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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.68 Ciudad de México ene./abr. 2017

 

Diversas temáticas desde las disciplinas antropológicas

Intimidad y amor romántico entre 1900 y 1950 en México: discursos y normas1

Intimacy and romantic love in Mexico between 1900 and 1950: speeches and norms

Rosario Esteinou1  * 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.


Resumen:

El artículo tiene como objetivo analizar un tipo de intimidad en las relaciones de pareja que se desarrolló en la primera mitad del siglo XX en la sociedad mexicana. Lo anterior es analizado a partir de la presencia del complejo del amor romántico, construido éste a través de algunos de los discursos y normas socioculturales sobre la mujer, la familia y el amor durante ese periodo, así como la forma en que se concretó la libertad de elección del cónyuge. Estos elementos delinearon el contexto en que plausiblemente se desarrolló un tipo específico de vida íntima de pareja, caracterizada, entre otras cosas, por la proyección anticipada de futuro, la unión mística de los miembros de la pareja, la débil presencia del erotismo en la vida sexual y probablemente una débil comunicación emocional.

Palabras clave: Intimidad; amor romántico; relaciones de pareja; vida matrimonial en México

Abstract:

This paper focuses on the analysis of a specific type of intimacy that developed among couples in relationships during the first half of the 20th Century in Mexican society. First, the analysis traces the presence of the romantic love complex through some of the sociocultural discourses and norms on women, the family and love during the said period, as well as the ways in which freedom in mate selection developed. These elements provide the context in which one specific type of intimate life was likely to unfold between couples, and which was characterized, among other things, by the projection of an anticipated future, a mystical union between the couple, a weak presence of eroticism in sexual life, and probably a low-level of emotional communication.

Keywords: Intimacy; romantic love; couple relationships; married life in Mexico

Introducción

En los últimos años ha habido un creciente interés en el país por estudiar algunos aspectos de las relaciones de pareja que pueden contribuir a su comprensión. Éstos básicamente exploran de manera más directa su calidad al referirse a la afectividad, las emociones, los sentimientos y los valores [véase García y Sabido 2014]. Pero hay otros aspectos que han sido indagados de manera insuficiente o bien no de manera explícita (no obstante las contribuciones de los estudios con perspectiva de género y de otro tipo), como son la comunicación, las formas de conocer que se establecen entre hombres y mujeres, el compañerismo y los grados de libertad de acción de sus miembros, que pueden ayudarnos a comprender cómo se forman las parejas; y cómo éstos intervienen en la construcción de patrones de interacción que van dando estructura a relaciones más o menos duraderas, aunque supongan distintos grados de asimetrías, desigualdades y de violencia. Es necesario, por lo tanto, abrir el análisis a las dimensiones emocionales, cognitivas y normativas que regulan en la práctica la calidad de las interacciones y la expresión de los sentimientos y emociones en la vida de pareja.

En otros trabajos [Esteinou 2012 y 2014] analicé algunos de los factores y tendencias económicos, demográficos, sociales y culturales relacionados con el desarrollo de distintos tipos de vida íntima en el siglo XX. Este artículo tiene como objetivo profundizar en un aspecto que no abordé con suficiencia en esos trabajos como objeto de estudio en cuanto tal, relacionado con la construcción de un tipo de intimidad identificada entre finales del siglo XIX hasta aproximadamente la década de los años cuarenta del siglo XX, cuando el complejo del amor romántico estuvo presente en los discursos sobre la mujer, la pareja, la familia y el amor; se erigió como un conjunto de normas y creencias que se socializó entre la población, especialmente entre los sectores socioeconómicos de nivel medio y alto, pero también entre otros; y socializó normas emocionales que intervinieron en la regulación de las interacciones y construcciones de la esfera íntima. Con algunas excepciones [Rodríguez 2006] en nuestra sociedad hubo pocos esfuerzos por analizar de manera explícita, articulada y, como objeto mismo de estudio, el complejo del amor romántico, de qué maneras se manifestó, cuáles eran sus rasgos y cómo incidía en los comportamientos, en las emociones y en la calidad de las relaciones íntimas que se establecieron durante ese periodo. Analizaré, entonces, la relación entre la forma de concreción de la libertad de elección del cónyuge (que era un elemento central del amor romántico y que fue legalmente constituida mediante el establecimiento del carácter contractual del matrimonio en 1870), los discursos (y hasta donde sea posible documentar, las prácticas -a través de algunos reportes de mujeres) difundidos sobre los aspectos arriba señalados y las intimidades que plausiblemente se podían desarrollar dentro de ese contexto discursivo y axiológico entre 1900 y 1950.

Lo anterior se hará tomando en cuenta dos dimensiones centrales: la cognitiva-normativa, donde, a través de esos discursos, se informaba a la población sobre los comportamientos esperados socialmente y qué tipo de conocimiento y cercanía era plausible obtener dentro de ese marco; y la emotivo-expresiva, referida a cómo se podían expresar los afectos, la sexualidad y la comunicación emocional. Desde luego, mi esfuerzo por documentar lo anterior es modesto y presenta límites, en gran medida porque es un tema complejo y porque la información disponible es insuficiente. Se trata de una construcción basada en dos tipos de fuentes: la primera proviene de publicaciones periódicas (revistas) o no, cuya intención era orientar o apelar a las mujeres en el cumplimiento de sus “deberes” y frecuentemente con la intención de darles un fundamento moral. Estas publicaciones fueron elaboradas por una variedad de agentes de distinta orientación ideológica -desde escritores moralistas, liberales, conservadores, hasta las leyes que regularon el matrimonio en el campo jurídico. El segundo tipo de fuentes está conformado por investigaciones empíricas.

