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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2021  Epub 18-Oct-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i2.4177 

Diálogos y debates

68 y la olimpiada: historias que se entretejen

Ilán Semo1 

1Universidad Iberoamericana


Los textos que reúne Museo del universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968 de Ariel Rodríguez Kuri se proponen descifrar el estallido, el decurso y el desenlace del movimiento estudiantil mexicano de 1968 desde la perspectiva de tres historias a la vez: la de los Juegos Olímpicos que se celebraron ese año en la capital del país; la de la Ciudad de México en el proceso de devenir una cosmopolis de la época y la del desafío que representaron las acciones de los estudiantes, las cuales transformarían para siempre la faz política y cultural de la sociedad mexicana. Como Terror y utopía: Moscú en 1937 -el texto ya clásico de Karl Schlögel-, como I Speak of the City de Mauricio Tenorio, que encuentra en la ciudad el centro de los diversos universos de una época, parte de la premisa central que supone toda historia de la subjetivación social: son los acontecimientos mismos los que propician el horizonte de su inteligibilidad y no viceversa. Por la minuciosidad en la exploración de archivos y su afán de encontrar el lenguaje íntimo de los acontecimientos y de sus protagonistas, no tiene alcance en la historiografía crítica de la historia del tiempo presente en México. Aquí la metáfora del museo no refiere ese lugar del tiempo que petrifica sujetos, objetos y fachadas, sino la acción inmanente que termina, sin proponérselo, configurando una arquitectura de la memoria. Un libro en que los lugares del tiempo se estudian a partir de su devenir intrínseco y sus inesperados desenlaces. La escritura de la historia como ejercicio de asombro.

En octubre de 1963, el Comité Olímpico Internacional (COI) adoptó una decisión insólita: otorgó a la ciudad de México la sede para la realización de los Juegos Olímpicos de 1968. Insólita no sólo porque existían opciones más atractivas y plausibles (las ciudades de Lyon, Detroit y Los Ángeles también contendían por la sede), sino porque la Olimpiada dejaba así de ser, por vez primera, una franquicia casi exclusiva de la parte más connotada de las naciones de Occidente. Tokio, donde los Juegos se llevarían a cabo el siguiente año en 1964, sería la singular excepción. Pero Japón, a su manera, se identificaba cada vez más con ese selecto grupo de países.

¿Qué indujo al COI a romper con una tradición que se remontaba prácticamente al origen de los Juegos modernos en Atenas el año de 1896? En el capítulo dedicado a explorar cómo se ganó la sede, Museo del Universo parte de una conjetura elemental: la respuesta debería recaudarse en el laberinto de los archivos de la diplomacia olímpica internacional, entrecruzados desde los años cincuenta por la geopolítica de la Guerra Fría. En principio una conjetura heurística. Fueron los votos conjuntos de las delegaciones de Europa Oriental (el antiguo bloque soviético), Asia, África y América Latina los que abrieron el paso para que la ciudad de México obtuviera la mayoría. Cinco representaciones europeas se encargarían de consumarlo. Washington no objetó la decisión, aunque tampoco hizo ningún gesto para favorecerla. Dejó que los delegados de sus ciudades actuaran por sí solos. Hay una pregunta central que el libro prudentemente no deja al arbitrio: ¿en qué consistía la mecánica de la Guerra Fría en 1963? El cliché de la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética es descartado como una burda simplificación de esa geopolítica. A cambio enumera otros cinco procesos distintivos que es preciso tener en consideración: el gradual proceso de descolonización de lo que en la época empezaría a definirse como el “Tercer Mundo”; la emergencia del movimiento de los países no alineados (frente a ambos bloques); los primeros intentos europeos de establecer acercamientos con el bloque soviético (la Ostpolitik de Willy Brandt trazaría una marca al respecto) y la permanente disputa en los foros internacionales, como el COI, por hacerse del consenso de los países no occidentales, que contrariaban frecuentemente la posición occidental por dominar los rituales mundiales, como las Olimpiadas por ejemplo. Sólo en este contexto resultaba comprensible que un país como México, exento de cualquier sospecha de pertenecer al core de Occidente, obtuviera la sede olímpica.

