas del presente texto responden al surgimiento del así llamado giro especulativo o realista del siglo XXI, nacido como alternativa al ya agotado nominalismo posmetafísico y posmoderno que dominó la segunda mitad del siglo XX. En contraste con la hegemonía del giro lingüístico y el constructivismo sociologizante, la primera mitad del siglo XXI nace con la certeza de lo real en su inmediatez irreductible a meros discursos, textos, relaciones socio-económicas o construcciones culturales (Bryant, Srnicek y Harman, 2011; Ferraris, 2014). Las razones feministas, por su parte, responden a la urgencia de un cambio de paradigma que, en sintonía con el giro ontológico del nuevo siglo, restituya la realidad de lo femenino por fuera tanto del sustancialismo abstracto como del constructivismo socio-lingüisticista. Nacen así los nuevos feminismos materiales y ontológicos (Alaimo y Hekman, 2008; Coole y Frost, 2010; Dolphijn y van der Tuin, 2012) a partir del cuestionamiento del reduccionismo sociologista y nominalista del posfeminismo hegemónico, y la búsqueda de alternativas epistémicas que satisfagan la complejidad sintética de lo real.

El presente artículo se inscribe en el marco del giro especulativo del siglo XXI, los nuevos materialismos y la ontología de la diferencia sexual. Dialogaremos con la nueva especulación a fin de responder desde ella a la eliminación metafísica de lo femenino operada por el constructivismo socio-lingüístico de los géneros, los transgéneros y la queerness. Asimismo, dialogaremos con cierta ontología de la diferencia sexual a fin de incorporar la materialidad femenina a una especulación violentamente arrancada del origen concreto de la existencia. El realismo feminista que nos proponemos delinear, asumirá la realidad femenina en los términos reflexivos, negativos y dialécticos de cierta especulación contemporánea, fuera del paradigma falogocéntrico en sus versiones ya sustancialista, ya nominalista.

En una palabra, reontologizar la realidad femenina y resexualizar la nueva especulación son el propósito al cual se adscriben estas líneas.

El viejo siglo lingüisticista y el nuevo siglo ontológico

El paradigma lingüisticista que dominó las últimas décadas del siglo XX convirtió al lenguaje en la última condición de posibilidad y realidad de toda cosa, sexualidad, sentido, norma y valor, establecida por un sujeto discursivo o performativo, él mismo articulado por relaciones socio-políticas de naturaleza lingüística. Las cadenas discursivas quedaron así a cargo de la gestión androcéntrica, constructora de significantes auto-significados por las relaciones diferenciales intradiscursivas, que deciden el orden y sentido de lo real. La filosofía abandonó de este modo su vena ontológica y se desplazó hacia el análisis deconstructivo, constructivista y hermenéutico de estructuras socio-lingüísticas reguladas ellas mismas por relaciones de poder económico, o bien por el gran Otro de lo Real como cosa-en-sí trascendente, incognoscible e inconmensurable. En el vacío de lo real, el lenguaje devino esa mágica palabra capaz de sacar el ser de la nada.

Las teorías feministas absorbieron el impacto del nominalismo posmoderno en una línea de continuidad que va desde la incorporación del “género” como categoría socio-política hegemónica hasta la disolución del mismo en la indecidible e interminable clasificación de (pos)identidades transgenéricas o queer. La transición del sistema sexo-género a la implosión transgenérica de toda (pos)identidad es la consecuencia obligada de los supuestos dualistas y constructivistas ya presentes en la noción de género. En efecto, sin desconocer algunas ventajas metodológicas que el sistema sexo-género pudiera reportar a las ciencias sociales, lo cierto es que desde el punto de vista ontológico dicho sistema comporta una interpretación dualista de la diferencia sexual, escindida entre un sustrato material pasivo, indeterminado, amorfo, receptivo y mudo -el sexo- y un elemento socio-político activo, formador e inteligible -el género-; este tipo de dualismo teórico es de suyo muy inestable y tiende por su propio peso a una resolución unilateral, tal como la historia del posfeminismo lo muestra.

Judith Butler dio el gran paso hacia una resolución unilateral del dualismo sexo-género con la eliminación de la materia sexuada como sustrato pasivo preexistente y la reducción socio-genética y lingüisticista de los sexos/géneros en el marco de un constructivismo radical. Con Butler, cuerpos, sexos, sexualidades, energía libidinal, afectos, deseos etcétera, se reducen a organizaciones históricas y contingentes del poder biopolítico, articulado él mismo socio-discursivamente. Antes que materia como sustrato pasivo, lo que hay es un “un proceso de materialización que se establece en el tiempo para producir el efecto de limitación, fijación y superficie que llamamos materia” (Butler, 1993, p. 9). En una palabra, los cuerpos son para Butler coagulaciones del lenguaje, textos socio-políticos sin más consistencia (post)ontológica que los flatus vocis de su aparecer. La conclusión es que “hombres y mujeres existen como normas sociales” (Butler, 2004, p. 210), ambos reducidos a los efectos de una hetero-normatividad disciplinaria.

