Introducción
La pérdida de la libertad es una de las experiencias que mayor marca puede dejar en la vida de las personas y, como todo punto de inflexión, pone a prueba las creencias más profundas y sobreentendidas, generando un proceso de resignificación de muchas de ellas, ya sea para ahondarlas o para cambiarlas.
Esa experiencia, en 2019, era vivida en el estado de Hidalgo por 4 378 personas, cifra a la que ascendía la población interna en 16 centros penitenciarios con los que cuenta la entidad.1 De este total, el 93 por ciento (4 068) eran hombres y el 7 por ciento (310), mujeres.
En este texto se revisan los relatos de cuatro personas privadas de la libertad en el Cereso de Pachuca con el objetivo de reflexionar acerca de la forma en que perciben esta experiencia hombres y mujeres de acuerdo con los estereotipos de género, las diferencias que presentan, en qué coinciden y qué eventos hacen que les sea más o menos soportable el encierro desde esa perspectiva pues, por ejemplo, autoras como Elena Azaola y Cristina Yacamán (1996) afirman que los estereotipos de género existentes en la sociedad también penetran en los espacios penitenciarios, principalmente en perjuicio de las mujeres, cuyas necesidades son demeritadas por ser una población minoritaria dentro de los centros de readaptación social2.
Para llevar a cabo este análisis es fundamental definir, en primera instancia, qué son los estereotipos. En este sentido, Didier Machillot refiere que un estereotipo alude a “creencias que conciernen a las clases de individuos, de grupos o de objetos que son preconcebidos; es decir, que no provienen de una nueva apreciación de cada fenómeno, sino de hábitos de juicio y de expectativas de rutina” (2013: 117). SElisa peckman (1997) señala que, en el caso de los individuos, el estereotipo implica un “deber ser”, un modelo ideal bajo el cual hombres y mujeres deben regir su conducta, vestimenta y preferencias en todos los ámbitos de su vida. Pilar Colás y Patricia Villaciervos (2007), citando a Marcela Lagarde, explican que los estereotipos de género son representaciones culturales generalizadas sobre los atributos asignados a hombres y mujeres en función de su sexo; esas representaciones son aprendidas desde la infancia y conforman la base de la construcción de la identidad de género de cada persona. En este sentido, se entiende que los estereotipos de género son creencias que funcionan como “espejos a través de los cuales nos auto reconocemos y reconocemos a los otros” (Rodríguez, 2014: 253) y que determinan los comportamientos que se esperan de los sujetos, así como las valoraciones que se hacen de ellos, calificándolos como adecuados o inadecuados, según las realice uno u otro sexo.3
En síntesis, en este artículo se entienden como estereotipos de género las concepciones culturalmente generalizadas sobre el deber ser de mujeres y hombres, las cuales determinan los comportamientos (gustos, responsabilidades, capacidades) que se esperan de ellas y ellos, y que forman parte fundamental de la construcción de identidad de cada persona.
Esa construcción está asociada a la inveterada desventaja de las mujeres dentro de una sociedad patriarcal como la mexicana, que tiende a menoscabarlas, a negarlas y a requerirles abnegación, resignación y silencio, mientras que ese mismo orden minimiza las necesidades psicológicas o afectivas de los hombres, quienes también son víctimas de esa representación dominante, como lo refiere Bourdieu en La dominación masculina:
El privilegio masculino no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad. La virilidad, entendida como la capacidad reproductora, sexual y social, pero también como aptitud para el combate y para el ejercicio de la violencia (en la venganza, sobre todo), es fundamentalmente una carga (Bourdieu, 2000: 68).
En este sentido, el académico Juan Guillermo Figueroa (2019) destaca que son indudables los privilegios de un sujeto hombre en una sociedad patriarcal, pero que a veces se minimizan las desventajas de ese tipo de sociedad para dicho sujeto.
En consecuencia, se indaga si los estereotipos de género de hombres y mujeres inciden en cómo viven la privación de la libertad, de qué forma modifican las labores que como hombres o mujeres deberían desempeñar y las emociones que esto les genera. Para ello, además de este primer apartado introductorio, se desarrolla un segundo con la metodología utilizada en el estudio, en el tercero se analiza a la luz de la teoría lo declarado por las personas privadas de la libertad que fueron entrevistadas en el Cereso de Pachuca, y en el cuarto se integran las conclusiones, que dan cuenta de los hallazgos y de su vinculación con el espacio institucionalizado y con su dinámica.
Propuesta metodológica
El presente artículo deriva de una investigación llevada a cabo en el Cereso de Pachuca en la que se entrevistó en total a ocho mujeres y ocho hombres privados de la libertad en este centro penitenciario. Dicha investigación, al igual que este documento, parten de una metodología cualitativa y descriptiva que busca exponer las características particulares del fenómeno abordado a partir de estudios de caso.
Se optó por trabajar con la investigación cualitativa para establecer una relación más cercana y empática con los sujetos de estudio, rompiendo con la falsa distancia impuesta en los métodos cuantitativos entre quien investiga y quienes son investigadas e investigados, para propiciar una constante retroalimentación de lo interpretado y para tener la oportunidad de trabajar con los significados que las personas otorgan a los conocimientos y acontecimientos de su pasado, su presente y su previsión de futuro, como afirma Gabriela Delgado (2010).
Para su desarrollo, el trabajo de campo se gestionó en el Cereso y fue autorizado por la subdirectora del área varonil del penal, así como por la directora del área femenil, con quienes se acordaron las formas de trabajo. En este sentido, la selección inicial de las y los entrevistados, en su mayoría, se llevó a cabo a criterio del personal administrativo y de custodios del centro penitenciario. Solo en algunos casos fue aplicado el muestreo en cadena, en el que se le pidió a las y los entrevistados recomendar a posibles participantes.
En los casos de los hombres, las entrevistas se realizaron en un salón-capilla ubicado en la zona de locutorios4 siempre bajo la vigilancia de un policía estatal y se interactuó con ellos alrededor de media hora; la duración de la entrevista del primer testimonio fue de 33 minutos y la del segundo 30 minutos. Con las mujeres, las entrevistas fueron en la biblioteca del área femenil sin supervisión alguna y el tiempo de interacción fue mayor; la duración de la entrevista del primer testimonio fue de una hora con 39 minutos y la del segundo de una hora con 33 minutos. La extensión fue determinada por la disposición de las y los entrevistados y por su apertura a contar sus experiencias.
