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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.28 no.82 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 15-Ago-2022

 

Homenaje

Uso y abuso de la antropología: reflexiones sobre el feminismo y la comprensión intercultural1

Michelle Z. Rosaldo1 

1Universidad Stanford


El ensayo que presento discute un conjunto de preguntas. En años recientes, las feministas han logrado transmitir tanto a audiencias académicas como al público en general la idea de que su pensamiento es incuestionablemente importante. Si anteriormente nos cegaba el prejuicio, hoy habríamos emprendido el “descubrimiento” de las mujeres y reunido gran cantidad de información sobre sus existencias, sus necesidades y sus intereses. Todo ello había sido ignorado anteriormente por la academia. Las tradiciones sexistas produjeron, por supuesto, descripciones desiguales, pero ahora más que nunca nos percatamos de cuán poco es lo que sabemos acerca de las mujeres. Y la urgencia de saber qué experimentamos quienes hacemos investigación en la actualidad se exacerba ante el reconocimiento de que se ha perdido irremediablemente una enorme cantidad de datos sobre las artes que practican las mujeres, su trabajo y sus relaciones políticas. Se dice que nuestras teorías serán apenas tan buenas como lo sea nuestra información. Como sugerimos en una reciente revisión de estudios antropológicos sobre los papeles sexuales:

La conclusión más evidente a partir de los textos revisados, es que necesitamos seguir investigando [...] Lo más impresionante en este conjunto de materiales es la abrumadora cantidad de preguntas específicas que de él surge y que debe dar pie a más investigación. Es de esperar que la fuerza social que inspiró el interés antropológico en la condición de las mujeres siga sosteniendo esa atención durante la próxima y prolongada etapa de investigación que habrá que diseñar para poner a prueba esas hipótesis. [Quinn 1977: 222].

Pero, independientemente de lo que sepamos o ignoremos, mi impresión es que, por lo menos en el ámbito de la antropología, el pensamiento feminista enfrenta un problema aún mayor. Muchas investigadoras de campo hemos pasado largos meses en colinas y campos en compañía principalmente femenina. Las mujeres nos han hablado de sus hogares, de sus criaturas y sus esposos. Se han referido a hombres proveedores, amorosos o golpeadores. Y han compartido con nosotras tanto sus experiencias de éxito como de decepción, la conciencia que tienen de sus propias fortalezas y poderes, y la carga de sus tareas cotidianas. Las mujeres nos han informado acerca de los lazos entre parientes y de la política que rodea al matrimonio. Es probable que se hayan referido a cada olla o cacerola, a cada cuchillo en sus hogares, mediante algún relato sobre el trabajo, las obligaciones y los lazos estructuralmente significativos. En contraste con los antropólogos que insinúan que nuestros problemas derivan de informes incompletos o, peor aún, de voces femeninas que se expresan con dificultad o resultan “silenciosas” [Ardener E. 1972; Ardener S. 1975], yo estoy segura de que sí podemos escuchar la voz de las mujeres en casi todos los textos antropológicos. Tenemos, en realidad, mucha información “sobre mujeres”. Pero cuando se trata de escribir acerca de ellas, pocas de nosotras sabemos qué decir. Me atrevo a sugerir que lo que requerimos no es mayor cantidad de datos, sino preguntas pertinentes. El descubrimiento feminista de las mujeres ha comenzado a sensibilizarnos ante las formas en las que el género impregna la vida y la experiencia sociales; pero la importancia sociológica de la perspectiva feminista es potencialmente mucho más profunda de lo que nos hemos percatado hasta ahora. Lo que sabemos está atado a marcos de interpretación que, desde luego, limitan nuestro pensamiento. Lo que podamos llegar a saber estará determinado por el tipo de preguntas que aprendamos a hacer.2

LA BÚSQUEDA DE LOS ORÍGENES

La importancia que estas muy generales afirmaciones puedan tener para la antropología se aclara a la luz de la siguiente reflexión. A diferencia de lo que era una práctica común en el siglo XIX, hoy en día pocas personas dedicadas a la historia, la sociología o la filosofía social se sienten inclinadas a comenzar sus escritos con la frase “en el principio”. Tampoco se sienten obligadas a indagar en los recuentos antropológicos buscando encontrar —por poner un ejemplo— los orígenes de los médicos actuales en los chamanes, o del ritual católico en el canibalismo de un imaginario pasado. Pensadores de principios del siglo XX tan diferentes como Spencer, Maine, Durkheim, Engels o Freud, consideraban necesario revisar la evidencia procedente de culturas “simples” como vía para entender tanto los orígenes como el significado de formas sociales contemporáneas. En contraste, la mayoría de quienes se dedican actualmente a las ciencias sociales rechaza los métodos y también los prejuicios de aquellos pensadores. En lugar de ponerse a rastrear los orígenes, las y los teóricos contemporáneos echarán mano de la antropología, si acaso, para servirse de la perspectiva comparativa que esa disciplina ofrece. Una vez que ha decidido, con justa razón, poner en tela de juicio los enfoques evolucionistas, la mayoría tiende a sostener que los datos sobre formas de vida social premodernas y tradicionales no tienen prácticamente ninguna relevancia para comprender la sociedad contemporánea.

En mi opinión, sin embargo, ocurre exactamente lo contrario con la mayor parte de la producción feminista reciente. Si la antropología ha sido ignorada en buena medida por la mayoría de los pensadores sociales contemporáneos, ha adquirido en cambio un lugar privilegiado, aunque problemático, en obras clásicas del feminismo tales como Política Sexual y El segundo sexo. Autoras como Simone de Beauvoir, Kate Millett, Susan Brownmiller o Adrienne Rich introducen sus obras con información que, desde la perspectiva antropológica contemporánea, constituye una evocación trasnochada de los antecedentes humanos. Bajo el presupuesto de que preparar la comida, imponer exigencias a los hijos, disfrutar pláticas con amigas o celebrar su fertilidad y su vitalidad sexual significan lo mismo para todas las mujeres de cualquier tiempo y lugar, esas escritoras feministas catalogan las costumbres del pasado para decidir si las mujeres pueden sostener o no que a lo largo del tiempo han adquirido o perdido “bienes” tan legítimos como el poder, la autoestima, la autonomía y el estatus. Aunque difieran en sus conclusiones, métodos y aspectos particulares de sus enfoques teóricos, todas esas autoras toman como punto de partida alguna modalidad de la pregunta central que se planteó de Beauvoir, “¿Qué es una mujer?”. Acto seguido, elaboran un diagnóstico de la subordinación contemporánea de las mujeres, para después formular el interrogante de si “¿fueron las cosas siempre como lo son actualmente…?”, y finalmente preguntarse “¿cuándo comenzó todo ‘esto’?”.

De modo muy parecido a los estudiosos decimonónicos que se planteaban el problema de si el derecho materno había antecedido a las formas sociales patriarcales, o si el difícil destino primitivo que sufrían las mujeres habría mejorado significativamente en la sociedad civilizada, las teóricas feministas difieren en sus diagnósticos sobre la vida prehistórica de nuestra especie, así como en el sentido que tienen del sufrimiento, del conflicto y del cambio. Algunas, como Rich, idealizan lo que imaginan fue un mejor pasado, mientras otras perciben en la historia un relato interminable de subyugación de las mujeres y de dominación masculina. Pero sospecho que casi ninguna de ellas tendría motivos para cuestionar el deseo de indagar sobre nuestros orígenes y raíces. Tampoco cuestionarían a Shulamith Firestone, quien en su importante libro La dialéctica del sexo cita a Engels para afirmar la pertinencia de comenzar por “examinar la secuencia histórica de sucesos que dio origen al antagonismo, a fin de descubrir en las condiciones así creadas los medios para terminar con el conflicto” [Firestone 1975: 2]. Firestone propone, de hecho, buscar las raíces del sufrimiento presente en un pasado que iría de la historia hacia el “hombre primitivo” y, de ahí, a la biología animal. Más recientemente, Linda Gordon [1975], en su espléndido informe sobre el control de la natalidad y su relación con fenómenos de la vida política de Estados Unidos, intentó resumir en menos de treinta páginas la historia del control de la natalidad en el pasado, proporcionando a sus lectoras un catálogo de prácticas y creencias premodernas que resulta decepcionante tanto en términos históricos como antropológicos. El libro está destinado a mostrar que la agitación social en torno al control de la natalidad corresponde a una historia de la política de izquierdas en los modernos Estados Unidos, y que su importancia está ligada a cambios en la naturaleza y organización de nuestras familias y nuestra economía. Por ello, me sorprendió encontrar que la antropología sea empleada en ese texto para imprimir un carácter universal a demandas políticas contemporáneas y para socavar nuestro sentido actual de la singularidad. Hay algo erróneo —y sin duda moralmente perturbador— en un argumento según el cual quienes practicaban el infanticidio en el pasado habrían llegado a ser, a la larga, nuestras predecesoras en una lucha interminable y que no se ha modificado en lo esencial para evitar que los hombres impongan sus exigencias a los cuerpos femeninos.

Cuando se utilizan los datos de la antropología como si fuesen los antecedentes de argumentos y reclamos contemporáneos, lo “primitivo” aparece en las narrativas como si fuese el portador de necesidades humanas primordiales. Las mujeres de otros lugares y épocas son percibidas, al parecer, como la imagen desnuda de nosotras mismas. De esta manera, la especificidad histórica de sus vidas y de las nuestras se desdibuja. Sus fortalezas prueban que nosotras podemos ser fuertes. Pero irónicamente, por otro lado, mientras luchamos por vernos a nosotras mismas como seres culturales con vidas socialmente determinadas, la retrospección hacia el pasado evolutivo otorga un atractivo inevitable a los “hechos” biológicos y un impacto determinante a factores tan “crudos” como los de la demografía y la tecnología. Se tiene la impresión de que el control de la natalidad está disponible hoy en día a simple pedido. En contraste, en el pasado, las mujeres no tenían capacidad alguna de definir sus destinos reproductivos, o bien esa capacidad dependía estrechamente de hechos mecánicos tales como la necesidad nómada de desplazarse, el requerimiento de mano de obra para el cultivo, o un desequilibrio entre el suministro de alimentos y la demografía. Deseamos reclamar los triunfos de nuestras hermanas como prueba de nuestra valía pero, simultáneamente, su opresión puede disociarse ingeniosamente de la nuestra, puesto que suponemos que nosotras vivimos hoy en día con la posibilidad de elegir, mientras que ellas eran víctimas de la biología.

Con todo, no es mi objetivo criticar esas obras. Las feministas, entre quienes me incluyo, han explorado, con buenas razones, los antecedentes antropológicos en busca de evidencias que puedan decirnos si la “naturaleza humana” es esa cosa sexista y opresiva que se nos enseñó a muchas de nosotras que era. Para la mayoría de nosotras, la antropología es un monumento a las posibilidades y a las limitaciones humanas, un salón lleno de espejos en el que lo que Anthony Wallace llamó la “excepción anecdótica” parece desafiar toda posible ley. Al mismo tiempo, acechando por debajo de las formas y modos culturales más extraños, encontramos una imagen de nosotras mismas que nos resulta vagamente familiar, cierta promesa de que, al reflexionar sobre las chozas de menstruación de Nueva Guinea o sobre las mujeres comerciantes, organizadoras de rituales o reinas de África Occidental, podríamos comenzar a entender justamente lo que —en términos universales— “realmente” somos.

