SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.12-13 número12-13Introduction. Movimientos de indignados y la realidad cambianteIndignados y estado de rebelión índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Vectores de investigación

versión On-line ISSN 2255-3371versión impresa ISSN 1870-0128

Vectores investig. vol.12-13 no.12-13 Mextepec  2017

 

Monografía autobiográfica

Cuéntame de España: Tres vidas en tres actos, cuatro retratos y un apéndice

Tell me about Spain: Three lives in three acts, four portraits and one appendix

Julio Caro Baroja


Resumen

La vida del hombre moderno (de los siglos XIX y XX) le hace adoptar, ante sus propios quehaceres, actitudes bastante pasivas. El hecho de elaborar mi autobiografía por demanda externa podría llenarme de satisfacción y colmar mi vanidad. ¿Pero qué ha de contar de su vida un hombre con 66 años, nunca fuerte y que más que actor ha sido siempre espectador? Además, acaso ya he abusado del género autobiográfico, aunque no como espejo de mí mismo, sino de los que me rodeaban; pero mis memorias familiares se paran en 1956 y desde entonces pienso que he vivido una especie de sombra.

Palabras claves: España; autobigrafía; etnología; sociedad

Abstract

Modern man’s life (in the 19th and 20th centuries) forces him to adopt, in the face of his own tasks, rather passive attitudes. The fact of preparing my autobiography by external request could satisfy me and fulfil my vanity. But, what can be told by a man of 66 years, that has never been strong, and that, rather than an actor, is always been a spectator? Also, perhaps, I have already abused of the autobiographical genre, not as a mirror of myself, but of them around me; however, my family memories stopped at the year 1956 and from there on I think that I lived a sort of a shadow.

Key Words: Spain; autobigraphy; ethnology; society

1. Una vida en tres actos

1.1 Introducción

La vida del hombre moderno le hace adoptar, ante sus propios quehaceres, actitudes bastante pasivas. En cierta ocasión un profesor norteamericano, planteándose la cuestión de que cosa era ser antropólogo llegó a la conclusión de que era el hombre (o la mujer) que vivía de la antropología. Nada más. Esto más que pasividad parece que implica parasitismo: pero si el antropólogo es el hombre que vive de la antropología, y el historiador el que vive de la historia y el físico de la física, no cabe duda tampoco de que estas actividades han de modelar o moldear al que vive de ellas en universidades, institutos, escuelas, laboratorios, etc. El que “vive de…”, vive en sociedad, con maestros, condiscípulos, colegas y discípulos y al servicio de la ciencia… Ciencia oficial, nacional y propia de una patria o de un estado, con su lengua y sus tradiciones. Muchas cargas para el parásito en cuestión y muchos modos de aceptarlas pasivamente.

A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX se solían afirmar cosas como ésta: la prehistoria es una ciencia francesa. Después hemos oído decir que fuera de la escuela tal, del profesor tal, de la universidad tal no había salvación. Nacionalismo científico… Mandarinismo universitario… Bien.

Si ha habido una actividad que ha impuesto al que vive de ella la pasividad máxima ésta ha sido la de historiador. Desde el analista antiquísimo, pasando por el cronista de reyes y países y llegando al historiador “aux gages”, o el historiador nombrado para escribir una historia oficial, hay muchos tipos de historiadores y auxiliares de historiador que han vivido de su profesión, pero tiránicamente dirigidos en un sentido u otro. Puede agradar a muchos el servicio, incluso pueden aceptar esta pasividad como un alto honor e incluso sentirse defensores denodados del orden; de un determinado orden al menos, dirá el que no está en su línea.

Porque el orden puede estar señalado por prescripción poli-ciaca o gubernativa o marcado por una metodología respetable aceptada por un discípulo que venera a su maestro con motivos grandes. Se puede ser un mal historiador, viviendo de escribir historia al servicio de un poder público cualquiera, más o menos tiránico. Se puede ser un buen historiador viviendo de escribir historia dentro de los principios metodológicos de la escuela tal… Pero tanto en el mal caso como en el bueno, el historiador “vive de…” y “se subordina a…” De buena fe muchas veces… de mala en algunas otras.

Pensemos ahora en otro presupuesto. El historiador (o el antropólogo) no “vive de…” ¡Ah, entonces es un aficionado, un diletante! Solución sencilla, profesoral, académica y propia para satisfacer a la juventud estudiosa en trance de con-trastar méritos y hacer oposiciones. ¿Pero piensa esta misma juventud en lo terrible que es “vivir de” en el mundo del pensamiento y sobre todo en una sociedad como la actual?

“Vivir para” es otra cosa. Aún algunos “vivimos para esto”, para pensar libremente, sin presiones económicas, sin coacciones sociales [políticas y/o religiosas]. En este sentido es en el que los escritos que siguen pueden considerarse combativos. Porque suponen un combate mental dentro de uno mismo, no combates para triunfar o ser vencido por otro, como los más comunes y celebrados.

1.2 Primer acto

El hecho de elaborar mi autobiografía por demanda externa podría llenarme de satisfacción y colmar mi vanidad. ¿Qué ha de contar de su vida un hombre con 66 años, nunca fuerte y que más que actor ha sido siempre espectador? Acaso ya he abusado del género autobiográfico, no como espejo de mí mismo, sino de los que me rodeaban. Mis memorias fami-liares se paran en 1956 y desde entonces pienso que he vivido de propina: una propina modesta, porque el tránsito de los 42 a los 66 años ha sido bueno desde el punto de vista familiar, mediano desde el punto de vista público y malo desde el físico u orgánico. ¿Qué es uno ahora? Una especie de sombra. -Pero usted no se puede quejar -dirá alguien-. Hay pocos eruditos de los que se ocupa tanto la prensa, la radio y la televisión. Escribe libros que siendo de materias específicamente pesadas se compran y tiene cierta independencia económica. Es verdad. Esta es, sin embargo, la apariencia. Lo interior y más importante para mí, hoy, resulta ser otra cosa.

Veo con claridad que he tenido una vida en tres largos actos. Fue el primero, el más lejano, pero también el más importante para mí. Duró de 1914 a 1936 [Julio Caro Baroja nace en Madrid, el 13 de noviembre de 1914], con recuerdos más intensos y netos cada día, a partir de 1917. En 1936 la vida se me truncó como a tantos otros [con la guerra civil]. Lo que viví después, de 1936 a 1956 [primer período de la dictadura militar], fue todo menos placentero: trágico y peligroso durante la guerra, duro y antipático de 1939 a 1945 [postguerra]. Después vino la muerte de los seres más queridos. La muerte de los míos. La “vida fuerte”, primero plácida, trágica y dura luego, acabó cuanto tenía 42 años. Llegó el tercer acto: he vivido más holgada, más suavemente, desde el punto de vista económico y social. He tenido algunos pequeños éxitos profesionales y he visto a los míos prosperar. Pero el “quid” falta. Siempre he sido como un espejo: antes un espejo nuevo, ahora un espejo roto que hace aguas y que refleja algo poco brillante. ¿Qué puede contar un espejo viejo de lo que ve en un camaranchón? Poca cosa, sin duda. Sin embargo, ahí va la narración resumida de mi existir.

Los que vinimos al mundo en 1914 podemos decir que hemos nacido en el último año del siglo XIX, o si se quiere en el último año de una época que podría considerarse que empezó en la segunda mitad de aquella centuria. En España acaso con la revolución del 68. Aún después del año fatídico, del 14, quedó muy vivo el reflejo de aquel período. Yo he pensado y lo he dicho varias veces, que entre el Madrid de 1925 y el Madrid de 1875 había más afinidad que entre el de 1925 y el de 1975. El tránsito fue brusco luego, al caer la monarquía poco más o menos. En 1925, o poco antes, un niño de Madrid, de mi barrio, levantado en época progresista, podía oír cantar a los ciegos con sus guitarras en la calle, podía comprar en la Plaza de España romances de bandidos, libros de caballerías, poemas en honor del general Prim [1814-1870, político, presidente de gobierno 1869-1870] y la relación de los estragos de las fieras “Corrupia”, “Crupecia”, “Maltrana”, etc. Veía desfilar a las tropas con ros y pantalón colorado, camino de palacio [real]. Podía asistir a la parada y admirar a los alabarderos moviéndose al son del pífano con sus tricornios, capas blancas y picas. Durante las vacaciones de navidad po-día ir al teatro, a deleitarse con “Los sobrinos del capitán Grant” o “La vuelta al mundo en 80 días” y ver la plaza Mayor tal y como la dibujaron [Francisco] Ortego [1833-1881] o [Francisco] Pradilla [1848-1921]. Gruesas madrileñas con mantón alfombrado, pequeños madrileños con el bigote rizado a tenacilla, como Tadeo el de la canción; modistas morenitas con trajes oscuros; organillos, los golfos en la Tinaja, y las tiendas de comestibles que aún se llamaban de “ultramarinos” o de “productos coloniales”. En el barrio vivían la infanta Isabel, duquesas tronadas, flamantes marquesas “fin de siècle” y los novios hablaban por señas: él desde la acera y ella desde el segundo o tercer piso de la casa de enfrente. Había porteros con librea y grandes patillas, mayordomos imponentes. Los carros de bueyes cargados de jara llegaban a las panaderías y en los altos de la [calle] Princesa había una posada con carros y carreteros de la Sierra [Morena] o de La Mancha. Era aquél un Madrid en que se oían los grillos y los gritos agudos de las colegialas en el recreo: a los vencejos al comenzar el verano y a los traperos botelleros, leñadores y afiladores ambulantes. ¡Intente usted oír ahora un grillo “animal” en la villa y corte! A grillos humanos sí. Este era el escenario de mi niñez raquítica, que empezó, sin embargo, como una comedia de magia. Porque me dio de España y de los españoles una imagen fantasmagórica. ¿Por qué? Porque en mi casa de la calle de Mendizábal, 34, luego 36, vivían dos magos, mis dos tíos [Pío y Ricardo Baroja]. Y de los cinco a los quince años he visto desfilar por ella, o por la imprenta de mi padre [Rafael Caro Raggio, 1887-1943 y su madre Carmen Baroja y Nessi, 1883-1950], a Azorín [seudónimo de José Martínez Ruiz, escritor y periodista, 1873-1967] y a [Eugenio] D’Ors [filósofo y escritor, 1881-1954], a [Manuel] Azaña [1880-1940, político, presidente de la República, 1936-1939], a [Ramón María del] Valle Inclán [dramaturgo, novelista y poeta, 1866-1936], a Juan [de] Echevarría [pintor, 1875-1931], a los Zubiaurre [Ramón y Valentín, pintores, 1882-1969/1879-1963], al doctor [Gustavo] Pittaluga [médico y científico, 1876-1956], a don Ciro Bayo [viajero, escritor y traductor, 1859-1939], querido camarada de mi niñez; a un sin fin de escritores, novelistas, poetas, pintores y artistas en general. También a profesores más o menos famosos y venerables y a bohemios que ofrecían a mi padre sus servicios como traductores a bajo precio, o fabricantes de novelas verdes. Cada persona o personalidad de éstas era objeto de un juicio distinto según el que lo hiciera fuera mi tío Pío, mi tío Ricardo o mi madre. Pío estimaba más a Azorín, a Echevarría, a Pittaluga, a don Ciro. Ricardo a Valle Inclán y a Azaña. Mi madre era benévola y simpatizaba con todos. Primera razón para sentir la fuerza de la libertad. Yo era un “eleutero país” sin saberlo. Esto lo pagué después. ¡Pero mientras tanto! Mientras tanto, una borrachera casera continúa. Durante años, los domingos iba bulevares arriba a almorzar a casa de [José] Ortega [Gasset, filósofo y ensayista, 1883-1955]. Mi tío Pío se encerraba con él en un despacho abarrotado de libros en “orden filosófico” (no doméstico) y yo jugaba, sobre todo con José, bajo la protección de un hermoso cocodrilo disecado que en una vieja iglesia hubiera podido representar a la tarasca, al dragón infernal. De vuelta, mi tío comentaba lo que había hablado y yo me familiaricé así, pronto, con los nombres de Frobenius [Leo, etnólogo alemán, 1873-1938; director del Museo de Etnología de Frankfurt], Schulten [Adolf, arqueólogo, historiador y filólogo, 1870-1960; investiga sobre Tartessos, nombre por el que los griegos conocían a la que creyeron que fue la primera civilización de Occidente, que aún se piensa que debe encontrarse próxima a las costas de la Península Ibérica], El decamerón negro [recopilación de relatos y leyendas africana que realizó Leo Frobenius].

Con mi tío Ricardo iba en cambio a las exposiciones, veía los cuadros y oía los comentarios que éste hacía con [Eduardo] Chicharro [pintor, 1873-1849], con [Joaquín] Mir [pintor, 1873-1940], con [José Gutiérrez] Solana [pintor, grabador y escritor, 1886-1945] o con algunos pintores y grabadores más viejos, como don Tomás Campuzano [pintor, acuarelista y grabador, 1857-1934]. A veces se sumaba al grupo viejo algún jovencito modernista. Yo he visto hacer todos los papeles posibles del “Tenorio” a Valle-Inclán, a Azaña vestido de cardenal en un baile de máscaras, a mi tío Pío convertido en farmacéutico de teatro y a mi tío Ricardo en papel de ángel flamígero. He oído comentar las representaciones de “El mirlo blanco” a [Ramón] Pérez Ayala [escritor y periodista, 1880-1962], “Andrenio” y Canedo y he visto y oído a Rivas Cherif [dramaturgo, poeta y traductor, 1891-1967] hacer el bululú imitando la voz de Magda Donato [dramaturga y periodista, 1906-1966].

Si no he sido pintor, novelista, poeta o farandulero ha sido porque era de ánimo asténico, reflexivo y rigorista y porque en casa también observaba otras cosas y tenía otros ejemplos o modelos. Mi abuela materna [Carmen Nessi y Goñi, 1849-1935], la que estaba siempre más cerca de mí, era una mujer creyente, ascética, con tendencia al pesimismo, que no participaba para nada de las grandes expansiones, pero que, en realidad, era el “norte de navegación” de la casa. Mi padre un temperamento solitario con explosiones de humor y largas horas de depresión. Trabajaba mucho con poco fruto y poca suerte. Primer correctivo.

El segundo creo que me vino por la educación: por la escuela y el instituto. El tercero por el contacto con los obreros de la imprenta de mi padre. Allá por el año de 1921, después de estar unos meses en una escuela de barrio, regentaba por no sé qué orden, a la que llamaban “del barbero” y de la que no conservo mal recuerdo y después también de haber tenido una “fraülein” preciosa por poco tiempo, entré en el Instituto Escuela de Madrid, de donde no salí hasta diez años después. Los profesores de los párvulos eran admirables. Los párvulos no tanto: o al menos no me lo parecían a mí. Había mucho madrileñito esmirriado, alguno ya achulapado y no todo era buena intención en la santa infancia. Más tarde los caracteres de mis condiscípulos y condiscípulas se me dibujaron más y mejor en la conciencia. Hoy veo a las chicas, en conjunto, mejores que los chicos; acaso esto es consecuencia de mi primer enamoramiento infantil, que todavía me escuece alguna vez. Llegó luego la hora de las amistades fuertes, fraternas, hermosísimas… y también de las hostilidades y piques entre condiscípulos: la de distinguir a tontos y listos, insignificantes y un poco molestos de los valiosos. El mundo mágico de la casa se rompía con el trato escolar. Era este otro mundo. En relación con los profesores he de decir que con la excepción de alguno de matemáticas que para mí fue obsesionantes, de todos los demás conservo un recuerdo estupendo: cada cual por su estilo.

