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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.57 no.3 Ciudad de México sep./dic. 2022  Epub 06-Feb-2023

https://doi.org/10.24201/eaa.v57i3.2688 

Artículos

¿Existe una filosofía china? Apropiaciones e inversiones en Breve historia de la filosofía china de Féng Yŏulán

Is There a Chinese Philosophy? Appropriations and Inversions in Féng Yŏulán’s A Short Story of Chinese Philosophy

Julieta Marina Herrera1 
http://orcid.org/0000-0003-0686-6019

1Universidad de Buenos Aires, Argentina. julieta.m.h@gmail.com


Resumen:

El objetivo de este trabajo es analizar la apropiación y la inversión de motivos propios de la concepción europea moderna de la filosofía en Breve historia de la filosofía china, de Féng Yŏulán, en el contexto del surgimiento de un movimiento intelectual en China que incorporó las prácticas, el lenguaje y los fines de esa disciplina en Europa y cuya preocupación central fue el problema de la legitimidad de una filosofía china. El análisis de las operaciones argumentativas de Féng Yŏulán en esta obra destaca el carácter estratégico y provisorio de las dicotomías, como aquellas entre lo filosófico y lo religioso o entre lo místico y lo racional, que han sido el margen y la silueta de la formación de una noción presuntamente esencial de la filosofía en la modernidad. Esta concepción tuvo un impacto drástico en el pensamiento chino del siglo XX y sigue teniendo un peso considerable en la idea globalmente aceptada de la filosofía en el mundo actual.

Palabras clave: Féng Yŏulán; legitimidad; filosofía china; modernidad; historia conceptual

Abstract:

The aim of this article is to analyze the appropriation and inversion of motifs relating to the modern European conception of philosophy in Féng Yŏulán’s A Short Story of Chinese Philosophy, in the context of the emergence of an intellectual movement in China that incorporated the practices, the language and ends of European philosophy and whose central concern was the problem of the legitimacy of Chinese philosophy. The analysis of the argumentative method of Féng Yŏulán in this work highlights the strategic and provisional nature of the dichotomies, such as that between the philosophical and the religious or between the mystical and the rational, which have been the margin and the silhouette of the formation of an allegedly essential idea of philosophy in modernity. This conception of philosophy had a drastic impact on 20th century Chinese thought and continues to weigh heavily on the globally accepted conception of philosophy in the world today.

Keywords: Féng Yŏulán; legitimacy; Chinese philosophy; modernity; conceptual history

En 1934, el eminente filósofo e historiador de la filosofía Féng Yŏulán 1 publicó su voluminosa obra Zhōngguó zhéxuéshĭ (中国哲学史 [Historia de la filosofía china], pionera en este campo, y en 1948 editó una versión abreviada, Zhōngguó zhéxué jiănshĭ) 中国哲学简史 [Breve historia de la filosofía china], el primer manual de este tipo escrito por un autor chino y difundido en el extranjero mediante su traducción al inglés en 1966. Desde el punto de vista de la historia conceptual, el libro resulta valioso para comprender las estrategias argumentativas con las cuales el movimiento intelectual que se construía a finales del siglo XX en China alrededor de la idea de una “filosofía china” (zhōngguó zhéxué 中国哲学) intentaba incorporarse a la “historia mundial”, producto material del expansionismo europeo y la incipiente globalización, y, a su vez, resultado simbólico de una concepción de la historia que había germinado en Europa a partir de los siglos XVII y XVIII.

En Europa, la ampliación del mundo conocido, con la desconcertante toma de conciencia de la diversidad cultural y la relatividad de los valores, así como de los cambios tecnológicos, vinculados a la idea de progreso, había producido el pasaje de una concepción de la historia como historie, colección de historias particulares con efecto educativo, vinculada a una naturaleza invariable y repetitiva, a la de una historia unitaria que muta a lo largo del tiempo y conforma una estructura de sentido, lo que culminó en las filosofías de la historia del siglo XIX y en la idea de la historia como sistema al estilo hegeliano (Koselleck 1993). La línea espaciotemporal de este progreso histórico “universal” se habría extendido, para la mayoría de los filósofos modernos, entre la Grecia clásica y la Europa Occidental moderna, Alemania en particular, comprendidas en una unidad mayor llamada “Occidente”.2 Este movimiento histórico, a su vez universal y exclusivo de cierta región “geoespiritual”, habría, presuntamente, determinado el carácter único de una forma de pensamiento cuyo nombre es filosofía, caracterizada por su naturaleza teorética, sistemática, lógica, abstracta y literal. La idea de historicidad estaba, pues, íntimamente ligada a la noción de progreso, cuya condición de posibilidad sería un tipo específico de racionalidad, el occidental, que hablaría el lenguaje de la filosofía y, más precisamente, el de la lógica.

Ahora bien, al sostener la idea de una racionalidad occidental, se presupone la existencia de una oriental, que debe representar todo lo que aquella no es. Para los autores europeos, Oriente funcionó a menudo como una gran metáfora para conceptualizar lo que queda fuera de la historia y representa el peligro y el temor de una regresión a lo que se podría denominar “inconceptual” (Blumenberg 1992): lo primitivo, lo prehistórico, lo irracional, lo particular, lo animal y lo inorgánico. Pero la presencia de Oriente, que aparece como una pieza que viene a reforzar la identidad occidental, surge precisamente porque esta identidad ha comenzado a resquebrajarse. El ascenso y la crisis simultánea de la racionalidad europea se manifiestan en la exacerbación de las dicotomías: cuanto más se concibe Occidente a sí mismo con los parámetros dictados por la razón lógica, inevitablemente más arraigada se vuelve la figura de Oriente como encarnación de lo inconceptualizable, pero así el carácter imaginario de Occidente y Oriente se torna cada vez más indiscutible y revela el elemento metafórico inherente a esta pretendida racionalidad monolítica. Como señala Blumenberg (99), “sólo bajo la presión de la tendencia a reparar la consistencia amenazada deviene metáfora el elemento ante todo destructivo. Se integra en la intencionalidad mediante la estratagema de la reinterpretación”.