Considerando las características de esta metodología y del fenómeno abordado, se realizaron entrevistas semiestructuradas para identificar el impacto de los estereotipos de género en la vida de las y los entrevistados, así como en las condiciones en las que llevaban su privación de la libertad; por ejemplo, si las mujeres son mayormente olvidadas en la cárcel y si este abandono se debe a que ellas reciben un mayor castigo social que los hombres cuando son sancionadas penalmente con la pérdida de la libertad; por otro lado, también se analiza si, como se afirma en estudios previos, la cárcel incentiva la violencia y la agresividad en los varones para ejercer poder sobre los otros.
Finalmente, la perspectiva de género en una investigación cualitativa es una manera “de ver lo ordinario de la vida y darle un significado extraordinario, al poner en duda lo cotidiano para reconstruir y resignificar las decisiones y acontecimientos por los que pasan las personas en la conformación de su identidad de género” (Delgado, 2010: 215), y aplicarla fue fundamental para interpretar las vivencias de las mujeres y los hombres entrevistados y para analizar el impacto que han tenido los estereotipos de género en su desarrollo personal, así como en su forma de vivir y de afrontar los retos que se les han presentado.
De las 16 entrevistas que comprende el estudio original, para este artículo se analizaron cuatro, considerando la emotividad de las narraciones de las historias de vida, la extensión en detalles y vivencias relatadas tanto dentro como fuera del Cereso de Pachuca, así como lo que ellas y ellos expresaron que significó la pérdida de su libertad.
Las entrevistas fueron guiadas con base en preguntas clave sobre tres apartados: datos generales (nombre o pseudónimo, edad, estado civil, delito por el que se encontraban privados de libertad, situación procesal, etc.), contexto de vida (historia familiar, educación, trabajo, vida en prisión) y actividad delictiva (razones por las que delinquieron y situaciones previas a la comisión del acto ilícito), así como su día a día en el Cereso de Pachuca, las actividades que realizan, las visitas que reciben y cómo interpretan el encierro.5
Para identificar los estereotipos de género en los testimonios se consideraron las declaraciones en las que las y los entrevistados expresaron obligaciones que como hombres o mujeres deben cumplir, actitudes y comportamientos que deben seguir, y labores que deben desempeñar, en las que la justificación para hacerlo es la división sexual del trabajo.
Durante las interacciones con los sujetos de estudio se tuvo especial cuidado en no formular preguntas tendenciosas que pudieran encauzar sus respuestas; por el contrario, hubo libertad para que expresaran sus vivencias y opiniones, lo que se logró mostrando interés por los relatos y creando un ambiente de cordialidad y confianza.
No está de más puntualizar que, al ser una investigación cualitativa en la que únicamente se analizan cuatro casos de experiencias en reclusión, no se pretende establecer patrones acerca de la privación de la libertad, si no mostrar la gran diversidad de miradas y sentimientos que esta condición genera, considerando incluso el tiempo de internación y de condena total de las y los entrevistados. Encontramos sentencias que van de los cuatro a los 25 años, y tiempos de internación desde tres semanas hasta nueve años, lo que repercute en la manera de asumir la pérdida de la libertad y deja abierta la posibilidad de que las emociones expresadas en el momento de la entrevista cambien con el paso del tiempo.
¿Cómo experimentan la privación de libertad los hombres y las mujeres?
La libertad es considerada uno de los derechos más importantes de los seres humanos, consagrada en documentos internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos (2020), y es evidente que la privación de libertad es una de las experiencias más impactantes que puede vivir un hombre o una mujer; por ello, la pena privativa de la libertad es la sanción máxima aceptada y legitimada en el sistema de justicia penal (Código Penal Federal, arts. 24 y 25). En este sentido, Foucault enfatiza que, desde mediados del siglo XIX, las penas impuestas a las personas que comenten un delito“dejaron de estar centradas en el suplicio (castigo corporal) como técnica de sufrimiento, para pasar a tener como objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho” (2009: 25), como la libertad que se pierde en el caso de la prisión.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos indica en el artículo 16 que nadie puede ser molestado en su persona, salvo cuando una autoridad competente lo ordene, de manera fundada y motivada por alguna causa legal. Por ello, en el país solo se emiten órdenes de aprehensión en casos de comisión de delitos que se castiguen con pena privativa de la libertad y en los que existan datos suficientes que señalen la probabilidad de que él o la indiciada haya participado en el acto delictivo, lo que muestra que la libertad del individuo es un derecho sumamente valorado.
Para observar las diversas perspectivas que hombres y mujeres tienen de la privación de libertad, a continuación se muestran los testimonios de las dos mujeres y los dos varones que en el lapso de octubre y noviembre de 2019 fueron entrevistados en el Cereso de Pachuca, y se analiza su asociación con los mandatos de género que identifican tanto la teoría de género como los estudios de las masculinidades como parte integral de los estereotipos, que implican órdenes, obligaciones o responsabilidades que hombres y mujeres interiorizan como propias de un género u otro, y que constituyen su masculinidad o feminidad.
El caso de Fernando
El primer testimonio es el de Fernando, de 35 años, quien estaba en prisión por el delito de secuestro y cumplía una condena de 25 años; al momento de la entrevista llevaba siete años privado de su libertad, lo que significaba que aún le restaban 18 años de cárcel. Sobre su historia de vida, Fernando contó que llegó a Pachuca cuando tenía seis años, sus padres se divorciaron cuando era muy pequeño y su madre empezó una nueva relación con un hombre originario de Pachuca, por eso él, su mamá y su hermano llegaron a vivir a esta ciudad. Pese a tener poco contacto con su padre biológico, Fernando creció en una familia unida; la pareja de su madre se convirtió en su padrastro y, hasta la fecha de la entrevista, mantenía una buena relación con él.