Sin embargo, me gustaría pensar que la antropología es más que eso. O, mejor, afirmaría que una antropología a la que se le pide que respalde ideologías y dé voz a una verdad humana universal es, en último análisis, una antropología limitada por los presupuestos de los que partió, e incapaz de trascender los prejuicios en los que sus preguntas se basan. Buscar los orígenes equivale, a fin de cuentas, a pensar que lo que somos hoy en día es algo distinto al producto de nuestra historia y de nuestro mundo social actual y, más particularmente, que nuestros sistemas de género son primordiales, ahistóricos y esencialmente inmutables en sus raíces. Las búsquedas de los orígenes se basan en un discurso formulado en términos universales, puesto que es sobre esos términos en lo que se fundamentan. Y el universalismo nos empuja a elaborar con demasiada precipitación (en opinión de todos, excepto de nosotras mismas) presupuestos sobre el significado sociológico de lo que las personas individuales hacen o, peor aún, de lo que son desde una perspectiva biológica [Mathieu 1973].

Para decirlo de otra manera, nuestra búsqueda de los orígenes refleja una fe en verdades últimas y esenciales, una fe que se sostiene, en parte, sobre la evidencia intercultural de una extendida desigualdad sexual. Pero un análisis que presuponga que la asimetría sexual es el primer asunto que deberíamos intentar cuestionar o explicar tenderá, casi inevitablemente, a reproducir los prejuicios de la ciencia social masculina a la que, con toda razón, se opone. Esos prejuicios se basan en una muy influyente escuela individualista de pensamiento según la cual las formas sociales proceden de lo que las personas individuales necesitan o hacen y esto, a su vez, se entiende –cuando el género está implicado en el análisis- como consecuencia de los “hechos” de nuestra fisiología reproductiva. Y así, tanto entre las feministas como entre los tradicionalistas existe por igual una tendencia a pensar que el género es, ante todo, la creación de diferencias basadas en la biología que contraponen a las mujeres con los hombres, y no el producto de relaciones sociales en sociedades concretas (y susceptibles al cambio).

EL PROBLEMA DE LOS UNIVERSALES

A estas alturas, me gustaría poder derribar las convenciones y sentirme autorizada a proclamar que los datos de la antropología desmienten definitivamente los presupuestos sexistas. Si tuviéramos a nuestra disposición evidencia antropológica que negara el lugar universal del género en la organización de la vida social humana, que desmintiera la asociación de las mujeres con la reproducción y el cuidado de las criaturas pequeñas, o que refutara la relevancia del papel reproductivo de las mujeres en la construcción de su estatus público, buena parte de la dificultad de lo que tengo que decir podría evitarse. Más precisamente, si pudiera yo citar un solo ejemplo de una forma social genuinamente matriarcal —o, para el caso, sexualmente igualitaria—, podría proclamar abiertamente que toda apelación a una “naturaleza” universal para explicar el lugar de las mujeres en la sociedad es, sencillamente, errónea. Sin embargo, debo comenzar por afirmar, por el contrario, que difiero de muchas antropólogas que argumentan a favor de la existencia de algún lugar de privilegio para las mujeres en ésta o aquella cultura. Mi lectura de los materiales antropológicos me obliga a concluir que las formaciones humanas culturales y sociales siempre han estado dominadas por los varones. Con esto no quiero decir que los hombres tengan derecho a gobernar, y ni siquiera que los hombres gobiernen realmente. Ciertamente, tampoco pretendo afirmar que las mujeres sean, en todo lugar, víctimas pasivas en un mundo que los hombres definen. Pero, independientemente de las prerrogativas que las mujeres realmente disfrutan, lo que deseo es señalar la existencia de un conjunto de hechos relacionados entre sí que parece demostrar que, en todos los grupos humanos conocidos, la abrumadora mayoría de las oportunidades de ejercer influencia pública y detentar prestigio, así como la mayor capacidad de forjar relaciones, determinar enemistades, hablar en público y usar o repudiar solemnemente el uso de la fuerza son derechos y prerrogativas considerados como masculinos [véase Lamphere 1977].

Pero he procedido intencionalmente con demasiada rapidez. Para poder evaluar la aseveración que acabo de hacer, tendríamos que detenernos y preguntar qué es lo que se afirma sustancialmente. Aunque parezca universal, el dominio masculino no asume, en términos conductuales reales, un contenido ni una forma universales. Por el contrario, típicamente, las mujeres ejercen poder e influencia en la vida política y económica, despliegan autonomía respecto de los hombres en sus esfuerzos y pretensiones, y muy raramente se encuentran confrontadas o constreñidas por lo que pudiera parecer la fuerza bruta masculina. Por cada uno de los casos en los que podemos ver a mujeres confinadas, sea por la fuerza de hombres poderosos o por las responsabilidades del cuidado de las criaturas y del hogar, pueden citarse otros ejemplos que muestran la capacidad que las mujeres tienen de defenderse, de hablar en público, de desempeñar tareas físicamente demandantes e, incluso, de subordinar las necesidades de las criaturas pequeñas (en sus hogares o a sus espaldas) a sus deseos de viajar, trabajar, participar en política, amar o comerciar. Por cada una de las creencias culturales que existen en la debilidad femenina, en la irracionalidad de las mujeres o en la potencia contaminante de la sangre menstrual, pueden descubrirse opiniones diferentes que sugieren la fragilidad de las exigencias masculinas y celebran las funciones productivas, la sexualidad o la pureza, la fertilidad e incluso, quizá, la fortaleza maternal de las mujeres. En pocas palabras, el dominio masculino no es inherente a ningún conjunto aislado y mensurable de hechos omnipresentes. Más bien, parece ser un aspecto de la organización de la vida colectiva, un patrón de expectativas y creencias que da lugar a desequilibrios en las maneras como las personas interpretan, evalúan y responden a modalidades particulares de la acción masculina y femenina. No percibimos ese dominio a través de las restricciones físicas que se imponen a hombres o mujeres para realizar o no ciertas actividades. Se percibe, más bien, en la manera como mujeres y hombres conciben su vida, en los tipos de oportunidad que se les ofrecen, y en la manera como presentan sus reivindicaciones.

El dominio masculino se manifiesta claramente, en mi opinión, cuando se observa que casi en todo lugar las mujeres tienen la responsabilidad cotidiana de alimentar y cuidar a niños, marido y parientes, mientras que las obligaciones económicas de los hombres tienden a ser menos regulares y a estar más vinculadas a nexos de tipo extrafamiliar. No cabe duda de que es muy difícil que el trabajo de los hombres en el hogar sea sancionado mediante el uso de la fuerza por parte de la cónyuge. Incluso en los grupos humanos en los que se evita el uso de la violencia física, no resulta sorprendente que un hombre diga con toda tranquilidad: “Ella es una buena esposa; no tengo necesidad de pegarle”. En contraste, ninguna mujer amenaza con el uso de la violencia cuando habla del trabajo de su esposo. En muchas sociedades, las mujeres encuentran amantes e imponen su voluntad de elegir con quién casarse. Pero, una vez más, descubrimos que casi en cualquier caso, la iniciación formal y el arreglo de nexos heterosexuales permanentes es algo que corresponde a los hombres organizar. Las mujeres pueden tener poderes rituales de considerable importancia para ellas mismas y para los hombres, pero nunca ejercen el dominio en ritos que exigen la participación de toda la comunidad. Incluso, aunque en todos lados los hombres tienen la capacidad de escuchar y de someterse a la influencia de sus esposas, no conozco ningún caso en el que se les exija servir como audiencia obligatoria en los rituales o actuaciones políticas de las mujeres. Por último, las mujeres forman con frecuencia organizaciones de fuerza política y económica real y reconocida. En ciertas ocasiones gobiernan como reinas, tienen grupos de hombres que se convierten en apasionados seguidores suyos, golpean a maridos que prefieren a mujeres extrañas por sobre sus propias mujeres, o quizá hasta disfrutan de un estatus sagrado en su papel de madres. Pero, una vez más, no tengo noticia alguna de ningún sistema político en el que se espere que, individualmente o como grupo, las mujeres ocupen más puestos de responsabilidad o tengan mayor influencia política que sus contrapartes masculinas.

Así es que, aunque las mujeres en cualquier grupo humano tienen formas de ejercer influencia y maneras de perseguir objetivos culturalmente aceptados, parece que está fuera de lugar sostener —como de hecho lo hacen muchas antropólogas— que observaciones como las mías son relativamente triviales desde el punto de vista de la mujer, o que las reivindicaciones masculinas suelen enfrentar el contrapeso de algún conjunto igualmente importante de fortalezas femeninas.3 No hay duda de que existen mujeres fuertes. Pero mientras que, en efecto, las mujeres suelen alcanzar feliz y exitosamente sus fines y consiguen de manera muy significativa poner límites a los hombres durante el proceso, me parece muy claro que los objetivos mismos de las mujeres están definidos por sistemas sociales que les niegan un acceso fácil y expedito al privilegio social, la autoridad y la estima que disfruta la mayoría de los varones.

Cierto es que nos enfrentamos a un tipo de fenómeno universal muy complejo. Todo sistema social utiliza hechos relacionados con el sexo biológico para organizar y explicar las funciones y las oportunidades que corresponden a hombres y mujeres, del mismo modo que todos los grupos sociales conocidos apelan a vínculos basados en la biología para la construcción de sus grupos “familiares” y lazos de parentesco. Pero así como mucho de lo que se refiere al “matrimonio”, la “familia” y el “parentesco” ha resultado muy difícil de desentrañar para los antropólogos —y, sin embargo, parece ineludible en términos universales—, yo sostendría que lo mismo ocurre con aquello que suele denominarse “dominio masculino”. Tal como sucede con el parentesco, la asimetría sexual parece existir en todas partes y, sin embargo, no está al margen de ciertos desafíos perpetuos ni es ajena a una diversidad casi infinita en sus contenidos y formas. En pocas palabras, si las preguntas que arrojan respuestas de tipo universal son aquellas de las cuales partimos, se entiende que los materiales antropológicos alimenten nuestro temor de que la asimetría sexual sea (una vez más, como el parentesco, y conste que ambos están vinculados) una suerte de verdad profunda, primordial, relacionada de alguna manera con requerimientos funcionales asociados, a su vez, inevitablemente, con nuestra fisiología sexual. Aunque diversos, los sistemas de género de las sociedades humanas sí parecen ser componentes sociales más fundamentales que nuestras maneras de organizar la economía, nuestras creencias religiosas o nuestros tribunales de justicia. Y así, si bien es cierto que la evidencia de la diversidad conductual sugiere que el género es menos un producto de nuestros cuerpos que de las formas sociales y de los modos de pensamiento, resulta muy difícil creer que las desigualdades sexuales no estén afianzadas en los dictados de un orden natural. Como mínimo, parecería que ciertos hechos biológicos –tales como el papel de las mujeres en la reproducción y, quizá, la fuerza física masculina- han funcionado de una manera no necesaria pero sí universal para configurar y reproducir el dominio masculino.

LO DOMÉSTICO/LO PÚBLICO COMO EXPLICACIÓN

Una respuesta feminista muy común a los hechos que he bosquejado aquí consiste, esencialmente, en negar su peso y en argumentar que la evidencia con la que contamos refleja un prejuicio masculino. Al enfocarse en las vidas de las mujeres, las investigadoras han comenzado a reinterpretar las narrativas más convencionales y a enseñarnos a ser sensibles a los valores, objetivos y fortalezas femeninas. Según este punto de vista, si las mujeres no disfrutan el ejercicio de la autoridad formal, deberíamos aprender a entender los poderes femeninos informales. Si las mujeres operan en esferas “domésticas” o “familiares”, deberíamos enfocar nuestra atención en arenas como ésas, donde las mujeres pueden ejercer derechos [véase, por ejemplo, Rogers 1975; Murphy y Murphy 1974; y Wolf 1972]. El valor de este tipo de estudios es que nos muestra que, cuando comparamos a las mujeres con los hombres, nos impedimos comprender hechos estructurales importantes que pueden, en realidad, dar lugar a formas de poder femenino. Pero si éste es un asunto importante —al que regresaré más adelante—, la tendencia a ignorar los desequilibrios a fin de poder captar la vida de las mujeres ha llevado a muchas investigadoras a olvidar que, en última instancia, los hombres y las mujeres viven juntos en el mundo y que, por esa razón, nunca entenderemos las vidas de las mujeres si no las relacionamos con las de los hombres. Ignorar la asimetría sexual es, a mi juicio, una tendencia esencialmente romántica, que lo único que consigue es impedirnos ver el tipo de hechos que debemos intentar comprender y modificar.