Las características del discurso europeo moderno sobre la filosofía y el lugar del pensamiento chino en ella resultan vitales para comprender las premisas en las que se fundamentó en China la polémica de la legitimidad de la filosofía china. Por ello, este artículo realiza, en primer lugar, un sucinto rastreo de las transformaciones del concepto de filosofía en la modernidad y de la mirada europea sobre el pensamiento oriental y chino. Mediante éste, se vuelve evidente que el debate sobre la definición y la esencia de la filosofía no guarda relación con una supuesta historia lineal cuyos orígenes se remontarían a la Grecia clásica, sino que, más bien, fluctúa dentro de los límites de ciertos debates semánticos y ejercicios de asignación de valor centrales para la cultura europea del progreso y la ilustración en el campo de varias dicotomías: filosofía y religión, racionalidad y misticismo, teoría y práctica, conceptualidad e inconceptualidad, universalidad y particularidad, saber y fe, humanidad y animalidad, librepensamiento y dogmatismo, ciencia y sabiduría, progreso y estancamiento, Occidente y Oriente, etc. En segundo lugar, se analizan las condiciones de recepción de la filosofía en China, fundamentales para comprender el contexto social y lingüístico en el que se desarrolló la polémica. En tercer lugar, se toma el caso de Breve historia de la filosofía china, de Féng Yŏulán, como obra clave para entender la discusión de la legitimidad de una filosofía china en el marco de este horizonte conceptual. Este artículo busca mostrar cómo el autor, en las operaciones de apropiación e inversión de los motivos del relato moderno de la filosofía, relativiza los términos dicotómicos del debate, muestra su carácter provisorio y pone de relieve que configuran más bien el campo de batalla de luchas semánticas. Esta perspectiva permite ver la dimensión pragmática de esta polémica y sus condiciones de enunciación, tanto a nivel textual como social.

La “filosofía” china en Europa

Los primeros filósofos europeos que se interesaron en el pensamiento chino fueron Leibniz y Wolff. Siguiendo la práctica comenzada por los jesuitas, llamaron a esta tradición “filosofía china”, representada para ellos por algunas obras confucianas, que constituían una prueba de la posibilidad de una moral natural capaz de discernir con la razón entre el bien y el mal sin necesidad de la revelación divina. La moral confuciana, civil más que religiosa, era un elemento útil para argumentar a favor de la independencia de la filosofía respecto de la religión. De esta forma se intentó forjar una identificación entre fe e irracionalidad, funcional para la deseada emancipación de la filosofía, la cual había sido durante siglos la asistente de la teología (Hadot 2006, 57). En esa puja, China actuó como pieza estratégica a favor de la filosofía. Sin embargo, una vez que la religión dejó de ser una preocupación central, pues ya había sido definitivamente relegada de su lugar fundador de la racionalidad europea para convertirse en una religión “dentro de los límites de la mera razón”, la dicotomía interna entre filosofía y religión fue progresivamente abandonada y se produjo un movimiento de exteriorización de la irracionalidad hacia las culturas ajenas a Europa: la división entre fe y saber ya no se identificó con aquella entre religión y filosofía, sino más bien con una oposición entre misticismo y lógica. Simultáneamente, se observa que se produjo un cambio, a fines del siglo XVII, en las nuevas historias de la filosofía, que empezaron a localizar el origen de la filosofía en Grecia, a diferencia de criterios historiográficos anteriores, que privilegiaban el Cercano Oriente (Park 2013, 71).

La exaltación de la razón lógica como el rasgo más propiamente humano produjo una relectura completa de la historia de la filosofía mediante la siguiente premisa: la filosofía es la disciplina que hace uso de la razón de modo superlativo, y los atributos de la racionalidad son la reflexividad, la abstracción, la sistematicidad y la certeza. La razón filosófica fue representada como una entidad que se habría desarrollado de forma inmanente y orgánica en la historia mundial en dos lugares privilegiados: Grecia y Alemania, las regiones respectivas de su origen y su perfeccionamiento. Según este modelo, la filosofía no habría existido en China ni en India, donde el pensamiento opera mediante imágenes y no en abstracto (Kant 1992, 540), y tampoco en la Edad Media europea; la filosofía griega, idealizada según sus propios cánones, habría sido la antecesora directa de la modernidad.