Según contó, en su familia nunca sufrió violencia, solo regaños, pero ningún golpe. Fuera de ahí, la situación fue distinta. Él recordó que era muy peleonero, que prefería los golpes a las palabras; sin embargo, mencionó que antes del secuestro llevaba una vida tranquila, tenía trabajo y ya había formado su propia familia.
Fernando expresó que era difícil ver crecer a sus hijas desde dentro del penal y aceptar que su esposa tenía que solventar todos los gastos del hogar a pesar de que su familia no lo había abandonado; lloró al hablar de la complicada situación que le había dejado a su esposa y agregó que: “25 años son muchos, siete años ya fue mucho, si pesan, imagínate 25, ¡no! […] no sé si los aguantaría”.
En este primer testimonio puede observarse que la privación de la libertad para Fernando había sido una experiencia desgarradora; aunque él se enfocaba en tener buen comportamiento y en aprovechar los programas de reinserción social que ofrecen en el Cereso, el distanciamiento con su familia y la larga condena que aún tenía por delante hacían que se mostrara muy deprimido,6 posiblemente debido a que la privación de la libertad conlleva una importante autorecriminación y sensación de fracaso que en los hombres es difícil soportar por los mandatos de la masculinidad que les exigen ser proveedores, protectores, autoridad y guía de la familia, y el no poder cumplirlos les genera emociones de vergüenza, preocupación y presión. Aunque tales sentimientos se observan ante empleos precarios o desempleo (Ramírez, 2019), en la situación de Fernando también se aprecian.
Entre las emociones que manifestó Fernando también se identificó que en su conformación de masculinidad había una fuerte necesidad por cumplir el papel de proveedor económico de su familia, por ello, su proyecto de vida antes de ingresar al Cereso giraba en torno a tener un mejor empleo y, por ende, un mejor salario; él quería ser policía federal. De igual forma, en él estaba muy presente la frustración de estar apartado de su familia y no poder proteger a su esposa y a sus hijas. Así lo expresó en su testimonio (ver tabla 1), en el que enfatizó el aspecto de buen proveedor que dejó de cumplir (primera columna), así como otros mandatos de género que incorporaba en su vida antes de prisión.
Ser proveedor | Proteger a la familia | Mostrar superioridad frente a sus pares | Ser violento | Mostrar fuerza |
“Cuando yo estaba allá afuera ella no tenía la necesidad de trabajar”. “…sí, me siento sacado de onda porque la obligación era mía a final de cuentas”. | “…allá afuera cambia todo porque la que se quedó fue mi esposa, la dejé con la responsabilidad de mis hijas, de la casa, del auto”. | “Yo creo que fue por demostrar que lo podía hacer, que yo puedo hacer todo…”. | “Nunca falta el gandalla y pues chocábamos; decíamos para qué ponernos a discutir si podemos… Sí era muy peleonero”. | “Aunque creo que sí, ser hombre me dio la fuerza [para secuestrar]”. |
Fuente: Entrevista realizada en octubre-noviembre de 2019.
Juan Carlos Ramírez (2019) detalla que el trabajo es un eje vertebral de la identidad masculina asumida por los hombres, en consecuencia, cuando esta identidad se tambalea por un empleo precario, por el desempleo o, en este caso, por la privación de la libertad, viven como seres incompletos que no cumplen con su papel social básico. En la historia de Fernando queda claro que la presión, la vergüenza y la preocupación por no cumplir con su papel social y por tener que permanecer ahí durante muchos años más guiaba su día a día, lo cual hacía que la experiencia de reclusión fuera frustrante.
Además, él vivía con la incertidumbre de continuar recibiendo el apoyo de su familia; sabía que era afortunado de tenerlo en ese momento, pero reconocía que, si en algún momento lo olvidaran, no sabría qué sería de él. “Yo creo que sí me pegaría mucho emocionalmente… ojalá nunca me llegue a pasar eso mientras esté aquí, porque no sé cómo lo aguantaría emocionalmente un golpe tan brusco”. Ese estado de ánimo de Fernando hace recordar a Michael Kaufman (1994), quien señala que los hombres, al perder el hilo de una amplia gama de necesidades y capacidades humanas, y al reprimir su necesidad de cuidar y nutrir, pierden el sentido común emotivo, pues está fuertemente vinculado con su construcción de género y con su identidad masculina, lo que puede estar asociado incluso con algunos suicidios.
Otro punto destacable es que Fernando, al hablar sobre sus responsabilidades de género que dejó de cumplir por estar en prisión, sentía culpa por haber cometido el delito, emoción que, a decir de Paulo Gutiérrez (2020), no es común que aparezca en los relatos de los hombres en prisión y abre la reflexión acerca de los sentimientos que este varón en particular experimentaba en su privación de la libertad.
El caso de José
El segundo testimonio es el de José, de 25 años, sentenciado por el delito de acoso sexual, por el que le habían impuesto una condena de cuatro años de prisión, de la cual, en el momento de la entrevista, llevaba apenas tres semanas. El caso de José era muy particular. Aunque en un principio fue acusado por violación, al no comprobarse el delito le modificaron los cargos por acoso sexual. La razón, decía él, había sido una pelea familiar entre su expareja y la hermana de ella, en la que José quedó en medio, y fue acusado por la hermana de su expareja.
Él relató que creció en una familia unida, sin violencia y alejada de problemas; sin embargo, cuando comenzó su propia familia la situación fue diferente“…entre las mismas hermanas intentaban afectarse […] hasta recibía mensajes en donde a ella la insultaban, le decían que era no sé qué cosa, y a mí me decían que me iban a matar”.
José enfrentó la demanda por violación durante tres años y pensó que ya iba a acabar, “porque no había nada, yo no hice nada, revisaron a la niña y todo. Pero la jueza dijo que no, que como no era una, pues vamos a la otra, y pues sí se me hizo un poco injusto”.