Bondad extraordinaria de algunas mujeres como las señoritas de Quiroga, o el “señor” Carrascosa, camaradería en Terán, viveza no exenta de genio en SOS, interés familiar en Atauri u Oliver y competencia grande en conjunto. Sentido del deber estrecho en el “señor” Navarro y otros. Y luego los grandes maestros: Crespí, León, Gili. Para mí, sobre todo, don Francisco Barnés. Creo, en suma, que el profesorado estaba por encima del alumnado, aunque entre mis condiscípulos había chicos con mucha chispa: Joaquín Sánchez-Covisa, Juanito Negrín, Álvaro D’Ors. También el mejor amigo mío: Juanito Barnés, que era la bondad hecha carne.

En el instituto vivíamos en régimen de libertad; pero las ideologías “fuertes” e intransigentes ya apuntaban o más que apuntaban en algunos. De todos modos observando lo que allí pasaba en plena dictadura puede decirse que era un raro oasis. Coeducación, derecho a estudiar o no estudiar religión (yo la estudié) posibilidades mayores que en otros centros de aprender francés, inglés o alemán, cultivo de los trabajos manuales y de las artes. Un oasis, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de las cosas pequeñas y gratas rodeadas de desiertos. De todas formas al instituto llegaba algo de la acritud popular y del entonamiento de ciertas familias de la clase media. Yo lo observé.

También observé, como hijo de editor e impresor, que el Madrid de los obreros era otra cosa muy distinta a los otros tres madriles, en que vivía más: el callejero, el de la casa y el de la escuela. Cuando yo entraba en las cajas o en la encuadernación de la imprenta de mi padre, a los cinco o seis años no era más que un niño y como tal me trataban; pero ya a los catorce o quince notaba que el trato era algo distinto: era el “hijo del patrón”, o de don Rafael y aunque don Rafael como persona no era mal considerado, no dejaba de ser el “patrón”; un representante del capitalismo. Mi padre siempre andaba alcanzado con los bancos, para sostener una imprenta con pocos obreros: para estos, sin embargo, era tan capitalista como el conde de Romanones [político, 1863-1950, considerado durante el último tercio del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, el más rico de España]. Cierta tensión podía producirla el que mis tíos fueron también patrones en su tiempo. Pío no simpatizaba mucho con el partido socialista… o al revés. Aún en plena guerra un poeta famoso [probablemente Rafael Alberti], que vive, creo que escribió ciertos versos contra él, echándoles en cara su condición de patrón y de panadero por más señas.

En cualquier caso de la imprenta llegaba más olor acre, que no era sólo el del engrudo o las tintas enranciadas.

Todo esto contribuyó a que yo no haya sido nunca un doctrinario o un ideólogo. Es evidente. Pero la “cuádruple raíz” de mi antidoctrinarismo tiene otro raigón tremendo, como el de algunas muelas que cuesta mucho arrancar. Yo he estado a punto de nacer en Vera de Bidasoa y desde que tengo memoria la casa de Vera para mí ha sido la casa familiar por excelencia. He vivido allí casi la mitad de mi vida y allí moriré probablemente [como sucede, el 18 de agosto de 1995]. Esto ha hecho que mi contacto con el mundo vasco-navarro haya sido fuerte y constante y que en última instancia, hablen de mí con frecuencia, como de un intelectual vasco…

De mis cuatro primeros apellidos uno es andaluz, el primero. Otro alavés. Luego vienen dos italianos, de Génova y de Como respectivamente. Detrás, sí, van apelotonados otros navarros, guipuzcoanos, vizcaínos… incluso por el lado paterno. Pero ahora de viejo, cuando las cosas que ocurren en España y concretamente en tierra vasca, me exasperan e irritan, me agarro a mi italianismo de origen, como a un clavo ardiendo, aunque hoy Italia no pase por sus mejores momentos.

Yo no soy un hombre de “raza pura” y hoy “doy gracias a Dios” por ello. He vivido en tierra vasca y la amo más que a otras, evidentemente. Pero en tierra vasco-navarra, cuando era niño, como hoy, podía darme cuenta de que por un concepto u otro no era un producto genuino de ella. Allá por los años en que mi tío Pío compró “Itzea”, mi casa actual, Vera era un feudo de carlistas e integristas. Mi tío llegó con una hermosa reputación. Fue llamado así “el hombre malo de Itzea”. Las monjitas de la enseñanza dijeron a los niños que en el tejado de la casa había puesto una veleta que representaba al diablo haciendo burletas con las manos a la santa cruz. La veleta, en realidad, era reproducción de la de san Marcos de Venecia, con el león rampante. Los frailes de la enseñanza decían que nuestra casa estaba llena de sabandijas, alimañas, sapos, culebras y demonios. Una delicia.

Esta mitología hizo su primer efecto; pero, poco a poco, el pueblo se acostumbró al “hombre malo” y a su familia y al fin terminamos siendo una rareza ornamental. ¿Pero qué tenía aquello que ver con el barrio de Argüelles, con la imprenta de mi padre, con las amistades de mis tíos y con el profesorado y el alumnado del instituto-escuela?

Los marcianos, si los hubiera (que parece que no los hay) no serían más diferentes de un obrero socialista de la calle del Limón de los trabajaban en casa que una solterona beata de las que pontificaban en las tiendas de Vera. En lo único en lo que podían coincidir era en la certeza de su propia perfección.

Más interesante que observar a monjitas, beatejas y sacerdotes lectores del Pensamiento navarro o El siglo futuro, era hablar con la gente del campo y de los talleres rústicos, que tenían curiosas imágenes del mundo y con las que mi tío Pío echaba largas parrafadas. De 1912 a 1935 sacó mucho provecho literario de aquellas conversaciones y de ellas yo también empecé a sacar algún fruto hacia 1930.

Cuando pienso ahora en lo que a los vascos les gusta pensar de sí mismos, me doy cuenta -sin embargo- de que el esfuerzo que hizo mi tío para aproximarse a una realidad más honda y fuerte, ha sido esfuerzo vano. Los “vascos profesionales” y “confesionales” siguen creyendo que “Amaya” o cosas por el estilo encierran el secreto de su ser. Al vasco de cartón-piedra le interesan las novelas de cartón-piedra y los espectáculos del mismo material. Pero acaso le pasa lo mismo al castellano, al catalán o al andaluz, al español de izquierdas y al de derechas, pétreo y acartonado.

A los dieciséis o diecisiete años, era yo un adolescente esmirriado y enfermizo, con cierto aspecto de seminarista y sin ningún atractivo físico. Habían hecho los estudios de bachiller de modo irregular: con una impermeabilidad absoluta para las ciencias físico-matemáticas, algo de mayor curiosidad por las naturales, mucha mayor por las humanidades en general. Mi capacidad lingüística era sólo mediocre, pero mayor que la de muchos de mis condiscípulos que en esto de los idiomas resultaban absolutamente atarugados. La única superioridad que tenía era la propia de algunos seres débiles de cuerpo: una capacidad de leer extraordinaria, patológica, casi. Aparte de lo que tenía y compraba mi tío Pío, yo hice mi biblioteca propia y usé también la de una tía de mi padre, que vino a vivir a casa hacia 1921 y que era una solterona curiosa: porque alternaba la lectura de libros vetustos tales como “Las ruinas de Palmira” y “Las tardes de la granja” con la de folletines de Fernández y González y viajes a los dos polos: de Nansen, de Amundsen, de Nordenkjöld, del duque de los Abruzzos.

Todo me lo tragaba [leía], unido a grandes audiciones musicales con una radio de galena y auriculares que había construido mi tío Ricardo también allá por los años 1926. Otro mundo mágico: ¡la música!

Ahora, cuanto más viejo soy, más pienso en el poder de la música. No como virtuoso, ni como técnico, ni como crítico, que no lo soy y lo último no querría serlo nunca. Pienso en el misterio de que lo que sugieren las voces y las armonías, en las asociaciones que mediante la música establecemos en nuestra cabeza y en el significado vario que le damos a una obra genial o a una cancioncilla, según la edad, según la coyuntura. Por eso me resultan muy insuficientes los libros de crítica musical y desconfío de los que por tener un gusto o una inclinación, dicen que “entiende” de música.

El artista puede ser exclusivo en su gusto, para crear. ¿Pero el que oye?

Y ahora -para entrar en mi segundo acto- haré una comparación musical. La obra más popularizada de [Carl Maria von] Weber [1786-1826] aquí, es la que comúnmente se llama “La invitación al vals”. En ella hay una introducción misteriosa (que es la verdadera “invitación”) y un final que recoge la idea de la misma. En medio desarrollada de forma más larga y brillante la tanda de valses. A mí siempre me ha parecido que el preludio es mucho más profundo y dramático que los valses con ser estos hermosos: pienso también que en mi vida la invitación titubeante, misteriosa, profunda, fue mucho más que lo posterior. Lo inmediato -y sigo con las comparaciones musicales- fue una “danza macabra” y lo de después un “vals triste”, monótono.

1.3 Segundo acto

La “invitación” terminó en 1936, cuando yo tenía veintidós años. Pero de 1931 a aquella fecha transcurrieron casi cinco años cargados de dramatismo y de gran contenido vital para mí. De la adolescencia pasé a la juventud, del bachillerato a la carrera, de la confianza plena a la crítica y a la reserva. Mi familia, por otra parte, se aisló. Hablaré breve de todos estos cambios y tránsitos.

El de la adolescencia a la juventud no es agradable sino se tiene mucha salud y cierta presencia física. Yo no tenía nada de esto y sí cierta tendencia a la vida solitaria, a huir de la realidad y buscar paraísos artificiales, en la lectura sobre todo. Busqué un mundo irreal, en vista de que el real me ofrecía poco. Porque también el cambio del instituto a la universidad, al comienzo, se me hizo duro. El instituto me parecía mejor: en la universidad encontré no poca cochambre clásica. Profesores a los que se aplaudía, alumnos que alborotaban, masas de gente desconocida, promiscuidad. Cuando de la calle Ancha pasamos a la ciudad universitaria parecía que íbamos a desinfectarnos y en efecto, alguna desinfección hubo. Pero no tranquilidad de espíritu.

Se había proclamado la [segunda] república [el 14 de abril de 1931] y esta había sido acogida con gran entusiasmo por todas las personas que trataba mi familia. Es más: mi propio tío Ricardo perdió un ojo en cierto accidente estúpido que le sobrevino en una campaña electoral a favor de la república. La fe compartida por los de casa, tenía un solo disidente: mi tío Pío. ¿Por qué? Porque los hombres representativos del nuevo régimen no le inspiraban confianza como hombres de acción… algunos tampoco como hombres de pensamiento. Creía que, en general, eran débiles para llevar a cabo la empresa que tenían delante. Conocía desde comienzos del siglo a algunos, como [Alejandro] Lerroux [político, 1864-1949] o [Claudio Sánchez] Albornoz [historiador y político, 1893-1984]. No tenía la menor simpatía por Azaña, en lo que éste le correspondía. Pensaba que a Ortega le iban a anular y de los jefes socialistas creía que unos no tendrían influencia, como [Julián] Besteiro [político, 1870-1940] y Fernando de los Ríos [político, 1879-1949] y que otros se verían dominados por doctrinarios, estilo [Luis] Araquistáin [político, periodista y escritor, 1886-1959], o por las exigencias imprevisibles de la masa. Creía también en la gran fuerza oculta de la derecha. Esta falta de fe irritó y se consideró casi como un paso al enemigo…

La situación de los míos se hizo aún más incómoda, porque también Ricardo, amargado y entristecido por la pérdida del ojo, no se consideró apoyado por sus amigos, rompió con ellos y adoptó una posición hostil. Coincidió esto con mi paso por la universidad, no del todo brillante, a causa de una salud precaria. Pero, en fin, dejando aparte lo que no me atraía, poco a poco me hice mi sitio y esto fue debido a que encontré cuatro o cinco profesores francamente excepcionales. García de Diego y Millares en las clases áridas de latín, Obermaier en prehistoria, Trimborn en etnología. Lo que en Madrid no encontraba lo hallaba, por otra parte, en tierra vasca, poniéndome bajo la tutela de don Telesforo de Aranzadi [antropólogo, 1860-1945] y de [José Miguel de] Barandiarán [antropólogo, etnólogo, arqueólogo y sacerdote, 1889-1991] que me trataron como a un hijo.

En la universidad no estaba en el grupo de los que los desvalidos llamaban, con ironía, “los hijos de papá” y no me beneficié de ninguna de las ventajas, reales o supuestas que tuvieron aquellos. No participé en el crucero por el Mediterráneo, ni en otros ritos culturales y veía que entre los jóvenes oscuros había bastantes que no simpatizaban con la república. Continué teniendo más amistad con los compañeros del instituto y donde adquirí algunos nuevos conocidos de gente ilustre o curiosa fue en el Ateneo [de Madrid], a donde iba a estudiar o a huronear por las tertulias.

Acompañé así, alguna vez a [Miguel de] Unamuno [filósofo y escritor, 1864-1936] en sus paseos y conversé con hombres viejísimos que me producían interés. Dentro del círculo familiar, en 1935, tropecé por vez primera con algo que luego me ha obsesionado. Con la muerte: en este caso la de mi abuela, que murió en Vera a los ochenta y seis años, muy serenamente, pero pensando que como la república había venido ten-drían que aparecer en escena de modo indefectible los carlistas. Esta idea que en 1934 parecía producto de una obsesión senil, en 1936 se convirtió en realidad. La muerte ha sido luego para mí la muerte de los demás. En la mía no pienso tanto y a veces juzgo que no será cosa de demasiada importancia. No diré que la considere un bien, pero, en casos, pienso en ella como en algo que podría liberarme de ciertas molestias individuales y colectivas.

Yo no conservo de la república la imagen idealizada que tienen de ella los que por ella combatieron o los que ahora hablan de ella, como hombres de izquierda, sin haberla conocido. De lo que vino después, sí, tengo una imagen negra, negrísima, en lo que se refiere a los años 36-40. Acepto que en parte es subjetiva, porque veo que también hay quienes hablan de aquella época con lirismo. Pero para mí y los míos fue la época de la “debacle”.