Los “historiadores” modernos escribieron lo que podríamos llamar una “mitología” (Skinner 2007) de la filosofía: un relato de acuerdo con una idea universal e intemporal de la filosofía, basada en su propio ideal de racionalidad lógica y científica, al margen del desarrollo histórico. Según este relato, si el hombre es el animal racional y la filosofía es la forma superior de racionalidad, por encima del sentido común, la filosofía representa la racionalidad humana por excelencia. Como señalará posteriormente Husserl (1970, 290), tal como se diferencia el hombre del animal, así se diferencia el hombre filosófico del hombre corriente. La humanidad dueña de esta inteligencia es la única partícipe del progreso científico y, por lo tanto, la única capaz de desarrollar una historia propiamente dicha. Este presunto tiempo común la convierte en una unidad geoespiritual: el Occidente. Todo lo que se aleja espacialmente de esta zona privilegiada también se aleja temporalmente: es atrasado, primitivo, prehistórico. Se trata, entonces, de un tiempo no tanto “físico” como “tipológico” (Heringman 2017, 96), que serviría para distinguir entre sociedades modernas y atrasadas y entre las distintas razas. El tiempo primitivo se coloca en definitiva fuera de la historia: donde no hay una razón filosófica y científica, no puede existir el progreso, porque no hay cambio; donde no hay cambio, no puede haber historia. De allí que Oriente, donde “es imposible hallar la filosofía”,3 se encuentre al margen de la historia, a menos que Occidente lo fuerce a ingresar en ella (Kant 2012, 274). En tanto la ciencia y la filosofía superan los límites de lo cultural, Occidente no representa una mera cultura entre otras, sino que es esencialmente distinta del resto. Las categorías asociadas a la racionalidad lógica y sus contrarios se reparten respectivamente entre estas dos regiones: mientras que Occidente es racional, evolucionado, filosófico y científico -y por lo tanto su proyecto es universal-, Oriente es irracional, primitivo y místico, y su forma de conocimiento se basa en las representaciones simbólicas, cuya validez es meramente cultural (Latour 1993, 97).

La concepción sistemática que engloba a la filosofía, a la historia y a Occidente es llevada por Hegel a su punto de máximo desarrollo. Según él, el pensamiento de los orientales no es filosófico, sino un modo religioso de representación (Hegel 1995, 111), lo cual no significa tampoco que esté en pie de igualdad con la religiosidad griega o cristiana, donde el carácter racional ya se encontraría prefigurado con el surgimiento del principio de individualidad. La religión cristiana está inscripta en el marco de la racionalidad filosófica; el problema son los misticismos, esto es, cualquier racionalidad que parezca estar fuera del paradigma de la razón lógica. Por eso señala que la religiosidad oriental supone un peligro de “desequilibrio” para el espíritu occidental y cristiano (111). El pensamiento chino es para Hegel “seco”, “intelectivo” [Verständiges] y “carente de espíritu” (113), a veces pura abstracción sin contenido (115), a veces mera sabiduría práctica (114). La distinción entre un “Occidente teórico” y un “Oriente práctico” es un topos recurrente de la filosofía comparativa, así como la distinción entre “filosofía” y “sabiduría” que luego retomaría Northrop, uno de los padres de la filosofía comparativa, en su obra The Logic of the Sciences and the Humanities (Northrop 1973), con resonancias duraderas.4 Para Hegel, hablar de “filosofías” en plural es un contrasentido. Filosofía sólo puede haber una, ya que es el estadio superior del progreso del espíritu, el libre pensar del espíritu absoluto en el que la razón se hace consciente del mismo contenido del pensar. Este movimiento del espíritu se habría dado exclusivamente en Occidente. De esto se desprenden dos ideas íntimamente relacionadas. En primer lugar, la concepción de una China autoritaria y dogmática que ya se había instalado con De l’esprit des Lois, de Montesquieu, publicada en 1748, en contraste con un Occidente librepensador.5 En China no puede existir la filosofía porque no hay ni puede haber pensamiento libre: puesto que los orientales no tienen un espíritu absoluto libre que les introduzca la autoconciencia de sí como seres libres (Hegel 2011, 243 [156-157]), tampoco son objetivamente libres. La otra idea que se deduce de este subdesarrollo del espíritu es que los chinos tampoco pueden tener una historia propiamente dicha, porque historia e historia de la filosofía se identifican: la historia comienza en el momento en que el espíritu toma conciencia de sí mismo. Si bien Hegel comienza su historia de la filosofía en China, paradójicamente sostiene que es un imperio indiferente a la historia, porque en ella ningún principio ajeno desplazó al antiguo, como habría acontecido en Grecia, donde el principio de individualidad personal habría desplazado el principio sustancial. En China no puede haber historia porque no hay auténtico cambio, sólo una forma constante a lo largo de los siglos (214 [123-124]), donde no se manifiestan más que relaciones meramente externas que no expresan nada universal (220 [129-130]). La “historia” de Oriente sería una serie de meros hechos inarticulados, arrojados en un mismo plano de forma inorgánica.

La filosofía china en China

El concepto de filosofía de estos autores europeos estableció “determinados horizontes, pero también límites para la experiencia posible y la teoría concebible” (Koselleck 1993, 118) en torno a la presencia de la filosofía en China. Para comprender las características de un nuevo discurso intelectual chino asociado a la filosofía, debemos considerar primero la forma en que la filosofía se introdujo como disciplina en el sistema educativo chino. La investigación del concepto de “filosofía” no debe, pues, limitarse a los significados de la palabra y su modificación en un plano meramente simbólico, sino que debe considerarse cómo este concepto formó parte de la construcción material de una realidad (en este caso, la educación universitaria), realidad que a su vez fue inherente al plano simbólico. Cuando hablamos de la introducción de la filosofía en China, hablamos no sólo de la traducción de un término, sino de la introducción de una disciplina dentro de un nuevo campo de estudios, “las humanidades”, con prácticas y requerimientos distintos respecto de aquellos del aprendizaje tradicional de los clásicos chinos. Es decir, en primer lugar, la filosofía no se introduce como una forma de pensar distinta, sino como un campo de estudios profesionalizado, asociado a las instituciones educativas y sus prácticas: las cátedras universitarias, los manuales y las historias de filosofía, la formación de profesores, los congresos, un lenguaje profesionalizado, etcétera.