La imagen internacional del gobierno mexicano encabezado por Adolfo López Mateos se distinguía por sus gestos de relativa autonomía frente a los dos grandes bloques, como había sucedido en el caso de la oposición al bloqueo económico y comercial de Cuba, sin que esto se tradujera en ninguna colaboración económica connotada con la isla. O bien en su denuncia del racismo sudafricano del Apartheid, mientras que apoyaba (y celebraba) abiertamente la política de Avery Brundage al frente del COI, empeñado en reingresar a la delegación de Ciudad del Cabo a la esfera olímpica. Si durante la crisis de los misiles en Cuba se había alineado estrictamente a la postura de Washington, ello no le impedía encabezar a partir de 1963 el mayor esfuerzo de desnuclearización de América Latina. De tal manera, que su candidatura para la sede de la Olimpiada resultaba un avance para el bloque de delegados no occidentales en el COI y, a la vez, era aceptable para el resto de las delegaciones. En casa, sin embargo, el Estado mexicano había ya adoptado casi de manera ortodoxa los discursos y las prácticas distintivas de la Guerra Fría. En 1963, el fantasma del comunismo constituía la base de la construcción del enemigo interno. Una construcción de consecuencias altamente represivas, sino fatales, como en los casos de las huelgas ferrocarrileras de 1958-1959 y el asesinato de la familia Jaramillo, un destacado líder agrario de la región de Morelos. Entre 1958 y 1970, época en que Gustavo Díaz Ordaz fue la pieza central de la política nacional, primero como secretario de Gobernación y después como presidente, Washington nunca dudó de este alineamiento por parte del régimen mexicano.

El gobierno mexicano comenzó tardíamente la construcción de las instalaciones, los estadios y la infraestructura que se requerían para la realización de los Juegos. En 1966, la prensa internacional llegó incluso a demandar que la gesta olímpica se transfiriera a otros países y el COI no ocultaba su nerviosismo al respecto. No les era fácil descifrar lo que estaba sucediendo. Desde las olimpiadas de 1936 en Berlín el proceso de construcción de la Ciudad Olímpica había devenido parte del espectáculo de los Juegos mismos. La maquinaria de propaganda del nacionalsocialismo multiplicó las exhibiciones cinematográficas realizadas por Leni Riefenstahl de la edificación de estadios, avenidas especiales y la villa olímpica hasta convertirlas en una imagen de la “grandeza alemana”. Jospeh Goebels, junto con Albert Speer, el arquitecto del Reich, confeccionaron una escenografía en la que se ensalzaba la calidad de los obreros alemanes, la solidez de sus construcciones y la originalidad de sus ingenieros. Fue el nacionalsocialismo el que transformó a las Olimpiadas en un teatro del gran relato del nacionalismo y una ocasión para desplegar la fantasmagoría de la superioridad sobre otras naciones. Fantasmagoría que se vio entredicha por los triunfos en el atletismo de atletas afroamericanos como Jeese Owens. Después de la segunda guerra mundial, Occidente heredaría esta grandilocuencia olímpica sin reflexión alguna, como lo recordarán Theodor Adorno y Max Horheimer en Dialéctica de la Ilustración. La idea de Pedro Ramírez Vázquez, nombrado presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos en México en 1966, sería muy distinta. En las Olimpiadas de 1968, como lo señala Museo del universo en la parte dedicada a “La ciudad olímpica o la promesa sin utopía”, no habría Ciudad Olímpica.