La intimidad como esfera sexual, emocional y cognitiva en el debate contemporáneo

A lo largo de las últimas tres décadas hubo un creciente interés por analizar de manera más detallada la calidad de las relaciones y cómo ellas han cambiado o no a través del tiempo. En este campo de interés se ubica el estudio de la intimidad. A pesar de que no es un debate nuevo y tuvo un auge a finales de los años setenta, principalmente en conexión con la vida sexual [Gabb 2010], el libro de Anthony Giddens La transformación de la intimidad [1998] sin duda contribuyó a la renovación del debate en las sociedades occidentales, especialmente en Estados Unidos de América y el Reino Unido, y a la incorporación de otros aspectos en su análisis. Él propuso que desde la década de los años sesenta han cambiado los patrones de las relaciones íntimas, de estar básicamente estructurados alrededor de los vínculos familiares de obligación hacia la democratización de las relaciones interpersonales. Sostuvo que la separación del sexo de la reproducción ha promovido la posibilidad de la “relación pura” en la que hombres y mujeres alcanzan altos niveles de “igualdad sexual y emocional” [Giddens 1998: 4]. El resultado es que actualmente, cada vez más, el mantenimiento de las relaciones depende de las recompensas y satisfacciones que brindan. Cuando éstas no se materializan, las parejas se separan por mutuo acuerdo. La perspectiva de Giddens [1998] sobre el desarrollo de la intimidad es optimista, puesto que los cambios que observa conllevan a su democratización. No obstante, otras perspectivas extremadamente pesimistas [Beck y Beck-Gersheim 1995; Bauman 2003] señalan los aspectos negativos de los cambios, los cuales parecen obstaculizar (incluso imposibilitar) la construcción de relaciones íntimas. Esta postura ha sido fuertemente cuestionada [véase Millán 2009; Gross 2005]. En efecto, una simple revisión de los datos del Censo de 2010 en México, por ejemplo, arroja que la mayoría de las personas sigue formando relaciones duraderas.2 El problema, entonces, debe ser planteado en otros términos: no sólo de su duración, fragilidad y riesgo, sino sobre todo de la calidad de sus vínculos, que puede o no permitir su continuidad en el tiempo. El análisis de la calidad de los vínculos de pareja para determinar si hay o no intimidad, o sus distintos grados, lo han abordado varios autores de distinta manera y han tomado una variedad de dimensiones o criterios. En este trabajo retomaré fundamentalmente los enfoques de Giddens [1998] y de Jamieson [2002].

En la perspectiva de Giddens [1998] podría decirse que la intimidad se desarrolla en estricto sentido a partir de la década de los años sesenta. Aunque no lo establece de manera explícita, se puede decir que en las sociedades europeas premodernas no se desarrollaba propiamente una intimidad, como la conocemos en la actualidad y como la define él, pues la mayor parte de los matrimonios se realizaban por contratos o arreglos familiares, no sobre la base de la atracción mutua, la libertad de elección del cónyuge y el amor; y las muestras sociales de afecto a través del contacto físico eran raras. Se trataba de un amor de camaradería, unido a la responsabilidad mutua de los esposos, para gestionar el patrimonio y la propiedad rural [Giddens 1998: 26].

Esta situación fue cambiando, de acuerdo con este autor, a partir del siglo XVIII con la formación del complejo del amor romántico. A diferencia de lo que ocurría anteriormente, surgió la idea de que en la pareja matrimonial el “deber de amar era mutuo y debía ser cumplido por ambos” y tomó elementos del amour passion y de los ideales amorosos relacionados con los valores morales del cristianismo [Luhmann 1985]. En algunos países se desarrolló en forma más acentuada la parte católica de estos valores dentro de ese complejo, como sucedió en el caso de México. El precepto de que alguien debería dedicarse a Dios para conocerle y que por medio de este proceso se lograba el autoconocimiento, se hizo parte de la unidad mística entre hombre y mujer [Giddens 1998: 27]. Había una idealización más permanente del objeto amoroso, que en última instancia se extendía y terminaba con la muerte de uno de los miembros de la pareja. El amor romántico amalgamó así, por primera vez, el amor con la libertad, los cuales fueron considerados como estados normativamente deseables y proyectaba una trayectoria vital en largo plazo, orientada a un futuro anticipado [Giddens 1998: 30].

Diferente del amor romántico en su versión cristiana, el amour passion implicaba una conexión genérica entre el amor y la atracción sexual, y conforme se fue integrando la sexualidad a la vida matrimonial, estos elementos fueron enfatizados más en las concepciones del amor romántico a partir de los años sesenta y setenta, del amor confluente o de la relación pura definidos por Giddens [1998]. En efecto, los ideales del amor romántico que retomaron y enfatizaron la cualidad liberadora que implicaba el amour passion, se insertaron directamente en los lazos emergentes entre libertad y autorrealización [Giddens 1998: 27].

En el amor romántico, los afectos y los lazos, el elemento sublime del amor, tendían a predominar sobre el ardor sexual. De esta forma, el amor rompe con la sexualidad a la vez que la incluye a través de la “virtud”, la cual asume un nuevo sentido para ambos sexos: ya no significaba sólo inocencia, sino cualidades que le daban a la otra persona un carácter “especial”. El amor romántico también implicaba frecuentemente en su etapa inicial una atracción instantánea, pero ésta era posteriormente separada de las pulsiones erótico-sexuales del amour passion [Giddens 1998: 27]. Encontrar a la pareja adecuada entonces respondía a una carencia que se relacionaba con la identidad de ego, de tal forma que el individuo imperfecto se completaba [Giddens 1998: 30]. Como es ya conocido, esta concepción del amor tiene sus orígenes en las ideas de Platón [2011], como lo han señalado varios autores, entre ellos el poeta Octavio Paz [2014]) y Rodríguez [2006].

Pero el complejo del amor romántico tenía -en principio- un carácter intrínsecamente subversivo que fue minimizado por la asociación del matrimonio con la maternidad y por la idea de que una vez encontrado era para siempre [Giddens 1998: 31]. En efecto, la invención e idealización de la maternidad y su incorporación como valor y norma dentro del complejo del amor romántico dio cuerpo a una expresión muy particular de éste, como veremos en la primera mitad del siglo XX en el caso de México. De esta forma, este complejo se difundió entre los hombres y en especial a las mujeres pues ellas quedaron atadas al hogar ya que fueron relativamente separadas del mundo exterior. Pero pudieron desarrollar nuevos dominios de intimidad (como la amistad entre mujeres). En los hombres, en cambio, las tensiones derivadas de la relación entre el amor romántico y el amour passion se disolvieron, separando el confort doméstico de la sexualidad fuera del matrimonio. Para ellos el amor permanecía más cercano al amour passion [Giddens 1998: 29 y 37].