Un enfoque alternativo,4 elaborado en un conjunto de ensayos escritos por Chodorow, Ortner y yo misma [véase Rosaldo y Lamphere 1974], estriba en sostener que ni siquiera los hechos universales pueden reducirse a la biología. Nuestros trabajos han intentado mostrar de qué modo lo que aparecía como un hecho “natural” debía entenderse, en realidad, en términos sociales –es decir, como subproducto de arreglos institucionales no indispensables que podrían ponerse en cuestión a través de la lucha política y, mediando cierto esfuerzo, perder potencia. Nuestro argumento ha sido, en esencia, que puede considerarse que en toda sociedad humana la asimetría sexual corresponde a una división institucional más o menos clara entre las esferas de acción de lo doméstico y lo público. La primera de esas esferas se construye en torno a la reproducción y los lazos afectivos y familiares, y resulta particularmente restrictiva para las mujeres. La segunda se orienta a posibilitar la vida colectiva, el funcionamiento del orden jurídico y la cooperación social, y es organizada principalmente por los hombres. Tal y como aparece en cualquier sociedad dada, la dicotomía doméstico/ público no es una consecuencia necesaria –en el sentido de inevitable- sino un resultado “inteligible” del acomodo mutuo entre la historia y la biología humanas. Aunque las sociedades humanas son diferentes entre sí, todas ellas reflejan en su organización un arreglo característico relacionado con el hecho de que las mujeres engendran, dan a luz a los vástagos y los amamantan y, debido a ello, son designadas sin mediación alguna como “madres” que alimentan y cuidan a las criaturas pequeñas.

Estas autoras sostenemos que, a partir de las observaciones anteriores, pueden rastrearse las raíces de una muy extendida desigualdad de género: dada una división empíricamente comprobable entre las esferas de la actividad doméstica y la pública, una cierta cantidad de factores tenderá a interactuar para elevar el nivel de la valoración cultural e incrementar el poder social y la autoridad asequibles a los hombres. A primera vista, parecería que los efectos psicológicos de la crianza por parte de una mujer producirían disposiciones emocionales muy diferentes en los adultos de uno u otro sexo; dada la naturaleza divergente de los lazos preedípicos con sus madres, las niñas pequeñas llegarían a ser “madres” nutrientes, y los niños adquirirían una identidad tendiente a denigrar y rechazar los papeles femeninos [Chodorow 1971 y 1974]. En términos culturales, una división entre lo doméstico y lo público correspondía a la distinción entre las valoraciones de lo “natural” versus lo “cultural” propuesta por Ortner [1974]. Según esa distinción, factores tales como la intensa interacción de una mujer con criaturas pequeñas e indisciplinadas tendería a hacerla aparecer como una persona poco serena y, por tanto, de menor nivel “cultural” que el de los hombres. Por último, en términos sociológicos, los puntos de vista prevalecientes en nuestra tradición analítica (y que son, cuando menos, tan antiguos como Platón), según los cuales las actividades políticas son importantes, la autoridad supone el reconocimiento del grupo, y la conciencia y la personalidad pueden desenvolverse más plenamente cuando se desempeñan responsabilidades cívicas y se tiene una orientación hacia la totalidad de la colectividad, implican que la capacidad de los hombres para involucrarse en actividades públicas les proporcionaría un acceso privilegiado a los recursos, las personas y los símbolos que se requirieran para respaldar sus reivindicaciones de superioridad y para otorgarles poder y gratificaciones desproporcionadas.

Cualesquiera sean sus dificultades inherentes, tal y como se presenta esa perspectiva resulta muy sugerente. Indudablemente, en todas las sociedades humanas puede encontrarse algún tipo de jerarquía entre unidades mutuamente integradas. Aunque varíen en estructura, función e importancia social, los “grupos domésticos” que abarcan a mujeres y niños pequeños e incorporan aspectos del cuidado infantil, de la comensalía y de la preparación de alimentos, pueden ser siempre identificados como segmentos de una totalidad social global dominante. Si bien sabemos que, con frecuencia, los hombres se involucran centralmente en la dinámica doméstica y que, en ocasiones, la actividad de las mujeres las lleva más allá de la esfera doméstica, creo que es posible aseverar que, a diferencia de la de los hombres, la existencia de las mujeres es interpretada por ellas mismas en relación con responsabilidades de tipo claramente doméstico.

Así, incluso pueblos aparentemente “igualitarios” y dedicados principalmente a la vida comunitaria como los pigmeos mbuti, recolectorescazadores del sur de África, exigen que las mujeres duerman aparte en chozas individuales con sus hijos pequeños [Turnbull 1961]. Y las mujeres se esconden con sus criaturas en esas chozas mientras los hombres reclaman colectivamente las bendiciones y el apoyo de su dios de la selva. Las mujeres mbuti sí desempeñan una función en los ritos religiosos de los hombres, pero esa función consiste, únicamente, en observarlos y posteriormente interrumpirlos. Como si estuviesen definidas por sus preocupaciones domésticas e individuales, estas mujeres tienen el único derecho de disolver el fuego sagrado que vincula a todos los pigmeos con el dios de los hombres; su poder no les permite encender los fuegos que apaciguan a la selva y otorgan una forma colectiva a los lazos sociales.

No es difícil encontrar ejemplos como el anterior en otras culturas, y tampoco ese tipo de casos parece plantear problemas reales de interpretación. Las evidencias provenientes de sociedades campesinas abundan en hombres públicos muy celebrados y obligados, por “honor”, a respaldar las demandas de sus familias al tiempo que, según las apariencias, las mujeres carecen de cualquier autoridad más allá de las unidades domésticas en las que viven. Pero aunque en el “mito” público sean denigradas, las mujeres pueden, en la “realidad” utilizar los poderes de su “esfera” para alcanzar influencia y control considerables [Sweet 1967; Rogers 1975]. Las mujeres domésticas en esos grupos campesinos tienen poderes que no se pueden minimizar ni descartar fácilmente; sin embargo, sus vidas están constreñidas a un determinado ámbito espacial y carecen del reconocimiento cultural asociado con las actividades masculinas que se realizan en el ámbito público.

En pocas palabras, la distinción doméstico/público, como explicación general, parece adecuarse bien a algunos de los rasgos que conocemos de los sistemas de acción vinculados al sexo. También parece convenir a las justificaciones culturales del prestigio masculino, que sugieren que los hechos biológicos “en bruto” han sido moldeados en todo lugar por la lógica social. La reproducción y la lactancia ofrecen una base funcional a la definición de una esfera doméstica, y la asimetría sexual aparece como su consecuencia inteligible, si bien no inevitable. Del mismo modo que en grupos sociales sumamente simples las restricciones del embarazo y del cuidado infantil se pueden asociar fácilmente con la exclusión de las mujeres de la caza mayor y, por eso mismo, del prestigio que se deriva de traer a casa un producto que requiere de distribución extradoméstica [Friedl 1975: 21], así, en términos más generales, las obligaciones y las exigencias domésticas parecen ayudarnos a comprender por qué se limita en todas partes el acceso de las mujeres a empresas masculinas de las que se deriva prestigio. Por último, nuestro sentido de la jerarquía sexual como una suerte de verdad profunda y primaria parece compatible con una teoría que afirme que los nexos entre madre y criatura tienen ramificaciones sociales y psicológicas de larga duración, y los constreñimientos sociológicos parecen consistentes con las orientaciones psicológicas que surgen a través de los patrones de cuidado infantil que las mujeres dominan [Chodorow 1978; Mitchell 1974].

A estas alturas, debería estar claro que, a mi juicio, este planteamiento universalista resulta muy convincente. Sin embargo, me preocupan algunas de sus posibles consecuencias analíticas. Al examinar asuntos de orden universal, la dicotomía doméstico/público es tan reveladora como cualquier otra explicación que se haya propuesto. Sin duda, parece muy razonable suponer que el matrimonio y la reproducción definen la organización de las esferas domésticas y que las vinculan con formas institucionales más públicas de maneras que influyen decisivamente en la forma que adopta la vida de las mujeres. Específicamente, si las mujeres se ocupan de las criaturas pequeñas, si el cuidado infantil tiene lugar dentro del hogar y, más aún, si por definición la vida política se extiende más allá del hogar, entonces la distinción doméstico/público parece abarcar en un conjunto de términos burdo, pero elocuente, los factores que determinan el lugar secundario de las mujeres en todas las sociedades humanas.

Pero aun si este razonamiento tiene cierta validez en términos universales, yo estaría dispuesta a afirmar que, cuando analizamos casos concretos, por debajo del modelo basado en la oposición de dos esferas subyacen demasiados presupuestos sobre el funcionamiento real del género, en lugar de que ese modelo contribuya a iluminar y a explicar ese funcionamiento. Así como los “sistemas de parentesco” varían demasiado entre sí como para considerarlos mero reflejo de constreñimientos biológicos dados (y conste que en el ámbito de la antropología se ha discutido interminablemente si el parentesco debe entenderse o no como algo que se construye por encima de los hechos biológicos “dados” de la genealogía humana), de esa misma manera los ajustes entre los sexos presentan demasiadas similitudes como para negar que se sustentan en alguna base común universal y, simultáneamente, son demasiado diferentes como para ser entendidos adecuadamente en términos de cualquier causa universal. Las mujeres pigmeas no se esconden en chozas debido a los requerimientos de la vida doméstica; más bien, el hecho de que deban permanecer en sus pequeñas chozas aparece como una consecuencia de su falta de poder. Las mujeres estadounidenses pueden llegar a experimentar el cuidado infantil como algo que las confina a sus hogares, pero estoy muy segura de que el cuidado infantil no es la razón de ser de muchas de las unidades domésticas estadounidenses.5 Me temo que al vincular el género y, particularmente, las vidas de las mujeres a la existencia de esferas domésticas, nos hemos inclinado a creer que conocemos el “núcleo” de lo que comparten entre sí sistemas de género muy diferentes, y hemos llegado a pensar en las jerarquías sexuales, ante todo, en términos funcionales y psicológicos y, por esta vía, a minimizar consideraciones sociológicas tan importantes como la desigualdad y el poder. Tendemos a considerar con demasiada facilidad que las identidades sexuales son adquisiciones primordiales vinculadas con la dinámica del hogar, y olvidamos que las personalidades que construyen niñas y niños con el tiempo incluyen un sentido no sólo del género, sino de la identidad cultural y la clase social.

Lo que esto significa, a final de cuentas, es que no logramos aprender todas las diferentes maneras en las que el género se presenta en la organización de los grupos sociales, y que no llegamos a entender las cosas concretas que hombres y mujeres hacen y piensan ni las variaciones socialmente determinadas de esas acciones y pensamientos. Hoy en día me parece que el lugar de la mujer en la vida social humana no es en ningún sentido directo producto de las cosas que hace (ni, mucho menos, una función de lo que ella es biológicamente), sino la consecuencia del significado que sus actividades adquieren a través de las interacciones sociales concretas. Y los significados que las mujeres asignan a las actividades que desempeñan durante su vida son cosas que sólo podemos aprehender a través de un análisis de las relaciones que las mujeres forjan, de los contextos sociales que ellas crean (junto con los hombres) y dentro de los cuales son definidas. Así pues, en todos los grupos humanos el género debe ser entendido en términos políticos y sociales, no en relación con los constreñimientos biológicos sino, por el contrario, con las formas locales y específicas de relación social y, en particular, de desigualdad social. Así como no existe razón aparente para apelar a hechos fisiológicos cuando intentamos comprender las desigualdades más comunes en la vida social humana –desigualdades tales como las que responden al liderazgo, al prejuicio racial, al prestigio o la clase social- de ese mismo modo parecería que haríamos bien en considerar el sexo biológico, tanto como la raza biológica, como una excusa, y no como una causa de cualquier forma de sexismo que observemos.

