Con tanta producción historiográfica por el centenario de la Constitución de 1917 como el bicentenario de las independencias latinoamericanas puede sonar extraño que por mucho tiempo no fue relevante estudiar el constitucionalismo y la historia del derecho en el ámbito de los historiadores. Muchos pensaban que era una disciplina formalista o una cuestión de abogados. La situación se volvió más extrema cuando François-Xavier Guerra reactivó el tema en la década de 1980, aunque en términos negativos. Su más famosa obra, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, supuso que las constituciones latinoamericanas -lo que incluía las del México decimonónico- eran una fachada moderna superpuesta a una realidad premoderna.
Paralelamente, Marcello Carmagnani proyectó, en la misma época, un enfoque distinto. Pensaba que el constitucionalismo era en sí mismo un precepto liberal y que debía estudiarse por vectores y desde una perspectiva que evaluara tanto las continuidades de corto como de largo plazo, así como sus rupturas. De ahí que ensayara, en muchas de sus obras, la necesidad de trabajar con el mismo ímpetu las doctrinas (ideas políticas), las constituciones y sus instituciones y las prácticas políticas. Por lo tanto, le resultaba fundamental analizar el constitucionalismo no sólo en la producción de sus constituciones generales, sino en lo previsto en las constituciones estatales, las leyes secundarias (estatutos, leyes orgánicas, bandos, decretos), convocatorias, instrucciones y códigos legales de todo orden. A todo este corpus documental lo denominó “proceso de interiorización liberal”.
Eduardo Posada Carbó recuperó a la Margaret Weir de 1992. Weir decía que no sólo era relevante hablar del “institucionalismo histórico”, sino que toda constitución influía en las prácticas políticas y sociales. De Posada y Weir también se podría decir lo inverso: que las constituciones son productos culturales y sociales. En historia política, no podemos prescindir de lo que hoy se llama constitucionalismo histórico para entender el voto cantado, el uso del sorteo, la presencia de las elecciones indirectas sobre la base de los partidos en su carácter de jurisdicciones territoriales y su vínculo directo con las antiguas subdelegaciones de las intendencias del siglo XVIII o la relación entre vecindad y ciudadanía durante el Antiguo Régimen, la transición gaditana y el México independiente.
Me parece que esta última perspectiva ha sido cultivada con similar ímpetu por el grupo de investigación Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España y América (HICOES), en el que sobresalen nombres como los de Carlos Garriga, José María Portillo, Marta Lorente, Bartolomé Clavero y la propia Beatriz Rojas . Aunque el grupo inició sus estudios vinculados al constitucionalismo peninsular, luego ha ido extendiendo su enfoque a los procesos de interacción americanos. Para muestra dos botones. Garriga ha llegado a sostener que “lo jurídico es imprescindible para la comprensión de lo social y su problemática política”. Portillo, que antes que hubiera Constitución, refiriéndose al futuro arribo del constitucionalismo gaditano, hubo cultura constitucional a finales del siglo XVIII.
Encuentro dos grandes novedades del libro reseñado. La primera es la perspectiva. El énfasis en la “constitución histórica” o derecho tradicional, para entender el constitucionalismo mexicano, particularmente el momento gaditano y la transición de 1824, abre un camino poco transitado en la historiografía actual sobre el tema. Baste, sólo a manera de ejemplo, hacer referencia a los trabajos cercanos sobre el constitucionalismo, que van desde lo publicado por David Pantoja (2017), Catherine Andrews (2017), Cecilia Noriega y Alicia Salmerón (2010), Patricia Galeana (2010), Carlos Garriga (2010) y los artículos compilados en el dosier Historia y derecho, historia del derecho de la revista Istor (2004). Sin ponderar su valía, pues no es el tema de la reseña, los primeros cuatro ejemplos no abordan, ni valoran en ningún momento, la importancia que el derecho tradicional tuvo en el constitucionalismo liberal de Hispanoamérica, mientras que los dos últimos parten de este presupuesto como el eje central de su reflexión. Y no es casual, se trata del mismo grupo de HICOES, que ha insistido en preguntarse qué tanto del derecho tradicional nutrió al momento gaditano y el constitucionalismo hispanoamericano de la era independiente, y qué tanto hubo de nuevo en la Constitución de 1812. A pesar de que el dosier de Istor data de 2004 -hace 15 años- y la compilación referida de Garriga de 2010, han pasado desapercibidos. Se observa un vacío o ausencia de debate sobre la valía de esta corriente del constitucionalismo. El grupo HICOES es un archipiélago y una soledad historiográfica. Sus voces son una fuerza innovadora que navega sobre sí misma. Procesos constitucionales mexicanos de Beatriz Rojas es un nuevo intento por tender puentes con las otras tradiciones historiográficas y poner a flote el valor intrínseco de su perspectiva de trabajo. La presentación y el colofón del libro reseñado, a cargo de la propia Rojas, pueden considerarse un estupendo balance de lo que está en juego, por lo que recomiendo su lectura en conjunto y no, como aparecen en la obra, por separado.