Paul Preciado da todavía un paso más allá que Butler al declarar, junto con la desontologización de la diferencia sexual (Preciado, 2003), la ficcionalidad de todo sexo o género, su carácter de simulacro y artificio sin referente ni original, y su producción a partir de complejas biotecnologías de gestión individual. Para Preciado, en “el principio era el dildo” (2002, p. 20), esto es, la ficción de lo sexual reducido a “productos, instrumentos, aparatos, trucos, prótesis, redes, aplicaciones, programas, conexiones, flujos de energía y de información, interrupciones e interruptores, llaves, leyes de circulación, fronteras, constreñimientos, diseños, lógicas, equipos, formatos, accidentes, detritos, mecanismos, usos, desvíos” (2002, p. 19). Esta suerte de razón instrumental de índole sexuada dispone en un mismo plano de producción y consumo transgenérico a mujeres, varones, travestis, transexuales, intersexuales, gays, lesbianas, butch, drag queens, etcétera, todos aplanados al mismo nivel ficcional, cuya pauta de medida pasa por la adecuación o inadecuación -cis-trans- a la normativa hetero, es decir que la diferencia socio-política radical sería la de varones y mujeres por un lado, lesbianas, gays, trans, etcétera, por el otro, o bien, entre hetero y homo.

No es este el lugar para una crítica exhaustiva de la ideología queer y la queerización del posfeminismo. Nos basta con señalar algunos breves equívocos y falsas suposiciones que apuntalen el cambio de paradigma propuesto. Primero y principal, el lingüisticismo queer se basa en el equívoco -postmetafísico y posmoderno- de identificar ontología con esencialismo, naturalismo o biologicismo como si toda concepción ontológica se redujera al sustancialismo de la cosa-en-sí, objeto de un sujeto claro y distinto, y una lógica representativa abstracta. La operatoria desontologizante y antirrealista consiste entonces en equiparar ontología con dualismo sustancialista; esencia con forma eterna e inmutable; sujeto con res cogitans; identidad con lógica representativa; y diferencia con oposición excluyente, de manera tal que toda la serie sea disuelta en un constructivismo relativista. De todo esto deriva el equívoco destino de la diferencia sexual, reducida o bien a un biologicismo esencialista, o bien a un sociologismo heteronormativo que oculta la verdadera naturaleza homonormativa del sistema hegemónico, gestionada de varón en varón según el modelo androcéntrico que la queerness reproduce (Jeffreys, 2003; Raymond, 2001). A ello se suma la reducción de la sexualidad humana -en el amplio sentido de energía vital creadora- a gestión genital o producción biotecnológica de cuerpos objetivados y consumidos por una suerte de razón sexo-instrumental. En última instancia, la crítica al posfeminismo queer procede del feminismo mismo y objeta, en líneas generales, la feminofobia queer y eliminación de la diferencia sexual (Braidotti, 2005, pp. 25-86); el falogocentrismo de una materia inerte y muda entregada a la performance androcéntrica (Alaimo y Hekman, 2008); la masculinización encubierta de la aparente neutralidad o indecidibilidad (a)sexual (Burke, Shor, Naomi y Whitford, 1994, 176 ss.); y la ruptura de la continuidad generacional del pensamiento feminista (van der Tuin, 2014).

Sin embargo, lo cierto es que del otro lado del siglo XX levanta su vuelo especulativo el siglo XXI en el ocaso antirrealista de la posmodernidad y con la certeza de lo real en su consistencia inenmendable, irreductible al lenguaje, los significantes auto-significados y las construcciones socio-economicistas del poder. Maurizio Ferraris enuncia la transición en estos términos:

el mundo real se ha convertido ciertamente en discurso o, más bien -como veremos- se convirtió en un reality show; el resultado fue el populismo mediático, a saber, un sistema en el cual (si se tiene poder) se puede reclamar que la gente crea cualquier cosa. En los noticieros televisivos y los talk shows hemos sido testigos del reino del “no hay hechos, solo interpretaciones” que -respecto de aquello que desafortunadamente es un hecho, no una interpretación- mostró su verdadero sentido: “el argumento del más fuerte es siempre el mejor”. Por lo tanto, ahora tenemos que vernos con una circunstancia peculiar. La posmodernidad está retrocediendo, tanto filosófica como ideológicamente, no porque haya errado sus objetivos sino, por el contrario, precisamente porque ha dado en el blanco de todos ellos demasiado bien (Ferraris, 2014: 3).1

Con estas palabras, Maurizio Ferraris describía el desenlace del relativismo posmoderno, cuyo escepticismo radical termina por consumarse en la decisión del más fuerte, a la vez que marcaba el pasaje a una nueva era filosófica.

El giro especulativo del siglo XXI alberga líneas tan diversas como la ontología orientada a objetos de Graham Harman, el materialismo especulativo de Quentin Meillassoux, el realismo agencial de Karen Barad (2007), el materialismo vitalista de Rosi Braidotti o Jane Bennett, y el neoidealismo de autores como Catherine Malabou, Slavoj Žižek, Markus Gabriel o Adrian Johnston, entre muchas/os otras/os autoras/es. Al margen de su enriquecedora diversidad, coinciden en algunos puntos comunes que podríamos resumir en los siguientes. Primero, en la afirmación de la inmanencia radical y la presencia inmediata de lo real, constitutivo de todo sentido, experiencia y significación. La realidad aquí mentada no opera como núcleo objetivo exterior al lenguaje o las representaciones abstractas, ni tampoco lo hace como remota e ignota cosa-en-sí trascendente al mundo finito. Se trata por el contrario de una realidad autoactiva, inmanente al lenguaje que la media y refleja ontológicamente.

De aquí se desprende el segundo elemento común, a saber, la crítica al correlacionismo entendido como la conexión extrínseca entre dos entidades -mundo y conciencia, cosa y pensamiento, naturaleza y lenguaje- independientes, autosubsistentes y dualistamente opuestas, una de las cuales oficiaría de condición de posibilidad para acceder desde afuera a la otra. La crítica al correlacionismo involucra tanto al viejo realismo ingenuo como al contemporáneo construccionismo postmetafísico, ambos parciales unilaterales en la acentuación ya del objeto exterior autosubsistente, ya del sujeto hablante constructor. A diferencia de ambos, el nuevo realismo supone la actualidad del objeto y el sujeto como términos relacionales y recíprocos de una misma realidad en sí misma reflexiva y medial, de manera tal que objetos y representaciones, entidades conocidas y actos de conocimiento, sintientes y sentidos, cosas e ideas constituyen lo real en su diferir inmanente, que es creación efectiva.

