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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2020  Epub 20-Ene-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i2.3805 

Reseñas

Sobre Andrew Paxman, En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México

María del Carmen Collado* 

*Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora

Paxman, Andrew. En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México. México: Centro de Investigación y Docencia Económicas, Debate, 2017. 604p. ISBN: 978-607-314-848-1.


Andrew Paxman nos presenta una amplia biografía de un empresario estadounidense, oriundo de Tennessee, en México, sin duda uno de los hombres de negocios inmigrantes más polémicos del siglo XX. En ella, no sólo se detiene en los asuntos relacionados con la construcción del imperio económico de William Jenkins, sino en aspectos de su vida que buscan explicar los resortes internos que motivaron su actuación como inversionista.

Agrupado en once capítulos más un epílogo, este libro se construyó sobre una amplia investigación en archivos mexicanos públicos y privados, estadounidenses contenidos en diversas universidades, bibliotecas y en los National Archives and Record Administration, y además en los Archivos Nacionales del Reino Unido. Asimismo, el autor consultó una amplia bibliografía que incluye documentos publicados, hemerografía, memorias y libros especializados escritos por mexicanos y extranjeros. En este punto cabe subrayar la utilización de la amplia historiografía escrita en México que no siempre es incluida en las investigaciones hechas desde el mundo anglosajón. Otro punto digno de destacar de este texto -originalmente una tesis de doctorado que Paxman presentó en la Universidad de Texas en Austin- es que, ante la desaparición del archivo Jenkins, debido a la quema ordenada por Manuel Espinosa Yglesias, recurrió a las entrevistas con sus hijos, familiares, allegados, socios, empleados e historiadores locales. La amplia utilización de esta herramienta, crucial para la investigación sobre la historia contemporánea, muestra una buena hibridación entre el periodismo, profesión originaria del autor, y la historia. A diferencia del periodismo, que suele apoyarse más en la entrevista que en la documentación, el autor nos advierte que toda la información proveniente de testimonios fue cruzada con fuentes escritas y, en general, sirvió para dibujar el perfil empresarial de Jenkins, dar pistas sobre posibles búsquedas en otras fuentes y conocer la personalidad de este hombre.

Uno de los objetivos de esta investigación es develar si la leyenda negra sobre Jenkins se fundamenta en datos e interpretaciones sólidas, o si se trata de una construcción elaborada por nacionalistas o simpatizantes de izquierda. Así, se propone pergeñar una historia de claroscuros que dé cuenta de los actos del estadounidense y lo explique en su contexto. Paxman llega a la conclusión de que la leyenda negra sobre el personaje es producto de la “gringofobia” que existe en el país, resultado de un nacionalismo construido en mucho en el rechazo a Estados Unidos, derivado de las pérdidas territoriales resultantes de la guerra del 47 y del desempeño de los barones del petróleo en el siglo XX en México. Fundamenta esta aserción en el hecho de que el comportamiento empresarial de Jenkins no difiere del de los inversionistas mexicanos y de origen extranjero: el contrato de milicias privadas para defender sus latifundios, su relación de amistad con la élite política y religiosa local y nacional para obtener privilegios, los préstamos con intereses por arriba de los del mercado con garantía sobre casas y haciendas, la evasión de impuestos, la utilización de prestanombres, su repudio a los sindicatos y la creación de monopolios protegidos por el Estado. Así, para este autor, la aversión a este estadounidense avecindado en Puebla no deriva de su comportamiento ilegal, el cual es la norma entre los capitalistas, sino de un profundo rechazo a lo estadounidense emanado del nacionalismo.

El primer capítulo narra los años de infancia y juventud de William Jenkins y sus primeros negocios en México. El autor subraya que su matrimonio con Mary Street, hija de una rica familia sureña, fue desdeñado por ésta porque el novio no tenía fortuna, disparando la ambición de Jenkins por convertirse en un hombre acaudalado para demostrar a su familia política que podía estar a su altura o incluso superarla. Los recién casados se trasladaron a Texas en busca del clima que los médicos recomendaban a Mary para tratar su tuberculosis; después migraron a México y se establecieron en Puebla, donde William incursionó en el negocio de la bonetería.