La identificación casi total entre la filosofía como forma de pensamiento y como disciplina educativa se comprende a la luz del estatus de la filosofía en Europa y el discurso que elaboró la modernidad acerca de la historia de la filosofía durante la época de auge de la filosofía universitaria. Los autores modernos construyeron, a partir de su propio ideal de racionalidad lógica y científica, la “mitología” de la filosofía según la cual ésta habría sido una disciplina sistemática, teorética y abstracta incluso en la Grecia clásica. Por ello, además de exponer su misma filosofía en forma de sistemas teóricos, convirtieron a los griegos en sus antecesores directos: los filósofos de la antigüedad fueron pensados y sus textos reconstruidos con base en la premisa de que habían sido los primeros en hacer uso de un pensamiento especulativo y sistemático. Sin embargo, como ha señalado Hadot (2006, 57), la sistematicidad y abstracción de la filosofía fue un aspecto heredado de la escolástica y no un rasgo de la filosofía antigua. La filosofía en la antigüedad fue, ante todo, un arte de vivir. La escritura y la dialéctica no respondían a las necesidades de grandes teorías, sino que eran formas de buscar respuestas concretas a problemas particulares; no eran sólo justificaciones racionales, sino sobre todo ejercicios espirituales para aprender a vivir mejor. La filosofía como disciplina, teorética y abstracta, desligada del problema práctico de cómo vivir, es una herencia de la Edad Media y la modernidad. Durante la Edad Media, el cristianismo hizo suya la práctica de los ejercicios espirituales y la búsqueda del buen vivir, y relegó la filosofía a mero ayudante teórico de la teología. En los albores de la modernidad, la filosofía comenzó un movimiento de independencia de la teología, pero en este desplazamiento que nació como reacción contra la escolástica medieval, acabó situándose en el mismo terreno que ella: a partir del siglo XVIII, esta nueva filosofía entró en la universidad y, en adelante, estuvo vinculada indisolublemente a ella y a sus prácticas (Hadot 2006, 243).

La historia de la traducción del término filosofía al japonés, que fue la que luego se acuñó en chino, es un fiel reflejo de la asociación de la filosofía con un área de estudios dentro de un sistema educativo determinado. Nishi Amane, investigador de filosofía griega y europea del Centro de Investigación de Libros Bárbaros de Japón (Bansho Shirabe-sho 蛮書調所), tradujo de diversas maneras el término filosofía (tetsugaku 哲学 en su pronunciación japonesa, y zhéxué 哲学 en su pronunciación china) antes de su acuñación definitiva en su Nueva teoría sobre las ciento un doctrinas (Hyakuichi Shinron 百一新論) en 1874. Las primeras traducciones en sus anotaciones y textos inéditos volcaban filosofía por la interpretación xìng lĭ zhī xué 性理之学 (“estudio de la naturaleza humana y los principios de las cosas”); luego, por términos locales como 儒, vocablo que fue traducido por los jesuitas como “confucianismo” y que se refiere a los eruditos con dominio de los textos clásicos y los ritos, a menudo también asesores o funcionarios del gobierno. Alternativamente, Nishi Amane también optó por no traducir el término (philosophie), hacer transliteraciones fonéticas (hirosohi 斐卤苏比, ヒロソヒ), o por traducir de forma más o menos literal como kitetsugaku 希哲学 -ki 希 (“deseo”) + tetsu 哲 (“inteligencia”, “saber”) + gaku 学 (“estudio”) = “estudio referente al deseo de saber”-. Pero la traducción que finalmente acuñó fue tetsugaku 哲学 -tetsu 哲 (“inteligencia”, “saber”) + gaku 学 (“estudio”) = “estudio del saber”- (Sun 2010, 123), siguiendo la línea de traducción de otras ciencias humanas que empezaban a introducirse en el sistema educativo japonés, como por ejemplo sociología (shakaigaku 社会学, “estudio de la sociedad”) (125). La acuñación del término representa, por lo tanto, una implícita aprobación de la reforma educativa y la admisión de la filosofía no como una mera “forma de pensamiento”, sino como una disciplina en el marco de este nuevo modelo.

Con la creación de la cátedra de Literatura y Filosofía China en la Universidad de Tokio en 1881, el término tetsugaku 哲学 fue aplicado por los mismos japoneses para designar el pensamiento chino. Mientras tanto China, agobiada por las guerras del Opio y un sinnúmero de opresiones extranjeras, analizaba con interés la posibilidad de transformar su sistema de formación para construir una nación moderna al estilo occidental (Bastid 1987, 9). A los pocos años de la derrota china en la primera guerra sino-japonesa en 1895, se fundó la Universidad de Beijing, primera universidad moderna de China, y poco después se reformó el sistema educativo siguiendo el modelo japonés, aunque el estudio de los clásicos chinos aún se consideraba la “sustancia” ( 体) de la formación de los valores, mientras que las ciencias y las técnicas occidentales eran un mero complemento práctico (yòng 用). Pero las derrotas constantes ante las demás naciones erosionaron el sentimiento de compatibilidad entre un pensamiento netamente “chino” y una política internacional, por lo que en 1922 siguió una reforma más profunda que imitaba el modelo estadounidense (Bastid 1987, 11). Muchos intelectuales, como Hú Shì, que había estudiado en Estados Unidos con el pragmatista John Dewey, vieron en esta transformación un “renacimiento chino” (Kreissler 1987, 121).

