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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.9 no.23 Ciudad de México ene./abr. 2021  Epub 05-Mayo-2021

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2021.23.77348 

Comunicaciones independientes

Entre blanquitud y negritud: los procesos identitarios en los ministriles (Estados Unidos, 1840-1930)**

Between whiteness and blackness: the identity process in the minstrels (United States, 1840-1930)

Mauricio Sánchez Menchero* 

* Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México, México. Correo electrónico: menchero@unam.mx


Resumen

El artículo reflexiona sobre los conceptos de enfoque, blanquitud y negritud, aplicados al estudio de las identidades y dinámicas culturales desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX en los Estados Unidos. Para ello, se compara la integración a la joven nación que llevaron a cabo tanto los inmigrantes europeos como la población negra marginada en una sociedad capitalista y blanca. Así, la cultura afroamericana en medio de una situación de pobreza y explotación supo resistir y preservar, por ejemplo, a través de expresiones musicales y bailables de los llamados ministriles. Por su parte, la migración europea, particularmente la comunidad judía, con el fin de granjearse la aprobación y el sustento, asumió la tarea de apropiarse y representar los roles de los afroamericanos a través del disfraz y la pintura. Finalmente, ambas poblaciones, blanca y negra, supieron utilizar, con diferentes estrategias, la tradición teatral de los ministriles y luego el cine como expresiones culturales identitarias.

Palabras clave: blanquitud; negritud; focalización; ministriles

Abstract

The article reflects on the concepts of focus, whiteness and blackness, applied to the study of cultural identities and dynamics from the mid-nineteenth century to the early twentieth century in the United States. To do this, we compare the integration to the young nation that was carried out by both European immigrants and black population marginalized in a white capitalist society. Thus, the Afro-American culture in the midst of a situation of poverty and exploitation knew how to resist and preserve, for example, through musical and 125 danceable expressions of the so-called ministriles. For its part, European migration, particularly the Jewish community, in order to gain approval and sustenance took on the task of appropriating and representing the roles of African-Americans through disguise and painting. Finally, both populations, white and black, knew how to use, with different strategies, the theatrical tradition of the minstrels and then the cinema as cultural identity expressions.

Keywords: Whiteness; Blackness; focus; minstrels

Introducción

El presente artículo reflexiona sobre el peso del neocolonialismo racial establecido en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX y principios del XX. Es decir, interesa analizar las dinámicas violentas de desapropiaciones y reapropiaciones materiales y simbólicas de una población blanca establecida en suelo norteamericano a través de grupos raciales, étnicos y religiosos diferentes frente a grupos marginales de color, igualmente de distintos orígenes étnicos. Interesa enfocarnos en las poblaciones de origen judío y afroamericanas en sus manifestaciones musicales, teatrales y cinematográficas del país norteamericano.

Para ello, un concepto como el de “mirada” debería servirnos para analizar y explicar el fenómeno de la “invisibilización”. Sin embargo,

La cosificación y la debilitante exotización de los ‘otros’ desarrolla aún más el problema de la desigualdad de poder que este concepto [de mirada] ayuda a revelar. De hecho, los conceptos afiliados de el [sic] otro y la alteridad han sido sometidos a escrutinio por su complicidad con las fuerzas imperialistas que ‘poseen’ la ‘mirada’. [De ahí que sea] necesario examinar el concepto en sí mismo. (Bal 2009, 53-54)

Importa, entonces, la mirada al momento de tomar en cuenta la cuestión de observar un fenómeno como la colonización a través no ya de una concepción discretamente adjunta, sino sobre todo de ver las cosas por medio de una óptica legitimada por los grupos establecidos y con poder como los blancos mismos (Mills 2008, 239). Se trata de una mirada establecida desde lo racial: una pertenencia étnica legitimada a partir de la cual existía una manera de percibir el mundo. Por ello, tal vez convenga tener presente un concepto como el de focalización que pueda ayudar a ordenar y aclarar un problema tan complejo como la relación entre el mirar y el discurso, y la representación de la Otredad.

En este sentido, es necesario sumar a la focalización los conceptos de blanquitud y negritud que pueden ayudar a ordenar y explicar un problema biopolítico (Vázquez 2009, 16-17). El concepto de blanquitud ha sido utilizado para focalizar las identidades raciales modernas. Es decir, a partir de esta noción se ha buscado dar cuenta de “la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación” (Echeverría 2011, 61-62).

Por esta situación se comprende, por una parte, que existan muchos tipos de blancura dentro de la raza caucásica. Incluso se establece una paradoja: los negros, los orientales o los latinos que dieran muestras de “buen comportamiento” en términos de la modernidad capitalista norteamericana pudieron pasar a participar de esta blanquitud. Además, y aunque parezca antinatural, las prácticas culturales1 de sujetos no caucásicos han podido llegar con el tiempo a ser percibidas y a participar de la blancura, a parecer de raza blanca (Echeverría 2011, 64-65).

Así, en la lógica de reproducción que genera la blanquitud se reiteran de manera estereotipada de aquellas expresiones culturales de origen africano que cimentan el dominio colonial blanco. De hecho, puede establecerse una doble reproducción del sometimiento cuando la población afroamericana asume y reproduce los papeles asignados a sus comunidades en un paradójico proceso de “ennegrecimiento”, enfocado en los espectáculos musicales, para alcanzar, finalmente, la blanquitud anhelada. Misma situación, como veremos en un momento, que reproducirán grupos blancos emigrados durante los siglos XIX y XX, buscando integrarse no solo económica sino socialmente. De esta forma, a partir de la blanquitud se pretende hacer una focalización de las identidades raciales.

En cuanto a la negritud, se trata de un término elaborado desde la literatura caribeña por Aimé Césaire (1935), que ha servido para dar cuenta de una voz de resistencia y en contra de la dominación colonial blanca. De esta forma, si la blanquitud aplicada a la Otredad “es un término que transmite ideas... de adaptación al modo de dominación de la modernidad capitalista, negritud es un vocablo de desafío, de análisis de la propia identidad en el orgullo de rechazar su uso despectivo…” (Gilly 2015, 278-279).

Ciertamente, nuestro propósito aquí no es el de ofrecer una historia de estos términos, blanquitud y negritud, ni tampoco el de explicar cómo se han superpuesto y se utilizan en varias disciplinas sociales y humanas. A fin de cuentas “lo importante no son los conceptos en sí”, sino la forma en que se propone utilizarlos para contar con “una base metodológica alternativa para los ‘estudios culturales’ y el ‘análisis’” (Bal 2009, 37-43).