Los capítulos 2 al 4 se refieren a sus negocios de bonetería; llegó a tener tres fábricas, incluida una en Querétaro. Este hombre austero y frugal, que siempre pareció vestir el mismo sombrero y traje negros, modernizó la maquinaria, adquirió algodón a precios más bajos gracias a los volúmenes de compra y logró penetrar en las redes del mercado minorista locales y nacionales. Si escaseaba la mano de obra no dudaba en ofrecer mejores salarios para no quedarse corto de trabajadores. No obstante estos éxitos empresariales logrados gracias a economías de escala, Jenkins no era bien aceptado entre la sociedad poblana y el convertirse en agente consular de Estados Unidos en la localidad le permitió sortear esta desventaja.

Durante el periodo revolucionario Jenkins aumentó su fortuna, a contracorriente de lo que les sucedió a muchos empresarios, gracias a que poseía liquidez, tomaba riesgos y tenía ya una pequeña red social. Despreciaba a los revolucionarios y los indígenas que los seguían, pidió la intervención de su país en México, horrorizado por el desorden y la violencia, e ideológicamente se identificó con la vieja élite porfirista frente a la Revolución. Una práctica que lo distinguió de sus contrapartes poblanos fue que daba mejor trato a sus trabajadores: construyó una escuela en su fábrica principal, procuró emplear a mujeres ya que las consideraba más sumisas, y todo ello tuvo como consecuencia que las huelgas que estallaron durante la lucha armada afectaran menos a sus instalaciones en Puebla. Otra fue la adopción de la sociedad anónima de responsabilidad limitada en sus negociaciones, lo cual le permitía designar a socios y familiares como accionistas y no figurar como el propietario que en realidad era. Esto le facilitó evadir impuestos tanto en México como en Estados Unidos.

Durante la lucha armada adquirió muchas propiedades urbanas y algunas haciendas gracias a préstamos con altos intereses a miembros de la élite urgidos de dinero en efectivo. Ello le permitió duplicar su fortuna en cuatro años. Durante estos años hizo un gran préstamo hipotecario con garantía sobre la hacienda azucarera de Atencingo, y una vez que los propietarios cayeron en moratoria adquirió esta propiedad que se convertiría en el emblema de su fortuna. Asimismo, trabó amistad con el arzobispo de Puebla, pese a ser protestante, y también se relacionó con hombres de poder. No dudó en utilizar el soborno para aumentar su fortuna, así se tratara de jueces, empleados de empresas privadas o del propio gobernador. En el curso de estos años, este hombre de pocos escrúpulos y decidido a aumentar su fortuna a cualquier costo logró ser aceptado entre las familias pudientes de Puebla y ostentarse como un triunfador en su natal Tennessee. Con ello matizó el desdén de la familia de Mary y de los ricos poblanos.

En el capítulo cuarto se aborda el secuestro de Jenkins en 1919, el cual se convirtió en un conflicto diplomático por la presión de Estados Unidos para que el gobierno de Venustiano Carranza detuviera a los secuestradores o pagara el rescate. Este evento se convirtió en un escándalo luego de que una investigación oficial concluyera que se trató de un autosecuestro. Paxman examina cuidadosamente la historiografía y los hechos para concluir que el rapto fue real y que la leyenda del autosecuestro fue resultado de la “gringofobia” que despertaba el personaje. En este capítulo amplía su argumento sobre la “gringofobia”. Ésta fue alimentada por el nacionalismo que se incrementó con la Revolución; una ideología que exaltó le xenofobia, especialmente contra el país vecino del norte, como una forma de legitimación y fue, de acuerdo con el autor, responsable de que Jenkins fuera considerado “pernicioso”. Para apuntalar su interpretación, el biógrafo alude de nuevo al hecho de que el comportamiento empresarial del sureño no difería del de otros hombres de negocios mexicanos y extranjeros y, por tanto, concluye, el rechazo hacia él fue producto de la “gringofobia”. Me parece que Paxman acierta al hablar del sentimiento antiestadounidense que privaba en México para explicar la repulsa a Jenkins. No obstante, no pueden dejarse de lado los datos y hechos concretos que alimentaban la leyenda negra de este empresario, como sus prácticas ilegales, su rechazo a las reformas revolucionarias, un cierto sentido de superioridad y su notoriedad en la comunidad poblana.