Un tercer rasgo común de los nuevos realismos es su diálogo con disciplinas científicas tales como la genética (Malabou o Richardson), la física y la mecánica cuántica (Barad, Coole o Frost), la neurobiología y la inteligencia artificial (Wilson, 2004, o Malabou), la matemática (Gabriel), la cibernética, la nanotecnología, etcétera. El intento de una síntesis entre ontología y ciencias cristaliza en cierta “ontología biológica” (Richardson, 2013, p. 21) o “biología especulativa” (Malabou, 2016, pp. 175-78), resultado de una racionalidad inmanente a la naturaleza y de una naturaleza autoactiva en toda producción cultural. La integración de la naturaleza a la reflexión ontológica restituye un clásico tópico filosófico abolido por el constructivismo lingüisticista -donde lo natural es reducido a construcción cultural androcéntrica- y recuperado por los corrientes materialismos vitalistas o ecofilosofías. La naturaleza neorrealista no es la sustancia dada e inmediata del correlacionismo, sino un sujeto vivo y autodiferencial, mediado por múltiples dinamismos e intraactuado por heterogéneas agencias imbricadas. La nueva naturaleza especulativa resulta entonces una “segunda” o “supra” naturaleza, “más que natural” (Bennett, 2010, p. 115; Johnston, 2014, p. 139).

El feminismo de la tercera ola acusa el impacto del giro realista, su crítica al paradigma socio-lingüisticista, la búsqueda de cierta integración con las ciencias naturales y la afirmación de nuevos criterios de verdad que de una u otra manera afirmen la realidad en su consistencia irreductible a meros significantes de gestión androcéntrica. Ubicamos aquí a autoras como por ejemplo Rosi Braidotti, Elizabeth Grosz, Stacy Alaimo, Susan Hekman, Karen Barad, Iris van der Tuin, Claire Colebrook, Moira Gatens, Diana Coole, Samantha Frost, Jane Bennett y Catherine Malabou, para mencionar algunas. En líneas generales, estas autoras coinciden en un materialismo dinámico que ha rescatado la materia de la pasividad inerte a la cual la sometió el logo-lingüísticismo constructivista y la ha restituido a su autonomía creadora. De una u otra manera, para todas ellas vale que “la emancipación de la materia es por naturaleza un proyecto feminista” (Dolphijn y van der Tuin, 2012, p. 93), consistente con la emancipación de la fuerza vital generadora personal, colectiva y universal.

En un intento por dar cuenta del giro ontológico feminista, Rosi Braidotti diagnostica el siguiente estado de la cuestión:

con la muerte de la posmodernidad, que ha caído históricamente como una forma de escepticismo radical y relativismo moral y cognitivo, las filósofas feministas tienden a moverse más allá del paradigma de la mediación lingüística de la teoría deconstructiva y trabajar en su lugar hacia la producción de alternativas robustas”, capaces de lograr “una aproximación sistemática meta-discursiva a los métodos interdisciplinarios de la filosofía feminista” (entrevista en Rick y van der Tuin, 2012, p. 25).

Mientras afirma la muerte del escepticismo y el relativismo postmetafísico, Braidotti señala la urgencia de producir marcos conceptuales superadores del esquema dualista esencialismo vs. antiesencialismo, biología vs. cultura, naturaleza vs. lenguaje, materia vs. idealidad.

En lo que sigue, ensayaremos avanzar en la propuesta de una alternativa ontológica capaz de reinstalar la diferencia sexual en el centro del pensamiento y la praxis feminista. Privilegiaremos en este caso el pensamiento de Catherine Malabou, quien en Changing Difference(2011) sienta las bases de un doble movimiento conceptual, a saber, crítico de la desontologización de la identidad femenina y propositivo de un concepto de mujer superador de los viejos prejuicios esencialistas y antiesencialista, ambas cosas en la línea de una inmanencia materialista de corte dialéctico y autoactivo.

La esencia negativa y dinámica de un real inmanente

En Changing Difference, Malabou se propone reinstalar lo femenino como cuestión ontológica rescatándola fuera del esquema dualista y unilateral al cual la infértil disputa esencialismo vs. antiesencialismo, fundacionalismo vs. antifundacionalismo, sustancialismo vs. antisustancialismo la sometió. Dicho esquema arraiga, como decíamos líneas atrás, en el equívoco de identificar esencia, fundamento y sustancia con las entidades claras y distintas de la metafísica representativa, como si la modernidad especulativa no hubiese aportado ninguna novedad a la historia del pensamiento y como si, además, la salida del dualismo estribara en un nominalismo disolvente de toda identidad y reificante de contraestereotipos. Tal es, efectivamente, la opción deconstructivista del posfeminismo y en particular de Preciado, con cuyas multitudes queer discute Malabou a fin de denunciar “la violencia teórica de la desontologización de la mujer” (Malabou, 2011, p. 99).