El contexto migratorio

Antes de aplicar estos conceptos de focalización, blanquitud y negritud, a las poblaciones judías y afroamericanas de mediados del diecinueve y hasta inicios del veinte, conviene tener presente el contexto migratorio. Los movimientos poblacionales hacia las colonias norteamericanas ya independientes se efectuaron a partir de tres etapas, en las cuales se construyeron diferentes categorías raciales (Jacobson 1998, 18-19). Una primera etapa abarcó las décadas que van de 1790 a 1840, y en la cual hubo una escasa migración europea, lo cual permitió a estos primeros peregrinos norteamericanos percibir a las personas en dos grandes grupos: como colonizadores blancos o como esclavos negros.

Desde luego, la población esclava de origen negroafricana se desarrolló desde el establecimiento de las primeras colonias norteamericanas. Entre otros colonos europeos, los ingleses adquirieron esclavos africanos y los transportaron al otro lado del océano en barcos. Durante la historia del comercio de esclavos, las colonias británicas y las colonias independientes importaron en total unos 400 mil esclavos africanos. Al final de la Guerra Civil y con la abrogación de la esclavitud,2 el número de esclavos de ascendencia africana en Estados Unidos era de cuatro millones; una buena parte de ellos trabajaba en los campos de algodón de los estados sureños (Nellis 2013, 164). Para la década de 1920, el total de la población afroamericana ya rebasaba los diez millones de habitantes (Haines y Steckel 2000, 164).

Importa destacar que esta población afroamericana fue producto de una biopolítica que buscó la mezcla racial de diversas etnias africanas. En Estados Unidos, los amos intervinieron para combinar las procedencias étnicas de sus esclavos con sus particulares expresiones culturales. De esta forma, pretendieron controlar a sus trabajadores cautivos impidiendo comunicarse entre sí y evitando posibles rebeliones. Asimismo, conviene tener presente, además, cómo la religión protestante imposibilitó procesos de interculturalidad que se dieron en otros países latinoamericanos como Cuba o Brasil, en donde se mezclaron creencias católicas y cosmovisiones del occidente africano (Ortiz 1962, 38-39). No obstante, el esclavo no se cansó de rebelarse tal y como lo demuestran los ciento treinta alzamientos registrados en Estados Unidos entre 1700 y 1865 (Ortiz 1962, 23).

Aquí conviene tener presente una ciudad como Nueva Orleans que se convirtió en un ámbito urbano donde

[…] los colonos franceses y españoles desempeñaron un papel decisivo, si bien los procedentes de Alemania, Italia, Inglaterra, Irlanda y Escocia también contribuyeron sustancialmente a la cultura local. Los habitantes negros de la ciudad no eran menos diversos: muchos habían sido traídos directamente de diversas partes de África, algunos habían nacido en América y otros llegaron a Estados Unidos tras pasar por el Caribe. (Giogia 2015, 15)

En una segunda oleada migratoria, entre los años 1840 y 1920, fue cuando se generó un periodo de tránsito extranjero masivo. Este fenómeno provocó un prejuicio generalizado de parte de los colonos ya establecidos contra los diversos grupos de migrantes; gracias a ello, surgió un patrón de “blancura diversa” en el que algunos grupos aparecieron como más blancos y dispuestos para la producción laboral que otros. Dentro de esta migración debemos considerar que una buena parte pertenecía a una diáspora judía procedente de diversas naciones europeas debido a situaciones de crisis tanto económicas como políticas en sus naciones de origen.

En Estados Unidos, la población de origen judío se concentró en urbes como Nueva York, Chicago o Los Ángeles. Dicha comunidad formó parte de la mano obrera que, sin embargo, comenzó a manifestar cierta movilidad social. A inicios del siglo XX se podía observar, por ejemplo, que

[…] los emigrados originarios de Alemania pasan de la producción textil a la banca, abandonando los otros oficios a los emigrados más recientes, llegados del Este, que, a su vez, pronto pasan del estatus de obreros al de abogados o de chatarreros a comerciantes; el 60% trabaja ahora en el comercio y el 17% en profesiones liberales (contra el 3% en 1900). Muy pocos son todavía obreros. Todos los medios de promoción social son utilizados para progresar: veintiséis judíos estadounidenses son campeones del mundo de box entre las dos guerras; de ellos, los más famosos son Barney Ross y Benny Leonard. Espectacular mutación. (Attali 406)

Por último, a partir de la década de 1920, se estableció una última etapa migratoria clasificada de nueva cuenta: el color claro triunfó como una insignia y los estadounidenses celebraron la diversidad de una raza “caucásica” que abarcaba diversas naciones previamente consideradas como racialmente deficientes (Kolchin 2002, 156-157). Desde luego, la integración de diversos grupos migratorios provino de los matrimonios interraciales que, aun siendo de origen judío, celebran fiestas religiosas como Navidad; pero incluso se establecieron asociaciones laborales y hasta delictivas como fue el caso de la comunidad italiana y judía.3 En cambio, la población de color en las grandes urbes se mantuvo siempre en los márgenes y en situaciones de penuria y hacinamiento.

Así pues, se puede explicar cómo, durante el periodo de expansionismo europeo en Estados Unidos, fue posible hablar, absurdamente, de tierras “vacías” que, en realidad, estaban repletas de millones de personas de diversos orígenes raciales (Mills 2008, 240). Se trata de la génesis de la era del espíritu protestante y capitalista a lo largo y ancho de la joven nación, pero por el cual se fue estableciendo aquel “ethos de autorrepresión productivista”, cuyos individuos singulares debían entregarse de forma “sacrificada al cuidado de la porción de riqueza que la vida les ha[bía] confiado” (Echeverría 2011, 57).

Para Benedict Anderson, las sociedades norteamericanas mostraron, en buena medida, un ejemplo más de la paradoja del olvido. Es decir, aquella focalización y narrativa por y para los colonos blancos con la cual buscaron tranquilizar sus conciencias esclavista y fratricida para, en cambio, fundar una representación fraternal (Anderson 1993, 281). Al borrar el genocidio y la explotación, se pretendió trastocar la memoria histórica para incluir la desgarrada existencia de los esclavos “negros” y los semi exterminados “aborígenes” en el desarrollo de la joven nación.