Al final fue declarado culpable por acoso sexual. Cuando se enteró decidió entregarse, su familia lo acompañó hasta la puerta del Cereso de Pachuca y desde ese día cumplía su condena en este centro. El tiempo que en ese momento José llevaba de internamiento era poco, en comparación con Fernando, que llevaba siete años, probablemente por ello sus expectativas del tiempo que le quedaba dentro del Cereso y de su posterior salida eran diferentes:
Ya no me queda ni entristecerme ni enojarme porque no gano nada, mejor aquí aprendo lo que pueda hacer, estar ocupado y esperar a que salga. Pasando este tiempo retomaré mis proyectos estudiando, trabajando, y pues seguir adelante, esto es como un pequeño bache en la vida y a seguir.
Esta historia contrasta con la primera ya que, además de que en todo momento el entrevistado sostuvo que era inocente del delito por el que fue sentenciado, el tiempo de internamiento que llevaba y el de su condena total le daban una perspectiva diferente sobre la pérdida de su libertad, incluso se mostraba más positivo ante la posibilidad de acceder a algún beneficio legal para reducir su condena. De igual forma, se observa que la edad puede ser un factor que influye en la manera de vivir y percibir el encierro, pues, aunque ambos eran padres de familia, los 10 años de diferencia en sus edades (35 y 25 años) les daban perspectivas distintas sobre las obligaciones que,“como hombres”, tenían que cumplir fuera del Cereso; empero, esta variable, así como la que corresponde al tiempo de internación, excede la materia del presente artículo.
La masculinidad de José no se fundamentaba en verse como proveedor ni protector de su familia, por el contrario, su idea era obtener logros para sí mismo. A pesar de ser padre de un niño que en ese momento tenía cinco años, su preocupación principal no era él; ya llevaba alrededor de dos años sin verlo, y aunque dijo que sí le gustaría volver a convivir con su hijo, solo mencionó que lo “intentaría”. Para José la situación no tenía repercusión alguna, su familia seguía cerca de él, apoyándolo y viendo que estuviera lo mejor posible dentro de la cárcel.
Aunque en la construcción de género de José el ser proveedor no era un rasgo preponderante, en su historia de vida sí se encontraron aspectos ligados con la llamada “masculinidad hegemónica”, caracterizada por la construcción de una identidad totalmente contraria a las mujeres, en la que el poder del sexo masculino se mide por el éxito, la competitividad, el estatus y la admiración que se logra de los demás, además de que realza la idea de un sujeto ideal centrado en sí mismo y autosuficiente (Bonino, 2000); estas características se visualizaron en el relato de José cuando expresó que, aún dentro de la cárcel, quería seguir cultivándose para al salir retomar su vida con mayor éxito (ver tabla 2).
Ser proveedor | Desvalorizar la defensa de mujeres | Machismo | Diferencias entre sexos | Priorizarse a sí mismo |
“Yo me hacía cargo de lo económico de ella y mi hijo, a veces me apoyaba, trabajaba conmigo, pero más se quedaba a cuidar al niño y eso”. | “El Instituto de la Mujer abusa de demasiado poder, la verdad, ahí son muy feminazis, sí está bien que las apoyen porque sí, afuera hay muchos delitos que igual los hombres se pasan mucho, pero a lo mejor una minoría, como me pasó a mí, sí se me hizo injusto”. | “Ahorita las mujeres están con sus huelgas en México y sí se me hace mal porque considero a la mujer una persona muy valiosa, muy especial, menos bárbaras que los hombres y hacer esos desgorres, digo, pierden esa belleza que tienen de ser más tranquilas y poder soportar eso”. | “Las mujeres tienen sus ventajas y los hombres tienen a lo mejor otras cosas diferentes, algunos hombres tienen la fuerza únicamente, pero las mujeres sí soportan muchas cosas, pueden hacer muchas cosas a la vez”. | “Cuando ya me separé, mi proyecto era seguir estudiando, trabajar y hacer una bue n a carrera, seguir todos mis proyectos, salir de viaje y todo eso”. |
Fuente: Entrevista realizada en octubre-noviembre de 2019.
José no expresó que sentía culpa, pudor o vergüenza por el delito por el que había sido sentenciado, actitud contraria a la que Paulo Gutiérrez (2020)) identificó en jóvenes encarcelados por violación, quienes incluso eludían el hablar de ese tema. Por el contrario, José se mostró tranquilo, probablemente por la seguridad que tenía acerca de no haber cometido el delito o por no percibir sus acciones como delictivas, sin embargo, en este caso no existen elementos para afirmar cualquiera de las dos posibilidades.7
Los anteriores testimonios muestran dos masculinidades; la de Fernando, en la que un eje central de su identidad de género era proteger a su familia, y la de José, más centrada en sí mismo; si bien anteriormente se retomó el concepto de masculinidad hegemónica para referirse a cierto modelo de hombre centrado en una mayor autoridad del varón frente a la mujer, también se es afín a la idea de Connell (2013) respecto a que no existe un patrón único de masculinidad que pueda ser encontrado en todo lugar debido a que influyen factores como la clase social, el contexto cultural, el lugar de trabajo, el vecindario y el grupo de pares.
De igual forma, sus relatos brindan información interesante en cuanto a rupturas y continuidades en sus masculinidades; Juan Carlos Ramírez (2014) encontró en un grupo de varones residentes de la zona metropolitana de Guadalajara que, a pesar de que las perspectivas estereotipadas sobre el género y las emociones asocian a las mujeres con emociones relacionadas con la vulnerabilidad, como la tristeza y el miedo, y a los hombres con aquellas relacionadas con posiciones de poder y dominación, como el orgullo y el enojo, los varones estudiados manifestaban como segunda emoción más frecuente el miedo, hallazgo que coincide con lo observado en Fernando, en quien el miedo al abandono de su familia le afectaba en su día a día dentro de prisión. Por otro lado, José mostró una asimilación de estereotipos de género tradicionales, tales como la fuerza física predominante en los hombres y la belleza y tranquilidad como características femeninas. Estas cuestiones también fueron visualizadas por Castillo y Montes, quienes en un análisis sobre los estereotipos de género actuales encontraron que, “características como egoístas, fuertes físicamente o valientes continúan considerándose como más propias de los hombres, y características como sumisas, dulces, emocionales o comprensivas de las mujeres” (Castillo y Montes, 2014: 1053).