Separación con respecto a mi padre, que vio y padeció en Madrid la destrucción de la casa familiar y el taller de la calle de Mendizábal y que salió de la prueba hecho una ruina. Separación larga de mi tío Pío, tras el intento de fusilamiento en la carretera de Irún-Pamplona, del que salió librado por casualidad. Tras el peligro volvió a casa, gracias al duque de la Torre [Francisco Serrano Domínguez y Domínguez Borrell, 1885-1942] y de casa le acompañé a la frontera una tarde memorable. Volví al punto a unirme con el resto de la familia (en contra de lo que alguien ha dicho) para vivir en la tiniebla día tras día, mes tras mes, año tras año hasta 1939. Y cuando la tiniebla se iluminaba era a causa de un rayo mortífero. Muerte en Madrid de mi amigo más querido Juanito Barnés, destrucción del barrio de Argüelles. Sobre esto penuria económica total, sobrellevada con estoicismo admirable por mi madre y con mucha serenidad por mi tío Ricardo. Yo se-guía en un estado de caquexía que me liberó del servicio [militar] y me encerré en la biblioteca de Vera, leyendo como nunca he vuelto a leer. Aún tengo fichas de lecturas no aprovechadas de aquella época en que viví como el topo en su madriguera. Veía, sí, con claridad, que la guerra estaba decidida y que lo que venía no podía ser, por fuerza, muy favorable para mi porvenir, aunque creo que no me hubiera costado mucho “integrarme” de algún modo en el nuevo régimen, porque conocía, por familia o por la universidad, a personas que algo me habían ayudado y que luego, en 1940, se mostraron benévolas conmigo. Pero las andanadas carlistas y clericales contra mi tío eran continuas y aún mucho después cuando en algún documento oficial un plumífero o covachuelista madrileño veía escrito, Julio Caro Baroja me decía con sonrisa acerba: -¿Con que Baroja, eh?

-Sí señor, gracias a Dios y a su divina providencia- contesté alguna vez.

La “danza macabra” terminó, el “vals triste” empezó y sin darme cuenta casi me encontré con que tenía veintiséis años y que la carrera sólo estaba mediada. La vuelta a Madrid fue miserable. Vivimos como tantos otros náufragos en la isla desierta de los restos del barco roto. El Madrid del 40 era espantoso en general. Para nosotros la prueba de la ruina de la gente del grupo al que pertenecíamos y la prueba más evidente aún de nuestra propia ruina. Coincidió la vuelta con el comienzo de otra gran tragedia que como consecuencia primera, trajo mayor escasez de alimentos. Tiempos del boniato, los higos secos y las almendras tostadas, del pan de maíz y de otras amenidades.

Y la gran tragedia también le cogió a uno contrapelo: porque, aunque siempre he admirado mucho a Alemania, estaba en el grupo de los que no deseaban la victoria de [Adolf] Hitler [político, 1889-1945], que era lo que querían las gentes del régimen.

Yo -repito- he admirado, admiro y admiraré a Alemania y a Italia como el que más, y según he dicho, siento que el “italianismo” es algo esencial en mí. Pero no podía desear que triunfara Hitler, que arrastraba al pobre Mussolini, ni que España se convirtiera en un satélite del Eje. Fui anglófilo político, como los pocos liberales que sobrevivían entonces. Al volver mi tío Pío de París a consecuencia de la derrota de Francia, vino a vivir con nosotros en Madrid y pronto se encontró a Walter Starkie, agregado cultural y director del Instituto Británico. Se conocían de antiguo y Starkie le invitó a las tertulias escasas de gente y melancólicas de tono de la calle de Méndez Núñez. Allí empecé a ir yo con mi tío y el primer empleo que tuve, después de haber terminado muy brillantemente la carrera y haber hecho el doctorado, fue el que me dio Starkie, para que le sirviera de secretario-corrector y revisor de traducciones al español y otros menesteres similares.

Esto fue utilizado por un condiscípulo piadoso que “triunfaba” para decir que yo era un agente del “Inteligence Service”. Pero, en fin, también había personas del régimen con intenciones menos aviesas, y así de 1942 en adelante, pude trabajar de modo modesto y oscuro en el Museo Antropológico, en el Consejo de Investigaciones [Científicas, CSIC] y, por último, en el Museo del Pueblo Español. En 1943 publiqué mi primer libro y muchos creían que pronto haría oposiciones. Pero la vida íntima, familiar, era dura y triste. Mi padre murió agotado. Mi madre se hizo cargo de todo y mi tío Pío empezó a escribir con protesta de algunas almas siempre piadosas como mi condiscípulo. En la casa de Ruiz de Alarcón tenía una tertulia de amigos fieles y de vez en cuando iban a verle escritores, periodistas, gente de fuera, emigrados del centro de Europa. Para unos, la tertulia era un refugio, para otros una curiosidad de Madrid o un recuerdo del pasado. Yo no era de los más asiduos, porque me producía tristeza y también porque el trabajo me absorbía. Tenía otra tertulia propia en el café de Varela, luego en el de Platerías, adonde iba gente mucho más vieja que yo, a primera hora de la tarde. Después trabajaba en el Museo Antropológico o en Medinaceli, 4 [sede del CSIC], y alternaba el estudio de la antropología con el de la historia antigua. Hablaba con [Antonio Buero] Vallejo [dramaturgo, Premio Cervantes 1986, 1816-2000], [Antonio] Tovar [filólogo, lingüista e historiador, 1911-1985], Pariente, Alvaro D´Ors [jurista, 1915-2004], [Manuel] Fernández Galiano [helenista, 1918-1988] y otros en el Consejo. En el Museo, con arqueólogos y prehistoriadores.

Un día, por decisión de don José Ferrandis y benevolencia del marqués de Lozoya [Juan de Contreras y López de Ayala, 1893-1978, historiador, escritor, novelista, poeta y político] me encontré de director del “Museo del Pueblo Español”, cargo dado a “dedo” y que me venía como anillo al dedo y en el que trabajé firme. No puedo, pues, decir que a mí, personalmente, me haya perseguido nadie del régimen franquista en una época que considero fue la más dura de todas. Si creo que puedo afirmar, en cambio, que si a la larga no me incorporé a la administración del estado en una forma normal, fue porque veía que en un cargo público destacado, una cátedra, por ejemplo, más pronto o más tarde chocaría con alguien y tendría que marcharme. ¿Para qué entrar? En el museo estuve cosa de 11 años y al final dimití. Soy un hombre con extraña tendencia a la dimisión. También a escabullirme o evitar trincas académicas, congresos y cosas por el estilo. Como director del museo, establecí contacto, sin embargo, con folkloristas y profesores catalanes, de Barcelona, con otros de distintas partes de España y, al fin, después de la guerra mundial, con los primeros antropólogos extranjeros que vinieron a estas tierras. Unos fracasaron, como Oscar Lewis. Otros trabajaban con más prudencia y provecho, como [el etnólogo norteamericano George M.] Foster [1913-2006, autor de Report on the ethnological reconnaissance of Spain, en 1951], al que desde entonces me unen vínculos de amistad y agradecimiento. Pero estos años, en que seguí publicando bastantes estudios técnicos, fueron para mí más importantes y decisivos por otras razones que por las profesionales. Ya talludito, con los 30 muy pasados, tuve un noviazgo serio después de las discretas calabazas que me dio una chica inglesa muy salada. El noviazgo fue largo, complicado, no satisfactorio, en fin, para ninguna de las partes. La ruptura vino poco después de la muerte de mi madre, en 1950, tras dos años de angustiosa enfermedad.

Liquidación terrible por un lado, liberación por otro. Mi papel de hijo terminaba y mi posibilidad de creador de familia también. Me encontraba con un hermano mucho menor que yo y dos tíos septuagenarios. Un grupo familiar raro en verdad. Pensé en no dedicarme más que a mis trabajos personales y a este grupo. Pero tras la muerte de mi madre tuve un período movido de viajes y ocupaciones imprevistas.

Dejando a un lado unos cuantos congresos, a los que asistí (en Bélgica, en Suecia, en Francia) y de los que volví sin muchas ganas de repetir la experiencia (que me pareció aburrida más que otra cosa) gracias a la amistad de Foster, recorrí gran parte de España, sobre todo el sur, con él, tomando multitud de notas y apuntes. Después, también con él, pasé una temporada en Estados Unidos, trabajando en la Smithsonian Institution y asistiendo en Chicago a otro congreso monstruo de antropología. Una experiencia inmensa y que me vino muy bien en mi depresión.

Gracias a Foster también, durante el otoño de 1949 conocí en Grazalema a Julián Pitt Rivers [antropólogo inglés, 1919-2001, autor de Los hombres de la Sierra -de Grazalema, de Cádiz-, tesis doctoral en 1954 y traducido al español en 1971], con el que hasta hoy me une amistad fraternal. Puedo decir que el efecto de la muerte de mi madre lo paliaron estas dos amistades generosas. Porque después de mi experiencia americana, vino mi experiencia inglesa, en Oxford, en Londres y en el sur de Inglaterra. Durante ella, Julián fue mi guía y por él entré en [la universidad de] Oxford con pie firme; por él, también, viví dentro de unos ambientes aristocráticos como de novela inglesa clásica. Cosa que no le es dado a cualquier estudiantón humilde. Conservo recuerdos más vivos de Londres o del Dorset que del ámbito académico de Oxford, aunque allí conocí a hombres importantes y reanudé la vieja amistad con don Alberto Jiménez Fraud [pedagogo, 1883-1964], su mujer y sus hijos. Todo esto, hoy casi 30 años después, me parece un sueño. La vida de casa me hacía sentir más la realidad fuerte. Seguía dura. En 1953 murió mi tío Ricardo en Vera. Murió con enorme serenidad, aunque se hizo lo posible para no dejarle tranquilo en su agonía. Mientras tanto, Pío comenzaba a entrar en un período de postración total, roído por la arteriosclerosis. Aún tuve, sin embargo, una nueva experiencia rara e imprevista que me distrajo. El director general de Marruecos y Colonias, el coronel Díaz de Villegas, quería contar con un informe etnográfico sobre el Sahara español y alguien le debió indicar que yo podría hacerlo. Supongo que fue don Tomás García Figueras, que me tenía cierto afecto y que me llevó también a Marruecos. El apellido [Baroja] ya no pesaba como hacía diez años, y lo que en alguna fecha informativa debía constar es que yo no tenía una ideología política muy fuerte, y que tampoco andaba muy sobrado de convicciones religiosas. Esta ficha debió ir conmigo al Sahara cuando llegué allí en compañía de Miguel Molina Campuzano [archivero, 1918-2008, director de la Hemeroteca Municipal de Madrid], otro amigo excelente que me ha deparado la fortuna y que es, en cambio, hombre muy religioso. El tiempo que estuvimos en el Sahara fue maravilloso para mí, que tuve que improvisar una serie de conocimientos. Conservo de los nómadas [saharauis], hoy triturados por una serie de caprichos y arbitrariedades diplomáticas monstruosas [el Sahara occidental, provincia española, termina en 1976 siendo anexionada por Marruecos y Mauritania], un recuerdo poético y tan fantasmagórico como el que tengo del campo del sur de Inglaterra, del “manor” de los Pitt Rivers. Después, en Madrid, trabajé fuerte sobre temas islámicos, que me condujeron a interesarme por los moriscos y, en fin, vino una temporada de reclusión y soledad, a causa del empeoramiento de la salud de mi tío Pío. En casa escribía, en casa preparaba nuevos trabajos y la única diversión que tenía era un viejo gramófono a manivela. Algo progresé con respecto a los días de la radio de galena.

Los médicos amigos y los contertulios me ayudaban. Val y Vera y Arteta, como médicos, Casas, Gil Delgado, Rico Godoy, como amigos íntimos de la familia. En estos años que van del 49 al 55 tuve también otra apertura de horizonte. Don José Ortega y Gasset me distinguió con su amistad, participé en las tareas del Instituto de Humanidades y al final, de 1955 a su muerte, estuve siempre cerca de él y durante los veranos, allá en la carretera de Irún a Pamplona, frente a Biriatou, dábamos grandes paseos durante los que me confió muchos pensamientos y proyectos. La muerte se lo llevó un año antes que a mi tío y ante ella me dio otro ejemplo de serenidad admirable. ¡Pero qué vacío luego!

La liquidación de octubre de 1956 me cogió prevenido y aunque agotado físicamente, actué del modo más enérgico que pude para que mi tío Pío muriera tranquilo. Hubo que sacrificar algo a ciertas publicidades inoportunas, como la que provocó la visita de [Ernest] Hemingway [1899-1961, premio de nobel de literatura], y tragar todavía algún ataque póstumo en cierta prensa. Pero esto fue poca cosa para mí. A los 42 años tuve la sensación de que otra gran etapa de la vida había terminado. Una etapa fuerte, intensa, con grandes dolores y grandes amistades, en que mi imagen del mundo se perfiló más.

1.4 Tercer acto

¿Después? Después he pasado de la madurez a la senectud. He tenido menos preocupaciones, más dinero, algún pequeño éxito o recompensa, una vida familiar plácida y los amigos me han seguido ayudando. No puedo presumir de haber luchado con grandes y fieros enemigos, aunque haya recibido algunas puntadas o picaduras de avispas, modestas siempre en sus pretensiones de molestar. Si El amigo Fritz [de Erckmann-Chatrian, escritor francés, 1822-1899, novela publicada en España en 1942] se hubiera quedado soltero en su pequeña ciudad alsaciana hubiera podido tener motivos de satisfacción paralelos a los que yo he tenido. Pero yo soy un amigo Fritz sin salud y con mucha carga vital interior: no mía, sino de los míos. Además la época y el país en que me ha tocado vivir no son como para terminar la vida con una carcajada de buen bebedor de cerveza.

He visto España más como un hombre del [la generación del] 98 que como lo de generaciones posteriores. He estado siempre más cerca de [los escritores] Azorín, de Unamuno, [Ramiro] de Maeztu [ensayista y teórico político, 1875-1936] que los poetas del 27 o de los políticos de la república, y en el arte me pasa igual. Acaso también en ciencia. Los cuarenta años del franquismo se pueden dividir en varias partes. La primera, la más trágica. Otra de anquilosamiento y duda. Otra de transición y una final, que empieza en 1960, en que hubo que echar por la borda todo lo anterior: casticismo, autarquía, tradicionalismo en las costumbres, etc., etc.

Época de la “estabilización”, del desarrollo económico, del turismo, de la industrialización, del aumento de las poblaciones urbanas. Lo de “Arriba el campo” y otras consignas se olvidó. Fue el de entonces el triunfo de los ingenieritos y de otras gentes por el estilo. Fueron los llamados “tecnócratas” [unido a la apertura política internacional, las remesas de migrantes y el boom del turismo] los que nos cambiaron la imagen de España, de 1960 a 1970. “Lo que pudo haber sido ya no será”. Los etnógrafos los que habíamos pateado el país durante treinta o cuarenta años anteriores nos encontramos con que todo lo que habíamos estudiado se convirtió de repente, en arqueología, con la paradoja de que quienes quebraron más las condiciones de la vida tradicional fueron a las gentes que se consideraban más conservadoras, más “de orden”. ¿Qué orden? Ahora estas mismas gentes no entienden las consecuencias de aquel “milagro español” [alude al éxodo rural, de la migración del campo a la ciudad, con la transformación de campesinos en obreros industriales principalmente] que creó aglomeraciones como las de Bilbao, los pueblos-dormitorios, los “ghettos” urbanos y de trabajo, el florecimiento de la discoteca y del “pub” con un nombre con diéresis inglés. Creyeron en la eficacia estabilizadora, “política”, de la renta “per cápita” y otras necedades por el estilo y de un país pobre pero hermoso y con posibilidades de “regeneración” hicieron un país con fugaz apariencia de rico que se ha afeado de modo alarmante… y con “regeneración” dificultosa. Fue aquel, el reinado del “billete verde” [dinero] de norte a sur y de este a oeste. Y ahora pienso esto. Hoy mi visión de España no vale para nada. Lo que me ha ocurrido individualmente es un reflejo de la vida pública. Más apariencia que contenido. Me he aferrado al pasado ideal y he vivido a la sombra de los últimos representantes de él.