La autora considera el antiesencialismo posfemnista como la última torsión en la historia de negaciones y sometimientos sufrida por las mujeres, para acusar “la complicidad entre una violencia social y doméstica que rechaza dar a las mujeres un lugar y una violencia teórica que rehúsa dar a las mujeres una esencia” (Malabou, 2011, p. 96). La violencia contra las mujeres atañe tanto a la desontologización de la diferencia sexual -condición sine qua non del dildo transoriginal y las sucesivas ficciones queer- como a su normalización socio-lingüística en un constructo hetero al cual son extrínsecamente asimiladas y con el cual se miden las disidencias sexuales o genitales, como si las mujeres no pudiéramos ser -en tanto y en cuanto que tales- disidentes. A la violencia de la desontologización femenina se suma así la violencia de un esencialismo socio-cultural hetero-normativo, cuya solución es la abolición de varones y mujeres en tanto que “categorías pasadas de moda” (Halberstam, 2005, p. 41).

A la vez que denuncia la violencia teórica y práctica contra las mujeres ejercida por su desontologización antiesencialista, Malabou ensaya los términos especulativos de lo que sería un “concepto mínimo de mujer” (Malabou, 2011, p. 93) capaz de justificar y sostener la identidad femenina en la multiplicidad de sus realizaciones. Tal concepto estaría determinado por la negatividad o diferencia esenciales de la identidad (Malabou, 2011, pp. v, 98) y realizado en el devenir plástico de su inmanencia material y reflexiva. Esta suerte de ontología mínima de Malabou se sostiene en la lógica hegeliana y, concretamente, en las categorías de realidad -Wirklichkeit- y esencia -Wesen o Gewesen- elaboradas por Hegel en términos dinámicos, reflexivos y dialécticos (cf. Malabou, 2011, p. 136; Hegel, 1968, pp. 339-389, 467-506; 2005, §§ 112-159). Esto significa, en otras palabras, que el nuevo materialismo de Malabou opta por una dialéctica especulativa a fin de reinstalar el feminismo en el camino del realismo ontológico.

Sin pretender ser exhaustivas en el análisis de la Lógica hegeliana, quisiéramos introducir al menos unas pocas nociones suyas a fin de allanar el camino hacia la reconceptualización de la identidad femenina en la línea abierta por Malabou. Cuando la Lógica de Hegel desarrolla el concepto de realidad, lo hace a través de una serie de determinaciones que rompen con la tradición metafísica anterior e inauguran una nueva era filosófica. En efecto, mientras que la vieja metafísica sustancialista se comprende a sí misma como la ciencia del ente y se define por el contenido afirmativo de la esencia en tanto lo que es de manera inmutable y necesaria el ente en cada caso, en cambio la lógica hegeliana -Kant y romanticismo mediante- concibe lo real como la acción inmanente de su propio devenir reflexivo, dialéctico e histórico (Hegel, 1968, pp. 467-506; 2005, §§ 142-159). El sustancialismo de la cosa-en-sí -dispuesta como objeto intencional de la conciencia, ya representativa, ya trascendental- es así desplazado por un actualismo dialéctico en cuya acción efectiva lo mismo deviene otro, la identidad, diferencia y lo inmediatamente dado se niega en la mediatez de su propia contradicción. El registro de lo real hegeliano no corresponde entonces con la sustancia irreflexiva y autoidéntica del dualismo, sino con la acción reflexiva del devenir inmanente, mediado por su propia negación.

Negatividad y autocontradicción constituyen de este modo la esencia de lo real, o bien, el lugar donde la esencia deviene real por la reflexión del ser sobre sí mismo, su contradicción inmanente y la resolución de la identidad en y por la diferencia misma. Los pilares que sostenían hasta entonces a lógica representativa, a saber, autoidentidad simple y contradicción extrínseca con un otro excluido -el tan mentado binarismo- son así superados por el dinamismo autodiferencial de la identidad, impulsada a devenir siempre otra en y por la dialéctica de su continua aparición, desaparición y creación. A la sazón, Malabou subraya que la esencia de la cual habla la Lógica expresa gramaticalmente el participio pasado del verbo ser, es decir, lo sido -Wesen o Gewesen-, mientras que metafísicamente acusa el movimiento inmanente del ser mediado por su propia reflexión de lo sido a lo efectivo, de lo virtual a lo actual (2011, p. 136).

El carácter negativo de la realidad esencial, o bien, su consistencia dialéctica y medial debe ser cuidadosamente distinguida de la negación binaria que opone de manera extrínseca y excluyente dos entidades sustanciales, cada una de las cuales “no” es la otra. A diferencia de este caso, la negatividad dialéctica no comporta una suerte de privación, falta, imposibilidad u oposición entre cosas, sino antes bien la energía semoviente de lo real, el punto de fuga y de retorno que hace posible toda transformación. Tal negatividad es reflexiva e inmanente, es decir, se relaciona con su propio contenido y en esa autorreferencia produce la doble operación de destruir y recrear, disolver y afirmar, separa y unir la realidad devenida. Una negación tal es estrictamente auto contradictoria porque su fuerza se vuelve sobre su propio contenido. Hegel la denomina por eso “negación determinada” (1968, p. 50; 1966, p. 55) y atribuye su energía a la esencia: “la esencia es por ende una negación determinada” (1968, p. 345) en la cual lo real se consuma como devenir siempre nuevo. Dicho de otro modo, la negación determinada coincide con esa diferencia esencial -no sustancialista, sino activamente autodiferencial- en la cual la identidad se recupera a sí misma como continuo diferir.

Valgan estas breves anotaciones especulativas a los fines de enmarcar la realidad femenina que intentaremos esbozar: una realidad esencialmente negativa, contradictoria y dinámica, cuyo concepto es su propia acción conceptiva. La mujer de la que hablaremos no es un ente sustancial monádico, simple e inmediato, sino una acción efectiva resultante de su propio diferir inmanente. En palabras de Irigaray, “ella no es ni una ni dos”, sino siempre “otra en sí misma” (Irigaray, 2017, pp. 19, 21).