Aquí hay que señalar que entre ambos entrevistados existen importantes diferencias en cuanto a edad, estado civil, tiempo de internamiento y de sentencia, e incluso entre los delitos por los que permanecían privados de la libertad (secuestro y acoso sexual), cuestiones que hablan de historias de vida e identidades de género distintas.
El caso de Diana
El primer testimonio de las mujeres es el de Diana, de 42 años, sentenciada a 17 años y medio de prisión por secuestro, de los cuales había compurgado nueve. Era originaria de la Ciudad de México; durante la entrevista afirmó que no era culpable ni la habían señalado directamente, y aunque el secuestrado sabía quién lo secuestró, ella estaba pagando ese delito porque vivía en el lugar de los hechos.
Diana narró, a diferencia de los varones, que toda su vida había sufrido violencia por parte de su madre y de su padre, en la infancia y en la adolescencia, y por parte de su esposo en su adultez. Contó que creció muy frustrada, con una educación muy machista en la que nunca le dejaron hacer las actividades que quería. Sus padres le controlaban desde su forma de vestir hasta las salidas con amigos, lo que no le permitió ser la persona que realmente era o quería ser.
También relató que quedó embarazada a los 19 años en la primera vez que tuvo relaciones sexuales, lo que desencadenó que fuera obligada a casarse con un hombre que no quería:
Mi mamá me dijo que me iba a casar porque sí, porque no quería una hija con un hijo en sus manos y que ni tuviera una familia, según ella me lo puso así. Para acabarla de chingar, yo le dije una vez al que era mi esposo que él me violó, porque yo le dije que no, que no quería, eso fue una violación, ahora lo entiendo.
Cuando Diana llegó a la cárcel fue olvidada por su familia; su madre, padre, hermanos y esposo le dieron la espalda y la culparon por abandonar a sus cuatro hijos, aunque conocían por qué fue declarada culpable. Durante los nueve años que llevaba privada de su libertad, sus cuatro hijos quedaron a la deriva, su esposo enfermó y murió, y ellos tuvieron que ir a vivir con su abuela (la madre de Diana), quien les hizo padecer el mismo sufrimiento que ella tuvo en su infancia y adolescencia.
Como consecuencia, el mayor dolor de Diana por haber perdido su libertad se debía a que dejó solos a sus hijos y a que cuando ellos crecieron también la abandonaron. Recordó: “hace nueve años yo tenía la idea de que mis hijos iban a ser profesionistas, de que yo los iba a apoyar para todo, porque ellos se merecían una mejor vida que la que yo tuve”.
A pesar de ese contexto, tenía la esperanza de salir pronto y rehacer su vida pues, con los beneficios legales por buena conducta, calculaba que le restaba en prisión un año más:
Es lo único que me benefició la cárcel, vine a hacer cosas que siempre quise hacer; toda mi vida me han gustado las cosas de arte, pero por falta de dinero, tiempo y todo eso, nunca me dediqué a nada de eso. Ahorita ya sé bordar Tenango y me queda muy bien, por eso quiero salir a hacer una galería; si no pega, pondré una cocina económica, tengo muchos planes, quiero volver a reunir a mis hijos […] Tengo la esperanza de salir a volver a crecer y a triunfar en lo que pueda. En definitiva, me regresaría a la Ciudad de México porque aquí no tengo a nadie, no conozco a nadie, llevo nueve años sola en este lugar.
Como puede apreciarse, para las personas de los dos sexos es difícil separarse de sus hijos, pero la preocupación mostrada en el caso de Fernando parece centrarse más en la economía, mientras que a Diana le afecta el cuidado de sus hijos, lo cual puede asociarse al estereotipo del varón proveedor y de la madre que nunca debe abandonar a sus hijos y que tiene la obligación de existir por y para ellos.
Por otro lado, y a la par del ya comentado abandono familiar tan marcado en las mujeres, se identificó un punto positivo, consistente en que en la cárcel las mujeres tienen mayores posibilidades de realizar actividades que no hubieran podido hacer afuera, como expresó Diana con el trabajo de repujado, vitral, pintura y madera, lo que puede hacer que el encierro sea más llevadero a pesar de las circunstancias, agravadas por su mala relación con las demás reclusas (ver tabla 3).
Violencia | Obediencia | Falta de inteligencia | Ser madre | Relación entre sexos |
“Mi papá era violento física y verbalmente, mi mamá era más hiriente con las palabras, como decirme que soy una perra, una pendeja”. | “…siempre te dicen, eres una mujer y tienes que acatar las reglas, no debes de comportarte de cierta manera , no debes de hacer, de decir, de contestar”. | “No sé por qué motivo Dios nos dio corazón en lugar de darnos un poquito más de cerebro”. | “Nunca quise tener hijos y tuve cuatro”. “Lo primero era mi casa y mis hijos”. | “Aquí adentro sufrimos violencia por parte de los hombres y más aún entre l as mi smas mujeres. La mujer es el peor enemigo de otra mujer”. |
Fuente: Entrevista realizada en octubre-noviembre de 2019.
Las experiencias de vida de Diana y las reflexiones que generó en torno a ellas muestran plena correspondencia con lo que Lagarde expresa respecto a que las mujeres, por su sola condición genérica, viven cautivas en la sociedad patriarcal que las priva de “independencia para vivir, del gobierno sobre sí mismas, de la posibilidad de escoger y de la capacidad de decidir sobre los hechos fundamentales de sus vidas y del mundo” (Lagarde 2005: 37), y que al estar en una prisión real, el castigo social es mucho mayor para ellas (2005: 676), como ocurrió en este caso, en que la abandonó su familia por considerarla mala mujer, mala madre y mala esposa. Sin embargo, aunque le afectaran la soledad y el sentimiento de culpabilidad al no poder cumplir con su rol de madre, por estar confinada en un espacio institucionalizado donde predominan los hombres, paradójicamente Diana pudo elegir qué actividades desarrollar sin la carga de género; tuvo el tiempo y las condiciones para aprender y reconocer su habilidad para las artesanías y para imaginar un futuro exitoso, lo que se aparta del sufrimiento, desarraigo y depresión de las mujeres en reclusión que suponen Lagarde (2005) y Azaola y Yacamán (1996).
El caso de Sara
Finalmente, el último testimonio es el de Sara, una mujer de 53 años que llevaba privada de su libertad dos años y medio por el delito de uso de moneda falsa; en total, la habían condenado a cinco años. Ella, originaria del Estado de México, narró que a pesar de que creció en una familia muy conservadora, nunca percibió sufrir violencia por parte de sus padres, aunque siempre la limitaron en lo que podía o no hacer, especialmente en cuanto al contacto con el sexo opuesto: “Me acuerdo que cuando estábamos chiquitas mi mamá nos decía que si nos tocaba un hombre podíamos quedar embarazadas” (ver tabla 4).
Darse a respetar | Vivir para los otros | El hombre decide | Ser obediente |
“Toda mi vida he pensado que soy mujer y como mujer tengo dignidad, y como mujer valgo, y como mujer también me tengo que dar a respetar”. | “Cuando yo estaba afuera siempre era la mamá, mamá, mamá, abuelita, abuelita… Siempre estuve pegada a mis hijos, si veía que les hacía falta algo, yo se los proporcionaba, si no podían hacer algo, yo lo hacía”. | “Yo creo que fue violencia lo de mi esposo, porque cuando lo conocí, me sentía a gusto con él, pero muchas veces le decía que ya no quería andar con él… Entonces él se aferró a mí, había muchachos que querían ser mis novios y él los corría; hasta que llegó el momento en que tuvimos relaciones y salí embarazada, de ahí me seguí con él”. | “Estuve trabajando dos años en Pemex, pero me salí porque mi marido decía que yo tenía muchos privilegios; me salí de trabajar para que él estuviera contento, para no tener problemas”. |
Fuente: Entrevista realizada en octubre-noviembre de 2019.
Este tipo de educación y su embarazo prematuro originaron que tuviera que irse a vivir con su pareja y que abandonara sus sueños de estudiar una carrera o tener más parejas. A partir de entonces Sara se convirtió en ama de casa, en madre, y todo su mundo giró alrededor de su recién formada familia. Durante muchos años su vida fueron su esposo y sus dos hijos:
También tengo cuatro nietos, pero, ¿qué cree?, le doy muchas gracias a Dios por estar en este lugar, porque cuando yo estaba afuera siempre […] estuve pegada a mis hijos… ahora que estoy aquí mi hijo aprendió a cocinar solo, a lavar su ropa, a hacer sus cosas solo. Y mi hija […] tiene que ver cómo hace para organizar su tiempo. […] sentí feo dejarlos, pero después me calmé, porque creo que ahora el tiempo es para mí, ahora yo tengo que descansar, olvidarme, y todo el tiempo que les dediqué a mis hijos, ahora que ellos me lo dediquen a mí, y así fue.
Esta vivencia también le dio la oportunidad de aprender nuevos oficios como a hacer piñatas, actividad que resultó de su agrado y a la cual planeaba dedicarse cuando saliera del Cereso. De igual forma, le hizo cuestionarse el seguir con su esposo, pues “te acostumbras a estar sola, a no tener ese yugo encima. Aquí aprendes a hacer, a subir, a bajar; si tienes ganas de peinarte y ponerte bonita, te pones bonita, si tienes ganas de no hacerlo, no lo haces”.
La experiencia de crecimiento personal en la cárcel que narró Diana fue todavía más clara, completa y liberadora que en el caso de Sara. Sus familiares se hicieron cargo de sus responsabilidades; ella desarrolló nuevas habilidades; descansó de su rol como madre, esposa y abuela; comenzó a cuidarse y a ser atendida por su familia, y hasta conoció a otros hombres, lo que nunca concretó afuera.
El testimonio de Sara muestra que, para algunas mujeres, la vida que llevan en supuesta libertad es más difícil que la que tienen dentro de una institución punitiva. Esta evidencia contrasta con lo expuesto por Marcela Lagarde (2005) quien, citando a Karla Langle (1983), menciona que las mujeres presas “odian la cárcel, odian a las gentes que las rodean, se odian a sí mismas y sobre todo odian a la vida por haberlas conducido a lo que son” (Lagarde 2005: 680). Sara no odiaba estar en prisión, al contrario, le daba gracias a Dios por llevarla ahí.
Lo anterior repercute en su manera de asumir la privación de la libertad y marca una importante diferencia con los varones entrevistados; mientras ellos aparentemente han gozado de libertad de acción y elección, en las historias de las dos mujeres se deja ver que ellas siempre habían estado controladas y subordinadas en todos los ámbitos de su existencia, ya sea por su familia, en la escuela, el trabajo o por su pareja.
En el caso de Sara es importante reflexionar la magnitud del cautiverio subjetivo que debió vivir fuera de prisión como para que, en un Cereso, ante la restricción de derechos y la imposición de obligaciones, haya encontrado más libertad que fuera de él.
Asimismo, es relevante señalar que ambas mujeres entrevistadas reconocieron en sus testimonios que el tiempo de reclusión física les había dado la oportunidad de cuestionar la educación recibida, como Diana, quien, a pesar de su difícil y solitaria estadía en el Cereso, dejó de emplearse en actividades que de acuerdo con los estereotipos se piensan propias de mujeres, como la costura, para aprender otros oficios con los que construyó nuevos sueños.
Sara estimaba su estancia en prisión como vacaciones, sentimiento que era alentado por el hecho de que sus hijos y su familia en general no la habían abandonado. Aunque no la visitaban cada semana, recurrentemente acudían a verla, le llevaban despensa y hasta dulces para vender en los días de visita. Eso la hacía sentir bien, querida e importante, pues opinaba que como madre había hecho un buen trabajo con sus hijos, razón por la que ahora se hacían cargo de ella.
En el caso de los hombres, ambos indicaron que sus familias estaban al pendiente de ellos, recibían visitas más frecuentes (cada semana o cada dos semanas) y de más familiares (mamá, papá, hermanos, hermanas, pareja, tíos, tías), quienes les apoyaban con despensas o dinero en efectivo para que dentro del Cereso no les faltara nada.