Los capítulos 5 y 6 están dedicados a Atencingo, el complejo azucarero de Jenkins en el valle de Matamoros, Puebla. Si alguna vez el sureño consideró regresar a Estados Unidos luego de su secuestro, la posibilidad de convertirse en dueño de Atencingo y los precios al alza del azúcar lo indujeron a quedarse en México. Paxman también alude a las razones sentimentales que lo llevaron a adquirir esta propiedad: convertirse en agricultor -el viejo sueño del niño granjero de Tennessee-, apropiarse de la hacienda para demostrar a los altivos españoles quién mandaba y satisfacer su resentimiento con su familia política revelando que él también podía dirigir una plantación. Atencingo se convirtió en un imperio, al cual Jenkins integró otras ocho haciendas y las unió con un ferrocarril. Este complejo fue convertido en la Compañía Civil e Industrial de Atencingo S. A. El apoyo de Álvaro Obregón mantuvo a su propiedad a salvo de los agraristas, pero el sureño también contrató guardias armados, consiguió órdenes judiciales para proteger su latifundio y luchó contra los sindicatos. Paralelamente se convirtió en prestamista del tesoro poblano y gracias a sus buenas relaciones con los gobernadores logró fallos favorables a sus intereses por parte de los jueces, nombrados por el gobernador, y de la Junta Local de Conciliación y Arbitraje.

Las enormes ganancias rendidas por Atencingo no sólo se basaron en economías de escala, sino en el sometimiento y la explotación de la fuerza laboral logrados por el miedo que despertaba Manuel Pérez, el implacable administrador español. La propiedad fue defendida con guardias blancas, se combatió a los sindicatos, se generó violencia en la zona para frenar las demandas de los campesinos por tierras, incluyendo desapariciones de personas, y la reubicación forzada de asentamientos para liberar tierras irrigadas para el cultivo de la caña. Paxman explica la dureza de Pérez como respuesta a los peligros que corría un español en el México rural por la “hispanofobia” imperante. Esta interpretación ignora que el capataz era brutal, no como resultado de una ideología sino del sometimiento de trabajadores y campesinos -con el apoyo del propietario- para incrementar las utilidades del consorcio. Un típico caso de confrontación de clases.

La llegada del gobernador Leónides Andreu Almazán a Puebla y la crisis de 1929 marcaron el ocaso del imperio azucarero de Jenkins. El gobernador era un agrarista y alentó el reparto de tierras, con lo que el complejo de Jenkins se redujo 90% al mediar la década de 1930. En épocas de excedentes de azúcar y caída de los precios, producto de la crisis económica, Jenkins trató de transferir parte de sus pérdidas bajando los ingresos de sus trabajadores por distintos medios y ello coincidió con un auge del sindicalismo.

El capítulo 7 está dedicado a la relación entre el gobernador Maximino Ávila Camacho y William Jenkins. Este atrabiliario personaje de derecha mantuvo una relación muy cercana con Jenkins y con la élite económica poblana. Recibió de ellos donativos de campaña, préstamos, impuestos anticipados, costosos regalos y se convirtió en socio de algunos de los negocios. Aunque durante su gobierno se hizo efectiva la creación del ejido colectivo con las tierras de Atencingo, Jenkins mantuvo la propiedad del ingenio y el compromiso de que los ejidatarios lo abastecerían de caña. También en este capítulo se aborda la entrada de Jenkins al boyante negocio del cine con una cadena de salas en asociación con Manuel Espinosa Yglesias, y otras dos en sociedad con Gabriel Alarcón y Jesús Cienfuegos. Su importancia como propietario de gran cantidad de cines lo llevó al negocio de la distribución de pe lícu las, al tiempo que diversificó su capital en cinco fábricas textiles y en acciones de un banco poblano filial del Banco de Comercio.