La segunda novedad es el énfasis en las continuidades históricas. Ello representa la última estocada a aquella historiografía del “copismo”; esto es, aquella literatura que busca las influencias y los trasplantes de las “grandes revoluciones” europeas y de Estados Unidos en lo hispanoamericano (Elías Palti ha criticado con suficiencia esta visión).
La innovación radica en el hecho de que ya no sólo importa la revaloración del momento gaditano, sino que Cádiz estuvo informada del derecho tradicional hispano. Garriga, en un artículo fuera de este libro, ha sido enfático al señalar que la Constitución de 1812 fue una “constitución jurisdiccional”: de un orden de muchas leyes fundamentales a otro de una sola ley fundamental; y aunque el constitucionalismo jurisdiccional había sido plural y múltiple se basaba en derechos (especiales).
Procesos constitucionales mexicanos se compone de 11 estudios y participan 12 autores, más la presentación y el colofón ya referidos con antelación. Del total de artículos, cinco entablan una conexión directa con la preocupación central de Rojas sobre el peso de las continuidades de la “antigua constitución” en Cádiz y en el México independiente: Portillo, Chimal, Lorente, Garriga y Pérez Toledo. Otros tres estudios ponen mayor énfasis en las rupturas, más que en las permanencias del “derecho antiguo” (Kenya Bello, Omar Velasco y Erika Pani). Y por último, los demás estudios son de tipo general que, a veces, descansan o no en el debate sobre las continuidades o rupturas del constitucionalismo antiguo (Catherine Andrews, Jesús Becerril y Jaime Olveda).
Como en toda obra colectiva, hay algunos altibajos, como la colaboración de Olveda. No sólo mantiene una lectura tradicional del constitucionalismo -que caricaturiza la fuerza innovadora que tuvo el Guerra del porfiriato-, sino que muestra una pobre actualización en los nuevos debates sobre el constitucionalismo mexicano. Sin embargo, el libro en general mantiene una buena manufactura y existen momentos sobresalientes, como el estudio de Garriga, que dicho sea de paso suma un número de páginas equivalente a 27% del libro en general.
Cada uno de los autores informa e ilustra las complejidades temáticas y las conexiones y tensiones con el ámbito constitucional. El lector, según su interés, podrá elegir qué nicho del constitucionalismo le apetece consultar (la justicia, la ciudadanía, la educación, lo laboral, lo monetario, las formas de gobierno o la legitimidad y lo simbólico). Me interesa más apuntar dos grandes interrogantes, que sólo los buenos libros provocan. La primera se refiere al paradigma entre Antiguo Régimen y modernidad, proyectado por Guerra hace poco más de un cuarto de siglo, pero que todavía mantiene muchos seguidores en la época actual: ¿este paradigma ayuda o dificulta a entender la importancia del “derecho tradicional hispánico”? El grupo HICOES, al que pertenece y promueve la propia compiladora del libro, ha orientado su esfuerzo hacia el modelo de continuidades y rupturas. Advierto, por ello, una mayor afinidad y complicidad del grupo HICOES con la perspectiva historiográfica de Carmagnani y un claro alejamiento de la referida Guerra.
La segunda gran interrogante alude, precisamente, al énfasis en las permanencias -más que en las rupturas- que el grupo HICOES promueve. Ante ello, resalta la pregunta de si dicho énfasis no puede llevarnos al desvanecimiento de lo nuevo o de las rupturas. ¿Cabe, por ejemplo, jerarquizar las rupturas y las permanencias? ¿Cuánto vale una ruptura en la forma de gobierno -paso de una monarquía absoluta a una monarquía moderada o a una forma republicana- frente a las permanencias parciales en la administración de justicia que Garriga observa con maestría y contundencia en el libro reseñado? ¿Se puede equiparar una diputación provincial -híbrido de representación territorial que mezcla autoridades de Antiguo Régimen y un número fijo de vocales electos “modernamente” o popularmente- con un congreso local de orden federal, que alude a una representación electa popularmente con criterios poblacionales, competencias resolutivas que fueron fijadas, además de por una constitución general, por una constitución local?
Pienso que en adelante será necesario ponderar el calado de las permanencias con el de las rupturas, así como sus transfiguraciones en el México independiente. Esto ayudará, además, a que podamos observar cómo se constituyeron productos originales -si los hubo- más allá de las visibles permanencias del derecho tradicional en el siglo XIX hispanoamericano. El libro de Rojas, independientemente de las aportaciones específicas de sus colaboradores, abre un diálogo necesario que debe ser contemplado por los estudiosos del constitucionalismo. Ése es, creo yo, su mayor mérito.