Los trovadores ennegrecidos o al natural

El teatro y luego el cine sirvieron a las comunidades judías y afroamericanas como una forma de integración laboral y simbólica a la raza caucásica mayoritaria establecida en Estados Unidos. A través de esta diversión se construyó una política de blanquitud que recuperaba la tradición decimonónica del teatro de ministril. Es decir, aquellas puestas en escena que desde mediados del siglo XIX exhibían las compañías de actores blancos embadurnados de betún -pero también de artistas de color-, para representar dramas o comedias de la vida cotidiana de los habitantes de origen africano. Para ello, las compañías de ministriles en Estados Unidos echaron mano de acciones y posturas corporales manifiestas en característicos repertorios de movimientos y actitudes en los bailes, además de gesticulaciones y acentos particulares durante diálogos en las puestas en escenas en donde los artistas caucásicos buscaron imitar a las poblaciones esclavas, pero también, si se trataba de troupes conformadas por afroamericanos, de “autorrepresentarse” en escenas (León 2001, 239), en donde

Con un realismo sin dobleces, en un idioma cuajado de imágenes y simbolismos, y con un tono ora dramático, ora festivo, nos hablan de los acontecimientos diarios del pueblo de color, de cuya idiosincrasia es indudable que constituyen un nítido espejo. Las canciones seculares que datan del periodo anterior a la guerra civil norteamericana, nos ilustran con claridad meridiana respecto de interesantes y poco divulgados aspectos de la esclavitud, como las dilatadas jornadas de labor en los plantíos de arroz, azúcar, tabaco y algodón; las patrullas encargadas de castigar y devolver a sus amos los siervos que se encontrasen fuera de sus respectivas plantaciones, después del atardecer […] [No sin dejar de mencionar] la subasta pública de los negros, y diversos otros pormenores. (Ortiz 1962, 14-15)

En los ministriles se recuperaban, entonces, los movimientos acompasados que los trabajadores ejecutaban acompañados por canciones de ritmo rápido o lento, de carácter triste o festivo. Lo que importaba era que durante las jornadas laborales se sincronizaran los movimientos de los trabajadores en diferentes faenas. Al realizar movimientos corporales, los esclavos cantaban una frase, luego hacían una pausa, y en seguida volvían a sus labores, mientras exhalaban fuertemente, a causa del esfuerzo que les imponía la tarea. Esta exhalación, que produce una especie de “gemido”, formaba parte del bagaje de recursos estéticos que exhibía el canto de trabajo y que ha sido heredado por el blues y el jazz, a través de la llamada “respiración audible”, tan característica de toda la música afroamericana (Ortiz 1962, 18-19). Desde luego, las letras de las canciones estaban conformadas por palabras fragmentadas que necesitaban encajar dentro de la melodía, o también se las remplazaba por sonidos inarticulados u onomatopéyicos. Lo anterior era acompañado tradicionalmente por una simple dotación instrumental: banjo, violín, tambor, pandereta, sonaja o bones (trozos de hueso percutidos como castañuelas).

En los ministriles se presentaron adaptaciones de viejas danzas afroccidentales, conocidas como shouts, acompañadas de sus elementos coreográficos y musicales. Representativo de esto eran las danzas en fila india, que figuraban un círculo, en un movimiento contrario al de las manecillas del reloj, como en la mayoría de los rituales religiosos de matriz africana, y de acuerdo con una vieja tradición coreográfica oriunda del África, en donde se golpeaban las manos y se arrastraban los pies al ritmo que marcaba el tambor (Ortiz 1962, 31-32).

Los ministriles, que surgieron aproximadamente durante la década de 1820, alcanzaron su cénit durante los años que van de 1850 a 1870. Estas obras incluían, desde luego, la presencia de personajes de color representados por actores blancos explotando el estilo de la música y baile que producían los esclavos.

Para ello ennegrecían sus caras con corcho quemado [o embadurnadas con betún] y subían al escenario para cantar -‘canciones de negros’ (llamadas también canciones etíopes)-, para ejecutar bailes basados en los de los esclavos y contar chistes sobre la vida de estos. Dos eran las personificaciones básicas de caracteres de esclavos: una era una caricatura del esclavo de la plantación, con su ropa hecha jirones y su marcado dialecto; la otra retrataba al esclavo de ciudad, el dandi vestido a la última moda que hacía alarde de sus conquistas entre las mujeres. Se bautizó al primer personaje como como Jim Crow y al segundo como Zip Coon. (Southern 2001, 101)

En los primeros años del siglo XIX los libretistas y compositores representa ron la figura del negro en una vis meramente cómica. La difusión de este estilo estuvo a cargo de gente del espectáculo como George Nichols y George Washington Dixon. No obstante, en 1829, Thomas Dartmouth Rice (Daddy Rice), se convertiría en el verdadero padre del ministril norteamericano. Según cuenta la leyenda, Rice se inspiró en el canto de un viejo mozo a quien imitó interpretando divertidas cancioncillas al tiempo que realizaba sus tareas, además de moverse arrastrando los pies de una forma cómica. De esta forma, se estereotiparon los personajes representados en sus papeles de esclavos o sirvientes tontos e incultos, divertidos y religiosos, dóciles y obedientes. Pero, igualmente, de forma aleccionadora se les representaba como seres lascivos, violentos y traicioneros4 a los que había que ajusticiar o en todo caso castigar para salvaguardar la comunidad cristiana en su sacrosanta “blanquitud” y en donde había cabida para todos. Sí todos, pero como señalaban las leyes Jim Crow: los blancos siempre por un lado y los negros por otro.

En su forma evolucionada el espectáculo de ministriles constaba de tres partes: la primera era de canciones y chistes; la segunda, conocida como olio [mezcla o popurrí] englobaba una serie de números de destreza y actuaciones de conjunto. La representación solía concluir con un ‘final con vuelta alrededor’, un número en el que algunos de los artistas cantaban y bailaban en primera línea de escenario y el resto de la compañía les apoyaba desde el fondo. (Southern 2001, 104-105)

La historiadora Southern afirma que a inicios de 1840 existían cientos de ministriles disfrazados de negros tocando en los escenarios de Estados Unidos y atravesando el Atlántico para hacer su gira europea. El primer espectáculo completo de ministriles correspondió a un cuarteto blanco (William “Billy” M. Whitlock, Daniel “Dan” Emmett, Frank Bower y Dick Pelharn), al que dieron por nombre el de Ministriles de Virginia. Se desconoce si alguno de estos artistas era de origen judío. Lo que sí se sabe es que actuaron apenas en los primeros siete meses del año de 1843: debutaron en enero en el Chatham Theatre de Nueva York, después hicieron una gira por el país y por el extranjero, hasta que el grupo se desintegró en julio. En 1844 destacó el grupo de los Ministriles de Christy (E. P. Christy, George Christy, Lansing Durand y Tom Vaughan). Al respecto de estos ministriles blancos, como indicó E. P. Christy, intentaban “reproducir la vida de los morenos de la plantación” e imitar sus canciones (Southern 2001, 104-105).