En torno a la concepción efectiva de la mujer

El pensamiento feminista nunca ha permanecido ajeno al espíritu filosófico de la época, sino que ha sabido asimilarlo y devolverlo al universo cultural transfigurado por la conceptualización de la identidad femenina. Tal es la tendencia que ha comenzado a aflorar en el marco del nuevo realismo, cuya especulación reclama la mediación de la diferencia sexual, tanto como esta exige la mediación ontológica. Cuando hablamos de diferencia sexual no mentamos aquí la diferencia binaria varón-mujer, sino la diferencia radical de la identidad femenina consigo misma. Podríamos decir con Slavoj Žižek que “la diferencia sexual no es en última instancia la diferencia entre los sexos sino la diferencia que cruza el verdadero corazón de la identidad de cada sexo, estigmatizándolo con la marca de la imposibilidad” (Žižek, 2012, p. 761), o mejor, que “la pareja primordial es más bien la de la mujer y el vacío (o la muerte: das Mädchen und der Tod) y el hombre viene segundo” (Žižek, 2016, p. 11). Llamamos entonces diferencia sexual a la marca de ese vacío, de esa negatividad que atraviesa esencialmente la identidad femenina y la vuelve siempre otra. La diferencia sexual es el lugar de nacimiento de la identidad femenina, porque nacer mujer es en sí mismo un devenir tal.

Para despejar de una vez por todas el espectro dualista que acecha la disputa esencialismo vs. antiesencialismo, biologicismo vs. constructivismo, valga insistir en que la realidad femenina designada no es una cosa, res o entidad sustancial individual, ni un sujeto más o menos racional -en comparación con las luminosidades masculinas-, ni una representación socio-lingüística ajustada a la normatividad hetero, ni la clase dominada del imperalismo. La mujer ontológica de la que hablamos es su propio devenir reflexiva y negativamente autodeterminado por la acción esencial que la constituye. No hay en ella esencia femenina alguna que opere como fundamento trascendente, causa externa o contenido simplemente positivo de su identidad. Lo que ella tiene de esencial es la inconsistencia de su continuo devenir, continuamente disuelto y recreado en la doble negatividad que la deconstruye y regenera, deshace y transforma. Planteada en tales términos, la tarea de un realismo feminista consiste en abordar el ser mujer desde su propia negatividad determinada, que no reside por cierto en la volatilidad de la indecidibilidad absoluta o el significante vacío -donde los cuerpos son neutros y todos los sexos, artefactos a construir-, sino en la negación inmanente y concreta que determina su devenir esencial de lo sido a lo efectivo, de lo virtual a lo actual.

Tal es justamente el camino escogido por Catherine Malabou cuando propone un concepto mínimo de mujer determinado por la negatividad, que el sistema falogocéntrico ha ejercido históricamente según las coordenadas socio-culturales y subjetivas de cada situación particular. El análisis socio-histórico que puede y debe hacerse de la opresión patriarcal -sea en su macro-operatoria sistémica o en sus variables micro-situadas- converge en este punto con el análisis especulativo de una negatividad constitutiva. La tesis de Malabou supone el dinamismo autoactivo de la negación y no de cualquier negación, sino de una determinación específicamente femenina que ha funcionado como criterio y medida de la ideología falo-logo-onto-teo-céntrica. Esa violencia contra-actuada que ha hecho y deshecho la realidad femenina contiene, por inversión dialéctica, la clave de su superación.

¿Qué ha sido entonces negado en la negación de la mujer? Lo negado es la fuerza de un devenir y de una historia, una posible expansión vital, un modo de existir y actuar que no atañe exclusivamente a las mujeres individuales, sino que concierne a un modo de ser originario y abraza las relaciones de lo real en su conjunto. Esa múltiple negatividad puede ser leída en varios planos, entre ellos el plano individual concerniente al cuerpo, la subjetividad y la experiencia personal de cada mujer; el plano socio-político tocante a la historia de un silencio colectivo que invisibilizó el patrimonio cultural de las mujeres e impostó en su lugar la voz del desiderátum masculino; y el plano universal, porque la negación de lo femenino significó la desconexión esencial de la existencia, el olvido de su origen material y la represión de las fuerzas vitales. Para cualquiera de estos planos vale que lo negado ha sido una potencia ontológica de realización, atravesada por múltiples posibilidades de acción: individual y social, subjetiva y colectiva, material y simbólica, política, religiosa, artística, etcétera. Fueron violentados, eliminados y expropiados cuerpos, lenguajes, materialidades, simbólicas, representaciones identificatorias, vidas humanas y no humanas.

Y lo paradójico es que, respecto de tal negatividad determinante de una historia de violencia y silenciamiento, el lugar de la eliminación sea igualmente -por desdoblamiento dialéctico-especulativo- el lugar de la restitución. La misma negatividad que ha corroído y debilitado la potencia creadora de lo femenino es capaz de convertirse en punto de retorno y transformación desde el cual concebir otra historia personal, colectiva y universal. El movimiento de transformación feminista está en gran medida definido por la restitución de esas fuerzas, deseos y posibilidades negadas, para lo cual es necesario el esfuerzo autorreflexivo que el feminismo promueve desde hace décadas en grupos de autoconciencia o consciousness raising. Tales prácticas se sostienen en el principio de la autoconciencia -ontológicamente bastante alejado de las autopercepciones ficcionales posmodernas- como acción libre y reflexiva, constituyente de la subjetividad y liberadora de sus fuerzas. Esos grupos suponen además que toda subjetividad es relacional y recíproca, siempre mediada por diferencias, contradicciones y alteridades.