Respecto a las expectativas de salida, aunque Lagarde (2005) apunta que el haber estado en prisión es un estigma mayor en las mujeres, en los dos testimonios femeninos no se apreció que las entrevistadas pensaran en ese momento que dicha etiqueta pudiera afectarles; en contraste, en el testimonio de uno de los hombres sí se visualizó la preocupación por ser un exconvicto. Fernando mencionó: “toda la gente que te conoce piensa, ‘este güey, ¿qué onda?’, ‘cuídenle las manos, cuiden las cosas’, pero ya nada que ver”. De los cuatro entrevistados, Fernando fue quien mostró más síntomas de depresión y más desánimo al hablar de sus proyectos futuros e indicó que hasta que no viera un papel en el que constara su libertad, todo se quedaba en ideas. Diana era quien más tiempo había pasado privada de libertad (nueve años), le seguía Fernando (siete años), después Sara (dos años y medio) y finalmente José (tres semanas). Sin embargo, Diana tenía una actitud más positiva para reincorporarse a la sociedad y, a pesar del abandono en el que se encontraba, tenía la esperanza de recuperar a sus hijos, de volver a reunir a su familia y de trabajar. Fernando, aunque en sus siete años en la cárcel no había estado privado de contacto familiar, al darse cuenta de todo lo que se había perdido por estar ahí dentro, principalmente de ver a sus hijas crecer, expresaba tanto dolor como si se encontrara en el mismo abandono que Diana. En ambos casos sus penas residían en no poder cumplir con sus roles de género. Fernando estaba frustrado por no ser el proveedor y protector que su familia necesitaba, y Diana lamentaba no poder cumplir con sus obligaciones de madre.
Por otra parte, las historias de Sara y José eran muy diferentes, pero también con cierto arraigo en los estereotipos de género. Sara estaba feliz de quitarse la presión de cumplir con su rol de esposa, madre y abuela, mientras que José veía la oportunidad para empezar de nuevo y retomar sus proyectos de vida, de estudiar, hacer una carrera y aprender oficios nuevos, ya que su posición como varón y su separación de pareja le daban la libertad de no estar atado a la familia que una vez formó y, aunque tenía la responsabilidad de un hijo, no la veía como tal, ni se le recriminaba por ello (como podría ocurrirle a una mujer). En cuanto al desarrollo de habilidades durante su privación de libertad, las y los entrevistados coincidían en que les serían útiles para su vida fuera de la cárcel, pero se aprecian algunas diferencias relacionadas con los estereotipos de género. La prisión en ese sentido da la opción a hombres y mujeres de que aprendan habilidades indistintas según sean del interés de la o el interno -como Diana, que aprendió a hacer vitrales, repujado y pintura en varias técnicas, Sara que aprendió a hacer piñatas y Fernando a hacer paletas de bombón-; aunque continúe ofreciendo ciertas actividades preferentemente dirigidas a mujeres, como costura, cocina o tejido, y a hombres, como electricidad, mecánica, herrería o carpintería.
Colás y Villaciervos (2007) explican que los modelos dominantes de masculinidad y feminidad se han construido a partir de la separación dicotómica de capacidades corporales (fuerza y vigor contra delicadeza y debilidad), intelectuales (tareas técnicas, mecánicas y manuales frente a habilidades organizativas y cooperativas), afectivas y emocionales (control emocional contra emotividad), y de relaciones e interacciones sociales (introspección y racionalidad frente a comunicación y fluidez del lenguaje), de tal forma que en todos estos ámbitos existen características, actividades y actitudes consideradas propias de hombres y mujeres, pero en los cuatro casos abordados en este artículo se identificaron reproducciones y rupturas de estereotipos de género que impactan en la forma de asumir y vivir la privación de la libertad.
Ahora bien, de acuerdo con los testimonios obtenidos, cabe reflexionar sobre qué relación tiene el entorno con la forma en que los hombres y las mujeres en situación de cárcel experimentan el género en un espacio institucionalizado (intermedio entre el público y el privado) (Ruiz, 2021),8 donde la composición poblacional es sui generis, con más de nueve varones por cada mujer. Esa estructura social, por necesidad, le imprime la dinámica atípica que describieron los entrevistados, donde se observa un cambio crucial en la división sexual del trabajo, aspecto digno de atención según la historia, la antropología y la economía feministas (Kandel, 2006). En el Cereso, hombres y mujeres pueden integrarse a los talleres para desarrollar cualquier habilidad, y en general unos y otras cocinan, lavan ropa, barren, etc., lo que disminuye la carga de género inscrita en las actividades culturalmente asignadas a cada sexo, y donde cada trabajo solicitado a un hombre o a una mujer tiene un valor económico similar. Esto presenta un escenario favorable para romper con los roles y estereotipos de género al aproximar a los hombres al espacio privado (trabajo no remunerado) y a las mujeres al espacio público (trabajo remunerado), situación que podría estar contribuyendo para que las mujeres detonen su capacidad y su expectativa laboral y para que los hombres contacten con sus emociones, como se aprecia en las entrevistas.
Conclusiones
En este trabajo se propuso analizar si existen diferencias observables en la vivencia de los hombres y las mujeres privadas de su libertad por un proceso penal en cuanto a los estereotipos de género y, en su caso, en qué consisten estas diferencias y qué consecuencias generan.
Antes de hacer referencia a los estereotipos y a sus efectos en las cuatro personas que fueron entrevistadas, es pertinente recordar que éstas permanecían privadas de la libertad por distintos delitos, y que sus años de condena eran diferentes y los tiempos de internación variaban desde tres semanas hasta nueve años, lo que desde luego influye en las reflexiones y sentimientos en torno a la privación de su libertad y a la vida misma.
Dentro de prisión esos hombres y mujeres experimentaron cambios, pero muchas de las aflicciones que narraron guardan relación con los estereotipos de género, especialmente los que consideran que tendrían que cumplir como padres o madres de familia, como ser proveedores económicos o cuidadoras de los hijos; la excepción fue José, de 25 años, quien no mostró preocupación por ese tipo de mandato, lo que puede atribuirse a que por su juventud no haya interiorizado tantos y tan fuertemente los estereotipos de género o que no los tuviera tan presentes en su breve reclusión (tres semanas).