Pero en esa misma época, el ministril también estuvo en manos de artistas afroamericanos. En Nueva Orleans hay constancia de ministriles que no tiñeron su rostro como el Signor Cornmeali o Mr. Cornmea, quien falleció en 1842. Asimismo, destacó William Henry Lane (c. 1825-1852), mejor conocido como Maestro Juba, quien fue el único artista negro que acompañaba en sus giras a los grupos ministriles de la primera época. En 1842, era tan famoso, que Charles Dickens le mencionó como “el mejor bailarín conocido”. Hacia 1846, se incorporó a la agrupación de Charley White como instrumentista de pandereta y de banjo y, en 1849, viajó a Inglaterra de gira con el grupo de Richard Pell (Southern 2001, 107-108). Otros artistas blancos que destacaron hasta finales del siglo XIX fueron James Bland, Billy Kersands, Sam Lucas y Horace Weston.

El ministril se convirtió en una forma de vida de artistas negros en el periodo de posguerra. En abril de 1865, se encuentra el caso del empresario blanco W. H. Lee, quien organizó un grupo de quince antiguos esclavos a los que bautizó como los Ministriles de Georgia. El siguiente año, la compañía pasó a ser gestionada por Sam Hague, también blanco, quien la rebautizó como Sam Hague’s Slave Troupe of Georgia Mistrel; supo sumarle nuevos integrantes para luego establecerse en Inglaterra. Con el paso de los años, Hague fue sustituyendo a sus antiguos esclavos por blancos que actuaban con la cara teñida. Asimismo, en 1865, la compañía formada por el artista negro Charles “Barney” Hicks (ca. 1840-1902) tuvo éxito en Indianápolis; la agrupación se conoció también como Georgia Mistrels. En 1872, Hicks vendió sus derechos al empresario blanco Charles Callender, y la compañía pasó a llamarse los Georgia Mistrels de Callender. En cambio, una compañía con dirección negra fue la de Lew Johnson, quien organizó su primer grupo estable durante 1869 en St. Louis, Missouri. Su larga carrera se prolongó hasta su muerte en 1910. No es de extrañar que el ministril de presencia afroamericana alcanzara una cifra de casi 1,500 actores y presentadores hacia principios del siglo XX (Southern 2001, 250, 252 y 255).

Existen autobiografías de artistas que participaron en agrupaciones de ministriles. Uno de ellos, Ike Simond (1847-1892/¿1905?) describe artistas y agrupaciones en su libro y relata cómo tuvo giras no solo en Estados Unidos, sino también en Canadá, Cuba y México (Simond 1974, XXVI). Precisamente en este último país, nación en donde se había abolido la esclavitud desde 1810, hay testimonios de presencia de ministriles como se muestra en los siguientes ejemplos de la Ciudad de México. En 1863, un cartel anunciaba que en el Teatro Iturbide se iba a representar el “baile grotesco de ‘El negro de Nueva-Orleans Música africana’”, y también se presentaría un número con “cuatro negros” que tocarían con “diferentes instrumentos diversas piezas, imitando en este acto los usos y costumbres de su país”.5 Para 1880, en el Teatro Principal, se notificaba el “Drama ‘La cabaña de Tom, o la esclavitud de los negros’. Cuando el drama lo requiera, baile ‘Tipos cubanos’”.6 Ya para 1892, la empresa Circo de los Hermanos Orrin exhibió “unos ‘Minstrels’ o payasos negros, que cantaban, bailaban, recitaban y hacían pantomimas de lo más estrafalario y estrambótico, con una asombrosa agilidad y unas músicas y unos gritos y unas farsas de lo más monótono y sin chiste imaginable, al menos para quienes no estamos familiarizados con las costumbres norteamericanas” (Olavarría 1961, IV: 1382). Esta misma compañía contrataría en 1905 al profesor Mr. Wormwood “a cuyas órdenes figuraban los ‘ministrels’ Black y Mac Cone, en actos de canto y baile” (Olavarría 1961, IV: 2678).

Las redes de artistas del ministril, con actores blancos, se consolidaron lo mismo que las de actores afroamericanos. Muestra de ello es un periódico neoyorquino como Freeman (1884-1887) donde se solían publicar imágenes de artistas con datos biográficos y anécdotas. Así, los artistas utilizaron este medio como instrumento para establecer comunicación y resistencia: cada semana se publicaban cartas por medio de las cuales un artista respondía a otro o se describía algún evento mediante una carta al director. Otros periódicos de afroamericanos de la época, que publicaban regularmente noticias sobre el mundo del espectáculo, eran Cleveland Gazette (1883- c.1940), New York Globe (1880-1884) y New York Age (1887- c. 1960) (Southern 2001, 255).

Los ministriles de la carpa a la pantalla

Con el paso del tiempo, el popular entretenimiento del ministril fue continuado por el vodevil o teatro de variedades que competiría con la llegada del cinematógrafo a las grandes urbes. Cada uno de estos espectáculos, supo convivir con su predecesor. El vodevil abarcó los ministriles de la mano de artistas judíos como Eddie Cantor, George Jessel y Al Jolson (Rogin 1992, 430). Así, el vodevil “en vivo” coexistió de manera desigual con películas mudas en la década de los veinte: estas no podían reproducir la música y el ruido del teatro de revista con sus números musicales o efectos sonoros. Pero ya desde sus inicios la imagen cinematográfica se encargó de lograr la transición del teatro popular a las películas en blanco y negro durante la prehistoria del cine clásico de Hollywood: dispuso la caracterización de argumentos en donde los actores caucásicos se encargaban de la representación de papeles como blancos y negros. Al respecto de la industria cinematográfica estadounidense, conviene recordar que esta, desde los guiones y la producción, hasta la actuación y la exhibición en salas, fue detentada casi exclusivamente por judíos.7

Un primer ejemplo de actores pintados actuando en un filme proviene de una temprana fecha como la de 1903 con Uncle Tom’s Cabin de Edwin S. Porter. Se trató de la película más lujosa y costosa de su momento y la primera en usar intertítulos. Además, este cortometraje fue el primero que se centraba en un personaje negro y, por lo tanto, como los afroamericanos tenían prohibido actuar en papeles serios y dramáticos, se hizo necesario que los actores blancos se pintaran sus rostros para representar los papeles principales para dejar, en todo caso, la presencia de actores de color en papel de extras. Se puede considerar, entonces, que el éxito comercial de la película de Porter fue el haber sabido combinar la forma más popular de entretenimiento del diecinueve, el ministril, con el nuevo espectáculo cinematográfico del veinte.