El auge del negocio de la exhibición y distribución de cine es abordado en el capítulo 8. El respaldo del gobierno de Manuel Ávila Camacho permitió a Jenkins crear un monopolio que fue el negocio más rentable de su vida. La alianza con el gobierno local y nacional facilitó que evadiera impuestos, vendiera azúcar por encima del precio fijado y comprara 200 000 hectáreas de tierras en la frontera con Estados Unidos violando la Constitución. Entre los negocios más importantes estuvo su participación encubierta como accionista en el Banco Cinematográfico, que le dio acceso a la distribuidora de cines COTSA. Al unir esta cadena con la que ya poseía con Espinosa Yglesias se convirtió en copropietario de la cadena de cines más grande del país, al tiempo que mantuvo su sociedad con Alarcón. Mientras expandía sus activos en el cine por medio de salas de proyección, distribución y producción de filmes en 1947, se deshizo del ingenio de Atencingo donde ya había sufrido un descalabro por una huelga de ejidatarios. Su negocio con la industria cinematográfica, también apunta Paxman, le permitió colaborar en la propaganda a favor del gobierno mediante la proyección de películas, noticieros y documentales.

El capítulo 9 narra los últimos años de vida de Jenkins, quien a los 69 años adquirió una casa de descanso en Acapulco y se aficionó a la pesca en su yate. Cinco años antes, en 1944 había muerto su esposa Mary, quien vivía en Los Ángeles desde hacía más de diez años. En este periodo aumentó sus obras de caridad en escuelas, hospitales, centros deportivos, -especialmente en Puebla- y obras arqueológicas. Resulta paradójico que fuera un gran filántropo al tiempo que se valía de líderes sindicales a modo y manipulaciones a las leyes de quiebra para mantener a sus trabajadores a raya, despedirlos sin indemnización y pagar menos a sus acreedores. Durante este periodo también prestó dinero con tasas de interés más bajas a jóvenes hijos de sus amigos, según Paxman, para promover el espíritu de empresa. Su monopolio cinematográfico -80% de las salas del país- fue motivo de ácidas críticas periodísticas a partir de 1953 que culminaron con la publicación de un libro lleno de infundios que culpaba a Jenkins del fin de la Época de Oro del cine mexicano.

En 1954 Jenkins creó la Fundación Mary Street Jenkins, dedicada a la filantropía, en donde fue integrando sus negocios, tema tratado en el capítulo 10. La fundación adoptó el nombre de su mujer para honrarla y, según su biógrafo, para calmar sus sentimientos de culpa por no haber vivido al lado de ella. El estadounidense no heredó a sus hijas y nietos pues creía que ellos debían de labrar su fortuna por cuenta propia, asegurándoles sólo una vida holgada. Sus hijas no formaron parte del patronato, pues su hija mayor, la única en quien tenía algo de confianza en los negocios, había muerto por una sobredosis de alcohol y pastillas y creía que sus otras cuatro hijas no eran aptas para manejar dinero. Sólo dejó a su nieto Bill, al cual había adoptado como hijo, dentro de la institución; el resto de los integrantes eran socios y amigos. Jenkins fue el primer empresario en crear una fundación con su fortuna; sin duda se trató de una influencia del empresariado estadunidense. La fundación también sirvió para que varios gobernadores poblanos recibieran financiamiento para sus proyectos. Algunos de los críticos de Jenkins han afirmado que sólo la creó para evadir impuestos. En 1954 el empresario estadounidense se convirtió también en socio mayoritario del Banco de Comercio -que por entonces era el segundo en importancia en el país-, gracias a la compra de acciones que hizo Espinosa Yglesias sin consultarle. La legislación impedía que un extranjero poseyera mayoría en un banco, por lo que Espinosa asumió el control de la inversión en el Consejo de Administración.