Lo real femenino está en esos flujos de energía y devenires múltiples continuamente atravesados por una negatividad radical empecinada en que lo sido llegue a ser actual. Las teóricas feministas se refieren en tal sentido a un tipo de identidad dinámica, móvil, plástica, fluida, volátil o nomádica, en contraste con las identidades claras, distintas y sólidas del sustancialismo clásico. Catherine Malabou, por ejemplo, apela a la categoría de plasticidad a fin de conceptualizar la fuerza creadora y transformadora de la negatividad esencial. La plasticidad expresa el dinamismo inmanente de la identidad, es decir, su continuo diferir, contradecirse y cambiar: “un medio para la diferenciación de los opuestos, la plasticidad mantiene los extremos juntos en su acción recíproca” (Malabou, 2005, p. 186). Este real-plástico que las diferencias actualizan, define a la identidad femenina.

Por su parte, autoras como Luce Irigaray, Rosi Braidotti o Elizabeth Grosz conceptualizan la realidad femenina en términos análogos a los de Malabou. Irigaray, por ejemplo, la define en términos de fluidez material (Irigaray, 2017, pp. 79 ss.; Stephens, 2014, pp. 186-202) porque lo fluido acusa la incorporación de la diferencia, asimila su virtualidad transformadora, resuelve sus tensiones y subsiste en su constante devenir. La fluidez irigariana significa una identidad en permanente metamorfosis, “jamás sencillamente una” y “siempre múltiples, varias” (Irigaray, 2017, p. 21-22). La mujer irigariana no es sustancialistamente ni una ni dos, sino que deviene dialécticamente tres: medio de opuestos, unidad de contradicciones, sujeta de diferencias. Mientras que Irigaray apuesta a la fluidez, Braidotti despliega una “teoría nomádica” (Bradotti, 1994) de lo femenino donde la diferencia opera la realización de la potencia material en un pasaje múltiple, descentrado y rizomático de lo virtual a lo actual. Otro tanto sucede con el pensamiento de Grosz, cuyos “cuerpos volátiles” (Grosz, 1994), vibrantes de energía sexual, dan cuenta de lo real femenino en su continua potenciación, expansión y mudanza.

Bajo la categoría de “diferencia sexual” estas autoras comparten la concepción de lo femenino en términos de un proceso autodiferencial generador de la propia identidad sexual, cuya medida no recae sobre la norma extrínseca y alienante de estereotipos o contraestereotipos reificados, sino sobre la propia potencia deseante. Asimismo, ellas comparten la concepción de lo sexual como realidad ontológica irreductible a la producción socio-lingüística de la genitalidad, e identificable con la energía vital -material, psíquica y espiritual- constitutiva de lo humano y hacedora de su universo cultural en la integridad y variedad de todas sus expresiones. En tal sentido, las mujeres en general y las feministas en particular somos disidentes sexuales en la medida en que creamos subjetividades, afectos, expresiones simbólicas, materiales o culturales capaces de expresar nuestra propia identidad sexuada.

Es necesario hablar entonces -con Irigaray, Braidotti, Grosz y tantas otras pensadoras del diferir sexual- de múltiples y diversas sexualidades femeninas, entre las cuales la genitalidad -hetero, homo o bisexual- es una de las tantas trayectorias libidinales posibles del deseo femenino. Elizabeth Grosz y Elspheth Probyn proponen al respecto “sexualizar las actividades, antes que meramente reflexionar sobre una preestablecida y ya valorizada noción de sexualidad” (1995, p. ix); sexualizar la totalidad del cuerpo y sus funciones, sexualizar la memoria, la inteligencia, la escritura, el arte, el comer; sexualizar, esto es, liberar su erótica y explorar su potencial creador. Para estas pensadoras, la realidad femenina es esencialmente sexuada y su disidencia debe jugarse en la totalidad de sus posibilidades de acción y creación.

El intento de concebir lo femenino en términos ontológicos y, recíprocamente, de concebir lo real a partir de la diferencia sexual exige dar cuenta de algunas categorías especulativas cuyo desentendimiento plaga de equívocos y fútiles discusiones el actual escenario posfeminista. Nos referimos en concreto a las categorías de necesidad, contingencia, universalidad y particularidad, interpretadas equívocamente a partir de un paradigma dualista, ya sustancialista ya constructivista. La falsa alternativa esencialismo-antiesencialismo subsidia la igualmente falsa elección entre necesitarismo y relativismo, universalismo y particularismo, macro y micropolíticas, como si la cuestión pasara por decidir entre el eterno femenino de las esencias inamovibles y el contingentismo relativista de cada construcción socio-histórica. La unilateralidad excluyente de un dualismo tal pierde en cualquier caso la riqueza de lo que la especulación ha llamado lo universal singular, concreto o, simplemente, la singularidad absoluta, siempre única e irrepetible en la efectiva realización de la indeterminación universal.

Esa falsa alternativa dualista corresponde al registro representativo del entendimiento y su lógica sustancialista, generadora de representaciones autoidénticas y oposiciones excluyentes, o bien negadora de las mismas. Dado que es imposible encontrar una representación de “la mujer” estadísticamente común a todos los dominios socio-lingüísticos de la historia, la conclusión posfeminista es la disolución de la identidad femenina en múltiples y relativas (pos)identidades socio-culturales, a saber: la raza, la clase, la etnia, la colonialidad, la edad, la talla, el sindicato, etcétera, todas ellas infinitamente interseccionadas e igualmente contingentes, particulares y relativas. El sociologismo propio de las teorías posfeministas elimina de este modo la especificidad del feminismo y sus luchas, reduce la clase dominada mujer a una torsión más del imperialismo capitalista, separa a las mujeres entre sí, desconoce la universalidad de los derechos humanos y abona, en definitiva, a la ley del más fuerte, los intereses y derechos de grupo y el individualismo de mercado.