He tenido el orgullo de que cuando pensaron en mí, dentro de la Academia de la Historia, apoyaran mi candidatura don Ramón Méndez Pidal [filólogo, historiador y medievalista, 1869-1968], don Manuel Gómez Moreno [arqueólogo e historiador, 1870-1970] y don Diego Angulo [historiador de arte, 1901-1986]] y que contestara a mi discurso de ingreso don Ramón Carande [historiador y economista, 1887-1986]. Hombres del pasado [nacidos al final del XIX o primeros años del XX]. Allí tuve y tengo amigos entrañables. Lloro aún la muerte de don Jesús Pavón y del duque de la Torre y me aferro a la amistad de colegas algo más viejos que yo, como Valdeavellano, Vázquez de Parga y Lacarra. En Madrid, en Málaga, en San Sebastián, en Pamplona muchas amistades fuertes y sinceras han desaparecido. ¿Qué es uno sino una sombra? Sólo en la vida íntima, privada, ultradoméstica, puedo encontrar razones para pensar que todavía existo. He escrito y he publicado de 1960 a 1980 más que en el resto de mi vida. Algo con cierto éxito, como mis memorias [Los Baroja: memorias familiares, 1972], o el libro sobre las brujas [Las brujas y su mundo, 1990]. Algo me han traducido también y, en suma, la erudición me ha producido más satisfacciones que a otros.

El círculo de amistades es todavía grande y va desde la de políticos, como [José María de] Areilza [político, 1909-1998], a la de mujeres brillantes y atractiva. Proposiciones de trabajo no faltan… Pero…

Pero la vida pasa (o pasó) y las últimas experiencias me hacen comprobar que soy una especie de Rip Van Winkle [cuento de Washington Irving, escrito en 1819; novelista y cuentista norteamericano, 1785-1859]. Mi imagen de España, mi imagen del país vasco, mi imagen de la universidad y de la vida política nada tienen que ver con lo que es. Esto que es tiene que ser así. Pero si tiene que ser así lo prudente y lo pertinente es dejarlo que sea y retirarse por el foro.

Esperar. Esperar la muerte con tranquilidad, con serenidad. Morirse es algo que le ha ocurrido a tantas personas importantes que no hay por qué estar alborotando ante la idea de la muerte propia. La cuestión es que ésta no sea demasiado dolorosa, molesta o envilecedora. ¿Qué puede hacer uno cuando ocurre algo que ni le gusta, ni llega a comprender bien? Por otra parte: ¿Qué importa que lo que pase le guste a uno o no, lo comprenda o no? Esta no es mi España “regenerable”; no es este mi país vasco mejorable” ni esta mi universidad. Pero son así.

Hay que terminar. De 1960 a 1975 estuve muy vinculado a Málaga, fui tres veces a dar unos cursillos a Coimbra, pasé un curso en la Ecole des Hautes Etudes de París, volví a Inglaterra y a Estados Unidos, conocí algo de Grecia y fui dos veces a Lima. Surgieron algunos amigos jóvenes fuera y dentro. Entre ellos [David James] Greenwood, antropólogo norteamericano de mucha capacidad [autor de The Anthropologies of Spain: A proposal, 1989]. Soportes individuales no me han faltado.

Después vino la liquidación del régimen franquista que ocurrió de modo bastante ininteligible para mí y ahora empiezo a ver las consecuencias de tal liquidación. Al comenzar esta etapa algunos consideraron que yo había vivido “marginado” como se dice ahora, que debía incorporarme a la universidad. Unas propuestas de acceso parecían más factibles y sinceras que otras. Pero la verdad es que si yo he quedado muy al margen de la vida pública ha sido más por voluntad propia que por decisión de autoridades hostiles. “Aquello no me gustaba” y nada más.

¿Y esto? Esto me parece mejor desde el punto de vista político y veo que hoy muchos viven como el pez en el agua: sobre todo los políticos mismos y los periodistas. Hay libertad para discurrir y también para no discurrir. Hay gente que cree, silogísticamente, que siendo de izquierdas se es por fuerza inteligente y que escribir artículos de periódico o revista esmaltados de tacos y reniegos es una prueba de libertad de espíritu y de ser avanzado. Se observan tras señales de infantilismo colectivo y una tendencia clara al resentimiento demagógico, encubierto por falsas alegrías y virtudes. Pero en toda democracia se han dado estos hechos: la cuestión es que no se pase a más.

-¡Pero los hombres como usted deben colaborar, cooperar, adscribirse a algún servicio, ayudar a la juventud!

-Sí. Es evidente. Pero cada cual sirve como puede. Por otra parte, lo mejor de mí servicio ya está hecho: son unos cuantos librotes. Yo no me voy a poner ahora a pegar zapatetas en el tablado político, periodístico o universitario para obtener el favor, divertir y llamar la atención y para que algún jovencito diga condescendiente: -¡Qué vejete más simpático!-. Ahora hay mucha gente que cree que el objetivo de la vida es ser popular. Yo no: y menos popular a cierta edad y en ciertos medios. Hoy no son populares la mayor parte de las personas que yo he admirado más y sí lo son otras que me parecen de poco fuste o caracterizadas por un grosero disfraz y por su tendencia a la impostura. Cuando alguien me dice, por ejemplo, que ahora no se lee esto o aquello a este o a aquél, o no gusta tal música o tal pintura, replico: -Pues peor para ahora-.

No soy un evolucionista de misa y olla de esos que creen que lo último, por fuerza, es lo mejor. Creo que todo fluye…, pero como lo creía el difunto Heráclito [filósofo griego, c.540 a C.- 480 a C.]. Este momento del fluir español no es el mío, ni el de los míos. Sé ya que ese momento mío ha sido siempre más imaginario que real y vivo de la imaginación. Ahora si me arrepiento de algo en mi vida es de una sola cosa. De no haber ido más a Italia, de no haber conocido más a fondo los campos, pueblos, ciudades y personas de aquella hermosa tierra para enriquecer más los años últimos de la vejez, con recuerdos hermosos. Es un arrepentimiento egoístas y de esteta. Otros se arrepienten de no haber luchado más por la gloria, por el dinero, por las mujeres o por el poder, y se creen altruistas. Allá ellos.

¿Qué más puedo decir? Que era escusado escribir una autobiografía. Yo no soy más que un espejo que refleja todavía un mundo pasado… Un mundo que acaso no existió de veras, más que en unas cuantas conciencias.

2 Cuatro retratos de Pío Baroja

2.1 Introducción

Que el tiempo vitalmente considerado es algo distinto al tiempo matemático medido con diferentes artefactos y convenciones, es algo que cualquier persona experimenta sabe, aunque no lo sepa expresar. Los astrónomos pueden especular sobre millones de años luz y otras cosas por el estilo. Pero el hombre común y corriente no sabe aún cómo medir el tiempo de su vida. Y a mí me pasa esto igual que a cada hijo de vecino, aunque acaso con mayor conciencia de que me pasa. Ahora, a punto de cumplir sesenta y siete años (esto se escribió en 1981), va a hacer un cuarto de siglo que murió mi tío, Pío Baroja [nace en San Sebastián, el 28 de diciembre de 1872 y muere en Madrid, el 30 de octubre de 1956].

2.2 Primer retrato

Tenía yo entonces cuarenta y dos. Descompongo mi vida así: 21+21+25- ¡Pero qué diferencia en la intensidad y si se quiere entre la sensación de “duración” que doy a los dos veintiunos primeros y la que asigno al veinticinco último!

De 1914 a 1935 me parece que pasó un tiempo larguísimo, misterioso, lleno de experiencias raras y enigmáticas. De 1935 a 1956 otro en conjunto dramático, desagradable, pero más corto. Y de 1965 a 1981 otro que, siendo el más largo matemáticamente, me ha parecido más breve, fugar y más banal. La vida en vez de cargarse de contenido se me ha trivializado. No siento la gravedad de la vejez, si no es como podría concebirla lord [Philip Domer Stanhope de] Chesterfield [estadista inglés, 1694-1775, autor de las reconocidas Letters to His Son -Cartas a su hijo-, 1774] al sostener que la gravedad es el signo más claro de la impostura. No me siento “barba” de comedia antigua. Pienso que lo más exacto que puede uno decir al morirse de la última parte de la vida es esto: -¡Pché!

Esto me pasa a mí. Ahora quisiera trasladar la experiencia propia a lo que sé de la vida de mi tío. Porque creo también que su vida, más larga que la mía (que no deseo que se prolongue hasta la edad a la que él llegó), también podría dividirse de forma parecida de esta suerte: 21+21+21+21+21. Jeroglífico para biógrafos, críticos y exegetas. Cuatro tiempos vitales muy distintos, en contradicción con las pretensiones de los biógrafos que quieren hacer “retratos” de artistas o de otras clases de gentes como si hubieran sido los mismos a los veintiséis que a los setenta y seis años; biógrafos que van en contra también de la sabia praxis de los pintores. Porque Velázquez no pintó a la “Venus del espejo” cuando esta dama era sesentona, sino en una muy apetecible juventud, distinta en todo a su vejez, que ignoramos. Así yo veo en mi tío cuatro personas en cuatro tiempos. De los dos primeros puedo hablar por referencias. De los dos segundos, según mi experiencia y mi recuerdo.

2.3 Segundo retrato

1872-1893. Infancia, adolescencia, primera juventud. Tres épocas cortas, decisivas, turbulentas primero, angustiosas y dolorosas después. Un niño considerado torpe, un adolescente rebelde, un joven crítico y poco simpático a profesores y otras gentes respetables. Cambios continuos de residencia, grandes contrastes entre ciudades como Pamplona, San Sebastián, Valencia y Madrid. Vida estrecha, pero animada por una familia interesante: un padre con lecturas superiores a las que por lo común se pueden atribuir a un ingeniero vasco, con aficiones artísticas y literarias, cierta tendencia a la bohemia y a la extravagancia y un anticlericalismo poco a tono con el medio en que tenía que desenvolverse. Una madre austera, poco optimista, que consideraba ya de joven que la vida hay que “aguantarla”. Pío, como sus hermanos, no pensaba esto. Eran rebeldes, sin el optimismo bohemio del padre, ni la resignación de la madre. Por lo que yo he hablado con Pío mismo, con Ricardo y con su hermana, es decir, mi propia madre, estos años decimonónicos de la vida de los míos estuvieron tan cargados de experiencias y sucesos que no puede compararse su intensidad con la de los de después. Son años “ahistóricos”, “amorfos”, cambiantes, sin línea. Los niños y los adolescentes son proteicos. Más cuanto más cambian los ámbitos en que viven. Sólo los pedagogos pueden creer que con sus pruebas son capaces de determinar cuál es la forma y cantidad de su inteligencia, de su sentido ético, artístico, etc. ¡Así vamos como vamos! Según las respetables previsiones de sus maestros, Pío Baroja era un niño de tercera. ¿Pero sabía él mismo lo que llevaba dentro? No, con seguridad. La imagen que yo me he formado de él con respecto a aquella época es la de un niño o un adolescente un poco “a la moderna”. Es decir, un niño y un adolescente poco cómodo para sus padres, parientes y allegados. Lo que pasa es que a esa falta de agrado debía unir algo más que no tienen la generalidad de los incómodos niños modernos: imaginación, capacidad de soñar en la soledad y valentía ante el propio yo. Ahora los adolescentes procuran ser molestos en común, formando grupos y no quieren verse solos.

Pensando en mí propia experiencia, creo también que los días que pasó mi tío en la soledad fueron mucho más intensos, densos y con una sensación de duración vital más larga que aquellos que pasó en compañía de otros niños y adolescentes. La vida en común de colegios y barriadas parece cosa corta, fugaz, de poco contenido, al lado de la vida solitaria.

Los veintiún años primeros de la vida de Pío Baroja le dieron, así, materia para recordar y pensar hasta el final de su vida, cosa que no le ocurrió con la tanda de los cuarenta y dos últimos.

2.4 Tercer retrato

1894-1915 ¿Y los inmediatos? Los años finales del siglo XIX y los primeros del XX fueron para Pío Baroja los del gran tránsito. De un joven desconocido a los veinticinco años paso a ser un escritor famoso con poco más de treinta. Pero a costa de muchos esfuerzos, de muchas experiencias y de no pocos dolores. Puede decirse también que a los cuarenta y dos años, al término de este segundo período, había escrito ya las obras que le han dado mayor fama, había probado casi todos los géneros que constituyen el mundo barojiano: novela madrileña, novela vasca, novela marítima, histórica, filosófica, de viajes. También se había distinguido como articulista y había sido bastante traducido. Esto se ve claramente en cualquier biografía. La vida interior del profesional dedicado a su arte fue muy intensa: pero muy distinta a la de los años anteriores. Baroja renunció a la medicina [estudios de licenciatura], tuvo que sostener a regañadientes una industria [panadería], vivió entre literatos y artista y pasó por las redacciones de periódicos importantes. Incluso buceó en el mar político. Pero fue haciéndose más solitario, errabundo, viajero versátil y, al fin, necesitó quietud, reposo, un ancho espacio donde meditar. Renunció a toda idea de tipo juvenil, de modo que parece [viejo] prematuro. Con esta renuncia obtuvo algo que casi ningún escritor obtiene: serenidad y tranquilidad de ánimo, que no le abandonaron ya durante el resto de su vida.

Esto no quiere decir que dejara de ser combativo e incisivo. Lo que ocurrió es que al escribir algo con propósito polémico, siempre dejaba traslucir cierto humor y acaso esto exasperaba más. Baroja no se aisló del todo; pero desde 1912 vivía gran parte del año en Vera de Bidasoa, con su madre, y acaso allí “las horas solitarias” fueron también horas más largas que las pasadas entre la bohemia madrileña: horas que le fueron distanciado más y más del mundo circundante.

Cuando yo nací, mi tío Pío tenía alrededor de cuarenta y dos años. Cuando empiezo a recodarle, allá hacia 1918, se consideraba un hombre viejo y aún no había llegado a la cincuentena. Por entonces sufrió la mayor crisis de salud de toda su vida, y en 1920 estuvo a punto de morir. Pero después, hasta que empezó la guerra civil, fue uno de los seres más robustos que he conocido: un hombre que, por otra parte, nada tenía que ver con la imagen violenta, agresiva y malhumorada que corre por ahí y que acaso, en parte, sólo en parte, podría corresponder a su primera juventud.

La primera imagen que tengo de él es la de un casi cincuentón de estatura media, corpulento, con grandes manos, una cabeza potente, inmensa calva, barba corta rojiza, cobriza, labios rojos, nariz gruesa y ojos claros, medio sorprendidos, medio irónicos. Una cara que en Madrid desconcertaba. Cuando Fernando de los Ríos vio la de Lenin frente a frente, le recordó la cara de mi tío Pío. Pero creo que la expresión de éste era mucho más suave: tenía la suavidad que da la falta de fe.