Durante la Guerra Fría, en los años sesenta, se recrudecieron los ataques contra Jenkins como parte del nacionalismo más cargado a la izquierda de Adolfo López Mateos quien, según el autor, luchó así por “el alma del PRI”. Pese a las grandes donaciones de la fundación, en hospitales, escuelas, obras públicas, becas, Jenkins no dejó de ser el objeto favorito de la “gringofobia”. Para satisfacer al nacionalismo el presidente ordenó la estatización de las 365 salas de COTSA, pero para entonces el cine había dejado de ser un gran negocio. Jenkins murió en 1963, y se calculó que su fundación tenía una inversión de 60 000 000 de dólares.

El capítulo 11 se refiere al manejo de Espinosa Yglesias sobre la fundación, quien dio un viraje a los donativos que había hecho Jenkins, al dedicar buena parte de sus fondos al desarrollo de universidades privadas y obras en la ciudad de México. Los conflictos entre los Jenkins y Espinosa Yglesias condujeron a demandas hasta que aquéllos lograron el control de la fundación en 2002. Concluye Paxman con una reflexión sobre la leyenda negra de Jenkins, la cual no ha podido ser opacada por la leyenda blanca de la fundación. El epílogo, por su parte, realiza un balance sobre el personaje y su legado.

Esta biografía tiene la virtud de resaltar los claroscuros de la vida de William Jenkins, sin duda, uno de los grandes empresarios del México del siglo pasado. No obstante, me parece que el autor cayó en un enciclopedismo que dificulta la lectura, al abundar en datos innecesarios. Paxman introduce explicaciones culturalistas, la gringofobia, para explicar el rechazo mexicano a este personaje. Si bien el sentimiento antiestadounidense y la ambivalencia hacia el país vecino del norte han sido abordados en otros trabajos, el autor considera que este prejuicio fue la causa de la mala fama del personaje y pone en segundo término los aspectos concretos que explican cómo los métodos utilizados por Jenkins para acrecentar sus ganancias generaron también este repudio. La repulsa a este poderoso hombre de negocios también tenía otra arista derivada de su notoriedad, que apenas es abordada, a causa de sus costumbres, su forma de vestir, su frugalidad y su religión. Pese a sus alianzas con la élite política, económica y religiosa en los ámbitos local y nacional, ninguna de sus cinco hijas se casó con miembros de la clase alta mexicana; ellas hicieron sus estudios superiores y vivieron buena parte de su vida en Estados Unidos, al igual que su esposa. Este aspecto de la familia Jenkins, que difiere del patrón de las familias de empresarios de origen extranjero, dificultó su inserción en la sociedad e hizo más visible a su fundador. En cuanto a la utilización de la xenofobia como explicación al rechazo a los extranjeros, en ocasiones Paxman pasa por alto características contextuales que también la explican. Por ejemplo, cuando el autor se refiere a la hispanofobia como la razón que explica la dureza del administrador de Atencingo, olvida que ésta tenía una fuerte conexión con la confrontación de clases y no era sólo una ideología. Asimismo, cuando se refiere a la gringofobia izquierdista de la Guerra Fría de los años sesenta, deja de lado el contenido antiimperialista de esta postura que entonces se recrudeció.

Si bien Jenkins legó su fortuna para obras benéficas en México como reconocimiento al país en donde se hizo rico, y con ello quiso que su memoria trascendiera su muerte, no sabemos si con este acto también deseaba borrar su mala fama. Jenkins nunca contestó directamente las críticas de la prensa y guardó silencio frente a sus ataques; tal vez quería que sus obras de beneficencia hablaran por él.

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