Hú Shì fue uno de los pioneros en la redacción de una historia de la filosofía china. Mediante la producción de historias de la filosofía, los intelectuales chinos intentaron satisfacer la necesidad de reconstruir un pasado “filosófico” asociado a un futuro de progreso, donde China apareciera como elemento constitutivo de la historia universal. Con ese afán se remplazaron las prácticas anteriores de aprendizaje por las metodologías europeas, lo que generó un recambio de buena parte del vocabulario utilizado para describir la propia tradición y produjo su sistematización con nuevas reglas. En su obra de 1919, Zhōngguó zhéxuéshĭ dàgāng 中国哲学史大纲 (“Esquema de la historia de la filosofía china”), Hú Shì define provisoriamente la filosofía como aquella que investiga los problemas primordiales de la vida, considerados desde sus principios, en busca de una solución fundamental, y la divide en cosmología, gnoseología y teoría de los nombres, ética, filosofía de la educación, filosofía política y filosofía de la religión (Hu Shi 1919, 1). El objetivo de Hú Shì era no sólo dotar a la tradición china de una forma sistemática, sino además demostrar que esta misma tradición se había ocupado de la lógica (“teoría de los nombres”), exigencia fundamental para poder bautizarla con el nombre de “filosofía” y no con el de “pensamiento” (sīxiăng 思想) o “religión” (zōngjiào 宗教), para lo cual la despojó de todo elemento ritual. Sobre esta base no sólo produjo el resurgimiento de la Escuela de los nombres (míngjiā 名家), una escuela filosófica del siglo V a.e.c. abocada a la relación entre los nombres y las cosas a la que no se le había dado demasiada importancia hasta el momento, sino que rastreó disquisiciones sobre la cuestión de los nombres (míng 名) en todas las escuelas filosóficas y les dio una centralidad desproporcionada (Makeham 2012a, 174). Este mismo criterio lo llevó a realizar un corte en la tradición y considerar a los “maestros” (zhūzĭ 诸子) del periodo pre-Qín (como Confucio y Lǎozi) como los primeros pensadores filosóficos, diferenciados de sus antecesores (Makeham 2012b, 77).

En la introducción a su obra, Hú Shì también señala que la filosofía mundial se divide en dos sistemas: el oriental, conformado por una rama hindú y china, y el occidental, constituido por las ramas griega y hebrea. Las ramas hebrea e hindú se habrían fusionado, respectivamente, con la griega y la china, y habrían dado origen a las filosofías europea y china antiguas. El decaimiento actual de las ramas hebrea e hindú señalaría que la filosofía universal del futuro estará configurada por la unión de la filosofía china con raíces confucianas y la filosofía europea con raíces griegas (Hu Shi 1919, 5-6). Así pues, Hú Shì es el primero en realizar un movimiento conceptual de relocalización de China en la historia de la racionalidad universal al apropiarse de muchas de las premisas de la “mitología” europea de la filosofía: la división del mundo intelectual en Oriente y Occidente, la filosofía como sistema, la centralidad de la lógica en la filosofía y el surgimiento de una racionalidad única como sentido teleológico de la historia de la humanidad.

Apropiaciones e inversiones en Féng Yŏulán

Pocos años más tarde, Féng Yŏulán, director del flamante Departamento de Filosofía de la Universidad de Qīnghuá, publicaría su propia historia de la filosofía en una versión extensa y otra abreviada, difundida unos quince años más tarde en idioma inglés. En estas obras, al mismo tiempo que se apropia, como Hú Shì, del relato europeo acerca de la historia y del estatus de la filosofía, Féng realiza una inversión de valores sumamente interesante. Asume, por ejemplo, el carácter profesional y disciplinar de la filosofía en Occidente, pero le atribuye una valoración negativa:

la aparente inconexión de los dichos y escritos de los filósofos chinos se debe a que los mismos no son obras filosóficas formales. Según la tradición china, el estudio de la filosofía no es una profesión. Se espera que todos estudien filosofía tal como en Occidente se espera que todos vayan a la iglesia […] No había por eso filósofos profesionales; y los filósofos no profesionales no tenían que producir escritos filosóficos formales (Feng 1989, 27-28).

Aquí Féng se apropia del motivo de la racionalidad filosófica natural y lo invierte: la filosofía es el modo en que el hombre completa su humanidad, pero esto en China nunca fue una profesión porque es natural; es, de hecho, la primera inquietud y la primera formación del hombre chino (Feng 1989, 15). La mención de que en Occidente todos van a la iglesia tampoco es casual. Hay otra inversión a partir de la dicotomía entre lo religioso y lo filosófico, esta vez no de los valores asociados a cada término, sino de sus habituales zonas geoespirituales asociadas. Según Féng, no es que los chinos sean más religiosos que filosóficos, al revés: los europeos son tan religiosos que no pueden más que figurarse el confucianismo, filosofía presente en cada aspecto de la vida china, como una religión:

El lugar que la filosofía ha ocupado en la civilización china es comparable al de la religión en otras civilizaciones […] Al occidental, que ve que la vida del pueblo chino está impregnada de confucianismo, le parece que el confucianismo es una religión. Pero, en realidad, el confucianismo no es más religión que, digamos, el platonismo o el aristotelismo […] en los Cuatro libros no hay ningún relato sobre la creación ni mención alguna de un paraíso o un infierno (Feng 1989, 15-16).