Para este autor, los cambios registrados desde la década de los años sesenta en las sociedades occidentales abrieron paso para el desarrollo de la relación pura y el amor confluente, en los cuales el amor se liga con la sexualidad por medio del matrimonio. Esto ha supuesto una reestructuración genérica de la intimidad. El amor romántico contribuyó en abrir un camino para su formación. En efecto, el amor romántico dependía de la identificación proyectiva, de tal manera que los rasgos del otro “se conocían” a través de un sentido intuitivo. Pero en otros aspectos esa identificación proyectiva evitaba el desarrollo de una relación cuya continuación dependía de la intimidad. Abrirse uno a otro, que es condición de lo que Giddens [1998] llama amor confluente, es en cierto modo opuesto a la identificación proyectiva. El amor confluente es un amor contingente, activo y por consiguiente, choca con las expresiones de “para siempre”, “solo y único” que se utilizan en el complejo del amor romántico. El amor confluente tiene mayor posibilidad de convertirse en amor consolidado; cuanto más retrocede el valor del hallazgo de una “persona especial”, más cuenta la “relación especial” [Giddens 1998: 39].

Este autor también ha señalado un aspecto crucial: en contraste con el amor confluente, el amor romántico siempre ha sido calibrado en términos de papeles de los sexos en la sociedad. No obstante ello, tiene también una vena intrínseca de igualdad en la idea de que puede haber una implicación emocional de las dos personas, más que una unión apoyada fundamentalmente en criterios sociales externos. El amor confluente presupone la igualdad en el dar y recibir emocional y se puede aproximar a la relación pura. El amor se desarrolla hasta el grado en que cada uno esté preparado para revelar preocupaciones y necesidades hacia el otro [Giddens 1998: 40]. En cambio, el amor romántico es un amor sexual pero suspende el arte erótico. La satisfacción sexual y la felicidad quedan supuestamente garantizadas por la fuerza erótica que produce el amor romántico. En contraste, el amor confluente introduce por primera vez el arte erótico en el núcleo de la relación conyugal y busca el placer sexual recíproco, que es un elemento clave para la continuidad o disolución de la relación. El amor confluente y sobre todo la relación pura implican la aceptación de que cada uno obtiene suficientes beneficios de la relación que hacen que valga la pena continuarla [Giddens 1998: 40]. Lo anterior supone una mayor reflexividad pues la identidad se vuelve mucho más problemática y “abierta”. Para este autor, una intimidad construida sobre estas bases supone una absoluta democratización interpersonal [Giddens 1998: 5].

Los planteamientos de Jamieson [2002] ofrecen, asimismo, un marco conceptual útil desde el cual se puede analizar la diversidad de tipos de intimidad que se desarrollan en las sociedades, sobre todo considerando la dimensión cognitiva. Ella sostiene que a pesar de que la intimidad varía entre y dentro de las sociedades, hay al menos un mínimo nivel de ésta en todas ellas: “Si la intimidad es definida como cualquier forma de asociación cercana en la que la gente adquiere familiaridad, esto es, un conocimiento detallado compartido sobre cada uno, entonces es imposible pensar una sociedad sin intimidad” [Jamieson 2002: 8]. Crecer y la manera de convertirse en un miembro de una sociedad, típicamente implica un proceso de asociación cercana entre niños y adultos, hermanos y parejas, y todo esto ofrece a las personas un conocimiento privilegiado de cada uno, el cual ningún otro posee. De acuerdo con esta autora, las asociaciones cercanas y el conocimiento privilegiado pueden ser aspectos de la intimidad, pero no son condiciones suficientes para asegurar la intimidad como la entendemos hoy. Los términos conocimiento y entendimiento o comprensión sugieren actualmente no sólo un conocimiento y comprensión cognitivo sino un grado de empatía o entendimiento emocional que implica una introspección profunda en el sí, (self) [Jamieson 2002: 8].

En efecto, en las culturas europea y norteamericana se asume que para realmente conocer y entender a una persona se requiere una interacción intensa y que el conocimiento privilegiado resultante de ello es sólo accesible a aquellos a quienes se aman y en quienes se confían. Por lo tanto, la confianza es hoy una dimensión más importante de la intimidad que el conocimiento y la comprensión. Sin embargo, lo que caracteriza particularmente a lo que ella describe como intimidad abierta o autorrevelada, (disclosing intimacy), es un conocimiento y comprensión profunda [Jamieson 2002: 9]. Desde luego esto supone, a su vez, un mayor grado de reflexividad, tal y como lo define Giddens [1998] en el sentido de que hombres y mujeres desarrollan una mayor introspección y autoanálisis de lo que son y de sus relaciones. Tanto Jamieson [2002] como Giddens [1998] coinciden en general en el cambio hacia una intimidad que conjunta la búsqueda de una sexualidad placentera, un conocimiento privilegiado y profundo del otro, que implica una conexión emocional. Sin embargo, a diferencia del segundo, el énfasis dado a la dimensión cognitiva amplía las posibilidades de análisis y permite comprender otras formas de construcción de la intimidad, como es el caso del periodo que analizo.

Si tomamos en cuenta tanto la postura de Giddens como la de Jamieson, podemos decir que las formas en que conocemos y sentimos (es decir, las dimensiones cognitivas y expresivas) dependen, en parte, de los contextos no sólo materiales sino sobre todo socioculturales. Éstos se forman -entre otros- a partir de los discursos y narrativas que elaboran distintos agentes e instituciones sociales en el nivel general. En otras palabras, ellos constituyen una vía para socializar las normas sociales y culturales pues informan a hombres y mujeres tanto de las creencias y convenciones sociales, de las reglas que regulan las formas de conocer y de acercamiento, del comportamiento apropiado de acuerdo con esos estándares social y culturalmente definidos, como también de las formas de expresar los sentimientos y emociones acordes con dichos estándares que operan en diferentes situaciones de interacción social. Simon, Eder y Evans [1999] señalan que se han estudiado más los aspectos normativos del amor y su relación con las transformaciones estructurales en la familia y la economía. Sin embargo, se ha indagado poco en las normas que rigen la expresión de las emociones, cómo éstas pueden derivar, en las relaciones de largo término, en estados mentales y disposiciones para actuar, como lo ha distinguido Hansberg [1996 y 2008].

En esta línea de análisis, la propuesta de Hochschild [1983 y 2011] puede resultar útil pues ha indicado que las normas sociales y culturales incluyen otro tipo de normas, es decir, aquellas que denominó “reglas sentimentales”, feeling rules. Éstas guían a los individuos en sus sentimientos y comportamientos, dado que ellos continuamente interpretan, evalúan, y modifican sus emociones y sentimientos (y expresiones) de acuerdo con las creencias existentes sobre éstas [Hochschild 2011; Gordon 1981]. Las reglas sentimentales son normas sociales que prescriben la intensidad apropiada, la duración y el objeto de las emociones en situaciones y relaciones sociales.