Pío Baroja andaba de aquí a allá encorvado, curioso, atento a lo que hacían las gentes alrededor, con una capacidad para dialogar con los más humildes que a veces sorprendía e irritaba: porque esta capacidad no la tenía con personas encopetadas e importantes. Por un lado, era el más democrático de los hombres, porque con el pueblo se encontraba a gusto. Pero, por otro, podía parecer el más antidemocrática, porque tanto ministros, subsecretarios, diputados, alcaldes y concejales como a jefes de izquierda o de derecha, “representantes del pueblo”, en fin, le causaban más bien aversión que otra cosa. Aversión porque la experiencia le hacía suponer que, en general, eran gentes aburridas [o mejor dicha: corrupta].

Lo peor que podía decir de alguien era: -Ese es un tío lata [equivalente a decir persona hipócrita]-. Y los tíos latas parece que, según él, abundaban en la “clase política”, como se dice ahora.

De 1925 a 1935. Pío Baroja vivió pendiente de la salud de su madre, cada día más precaria. Se aisló más y no participó ni a favor ni en contra de los movimientos políticos y culturales que excitaban a la juventud. Yo -por ejemplo-. No le he oído decir nunca una palabra de los poetas de la llamada generación del 27. Sí, algo, de los prosistas. Más de los pintores modernistas, aunque ya entonces empezó a dominarle una tendencia bastante “tolstoiana” adversa al excesivo esteticismo. Con respeto a los filósofos y científicos del momento tampoco era muy entusiasta. El vicio mayor que encontraba en los que estaban más a la moda era siempre el mismo: “Palabrería”.

Pero de repente la bestialidad de la vida se le echó encima. En 1935 moría su madre. En 1936 empezaba la guerra civil, y así puede decirse que acabó trágicamente el tercer cuarto del existir a que me referí antes.

2.5 Cuarto retrato

El último, el que vivió de 1936 a 1956, fue siniestro al principio. Luego mediocre. Pero la mediocridad compartida con los de casa la sobrellevó serenamente y, al final, puede decirse que tuvo, por suerte para él, una especie de jovialidad senil, acaso debida a la misma arteriosclerosis. Una jovialidad que sorprendía a algunos visitantes cuando iban a ver al ogro legendario.

Hay un personaje dickensiano que aparece en “Martín Chuzzlewit” [The Life and Adventures of Martin Chuzzewit -La vida y aventura de Martín Chuzzlewit-, escrita entre 1943 y 1844, y publicada en este último año; de Charles Dickens novelista inglés, 1812-1872,] y que se caracterizaba por su tendencia a la jovialidad: que pensaba también en lo meritorio de ser jovial en los medios y ambientes menos adecuados para sostenerse en aquella situación de ánimo. Mi tío, al borde de los ochenta, era jovial en un medio en el que, en efecto, había que tener mucho “mérito” para serlo. Porque el cupo de vinagre nacional había aumentado y se administraba con estupenda generosidad.

Desde la última vuelta del camino, Pío Baroja escribió sus memorias [ocho volúmenes, que inicia publicando en 1944]1. Leyéndolas se ve claro que los cuatro tiempos de su vida, iguales matemáticamente, fueron completamente distintos para él en el recuerdo y en la consideración de su importancia. Importancia y recuerdos van disminuyendo de modo progresivo. De 1882, 1892, 1902, Pío Baroja recordaba al dedillo todo cincuenta o sesenta años después. De 1902 a 1936 recordaba mucho menos. Y de la guerra y de lo que vivió después, muy poco, y esto sin cagarlo de demasiada importancia.

Poco antes de morir, con la conciencia ya confusa, podía sobresaltarse ante la posibilidad de tenerse que examinar en San Carlos [Facultad de Medicina] con don Benito Hernando o Letamendi. Pero el amago de fusilamiento de 1936 o los desastres que vio en Francia en 1939 o las miserias de la posguerra no quedaban reflejadas en sus angustias. En suma, veo por su caso (también por otros) que cuanto más se prolonga la vida menos intensidad tiene. Que la niñez y la adolescencia son la clave.

¿Piensan en esto los críticos y los biógrafos que cuentan las vidas de sus héroes como algo con una dirección clara hacia un fin, como una marcha ascendente para llegar a la cumbre?

3 Ricardo Baroja

3.1 Introducción de Ramón María del Valle Inclán

Ricardo Baroja Nessi -sangre vasca y sangre bombarda- [nacido en Andalucía, en 1871] es un raro caso entre los hombres de mi amistoso conocimiento. Ningún goce intelectual le es ajeno, y así discierne en artes y letras, ingenios de mecánica y graciosas invenciones. Son las virtudes del Renacimiento. Pero estas prendas dilectas, jamás sometidas a los preceptos rigurosos de la disciplina, han tenido una difusa y contradictoria impresión romántica.

Ricardo Baroja, falto de acicate, dispersa sus varios talentos con sazonadas burlas para las guirnaldas que tejen al alimón Gacetillas y Academias. Acaso ha maliciado siempre un amable desdén por las famas que laurea el pago manchego. Es el fruto que han mordido todos los hombres de honesto juicio en las postrimerías del siglo XIX. ¡Grotescas horas aquellas¡

Ramón María del Valle Inclán

3.2 Mi tío Ricardo

La facultad de ver no es de las más comunes en el hombre. Al menos la de ver bien. Cuando leí los estudios del barón [Jakob Johann] Von Uexküll [biólogo y filósofo alemán] sobre los elementos significativos para distintas clases de animales y contemplé los diferentes sistemas de visión que tiene, según él, cuando me di cuenta de que en un gran campo, cierta clase de mariposas no ven más que manchas vagas de un lado y de otro las plantas que comen o en que pueden depositar sus huevos, bien destacadas, pensé que aplicada la hipótesis al hombre acaso daría como resultado que donde uno ve mucho, el otro no ve nada, o ve, resaltadas, cosas distintas.

Siempre me ha chocado, por ejemplo, cómo bastante gente que he conocido, y no de la inculta, puede llegar a un sitio nuevo y curioso sin mirar a las paredes, sin fijarse en los cuadros y en los objetos de distintas clases. Hablan luego de lo suyo, con reiteración, y se van. Esta experiencia la he tenido con muchos profesores en general y con bastantes de literatura en particular. Vienen a mi casa de Vera, a Itzea, a estudiar algún tema relacionado con mi tío Pío, les doy los libros o papeles que buscan como la mariposa busca la col y ya no miran nada de lo que hay en torno. Yo en un caso similar me pasaría mirándolo todo, fisgando, varios días: y esta facultad de ver creo que se la debo, en primer término, a mi tío Ricardo, que teorizaba mucho y bien sobre ella. “Hoy -dijo en cierta ocasión- ha venido a mirar una señora que parece que te-nía miedo a mirar a las paredes. ¡Qué bestia debía ser!”. Todo cultivador de las artes plásticas es, en esencia, un ojo. [Bernard] Berenson [crítico de arte lituano, 1865-1959] creo que dijo que eran las sensaciones táctiles [valores táctiles] las que el pintor proyectaba al cuadro con su ojo; pero esto es una de las muchas sutilezas que han llevado a la crítica al callejón sin salida donde ahora se encuentra. Mi tío Ricardo, pintor y grabador, era, como otros de su oficio, un ojo, pero además te-nía sobre la generalidad de los artistas españoles una curiosidad omnívora y una cultura grande. Ya de chico había sido un estudiante mejor que Pío. Pensó ser ingeniero. La sombra de la tuberculosis, que costó la vida a su hermano mayor Darío, asusto a sus padres en un momento en que estaba muy flaco y espiritado. La carrera “fuerte” fue desechada e hizo otra, completamente distinta: la de archivero, bibliotecario y arqueólogo que en su tiempo quedaba aparte de la de Filosofía y Letras. Simultáneamente había aprendido a dibujar y a pintar. La estancia de la familia en Valencia coadyuvó para el desarrollo de la afición porque en aquella ciudad populosa hubo a fines del siglo XIX pintores muy buenos, dejando aparte el astro más conocido, es decir, [Joaquín] Sorolla [1863-1923].

No voy a hablar ahora de la vida y milagros de mi tío desde que empezó a pintar hasta la fecha en que comienzo a tener recuerdo de él, porque en otra ocasión escribí su semblanza. Sobre aquélla quiero dar aquí unas notas complementarias para centrar su figura en estas memorias familiares. He de confesar que para mí ha sido la persona más significativa de la familia. ¿Por qué? Era un hombre abierto, de juicios categóricos, violentos, sin trampa ni cartón. De primera intención todo o casi todo el mundo simpatizaba más fácilmente con él que con su hermano [Pío]. Se le consideraba un gran “causeur”, un contertulio divertido y mordaz. Todo esto es verdad. Pero también es cierto que yo no he conocido un hombre más impenetrable en ciertos órdenes como hablando con Pío, sin poder averiguar qué pensaba de su padre, o qué le había ocurrido de chico en tal o cual circunstancia; en cambio, hablando con Ricardo las confidencias quedaban en el plano más elemental y superficial. Todo lo que decía tenía un carácter artístico o raramente intelectual, aunque fuera de un intelectualismo sui generis. Mi tío Ricardo tenía poca afición, por no decir ninguna, a la psicología y a la literatura psicológica. Le gustaban, en cambio, la geometría, la mecánica y las ciencias físico-naturales: acaso más las naturales que las físicas. No poseía fe religiosa, ni le interesaba la religión como a su hermano, aunque fuese desde fuera. Era un discípulo de [Tito] Lucrecio [Caro, filósofo y poeta romano, c. 99-c.55 a C.] con los datos de su época, de su siglo: un darwiniano dogmático que no gustaba nada de las obras del biólogo alemán que he citado anteriormente, en este mismo apartado. Era también bastante marxista de teoría, en su interpretación de la historia. Los recuerdos entomológicos de [jean-Henri] Fabre [naturalista, entomólogo y escritor francés, 1823-1915], naturalista creyente que invoca de continuo a la providencia, le interesaban en los detalles y le irritaban en la teoría. Mi tío tenía una concepción mecánica de la naturaleza y era diferente a los problemas del más allá. Anticlerical en esencia. Pero unida a esta personalidad como de naturalista de su tiempo, había otra, ardiente y explosiva. La del pintor, el grabador y el teórico de las artes.

3.3 Ricardo Baroja, un artista2

3.3.1 Primero

La calidad de los casos que le ocurren a uno a lo largo de la vida, o la de aquellos de que es espectador, es tan cambiante que, a veces, se tiene la tentación de pensar que unos han sido sueños y otros, sí, simple realidad. Sueños terribles o plácidos, de carácter fantástico siempre en su horripilancia o placidez. Tras ellos, o alternados con ellos, se suceden las escenas cotidianas, vulgares, pesadas. Jules Laforgue [crítico literario y poeta francés, 1860-1887] se lamentó de lo “cotidiano” que es la vida, en forma que le gustaba recordar mucho a mi tío Pío en su vejez. Personalmente me encuentro en la circunstancia de que la mía está dividida en dos partes claras. La primera es la que podría llamar onírica la que me parece un sueño; la segunda es la que me parece real. De un realismo vulgar, añadiré y alegrada tan sólo por los goces de la amistad y de la vida familiar.

Una de las razones por las que la primera parte de esta vida mía me parece sueño es la de que, durante ella, viví y conviví con gentes de personalidad poderosísima. Casi todas han desaparecido, casi todas se han convertido en fantasmas. Poco o nada tienen ya que ver con el mundo que bulle en mi derredor. Novelistas, poetas, filósofos, pintores, científicos de mi juventud: ¿dónde estáis? Nadie responde. Yo mismo no respondo, porque de ser un muchacho esquelético y desgreñado, con aire de estudiante nihilista, me he convertido, si no en un hombre gordo y pacífico, como el ventero del Quijote, sí, al menos, en un cincuentón con apetito regular y dado a la erudición histórica.

La vida mágica terminó, las personalidades mágicas desaparecieron y sólo queda el recurso, pobre y triste recurso, de recordar. Y hoy me toca recordar -casi por oficio- a una de las personas que contribuyeron de modo decisivo a que la primera parte de mi vida haya sido como un sueño fantástico; a un hombre que vivió más de ochenta años, en plena ideación de cosas que nada tenían que ver con la realidad cotidiana y que se murió a fines de 1953, tan ajeno a lo que movía y mueve a la España de entonces y de ahora, que poco antes de morir satisfizo el deseo de oír leer, por última vez, unos trozos del canto quinto del poema de Lucrecio De natura rerum [De la naturaleza de las cosas, I a C.]. Este hombre fue mi tío materno, Ricardo Baroja y Nessi.

(...) De todos los miembros de mi familia materna el que poseía un aire racial más acusado era él. Cuando iba aún afeitado hubiera podido pasar por un modelo de vasco para Museo Antropológico. Era alto, bien plantado, flaco, tenía una cabeza ancha, cara triangular, gran nariz arqueada, barbilla saliente, ojos pequeños, brillantes y sonrisa sardónica. Con su boina y su pipa parecía un patrón de lancha de Guetaria o de Ondárroa, de aquellos que decían ironías terribles y desorientadoras a su tripulación. Como es corriente también entre los vascos, llevaba con soltura su arrogante físico.

Mi tío, en una época de su juventud y aun después, había sido casi un dandy. Había gustado de las grandes corbatas, de los buenos chalecos de fantasía, de las camisas impecables, de los más ánglicos bombines y cuellos de pajarita. Mi abuela se pasó considerable parte de su vida cuidándole la ropa con esmero. Este gusto le duró hasta los sesenta años. Pero, al quedarse tuerto, comenzó a abandonarse y llegó a llevar unos trajes inverosímiles. Nunca, sin embargo, tan inverosímiles como los que usaba mi tío Pío en su última edad; porque según él una corbata vieja o un bramante, eran cosas muy apropiadas para sujetarse unos pantalones, heredados... de sus sobrinos.

Mi tío Ricardo, de viejo, se ponía el chaleco encima de la camiseta, se arrollaba un pañuelo al cuello, luego se metía en un chaquetón o blusa y se lanzaba a la aventura artística... o a la que saliera. Se había dejado la barba, tenía un ojo de menos y aunque estaba fuerte se había achicado algo de estatura. Parecía entonces el viejo pirata jubilado, o el conquistador de Indias, convertido en corregidor tras largos años de combate. Acaso también un compañero de Enrique IV [de Francia, 1553-1610]3 el bearnés.

3.3.2 Segundo

Pero hablemos de épocas más remotas. Ricardo Baroja, vasco de Museo Antropológico, como digo, había nacido en las Minas de Río Tinto, provincia de Huelva, a comienzos del año 1871: el 12 de enero [y muere en Vera de Bidasoa, 19 de diciembre de1953]. Su padre, Serafín, ingeniero de minas, sin fe en las minas ni en otras muchas cosas, fue uno de los últimos ingenieros del Estado español que trabajó allí. Por eso en cierta ocasión Ricardo Baroja concurrió a una exposición de artistas andaluces, con perfecto derecho: pero lo que tenía de andaluz era bien poco, en verdad, aunque le encantaba Córdoba, como a su hermano y aunque pintó paisajes con casas blancas y luz acerada, para combatir la Andalucía de pandereta.