Para Féng no sería una religión, sino una ética la que habría provisto a la civilización china de sus bases espirituales (Feng 1989, 18). En cuanto al daoísmo y el budismo, Féng traza una distinción tajante entre dàojiā 道家 y fóxué 佛学 (escuela daoísta y aprendizaje budista) como corrientes filosóficas, y entre dàojiào 道教 y fójiào 佛教 (enseñanza daoísta y budista, respectivamente) como corrientes religiosas (17-18), división cuya influencia en el ámbito académico se percibe aún hoy. La asociación del daoísmo con prácticas heréticas de magia y alquimia, ampliamente difundida por las publicaciones de los jesuitas (Huang 2014), era una mancha inquietante para la admisión de China en la casa global de la filosofía. En conclusión, aunque Féng no lo formule en estos términos, la consecuencia necesaria de su razonamiento es que, dado que el pueblo chino es más filosófico que el occidental y que la filosofía es una forma más propiamente humana y adelantada de pensamiento, el pueblo chino es, finalmente, superior al occidental.

Féng (1989, 16) define la filosofía, primero, como un pensamiento sistemático y reflexivo, y, segundo, como un pensamiento acerca de la vida. En cuanto a lo primero, Féng hace uso de las categorías “formal” y “real” para salvar el pensamiento chino de su propia definición, basada en el parámetro moderno de filosofía: señala que la filosofía china no es formalmente sistemática por la ausencia de una disciplina profesionalizada, como ya se mencionó, pero que esto no implica la falta de articulación real en el pensamiento chino. Además, la filosofía china compensaría esta falta de sistema con su poder de alusividad, lamentablemente echado a perder en las traducciones (31). En cuanto a lo segundo, Féng realiza otra inversión de una dicotomía habitualmente utilizada para diferenciar Oriente de Occidente: la filosofía china es más práctica que teórica, pero no por alguna clase de deficiencia; se trata de que para los chinos la filosofía no es algo que debe ser simplemente conocido, sino más bien vivido: no es un juego intelectual, sino algo mucho más serio (26). Por eso el término “sabiduría”, usado habitualmente en forma despectiva y contrapuesta a “filosofía”, no es un agravio para Féng, sino un elogio: se relaciona no sólo con tener conocimiento, sino con “ser” de otra manera: “sabiduría interior y realeza exterior” (24). Sin embargo, esto no significaría que al mismo tiempo las distintas escuelas filosóficas no hayan desarrollado, como justificaciones racionales, una metafísica, una ética o una lógica (25).

Al igual que Hú Shì, Féng acepta la definición estándar de la filosofía y su división en metafísica, lógica, gnoseología y ética, pero tiene actitudes encontradas en relación con esta asimilación. Por un lado, intenta, al igual que Hú Shì, rescatar los elementos “científicos” o “lógicos” de la filosofía china: pone también de relieve la Escuela de los nombres y hasta afirma algo tan forzado como que la religión daoísta tendría el espíritu de la ciencia, que es conquistar la naturaleza (Feng 1989, 18). Por otro lado, admite que el desarrollo en el campo de la lógica y la epistemología ha sido insuficiente en China, pero la justificación que propone para esta carencia se basa en aspectos externos al pensamiento chino, por lo que, luego, esta misma insuficiencia se convertirá en la fundamentación de la superioridad intrínseca de este pensamiento.

El entorno geográfico, la actividad agraria y la organización familiar, determinaciones exteriores de la forma de vivir en China, habrían marcado la tendencia del pensamiento chino y también su falta de modernización. No es que Oriente haya sido invadido por Occidente, sino que lo medieval ha sido invadido por lo moderno (45). Pero ¿no estaría así Féng también aceptando la mitología de la historia occidental, donde “medieval” es “oscuro”, “supersticioso” e “ignorante”, y lo “moderno” es “ilustrado”, “luminoso”, “filosófico” y “racional”?

Ahora bien, Féng señala que, a pesar de su necesaria renovación o modernización, debe haber algo interno en el pensamiento chino que sea universal (Feng 2004, 46), y paradójicamente lo relaciona con el misticismo, aspecto que podría considerarse más retrógrado desde el punto de vista racionalista. De este modo invierte los valores de la dicotomía lógica versus mística: la lógica sería meramente instrumental, mientras que en la “ilogicidad” del pensamiento chino habría algo esencial para la elevación de la humanidad.

Féng se apropia del vocabulario de Northrop y sostiene que el pensamiento occidental se sirve de “conceptos por postulación” y tiene un gusto por las distinciones, mientras que el pensamiento oriental hace uso de “conceptos por intuición” y le da valor a lo indistinto (Feng 1989, 41). Al eliminar la división entre sujeto y objeto, el pensamiento oriental no habría dado lugar a desarrollos epistemológicos (43). Al método occidental, Féng lo llama “método positivo”, “filosofía analítica” (411) o “filosofía terrenal” (22), mientras que al oriental, que asocia con el budismo y el daoísmo, lo llama “método negativo” (411) o “filosofía extraterrenal” (22). Afirma: “Desde el punto de vista de una filosofía terrenal, una filosofía extraterrenal es demasiado idealista, no tiene utilidad práctica y es negativa. Desde el punto de vista de una filosofía extraterrenal, una filosofía terrenal es demasiado realista, demasiado superficial” (22).

Féng juega con distintas simplificaciones de la filosofía china: primero la asocia con el confucianismo para probar que es superior a la filosofía occidental por sus aplicaciones prácticas, al servicio de la vida; pero cuando se enfrenta al problema del tradicionalismo del pensamiento confuciano, a contramano de las luces de la modernidad, identifica la filosofía china con el daoísmo y el budismo para resaltar su alcance metafísico, que la haría superior a la occidental y que sería determinante en el destino futuro de la filosofía universal. También se puede interpretar esta maniobra como un intento de sincretismo para caracterizar el “espíritu chino” en su totalidad, pero lo que éste incluye y excluye en cada caso no está librado al azar. El hecho es que, mediante esta estrategia, el método positivo es relegado al papel de mera herramienta metodológica y paso previo a la filosofía “en serio”, verdaderamente metafísica. Hay una apropiación del relato de la teleología de la racionalidad, pero Féng va más allá de la lógica de la complementación de Hú Shì, y propone una articulación entre ambas filosofías, donde el pensamiento occidental cumple el papel de mero suplemento (bŭchōng 补充) (Feng 2004, 288): “La introducción del método positivo, sin embargo, es realmente un asunto de la mayor importancia. Dio a los chinos un nuevo modo de pensar y un cambio en el conjunto de su mentalidad. Pero, como veremos en el próximo capítulo, no remplazó el viejo método; simplemente lo complementó”6 (Feng 1989, 412).

¿No hay una contradicción en que Féng considere la sistematicidad propia del método positivo como esencial para la naturaleza de la filosofía y, simultáneamente, como mero paso provisorio para la filosofía del futuro? Para este autor, la filosofía futura que corone el destino de la humanidad no será ni racional ni antirracional, sino suprarracional, por eso cierra su libro afirmando con tono wittgensteiniano: “Uno debe hablar mucho antes de guardar silencio” (Feng 1989, 428). Ahora bien, si el paso previo al silencio místico es el método positivo, entonces no se trata de un mero hablar, sino de un hablar articulado y sistemático. La contradicción es sólo aparente: lo que Féng pretende señalar es que el método positivo es la oportunidad para que la filosofía china lleve su coherencia real a un nivel formal,7 paso que permitirá su mayor desarrollo ulterior. Pero cuando el método positivo alcance su límite, lo que llevará a la filosofía a un nivel superior será la suprarracionalidad, valor intrínseco del pensamiento chino: “El misticismo no es contrario al pensamiento claro ni está por debajo de éste. Más bien, está más allá de él. No es antirracional, es suprarracional” (428). Lo que Féng señala de este modo es que, aunque Occidente haya suplementado a Oriente al modernizarlo, “no es que el Oriente haya sido invadido por el Occidente”, pues lo que Oriente tiene para ofrecer a la historia mundial, ahora que se ha depurado de sus elementos más conservadores y su pensamiento se ha visto sistematizado para alcanzar difusión en el resto del mundo, es algo que supera las meras determinaciones temporales.

Conclusiones

La lectura de algunos pasajes claves de Breve historia de la filosofía china, de Féng Yŏulán, permite ver que al mismo tiempo que Féng se apropia, sin ponerlas en duda, de muchas de las premisas del discurso europeo moderno sobre la filosofía, las rearticula mediante distintas estrategias argumentativas con el fin de invertir las valoraciones y las asociaciones negativas vinculadas a Oriente y a China. Estas indagaciones ponen de relieve que el debate acerca de la definición de filosofía, del cual depende la discusión sobre la legitimidad de una filosofía china, tiene el carácter de una lucha semántica, no sólo en China, sino también en Europa, donde la filosofía griega, por ejemplo, es reconstruida como forma de su propio pasado. Este análisis, al mostrar que la filosofía no remite a ningún objeto definible, sino a problemas que mutan históricamente, desustancializa la idea de filosofía. Los intentos de Féng de aproximar el pensamiento chino a lo que sería la “verdadera” definición de la filosofía son, en el fondo, imposibles, porque esta definición no existe; sus tentativas no hacen más que desnudar el carácter cambiante de esta definición en la tradición occidental, de cuyas transformaciones depende esta misma noción de tradición occidental. En definitiva, la filosofía no es un objeto ni una idea, sino un concepto y, como cualquier concepto, condensa una experiencia histórica, por lo que articula diacrónicamente redes semánticas que le confieren, sincrónicamente, un carácter plurívoco. El concepto de filosofía trasciende su contexto originario y se proyecta en el tiempo, se vuelve indefinible, terreno de múltiples luchas semánticas (Koselleck 1993, 117), sobre todo en contextos de crisis.

“Oriente” y “China” ingresaron en la historia conceptual de la filosofía y, al mismo tiempo que sirvieron para reforzar la identidad de Occidente, funcionaron como desplazamientos para poner en duda las premisas de la modernidad. Al analizar la historia intelectual de China, lo que uno precisamente descubre es que no se introdujo mediante un neologismo, “la filosofía”, sino “una filosofía”, esto es, la filosofía institucionalizada europea del siglo XVIII, no sólo muy distante respecto de la tradición china, sino también sumamente alejada de lo que podría ser el pensamiento de un Heráclito o un Platón: una filosofía sistematizada y abstraída de la realidad. La investigación del concepto de “filosofía” no debe, pues, limitarse a un significado unívoco y meramente simbólico de la palabra, sino que debe considerarse parte material de una realidad histórica cambiante, en este caso, la educación universitaria y sus prácticas, a su vez inherente al plano simbólico, ya que trajo consigo implicaciones que delimitaron el horizonte de un concepto de filosofía.

El análisis del carácter estratégico y provisorio de “Oriente” y “China” en la formación de las dicotomías modernas revela sus aporías: ¿la división moderna entre fe y saber no se basó finalmente en una fe absoluta en su saber?, ¿no se constituyeron acaso la Razón y lo Irracional como metáforas absolutas para algo que no se encontraba en ningún lado pero que, como premisa de todo un sistema de pensamiento, resultaba imprescindible sostener? “China” y “Oriente” abrieron así el concepto de filosofía y racionalidad al cambio: produjeron una relativización de los saberes y una consecuente ampliación de su espectro. Pensar la filosofía china implica, por lo tanto, pensar la historia de la formación de un concepto de filosofía como concepto histórico y cambiante. Si no pensáramos nada fuera de la mitología de la filosofía europea, sería imposible pensar la misma filosofía europea: reflexionar sobre su historicidad, cuestionar sus dicotomías y proponernos una transformación.

Sin embargo, la idea esencialista de la filosofía sigue fantasmalmente presente en el debate contemporáneo. En el ambiente de la sinología, las discusiones en relación con la legitimidad de una filosofía china intentan sortear la concepción esencialista -fundada o no históricamente-, y se basan en parámetros aparentemente externos como los siguientes: el pensamiento chino puede llamarse filosófico porque no es religioso, o porque está constituido por distintas escuelas o corrientes de pensamiento en debate y disenso con otras, es decir, en un marco de librepensamiento (Raud 2006, 621-622).

Ahora bien, como hemos visto, estos parámetros se basan en dicotomías como aquella entre librepensamiento y apelación a la autoridad, o entre religión y filosofía, que han sido el margen y la silueta de formación de una idea esencial de filosofía del siglo XVIII en adelante. Si, a pesar de nuestros pruritos antiesencialistas, igualmente terminamos utilizándolos al pensar la inclusión o la exclusión del pensamiento chino en la filosofía, es porque no podemos menos que hacernos este planteo desde la universidad, espacio configurado por esos mismos criterios y único lugar donde la idea de la filosofía china puede ser pensada. Si no habláramos de filosofía china, sencillamente no habría lugar para el pensamiento chino en los departamentos de filosofía de nuestras universidades. Por ello resulta fundamental repensar este espacio desde sus premisas históricas, despidiéndonos de una idea transhistórica de la filosofía y haciendo una autocrítica de cómo se relacionan nuestras prácticas universitarias con una forma determinada de concebir la filosofía que surgió en la modernidad y que constriñe nuestra percepción de la filosofía premoderna, como la griega y la medieval; la concepción misma de modernidad; la noción de que éstas pertenecen a “nuestra” tradición, interrogante aún más significativo en Latinoamérica, cuyos pensadores tendemos a reterritorializarnos en Europa y Occidente; y la mirada sobre otras filosofías como la china. Es decir, es preciso analizar el lenguaje de la filosofía no como un lenguaje neutro y profesionalizado, sino con el carácter político del que está imbuido: se estructura sobre premisas que se forman históricamente y que se constituyen en fundamentos objetivos de articulación de los discursos, base de prácticas políticas y sociales en contextos de debate determinado, y entra periódicamente en crisis al volverse evidente su carácter provisorio y, en muchos casos, metafórico, como sucede con los conceptos de Oriente y Occidente.

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1 Se anotan los caracteres de todos los términos transcriptos del chino, salvo los nombres de personas y lugares.

2 “Occidente” y “Oriente” se tratan aquí como ficciones (Hart 2013). Como tales, estos términos no remiten sólo a determinadas regiones geográficas, sino también, y sobre todo, a peculiaridades que los hacen funcionar como conceptos autónomos, ya que dudosamente se corresponden con las características de estas regiones (supuestamente homogéneas, además), y más bien lo hacen con ficciones sobre lo que ellas representan para los pensadores europeos. De aquí en adelante no se utilizarán las comillas, pero debe tenerse en cuenta esta consideración.

3 Cita recogida en Ching 1978, 169. Todas las citas de obras cuya lengua original no es el español han sido traducidas por la autora.

4 Marcel Granet, por ejemplo, en su conocido libro La pensée chinoise, señala que “la China antigua, más que una Filosofía, ha tenido una Sabiduría” (Granet 1968, 5).

5 La vinculación de la cultura europea con una Grecia democrática, abierta al debate y al disenso, en contraste con una China imperial y autoritaria, es otro motivo constante en la bibliografía comparativa (véase, por ejemplo, Nakamura 1964).

6 El término original, bŭchōng 补充, ha sido traducido al inglés de forma más afortunada como “supplement” (Fung [Feng] 1966, 330). Para indicar complementariedad, el término debería haber sido hùbŭ 互补.

7 Ésta fue la propuesta de Zhāng Dàinián en su Zhōngguó zhéxué dàgāng 中国哲学大纲 (“Esquema de la filosofía china”), de 1937: “Aunque no hay un sistema formal de la filosofía china, tiene un sistema real. Uno de los propósitos de este libro es presentar la filosofía china de forma sistemática” (Zhang 1997, 15).

Recibido: 30 de Septiembre de 2020; Aprobado: 08 de Noviembre de 2021

Julieta Marina Herrera es licenciada en filosofía por la Universidad de Buenos Aires (con la tesis “Laozi y Heráclito. Aspectos problemáticos de la filosofía comparativa”) y estudiante admitida a la maestría en filosofía china de la Universidad de Beijing. Hizo un intercambio de un año en la Escuela de Humanidades de la Universidad de Tsinghua, China. Es investigadora en formación del Proyecto “Encuentros entre las filosofías de Grecia, India y China antiguas. Traducciones, interpretaciones y adaptaciones del vocabulario del ser, el tener y el hacer” (FiloCyt 2019-2021), radicado en el Instituto de Filosofía Dr. Alejandro Korn de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es miembro del Centro de Estudios de Argentina-China (Facultad de Ciencias Sociales-Universidad de Buenos Aires) y del Grupo de Estudios del Este Asiático del Instituto de Investigaciones Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales-Universidad de Buenos Aires).

https://orcid.org/0000-0003-0686-6019

julieta.m.h@gmail.com

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