Para un realismo feminista, en cambio, la necesidad y universalidad de la identidad femenina no se miden con representaciones o generalizaciones cuantitativas, sino con la acción dialéctica del devenir subjetivo, libre y singular, subsistente siempre en la tensión de fuerzas, intereses y deseos diferenciales. Desde este punto de vista, no existe ni lo universal en sí, ni lo meramente particular y contingente, ni la superposición combinada de ambas cosas, ni su mezcla en una tercera entidad. Por el contrario, lo femenino existe siempre en la acción singular y sintética de múltiples diferencias y contradicciones, entre las cuales se cuenta la indeterminación de lo universal y necesario, en y por su determinación siempre particular y contingente.

Cuando la identidad femenina es concebida en su propia diferenciación inmanente, necesidad y universalidad pierden el sentido trascendente o trascendental de cosa-en-sí extrínsecamente reguladora de las particularidades finitas, para devenir instancias inmanentes de la autodeterminación. Tal tipo de necesidad no alude a contenidos representativos -como si lo necesario fuese tal o cual cosa, tal o cual modo particular de ser mujer, tal o cual propiedad común a todas las mujeres empíricas- sino a la misma acción reflexiva, compuesta ciertamente por múltiples elementos contingentes y accidentales, pero finalmente resuelta en la posición de la propia singularidad, única e irrepetible. Respecto de cada mujer singular, lo necesario es devenir sí misma, afirmarse en su propio reconocimiento dialécticamente integrado por múltiples elementos en permanente tensión. Este tipo de necesidad inmanente, idéntica a la autodeterminación, se llama también libertad y coincide con la potencia de realización personal.

No obviamos con esto la necesidad empírica de ciertos hechos o contenidos dados, por ejemplo, condicionamientos socio-culturales, biológicos o simplemente fácticos que se imponen de manera inenmendable, sino que más bien afirmamos una suerte de sobredeterminación inmanente, reflexiva y autoconsciente de los mismos, reconocidos y subjetivados por cada existencia singular. En este último sentido, lo necesario del devenir mujer es su propia acción libre, capaz de concebir, significar y transformar la inmediatez de lo dado. O bien, la necesidad del devenir mujer es su propia concepción en la alteridad de múltiples contenidos diversos y hasta contradictorios.

Otro tanto cabe decir de lo universal, identificado dialécticamente con el elemento de indeterminación disponible en cada acción singular. La mujer no es abstractamente ni universal ni particular. Ella es concretamente ambas cosas en la medida en que universalidad y particularidad se entrelazan en su propia singularidad como dinamismos diferenciantes de su identidad. También en este caso cabe precisar que lo universal aquí mentado no es el universal abstracto de la lógica clásica o el género supremo común a todos los individuos de una clase, o la generalización cuantitativa que reifica en una suerte de estereotipo la norma hetero definitoria de la mujer. Por el contrario, lo universal aquí en juego pertenece al dinamismo reflexivo de la identidad singular y opera en ella una suerte de sustrato indiferenciado e inmediato disponible a la autodeterminación, a la vez que efecto recíproco de la misma.

Lo universal concreto entrelaza el devenir histórico de las mujeres, individual y colectivo, y por eso es fuente de comunión y sororidad que nos solidariza con una historia compartida, con una violencia determinada y un silencio que es de todas. Lo universal-femenino es alianza generacional. Más allá de las particularidades socio-históricas, de la diversidad de intereses de grupo y hasta de su choque y contradicción, es necesario reivindicar la universalidad concreta de lo singular femenino, incluso cuando hacerlo conduzca al quiebre, a la diferencia, al choque irreconciliable y a la continua transformación de lo real. Incluso así, o mejor dicho, precisamente así -porque también la identidad colectiva es diferencia y contradicción- urge afirmar una vida, una historia, un espíritu, una materialidad común que ha subsidiado y lo sigue haciendo las múltiples formas del falo-onto-teo-logo-centrismo hegemónico. Frente a la disolución transgenérica de un individualismo liberal convertido al relativismo culturalista y la producción de ciber cuerpos, reivindicamos la urgencia de un realismo feminista que afirme la singularidad y particularidad de lo universal-femenino en su especificidad irreductible.

¿Pero qué sería lo femenino? ¿Dónde residiría tal especificidad? ¿De qué concepto de mujer hablamos? Hablamos de una mujer que es a cada instante acción conceptiva, generación naciente, cuerpo capaz de darse a luz. La mujer nace continuamente en un tiempo y espacio concretos, en cada decisión singular, en su factum inenmendable, en su materialidad vibrante de alteridad. Solo ella sabe nacer de ese modo, el modo que le muestra al mundo su lugar de origen y gestación, su fuerza vital, el sentido de un desdoblamiento creador. Podríamos hablar en estos términos de un concepto “mínimo” de mujer (Malabou, 2011, p. 93), no solo porque la mujer como universalidad abstracta no existe, sino porque su identidad es un diferir siempre contingente y particular que precede y sostiene toda representación. No se trata entonces de un concepto de mujer representable, sino realizable en la propia acción libre. No se trata tampoco de una entelequia abstracta, sino de una libido sexuada, que es en todo caso materialidad viva y generadora.

La concepción específica de la realidad femenina contiene lo otro en el seno de su identidad, y su desdoblamiento vale universalmente como modus essendi de lo real. El concepto de feminidad se dice a sí mismo y lo otro; mejor dicho, se dice a sí mismo en tanto que diferir sexual en el modo de la generación, la negación creadora y la potencia matricial de la unidad. Cuando la ontología misma es concebida según el modelo de la identidad femenina (Battersby, 1998), entonces lo real recupera la materialidad de su origen, el sentido naciente de su devenir, la contención de lo otro y la potenciación de las diferencias. En términos ontológicos, la concepción femenina del ser es la única alternativa capaz de garantizar la superación del paradigma sustancialista sin recaer en un constructivismo disolvente y ficcional.