Sobre su conciencia, como sobre la de Pío, influyó mucho la vida infantil en el San Sebastián de la segunda guerra civil [carlista], en Pamplona y en Madrid. Fue mejor estudiante que Pío, no tan bueno como el hermano mayor, Darío: pero aún de viejo podía recordar trozos del comienzo de las Pónticas [o Cartas del Ponto, escritas en su destierro -obligado por el emperador César Augusto- en Rumanía] de [Publio] Ovidio [Nasón, poeta romano, 43 a C.-17], que les hacía aprender de memoria en Pamplona y allá por los años de 1884, un dómine a la antigua usanza.

Por esta época también comenzó a dibujar, a emborronar tablitas de cajas de puros y a soñar al alimón con sus hermanos, con viajes extraordinarios, expediciones marítimas, descubrimientos e inventos. Ricardo tuvo siempre una afición a las matemáticas que nos ha faltado de modo unánime al resto de la familia: una afición que posteriormente chocó y admiró a algunos de sus camaradas pintores.

Terminando el bachiller el año de 1886, pensó incluso en ser ingeniero, pero una crisis de salud juvenil hizo que abandonara el proyecto, para estudiar con asiduidad en la Escuela Diplomática (1888-1891), de suerte que amén del de “pintor andaluz” Ricardo Baroja tuvo, con el tiempo, el título, extrañísimo para él también, de “archivero, bibliotecario y arqueólogo”…

Pero el caso es que fue, de tumbo en tumbo, desde 1894 a 1902, a donde menos lo esperaba (...).

3.3.3 Tercero

La época que va de 1895 a 1902 es aquella en que mi tío Ricardo fluctúa entre la vocación pictórica, la profesión de archivero y el menester de panadero que le impone una herencia no despreciable. Por obra de los cambios de destino burocrático va de aquí a allá: a Cáceres, Bilbao, Teruel, Segovia. Conoce los campos y los pueblos de España a fines del siglo XIX fue algo decisivo para aquel hombre, que tenía un poder de retención extraordinario en la retina. Porque, cuando pasados los setenta años, tuerto y vacilante, pintó paisaje sobre paisaje, para vivir o sobrevivir, sacó fuera de sí todavía muchísimas de aquellas imágenes.

Por otra parte, el vivir en Madrid grandes temporadas le dio ocasión de pasar largas horas en el Museo del Prado, en donde él y otros jóvenes redescubrieron muchas cosas. ¿Quién hablaba del [Doménikos Theotokópoulos, pintor griego afincado en España, 1541-1614] Greco en el Madrid de 1898? ¿Quién pensaba que lo más intenso de [Ramón] Gaya [1910-2005] eran los dibujos y las aguafuertes? ¿Quién comenzó a fijarse en [Francisco de] Zurbarán [pintor, 1598-1664], más que en [Bartolomé Esteban] Murillo [pintor, 1618-1682]? ¿Quién buscaba los rincones, donde se malveían los retratos de A. [Adriaen van] Cronenburgh [pintor de los Países Bajos, 1525-1604]? Mis tíos y algún joven más. Mis tíos, a los que describe de esta manera don Silvestre Paradox, el año de 1901 (en las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox [novela de Pío Baroja, 1901]).

Estos Labartas, así se llaman los panaderos -dijo Silvestre a Ramírez mientras esperaban-, son tipos bastante curiosos: uno es pintor, el otro médico. Tienen esta tahona, que anda a la buena de Dios, porque ninguno de ellos se ocupa de la casa. El pintor no pinta; se pasa la vida ideando máquinas con un amigo suyo; el médico tiene, en ocasiones, accesos de misantropía y entonces se marcha a la guaridilla y se encierra allí para estar solo.

Entran en la vivienda de los Labarta los dos bohemios y les pasan a un despacho: “en las paredes, recubiertas de papel amarillento, había una porción de cuadros”, sobre todo grabados y “fotografías de obras del Greco”. Ahora aparecen Labarta el médico, es decir, mi tío Pío:

un tipo con una calva que más parecía tonsura de frente, de edad indefinible, huraño, sombrío y triste, vestido con un chaquetón raído y un pañuelo en el cuello...

Luego aparece el pintor “hombre alto, flaco, macilento”, que oye a Paradox con sonrisa irónica y que se echa en el sofá con indolencia.

(...) Hacia 1898 las tertulias madrileñas donde se hablaba del Greco, de los primitivos, etc., eran tertulias literarias, en que casi el único pintor era mi tío Ricardo. De 1900 en adelante la cosa varía. Los artistas con gustos “modernos” aumentan y comienzan a formar grupo. Se separan hasta cierto punto y en 1903 esta nueva tertulia artística sigue con vida autónoma adelante hasta 1916 por lo menos (...). Cuando hoy contemplamos la obra de cada uno de los artistas que se reunieron en el Nuevo Café de Levante, con Valle-Inclán y mi tío Ricardo, tenemos motivo para quedamos perplejos. Puede aceptarse -por ejemplo-- que Julio Romero de Torres [pintor, 1874-1930] y Anselmo Miguel Nieto [pintor, 1881-1964] se vieran influidos de modo decisivo por la palabra, por el genio verbal de Valle-Inclán. ¿Pero qué les unía a mi tío Ricardo en sus ideales artísticos y qué hacían allí Solana u otros jóvenes, adscritos también al grupo como [Francisco] Sancha [pintor y dibujante, 1874-1936], [Aurelio] Arteta [pintor, 1879-1940] o [Fernando] Labrada [pintor y grabador, 1888-1977]? En cambio si hoy mismo, con más de medio siglo de perspectiva, se lee alguna novela de las que escribió mi tío Pío (entre 1900 y 1910) y se contempla un aguafuerte de los que grabó mi tío Ricardo también por entonces, se observa que existe honda relación entre el arte del uno y el del otro. Sin embargo, mi tío Ricardo buscó amigos entre los artistas que cultivaban estilos y técnicas, más afines a las tendencias que, en bloques, pueden llamarse “modernistas”. Eran estos los ya citados Romero de Torres y Anselmo Miguel; también R. [Rafael] de Penagos [dibujante y pintor, 1889-1954], [José] Moya del Pino [pintor y muralista, 1891-1969], [Fernando] Labrada [1888-1977]... Casi todos aquellos jóvenes habían estudiado, bien, pintura en escuelas de artes y oficios, talleres provinciales e incluso en la Escuela de San Fernando de Madrid [ubicada física en la actual Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid; aunque la enseñanza artística se ha perpetuado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid]. Sabían mucho y algunos, como Anselmo Miguel y Penagos, poseían facultades naturales extraordinarias. Pero se empeñaron en cosas concretas: demasiado concretas a mi juicio. En primer lugar, en luchar libremente en las exposiciones nacionales y en certámenes de otra índole, con grandes figuras del arte oficial, profesores y académicos. En segundo término, en revisar los principios técnicos de su arte y en luchar contra la pincelada grasa de los sorollistas. Les preocupaba mucho la técnica, el oficio y derrocharon cantidad de esfuerzo en hacer pruebas con aceites, barnices, colores, secantes, etc.

Al final unos, como Penagos, que había pintado paisajes muy bonitos y retratos excelentes, tuvo que hacer miles y miles de dibujos, con fines periodísticos y comerciales, perdidos en gran parte. Otros hicieron retratos de señoras elegantes; otros pastiches de primitivos o composiciones de un folklorismo que hoy resulta poco ameno. Y el único que se salvó de estas esclavitudes, pero que nunca llegó a ser un pintor profesional, fue mi tío. Él había dirigido un poco la cuadrilla en las discusiones, él había manejado a unos y otros en las votaciones de las medallas, etc. Pero en su arte quedó ajeno al modernismo, a las bellezas formales, al culto a la figura humana y los que recogieron luego algo de él fueron [José] Gutiérrez-Solana [pintor, grabador y escritor, 1886-1945] (es decir, que ocurrió lo contrario, justamente, de lo que dijo el señor [Ramón] Gómez de la Serna [escritor y periodista, 1888-1963] en un momento de ofuscación cronológica e influido por cierta mala voluntad permanente hacia mis tíos, en la que había -no he de negarlo- reciprocidad) y los pintores más jóvenes como Eduardo Vicente [pintor, 1909-1968].

Alcanzó Ricardo Baroja grandes éxitos como aguafuertista relativamente pronto: segunda medalla [en la Exposición Nacional de Bellas Artes] en 1906, primera en 1908; y a 1906 corresponde un hecho curioso. Solana, mucho más joven, tenía una admiración grandísima por Ricardo, que le enseñó a grabar. Aún puedo recordar el comienzo de unos versos, escritos con su letra gruesa e infantil, perdidos también, que decían: “Yo quisiera cantar, [oh Baroja altanero]/ las múltiples facetas que encierra tu cerebro:/ pintor y grabador y crítico severo ...”.

3.3.4 Cuarto

(...) Entre 1915 y 1920 se habló mucho de “arte vasco”, de “pintura vasca”; luego de los pintores del 98 y de los impresionistas españoles. En casi ninguno de los estudios concebidos desde estos puntos de vista sale (aún hoy) el nombre de Ricardo Baroja. Ello es debido, en gran parte, a las indicadas feroces relaciones con críticos tan dispares entre sí como José Francés [1883-1964], el citado Juan de la Encina [seudónimo de Ricardo Gutiérrez Abascal, 1883-1963] y otros. En 1925 pronunció mi tío una conferencia [en el Círculo de Bellas Artes de Madrid] que se llama “Crítica de arte”, en que la violencia contra los críticos llega al máximo. Ricardo Baraja no podía esperar después nada de la crítica de la época. Y, sin embargo, poco más tarde, entre 1926 y 1928, pintó los paisajes más delicados y realizó los ensayos más raros de color y composición de cuantos salieron de sus pinceles. Fue cuando, por última vez, vio en París a [Pablo Ruiz] Picasso [pintor, escultor y grabador, 1881-1973; de reconocimiento internacional, creador del cubismo,] y a los pintores españoles supervivientes “del fin de siglo”; a Fabián de Castro [1868-1948], el gitano, y a algunos de los franceses que habían venido a España, tiempos atrás, como [Henri] Matisse [pintor, escultor y grabador francés, 1869-1954]. Pero el París de 1926, del surrealismo, del dadaísmo, etc., para este vasco sardónico era un centro poco adecuado y entretenido.

Volvió aún allí en 1930, pero volvió como actor de cine y como conspirador… no le bastaba con haber sido panadero y archivero de Hacienda, quería reunir más títulos raros.

3.3.5 Quinto

Hacia 1930 también mi tío Ricardo disponía de dos lugares de trabajo: uno en casa, al que llamaba el chiscón, Otro era un piso alto con azotea en la calle de Luisa Fernanda, donde te-nía su estudio. El chiscón era una especie de camarote de barco que había hecho dividiendo en dos trozos, uno inferior y otro superior, parte del comedor de su casa. Debajo quedaba un sitio donde se tomaba el té, el café, y que servía para otros muchos usos. Encima el chiscón, al que se subía por una escalerilla, tenía un aire misterioso. Era oscuro, no muy limpio. Olía fuertemente a tabaco y, en realidad, no había en él ni libros curiosos, ni estampas, ni papeles, ni nada que pudiera hacerle interesante. Pero la presencia de mi tío con su pipa, empuñando la pluma o el lápiz en su mano engarabitada, con un dedo “chulo”, lo llenaba de atracciones para mí. Porque sobre el papel cuadriculado, tan pronto aparecía un modelo de barco, destinado a ir desde Madrid a Lisboa por el Manzanares y el Tajo, como un viejo galeón, como un modelo de acuario, como un avión, como una casa con un faro, o mil cosas más, en que aquel hombre soñaba unos minutos para ir luego a describírselos, con fuerza, a sus amigos de la tertulia nocturna, a Valle-Inclán, etc., etc. En el chiscón también imaginaba novelas, poemas, dramas... Pero acaso su espíritu más genuino queda en los pliegos de papel cuadriculado, con sus escalas, cálculos, cortes... todo incluido, abandonado antes de terminar, de haber sido pensado.

Durante una época los papeles cuadriculados se llenaron de modelos de aviones, monoplanos, biplanos, con motor y sin él... Otra temporada eran velas extrañísimas las que se alzaban sobre embarcaciones, siempre gobernadas por hombres con boina, que recordaban en su silueta a la persona del dibujante. Mi tío fue gran amigo de [Juan] La Cierva [ingeniero, científico aeronáutico, inventor y aviador, 1895-1936], el creador del autogiro [precursor del actual helicóptero], y con él pertenecía a una sociedad en que se planeaban ingenios múltiples, destinados a volar o a asegurar el vuelo: el “Aéreo-Club”. En un concurso de modelos de aviones, o aeroplanos, le dieron un premio4. Mas como la burla era una de sus características, recordaba con mucho más gusto que aquel en que había recibido el galardón, otro concurso en el que presentó un estabilizador tan raramente aparejado, que provocaba la caída rápida, vertical, de cualquier aparato al que se aplicase. Éste decía que era uno de sus mayores triunfos como mecánico.

Pero donde mi tío ponía verdadera pasión era en la pintura, menos ya en el grabado. Era un caso típico de hombre que vivió para el arte, aunque no viviera de él.

Su estudio de pintor era otro lugar extraño. Había allí no más que un caballete, unas sillas y un acuario con un pez al que llamaba Oannes, amén de los cartones, lienzos y chapas de madera, sobre las que pintaba. Durante temporadas largas el estudio permanecía cerrado. Pero de repente, en la primavera, le entraba la fiebre pictórica y empezaba la faena: paisajes y paisajes iban saliendo de su cabeza y de sus ojos. Siempre problemáticos, es decir, que en una época fue puntillista, luego buscaba hacer efectos con tonos blancos, en otra con morados y violetas, en otra con rojos, verdes o anaranjados. En cuanto se hartaba de un paisaje lo dejaba arrumbado en un rincón, de cara a la pared, y a otra cosa. Con facilidad regalaba cuadros a los amigos. Pero no hacía la menor concesión a otras personas. Parecía temer el toma y daca que se puede entablar entre el pintor y el que escribe acerca de él. Además, en el fondo, tenía un desdén profundo por todo el arte moderno, por toda la pintura de su época, incluida la suya. “¿A qué hablar de ellas?”, dice, refiriéndose a sus aguafuertes en una carta dirigida a Luis Bello [escritor periodista y pedagogo, 1872-1935] y publicada en la revista Europa en 1910 y donde explicaba las técnicas de las mismas.

Porque toda obra hecha es despreciable; porque todo lo que uno es capaz de hacer es ¿Quién puede hablar, después de haber existido Tiziano [pintor italiano, 1488-1576], El Greco, Velázquez [pintor, 1599-1660] o don Francisco de Goya [pintor y grabador, 1746-1828]? Nadie.

Ricardo Barajo escondía tras el aire de versatilidad y diletantismo que conservó hasta cerca de los setenta años, en que se hizo pintor profesional, por necesidad urgente, un escepticismo radical en punto al porvenir de la pintura. En otros órdenes y actividades del hombre conservó más fe, aunque fuera una fe puesta en mitos políticos y sociales harto problemáticos.