La propuesta que Goffman [1961] dio sobre estos puntos -y que Hochschild cuestiona- fue que los individuos se adecúan o conforman a las distintas situaciones a través de “actuaciones superficiales” que no implican la parte interna del sí, self, de tal forma que se efectúa una adecuación “externa”. Ella propone que los individuos no sólo expresan sino también “sienten lo que ellos piensan que deberían sentir”; es decir, realizan un “trabajo emocional”, emotion work, que implica la actuación profunda de suprimir y evocar los sentimientos a partir de los cuales fluye la expresión emocional [Hochschild 2011: 51]. Ambas actuaciones están guiadas por “reglas sentimentales”, feeling rules, “las cuales no están escritas en ninguna parte y raramente están explícitamente articuladas”; más bien, los individuos se los recuerdan mutuamente de distintas maneras, informando lo que “deben” o “no deben” estar sintiendo [Hochschild 2011: 51]. Se trata de una perspectiva interactiva donde importa la norma sobre “cómo debe sentir” el individuo, “cómo trata de sentir” (independientemente de si tiene éxito en lograr sentir de acuerdo a lo normativamente establecido) y “cómo siente conscientemente”. Esta autora define el “trabajo emocional” como “el acto de tratar de cambiar en grado o calidad una emoción o sentimiento” [2011: 53].

Aunque la propuesta de Hochschild es útil para el análisis, presenta al menos un aspecto cuestionable que nos interesa sólo marcar por razones de espacio y por lo cual es necesario tomar con cautela su propuesta: supone que los individuos no conocen su self (sí) y que no distinguen el grado de conexión con sus propias emociones; o, si lo hace, el conocimiento de esas emociones y de ese grado parecen ser mejor “revelados” a la autora que a los propios sujetos. De ahí que proponga que el trabajo emocional es una forma básicamente de adecuación y de control social (tanto de las normas externas, como del trabajo interno -emocional- que el sujeto realiza sobre sí mismo).

El complejo del amor romántico: discursos, normas y trabajo emocional entre 1900-1950

Como Jamieson [2002] ha observado, todas las sociedades desarrollan algún tipo de intimidad. En la primera mitad del siglo XX, la configuración de la intimidad en las familias mexicanas, específicamente en las parejas, estuvo influenciada por una serie de discursos y narrativas en torno a la mujer, la familia y el amor. La división de papeles entre el esposo, padre proveedor y la esposa, madre ama de casa y la libertad de elección del cónyuge empezaron a desarrollarse y normarse de manera más nítida durante este periodo [Esteinou 2008]; y, en efecto, la libertad era un ingrediente fundamental del amor romántico. Lo anterior fue impulsado por varios discursos provenientes tanto del ámbito jurídico como de otros agentes e instituciones sociales. Ya desde 1870, el Código Civil establecía que el matrimonio era “la sociedad legítima de un solo hombre y una sola mujer que se unen en vínculo indisoluble para perpetuar su especie y ayudarse a llevar el peso de la vida” [Baqueiro 1971: 381]. La Ley de Relaciones Familiares de 1917 [Poder Ejecutivo 1917] reiteró no sólo que el carácter de dicho contrato suponía la libertad de voluntades de ambas partes para contraerlo, también para disolverlo [Pérez Duarte 2007]. Es decir, se establecía legalmente la libertad de elección de la pareja o del cónyuge, lo cual representó un avance fundamental al otorgar -en principio- un cierto margen de libertad de acción a hombres y mujeres, y con ello perdió fuerza -al menos discursivamente- la injerencia decisiva de los padres y las familias en la formación de las parejas o arreglos matrimoniales, que abrió la puerta para el desarrollo de otro tipo de relaciones y de intimidades. Estas tendencias fueron reforzadas posteriormente también en el Código Civil de 1932 [Código Civil 1993]. Al ser exigido como un requisito antes de la celebración del matrimonio sancionado por la iglesia católica, la tradición extendida de los matrimonios arreglados empezó a declinar de tal forma que para 1930 el 48% de los matrimonios estaba casado por lo civil [Quilodrán 1996].

Pero al mismo tiempo esa legislación secular y liberal tuvo sus límites y estuvo influenciada por las creencias y valores de la tradición judeo-cristiana, mismas que quedaron plasmadas en la definición de los derechos y obligaciones de hombres y mujeres dentro de ese contrato. En ella quedó asentada una división de roles rígida, con fuertes desigualdades para las mujeres. Por ejemplo, si bien el Código Civil de 1917 otorgó a las mujeres más derechos dentro del matrimonio, al mismo tiempo las ató al hogar al establecer como obligaciones la de atender todos los asuntos domésticos y la de cuidar a sus hijos; además debía pedir permiso al esposo para ejercer algún trabajo o profesión [Cano 1995]. Esta definición de tareas derivadas de ese contrato, en particular para las mujeres, prevaleció hasta la década de los años setenta e implicó una fuerte dependencia con respecto al esposo, un confinamiento al hogar y, consecuentemente, una restricción legal de su autonomía, como ha indicado Cano [1995]. Las obligaciones definidas para los hombres dentro de estas legislaciones eran básicamente la de proveer los recursos económicos para la familia.

Era entonces un hecho que el contrato matrimonial no encontraba su fundamento en el amor sino en esa división social de tareas y obligaciones entre los sexos, lo cual suponía una definición “externa” -como ha indicado Giddens [1998]; lo que hacía era regular un tipo de convivencia social entre los sexos que no se basaba en la afectividad, sino en sus funciones sociales. La libertad de elección se refería así solamente a la elección por voluntad propia de una pareja que pudiera cumplir con esas tareas para sobrellevar la vida en pareja y reproducir la especie. Si esto era así, cabe preguntarnos ¿cómo fue aceptado este precepto por la población en términos de expectativas de comportamiento social, de creencias, de valores y de emociones? y ¿cómo se introdujo el amor como elemento implícito dentro de ese contrato? Parece claro que la unión de voluntades tenía que poseer otro sustrato que el mero desempeño de papeles sociales. Es ahí donde se fusionó la idea de que la unión de voluntades, es decir la libertad de elegir, se basaba también en el amor (y sobre todo en la reproducción de la especie), pero este elemento añadido del amor provenía de los discursos que se difundieron desde finales del siglo XIX sobre el amor, la mujer y la familia. Éstos promovieron la socialización de ciertas normas, creencias y valores generales, y también de ciertas normas emocionales. Veamos primero algunos discursos que apoyaban esa división de tareas y obligaciones como valores morales.