Para decirlo de otra manera, creo ahora que el género no es un hecho unitario determinado en todo lugar por los mismos problemas e inquietudes sino que, por el contrario, es el producto complejo de una diversidad de fuerzas sociales. Las objeciones más serias a mi trabajo de 1974 han demostrado –con buenas razones, pienso- que el “estatus de las mujeres” no es en sí mismo una sino muchas cosas, que diversas apreciaciones de la posición de las mujeres no parecen correlacionarse entre sí y, más aún, que pocas de ellas parecen estar consistentemente relacionadas con una sola “causa” clara y distinta.6 El fracaso de los intentos de clasificar a las sociedades en términos de la “posición de las mujeres” en ellas, o el de los esfuerzos por explicar las variaciones aparentes en la cantidad de privilegios que las mujeres pueden disfrutar en diferentes contextos (en términos consistentes con los datos transculturales), sugiere que hemos estado buscando algo así como un fantasma —o, quizá, que quien investiga preguntándose si el estatus de las mujeres en ésta o aquella sociedad debe considerarse alto o bajo, está probablemente en un error conceptual.

Hablar del estatus de las mujeres es, a final de cuentas, pensar en un mundo social en términos dicotómicos, un mundo en el que “la mujer” se opone universalmente al “hombre” de la misma manera en todos los contextos. Así, tendemos a contrastar y a subrayar una y otra vez diferencias presumiblemente dadas entre mujeres y hombres, en lugar de preguntarnos de qué modo tales diferencias son ellas mismas resultado de las relaciones de género. Al discurrir de aquella manera, caemos víctimas de una tradición conceptual que pretende descubrir la “esencia” en las características naturales que nos distinguen a las mujeres de los hombres, y que luego declara que la suerte actual de las mujeres deriva de lo que ellas son “en esencia”, presentando las funciones y las reglas sociales no como producto de la acción y la relación en un mundo genuinamente humano, sino en un mundo de individuos autocomplacientes y egoístas que actúan por rutina.

LOS ANTECEDENTES VICTORIANOS

La idea de que todas las sociedades humanas pueden ser analizadas a partir de la oposición de las esferas doméstica y pública –y de que esa oposición se ajusta, de alguna manera, al hecho social de la dominación masculina- no se limita al campo de la investigación feminista. En realidad, puede encontrarse más o menos explícitamente elaborada en buena parte del pensamiento de las ciencias sociales tradicionales. Los teóricos sociales de principios de siglo XX, cuyos textos constituyen la base de la mayor parte del pensamiento social moderno, tendían a asumir, sin excepción, que el lugar de las mujeres era el hogar. De hecho, me atrevo a sugerir que la doctrina victoriana de la separación de las esferas masculina y femenina ocupaba un lugar central en su sociología.7 Algunos de esos pensadores reconocían que las mujeres modernas sufrían por su atadura a la vida doméstica, pero ninguno cuestionaba la omnipresencia (ni la necesidad) de una división entre la familia y la sociedad. La mayoría jamás se preguntó siquiera por qué existían dos esferas. En cambio, todos presuponían en términos sociológicos y morales que había diferencias fundamentales entre ellas, y asociaban esos presupuestos con sus puntos de vista sobre las funciones normales de hombres y mujeres en las sociedades humanas.

Posiblemente, quien planteó estas posiciones de manera más evidente fue Herbert Spencer, considerado habitualmente como el fundador tanto del pensamiento social “funcionalista” como del “evolucionista”. Spencer menospreciaba los reclamos feministas de libertades y derechos políticos, argumentando que el lugar “natural” de las mujeres dentro del hogar ha demostrado ser un complemento necesario al mundo más competitivo de los hombres. Y mientras algunos de sus contemporáneos temían que el ingreso de las mujeres a la vida pública privaría a la sociedad de sus reservas de altruismo y amor, Spencer advertía que los corazones más blandos de las mujeres quebrantarían todas las demostraciones de interés egoísta que se dan en el ámbito público e inhibirían, por esa vía, la realización (mediante la competencia) de nuevas formas de excelencia y fuerza social.8 El socialista Friedrich Engels nunca argumentó que las mujeres debiesen, por naturaleza, permanecer en el hogar, pero —como Spencer— tendía a suponer que las mujeres nunca se involucraban en la acción pública ni en trabajo socialmente productivo alguno y, en consecuencia, que siempre y en todo lugar las mujeres se habían ocupado principalmente de las actividades dictadas por una función maternal.9 De manera parecida, Georg Simmel y Émile Durkheim, ambos agudamente conscientes de la opresión femenina en los ámbitos familiares, describían los sexos de forma tal que parecían sugerir que sus análisis se basaban en el modelo de las esferas complementarias:

Hasta ahora, la posición sociológica de la mujer individual tenía ciertos elementos peculiares. La más general de sus características, el hecho de ser una mujer y, como tal, de cumplir las funciones propias de su sexo, provocaba que fuese clasificada con otras mujeres bajo un concepto general. Era exactamente esta circunstancia la que la excluía de los procesos de formación grupal en su sentido estricto, así como de la solidaridad real con otras mujeres. Dadas sus funciones peculiares, la mujer quedaba relegada a actividades dentro de los límites de su hogar, destinada a consagrarse a un solo individuo, e impedida para trascender las relaciones grupales establecidas por el matrimonio, la familia, la vida social y, quizá, la filantropía y la religión. [Simmel 1955: 180].

[…] los intereses del marido y la mujer en el matrimonio son […] evidentemente, opuestos […]. Ello se origina en el hecho de que los sexos no participan de manera igual en la vida social. El hombre se encuentra activamente involucrado en ella, mientras que la mujer hace poco más que observar a la distancia. Consecuentemente, el hombre está mucho más socializado que la mujer. [Durkheim 1951: 384-385].

Y a pesar de que estos dos teóricos defendían una mayor presencia de las mujeres en la vida “social”, también pensaban que las mujeres eran y debían seguir siendo distinguibles de los hombres. Su mujer del futuro estaba, al parecer, destinada a dejar su impronta no en la esfera masculina de la política sino, según dictaba la predecible respuesta, en artes más femeninas [Durkheim 1951; Coser 1977].

Finalmente, la historia social evolucionista en la que estaban interesadas las feministas de principios del siglo XX (como Gilman y Stanton) y otros teóricos sociales más convencionales, se fundaba también en una oposición entre las esferas materna o doméstica, y un mundo más público en el que actuaban los hombres. Aunque muchas y muchos de esos pensadores escribieron sobre la existencia de matriarcados en el pasado, lo que querían decir no era que las mujeres hubiesen gobernado en la vida pública sino, más bien, que las primeras formaciones sociales de la humanidad otorgaban a las mujeres un lugar importante porque la sociedad pública todavía no se diferenciaba de los ámbitos domésticos. A partir de datos que muy difícilmente podían comprender, presuponían la existencia de una era pasada de promiscuidad e incesto, en la que los hombres no tenían posibilidad de reclamar como propias a mujeres individuales, y por lo tanto gozaban de una libertad sexual indiferenciada en los hogares maternos. Afirmaban, recurriendo a imágenes que todavía abundan en ciertas narraciones psicológicas sobre crecimiento individual, que la evolución social dependía de que los hombres se esforzaran por competir, apostaran por reivindicaciones privadas, y forjaran una esfera pública diferenciada y animada por intereses, mientras dejaban a la “madre” en el mundo más “natural” al que pertenecía.

Autoras y autores contemporáneos han encontrado razones para desafiar muchas de esas posiciones decimonónicas, y yo no les he dado la atención que merecen. Pero los científicos sociales que proclaman hoy en día que las culturas anteriores no sabían más del incesto que lo que sabemos nosotros actualmente, siguen reproduciendo, si bien de modo más sutil, las metáforas y presupuestos que podemos discernir en los textos del siglo XIX. La teoría victoriana concebía a los sexos de manera dicotómica y contrastante, describiendo el hogar y la mujer no principalmente como eran, sino como tenían que ser, dada una ideología que contraponía los ámbitos privados naturales, morales y esencialmente inmutables a los caprichos de una sociedad masculina progresista. De manera similar, yo propondría que cuando los teóricos contemporáneos escriben que la paternidad es un hecho variable y social, mientras que la maternidad es un hecho relativamente constante e inmutable, dictado por la naturaleza [Barnes 1973]; o cuando establecen contrastes entre papeles expresivos y papeles más instrumentales [Parsons 1964; Zeldtich 1955]; o quizá cuando distinguen el parentesco, que presupone lazos morales, de los nexos interesados y egoístas forjados en la vida económica [Bloch 1973]; o, de nuevo, cuando describen las diferencias entre papeles sociales aparentemente formales e informales y formas de poder, están siendo herederos involuntarios del siglo XIX. Sin duda, los pensadores contemporáneos reproducen lo que muchos reconocen como contrastes anticuados y términos conceptualmente engañosos10 debido en parte, por lo menos, a que todavía creemos que el ser social deriva de esencias que son independientes del proceso social. La vida en un mundo social que establece diferencias entre nuestros vínculos más naturales y nuestros vínculos socialmente construidos es interpretada, entonces, en términos de los estereotipos correspondientes a lo que los hombres y las mujeres son en esencia, perspectiva ésta que vincula a las mujeres con la maternidad y el hogar, en oposición a lo que los antropólogos llamarían actualmente la esfera político-jurídica de la sociedad pública.

A principios del siglo XX se observó en las ciencias sociales un rechazo a las escuelas anteriores de pensamiento evolucionista y una decantación a favor de la investigación de universales con fundamento funcional. Gracias a los estudios de Malinowski y Radcliffe-Brown, las familias biológicas llegaron a ser consideradas como hechos necesarios y virtualmente presociales, surgidas de nuestras necesidades humanas más básicas, y no como resultado de desarrollos evolutivos.11 Pero aún cuando propusieran que las necesidades humanas son universales, los antropólogos tenían que pensar en el cambio social y, si querían dar cuenta de la diversidad y de la complejidad de las formas de parentesco registradas, era preciso que reintegraran —si bien en términos menos dependientes del género y considerablemente más sofisticados— la oposición decimonónica entre una esfera femenina de la familia y una sociedad inherentemente masculina. La antropología ha llegado a entender que el parentesco no es un hecho natural, biológico ni genealógico sino, por el contrario, una configuración de supuestos lazos de sangre en términos de normas y reglas jurídicas construidas por las sociedades humanas. Pero, al tiempo que reconocían que el parentesco tiene siempre un sentido público y jurídico, los antropólogos seguían insistiendo en que los diversos usos políticos que se hacen del parentesco para articular lazos de pertenencia al linaje, el clan o la casta, debían distinguirse de una esencia más universal del parentesco. Esta esfera tenía, desde luego, un cierto componente “natural” —más particularmente, una familia, una genealogía o un grupo materno— como su origen.12

En su forma contemporánea más plenamente articulada, lo doméstico y lo jurídico-político contrastan en términos de premisas normativas. Esas premisas distinguen los ámbitos internos definidos por el altruismo prescriptivo que, según creemos, caracteriza al hogar, de las esferas exteriores sometidas a una regulación externa mediante el contrato, la ley y la fuerza.13 Y aunque la mayoría de quienes investigan hoy en día sostendría que esta división no implica presuposiciones en torno al sexo, sus caracterizaciones concretas de las esferas opuestas reflejan, en realidad, puntos de vista estereotipados y decimonónicos en torno a la necesaria dicotomía sexual. De esta manera, las esferas domésticas no son definidas como propias de las mujeres, ni las mujeres son vistas como necesariamente limitadas al ámbito del hogar. Sin embargo, la mayor parte de los análisis teóricos que se hacen de las esferas domésticas establece, en primer lugar, su oposición normativa a los ámbitos jurídicos (masculinos) y las fundamenta, en segundo lugar, en los lazos universales e inherentemente altruistas asociados con la diada madre-criatura.14 La antropología ha distinguido cuidadosamente el concepto de “familia” (un grupo de parientes) del término “casa” u “hogar” (un espacio), y ambas nociones, a su vez, de las expectativas concernientes a los papeles de género en relación con las funciones domésticas.15 En realidad, sin embargo, encontramos que el significado de “doméstico” corresponde al local donde los parientes comparten un lugar donde vivir y las madres hacen el trabajo cotidiano de provisión de servicios. Además, ninguna antropóloga o antropólogo contemporáneo sostendría que la esfera político-jurídica es siempre, o exclusivamente, un asunto de los hombres. Sin embargo, los estudios disponibles sobre las relaciones políticas que organizan, vinculan y dividen a los grupos domésticos presuponen que los hombres dan forma a la vida pública —y, en esa medida, también a la privada— porque tienen, simultáneamente, intereses egoístas y autoridad pública.