Quienes llevaban más tiempo dentro del Cereso (Diana, Fernando y Sara), con el paso de los años habían cambiado sus ideas, emociones, actitudes y hasta su manera de relacionarse con los demás y de entender lo que es ser hombre o mujer. En especial, y contra lo esperado al inicio de la investigación, las entrevistadas refirieron que estaban aprovechando las condiciones del reclusorio para elegir actividades y experiencias con una manera más libre de desarrollarse.
Como se puntualizó en la parte metodológica, la presente investigación no busca establecer generalizaciones, no obstante, el resultado del trabajo reporta que a tres de cuatro personas (Diana, Sara y Fernando) las expectativas de género les han afectado en su vida previa y en reclusión, como lo identifican los estudios de masculinidades y la teoría de género. En el Cereso, Fernando dejó de aportar lo necesario para el sostenimiento económico de su familia y eso le ocasionaba sufrimiento y sentimiento de culpa, aunque como en general se observó en el caso de los hombres, a él no lo recriminó su familia, por el contrario, lo visitaba y favorecía su bienestar dentro de prisión.
En cambio, Diana sufrió el abandono familiar y el castigo social por no cumplir con lo que marcan los estereotipos de una “mujer ideal”, como advierten Azaola y Yacamán (1996) y Lagarde (2005) -a pesar de que dijo que era inocente del secuestro que se le imputó-, y ese castigo adicional se sumó a su dolor por no poder cuidar de su familia, aunque aprovechaba el tiempo para desarrollar diversas habilidades y proyectar una vida exitosa en libertad y en familia. Por su parte, Sara sí fue apoyada por su familia y, de manera destacada, mejoró su calidad de vida y experimentó felicidad y libertad en la prisión pues dejó de asumir algunos mandatos de género y tomó el control de su vida.
En la compleja interpretación del fenómeno de la privación de la libertad y el género, estudios recientes como el de Ortiz et al. efectuado con respecto a varones recluidos en una prisión juvenil, afirman que “la mayoría de los problemas exacerbados del encierro, tanto para hombres como para mujeres, provienen de su género” (Ortiz et al. 2019: 110), ya que las instituciones punitivas reafirman los estereotipos y la rigidez de esos roles, además de que la privación de la libertad vuelve a los sujetos carentes de afectividad y violentos, pero esos hallazgos contrastan con lo observado en las y los entrevistados, quienes mostraron ser emotivos y haber cambiado sus patrones de género.
Los hombres que contaron sus historias de vida, en particular dejaron ver sus tristezas, preocupaciones y anhelos. Uno de ellos, Fernando, reconoció su vulnerabilidad y no contuvo el llanto al mencionar el dolor por no estar con su esposa e hijas, a pesar de que estaba hablando con una persona desconocida de sexo femenino.
Por su parte, las mujeres también manifestaron cambios destacables. Diana, por ejemplo, señaló que la privación de su libertad le había enseñado que no tenía que depender de un hombre ni para el sustento ni para protección, ya que ella había sobrellevado la prisión durante nueve años. El caso de Sara es similar, pues dijo que dentro de la cárcel se dio cuenta de que no quería estar más con su esposo, bajo su autoridad e imposiciones; se capacitó, descubrió la felicidad de estar sola, de ocuparse de sí misma, y se liberó de la preocupación por todas las necesidades de los demás miembros de su familia, quienes, a su vez, se hicieron cargo de sus propias responsabilidades.
De lo anterior se deduce que las personas en situación de cárcel que fueron entrevistadas suman al estado de vulnerabilidad emocional prolongado que implica para cualquiera la privación de la libertad, la pérdida de muchos sueños y planes, así como la culpa por los mandatos de género que no pudieron cumplir. No obstante, en prisión las mujeres encontraron y tomaron las opciones productivas y de realización existentes en ese medio, mientras que la propia dinámica les requirió a los hombres destinar tiempo a las actividades de su propio cuidado, lo que redujo su tiempo económicamente productivo o de asueto, todo lo cual parece haber contribuido a sensibilizarlos y a ponerlos en contacto con sus emociones.
Ahora bien, en el trabajo de campo se observó que la prisión reproduce el modelo androcéntrico, pero la intersubjetividad expuesta está mostrando un resultado social contraintuitivo, pues los roles y estereotipos de género presentan rupturas importantes en las y los entrevistados que llevaban más tiempo internados. Para el análisis, un factor importante es la composición poblacional carcelaria del estado de Hidalgo, donde en 2019 solo había un siete por ciento de mujeres, pues esa particular estructura, además de la dinámica atípica de ese espacio social institucionalizado (Cereso) (Ruiz, 2021), integra un ambiente que parece favorable para romper con los roles tradicionales de género.
De los testimonios analizados puede desprenderse que la dinámica del reclusorio disminuye la carga de género inscrita en las actividades culturalmente asignadas a las mujeres (como cocinar, lavar la ropa, asear sus dormitorios, etc.), ya que las desempeñan por igual mujeres y hombres; y si bien puede pagarse por ese servicio a un tercero, se resignifica la actividad al volverla remunerada. Mientras tanto, los espacios laborales existentes (talleres) se abren por igual a hombres y a mujeres al ser parte de las medidas de reinserción social. En este sentido, la situación de cárcel pone cotidianamente en mayor contacto a los varones con el espacio privado (no remunerado), reduciendo su tiempo para el trabajo pagado, y a las mujeres con el espacio público (o del trabajo remunerado), lo que, según su discurso, amplía sus horizontes y les da seguridad en sí mismas.
En síntesis, a la luz de la teoría, los testimonios presentados brindan elementos novedosos para el análisis de género en una situación crítica y en un espacio atípico que da otra perspectiva sobre la forma en la que los hombres y las mujeres privadas de la libertad viven su encierro, sus problemas, sus tristezas y sus logros, así como para analizar las oportunidades que esta experiencia les ha traído y que cada persona va resignificando en ese entorno relacional atípico, como el replantearse su rol familiar, desarrollar nuevas habilidades y aprovechar la gran cantidad de enseñanzas, tanto positivas como negativas, que las personas se llevarán consigo cuando recuperen su libertad.