En los Juegos Olímpicos contemporáneos entra en escena no sólo uno de los cuerpos míticos por excelencia de la modernidad -el del atleta-, sino el que encarna al sentimiento nacional en una lid que deviene la metáfora de un “combate” entre naciones. Ahí se sitúan en disputa la supremacía de medallas, récords, prestigios y el recuento de hazañas. El atleta moderno reúne la parte más esencial de los atributos que fijan a la relación entre el concepto de individuo como potencia y las máximas de la sociedad de rendimiento: el culto al cuerpo sano, la ética de la disciplina autoimpuesta, los avatares del éxito en la competencia, el matrimonio entre la vocación y el mérito, la fama como espectáculo y profesión. El mundo entero se detiene para observar las competencias y vitorear a sus vencedores como héroes nacionales. La audiencia es la cosmopolis global y la formación de esa cosmopolis tiene su historia, en parte, en los Juegos mismos. Con ello colocan en el centro del universo el carácter político y social de los países en los que se desarrollan y, a la vez, sirven para hacer de un acto político un acontecimiento global. Cada país en el que se celebran, cada uno de sus actos de fuga, acontece, literalmente, frente a la mirada del mundo. En el capítulo dedicado a la “Geopolítica de los Juegos: raza, héroes y televisión”, en el que se advierte esta dimensión simbólica que ejercen las gestas olímpicas en el siglo XX, las Olimpiadas de 1968, transmitidas por primera vez en la televisión directa, se exploran desde la perspectiva del escenario de la contienda internacional que significó impedir el reingreso de Sudáfrica a la comunidad olímpica, en el momento en que la lucha por los derechos civiles y contra el racismo había cobrado en Estados Unidos su mayor intensidad después del asesinato de Martin Luther King. Y ese mundo que miraba el espectáculo por vez primera en vivo, observó no sin cierta perplejidad como la premiación de los ganadores en la competencia de 200 metros planos, Tommie Smith (Estados Unidos), Peter Norman (Australia) y John Carlos (Estados Unidos), devenía uno de los actos políticos más icónicos en la historia de las Olimpiadas mismas. Tommie Smith y John Carlos, de origen afroamericano, levantaban el puño con un guante negro -el saludo en la época del Black Power- al escuchar el himno nacional de Estados Unidos, violando todas las reglas del protocolo olímpico, mientras que Peter Norman portaba en su chaqueta el escudo del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos, que impugnaba el racismo dentro de las Olimpiadas. Smith, Carlos y Norman vieron sus carreras deportivas destrozadas y, avatares de la historia, 40 años después se erigiría una estatua dedicada a su gesto en el Museo de Historia y Cultura Estadounidense. Los mismos Juegos de 1968 se conjugarían con uno de los fenómenos más insólitos de la segunda mitad del siglo XX: el estallido simultáneo de revueltas estudiantiles en una veintena de países de las más disímbolas latitudes, que tendrían en la rebelión mexicana, acaso por su trágico desenlace, uno de sus inesperados epicentros simbólicos y paradigmáticos.

El plan que propuso Ramírez Vázquez para capitalizar ese centro de un nuevo “público mundial”, según la definición de Ariel Rodríguez Kuri, partió de una premisa que se revelaría como decisiva para obtener la sede: se trataba de los Juegos menos costosos de la historia. Además, estarían precedidos por una Olimpiada Cultural inspirada en una redefinición de las narrativas en las que se basaba tradicionalmente la legitimación nacional de una erogación presupuestal que, de todas maneras, resultaba considerable. En 1965, antes de que Ramírez Vázquez asumiera la dirección del Comité Organizador, la presidencia, encargada del propio Comité, había emprendido ya una campaña de propaganda para forjar expectativas ante las Olimpiadas venideras. Según Ramírez Vázquez, la campaña perseguía el propósito de celebrarse bajo el lema: “Mexicano pórtate bien porque vienen las Olimpiadas”.1 Los carteles que se diseñaron portaban como emblema un charro bigotón y barrigón que llevaba la vestimenta de los deportes respectivos. Debían cumplir con la pedagógica función de mostrar a la gente deportes que desconocía. El discurso oficial, en la época siempre dotado de la forclusión de un “pueblo” que se representaba como un mar de atraso, ignorancia e inconexión, le pedía comportarse de manera hospitalaria para “hacer la casa presentable”. Con las Olimpiadas, el Estado redimía al “pueblo” ante el mundo excusándolo de su condición y cediéndole tan sólo una virtud natural, la hospitalidad. Un concepto de “pueblo”, característico de la ideología de la revolución mexicana, que lo volvía inerme frente al tutelaje del propio Estado.

A partir de 1966, Ramírez Vázquez daría un giro radical a la imagen oficial. Como señala acertadamente Ariel Rodríguez Kuri, la noción de “pueblo” sería sustituida por la de “público” y la de “nación” por la de “humanidad”. Su lema sería ahora: “Mostrar al mundo lo mejor que ha logrado la humanidad”. Las Olimpiadas dejaban de ser un vehículo de exaltación de los “logros de México en los ámbitos del desarrollo, la justicia social y la cultura” para devenir un “encuentro del ser humano consigo mismo, su cultura y la paz” (p. 83). Así se dejaba atrás la idea de los Juegos Olímpicos como escenario para situar a México en el mundo a cambio de situar al mundo en México. En la práctica se abandonaba el paradigma de las signaturas del “nacionalismo” como fuente de legitimidad local y centro del espectáculo deportivo para reemplazarlo por un ensayo de “cosmopolitanismo” cultural. Si la modernidad en tanto que principio de temporalidad se rige por hacer factible (y, sobre todo, plausible) la contemporaneidad de lo no contemporáneo, el plan de Ramírez Vázquez debería expresar este hecho en su mayor intensidad. Para el autor tres estrategias cumplirían a su manera este cometido: 1) un concepto inédito de la Ciudad Olímpica, 2) la celebración paralela de una Olimpiada Cultural y 3) la sustitución de las alegorías nacionales en los logos y emblemas gráficos por la estética, muy distintiva de los años sesenta, del arte Op.

El lugar de la Ciudad Olímpica sería la ciudad misma. Las instalaciones olímpicas estarían distribuidas a lo largo de toda la urbe y vinculadas por señales, recorridos y vías especialmente trazadas. Sólo se construirían tres nuevos estadios -el Palacio de los Deportes, el complejo de la Alberca y el Gimnasio Olímpicos, la Pista de Remo y Canotaje- y la Villa Olímpica. Además, se adaptarían una multitud de instalaciones ya existentes (el estadio de la UNAM, la Arena México, el Teatro de los Insurgentes, etcétera). Para unir a las unidades deportivas situadas en el sur y el poniente se dispuso de la Ruta de la Amistad, un free way franqueado por 27 esculturas monumentales inspiradas en el arte abstracto que cada país entregaría a la Ciudad de México. Según el propio Ramírez Vázquez la elección del arte abstracto debería evitar que aparecieran representaciones de “Marx o a lo mejor de una Via Crucis” (p. 118), es decir, cualquier traza de alguna forma de politicidad. Lo cual habla en sí de una de las funciones del arte abstracto. Todo bajo la idea de una “arquitectura viva”, es decir, edificios y rutas que pudieran seguir siendo utilizados después de la celebración de los Juegos Olímpicos. Por su parte la Olimpiada Cultural reuniría en una cuantiosa multitud de actividades y conferencias, representaciones teatrales y de danza, ciclos cinematográficos, lecturas de poesía y literatura, exposiciones de pintura y conciertos al mundo artístico internacional más granado de la época. Un universo alejado de cualquier exaltación del arte y la cultura mexicanas. La estética del Arte Op en los logos y las gráficas distintivas de los emblemas olímpicos (boletos, carteles, señalizaciones, etcétera) tendría la misma finalidad.

Habría acaso que proseguir las investigaciones en este ámbito para explorar en qué medida la decisión de Ramírez Vázquez de hacer a un lado las claves de la nación como inscripción de las marcas simbólicas y estéticas de las signaturas olímpicas estaba impregnada del debate que definió y dividió a las posturas en la cultura mexicana desde los años treinta entre el vértigo del “nacionalismo cultural” y las líneas de fuga de un “cosmopolitanismo” local. Un debate que adquirió una nueva intensidad (y una nueva forma) en los años sesenta con la aparición de la generación de la Ruptura en la pintura y la escultura, el agotamiento de la novela de la revolución mexicana, la explosión del teatro conceptual y una nueva arquitectura oficial -encarnada, en parte, por el propio Ramírez Vázquez- que abandonaba las alegorías nacionales como su traza distintiva.