En resumen, la tradición analítica de la antropología ha preservado la división decimonónica entre dos esferas inherentemente definidas por la diferencia sexual y, al hacerlo, ha definido un hecho social presumiblemente básico no en términos morales o relacionales sino, más bien, en términos individualistas. A partir de esa definición, la forma de las instituciones sociales se entiende implícitamente como un reflejo de las necesidades individuales, de los recursos o de la biología. Así es que, si bien establecemos un contraste entre la familia y los ámbitos político-jurídicos, no hablamos de “oposición” cuando distinguimos, por ejemplo, la esfera de la ley de la del trabajo, la de la fe religiosa o la de la escuela. Eso obedece a que vemos todos estos últimos ámbitos como el producto de la historia y del trabajo genuinamente humanos. En cambio, la oposición entre el hogar y la vida pública parece tener un sentido transhistórico, por lo menos en parte, puesto que corresponde a la muy antigua distinción ideológica que hemos establecido entre lo interior y lo exterior, entre el amor y el interés, entre los lazos naturales y los construidos, y entre las actividades y estilos naturales de hombres y mujeres. Como hemos visto, hay razón para pensar que nuestra aceptación de esas dicotomías tiene algún sentido. Pero, al mismo tiempo, hoy parecería que nuestras formas de comprensión, determinadas por modos dicotómicos de pensamiento, han resultado —y probablemente mostrarán que lo son— intrínsecamente dudosas y discutibles para quienes esperamos llegar a entender la diversa experiencia existencial de las mujeres en las sociedades humanas.16

Una vez que se ha conceptualizado a la familia como algo distinto del mundo, se nos conduce a pensar que fenómenos como el amor y el altruismo, el género, la organización del parentesco y la textura de la vida familiar no pueden entenderse adecuadamente a partir de categorías que utilizaríamos para analizar a la sociedad en su totalidad. Así, las y los antropólogos argumentarán que el parentesco debe ser entendido como un fenómeno en sí y por sí mismo [Fortes 1969: 219-249], de manera muy parecida a como muchas feministas proclaman que la sociología no es suficiente para comprender los diversos órdenes de sexo/género.17 Esa sociología convencional (incluyendo buena parte del pensamiento social marxista) está todavía en condiciones muy precarias para entender que toda la vida social humana depende de nuestras formas de sentir y de creer. Es ésta una observación frente a la que esos teóricos pasan de largo.18

Un asunto relacionado con lo anterior —importante no sólo para la antropología sino también para la sociología y la historia social— es que la mayoría de los estudios de las agrupaciones domésticas tienden a presuponerles un núcleo familiar profundo. Y así, aunque se pregunten cómo y por qué las esferas domésticas se expanden o colapsan según el caso, pocos análisis exploran los diversos contenidos de los vínculos familiares, o se preguntan de qué manera las diversas relaciones dentro del hogar podrían ejercer influencia en las relaciones fuera de él. El hecho de que la gente en otros lugares no vea a las agrupaciones domésticas como los grupos familiares cerrados que conocemos, que la calidez y el altruismo rara vez sean prerrogativas exclusivas de parientes cercanos que residen juntos —en suma, que no podamos presumir que sabemos exactamente, en cualquier caso dado, qué significa ser un padre o una madre, una hermana o un hermano, un cónyuge o una hija o hijo— son cosas muy rara vez examinadas porque partimos de la idea de que ya sabemos justamente cuáles son las respuestas. Nuestros estudios de grupos domésticos informan sobre sus flujos demográficos y muestran cómo es que la autoridad en la vida pública puede definir cosas tales como la elección de la residencia y aspectos de las políticas familiares. Pero sigue siendo cierto que los informes antropológicos, cuando menos, tienen más qué decir sobre la organización de la esfera pública (y, por ello, sobre los afanes masculinos) que sobre las variaciones reales en la vida doméstica, porque tendemos a pensar que el proceso social opera “de afuera hacia adentro”.19 Los contenidos de aquello que consideramos es el mundo de las mujeres tienden a ser percibidos, con demasiada ligereza, como si estuvieran determinados ya sea por constreñimientos naturales, o por el dinamismo asociado con los hombres, con sus negociaciones públicas y con su autoridad.

Sin embargo, al citar antecedentes como éstos no pretendo proclamar que ahora sí deberíamos ponernos a indagar en el interior del hogar. Sin duda, muchas sociólogas y sociólogos lo han hecho. Tampoco es que yo piense que al reconocer los vínculos de las mujeres con la esfera doméstica haríamos bien en trabajar de dentro hacia afuera para intentar revisar la naturaleza de la familia o reconceptualizar las vidas de las mujeres. No. Lo que sugiero, más bien, es que la imagen típicamente plana y poco esclarecedora de las mujeres que nos ofrecen los informes etnográficos más convencionales deriva de las dificultades teóricas que surgen cada vez que suponemos que la esfera femenina o doméstica puede distinguirse del mundo más amplio de los hombres debido a sus funciones presumiblemente panhumanas. En la medida en la que las feministas estén dispuestas a aceptar ese tipo de base virtualmente presocial e inmutable de la vida de las mujeres, los análisis que hagan de los mundos femeninos seguirán siendo una mera extensión –y no un desafío fundamental- de los modos tradicionales de entender las formaciones sociales como producto de la vida y las necesidades de los varones.

De manera, pues, que la deficiencia más profunda de un modelo basado en dos esferas opuestas reside en su alianza con los dualismos del pasado, dicotomías ésas que enseñan que las mujeres deben ser entendidas no en términos de relaciones sociales —con otras mujeres y con los hombres— sino a partir de su diferencia y distanciamiento.20 “Atadas” a funciones que imaginamos corresponden a la maternidad y al hogar, nuestras hermanas son conceptualizadas como seres que actualmente son, pero que siempre han sido, las mismas: no actores sino meros sujetos de la acción masculina y de la biología femenina. Y las feministas se revelan como víctimas de ese pasado cuando sus explicaciones intentan enfocar la atención en las cosas importantes que las mujeres hacen, sumando variables que atañen a las funciones domésticas, la maternidad y la vida reproductiva.21

EL EJEMPLO DE LAS SOCIEDADES SIMPLES

La investigación feminista comenzó —para tomar prestada la expresión de Marx— por poner a la sociología “de cabeza” y por emplear tipos de herramientas relativamente convencionales para forjar nuevas modalidades de argumentación. En 1974, yo sostuve que era importante poner atención a las esferas domésticas si deseábamos comprender el lugar de las mujeres en la vida social humana. La década de 1970 fue testigo de varios esfuerzos que, esencialmente, podrían entenderse como un punto de inflexión, por parte de una amplia gama de científicas sociales feministas. Para algunas, el descubrimiento del mundo [Smith-Rosenberg 1975] o de la esfera [Cott 1977] de las mujeres constituyó un primer paso analítico. El énfasis que pusieron en las funciones informales [Rogers 1975, 1978; Chiñas 1973] o en formas expresivas acalladas [Ardener 1972] proporcionó un punto de partida crítico para otras estudiosas. Uno de los desarrollos más importantes en la antropología fue la respuesta al desafío que plantearon varias escritoras feministas a una narrativa tradicional que celebraba los primeros pasos evolutivos logrados por el Hombre Cazador [Slocum 1975; Tanner y Zihlman 1976; Zilhman 1978]. A fin de esclarecer mis argumentos precedentes, quisiera comentar brevemente algo sobre el proceso mediante el cual la Mujer Recolectora vino a debilitar la orgullosa posición que había tenido el Hombre Cazador. Después, argumentaré que nuestras recién descubiertas mujeres recolectoras son, de hecho, herederas directas de los hombres cazadores, en el sentido de que unas y otros son moldeados en el interior de una esfera sexualmente estereotipada que es problemática desde un punto de vista empírico y que, conceptualmente, constituye un caso más de nuestra tendencia a pensar en el marco de las categorías individualizantes y biologicistas que subyacen a las dicotomías victorianas.

En pocas palabras, la década de 1960 presenció un florecimiento del interés antropológico en torno a tres temas relacionados: la evolución humana, la naturaleza de la vida social de los primates y la organización de las sociedades simples (que, se infería, eran ancestrales) de cazadores-recolectores. La investigación, abrumadoramente influenciada por inquietudes de índole ecológica y de adaptación, condujo, por una parte, al reconocimiento de que, en la mayoría de los grupos cazadores del mundo, en realidad eran las mujeres quienes aportaban la mayor cantidad de alimento a sus sociedades, en tanto recolectoras y cazadoras de caza menor. Pero, al mismo tiempo, en la academia se discutía la idea de que no fue la recolección, sino la caza mayor, lo que condujo a nuestros ancestros primates a zanjar el abismo que separa a la humanidad del bárbaro mundo natural. Se sostenía que los cazadores necesitaban lenguaje —y, por tanto, cerebros grandes— para poder comunicarse y planear sus actividades conjuntas. Y el diseño de armas supuso pasos mayores, aportando al hombre sus primeras habilidades en el arte de la manufactura de herramientas [por ejemplo, Washburn y Lancaster 1968].

No debe sorprendernos que la respuesta feminista a posiciones como la anterior comenzara por argumentar que nuestra tradición académica había menospreciado el papel central de las mujeres. Los textos producidos a lo largo de la década de 1970 trazaban, en conjunto, una compleja red de vínculos que relacionaban la pérdida, entre los individuos de los grupos humanos, de dientes carnívoros grandes y puntiagudos, la aparición de pulgares oponibles, el surgimiento de la capacidad para coordinar ojo y mano, que requería cerebros de mayor tamaño y, finalmente, el hecho de que las hembras humanas necesitaran una pelvis más amplia para poder alojar y dar a luz a sus criaturas de cerebro grande. En la nueva narrativa, estas hembras adoptaban posturas verticales que, en última instancia, les permitían aprovechar el ambiente de maneras novedosas. La perspectiva feminista señalaba también que las criaturas humanas debían nacer con cerebros relativamente inmaduros y requerían períodos prolongados de dependencia respecto del cuidado de los adultos. Debido a ello, se planteaba, debía haber sido una suerte de necesidad para las hembras la de forjar, simultáneamente, las habilidades sociales y productivas que les permitiesen satisfacer los requerimientos tanto de sus pequeños descendientes como de ellas mismas. Más aún, se creía que las hembras habrían estado preocupadas por encontrar como parejas a machos no violentos sino cooperativos que les sirvieran como asistentes y proveedores. De modo que, según aducía este nuevo relato, las hembras de la especie se las habrían arreglado para crear habilidades sociales básicas (tales como el lenguaje), así como nuestras primeras muestras de cestería y herramientas para excavar. Pero al mismo tiempo, debido a su preocupación por sus pequeñas criaturas, habrían conseguido también crear un Adán que las entendiera y ayudara.