Más adelante, The Birth of a Nation (1915) de D. W. Griffith dio lugar, en el cine de Hollywood, a la representación por vez primera del Ku Klux Klan en su lucha contra lo que estos consideraban una amenaza política y sexual negra. Además, The Birth of a Nation se convirtió en la película estadounidense más importante jamás realizada debido a su técnica, su costo, su duración y, desde luego, su influyente percepción biopolítica. De esta forma si Uncle Tom’s Cabin, con Porter en la cámara, fue resultado de un modo artesanal de producción fílmica, The Birth confirmó el periodo de control de la dirección desde las productoras de estudio.

Por su parte, The Jazz Singer (Alan Crosland, 1927) dio un paso adelante para consolidar el cine sonoro de Hollywood e introdujo el ministril blanco con voz a través del judío Al Jolson. De hecho, este último ya era famoso, y quizás por ello resulta interesante reconocer que la crítica le prestó más atención a la cara embadurnada que al nuevo sistema de proyección de sonido y de cinta fílmica de la Western Electric, Vitaphone. Así, The Jazz Singer fue un producto puro del sistema de productores de estudio, en el cual los hermanos Warner estaban a cargo del experimento sonoro.8 De esta forma, resultó que la única escena de la película con audio, y en donde se relata el rencuentro del hijo con su madre, fue toda una novedad en el set de filmación; de hecho, nadie sabía de antemano qué era lo que iba a decir Jolson, pues todo fue pura improvisación al mejor estilo jazzístico (Nacache 2006, 57).

Pero, durante la década de 1920, así como The Birth fue la película más vista del periodo de cine silente, The Jazz Singer rompió todos los récords de taquilla existentes, junto con la secuela de Al Jolson, The Singing Fool (Lloyd Bacon 1928), en donde también aparecía en algunas escenas maquillado como blackface (Rogin 1992, 419). King Vidor, en cambio, filmaría su primera película sonora Hallelujah! (1929) únicamente con actores afroamericanos gracias a una producción de la MGM. Vidor se inspiró en recuerdos de su infancia en su hogar, en Galveston, donde pudo observar a los negros. La filmación fue hecha en Arkansas, Memphis y el sur de California en los estudios MGM. Para ello, Harold Garrison, asistente del director, reclutaría a más de 300 residentes afroamericanos de Los Ángeles con el propósito de que participaran en la película como extras. Y aunque la película contiene secuencias que recogen escenas donde se representaban los shouts próximos a los ministriles de mano afroamericana, también las hay más de intervención blanca como cuando se interpreta la canción de Irving Berlin, “Waiting at the end of the road”. De cualquier forma, aunque se repitieron estereotipos que se presentaron a lo largo del siglo XIX en los ministriles:

Estas canciones, inspiradas originalmente en canciones auténticas de esclavos, eran arregladas y adaptadas por ministriles blancos al gusto de la gente blanca de la época, y eran recuperadas por los negros para nuevamente adaptarlas a su gusto. Así, las canciones volvían a la tradición popular de la que provenían. (Southern 2001, 109)

Resistencia desde la negritud

Durante las etapas de migración europea a Estados Unidos, arriba referidas, se puede localizar, a inicios de la década de los veinte, un cambio demográfico masivo en el norte de aquella nación. Un crecimiento urbano manifestado particularmente en la ciudad de Nueva York y que, para el caso de los judíos, se materializó básicamente en el barrio de Brooklyn, en donde afincaron viviendas, negocios y, desde luego, sinagogas.

De igual forma, una migración afroamericana confluyó a la ciudad de Nueva York procedente de los estados sureños de la Unión Americana. El barrio de Harlem se convirtió en el espacio de esta emergente comunidad: no solo como arrendatarios, sino también como propietarios; el contraste iba a mostrar una población de clase más acomodada frente a otra pobre. Precisamente en Harlem fue donde se generó un proceso de blanquitud entre la población afroamericana más acomodada. Este sector terminó por obtener una movilidad social al ser considerado y reconocido por la modernidad capitalista como fue el caso de algunos exitosos jazzmen que se trasladaron a las grandes urbes.

Al respecto, conviene tener presente que la improvisación y la variación del jazz manifiestan las características del canto afroamericano. Las modificaciones son constantes de acuerdo con el estado de ánimo en que se encontraran los trabajadores en el momento de entonarlos. “En este sentido, es interesante recordar que, en cierta oportunidad, un folklorista pidió a un negro que repitiera determinada canción que acababa de ejecutar un grupo de braceros entre los que él se encontraba, y obtuvo esta respuesta: ‘-No podemos repetirla, pues no tiene palabras ni música fijas; solo cantamos lo que nos dictan nuestras mentes’” (Ortiz 1962, 20-21).

Otra aproximación a este fenómeno debe apuntar a la “visibilización” que este proceso de blanquitud hizo manifiesto en torno al jazz. Justamente en estos años se introdujo el antisemitismo moderno en la política estadounidense, ya que la rivalidad tradicional entre inmigrantes y antiguos estadounidenses se fusionó con el racismo ideológico (Rogin 1992, 427). No debemos olvidar que el movimiento racista Ku Klux Klan (KKK) se manifestó de forma creciente durante la década de 1920 en las sureñas ciudades de Atlanta y Alabama; dicha agrupación tendría una expansión no solo en el número de sus integrantes, sino en el de sus objetivos a perseguir; pues, además de los afroamericanos, el KKK proclamó una postura antisemita, anticatólica y, por último, anti-comunista. Al mismo tiempo, hay que tener presente que tres años antes del estreno de The Jazz Singer, la ley de inmigración de 1924 buscó cerrar las fronteras a la inmigración de Europa meridional y oriental, conformada por un alto porcentaje de extracción judía.

Un primer enfoque de esta situación nos conduce, en buena medida, a considerar el color negro como una máscara que sirvió para que las voces de la comunidad judía hablaran a través de la voz de una otredad: “El ennegrecimiento de sus rostros parece haber permitido a los intérpretes judíos alcanzar una espontaneidad y asertividad en la declaración de su yo judío” (Howe 2005, 563). Sin embargo, una segunda focalización nos debe remitir al pogrom antisemita que expulsó a la comunidad judía de Rusia.

Una nota aparecida en The American Jewish Year Book, en su edición de 19111912, apremiaba a la comunidad judía y norteamericana sobre la terrible situación en que se encontraban sus congéneres en Rusia. Este libro afirmaba que lo que acontecía en aquellas tierras podía ser considerado como la mayor crisis que padecía la comunidad desde el derrocamiento del pueblo judío por parte del Imperio romano. Consideraba que ni las persecuciones en tiempos de las Cruzadas o la expulsión de España y Portugal estaban afectando a un número tan grande de correligionarios. Y es que desde 1890 en Rusia se había adoptado un plan deliberado para expulsar o exterminar a los judíos, lo que para la primera década del veinte ya sumaba cerca de seis millones (Friedenwald 1911, 308-309).

Como resultado de lo anterior, los padres de Al Jolson tuvieron que emprender la diáspora. A principios de los años noventa del siglo XIX, el rabí Moses Yoelson, su mujer y sus cinco hijos tuvieron que dejar su casa en Lituania, parte del antiguo reino ruso, a causa del antisemitismo. Ya en tierras americanas, Al quedaría huérfano de madre y, por esta razón, sería internado en una escuela administrada por católicos en la ciudad de Baltimore. Más adelante, al dejar el orfanatorio Al y su hermano Hirsch se ganarían la vida cantando por las calles; no es de extrañar que Al Jolson terminara trabajando en teatros y vodeviles.

Cuando Jolson se topó por primera vez con el ministril en 1908, se trataba de un arte teatral moribundo.9 Pero Al Jolson supo reactivar el espectáculo de la cara pintada del ministril para escenificarlo en Broadway. En el Winter Garden Theatre, propiedad de Jake y Lee Shubert, atendió a las audiencias más sofisticadas de Manhattan. Desde la etapa de Winter Garden, Jolson lideró una revolución americana de un solo hombre: trajo un prestigio al ministril que no había disfrutado antes y lo convirtió en un lugar en lo que entonces se conocía como el teatro legítimo.

Pero la actuación de Jolson iba a cobrar un giro peculiarmente judío que había estado ausente en la interpretación anterior en este teatro de caras negras. Muy posiblemente la memoria del pueblo migrante, en su identificación con la esclavitud, se convirtió en manos de la dramaturgia judía en un retorno a su historia mítica (Alexander 2001, 135). Se trata de la profunda tradición bíblica, por la cual la población judía recordaba su pasado como pueblo esclavo en Egipto. Una identidad y refugio de saberse protegidos: habían sufrido la esclavitud por mano egipcia, pero finalmente Dios los había liberado guiados por Moisés.

Una historia que en su larga diáspora el pueblo judío podía contarse nuevamente en cada coyuntura histórica. Por ello, en los inicios del siglo XX, ellos podían identificarse con la población afroamericana recién liberada de la esclavitud. Así, a través de los ministriles, producidos y actuados por judíos pintados, se dio un proceso de blanquitud en cuanto a que este tipo de comedias, una vez terminada la función, permitía que actores como Al Jolson se despintaran y volvieran a la libertad cotidiana para ganarse el beneplácito de una población plenamente blanca, moderna y capitalista. Pero también se dio un proceso que podemos llamar de negritud en cuanto que Jolson fue un actor que hizo eco de la lucha que otros judíos, afincados en Estados Unidos, se identificaron con la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos. A pesar de su actuación con betún, Jolson fue una estrella apreciada por la comunidad afroamericana, tanto por actores y periodistas como por el público mismo, pues supo desafiar las fronteras multirraciales y religiosas dentro y fuera del escenario (Musser 2011, 208 y 218).

Al Jolson no fue el único judío que guardó este comportamiento. En este sentido, el caso de Henry Moskowitz resulta emblemático pues fue un judío que participó, desde 1909, en la creación y organización de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) cuyas primeras acciones políticas fueron impulsadas por los esfuerzos para considerar los pogromos rusos contra los judíos de igual forma que el linchamiento estadounidense de los negros (Zipperstein 2018, xviii).

Al respecto de esta doble identificación de la población judía con la blanquitud moderna y la negritud resiliente, se pueden citar un par de escenas de dos películas dirigidas por Crosland y actuadas por Jolson. La primera secuencia proviene de The Jazz Singer, justo cuando Jolson/Jackie, pintado de betún, contempla su rostro en un espejo, dentro del cual se ve sobreponerse el interior de una sinagoga en donde su viejo padre participa como rabino en una ceremonia. La segunda escena, referida a la negritud, aparece en el filme Big Boy (1930), en donde Jolson/Gus representa, a lo largo de la cinta, a un chico afroamericano. De esta película conviene destacar la secuencia en donde Al/Gus es acompañado por trabajadores, en realidad se trataba de músicos afroamericanos que pertenecían al Clef Club de Harlem; en dicha escena se escucha cómo todos interpretan el himno “Go down Moses”.10 No es casual que el papel de Jolson/Gus haya sido bien recibido por un público afroamericano que supo reconocer en este personaje a alguien que los representaba superando a los blancos que lo rodeaban por su ingenio, dinámica y galanura.

En ambas películas, ya sonorizadas, se muestra cómo parte de la comunidad judía supo apropiarse de diferentes estilos musicales producidos durante la era del jazz como un refugio emocional durante su proceso de asimilación a la nueva realidad norteamericana (Reddy 2001, 129). Aunque se trataba de un estilo jazzístico más identificado con la liberación emocional que con la destreza técnica. Una habilidad que la comunidad conformada por compositores, intérpretes y públicos de color supieron conservar en Harlem, en donde lo mismo había salones de bailes que clubes de jazz. Espacios en donde las prácticas rituales terminaron por definir y delimitar la sociabilidad y las emociones propias de su identidad racial frente a una otredad hostil: un refugio emocional tanto del régimen de la vida doméstica como de la vida pública.

En el caso de Louis Armstrong también se puede localizar un proceso de blanquitud. Satchmo fue un trompetista que supo ingresar al mundo del espectáculo norteamericano al lado de los artistas de color más importantes de su época como Ella Fitzgerald y Duke Ellington. Con respecto a este último vale la pena destacar que

[…] a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos del jazz, [Ellington] se consideraba ‘artista’ […] y componía ‘obras’ para la sala de conciertos, donde se interpretaban periódicamente. El concepto del ‘gran artista’ era conocido en el entorno de la clase media negra de los Ellington […], mientras que no tenía ningún sentido para alguien como Louis Armstrong, que procedía de un mundo con menor conciencia de su propia identidad y absolutamente ajeno a la burguesía. (Hobsbawm 2013, 230)

Al respecto no hay que olvidar la imagen que Armstrong se construyó de los judíos de condición pobre desde pequeño. Según él cuenta, a partir de entonces tuvo respeto por esta población en su capacidad de resistencia.11 La similitud de condición del judío pobre y el negro fue patente en buena parte de su vida. Al salir del reformatorio, en junio de 1914, el joven Armstrong atravesaría por una etapa nada fácil durante la cual tuvo que aprender a sobrevivir con trabajos de toda índole como aquel que llevó a cabo antes de casarse con la prostituta Daisy Parker, su primera de seis esposas. El propio Satchmo recordaba cómo la manipulación y venta de carbón vegetal era un trabajo más que sucio; una labor que “sobredeterminaba” negativamente su color de piel y cuya mirada despectiva había aprendido desde la blanquitud: “Mi cara y mis manos siempre estaban negras, y la mayoría de las veces me veía como Al Jolson cuando solía arrodillarse e interpretar la canción Mammy. Pero con este trabajo y tocando música me gané la vida” (Armstrong 1987, 163).12

De cualquier forma, Sachtmo materializó su movilidad social a partir de la producción de una treintena de discos. Un proceso de blanquitud con el que buscó recubrir su pasado de pobreza y abandono de su natal Nueva Orleans. Armstrong se transformó en toda una referencia social y cultural en Estados Unidos y el mundo entero. Pero este mismo éxito en el star system provocó que, particularmente, a partir del movimiento por los derechos civiles (1955) sus hermanos de raza le reclamaron que mantuviera una postura de compromiso que habían visto ausente en su persona. La oportunidad, aunque mínima, para que Armstrong mostrara un compromiso con su comunidad se dio en 1957: Satchmo canceló su gira oficial por la Unión Soviética por la falta de respuesta del presidente Eisenhower ante la exclusión de alumnos negros en un instituto de Arkansas. No obstante, el trompetista no pudo ir más allá de este tipo de participación política directa: su blanquitud adquirida no le permitió rebelarse del todo.

Por otro lado, Louis Armstrong pudo manifestar una resistencia de negritud como pionero en el campo musical y a partir de su conquista de Harlem y del mundo. Su liderazgo provino de su “ingenio rítmico [logrado] mediante la simple repetición de una nota, variando su duración, colocación e intensidad. Lo que habría resultado monótono en manos de cualquier otro, adquirió vida bajo su seguro dominio de la síncopa”. Además, fue creador de un estilo improvisado, el llamado seat singing, por el cual y de forma improvisada podía corear con sílabas sin sentido las líneas melódicas similares a las de un instrumento (Giogia 2015, 80).

Esto supuso una construcción básica en la senda del jazz, tanto para los intérpretes del momento como los del futuro. De esta forma, Satchmo se convirtió en una imagen de negritud a imitar al manifestar su dominio con la trompeta y a su particular voz. Todo ello conduciría al jazz a su nuevo derrotero de intérpretes solistas también imbuidos en una postura política activa más consolidada. Una negritud que se manifestó por la lucha por los derechos civiles enarbolados por Martin Luther King, a quien acompañaron un actor como Sidney Poitier y un músico como Harry Belafonte.

A manera de conclusiones

Inicialmente las culturas pueden generar, focalizadas desde el concepto de blanquitud y negritud, la idea de fronteras: por un lado, herencia, tradición y persistencia, y, por otro, desviación, innovación y metamorfosis continuos. En el caso de las culturas judía y afroamericana se ha podido esbozar, a grandes rasgos, sus elementos religiosos y artísticos manifiestos en un tiempo y espacio. Pero se trata de categorías que buscan explicar sus elementos no de forma estática, sino siempre en movimiento y captados a través de una dialéctica plena de contradicciones a lo largo del tiempo y en distintas realidades espaciales.

El caso de Adorno, por ejemplo, y su análisis de la cultura judía y el jazz son representativos de diferentes momentos históricos interpretativos. Y es que, durante el periodo de entreguerras, el vínculo entre el jazz y el judaísmo fue particularmente relevante para la vida cultural de Viena, ya que articulaba un tipo particular de identidad judía: la de los judíos de Europa del Este. Adorno percibió Viena como la capital de un “imperio interno”, en donde los judíos orientales manifestaban un sentido de negritud: constituían una especie de grupo subalterno dentro de la sociedad vienesa. Para Adorno, el jazz fue una expresión análoga al dialecto de las comunidades judías en Europa del Este. Pero a diferencia de autores como Franz Kafka, Adorno y algunos de los modernistas vieneses con los que se asoció rechazaron la búsqueda de la emancipación humana a través de sensibilidades subalternas (Gusejnova 2016, 38).

En el breve recorrido que se ha hecho en las páginas anteriores sobre la expresión del ministril, se ha podido dar cuenta de las apropiaciones identitarias que la población blanca, particularmente la judía, hizo de los ritmos expresivos, musicales y dancísticos de origen africanoccidental. Pero también se ha puesto de manifiesto cómo los ministriles afroamericanos conservaron y evolucionaron características que después serían la base de la esencia musical del jazz: la improvisación individual y el acoplamiento y respeto colectivo.13

Para el fenómeno analizado entonces, los conceptos de focalización, blanquitud y negritud han servido meramente como una guía para la observación de las tensiones culturales que se manifestaron en Estados Unidos durante la confluencia migratoria de diversos grupos étnicos durante los inicios del siglo XX. Un juego de contrarios con el cual se buscó analizar las adaptaciones que buscaron llevar a cabo tanto judíos y afroamericanos ante la modernidad capitalista, como los desafíos, resiliencias y empoderamientos que manifestaron frente a este sistema-mundo (Wallerstein 2005).

Lo cierto es que las dinámicas culturales provocaron cambios al interior de las comunidades judías y afroamericanas debido a la interacción entre ambas y con otras manifestaciones étnicas y culturales. En este sentido, cada una de estas puso de manifiesto no solo la oposición entre su tradición y su capacidad de adaptación a la modernización. De hecho, históricamente, las culturas no son del todo incompatibles ni excluyentes. “No solo pueden entremezclarse y coexistir sino también reforzarse recíprocamente. Lo nuevo a menudo se mezcla con lo antiguo, y la tradición puede incorporar y aun estimular la modernización” (Giménez 2005, 121).