Los siguientes capítulos de Museo del Universo están dedicados a reconstruir los acontecimientos que distinguieron a ese fenómeno que, involuntariamente, situó a la Ciudad de México en la cosmopolis global tanto como los propios Juegos Olímpicos, así fuera por los motivos inversos: el movimiento estudiantil del verano de 1968. La relevancia de reunir en una sola lectura a la historia de los Juegos Olímpicos con la de la protesta estudiantil se explica en una de las tesis centrales del autor:

Sostengo en mi investigación que los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil fueron dos procesos complementarios y no antitéticos. Diría más: eran simbióticos. (En el museo no habría dos sino una sola sala para ambos.) Cada fenómeno dependió vitalmente del otro. Antes de julio de 1968 el ambiente general y la agenda olímpica (la espera, la propaganda, las expectativas, los temores y la propia Olimpiada Cultural) fueron creando las “condiciones” subjetivas -dirían los clásicos-, esto es, las sensibilidades indispensables en una parte del público local. Un desasosiego sin objeto definido prevalecía en la ciudad antes de las jornadas estudiantiles de julio, sospecho; he llamado a ese estado colectivo “las políticas de la ansiedad”, un síndrome que sumó además la ausencia de políticas públicas para los jóvenes (en una sociedad de jóvenes) y los saldos de un catolicismo patriarcal (o un patriarcado católico, no sé), con frecuencia chabacano.2

Hay varias maneras de asomarse a esta conclusión. Una de ellas se encuentra en el decurso y el desenlace del propio movimiento. A lo largo de las nueve semanas que se prolongó el conflicto entre el Estado y los estudiantes en movimiento, la presencia casi aurática de los preparativos de los Juegos Olímpicos, y no sólo en el discurso oficial, resultó en cierta manera decisiva. Gracias a una prolífica investigación documental, el libro revela cómo mientras que en el lenguaje presidencial situaba a las acciones estudiantiles como una amenaza a la realización de los Juegos -la fecha de inicio de las Olimpiadas aparecía como un deadline, una suerte de Espada de Damócles de la rebelión-, ninguna de las fuerzas que lo protagonizaron mostró en ningún momento la menor intención de afectar el curso de los eventos deportivos. Y en momentos claves de la confrontación harían explícita esta postura. Si todo movimiento social tiene un ritmo, la inauguración de las Olimpiadas sería el reloj de la cuenta regresiva de la crisis de 1968. En principio todas las partes del enfrentamiento lo sabían o, al menos, lo intuían.

En el mes de marzo, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz había negociado con el Partido Comunista Mexicano (PCM) no ejercer ninguna presión sobre los Juegos y sus preparativos a cambio de concederle su registro electoral en 1970. Sin embargo, ya en el inicio de las movilizaciones de los estudiantes y las refriegas callejeras con la policía a partir del 22 de julio, algunos de los primeros detenidos serían precisamente miembros del PCM (el 26 de julio sus oficinas fueron allanadas.) Cabría hacerse la pregunta si Díaz Ordaz consideraba que el pacto de marzo se había roto o si sólo se trataba del recurso a uno de los automatismos de la lógica de la Guerra Fría, es decir, la subrogación indiscriminada de toda disidencia social al fantasma de sus antípodas y la “agitación comunista”. Un automatismo que lo llevó a definir al desafío planteado por los estudiantes como un “intento de subertir el conjunto de las instituciones del Estado”. Y con ello a erigir un cerco en su derredor que nunca podría abandonar: el cerco de la parte más inclemente y violenta del Estado.

En realidad, desde los últimos días de julio, el discurso, las denuncias y las demandas del movimiento se apartaron rápidamente de esa lógica. La mayor parte de las brigadas y los contingentes estudiantiles que se movilizaban por doquier en la ciudad, como lo muestra la documentación que se analiza en la parte dedicada a “Julio o las ágoras salvajes”, una expresión que Fernando del Paso acuñó en Palinuro de México, provendrían de las secundarias, las vocacionales y las preparatorias que nunca antes se habían incorporado a los conflictos entre universitarios y el gobierno, los cuales trazaban un complejo y extenso mapa a lo largo del país desde fines de los años cincuenta. Desde el 26 de julio, las principales organizaciones oficiales juveniles -ligadas a las prácticas corporativas del Partido Revolucionario Institucional- se habían cuarteado en decenas de fragmentos diluyéndose en el activismo callejero y la ocupación de las escuelas; o bien como la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos, se habían volteado en contra de sus antiguas lealtades -aunque 10 días después se arrepentiría-. Una parte de las “porras” -grupos financiados por las administraciones universitarias y el Departamento del Distrito Federal para mantener bajo un ambiente semidelincuencial la vida cotidiana de preparatorias y universidades- y bandas urbanas de delincuentes sostenidas por las redes ocultas de la oficialidad, ahora se rebelaban contra ella. En los primeros días de agosto, en los cinco centros clave de educación media y superior en la Ciudad de México -la Universidad Nacional Autónoma de México y su extensa red de preparatorias, el Instituto Politécnico Nacional y el sistema de vocacionales, la Escuela Normal Superior, la Universidad Autónoma de Chapingo y la Escuela Nacional de Antropología- una parte del barroco y vasto sistema de control oficial que disponía a jóvenes controlando a otros jóvenes se había sumado a las asambleas, la lucha contra la policía y la celebración de la incautación de los territorios escolares.

Museo del Universo muestra que mucha de la beligerancia (y la capacidad de respuesta violenta) estudiantil fue parte de esta dislocación y hace énfasis en el estudio de este aspecto que la vasta bibliografía sobre el movimiento del 68 ha omitido hasta la fecha: la violencia callejera que se desató entre la última semana de julio y los primeros días de agosto. Al respecto se formula una lúcida tesis que es decisiva como uno de los centros de su interpretación:

El origen de la protesta estudiantil de 1968 sigue siendo una “escena primaria” (en el sentido de Freud) de la cultura política mexicana. La escena primaria es, a un tiempo, afirmación, dolor y olvido -y define un patrón de comportamiento en el tiempo. En esa dimensión es explicable la tendencia de las historias de 1968 a omitir la violencia en la constitución del actor “estudiante” en 1968. Sugiero otra cosa: la violencia callejera de julio estuvo a punto de crear un interlocutor y un espacio político para la negociación. La esfera pública no es algo dado, no es un espacio predefinido que sólo será ocupado por los interlocutores. La esfera pública tampoco se encuentra en las antípodas de la violencia. La violencia puede negar, pero también puede crear (dentro de unos límites y utilizando ciertos códigos) las condiciones para que aparezca una oportunidad de reflexión, interlocución y toma de decisiones. La violencia no es un ente amorfo ni es una experiencia que niega la existencia misma de una esfera pública y de unos actores que saben calcular y decidir. La violencia tiene agentes, contenidos, ritmos y expresiones concretas.3

Fue hasta la formulación del pliego petitorio por parte del Consejo Nacional de Huelga el 4 de agosto donde quedaría de manifiesto que el programa del movimiento no aspiraba a ninguna de las utopías revolucionarias de la época, sino que se asemejaba, en palabras de Ariel Rodríguez Kuri, a las protestas por los derechos civiles que habían fijado el panorama político de Estados Unidos a lo largo de los años sesenta. Un programa del todo moderado y ligado simplemente a la vindicación de las garantías individuales consagradas por la Constitución de 1917. Los puntos del pliego no desbordaban ninguno de los límites de estas garantías. Sólo exigían libertades civiles y menos violencia de Estado. Con ello se arraigaban en una parte considerable del consenso de la ciudad.

Un repaso mínimo de la historia de esa formulación permite entrever el paradigma que instituyó al movimiento y que el movimiento instituyó en la cultura política del país. El 29 de julio la toma de las calles y las escuelas había desbordado la capacidad represiva de las policías. El 30 de julio la presidencia llamó al ejército para mantener el control de las partes más céntricas de la ciudad. El saldo fue el bazucazo a la puerta de la Preparatoria número 1, el allanamiento de la autonomía universitaria y un número incontable de heridos y presos. El 1º de agosto, el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, impugnaría la actitud de la presidencia por el allanamiento de la autonomía universitaria, exigiría la libertad de los estudiantes presos “por motivos estrictamente políticos” e izaría la bandera nacional a media asta en señal de luto. Después saldría a la avenida Insurgentes en una manifestación acompañado por el conjunto de su administración y el apoyo de decenas de miles de universitarios. Con ello Barros Sierra, una figura característica de la élite gobernante en los años cincuenta y sesenta y miembro destacado del sistema político, fisuraba en su centro a esa élite y, con su ejemplo, convocaba a un diálogo público y abierto con los estudiantes. De ahí en adelante la demanda del diálogo público, es decir, la apertura de un espacio de negociación, como lo refiere el capítulo intitulado “Agosto y las calles”, se situaría en el centro de toda la politicidad de la rebelión y marcaría los límites de su tragicidad. ¿Por qué el gobierno nunca aceptó este diálogo? Es un tema complejísimo.

La verdadera obra de las múltiples manifestaciones multitudinarias de agosto fue una radical labor de desacralización. Se desacralizó al Zócalo como el patio exclusivo de las fábricas simbólicas que garantizaban la continuidad del presidencialismo de un régimen de partido de Estado único. A la infalibilidad de una cultura política, la del autoritarismo, capaz siempre de domesticar a los movimientos sociales de protesta ya fuera por la vía de la represión o de la cooptación (léase de la corrupción). Pero sobre todo a la figura presidencial, al Gran Otro de la política mexicana. En los meses de agosto y septiembre no transcurrió un solo segundo en la infrapolítica del movimiento donde el aura presidencial no fuera abatida hasta sus últimos detalles de fiabilidad. Un aura que significaba el centro simbólico y operativo del sistema y sostenía toda la eficacia de su rendimiento autoritario. Con ello el movimiento estudiantil de 1968 en México compartía con sus iguales en Estados Unidos, Francia y Alemania la labor de desmantelamiento de un régimen de politicidad que quedaría sepultado por esas rebeliones: la que fincaba la homologación del poder soberano con la sacralidad de alguna de sus instituciones centrales: en Estados Unidos, el Ejército; en Francia, Charles de Gaulle; en la República Federal alemana, el silencio sobre el pasado fascista de sus gobernantes y en México, el carisma institucional de la presidencia.

Para Díaz Ordaz negociar significaba probablemente dar aliento a la postura del único disidente que le había dado la espalda al interior del sistema, la actitud de Javier Barrios, que renunciaría a su cargo de rector el día de septiembre en que el Ejército ocupó masivamente las instalaciones de Ciudad Universitaria. Creando con ello un vacío irreversible para la presidencia propia, tal y como se explica en la parte del libro dedicada a interpretar los acontecimientos del mes de septiembre. Pero no negociar significó situar a las partes institucionales que ejercían su violencia, como el Ejército, en una situación límite. Un dilema que decidió resolver con un doble crimen el 2 de octubre: el de un movimiento que nunca renunció a ver en la transformación del espacio público la vía para desmantelar la condición autoritaria y el de las franjas del sistema que empezaban a dudar de la infalibilidad presidencial. El sistema político nunca se recuperaría de esa decisión. Las lecturas que harían de sus saldos los movilizados que emergieron de la experiencia de contender con la “máxima autoridad de la nación” desde las calles y el activismo sería doble. Una parte estaría convencida que había llegado la hora de la democratización del país. Otra parte, que optaría por la guerrilla y la rebelión armada, la interpretaría como la imposibilidad del sistema para aceptar su reforma. Pero esta es otra historia.

1Ariel Rodríguez Kuri, Museo del universo: los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968, Ciudad de México, El Colegio de México, 2020, ISBN 978-607-628-936-5, p. 83.

2Ariel Rodríguez Kuri, “68. La otra visión”, Nexos (18 sep. 2018), https://www.nexos.com.mx/?p=39153.

3Ariel Rodríguez Kuri, “68. La otra visión”, Nexos (18 sep. 2018), https://www.nexos.com.mx/?p=39153.

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