Esta nueva narrativa ha ganado considerable aprecio, y ello por buenas razones. Al emplear argumentos y datos que habían alimentado en el pasado relatos evidentemente deficientes y sesgados por un prejuicio androcéntrico, las nuevas perspectivas no sólo parecían tener mucho sentido, sino que correspondían bien con lo que la etnografía había observado respecto de la acción de las mujeres en los grupos contemporáneos de cazadores —en particular, sus muy reales autonomía y autoestima—. Las mujeres, en los grupos de cazadores-recolectores difícilmente aparecen como seres pasivos confinados al hogar y dependientes de la voluntad de los hombres que les llevan piezas de caza. Por el contrario, parecen disfrutar, en general, de una vida tan flexible e igualitaria como cualquiera que se haya descrito a la fecha.

Pero si es verdad que la Mujer Recolectora ha logrado realmente corregir la historia que nos habíamos contado, me parece que este nuevo relato está, sin embargo, lejos de ser el adecuado si lo que buscamos no es simplemente una apreciación de la contribución que las mujeres hacen, sino, por el contrario, comprender la manera como esas mujeres organizan sus vidas y sus reivindicaciones en cualquier sociedad real. La nueva narrativa insiste, con razón, en que nuestras hermanas recolectoras hacían cosas importantes. Pero no puede explicar por qué los pueblos cazadores nunca celebran las hazañas de las mujeres, que tan necesarias son para la sobrevivencia humana. En realidad, si recurrimos a la evidencia contemporánea para ver qué podría decirnos acerca del pasado, los pueblos cazadores celebran —tanto en rituales totalmente masculinos como colectivos— no la recolección ni el parto, sino, más bien, el trascendente papel de los cazadores. El Hombre Cazador alardea de sus capturas y las mujeres elijen como amantes a cazadores capaces. Pero no hay un solo informe etnográfico que nos dé cuenta de la celebración de las mujeres por sus habilidades recolectoras ni de algún reconocimiento especial a su éxito como madres.

Y quizá más grave aún sea el hecho de que la Mujer Recolectora es abrumadoramente presentada en la actualidad como un ser biológico cuyas preocupaciones derivan de su papel reproductivo. Ella busca un macho que la fecunde y, quizá, provea a su bienestar. Pero no tiene causa alguna para forjar —ni para resistir— vínculos adultos continuos, ni para crear y emplear un orden jurídico compuesto por expectativas, normas y reglas que tengan permanencia. Si alguna imagen rescatamos de estas nuevas perspectivas, es la de la Mujer Recolectora como un ser contento consigo misma. Absorta en lo que, de hecho, parecen ser tareas relativamente domésticas, libera a los machos asociados con ella para que se involucren en cacerías riesgosas y forjen vínculos más amplios. De esta manera, una vez más permite al Hombre ejercer la supremacía y participar en la construcción de la totalidad social.22 El hecho de que esos hombres juveniles que forman parte de grupos reales de cazadores-recolectores parezcan mucho más interesados que las mujeres tanto en casarse como en tener vástagos propios; el hecho de que las mujeres no reclamen a sus maridos o hijos que les aporten carne (sino que más bien dependan para ello durante sus primeros años de matrimonio de sus padres, amantes o hermanos); el hecho de que los lazos entre madre e hijo sean frágiles porque las mujeres inducen a sus hijos a abandonar la esfera natal y a celebrar no la fertilidad femenina sino la sexualidad; el hecho de que los hombres, en casi todos los grupos cazadores, afirmen que “intercambian” hermanas por esposas; y, finalmente, el hecho de que las mujeres hallen típicamente su autonomía restringida por amenazas de violencia y violación masculinas, son, todos ellos, rasgos sistemáticos y recurrentes de la vida social de los grupos de cazadores-recolectores. Esa vida social no podría llegar a ser entendida por un análisis que insistiera ya sea en los papeles masculinos o femeninos, o que empezara por estudiar a las familias sin prestar atención a los vínculos entre grupos familiares y al proceso social general.

No puedo trazar aquí de manera detallada los contornos de un enfoque alternativo, pero me gustaría proponer sucintamente algunas orientaciones posibles. En la investigación que hemos emprendido recientemente Jane Collier y yo misma, nos hemos preocupado por poner el énfasis no únicamente en las actividades de las mujeres —o de los hombres— sino por transmitir una imagen de las maneras como una división sexual del trabajo en todos los grupos sociales humanos está vinculada con formas extremadamente complejas de interdependencia, política y jerarquía.23 En particular, notamos que en la mayoría de los grupos de cazadores-recolectores, las mujeres alimentan a sus maridos, pero los hombres no necesariamente alimentan a sus esposas, y que los hombres solteros sexualmente maduros no necesariamente pasan sus años de soltería desplegando su potencial como proveedores. En lugar de ello, lo que ocurre al parecer es que las mujeres son quienes atienden el hogar, alimentando a niñas y niños, así como a hombres adultos asociados con ellas, como pueden ser sus hermanos, padres o esposos. Y lo que esto significa para los hombres es que, o bien se alimentan en hogares de mujeres que tienen algún lazo primario o marital con alguien que no son ellos mismos —y por esa vía experimentan una subordinación respecto de un hombre que es esposo de una mujer que no es esposa de ellos— o bien tienen una esposa y un hogar propios, y por tanto se consideran a sí mismos como adultos sociales.

De esta manera se crea una jerarquía social que clasifica a los hombres casados por encima de los que no lo están y que tiene como consecuencia que los hombres deseen casarse. Y los hombres se casan no por haberse ganado el corazón de las doncellas, sino más bien por entregar piezas de caza y realizar trabajo para sus parientes políticos, que son los únicos que pueden persuadir a las jóvenes de que asuman el papel de esposas. Contenta de recibir dones inmediatos tanto de afecto como en forma de piezas de caza por parte de pretendientes a los que no tiene que alimentar, la mayoría de las mujeres tiene pocos alicientes para buscar esposo, puesto que siente asegurados la protección y el apoyo de sus padres y hermanos. Las mujeres pueden utilizar su atractivo sexual para debilitar, apoyar o estimular las iniciativas de los hombres. Pero en un mundo en el que los hombres —y no las mujeres— tienen buenas razones para obtener una esposa e imponerle sus demandas, sólo los hombres son reconocidos y definidos como personas que crean de manera activa los lazos profundos de afinidad que organizan a la sociedad. Así pues, mientras que al entablar compromisos amorosos los hombres imponen demandas que implican la urdimbre de alianzas —o que también pueden generar conflictos con hombres de la misma condición que tienen las mismas exigencias— la sexualidad femenina es percibida más como una fuerza estimulante (que reclama la celebración) o como una fuerza irritante (que requiere ser controlada mediante la violación), y no como una fuerza activa que contribuye a la organización de la vida social. En realidad, la razón por la que el Hombre Cazador suele ser celebrado con tanta frecuencia en este tipo de grupos, reside en el hecho de que los jóvenes pretendientes ofrecen a sus parientes políticos piezas de caza para poner en escena su demanda de vínculos de afinidad y para obtener su apoyo en su esfuerzo por asegurar la muy necesaria lealtad y los servicios de una esposa que, entendiblemente, se siente indispuesta.

Hablar de asimetría sexual en este tipo de grupos no implica, por tanto, sostener que todos “los hombres […] ejercen el control” [Fox 1967: 31], ni que todas las mujeres, a diferencia de los varones, pueden ser excluidas del mundo público debido al cuidado que requieren las familias jóvenes. Las criaturas no evitan que las mujeres se manifiesten con claridad, sino que les impiden chapotear en las placenteras aguas de las políticas del sexo. Y la política sexual, mucho más que el cuidado mismo de las criaturas, parece ser el centro de la mayoría de las vidas de estas mujeres. Los servicios que se espera que las mujeres presten en el hogar tienen sentido si se los entiende no como extensiones de las tareas maternales, sino, más bien, como resultado inherente a las jerarquías masculinas. Las mujeres celebran su propio ser sexuado porque es en términos de demandas (sexuales) como la gente de ambos sexos organiza sus lazos sociales duraderos y, simultáneamente, les plantea desafíos. A final de cuentas, la preeminencia que disfrutan los hombres en grupos como esos parece tener tanto que ver con la importancia del matrimonio para las relaciones entre los hombres mismos —relaciones que hacen que las esposas sean algo que debe obtenerse—, como con la oposición sexual, o con un dominio masculino más burdo. Aunque las amenazas de uso de la fuerza por parte de los hombres pueden llegar a disuadir a las mujeres que deseen rebelarse, el hecho sigue siendo que las mujeres raramente parecen oprimidas. Cuando mucho, parecen limitadas por el mero hecho de que no pueden disfrutar el mayor premio de la vida política de los hombres: la posición de un hombre cazador que disfruta de una esposa y de un hogar propio.

La Mujer Recolectora fue descubierta en el esfuerzo por aclarar nuestras narraciones acerca de “cómo empezó todo”, y por oponerse a las versiones que presuponen un fundamento necesario y natural para la dominación masculina. Pero he esbozado aquí las líneas generales de una aproximación alternativa porque me parecía que (al igual que sus más silenciosas hermanas del pasado), la Mujer Recolectora no conseguía, en términos sociológicos y etnográficos, ayudarnos a entender cómo es en realidad la vida de una mujer en grupos simples de cazadores-recolectores. La raíz del problema, sugería yo, es tratar de entender las formas de la acción femenina y del papel de la mujer a partir de la pregunta: “¿qué hacían las primeras mujeres?”, en lugar de preguntar “¿qué tipo de nexos y expectativas definían sus existencias?”. Suponer que los meros hechos reproductivos o productivos (la comida que llevan al hogar, las criaturas que procrean) determinan lo que las mujeres son y significan, es una perspectiva que asigna a todas las mujeres, de entrada, el papel de madres. Por esta vía, y de manera muy parecida a lo que ocurre con los marcos analíticos relacionados con la dicotomía doméstico/público, las mujeres son conceptualizadas como seres biológicos diferentes de los hombres, en lugar de ser entendidas como las compañeras de los hombres o como sus competidoras en un proceso social continuo y restrictivo.24

La alternativa que suscribo consiste en insistir en que la asimetría sexual es un hecho político y social, mucho menos relacionado con los recursos y las habilidades individuales que con las relaciones y las reivindicaciones que orientan a la gente en su manera de actuar y de definir sus tratos y sus lazos. De modo que me parece que, si vamos a entender qué es exactamente aquello de lo que las mujeres carecen o los hombres disfrutan —y con qué tipo de consecuencias—, lo que necesitamos no son explicaciones sobre cómo empezó todo, sino perspectivas teóricas como la esbozada más arriba, que analicen las relaciones entre mujeres y hombres en tanto aspectos que son de un contexto social más amplio. Si al organizar matrimonios los hombres aparecen como los agentes que crean el mundo social, nuestra tarea no consiste en aceptar este hecho como adecuado en términos sociológicos, ni tampoco en intentar negarlo mediante un énfasis en la acción femenina. En lugar de ello, debemos comenzar por analizar los procesos sociales que dan sentido a fenómenos aparentes como éste. Hay que preguntarnos exactamente cómo es que —en un mundo donde las personas de ambos sexos toman decisiones efectivas— los hombres llegan a ser vistos como los creadores del bien colectivo y la fuerza sobresaliente en la política local. Por último, en caso de que éstas llegaran a ser las preguntas que guíen nuestra investigación, me atrevo a plantear que encontraremos respuestas no en los condicionamientos biológicos ni, tampoco, en una morfología de esferas funcionalmente diferenciadas sino, más bien, en hechos sociales específicos —es decir, en formas de relación y pensamientorelacionados con la desigualdad y la jerarquía.