Para un realismo feminista, esse est concipi, con la precisión de que se trata aquí de una concepción material, sexuada y natalicia, porque no es lo mismo ser producido de la nada por una sustancia inmaterial o caer de algún paraíso perdido o ser arrojado al mundo, que venir a la existencia desde dentro de ella misma, por la intimidad reflexiva de un cuerpo que puede dar a luz, contener y alimentar. No es lo mismo fundarse en una causa primera perfecta y trascedente, que habitar la continua inmanencia del origen. Un realismo feminista entiende entonces que el concepto de mujer contiene la clave de la concepción ontológica según la cual se origina, nace y expande la vida.

Para concluir: ontologizando lo sexual y sexualizando la ontología

El presente artículo se pretende introductorio de lo que pensamos como un posible marco teórico para los feminismos del siglo XXI, o bien, como una alianza teórica entre feminismo y nuevos realismos capaz de superar el dualismo falogocéntrico esencialismo vs. constructivismo, biologicismo vs. lingüisticismo. Sin pretensiones de exhaustividad, hemos intentado apenas señalar alguna posible línea de exploración en los límites de un realismo material, inmanente y dialéctico.

Asimismo, hemos tomado distancia del constructivismo lingüisticista hegemónico y de cierta queerización del feminismo cuyo resultado final es la eliminación de las mujeres como sujetos ontológicos, su normalización dentro de un constructo socio-lingüístico hetero, y la institución de cierta neutralidad o indecidibilidad asexual -marcadas por la gramática neutra “x”, “e”- que, como bien ha señalado Slavoj Žižek, no solo busca liberar lo genital sino propiamente liberarnos “de la sexualidad” misma (Žižek, 2017, p. 134). Como bien sabe el feminismo, donde hay un neutro apuntado, un masculino está oculto.

Un sinnúmero de pensadoras de la diferencia sexual y los nuevos feminismos materiales o generacionales han denunciado de una u otra manera la violencia teórica ejercida por la desontologización de la identidad femenina. Junto con ello, han ofrecido alternativas conceptuales basadas en dos grandes ejes, a saber, la consistencia ontológica de la diferencia sexual en tanto que dinamismo autodiferencial, y la materialidad sexuada de la diferencia en tanto que dimensión constitutiva y autoactiva, multiplicada en “pequeñas sexualidades” (Grosz y Probyn, 1995, p. x) creadoras de vida, espíritu, cultura.

El desarrollo de este artículo se alimenta del pensamiento de dichas autoras, en especial Luce Irigaray, Rosi Braidotti, Elizabeth Grosz, Christine Battersby, Iris van der Tuin o Catherine Malabou. Esta última autora ha merecido la particular atención de estas páginas en razón de su explícito materialismo especulativo, dialéctico y autorreflexivo de corte hegeliano, lo cual a nuestro juicio hace viable con mayor consistencia que otras líneas neorrealistas cierta conceptualización universal y necesaria de la identidad femenina en la inmanencia de su propio devenir particular y contingente. En efecto, el despliegue inmanente y conceptivo de la dialéctica hegeliana, hoy recuperado por autores como Markus Gabriel, Slavoj Žižek o la propia Malabou, habilita un concepto de identidad femenina subsistente en dinamismo medial de sí misma y lo otro, evitando tanto su reificación sustancialista como su disolución en un relativismo sociologista.

El camino que intentamos señalar pasa entonces por la ontologización de la diferencia sexual y, recíprocamente, por la sexualización ontológica en clave femenina-universal, o bien, en clave de un femenino tantum cuya esencialidad no representa ningún contenido positivo y sustancial, sino que más bien actualiza un devenir negativo, material y concipiente. La mujer aludida es el concepto mismo del origen, su lugar inmanente y sentido generador. Ella no es dualistamente universal ni particular, necesaria ni contingente, natural ni cultural, dada ni construida. Es sintéticamente ambas cosas en la actualidad de una singularidad siempre concreta y libremente actuada. La mujer es cada acción libre que la realiza.

El proyecto de un realismo feminista es la mujer en la concepción de sí misma y lo otro, en la múltiple y nomádica realización de sus sexualidades, virtualidades y goces. Es el proyecto de poner en juego las diferencias y multiplicar significados, simbólicas culturales, políticas, jurídicas, religiosas, científicas, filosóficas, etcétera. De tal proyecto no resultará un feminismo en bloque sustancial, sino un ecosistema feminista tan múltiple y diverso como la realidad misma. El primer paso en tal dirección consiste en hacer autoconsciente lo que siempre hemos sabido, nuestra propia energía procreadora. El segundo, en poner en acción nuestra diferencia. Un realismo feminista podría entonces comenzar con la pregunta:

reproductoras desde siempre, nos queda por inventarlo todo en lo tocante a la organización de la producción de nuestros deseos, nuestros placeres, nuestras “obras”. Esta es la apuesta más crucial de las luchas actuales de las mujeres: ¿cómo actuar para que estas fuerzas que nos descubrimos, por encima y más allá de la procreación tradicional, lleguen a ser creadoras de nuestros valores? (Irigaray, 1985, p. 32).

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1 La traducción es mía.

Recibido: 22 de Mayo de 2018; Aprobado: 13 de Diciembre de 2018

* Correo electrónico: mjbinetti@gmail.com

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