Desde luego que lo aquí expuesto apenas es un ejemplo de las manifestaciones artísticas como los ministriles en su paso por escenarios teatrales o por pantallas cinematográficas. Pero las expresiones de los ministriles blancos y negros han servido para seguir, al menos brevemente, la materialización en refugios emocionales de esta dinámica cultural enmarcada en los procesos manifiestos de blanquitud y de negritud. Queda por delante seguir cruzando este tipo de análisis desde otras instituciones, sujetos y públicos en interacción.

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**Este ensayo científico surge de las sesiones impartidas en el curso “A contracorriente: la historia del jazz en el cine”, impartido en el CEIICH-UNAM, entre abril y junio de 2017.

1Aquí, incluso, expresiones culturales como el jazz pudieron ser transformadas y exhibidas por y para la blanquitud en una película como King of Jazz (1930), gracias a intérpretes y compositores como Paul Whiteman y George Gershwin. Hay que recordar cómo, en una de las escenas de la película, aparece una versión breve de Rhapsody in blue compuesta por Gershwin en 1924.

2Con respecto a la población de color, conviene recordar que a pesar de que el Congreso “votó en 1807 por prohibir la importación de esclavos, Estados Unidos no abolió oficialmente la esclavitud hasta 1865, cuando la Decimotercera Enmienda a la Constitución fue ratifica da” (Hunt 2009, 164).

3“Según The Jewish Almanach, no es exagerado decir que su influencia en el crimen organizado de Estados Unidos en las décadas de 1920 y 1930 iguala, y hasta supera, la de los italianos” (Attali 410-411).

4Este discurso, práctica y representación para prevenir y controlar la temida mezcla de razas caucásicas con afroamericanas se construyó a partir del miedo a la Otredad. En cualquier descuido, el esclavo o el sirviente de color “bueno” podía convertirse en un “diablillo” que podía violar a las mujeres blancas. Esta emoción continuó materializándose a lo largo del tiempo hasta alcanzar la era del jazz. Basta recordar el corto de animación del judío, originario de Brooklyn, David Fleischer (1932). A la caricatura de Betty Boop se integraban apariciones de Louis Armstrong y algunos de sus compañeros de banda como Zilner Randolph y Preston Jackson tocando en un estudio. De forma vanguardista, en el corto aparecen combinados tomas de Armstrong y sus músicos combinados con los dibujos animados donde se veía al jefe de una tribu de caníbales perseguir a la sensual Betty, todo ello a ritmo de jazz. Se debe reconocer que Fleischer antecedió a los primeros cortos de Walt Disney. Al respecto, según Alexander, Jolson fue un artista tan popular “que, en 1928, Walt Disney, entonces un joven dibujante, pudo haber vestido a un nuevo personaje de ratón (más tarde llamado Mickey) con guantes blancos para parecerse a Al Jolson, con la cara pintada de negro” (Alexander 2001, 5).

5Centro de Estudios de Historia de México Carso. F. ILXI-6 Col. Armando Maria Campos. Doc. 812.

6Centro de Estudios de Historia de México Carso. F. ILXI-11 Col. Armando Maria Campos. Doc.1451.

7Los judíos, después de haber tenido presencia en el mundo de las finanzas, aparecieron en las industrias del espectáculo. No es casual que las productoras como Universal, Fox, Paramount, Warner Brothers y Metro-Goldwyn-Mayer hayan sido todas creaciones de inmigrantes judíos de Europa del Este (Attali 413).

8En realidad, la película que fue “sonora en parte, con algunas escenas que incluían acompañamiento únicamente musical, tuvo un éxito enorme y la inversión de la Warner Bros. comenzó a amortizarse” (Bordwell, Staiger y Thompson 1997, 471).

9No es casual que para la década de 1890 James Bland, durante sus giras por salas de baile y teatros europeos, prescindiera del maquillaje negro como ministril y, en cambio, apareciera vestido con traje mientras cantaba y tocaba el banjo. Y aunque se convirtió en una figura internacional en el mundo del espectáculo, las variedades y el vodevil comenzaron a desplazar del escenario a la figura del ministril, y Bland fue cayendo en el olvido (Southern 2001, 258).

10La importancia de este góspel aparece reconocida en que se le otorgaba el primer lugar dentro del himnario de James Weldon Jonhson.

11Louis Armstrong Collection, “Louis Armstrong and the Jewish Family in New Orleans”, n. 1987.2.

12Esta experiencia laboral tal vez pudo inspirar la película del realizador afroamericano Spike Lee, Bamboozled (2000). La trama de la película, a manera de sátira, cuenta la historia de un productor de televisión que busca revivir el teatro ministril. Pero este show será actualizado de forma diferente para un público de masas irreflexivo: en lugar de actores blancos con betún en rostro y manos, el espectáculo quedará en manos de estrellas de color negro que usan betún sobre su piel oscura.

13Para Marsalis el mensaje del jazz —“… la música más importante de América”— debería resultar claro: “… los grandes músicos demuestran un respeto mutuo y confían en esa música que puede transformar [la] perspectiva del mundo y enriquecer todos los aspectos de nuestra vida, desde la creatividad individual y las relaciones personales hasta… saber qué significa ser un ciudadano global en el sentido más moderno de la palabra.” (Marsalis 2012, 16).

Recibido: 20 de Febrero de 2020; Aprobado: 22 de Mayo de 2020

Mauricio Sánchez Menchero

Investigador de tiempo completo en el CEIICH de la UNAM del cual es su director (2020-2024) y también integrante del Programa de Estudios Visuales y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Es licenciado en comunicaciones por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco y tiene una maestría y un doctorado en historia de la comunicación social por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente, imparte cursos de licenciatura sobre investigación en historia cultural y de posgrado en estudios latinoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus publicaciones más recientes son los libros coordinados junto con la Dra. Marina Garone Gravier: Cultura impresa y visualidad: tecnología gráfica, géneros y agentes editoriales (2019), y con Elke Köppen: Visualidades de la violencia y la muerte: prácticas y representaciones (2020), así como el capítulo “Luis Buñuel en foco: el arte del coleccionismo y la disección humana” para el libro coordinado por Alfons Zarzoso y Maribel Morente: Cuerpos representados. Objetos de ciencia artísticos en España, siglos XVIII-XX (2020).

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