CONCLUSIÓN

Comencé este ensayo proponiendo que había llegado el momento de hacer una pausa para reflexionar críticamente sobre el tipo de problemas que la investigación feminista plantea a la antropología. En lugar de discutir con argumentaciones tan descaradamente inexactas como las de Women’s Evolution (La evolución de las mujeres) o The First Sex (El primer sexo), sostengo que nuestro problema más serio no es la búsqueda veleidosa de matriarcados en el pasado, sino nuestra tendencia a partir de preguntas formuladas en términos universalizantes, y a buscar verdades y orígenes universales.

Me parece sumamente plausible que la asimetría sexual se encuentre en todos los grupos sociales humanos, tanto como pueden observarse en ellos sistemas de parentesco, matrimonios y madres. Pero si nos preguntamos “¿por qué?” o “¿cómo empezó todo esto?”, desviamos inevitablemente nuestro pensamiento. Pasamos de una explicación de tanta importancia como la del género en la organización de todas las formas institucionales humanas (y, recíprocamente, de tanta importancia como tienen todos los hechos sociales para el género), a una explicación basada en presupuestos dicotómicos que vinculan las funciones de hombres y mujeres con las diferentes cosas que ellos, como individuos, son capaces de realizar —cosas que, para las mujeres en particular, tienden a explicarse con demasiada prontitud recurriendo a los hechos aparentemente primordiales e inmutables de la fisiología sexual.25 Así pues, no estoy dispuesta a rechazar por encontrarla errónea mi primera explicación de la asimetría sexual en términos de la jerarquía inevitable entre dos esferas opuestas, la doméstica y la pública. En lugar de ello, he planteado aquí que las razones por las que esa explicación sigue teniendo sentido deben encontrarse no en el detalle empírico, sino en las categorías, prejuicios y limitaciones de una sociología tradicionalmente individualista y de sesgo masculino. De hecho, hoy sería yo capaz de sostener que nuestro deseo de pensar en las mujeres en términos de una supuesta “causa primera” está enraizado en nuestra incapacidad de entender adecuadamente que los individuos que crean relaciones y vínculos sociales son, ellos mismos, creaciones sociales. Dado que tendemos a pensar en las formaciones sociales humanas como si fuesen un reflejo de los individuos que les dan vida, encontramos razones para temer que los roles sociales de las mujeres, tal como se observan en la actualidad, estén basados en lo que algunas personas sostienen que son todas las mujeres: no actores humanos —es decir, adultos sociales—, sino madres reproductoras. Al mismo tiempo, las suposiciones tradicionales que informan ese modo de pensamiento que ve en todas las agrupaciones domésticas un núcleo inmutablemente nutricio y altruista —en oposición a los nexos más contingentes que dan lugar a órdenes sociales más incluyentes— nos conducen repetidamente a incluir de nuevo aquello que tememos cuando definimos las funciones femeninas en particular como algo que no es producto de la acción humana en sociedades concretas e históricas.

De modo que, sin negar que hechos biológicos tales como la reproducción dejan su marca en la vida de las mujeres, quiero insistir en que hechos de ese tipo no explican por sí mismos ni nos ayudan a describir las jerarquías sexuales en relación con la vida doméstica ni, tampoco, en relación con la vida pública. Sostener que la familia define a las mujeres es, en última instancia, olvidar que las familias mismas son cosas que hombres y mujeres crean activamente, y que varían según las características particulares del contexto social. Y justamente como las familias (en términos sociales y culturales) son mucho menos variadas (y menos ubicuas) que lo que ha supuesto la mayoría de las y los académicos, así las desigualdades de género son difícilmente universales en sus implicaciones y en sus contenidos. Las funciones que los sexos desempeñan contribuyen a todas las demás desigualdades en su mundo social y son, a su vez, influenciadas por estas últimas, ya asuman la forma de una división entre un esposo cazador y un joven soltero dependiente de aquél, o la de la relación entre el capitalista y el trabajador en nuestra propia sociedad. En todos los casos, las formas que el género adopta —y, por esa vía, las posibilidades e implicaciones de una política sexual— son fenómenos que deben interpretarse en términos políticos y sociales, y que hablan inicialmente de las relaciones y oportunidades que hombres y mujeres pueden disfrutar, para así comprender cómo pueden llegar a oponerse unos a otras respecto de sus intereses, imágenes o estilos.

No puedo aportar aquí más elementos a la cantidad rápidamente creciente de estudios sobre el lugar de las mujeres en nuestra organización social contemporánea. Sin embargo, parece relevante para mi argumentación observar que una de las maneras en las que el género se vincula a la vida social capitalista moderna, es que una característica central que solemos creer no tienen las mujeres, la agresividad, destaca abrumadoramente en relatos populares que explican por qué algunos hombres fracasan y algunos otros tienen éxito. Desde luego, no intento afirmar en modo alguno que las hormonas determinen el éxito de los hombres de negocios o los fracasos de los pobres, ni tampoco que nos ayuden a entender el hecho social de la subordinación femenina. Pero lo que sí sugeriría yo es que, en nuestra sociedad, lo que decimos acerca de las tendencias naturalmente agresivas y asertivas es una manera en la que el sexismo y otras formas de desigualdad se vinculan entre sí. No resulta accidental en absoluto que, por ejemplo, el autor de The Inevitability of Patriarchy (La inevitabilidad del patriarcado) recurra a datos hormonales a fin de proclamar que, al carecer de agresividad, las mujeres están destinadas a no triunfar nunca.

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Notes

1Este ensayo, originalmente titulado “Reflexiones en torno a la dicotomía doméstico/ público” se presentó por primera vez en el Congreso Rockefeller sobre Mujeres, Trabajo y Familia, en septiembre de 1977. Fue publicado en 1980 bajo el título “The Use and Abuse of Anthropology: Reflections on Feminism and Cross-Cultural Understanding”, en Signs: Journal of Women in Culture and Society, 5/3: 389-417. Agradecemos a la University of Chicago Press el permiso concedido para su publicación en Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas y al Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM por su apoyo para la traducción, de la que estuvo a cargo Gloria Elena Bernal: bernalgloriaelena@gmail.com.

2Consúltese Annete G. Weiner [1979 y 1982], para ver lo que plantea la antropóloga probablemente mejor articulada entre quienes escriben sobre nuestra necesidad de reconceptualizar radicalmente las perspectivas tradicionales sobre la sociedad y la estructura social si queremos trascender la mera adición de datos sobre las mujeres a lo que siguen siendo esencialmente, en términos estructurales, informes escritos desde la perspectiva masculina. Al mismo tiempo, sin embargo, el “modelo reproductivo” de Weiner me parece peligrosamente cercano a buena parte del pensamiento no relacional que critico más adelante.

3Véase Begler [1978], o bien Rohrlich-Leavitt, Sykes y Weatherford [1975], para identificar intentos razonables de inclinar la balanza. Una yuxtaposición de estos dos artículos –que llegan a caracterizaciones radicalmente opuestas de la suerte de las mujeres en las sociedades aborígenes de Australia– resultará ilustrativa por lo que puede decir sobre la dificultad de establecer lo que es, en última instancia, un argumento de evaluación en términos empíricos.

4Existe una tercera alternativa, que se sitúa en algún punto entre los dos extremos señalados en este ensayo, a saber, la de hacer énfasis en la diversidad y en tratar de caracterizar los factores que propician mayor o menor “dominio masculino” o “estatus femenino”. Sacks [1974] y Sanday [1974] ofrecen ejemplos de ello, aunque es interesante hacer notar que mientras repudian el universalismo, ambas hacen uso, de hecho, de una separación analítica entre lo doméstico y lo público en la organización de sus variables. Whyte [1978] argumenta, de manera por demás convincente, a mi juicio, que sólo mediante el estudio de la diversidad comenzaremos a comprender cualquiera de los procesos que son relevantes para la formación o la reproducción de las desigualdades sexuales y que, por lo tanto, la sabiduría metodológica y política requieren que desagreguemos las caracterizaciones sumarias respecto del estatus sexual y expongamos sus partes componentes. Yo estoy de acuerdo con él y más aún, me complació mucho ver que su estudio empírico conducía al reconocimiento de que es virtualmente imposible “clasificar” a las sociedades en términos del lugar que ocupan las mujeres en ellas. Sus conclusiones concuerdan con las mías en el hecho de que él considera más promisorio un enfoque comparativo que busque configuraciones sociales estructurales, que un enfoque preocupado por hacer evaluaciones sumarias. Como Whyte es capaz de mostrar que las variables particulares significan cosas diferentes en contextos sociales diferentes, sus resultados ponen en cuestión todos los intentos de hablar, interculturalmente, sobre los componentes del estatus de las mujeres o sobre sus omnipresentes causas.

5El problema es complejo. Diversos análisis recientes han señalado cómo es que la ideología moderna de la familia estadounidense nos conduce a pensar que los papeles femeninos están definidos por una necesaria asociación de ciertas funciones y características (por ejemplo, la crianza, el altruismo, la “solidaridad difusa persistente”; véase el trabajo de Schneider [1968] respecto de determinadas personas (parientes cercanos) y, en particular, de las madres (Yanagisako [1977]). Rapp [1978] explica con mucha claridad que las maneras en las que esta ideología de los “nexos familiares” define la configuración de grupos de personas que residen juntas, son complejas y varían de acuerdo con la clase social. Más aún, Lewis [1977] señala muy convincentemente que nuestra creencia en la necesaria asociación entre mujeres y funciones domésticas suele impedirnos ver que, en nuestra sociedad, la marginalización (“domesticación”) es más una consecuencia que una causa de la falta de poder.

6Estos temas son desarrollados más ampliamente en relación con datos empíricos que aportan los trabajos recientes de Quinn [1977] y Whyte [1978]. En particular, los hallazgos de Whyte revelan que el dominio masculino no es algo que se preste en sí mismo a una clasificación en términos transculturales significativos (véase la nota 4). Sin embargo, el hecho de que esta conclusión socave todos los argumentos sobre el estatus de las mujeres considerándolos analíticamente problemáticos –y también el hecho de que requiera que busquemos, en lugar de ello, patrones en la estructuración social del género (conclusión muy cercana a la del presente ensayo)– es algo de lo que ni siquiera Whyte mismo ha llegado a percatarse.

7Desde luego, las oposiciones correlativas de masculino/femenino y público/doméstico, no se originan en la época victoriana. Pueden encontrárseles más o menos elaboradas y explícitas en la filosofía política desde la Grecia clásica [Keohane 1979]. Mi énfasis en los estudiosos de la época victoriana deriva, en primer lugar, de la convicción de que son nuestros predecesores más importantes en este ámbito y, en segundo lugar, de la intuición de que las dicotomías victorianas –en su simpatía por la maternidad y la biología– eran, en realidad, significativamente diferentes de las que las precedieron. Una vez que se cae en la cuenta de que la dicotomía doméstico/público constituye un conjunto de términos más ideológicos que objetivos y necesarios, podemos, por supuesto, comenzar a explorar las diferencias entre las formulaciones que a primera vista parecerían ser “más de lo mismo”.

8Los presupuestos de Herbert Spencer en torno a las mujeres aparecen a lo largo del volumen 1, Domestic Institutions de su obra de varios tomos titulada Principles of Sociology (D. Appleton & Co. Nueva York. 1893). Ahí se expresa claramente el vínculo entre esas simples presuposiciones, la biología y el naciente funcionalismo. John Haller y Robin Haller [1974] hacen una devastadora exposición de algunas de las implicaciones históricas de la misoginia spenceriana. La relación entre las actitudes sexistas de Spencer y su teoría general es analizada también en Elizabeth Fee [1974]. Mi propia lectura de Spencer es, si algo, ligeramente más compasiva: de todos los evolucionistas victorianos, fue él quien, entre otros, puso mayor atención a los datos antropológicos disponibles, y sus presupuestos sexistas emergen de forma ligeramente menos ofensiva que como aparecen en gran parte del trabajo de sus contemporáneos.

9Para algunas lecturas críticas muy útiles del trabajo hoy clásico de Friedrich Engels, Los orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado (diversas ediciones), véanse: Sacks [1974], Lane [1976] y Leacock [1972]. El interés contemporáneo en el materialismo de Engels y en su sentido de la variación tiende a excusar sus prejuicios “victorianos” considerándolos triviales. Yo sostengo, en contraste, que su muy citada sentencia, según la cual: “De acuerdo con la concepción materialista, el factor determinante de la historia es, en última instancia, la producción y la reproducción de la vida inmediata”, encaja firmemente en la tradición individualizante y dicotómica criticada en este texto y que resulta, en formas muy profundas, problemática para una comprensión marxista de la vida de las mujeres. El hecho de que el estandarte de la reproducción haya sido asumido por varios científicos y científicas sociales neo-marxistas y marxistas-feministas (como, por ejemplo, Meillassoux [1975]; Bridenthal [1976]; y Edholm, Harris y Young [1977]), sólo subraya las dificultades que todo mundo enfrenta al tratar de conceptualizar los tipos de problemas a los que se refiere este ensayo.

10Que los presupuestos parsonianos clásicos sobre las “funciones” instrumentales y expresivas inherentemente diferenciadas en interacción [véase Parsons 1964: 59] podrán ser, en buena medida, resultado de una evaluación ideológica de las actividades apropiadas para “esferas” diferentes –e implícitamente separadas por género–, se sugiere en mi trabajo: Women, Culture, and Society [Rosaldo 1974: 10]. Una crítica útil de la oposición analítica entre lo instrumental y lo expresivo y, de manera más general, de los presupuestos sobre la diferenciación en la sociología funcionalista, se encuentra en Beechy [1978]. La crítica reciente de Judith Irvine [1979] de los conceptos de formalidad e informalidad, proviene de una perspectiva diferente pero relevante. Lo que interesa a nuestros propósitos es que la autora muestra, simultáneamente, que los referentes empíricos de la distinción formal/informal están, en el mejor de los casos, llenos de problemas y, más aún (como sucede con la dicotomía doméstico/público), que el atractivo intuitivo de esa distinción se funda en la manera en la que promete conectar aspectos de la “función” social con “estilos” de interacción observados. Una vez hechas estas precisiones, se pone en cuestión ese vínculo funcional.

11En este punto, mi caracterización se apega muy cercanamente a la argumentación de Meyer Fortes, quien señala que un compromiso con “los orígenes familiares de… los sistemas de parentesco” [1969: 49], era importante para Malinowski, cuya obra The Family among the Australian Aborigines [1963] tenía el propósito específico de argumentar a favor de los universales, y para A. R. Radcliffe-Brown [1930: 34-63, 206-246, 322- 341, 426-456], quien presuponía que había un “centro” familiar o genealógico en el parentesco, aunque el propio Radcliffe-Brown estaba más interesado en los ámbitos jurídicos más diversos. Los aborígenes australianos han gozado durante largo tiempo el cuestionable privilegio de ser considerados los “primitivos prototípicos” (ocupan, por ejemplo, un lugar central en la obra de Durkeim Las formas elementales de la vida religiosa, y en el trabajo de Freud Totem y tabú), de modo que el “descubrimiento” de que ellos también tienen “familias” resultó crucial para el pensamiento universalista. A Fortes le interesa disociarse del genealogismo, pero no de manera absoluta: “Considero el aspecto político jurídico como un complemento del aspecto familiar de las relaciones de parentesco” [1969: 73]. En un mundo de dos esferas, la naturaleza y la cultura siguen teniendo el mismo estatus analítico, complementario y distinto.

12David Schneider [1972] discute la tendencia genealogizante de la mayor parte de los análisis antropológicos del parentesco, relacionándola con una pieza más de nuestra ideología moderna dicotomizante, una tendencia a discriminar y a ver como necesariamente complementarios los órdenes de la naturaleza y de la ley. La revisión que hace Sylvia Yanagisako [1979] rastrea la relación entre supuestos acerca de la esfera de la genealogía y de la esfera doméstica. Los interrogantes particulares a los que nos enfrentamos cuando tratamos de pensar en “hechos” aparentemente universales como el parentesco —especialmente una vez que reconocemos que los posibles términos analíticos están enraizados en la ideología— son discutidos, desde diferentes puntos de vista, por Andrew Strathern [1973], y por Steve Barnett y Martin Silverman [1979].

13Mi caracterización descansa fuertemente, en este punto, sobre el trabajo de Yanagisako [1979], que es un análisis crítico del marco analítico de Fortes (ver nota 11).

14Fortes habla, por ejemplo, de la “célula matricentral”, en su introducción a The Developmental Cycle in Domestic Groups [Goody 1958: 8] y sostiene que “el dominio doméstico es el sistema de relaciones sociales a través del cual el núcleo reproductivo se integra con el ambiente y con la estructura de la sociedad en su totalidad” [Goody 1958: 9]. Al caracterizar el componente de lo familiar en oposición con el de lo político-jurídico en las relaciones de parentesco, Fortes contrasta “el afecto y la confianza que padres e hijos tienen entre sí” con la “autoridad de los padres y la subordinación de los hijos” [Fortes 1969: 64]. Mi punto de vista, desde luego, es que este contraste no deriva necesariamente de relaciones sociales reales en el exterior sino, más bien, que su “sentido” se localiza en una ideología particular, occidental y altamente vinculada con el género.

15Entre los análisis más claros de estas distinciones se encuentran el trabajo de Donald R. Bender [1967] y el de Yanagisako [1979]. El libro de Lila Leibowitz recientemente publicado, Females, Males, Families [1978], hace un trabajo de primera clase en torno a la documentación de la variación en estructura y función en grupos familiares de primates tanto como en humanos. Al hacerlo, desafía todo intento de hacer una interpretación unitaria funcionalista tanto de los roles de género como de las familias. Desafortunadamente, la autora parece olvidar su propia mejor recomendación cuando intenta (sin éxito, creo yo) proponer una definición transcultural de la familia que carece de presupuestos funcionalistas. Por lo demás, Leibowitz diverge de mi propio enfoque al tratar de dar cuenta del surgimiento de grupos familiares definiendo a las familias como una creación de las necesidades individuales, que en algún sentido “preceden” a la sociedad.

16Para comparar esto con una afirmación muy cercana, véase el trabajo de Patricia Caplan y Janet M. Burge [1978]. Ahí, las autoras sostienen que el problema con la dicotomía doméstico/ público en tanto formulación, es que no consigue ayudarnos a entender la naturaleza de la “articulación” entre las esferas, y sugieren que esa articulación debería ser entendida desde el punto de vista de sus vínculos con las relaciones de producción. Véase también el texto de Bridget O’Laughlin [1977] para la crítica de un conjunto de oposiciones vinculadas entre sí, que parecen inherentemente incompatibles con el estudio de las relaciones.

17Éste es un tema que aparece en toda la discusión marxista-feminista contemporánea [véase, por ejemplo, Kuhn y Wolpe 1978]. Para una afirmación profunda y elocuente de esta posición (con la cual simpatizo aunque no concuerdo del todo), véase Gayle Rubin [1975] y también Heidi Hartmann [1975].

18Mi caracterización de esta carencia no es enteramente justa, puesto que la preocupación en torno a las actitudes, la cultura, la consciencia o, en términos marxistas, la reproducción de la ideología, son asuntos que interesan a la ciencia social desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, queda la impresión de que la tensión feminista ante el fracaso de la ciencia social al tratar asuntos de género en el pasado alimenta la apariencia de que el género, en tanto problema sociológico, es intrínsecamente diferente a otros aspectos de la organización social que tienen implicaciones para la identidad personal y demandan algún tipo de explicación no convencional (y, por lo general, psicológicamente orientada). A mi juicio, por el contrario, nuestra frustración surge, en primer lugar, de la incapacidad de la teoría sociológica para relacionar el género de manera sistemática con otros tipos de desigualdad social y, en segundo lugar, de las deficiencias de una tradición utilitarista que ha hecho extremadamente difícil entender la importancia sociológica de la consciencia, la cultura o el pensamiento humanos.

19Yanagisako [1979] documentó este punto con varios ejemplos etnográficos. Una y otra vez, encontró que la variación en las esferas domésticas no es considerada profundamente interesante, ni recibe la misma atención descriptiva o conceptual que sí se presta a ámbitos más públicos o jurídicos.

20Nash [1978] y Nash y Leacock [1977] proponen la idea de que dualismos tales como naturaleza/cultura y doméstico/público están menos arraigados en la “realidad” de otras culturas que en la de nuestra ideología occidental moderna. Desafortunadamente, su crítica se detiene en el nivel de la desacreditación de los Prejuicios del Capitalismo Occidental sin llegar a formular, a mi juicio, una alternativa adecuada tanto para nuestras intuiciones como para resolver el problema del que se trata: entender el género.

21Una vez más, me parece que ésta es la inclinación de buena parte de los textos y de la investigación marxista-feminista.

22De manera divertida (aunque preocupante), este punto de vista se expone muy explícitamente en el trabajo de Charlotte Perkins Gilman [1966], en el que se sostiene que las mujeres, alguna vez dominantes, cedieron la tarea de “construir la sociedad” a los hombres a fin de obtener su cooperación.

23La investigación a la que me refiero se explica M. Z. Rosaldo y Jane Collier [1981]. Por lo demás, el libro de Jane Collier [1988] ofrece, a mi juicio, la más completa explicación teórica y descriptiva de la perspectiva que aquí se defiende.

24Donna Haraway [1978], que reflexiona en torno a la ideología en la primatología reciente y en el pensamiento evolucionista, muestra cómo Tanner y particular, utilizan los presupuestos analíticos de la sociobiología para elaborar un argumento extremadamente no sociobiológico. Haraway no afirma que esa aproximación esté equivocada, pero sí pide precaución. El argumento del ensayo que aquí presento desarrolla lo que entiendo es la intención de Haraway. En particular, he sugerido en varios puntos que un enfoque que presuponga o postule “esferas opuestas” y/o la importancia obvia de la reproducción biológica (y de la maternidad) está muy profundamente asociado con los prejuicios relativos al “individualismo metodológico” en el campo de la sociología. La postulación de “dos esferas” tiende, como hemos visto, a reflejar lo que se considera como necesidades y capacidades individuales (biológicamente determinadas). Así pues, solamente si presuponemos que la sociedad es el producto simple de los individuos que la componen, el análisis en términos de dos esferas tiene sentido. La sociobiología plantea ese presupuesto. Mi objetivo ha sido el de poner ese presupuesto en cuestión mediante el énfasis en la idea de que sólo si comprendemos las relaciones sociales podremos captar la importancia real de las capacidades y las limitaciones individuales.

25Mi discusión con el biologicismo discurre en dos niveles diferentes. Tanto los hombres como las mujeres tenemos, desde luego, cuerpos. En algún sentido, nuestra naturaleza biológica impone límites a lo que podemos ser y hacer (por ejemplo, no podemos vivir bajo el agua ni volar por los cielos). Más profundamente, yo no cuestionaría que haya importantes “interacciones” entre elementos tales como las hormonas y las disposiciones conductuales. Tal sería el caso de la agresividad. Lo que yo objeto, en primer lugar, en términos teóricos, es una cierta tendencia a pensar que las relaciones sociales “reflejan” y, en última instancia, se “construyen sobre” supuestos hechos biológicos (tendencia ésta asociada con el individualismo metodológico (véase la nota 22). En segundo lugar, en clave estratégica, me inquieta que cuando nos proponemos encontrar una base biológica primordial tendemos a pensar en la vida de las mujeres como si estuviesen definidas por “restricciones” biológicas, mientras que la característica “innata” más frecuentemente asociada con los hombres –la agresividad– tiende a ser considerada, si acaso, como una fuente de libertad y como el fundamento de la creación de lazos sociales constructivos.

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