(...) Vivió años duros, muy duros, de los setenta a los ochenta y dos años y diez meses que tenía cuando murió en Vera, el 19 de noviembre de 1953. Hasta el último momento conservó la cabeza y, como dicen que le ocurrió a Luis XVIII [rey francés, 1755-1824 y de Navarra entre 1814 y 1824] en trance parecido, rectificó un solecismo latino al sacerdote que -llamado por su mujer- fue a asistirle a última hora. De aquel dandy sardónico que desesperaba a los pintores académicos de comienzo de siglo, de aquel hombre apasionado por el arte y la mecánica, la soledad, la vejez, la pobreza, habían hecho un estoico, un hombre que, como los moralistas antiguos podía decir -creyéndolo-: “Muerto, no eres un mal”.

3.3.6 Sexto

No quiero dar aquí una sensación de amargura. Voy a hacer ahora unas observaciones generales acerca de los cuadros de mi tío. A la vista de lo expuesto, parece difícil conciliar su práctica y su teoría de la pintura. Ya he dicho que admiraba, por encima de todo, a los viejos maestros, en su tendencia realista. Después de los ensayos primeros, hechos a punta de pincel, pintó retratos y escenas que reflejan bien tal admiración: pero, por desgracia, mucha de esta pintura de comienzo de siglo ha desaparecido. Así un gran retrato de mi madre, por el que le dieron segunda medalla [de la Exposición Nacional de Bellas Artes] y que se perdió en 1936 y otros muchos que se conservaban en casa.

Algo queda aún en Vera y en casas de familias de Irún, San Sebastián y Bilbao: de amigos de la familia por los años de 1912, 1915, 1920... Otra época de producción considerable fue la de 1926-1928, en que pintó mucho del natural y en que hizo más ensayos coloristas. También ha desaparecido bastante de lo que entonces pintó: pero lo que queda es -a mi juicio- de lo mejor entre lo suyo. Después vivió la crisis de 1931. Mi tío se quedó tuerto en un desdichado accidente de automóvil y pasó larga temporada agriado, deprimido. Sintió alrededor de él la frialdad, la indiferencia y aun la hostilidad de amigos de muchos años y se lanzó a una serie de actividades políticas extremadas que no le cuadraban.

Poco a poco comenzó a pintar de nuevo. Llegó luego la guerra [civil española, 1936-1939] y con ella la ruina total. Al borde de los setenta años, tuerto y vacilante, se convierte en pintor profesional: lo que no había querido ser nunca. Hay que pintar para sobrevivir: hay que pintar mucho para vender poco y barato. La época no era propicia. Pero el caso es que mi tío vivió de su pintura doce o catorce años y la crítica juvenil le fue favorable. Puesto entonces a pintar paisajes y escenas, procuraba obtener efectos de evocación, más que atenerse estrictamente al natural. Como conservaba su retentiva prodigiosa, podía defender y defendía la tesis de que la pintura de paisajes y de grupos se puede o se debe fundar en “recuerdo”, o “memoria plástica”. Comparaba a los paisajistas que pintan del natural con vacas pastando en un prado, dominadas por la obsesión de comerse toda la hierba que hay en él. Persiguiendo efectos de sol y usando los colores puros también creía que se podía llegar a grandes espejismos de receta [o técnicas artísticas]. El destino de toda la pintura moderna -añadía- es quedarse negra, por razón de los malos materiales que usamos: todo se quedará convertido en carbón -afirmaba-. Así se va comprobando, al contemplar, al cabo de cincuenta o sesenta años, muchos de los cuadros de los luministas levantinos [Sorolla y otros] y de otras partes.

Por otro lado, desde chico no concebía un paisaje sin figuras: sin que ocurriera algo dentro de él, a seres humanos. Refleja el impresionista clásico sus emociones durante la caída del día, en París o sus alrededores. Las luces del merendero o la kermesse, los bailes nocturnos; los paseos crepusculares que reproduce se hallan cargados de emoción personal. Algunos españoles, como [Darío de] Regoyos [pintor, 1857-1913], procuraron seguir la línea.

Pero a mi tío los ambientes plácidos y sensuales, o simplemente melancólicos, no le atraían tanto como otros de carácter más acerado y cortante. Ya se ve esto en las aguafuertes de comienzo del siglo. No cambio luego, salvo en la época de 1926. Mañanas pálidas del invierno castellano, anocheceres cargados de nubarrones, días ventosos, tardes de otoño en la meseta, con árboles a punto de dejar la hoja, tierras nevadas, suburbios madrileños envueltos en niebla; caseríos, cortijos, posadas, estaciones, muelles, calles y plazas, casi todo es triste y severo en sus cuadros de la vejez: sin sensualidad alguna. Las figuras se mueven calladas, herméticas, encorvadas por el peso de la vida, como él.

Aquí está la diligencia de los viejos tiempos en que fue a Segovia o a Cáceres, aquí la tartana o el carromato, el carrillo del trapero suburbano, el auto viejo o la barcaza. Escribió mi tío Ricardo, también en la vejez, cierta narración que lleva el título de Pasan y se van [Premio Cervantes, 1935; Editorial Juventud, Barcelona, 1941]. Pues bien, esta idea del tránsito, del paso, del viaje largo o corto, pero constante, gravita sobre casi toda su obra pictórica final. Unas sombras pasan por paisajes fríos y severos. Esto es todo cuanto ocurre en la vida. Podría decir, en suma, que ésta es también la esencia del “barojianisrno”.

Bibliografía

Caro Baroja, Julio (1997) “Ricardo Baroja”, Cultura/New System, Madrid, año I, No. 1, 18-23. [ Links ]

______ (1985) “Cuatro retratos de un hombre”, “Una vida en tres actos” y “Prólogo”, Escritos combativos, Madrid, Ediciones Libertarias, 45-54, 15-43 y 9-11. [ Links ]

______ (1982) “Una vida en tres actos”, Homenaje a D. Julio Caro Baroja, Madrid, Club Cultura y Sociedad, Ministerio de Cultura, 7-51. [ Links ]

______ (1981) “Una vida en tres actos”, Triunfo, Madrid, año XXXV, No. 11, septiembre, 36-44. [ Links ]

Caro Baroja, Pío (1987) Imagen y derrotero de Ricardo Baroja, Bilbao, Gobierno Vasco. [ Links ]

Harguindey, Ángel (2005) “Las memorias inéditas de Pío Baroja”, El País, https://elpais.com/diario/2005/06/26/ cultura/ 1119736801_850215.htm. [ Links ]

Valle Inclán, Ramón María del (1997) “Ricardo Baroja” (Prólogo a El pedigree, de Ricardo Baroja), Cultura/New System, Madrid, año I, No. 1, 9-10. [ Links ]

1Entre septiembre de 1942 y noviembre de 1943 las publica en “entregas” semanales; en 1944, la edita en siete volúmenes, y cinco años más tarde, en 1949, se incluye en el volumen VII de sus Obras completas. Posteriormente en 2005, se publica el tomo octavo “y final de las memorias barojianas” –según apunta Fernando Pérez Ollo, encargado de la edición-, que comprende el período de 1936 hasta 1952, pues según el editor “permiten datar el trabajo hacia 1951-1952 [pocos años antes de su muerte en 1956]. No se publican antes, pues según Ollo, “estas páginas [eran] manifiestamente impublicables durante el franquismo”, cfr. Ángel Harguindey (2005).

2A parte del presente texto de Julio Caro Baroja sobre su tío Ricardo, Pío el hermano de Julio publica un extenso trabajo sobre Ricardo, aunque se centra exclusivamente en su quehacer artístico en Imagen y derrotero de Ricardo Baroja (1987)

3Rey de Navarra, como Enrique III, de 1572 a 1610 y de Francia, como Enrique IV, de 1589 a 1610, fue el primero de la casa de Borbón.

4Le concede la medalla Daniel Guggenheim, medalla John Scott (1931), FAI Gold Air Medal (1932) y medalla Elliott Cresson (1933).

5Sobre el que imparte una conferencia en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el 18 de febrero de 1953, y lo publica con el título de Una visión etnológica del Sahara español… 1954) y Estudios saharianos (1990), así como también lo hace sobre el viaje a Marruecos en Estudios magrebíes (1957). Igualmente, Campuzano se referirá a ese viaje en el libro intitulado Con Julio Caro Baroja, en mi adicción de siempre (2000).

6Del quehacer artístico de Julio Caro Baroja ha realizado un compendio de su trayectoria Mario Ángel Marrodán en Historia artístico de Julio Caro Baroja (1993).

7Sobre las publicaciones de Julio Caro Baroja ha trabajado de forma exhaustiva Mario Ángel Marrodán en Julio Caro Baroja, su obra (1993) y Bibliografía de Julio Caro Baroja (2007), así como también lo hace la Biblioteca Nacional de España en Julio Caro Baroja. Sus obras ([2008]).

3.4 Apéndice: Julio Caro Baroja, de Miguel-Héctor Fernández-Carrión

3.4.1 Biografía y autobiografía

Julio Caro Baroja es hijo de Rafael Caro Raggio, editor, y de Carmen Baroja y Nessi, y sobrino de Pío y Ricardo Baroja. Nace en Madrid, en 1914, y como dirá el propio Caro Baroja

los que vinimos al mundo en 1914, podemos decir que hemos nacido en el último año del siglo XIX. Porque me dio de España y de los españoles una imagen fantasmagórica. ¿Por qué? Porque en mi casa, vivían dos magos, mis dos tíos. Y de los cinco a los 15 años he visto desfilar por ella, o por la imprenta de mi padre, a Azorín y a D’Ors, a Azaña, a Valle Inclán, a Juan Echevarría, a los Zubiaurre, al doctor Pittaluga, a don Ciro Bayo, querido camarada de mi niñez; a un sinfín de escritores, novelista, poetas, pintores y artistas en general. También a profesores más o menos famosos y venerables y a bohemios que ofrecían a mi padre sus servicios como traductores a bajo precio, o fabricante de novelas verdes (…). Durante años, los domingos iba bulevares arriba a almorzar a casa de Ortega. Mi tío Pío e encerraba con él en un despacho abarrotado de libros en ‘orden filosófico’ (no doméstico) y yo jugaba. De vuelta, mi tío comentaba lo que había hablado y yo me familiaricé así, pronto, con los nombres de Frobenius, Schulten, Tartessos, El Decamerón negro. Con mi tío Ricardo iba en cambio a las exposiciones veía los cuadros y oía los comentarios que éste hacía con Chicharro, con Mir, con Solana o con algunos pintores y grabadores más viejos, como don Tomás Campuzano. A veces se sumaba al grupo viejo algún jovencito modernista. Si no he sido pintor, novelista, poeta o farandulero ha sido porque era de ánimo asténico, reflexivo y rigorista y porque en casa también observaba otras cosas y tenía otros ejemplos o modelos. Mi abuela materna, la que estaba siempre más cerca de mí, era una mujer creyente, ascética, con tendencia al pesimismo, que no participaba para nada de las grandes expansiones, pero que, en realidad, era el ‘Norte de navegación’ de la casa. Mi padre un temperamento solitario con explosiones de humor y largas horas de depresión. Trabajaba mucho con poco fruto y poca suerte. Primer correctivo. El segundo creo que me vino por la educación: por la escuela y el instituto. El tercero por el contacto con los obreros de la imprenta de mi padre. Cuando yo entraba en las cajas o en la encuadernación de la imprenta de mi padre, a los cinco o seis años, no era más que un niño y como tal me trataban; pero ya a los catorce o quince notaba que el trato era algo distinto: era el ‘hijo del patrón’. A los dieciséis o diecisiete años, era yo un adolescente esmirriado y enfermizo, con cierto aspecto de seminarista y sin ningún atractivo físico. La única superioridad que tenía era la propia de algunos seres débiles de cuerpo: una capacidad de leer extraordinaria, patológica casi. De la adolescencia pasé a la juventud, del bachillerato a la carrera, de la confianza plena a la crítica y a la reserva (…). De niño, en casa, en Madrid, solía bajar al gabinete donde mi tío, Ricardo Baroja, se dedicaba a sus experiencias. No todo en él era pintar. Muchas veces empuñaba una pluma estilográfica con tinta azul y sobre papel de folio cuadriculado hacía esbozos de planos y alzados de barcos que soñaba construir y que nunca construyó, de casas clocadas en la costa cantábrica, sobre acantilados y arrecifes; casas que tampoco edificó. Tanto en el barco pensado como en la casa proyectaba aparecía un hombre con boina, pipa y aire marinero. Era el proyectista. Me quedaba ensimismado ante aquellos dibujos a línea, que entonces me decían más que los aguafuertes y las pinturas. Porque los objetos en sí, las casas, los barcos, me llamaban más la atención que los ambientes.

Estudia en el Instituto Escuela de Madrid, de 1921 a 1931 y cursa los estudios de Filosofía y Letras de 1932 a 1936 y terminó la licenciatura en la sección de historia antigua en el curso extraordinario de 1939-1940. De 1942 en adelante trabaja en el Museo Antropológico, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y, por último, en el Museo del Pueblo Español, donde realiza un proyecto de museo, o un museo imaginario, con lo que faltaba, sobre todo de utillaje agrícola; y a la par que procuraba adquirir objetos, los dibujaba él o los dibujaba otros a través de cuestionarios. En 1842 se doctora y un año más tarde, en 1943, publica su primer libro Los pueblos del norte de la Península Ibérica. Análisis histórico cultural. De 1943 a 1945 desempeña el cargo de ayudante de la cátedra de historia antigua de España y de distectología en la Facultad de Letras de la Universidad de Madrid (actual Universidad Complutense de Madrid). A partir de 1943 fue primero becario y posteriormente colaborador del Instituto Benardino de Sahagún y del Centro de Etnología Peninsular. En 1944 fue nombrado director del Museo del Pueblo Español de Madrid, cargo que desempeñó hasta 1955. Por aquella época asiste a la tertulia del café de Varela, luego lo hace en la de las Platerías. Alternaba el estudio de la antropología con el de historia antigua. Hablaba con el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, el filólogo e historiador Antonio Tovar, el jurista Alvaro D´Ors, el helenista Manuel Fernández Galiano y otros arqueólogos y prehistoriadores en el Consejo Superior de Investigación Científica y en el Museo del Pueblo Español. En 1947 fue nombrado académico correspondiente de la Academia de la Lengua Vasca, y de la de Buenas Letras de Barcelona. En 1948 y 1949 -según Carander, 1963: 151- colabora con el antropólogo George M. Foster en un largo viaje de prospección por Andalucía, Murcia, Valencia, Castilla y Navarra. En 1951 es becado por la Wenner-Green Foundation para realizar estudios de antropología y etnografía en los Estados Unidos y trabaja en la Smithsonian Institution de Washington, con Foster. Al año siguiente, en 1952, es becado por el British Council y con el apoyo de Julián Pitt Rivers (a quien había conocido a través de Foster, en 1949) trabaja en el Institute of Social Anthropology, de la Universidad de Oxford. En 1953 realizó un estudio etnográfico, junto a Miguel Molina Campuzano, sobre los pueblos del Sahara español5, comisionado por la Dirección General de Marruecos y colonias, y completa con una serie de investigaciones parciales sobre Marruecos; de las que destacan los dibujos que realiza y que posteriormente sirven para ilustrar su libro titulado Estudios saharianos. Pero la práctica de llevar un diario y de dibujar lo que veía en cada viaje, en un país remoto o en tierra próxima, lo ha cultivado siempre; de esta forma cuenta con diferentes dibujos de Inglaterra, Suecia, Portugal, Norteamérica y en España, lo hace en particular en Salamanca, Logroño, Guadalajara, Valladolid… y León.