Aunque la legislación del matrimonio, como un contrato civil, representó un avance central en la normatividad que regularía las relaciones de pareja en adelante, era producto de las concepciones sociales y culturales todavía muy conservadoras de esa época, que tenían sus raíces en la tradición religiosa católica. En otros trabajos [Esteinou 2014; Staples 1999; Carmagnani 1995; Ceballos 1991] se ha señalado cómo los legisladores e intelectuales liberales y conservadores de finales del siglo XIX y principios del XX tenían una profunda preocupación moral sobre la conducta de los individuos, lo cual se plasmaba en mensajes moralizantes en las publicaciones periódicas dirigidas tanto a los sectores medios, privilegiados o urbanos, como a aquellos de escasos recursos, populares, y a grupos indígenas pues se transmitían también a través de los sermones de los sacerdotes. De esta forma podemos decir que estos discursos moralizantes tuvieron una considerable difusión entre la población y se erigieron como narrativas que informaban tanto cognitiva como moral y emocionalmente sobre las formas de comportamiento que debían desplegar los hombres y mujeres en sus ámbitos íntimos y sociales, cuáles eran las emociones apropiadas y cómo debían ser expresadas.

En estos mensajes también podemos encontrar el concepto de libertad de voluntades, que era entendido de manera diferente por católicos y laicos: para los primeros esa libertad estaba determinada por la “naturaleza” humana y divina; para los segundos remitía a la tradición liberal, donde los “actos” que podían cometer los hombres podían o no ser perjudiciales [Esteinou 2014; Ceballos 1991]. Asimismo, ambas posturas difundieron dos concepciones diferentes sobre el matrimonio: la de los católicos se basaba en las responsabilidades morales de los contrayentes para cumplir con sus obligaciones y papeles tradicionales; la de los laicos se basaba en el contrato civil que garantizaba el cumplimiento de las obligaciones derivadas de éste [Esteinou 2014; Ceballos 1991]. La concepción liberal abría así más posibilidades para incorporar, a través de su concepción de la libertad individual, otros valores que apuntalaran otras libertades. Sin embargo, el contexto social y cultural de esa época era todavía profundamente conservador y la influencia de la tradición católica inhibió en gran medida el desarrollo de una cultura de libertades individuales. Esas posibilidades, además, fueron obstruidas -como Giddens indicó- al institucionalizar la maternidad como una tarea y obligación de las mujeres en su vida de pareja y familiar.

Ambos discursos, entonces, justificaban la división de tareas en función de las obligaciones y derechos emanados de ese contrato (ya sea con Dios o civil), lo cual reflejaba claramente las funciones sociales de éste pero donde la parte afectiva, emocional y sexual de la pareja -como hoy la entendemos- era relegada. De ahí la importancia que adquirieron los discursos sobre el amor ligado al matrimonio, que también justificaban esa división de papeles y estaban en línea con el pensamiento católico, para poder conformar una serie de valores que dieron forma al complejo del amor romántico y que se erigieron como normas a seguir. En efecto, como Dávalos ha señalado [1995], desde finales del siglo XIX en adelante, los escritores mexicanos empezaron a desarrollar y diseminar la idea de la importancia del amor como un ingrediente en la formación del matrimonio y la familia, es decir, que “el matrimonio sin afecto era moralmente reprobable; los cónyuges tendrían que mantener siempre encendida la llama del amor que no debía basarse en el placer sexual, puesto que de ser así el trato hacia la esposa sería similar al que se tenía con una prostituta” [Dávalos 1995: 59]. En consecuencia, a través del “deber de amar en el matrimonio” y de la “separación entre amor y experiencia erótica-sexual dentro de éste”, claramente se informaba y socializaba a mujeres y hombres que esa era la forma de amar aceptada socialmente y de construir una cercanía o intimidad con la pareja. De esta forma, el amor romántico -en concordancia con el enfoque de Giddens [1998: 30]- amalgamaba el amor con la libertad (si bien restringida) y ambos eran considerados como estados normativamente deseables.

Pero en otro documento podemos apreciar de manera más detallada qué se entendía por la “forma de amar socialmente aceptada”, no sólo mediante el cumplimiento por parte de las mujeres de sus obligaciones como esposas y madres sino también observamos cómo debían encauzar sus emociones y su “naturaleza” en la construcción de una vida en pareja y de familia:

La perspectiva del hogar doméstico, es un sueño dorado, el bello ideal que en la vejez puede llenar todas las aspiraciones, y es mil veces más querido, más sagrado, y por todos conceptos preferible, á (sic) las brillantes reuniones del gran mundo, en donde se gasta el corazón y solo queda el vacío.

Que la mujer medite bien, que reflexione en su misión sublime, que se impregne en la esencia de sus deberes, y considerándose no como un ser frívolo y dedicado solo á (sic) la vanidad ó (sic) á (sic) lo superfluo, vea que es la base de todo lo bello, noble y digno, y que desde la humilde cabaña, hasta el suntuoso gabinete de la gran dama, es la suave, serena y pura estrella que ilumina la vida del hombre; la que le indica la senda del bien ó (sic) del mal; la que amarga ó (sic) dulcifica el carácter ó (sic) inclinaciones de su esposo y de sus hijos; y la brisa regeneradora en la primavera; el rocío fresco y suave que fertiliza el corazón; la compañía consoladora del hombre en el invierno de la vida, y el ángel de ventura y concordia.

La mujer, con la dulzura lo puede todo, lo alcanza todo, y su belleza moral, sus virtudes, sus cualidades, su talento, juicio y singular perspicacia, resplandecen en la menor de sus acciones, cuando éstas están inspiradas en la fuente del bien. Los defectos se pueden corregir siempre que seamos severos para nosotros mismos, y mas aun, pensando que la mujer no debe ser egoísta, sinó (sic) que ha nacido para consagrarse por completo á (sic) crear la ventura de los demás, y siguiendo ese camino se encuentra la felicidad… [Serrano de Wilson E. 1883, Las perlas del corazón: deber y aspiraciones de la mujer en su vida íntima, op. cit. Rocha 1991: 36-37].

En este largo fragmento advertimos que el mensaje central era que el cumplimiento de sus obligaciones no era sólo un deber social y contractual establecido para las mujeres, sino un imperativo moral que se desprendía de su “naturaleza” o “ser” virtuoso. A través del cultivo de las “virtudes sublimes”, se exaltaba, entonces, la búsqueda de la persona “especial” y se proyectaba una trayectoria vital de largo plazo, orientada a un futuro anticipado, los cuales eran rasgos del complejo del amor romántico -como ha sostenido Giddens [1998]. Este imperativo moral posiblemente se sobreponía a otros deseos, emociones y necesidades, pero no lo podríamos afirmar pues tendríamos que contar con información brindada por las propias mujeres sobre si tenían otros deseos y emociones, y si ellos coincidían con lo que Hochschild [2011] asume implícitamente. Por lo mismo, tampoco podemos sostener firmemente -siguiendo la propuesta de esta autora- que el trabajo emocional realizado por las mujeres se efectuara únicamente para conformarse con las expectativas social y emocionalmente esperadas. Lo que sí observamos en estos discursos es cómo se esperaba que las mujeres trataran y se relacionaran con sus esposos, como lo reitera, desde una perspectiva crítica, el siguiente fragmento:

(A la mujer) le han aconsejado un comportamiento capaz de llevarle á obtener el mayor de todos los bienes: la tranquilidad del hogar. Le han dicho que debe ser prudente, aseada, económica, tierna y delicada; que debe estudiar atentamente el carácter y costumbres del compañero de toda su vida, para amoldar convenientemente las suyas; que debe reprimirse en todo para evitar que su esposo se disguste de verla melancólica, enferma o violenta; y aún que debe conservar sus encantos físicos y las habilidades que posea para halagar no sólo el sentimiento, sino hasta la vanidad de su dueño [La convención radical obrera, 1988, op. cit. Rocha 1991: 50-51].

De lo anterior se desprende una serie de expectativas emocionales y de comportamiento de largo plazo de las esposas, de “amoldar” su carácter y costumbres a los de su cónyuge, de “reprimir” todos aquellos sentimientos y malestares que no estaban en consonancia con las normas sentimentales consideradas como “normales”, conservar y usar sus “habilidades” para halagar el sentimiento y vanidad del esposo. Como indiqué arriba, aunque seguramente muchas mujeres realizaron trabajo emocional para adecuarse a dichas normas, no sabemos realmente si solamente había emociones que había que “reprimir” y cuáles eran, como supondría la perspectiva de Hochschild [2011]. Es decir, no podemos imputárselas externamente. Lo anterior abonaría a una visión poco problematizada que además no considera que también había retribuciones emocionales (sociales y de otro tipo) cuando las mujeres se adecuaban y consecuentemente eran emociones reales para muchas de ellas.

El mismo documento, establece también lo que se favorecía y esperaba socialmente de los esposos en su relación marital

Se les ha hecho creer (a los esposos) que ellos al casarse sólo van a mandar, y muchos desempeñan de maravilla su papel de amos. Llenan toda la casa y nadie habla récio, porque al señor le molesta; no se reciben visitas á tal ó cual hora porque el señor se disgusta; no se tienen pájaros ni ninguna otra clase de animales, porque enfadan al señor, las comidas se deben hacer á la hora que acostumbra el señor, y así en todo. Las pobres mujeres de tales maridos viven siempre sobresaltadas, inquietas y temerosas de que hasta la más inocente de sus acciones pueda disgustar al señor.

En cambio, éste se cuida muy poco de que en su casa hasta se le llegue á tener miedo; le basta ejercer su despótica autoridad y satisfacer todos sus caprichos, sin preocuparse siquiera de si esto es á costa de la tranquilidad y aún de la salud de su esposa.

El cifra todo su orgullo en decir en todas partes, con el tono del autócrata más absoluto: En mi casa se hace lo que yo mando, y yo no entiendo de niñerías mujeriles; se me obedece, y eso es todo [La convención radical obrera, 1988, op. cit. Rocha 1991: 51].

La expectativa socialmente esperada de los hombres que formaban familias no sólo revela, en esta cita, la jerarquía profundamente desigual y acentuada con respecto a las mujeres, también el marco que delimitaba las acciones posibles, así como las formas de conocimiento mutuo en la vida íntima del matrimonio. En otras palabras, la intimidad que plausiblemente se podía desarrollar estaba basada fundamentalmente en la obediencia, no en el razonamiento, ni en el intercambio negociado, ni en la exposición de otros intereses y emociones.

La distancia no física sino sobre todo emocional que ello suponía en la vida íntima de muchas parejas, dado ese marco normativo y de valores, se reforzaba a través del desprecio, la devaluación y otros comportamientos y actitudes de violencia psicológica por parte de los hombres hacia las mujeres, así como cuando ejercían violencia física. Parece plausible sostener que la violencia psicológica estuviera presente en muchos grupos sociales. La violencia física, en cambio, se ha documentado más para los grupos socioeconómicos de nivel bajo, incluidos los campesinos e indígenas, donde se reportan las “golpizas” frecuentes dentro de las familias y la justificación por parte de los hombres del “derecho de corregir” el mal comportamiento de las mujeres y su incumplimiento de sus deberes domésticos [González 2006].

Había otros documentos que reiteraban la posición inferior de las mujeres en esta jerarquía desigual y se les aconsejaba y recordaba lo que se esperaba de ellas como esposas: primero que nada, amar y ser fiel a sus esposos. Segundo, ser prudente puesto que ello ayudaría a evitar los disturbios maritales: no debía importunar al marido preguntándole de dónde venía, ni a dónde iba, ni por qué salía porque eso significaba exponerse a que él pudiese confesarle su desamor y deslealtad. No debía hacer recriminaciones y debía estar dispuesta a la súplica y el ruego. Tercero, ella debía resignarse pues esa era la gran virtud del sufrimiento:

¿Te riñe tu esposo? Sufre y calla. ¿Te es infiel? Llora. ¿Te abandona y desprecia? Llora mucho más… No olvides que si los hombres subyugan con la fuerza, las mujeres conquistan con el ruego y con las lágrimas… La virtud misma, esa virtud de la resignación, te erigirá un altar donde recibirás como ofrenda, el amor y las bendiciones de tus hijos, y quizás, más tarde, las lágrimas y el arrepentimiento de tu esposo [Estrella, B., 1885, El libro de las casadas, op. cit. Rocha 1991: 45].

La prudencia recomendada implicaba, en primer lugar, un límite claro al conocimiento que podía la mujer tener de su esposo en el plano emocional y sexual: acotado, restringido al conocimiento de sus necesidades materiales y probablemente algunas psicológicas y emocionales; pero era poco factible otro tipo de conocimiento fincado en la comunicación emocional y la confianza construida con base en ella, en el contacto físico, en la expresión abierta de sus preocupaciones y emociones. En segundo lugar, seguramente suponía el desarrollo de trabajo emocional para poder aceptar la resignación ante las infidelidades, maltratos, las restricciones impuestas a su autonomía y a la expresión de otros sentimientos y emociones (celos, experiencias de control, entre otras). La expectativa del cumplimiento de los deberes y obligaciones tuvo una influencia muy importante y probablemente forjó el desarrollo de una intimidad basada principalmente en el hecho de que “cada uno conocía su lugar” -como Jamieson [2002] ha señalado- en la relación y en la institución del matrimonio y la familia.

La narrativa de la esposa fiel, devota, fue complementada, como hemos podido apreciar, por otra idea que resumiría el ideal femenino típico durante la primera mitad del siglo xx: la idea de la madre dedicada y sacrificada. En 1922 el periódico Excélsior y la Secretaría de Educación Pública (SEP) promovieron fijar un día, el 10 de mayo, dedicado a la celebración, exaltación y sublimación de las madres [Rocha 1991]. Como ha sostenido Giddens [1998: 31], este rasgo minimizó el carácter intrínsecamente subversivo del amor romántico y estableció tanto normativa como prácticamente la idea de que la mujer debía especializarse en ese papel.

Otros estudios, como el de Velasco [1995], refuerzan lo anterior y muestran la enorme influencia que tuvo la religión católica en modular la sexualidad de las mujeres en el matrimonio. En su análisis sobre los diarios de su bisabuela desde finales del siglo XIX hasta los años treinta, se advierte la exaltación mística y sexual que adquiría el apego a las normas e ideales religiosos. Se creía -de acuerdo con este autor- que el primer deber y el primer amor era para con Dios y la religión, en segundo lugar con los padres y demás autoridades morales; y ya casada debía respeto y obediencia al marido. También Collignon y Rodríguez [2010: 32] muestran esa exaltación mística (que podía llevar hasta el delirio) como una emoción o sentimiento que formaba parte de la experiencia amorosa. De esta forma, como indica Giddens [1998], el amor romántico no sólo idealizaba a la persona amada (venerándola, exaltándola) sino que también suponía una comunicación psíquica, un encuentro de espíritus que era de carácter reparador. Es probable, entonces, que sobre esa comunicación psíquica y de espíritus se construyera buena parte de la intimidad.

Lo anterior suponía una actitud pasiva de las mujeres y Collignon y Rodríguez [2010: 33] han señalado que, como resultado de ello, las relaciones entre la pareja no implicaban una confianza plena; las reflexiones más íntimas de las mujeres no las compartían con los hombres a quienes amaban, ni ellos hablaban de sus emociones y necesidades con ellas. Era común pensar que la comunicación de las emociones entre la pareja aumentaba su vulnerabilidad; el mundo de los varones era percibido sustancial y esencialmente distinto al de las mujeres, y aunque se complementaban en algunos aspectos, casi siempre eran incomprensibles el uno para el otro. En consecuencia, la mayor confianza entre las mujeres se extendía hacia las amigas -como también ha indicado Giddens [1998] para otras sociedades. Por su parte, los hombres expresaban mejor su deseo -tanto sexual como de comunicación íntima- con las prostitutas, pues parte del respeto que debían a sus esposas era no desearlas en demasía.

De lo anterior deriva la pregunta: ¿Si la comunicación física y emocional estaba restringida dentro de este contexto normativo y valorativo, entonces cómo podía entenderse que la libertad de elección del cónyuge suponía una elección mutua por atracción? ¿En qué se basaba dicha atracción si estaba claro que una sexualidad basada en el erotismo no era aceptada en la vida matrimonial? Collignon y Rodríguez [2010] han sostenido que al inicio, durante el cortejo, se podía expresar el deseo, pero una vez casados, éste se callaba y se vivía como débito conyugal con un fin reproductivo. Dado este contexto, podemos proponer que el deseo jugaba un papel importante en el momento de elegir pareja, pero cabe la duda de que éste se refiriera primordialmente a la atracción erótica. Resulta plausible sostener que sus bases descansaban también en otros elementos. De hecho, Giddens [1998] sugiere lo anterior cuando sostiene que el amor romántico basado en las “virtudes” de las mujeres o en las “cualidades” de hombres y mujeres implicaba la búsqueda de la persona “especial”, por lo cual la atracción instantánea, el “amor a primera vista”, tendía a estar separado de las compulsiones erótico-sexuales y no se guiaba -como parece ser más frecuente hoy en día- por la búsqueda de la “relación especial”. De esta forma, la atracción implicada en el proceso del cortejo, el primer “golpe de vista”, era un gesto comunicativo, un impacto intuitivo de las cualidades del otro [Giddens 1998: 27]; cualidades, cabe decir, que fueran adecuadas para establecer ese contrato matrimonial de largo plazo, que pudieran cubrir las obligaciones sociales que derivaban de éste. Un “buen candidato con esas cualidades” (que podían traducirse, entre otros, en una buena posición económica o prestigio social, una mujer u hombre “bien educado” -de acuerdo con los manuales de urbanidad- o con fuertes convicciones religiosas) seguramente despertaba una atracción sexual. A través de esa elección, las mujeres adquirían estatus social como esposas, madres y como mujeres respetables, y los hombres como cabezas de familia y proveedores.

Había otro elemento del complejo del amor romántico que derivaba de la distinción en la sexualidad entre amor sublime y compulsión erótica y que intervino en cómo se esperaba que fueran entendidos y vividos el amor y la intimidad: una fuerte expectativa de que las mujeres salvaguardaran su honor a través de su virginidad y una sexualidad dentro del matrimonio, entendida sobre todo como débito conyugal, con fines reproductivos. En efecto, en concordancia con la moralidad católica, a las mujeres se les aconsejaba y recordaba constantemente mantener su honor (significaba que ellas no podían tener contacto físico o sexual inapropiado con sus novios, parejas o esposos -como sostiene Velasco [1995]- así como también las sanciones y costos morales, personales y sociales que podían acarrear su transgresión ya sea en su reputación y estatus social.

Para ilustrar lo anterior, podemos observar el alto costo que tenía para las mujeres el perder su virginidad antes del matrimonio y el tener un hijo fuera de éste. En esta línea Collignon y Rodríguez [2010] han señalado, por ejemplo, para los sectores medios y altos el papel de los padres como vigilantes durante el periodo de cortejo entre los jóvenes para evitar relaciones y contacto físico inapropiados y resguardar así la reputación de sus hijas. Dado que existían pocos espacios de socialización exclusivamente juveniles, el contacto entre ellos pasaba necesariamente por la casa paterna, aunque algunos contactos ocurrían en las calles, las plazas o los templos (a través de recaditos, cartas y regalos). La joven debía obtener su permiso para que la visitara el joven y una vez autorizado el noviazgo, los padres estaban presentes en sus reuniones. Tuñón [1995] también llega a conclusiones similares, mostrando además que durante el cortejo había un trato donde los jóvenes no se tocaban ni miraban de frente y la comunicación era difícil sobre esta base, ya que las posibilidades de conocimiento eran limitadas, la confianza era en cierta manera superficial y las conversaciones entre los novios no podían ser nunca muy profundas: “se hablaba de todo -de acuerdo a una de sus entrevistadas- de chismes, de la gente, de todo menos de lo que le importaba a la pareja” [Tuñón 1995: 110]. De acuerdo con estos estudios, se desarrolló así un trato, unas prácticas amorosas y una forma de conocer diferente de los hombres con respecto a lo que se consideraba una mujer “decente” y una “prostituta” o “fácil”. Las muchachas buenas, de acuerdo con Tuñón [1995] no se dejaban besar con facilidad, se hacían del rogar.

Consideraciones Finales

Aunque podemos pensar que éstas eran directrices muy difundidas entre la población, el complejo del amor romántico no tuvo la misma influencia en todos los sectores sociales, ni los individuos y parejas desarrollaron el mismo apego a las normas sociales y emocionales derivadas de ellas. La mayoría de los estudios arriba reportados se refieren fundamentalmente a su influencia en los sectores medios y altos, y seguramente dentro de ellos mismos había variabilidad y diferencias importantes. Por otra parte, está menos documentado cómo los sectores de nivel socioeconómico bajo y los grupos indígenas incorporaron o no esas normas en su vida íntima, o el grado en que lo hicieron dado que había también otros discursos, normas y valores que se difundieron en distinto grado en la sociedad [Esteinou 2014].

Asimismo, la información disponible revela que sí había un marco normativo, valorativo y emocional que parecía inhibir el desarrollo de una relación de pareja en el matrimonio basada en el erotismo y sobre todo en la comunicación emocional, pero no contamos con información suficiente que nos permita establecer que las mujeres se conformaban a dichos preceptos normativa y emocionalmente sólo a través de la realización de un trabajo emocional tendiente básicamente a ajustar “lo que sentían”, “lo que trataban de sentir” y lo que “debían sentir”, como sostiene Hochschild [2011]. Esta perspectiva supone, en primer lugar, que las mujeres (y los hombres) no tienen un conocimiento claro de su self (en términos de emociones) y es el observador el que sí lo tiene. De lo anterior deriva que ellas siempre tenían que “reprimir”, “negar” “lo que sentían” o “exaltar” emociones que no sentían; o se reprimían o se liberaban, esas eran las posibilidades de acuerdo con esta autora. El trabajo emocional sólo era para ajustar esas disonancias, lo cual las “vaciaba” -por así decir- de la conexión con su self y las convertía en consecuencia en no-sujetos. Al atribuirles un self definido en forma externa, no tenían otras emociones reales que no fueran aquellas tendientes a integrarse con los otros. Sin embargo, resulta más plausible pensar que, a pesar de que esas normas tenían un fuerte contenido de sometimiento de las mujeres (y que probablemente la condición de muchas de ellas era esa), ellas seguramente desarrollaron emociones sentidas que les permitieron construirse como sujetos. No obstante, ser sujetos no necesariamente implicaba desarrollar una agencia.

En segundo lugar, la perspectiva de Hochschild parece sugerir que los individuos realizan trabajo emocional únicamente cuando hay emociones “falsas” o “no sentidas” y no considera que se realiza también cuando se experimentan otras emociones reales, como la experiencia mística, el placer, la congratulación con el otro, etcétera. No contempla, además, que había un menú de emociones y comportamientos posibles a los que las mujeres (y los hombres) podían recurrir en una situación dada y no sólo una emoción. Por último, no incorpora en el análisis que la expresión emocional en parámetros socialmente aceptables seguramente también producía retribuciones emotivas, como el ser reconocido por los otros y por el medio social.

Lo que he desarrollado, no obstante, nos permite establecer que este contexto normativo, valorativo y discursivo delineó una gama limitada de posibles experiencias e interacciones en términos de vida íntima matrimonial, dado que el conocimiento que se podía tener de la pareja en términos de contacto físico y erótico era restringido, ligado básicamente a la reproducción; y el conocimiento emocional basado en el despliegue abierto o autorrevelado de los propios intereses y emociones, en la confianza y en la empatía, parece también haber sido poco plausible y limitado dentro del matrimonio. El conocimiento que este marco permitía y promovía, se basaba principalmente, en los cuidados materiales que las parejas se brindaban, en la conexión psíquico-espiritual que sobre todo las mujeres creaban y en la distancia (que podía manifestarse incluso con el miedo por parte de las mujeres) que se presentaba en las parejas. Sin embargo, la información presentada no nos permite establecer si había otro tipo de afectos desarrollados entre ellas, aún cuando ese marco era restringido. Es decir, no sabemos, pues no contamos con información suficiente, si ese contacto cotidiano, de cuidados materiales, de identificaciones proyectivas, permitía el desarrollo de algún tipo de afecto, camaradería u otro tipo de emoción que brindara un tipo de satisfacción en largo plazo. Aunque los estudios revisados no abordan este aspecto y más bien parecen mostrar que probablemente la maternidad llenaba este espacio, así como el hecho de tener una pareja estable que brindaba seguridad y estatus, éste es un punto que merece mayor análisis.

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1Agradezco los comentarios y críticas de René Millán a la versión preliminar del trabajo. En especial aquellos referidos al trabajo emocional que han sido de gran utilidad.

2El 64.5% de los hogares son de tipo biparental y el 18.5% es monoparental. Asimismo, la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID) de 2009 arroja que el 90% de las mujeres alguna vez unidas de 30 a 49 años de edad han formado una sola unión [INEGI 2013 y 2014].

Recibido: 12 de Febrero de 2016; Aprobado: 03 de Marzo de 2016

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