A los 42 años [en 1956] tuve la sensación de que otra gran etapa de la vida había terminado. ¿Después? Después he pasado de la madurez a la senectud. He visto España más como un hombre del 98 que como los de generaciones posteriores. He estado siempre más cerca de Azorín, de Unamuno, de Maeztu que de los poetas del 27 o de los políticos de la república, y en arte me pasa igual. Acaso también en ciencia.

Ese mismo año, de 1956, pinta La casona de Vera, que se muestra en la exposición homenaje a Ricardo Baroja, en el Museo Nacional de Arte Moderno, de Madrid, en 1957. Posteriormente, pasados los cincuenta años comienza a pintar de forma continuada y “febril”, aunque después lo vuelve a hacer de manera esporádica. De 1957 a 1960 fue profesor titular del curso de Etnología general en la Universidad de Coimbra (Portugal). En 1961 fue nombrado director de estudios, a título de extranjero, en la sección de Historia Social y Económica de l’Ecole Pratique des Hautes Etudes, de París (Francia). A continuación, es propuesto por Ramón Menéndez Pidal, Manuel Gómez Moreno y Diego Angulo como académico de la Academia de Historia, cuyo discurso de ingreso es contestado por Ramón Carande, en 1963, y varias décadas más tarde, en 1986, es nombrado académico de número de la Academia de la Lengua Española.

Es miembro correspondiente de la Hispanic Society de América, del Instituto Arqueológico Alemán, de la Sociedad de Arqueólogos Portugueses y de otras corporaciones científicas extranjeras. Ha dado conferencias en las Universidades de Barcelona, Salamanca, Zaragoza, Bonn, Colonia, Munich… y Oxford; ha impartido cursos en la Universidad de Berkeley… Y, ha viajado a Grecia y a Perú.

3.4.2 Exposiciones e ilustraciones6

Julio Caro Baroja ha expuesto individualmente Fantasías y devaneos, pinturas y dibujos, en la Galería Altxerri, en San Sebastían, en 1985; Cuadernos de campo, que el Ministerio de Cultura organiza de forma itinerante por España; Dibujos (dibujos de campo o científicos y artísticos o fantasías), en el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, en 1989; Fantasías y devaneos y dibujos de campo, en la Generalitat Valenciana, en 1989 y Dibujos y óleos, en la Galería Cajas de Ahorros de Antequera, en Málaga, en 1989. Ha ilustrado las novelas de Pío Baroja: Dix Rey y Silvestre Padox y algunos de sus propios libros: Los mundos soñados de Julio Caro Baroja, Los pueblos de España, Cuadernos de campo, Tecnología popular andaluza, Casa de Navarra, La vida tradicional de Vera de Bidasoa y Estudios saharianos.

3.4.3 Peculiaridades de la autoría y publicaciones de Caro Baroja

Las publicaciones de Caro Baroja7 se pueden ordenar cronológicamente o agruparse de acuerdo a las disciplinas desarrolladas por el autor; aunque esta segunda posibilidad, tiene el inconveniente de que al trabajar de forma interdisciplinar, dificulta la comprensión de los temas tratados que, aparentemente se refieren a las disciplinas de antropología, etnología, historia, folclore, arte o… literatura, y lo hace de igual forma desde la perspectiva de la etnohistoria, por ejemplo, como se constata en Los pueblos de España o Los pueblos de la Península Ibérica.

Cronológicamente se aprecia que aunque inicia su primera publicación en 1941, con 27 años de edad, es en 1956, con 41 años, cuando comienza su producción bibliográfica en una editorial comercial; aunque en el primer caso lo hace con la institución pública del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. De 1956 hasta 1973 y desde 2004 en adelante (hasta 2008, última fecha de catalogación de su bibliografía) publica normalmente un libro al año; el resto del tiempo, de 1974 a 2003, lo hace en múltiples ocasiones, y fundamentalmente esto lo hace a partir de 1979 hasta 1997, convirtiéndose en el período de su vida que más publica; lo hace principalmente en Madrid y en San Sebastián, y en tercer lugar en Barcelona. En la ciudad de Madrid es donde publica con un mayor número de editoriales, destacando entre estas: Ediciones Istmo, Taurus Ediciones, Alianza Editorial y Caro Raggio Editor.

Julio Caro Baroja ha sido un personaje intelectual muy peculiar, normalmente en la vida se guiaba por un criterio personal de empatía y antipatía motivada a primera vista, seguido de una confirmación de interés o no hacía cada persona, hecho u objeto; como él decía en privado, había tenido la suerte de nacer en una familia con la que contaba con lo necesario para vivir independientemente de los demás, por lo que no tenía la necesidad de trabajar para terceros y por tanto podía poder escoger las amistades y los procesos de desarrollo vital y profesional más idóneos con su carácter. En esta última línea de pensamiento Julio Caro Baroja no impartió clase ni investigó en la universidad, ni trabajó en ningún organismo público y en ninguno privado, de forma regular (más de diez años seguidos), sino de manera puntual o esporádica; era por tanto, su propio guía y motivador de su producción intelectual. De igual forma, tenía un alto concepto de la honestidad y la honorabilidad de las acciones; por ello, para cualquier investigador sobre su bio-bibliografía le llamará la atención que publique, en los mismos o próximos años, en editoriales poco reconocidas comercialmente junto con otras muy reconocidas por los círculos intelectuales nacionales e internacionales, como es en el primer caso hacerlo con la Editorial Txertoa o Libertarias-Prodhufi, por ejemplo; mientras del segundo tipo sería Taurus Ediciones o Alianza Editorial. En este sentido, publica primero en Editorial Txertoa y después en Turner Ediciones, y el hacerlo con esta segunda no le impide su personalidad continuar haciendo con la primera; aunque, para cualquier autor de moda le llevaría al menos a una contradicción mental sobre el prestigio editorial, y por tanto no lo haría. Un hecho similar sería escribir para Alianza Editorial y publicar al mismo tiempo con Libertarias-Prodhufi. Asimismo, llama la atención que mantiene fidelidad a ciertas editoriales como hace con la Editorial Txertoa, Turner… y obviamente con Caro Raggio Editor, sin importar que en unas cobra mucho por ser autor de ellas: Alianza Editorial, Turner Ediciones… y en otras recibe muy poco o nada: Libertarias-Prodhufi… En ocasiones, ciertos libros los publique en años distintos en editoriales diferentes, en vez de realizar nuevas reediciones en la primera editorial, y es igualmente extraño apreciar que haga revisiones de los textos publicados previamente. También era poco dado a efectuar revisiones de sus propios escritos, porque trabajaba desde un principio con un material limitado de fondos bibliográficos, pertenecientes fundamentalmente a su biblioteca particular o en su defecto a algunos archivos públicos o son resultados de investigaciones de campo, y al mismo tiempo en la mayoría de sus trabajos partía de una idea muy clara de lo que pretendía lograr con cada uno de sus escritos. Por ejemplo, publica El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, en Seminarios y Ediciones, en 1970 y la segunda edición lo hace en Caro Raggio Editor en 2004, o Las formas complejas de la vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVIIen Akal (Madrid, 1978), posteriormente en Editorial Sarpe (Madrid, 1985) y Círculo de Lectores (Barcelona, 1995, 2 tomos).

La presentación de sus libros en distintas editoriales, normalmente se debe a que existía un prestigio nacional en contar con uno o mejor, si es posible, varios textos suyos en sus fondos editoriales.

Técnicamente trabajaba con mucha rapidez y al mismo tiempo con precisión en los datos aportados en sus escritos; no le vale ni la vacilación, ni la improvisación, aunque si la intuición. En sus primeros años, hasta probablemente 1978, coincidiendo con el inicio de la democracia en España, publica lo que ha escrito años previos, mientras que de 1979 a 1995, edita los trabajos que acaba de terminar de elaborar por las mismas fechas de su publicación, así como textos antiguos, escritos en años pasados, que completa y finaliza en esa misma época, previa a su impresión.

Julio Caro Baroja trabajaba con fichas elaboradas con una selección de textos escogidos de otros autores, del material archivístico o de la investigación de campo; prepara “fichas” de igual forma que lo hiciera, por ejemplo, Ramón Carande. Se podría establecer cuatro tipos de redacción de escritos por parte de Caro Baroja, si este era documentado y lo iniciara por primera vez, lo hace de forma “directa”, con intención de ultimarlo de manera ininterrumpida a corto plazo o al poco tiempo de iniciar dicho trabajo; para ello, comenzaba a seleccionar el material bibliográfico escogido por él como principal referencia y fundamento teórico documentado; seguidamente, elaboraba fichas bibliográficas del texto seleccionado y por último redactaba el escrito original, con el apoyo bibliográfico comentado. En cambio, como segundo tipo, el escrito era “indirecto”, elaborado después de un tiempo de haber realizado las fichas bibliográficas (sería difícil asegurar, sin haber podido estar al lado del autor en los momentos de escribir sus distintos libros); aunque, se puede intuir con cierta lógica que, los textos publicados tras la muerte del autor, en 1995 en adelante, e incluso en los años de mayor producción de 1979 a 1997, son de este segundo tipo de elaboración. La diferencia que existe entre ambos modelos, es fundamentalmente el tiempo transcurrido desde la fecha que elabora las fichas bibliográficas y el momento que comienza agruparas y emplearlas como fundamento bibliográfico en la redacción del texto definitivo.

El tercer proceso de trabajo, aunque en general es similar a los dos anteriores, en cuanto al proceso de redacción de los textos; con respecto a la investigación de campo, dependiendo de cada caso o libro, se fundamenta en las fichas y los dibujos elaborados por el propio autor en los cuadernos de campo, como son los casos de los Estudios magrebíes (1957) o Cuadernos de campo (1979 y 1981), por ejemplo.

Existe un cuarto tipo de escritos, que están caracterizados por una escritura intuitiva y de bibliografía recordada (de memoria), sin referencias bibliográficas directas o acaso algunas de ellas sueltas, como se aprecia por ejemplo en Escritos combativos (1998).

Se da el caso, que algunos libros sobre los que el autor siente un interés personal especial sobre el tema tratado o en otros supuestos por la difícil aceptación editorial comercial del contenido del escrito, lo publica en la editorial familiar, con el nombre de su padre Caro Raggio Editor, como hace con Los Baroja: memorias familiares (1997) o El mito del carácter nacional (2004).

Asimismo, desde una perspectiva regional, publica ciertos temas en unas zonas geográficas y no en otras, como efectúa por ejemplo, con asuntos vascos los edita preferentemente en Euskadi: Estudios vascos (1973) o Mitos vascos y mitos sobre los vascos(1986) en la Editorial Txertoa, de San Sebastián, o temas andaluces como De etnología andaluza (1993), en la Diputación de Málaga, y asuntos españoles o interregionales en otras editoriales nacionales, como Los pueblos de España en Istmo, en Madrid (1976) y Los pueblos de la península ibérica: temas de etnografía española en Critica, en Barcelona (1991).

Otra peculiaridad en su escritura consiste la elaboración de un tema particular que le sirve como referente para preparar otros, que son paralelos o complementarios, como se aprecia en Vidas mágicas e inquisición(Editorial Istmo, 1967 y Círculo de Lectores, 1990), que se extiende en Inquisición, brujería y criptojudaísmo(Editorial Ariel, 1970), así como Brujería vasca(Editorial Txertoa, 1985) y Las brujas y su mundo(Alianza Editorial, 1997) o Magia y brujería: (variación sobre el mismo tema)(Editorial Txertoa, 1987), Magia y brujería : (variación sobre el mismo tema)(Editorial Txertoa, 1987) y La magia demoniaca(Ediciones Hiperión, 1990) o El señor inquisidor(Alianza Editorial, 1994) y El señor inquisidor y otras vidas por oficio(Alianza Editorial, 1997).

También existe la situación de iniciar publicando Los mundos soñados(Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 1996), pero a petición de la editorial y del público lector publica seguidamente Los mundos soñados de Julio Caro Baroja(Círculo de Lectores, 1989). Esto último denota el hecho puntual que los libros de Julio Caro Baroja tienen valor intelectual y científico por sí mismo, pero además algunos lectores demandarán sus opiniones, su visión de la realidad presente y pasada, así como su mundo particular, pues como señalara Félix Maraña Julio Caro Baroja es un “hombre necesario” para el país vasco, para España y para la humanidad.

Miguel-Héctor Fernández-Carrión

Bibliografía

Biblioteca Nacional de España ([2008]) Julio Caro Baroja. Sus obras…, www.bne.es/export/sites/BNWEB1/webdocs/ Servicios/Informacion_bibliografia/Exposiciones_bibliograficas/Caro_Baroja_Julio/...

Carande y Thovar, Ramón (1963) “Nota bibliográfica” de Julio Caro Baroja, La sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV, Julio Caro Baroja, Madrid, Imprenta y Editorial Maestre, 151-154.

Caro Baroja, Julio (1997) “Ricardo Baroja”, Cultura/New System, Madrid, año I, No. 1, 18-23.

______ (1990) Estudios saharianos, Madrid, Ediciones Júcar.

______ (1989a) Los mundos soñados de Julio Caro Baroja, Barcelona, Círculos de Lectores.

______ (1989b) Fantasías y devaneos y dibujos de campo, Valencia, Generalitat Valenciana.

______ (1989c) Dibujos, Madrid, Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid.

______ (1985) “Cuatro retratos de un hombre”, “Una vida en tres actos” y “Prólogo”, Escritos combativos, Madrid, Ediciones Libertarias, 45-54, 15-43 y 9-11.

______ (1982) “Una vida en tres actos”, Homenaje a D. Julio Caro Baroja, Madrid, Club Cultura y Sociedad, Ministerio de Cultura, 7-51.

______ (1981) “Una vida en tres actos”, Triunfo, Madrid, año XXXV, No. 11, septiembre, 36-44.

______ (1979) Cuadernos de campo, Madrid, Ediciones Turner, Ministerio de Cultura.

______ (1957) Estudios magrebíes, Madrid, Instituto de Estudios Africanos, CSIC.

______ (1954) “Una visión etnológica del Sahara español…”, Archivos del Instituto de Estudios Africanos, Madrid, No. 28, [67]-80.

Carreira, Antonio (2007) Bibliografía de Julio Caro Baroja, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.

Maraña, Félix (1995) Julio Caro Baroja: el hombre necesario (1914-1995), Zarautz, Itxaropena.

Marrodán, Mario Ángel (1993) Historial artístico de Julio Caro Baroja, Madrid, Lorer.

Molina Campuzano, Miguel (2000) Con Julio Caro Baroja, en mi adicción de siempre, Madrid, Editorial Caro Ragio.

Temprano, Emilio (1992) “Julio Caro Baroja”, Delibros, Madrid, No. 46, junio, 71-74.

Valle Inclán, Ramón María del (1997) “Ricardo Baroja” (Prólogo a El pedigree, de Ricardo Baroja), Cultura/New System, Madrid, año I, No. 1, 9-10.

Recibido: 09 de Enero de 2017; Aprobado: 27 de Febrero de 2017

Etnólogo, antropólogo, escritor y pintor

Edición de Miguel-Héctor Fernández-Carrión

edición (notas pié de página y entrecorchetes) y apéndice

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons