Introducción
Los movimientos sociales y los estudios que los toman como objeto componen una díada que sintetiza una amplia heterogeneidad de perspectivas, conceptualizaciones y taxonomías que, a la vez que reflejan la complejidad de su existencia, reafirman su permanente transformación, ya sea a partir de nuevas modalidades de acción social que emergen en diferentes contextos (por sus réplicas en otros espacios incorporando nuevos rasgos singulares), como por la heterogeneidad de perspectivas que intentan comprender su accionar (McCarthy y Zald, 1977; Touraine, 1991; Craig, 1994; Melucci, 1994; 1999). Las primeras décadas del siglo XXI reflejan la consolidación de formas novedosas de organización, movilización y protesta social que contrastan con el accionar y los modos organizativos de estructuras instituidas en los siglos anteriores, tales como partidos políticos, gremios y sindicatos. La emergencia de diversos colectivos marca diferencias en su accionar político, en sus estéticas, sus medios y maneras de expresión, así como por los asuntos que abordan, respecto de otras formas más tradicionales de la acción política con las que comparten la escena social.
Estas nuevas modalidades de expresión social y política se distancian de formas organizativas jerárquicas y estructuradas, y se acercan a formaciones compositivas de carácter horizontal sostenidas por cuestiones de afinidad y lazos afectivos (Arribas, 2014); incorporan el uso de las tecnologías en el mismo gesto del accionar político, haciendo proliferar sus intereses y reclamos a la vez que generan conexiones y consolidan redes en las que conviven contenidos locales y globales (Estalella, Rocha y Lafuente, 2013). Asimismo, promueven y experimentan innovaciones estéticas en sus formas de expresión y en el tratamiento y la movilización de sus asuntos, instalando referencias éticas en su accionar político que aportan a la composición de estas nuevas modalidades de expresión (Bonvillani, 2013).
En razón de lo anterior y prestando atención a esos elementos que contrastan con las características clásicas de los movimientos sociales, consideramos pertinente hablar de nuevas formas de acción y participación política, y ya no de movimientos sociales, como antaño lo hiciera Alain Touraine (2006) con la propia noción de movimiento social, al contraponerla a las clásicas formas de acción política centradas en el rol preponderante de la clase obrera (cuestionando el carácter negativo y determinista de la lucha). Este corrimiento conceptual no es más que para definir el modo político actual de la multitud posicionada desde un modo de organización horizontal alejada del modelo de las organizaciones jerárquicas con las que se ha caracterizado a los movimientos sociales. Para ampliar esa definición, proponemos situarnos sobre el entorno relacional de los colectivos, de modo de avanzar sobre la caracterización de lo que denominaremos ecologías de acción política. El propósito de caracterizar estas ecologías responde al argumento inicial de considerar la díada de movimientos sociales y el estudio sobre estos como una composición en constante devenir, en tanto exige la ampliación y renovación de los recursos conceptuales con los que lleguemos a comprender las nuevas modalidades del accionar político.
Nuestra reflexión nace a partir de la ejecución de un proyecto de investigación cuyo objetivo es comprender las nuevas formas que adquiere lo político en la contemporaneidad a partir de la emergencia de prácticas colectivas basadas en la experimentación y la colaboración. A través de un estudio exploratorio, mediante el relevamiento web y de redes sociales, hemos identificado 143 colectivos, los cuales agrupamos en campos temáticos, a saber: feminismos y disidencias, urbanismo y derecho a la ciudad, economías alternativas, medio ambiente, arte y derechos humanos. A partir del análisis de los espacios web de los colectivos y de entrevistas en profundidad a militantes y activistas (dos por agrupamiento), presentamos como avance una caracterización de lo que entendemos como nuevas modalidades de acción política.
En este artículo presentaremos algunos acontecimientos que consideramos han contribuido al devenir de las formas actuales de hacer política que se expresan en acciones que revisten a diferentes colectivos de una singularidad propia. Estas manifestaciones han convocado la elaboración y el uso de nuevos conceptos, tanto para el fundamento de las acciones de diversos colectivos como para comprender su accionar, por lo que abordaremos algunos de esos recursos conceptuales que han surgido en el marco de las actuales manifestaciones sociales. En el intento de acercarnos a las expresiones locales y enmarcados en el periodo que en América Latina asumieron los gobiernos denominados progresistas, abordaremos las características y posiciones que los movimientos sociales asumieron durante ese lapso, así como las miradas que desde la academia se ubicaron sobre estos. Nos interesa dar cuenta de las diversas consideraciones teóricas que emergieron durante el periodo mencionado, a partir de la investigación de distintos colectivos contemporáneos para ubicar en ese repertorio de perspectivas una mirada que nos permita acercarnos a lo que denominamos, inspirados en Stengers (2005), ecologías de acción política.
Los movimientos sociales como efecto de producción
Desde sus inicios, las ciencias sociales han tomado los movimientos sociales, en tanto que acciones colectivas, como objeto de estudio y han sido fundamentales para muchos de sus desarrollos conceptuales (Torres Carrillo, 2009). En torno a la década de 1960, a propósito de la emergencia de nuevas expresiones políticas producto de la posguerra (aquí podemos listar expresiones tales como los movimientos estudiantil, antinuclear, ecologista, de derechos civiles, feministas, así como reformulaciones del sindicalismo obrero, entre otras), los marcos explicativos dominantes de la época fueron fuertemente cuestionados, posibilitando el surgimiento de nuevas teorizaciones tales como el modelo estructural-funcionalista, el interaccionismo simbólico y, en menor medida pero con mayor presencia en América Latina, las perspectivas marxistas (Diani, 1992; Puricelli, 2005). Hasta entonces los fenómenos de comportamiento colectivo fueron conceptualizados, mayoritariamente, como disfunciones de la organización social, cuestionando sus normas y alejándose de ellas en su práctica. Es así que estos fenómenos ponían de manifiesto los procesos que desintegran las sociedades en elementos más básicos, cuya reagrupación dinamizaba la formación de nuevas organizaciones y nuevas sociedades, tal como sostenían Park y Burgess (1924), por ejemplo. La principal crítica a este tipo de enfoques se centró en que no podían explicar por qué emergen estas nuevas formas de acción política en contextos caracterizados por un gran crecimiento económico y un aumento del bienestar social (Berrío Puerta, 2006). Una de las respuestas ante esta crisis explicativa fue la teoría de la movilización de recursos cuyo núcleo duro sostiene que existen variables objetivas como los intereses, la organización, los recursos, las oportunidades y las estrategias, las cuales les permiten a los actores (sean individuales o colectivos) la movilización a gran escala (Puricelli, 2005). Esta teoría enfatiza la existencia de un actor racional que emplea la racionalidad estratégica e instrumental para llevar a cabo la acción. De esta manera, el actor racional sustituyó a la multitud como referente clave para el análisis de la acción colectiva (Cohen, 1985). Precisamente este sesgo racionalista e individualista fue cuestionado más adelante por otras perspectivas. Entre las más destacadas encontramos la obra de Alberto Melucci (1989; 1992; 1996), dedicada en gran parte a conceptualizar sobre los nuevos movimientos sociales, desde la que se cuestionó la separación entre las condiciones objetivas y las subjetivas y entre las condiciones estructurales y actorales presentes en las perspectivas precedentes.
Desde una perspectiva socioconstruccionista (Melucci y Massolo, 1991), el concepto de identidad colectiva elaborado por Melucci tiene como fin describir cómo se forma la acción colectiva, es decir, “cómo los individuos se involucran en ella y cómo la protesta se consolida en un movimiento social” (Chihu y López, 2007: 142). Desde su óptica, los movimientos sociales contemporáneos no se guían por el modelo estratégico de acción social (como en el caso de la teoría de la movilización de recursos), sino que se orientan por un modelo expresivo de acción social donde lo que se busca es identidad, autonomía y reconocimiento. Reafirmando esta idea, Jean Cohen (1985) subrayó que lo que caracteriza los nuevos movimientos sociales es, precisamente, su conciencia sobre la construcción de identidades, entendida como un proceso que implica una disputa centrada en la reinterpretación de las normas, la invención de nuevos sentidos y significados, incluyendo los límites socialmente construidos entre los dominios de la acción pública y privada. No obstante, a pesar de que su giro epistemológico tuvo por objeto convertir la acción colectiva en lo que debe explicarse y no en aquello que explica, Melucci termina por reproducir algunas de las disputas dominantes que intentaba superar. Tal como señala Israel Rodríguez-Giralt “su énfasis empírico en los conflictos, por el que las redes de solidaridad se estructuran en diferentes niveles dentro de un sistema social complejo y altamente diferenciado, nos lleva implícitamente a mantener (y volver a caer en) un dualismo que distingue entre lo macro y lo micro” [traducción propia] (2011: 17-18). Del mismo modo, en su obra encontramos una fuerte presencia de la separación entre individuo y sociedad para explicar el carácter colectivo de la acción social, también la distinción entre competencias y dominios subjetivos y objetivos, sobre todo, cuando se detiene a explicar la presencia de la tecnología y otras infraestructuras en su conceptualización de la identidad colectiva, pieza clave de su obra.
Desde la denominada sociología de la acción, la conceptualización de los movimientos sociales aparece como formulación alternativa al movimiento obrero en tanto que forma paradigmática de la protesta social y la acción política. Alain Touraine (2006), principal referente de esta corriente, se distancia de los enfoques sociológicos clásicos, sobre todo de cierto marxismo economicista, con el fin de definir y conceptualizar los movimientos sociales como una formación histórica y política diferente a las conceptualizaciones clásicas en torno al movimiento obrero. Desde su punto de vista, los movimientos sociales son concebidos como ciertas conductas socialmente conflictivas y culturalmente orientadas, no así como la manifestación de contradicciones objetivas de un sistema de dominación como el enfoque marxista lo propone. Así, en lugar de presentar los movimientos como negatividad, desde esta perspectiva se afirma la posibilidad de explorar su carácter positivo y afirmador. Otra de las características que subraya Touraine y que nos parece destacable es que la acción de los movimientos sociales no se dirige fundamentalmente contra el Estado, de ahí que no pueda identificarse con una acción política orientada por la conquista del poder. Desde su punto de vista se trata de una acción de clases dirigida contra un adversario social y no orientada a la transformación del poder del Estado, si bien pueden suscitarse alianzas que tiendan a la confluencia de estas dos vertientes. Por último, y quizá el rasgo más distintivo de esta perspectiva, los movimientos sociales se orientan no hacia la superación de la sociedad actual, sino hacia la construcción de una sociedad alternativa.
En el contexto latinoamericano el estudio de los movimientos sociales no es novedoso. Desde hace décadas existe una tradición, apoyada fuertemente en el campo de la sociología, que ha ido generando pistas para entender y caracterizar el accionar, los intereses y el horizonte hacia el que dirigen sus prácticas. Enmarcadas principalmente en la sociología de los movimientos sociales, las perspectivas empleadas han sido varias, desde la creación de repertorios conceptuales propios, pasando por el enfoque estadounidense con las categorías de sistema, organización colectiva e integración social, hasta la perspectiva europea con una línea que ubica categorías como clases sociales, contradicciones, luchas, experiencia, conciencia, conflictos, Estado y otra línea que privilegia identidad, cultura, autonomía, subjetividad, actores sociales y cotidianidad (Casas, González y Rocco, 2015). Entre las nociones creadas a partir del diálogo con la realidad latinoamericana encontramos las de nuevos sujetos históricos, campo de fuerza popular, ciudadanía colectiva, redes de solidaridad, tramas comunitarias, entre otras; todas nociones híbridas que dialogan con las tradiciones noratlánticas. Esta modalidad inventiva, a pesar de las influencias estadounidense y europea, no es más que producto del reconocimiento de una manera singular de la acción colectiva; las categorías y nociones resultantes expresan esfuerzos por dilucidar y comprender procesos propios que en su emergencia caracterizan la singularidad política de la región y sus heterogeneidades. Coincidiendo en la dificultad de abordar las nuevas modalidades que adquieren actualmente los movimientos sociales, los estudios locales se han hecho de un abanico de categorías que van desde las más clásicas en el campo de la sociología, como el caso de la noción de campo de Bordieu (Falero, 2009), luchas de clases, etc., hasta otras más novedosas para el campo como la idea de rizoma en un intento por dar cuenta del carácter reticular y fluido de las nuevas formas de composición de los movimientos sociales (Viñar, 2021) o asumiendo enfoques ligados a la perspectiva poscolonial (Flórez-Flórez, 2005). Reconociendo el desafío conceptual de abordar los actuales movimientos, caracterizados por dinámicas innovadoras e instituyentes, Casas, González y Rocco (2015) proponen la idea de sujetos colectivos para acercarse al dominio de la subjetividad y especialmente a la relación entre lo individual y lo colectivo, articulado con otras categorías como las de dinámicas y estructuras de explotación, dominación, desigualdad estructural y lucha de clases. No obstante estos esfuerzos de singularización y traducción de los conceptos políticos de la centralidad noratlántica, América Latina encuentra en los movimientos indígenas su principal fuente de producción de un modo de pensamiento diferencial con respecto a las maneras dominantes de entender lo político. De acuerdo con lo que plantean Laura Valladares y Antonio Escobar (2016), partiendo de la base de que se trata de un actor diverso y heterogéneo, los movimientos indígenas latinoamericanos han sabido transformar su cultura política apostando a la construcción de una de corte emancipatorio. Como dicen los autores, se trata de la construcción de nuevas culturas políticas cuya característica principal se encuentra en el hecho de no estar centrada exclusivamente en reivindicaciones económicas, sino en alentar procesos de reapropiación de las dimensiones subjetivas e identitarias de la cultura, rescatando principios culturales étnicos tales como “concebir el poder como un servicio, la política como una obligación y las diferencias como un componente positivo y deseable de una nueva unidad social” (Valladares y Escobar, 2016: 309). Esta dimensión ética constituye una de las principales contribuciones del movimiento indígena para repensar la escena de los denominados movimientos sociales.
De este repaso, aunque no exhaustivo, de algunas de las distintas perspectivas en torno a los movimientos sociales queremos resaltar algunas cuestiones. En primer lugar el carácter vivo y dinámico de esa noción y, derivado de eso, problemático. Su devenir histórico habla de las mutaciones constantes de las prácticas políticas que componen el campo social y de cómo la reconfiguración de las sociedades conlleva las transformaciones de las prácticas políticas. En segundo lugar, el esfuerzo teórico realizado por escapar de cierto estado negativo, reconociendo así la positividad de ciertas prácticas políticas multitudinarias que se resisten a ser concebidas como meras resistencias a ciertos modos dominantes y que expresan en su accionar un proyecto de sociedad diferente. De aquí se deriva el impulso por rescatar la dimensión actoral de los movimientos, quitándolos del sitio de meros efectos negativos o síntomas de ciertos malestares o disfunciones sociales. En tercer lugar, la independencia de las prácticas que se conceptualizan bajo la grifa de los movimientos sociales con respecto al Estado, lo que no implica desconocer los diálogos e interacciones existentes entre los agentes estatales y sociales. Por último, el carácter situado en trama global, sin que esto resulte una contradicción, siendo precisamente esa posición conectada lo que le otorga singularidad a las experiencias que podemos inscribir bajo la etiqueta de movimientos sociales. Más allá de este dinamismo que reconocemos en la noción, entendemos que existen elementos para pensar en nuevas nociones que permitan abordar de un modo diferente la actualidad de las prácticas políticas. A continuación, queremos traer a colación diferentes acontecimientos que han influido en los modos contemporáneos de hacer política que, entendemos, nos permiten pensar ya no en movimientos sociales, sino en ecologías de acción política.
Nuevas formas sociales y políticas de la protesta
Para continuar con nuestro argumento nos gustaría señalar algunos acontecimientos de los últimos años cuyos efectos se han propagado a nivel global, incidiendo en los modos políticos locales. No queremos decir que sean influencias directas ni menos las causas de la transformación de los modos de acción política, sino por el contrario, que forman parte o expresan una transformación sensible en el modo de comprender la política en el mundo globalizado, sin desconocer las singularidades de cada sitio. Tampoco queremos limitar el campo de las influencias a estos únicos acontecimientos, más bien subrayar la importancia de estos procesos para pensar la actualidad de las prácticas políticas contemporáneas que escapan a ciertos modos instituidos del obrar político.
La ocupación mundial de las plazas
La década de 2010 trajo consigo una serie de movimientos políticos caracterizados por la toma de la calle y de las plazas, movimientos cuya emergencia espontánea, pluralidad de voces y formas de expresión parecía contradecir las viejas recetas de la organización política clásica: centralidad, unión y representación. Movimientos como el 15M en España, la Primavera Árabe en el norte de África, Occupy Wall Street en Estados Unidos o Yosoy132 en México daban cuenta de un cambio de época global en las formas de la militancia y el activismo. Estas experiencias, tal como lo señala Craig Calhoun (2013), fueron parte de una ola internacional de movilizaciones. El contexto de la crisis financiera de 2008 aparece en la mayoría de los análisis como la raíz o causa principal de estos movimientos globales; crisis que tuvo su principal expresión en lo inmobiliario pero que repercutió sobre todo en la reforma del Estado de bienestar. La ocupación de la plaza Syntagma en Atenas o la de Sol en Madrid fueron ejemplos de estos nuevos movimientos que comenzaron a tomar las calles, en particular los espacios emblemáticos de esas ciudades, en un gesto de colocar los cuerpos en la calle como expresión viva de lo político (Butler, 2019). Calhoun (2013) otorga a la circulación de imágenes visuales y de ideas tácticas a través de las redes sociales el motivo de esta propagación e influencia para que una movilización como Occupy Wall Street se produjera meses después. Al respecto, Michael Hardt y Antonio Negri (2011) sostienen que la rápida propagación de las protestas se debió a la creciente indignación contra la avaricia empresarial y la desigualdad económica, pero sobre todo contra la falta y el fracaso de la representación política.
Si se recorren los trabajos en torno a movimientos como la Primavera Árabe o el 15M se podrán encontrar reflexiones similares: pluralidad de voces, consignas, cuerpos y sensibilidades, reapropiación del espacio, pérdida de la centralidad en favor de la multiplicidad como expresión política, confluencia de diversos actores colectivos, presencia fuerte en redes sociales (principalmente Twitter), desconfianza hacia las formas de gobierno y los partidos, por mencionar las más destacadas. Muchos de los trabajos en torno al 15M o movimiento de los indignados en España (Barba y Sampedro Blanco, 2011; Martínez-Rodríguez, Hernández-Merayo y Robles-Vílchez, 2013; Díaz-Parra y Candón-Mena, 2014) hablan de la importancia de la multiplicación de las prácticas tecnopolíticas por medio de las redes humanas y digitales, la toma del espacio urbano y la explosión emocional de indignación y el empoderamiento colectivo que dieron lugar “a un sistema red autónomo y autoorganizado, una multitud conectada capaz de comportamientos colectivos inteligentes” (Toret, 2013). Así, el aspecto más destacable fue la confluencia de diversas sensibilidades, afecciones y puntos de vista a través de un sentimiento particular: la indignación (Antentas, 2013). Esto nos remite a un plano afectivo de la política que entendemos conveniente subrayar, más cuando la afectividad en la política suele quedar subsumida a la racionalidad (o una racionalidad específica según sea el caso), dimensión que abordaremos más adelante. Los movimientos ocurridos desde Turquía, pasando por España y Grecia hasta Nueva York produjeron un nuevo lenguaje político que habilitó otras formas de entender la acción política. Nuestra hipótesis -si es que podemos llamarle de ese modo- es que lo que aconteció entonces contribuyó para producir nuevas prácticas políticas dentro de los movimientos sociales a nivel global, inaugurando un modo de hacer ya no centralizado, sino todo lo contrario, plural, abierto, horizontal, auspiciados por una forma constructiva de entender el horizonte político más que utópica.
La influencia de la revolución feminista
Paralelamente a dichos estallidos, desde años atrás, dentro del feminismo se gestaba una nueva ola a nivel mundial (Varela, 2019). Es destacable la enorme influencia que tiene el feminismo en los últimos años, tanto en el plano social y político como en el institucional; los aconteciminetos antes mencionados encontraron un movimiento feminista que ya entonces daba cuenta de las potencias para la realización de lo que luego se denominó como revolución feminista (Cruells, 2012; Galindo, 2018). La nueva oleada de feminismos trajo consigo una serie de principios éticos-metodológicos que comenzaron a permear en la constitución de las nuevas maneras de hacer política, cuyo influjo viene transformando la propia praxis política. De ahí que, por ejemplo, Raquel Gutiérrez (2015) llame política en femenino a cierto modo del obrar político que se distingue de maneras más dominantes. Estas nuevas aperturas condicen con una manera diferente de entender lo social. Una de las principales contribuciones de los feminismos contemporáneos ha sido rescatar muchas de las consignas y nociones que el propio feminismo fue construyendo a lo largo del siglo pasado y antes también, entre ellas destaca la idea de que lo personal es político (Puleo, 2005; Hanisch, 2016). Atender lo personal como dimensión inherente de lo político habilita a procesos de desprivatización signados por la politización de las experiencias cotidianas. Esto ha dado lugar a una preocupación constante y permanente acerca de aquellos procesos que no se limitan a la esfera institucional y estatal y que hace a las relaciones cotidianas entre las personas y sus entornos. De ahí que el cuidado haya emergido en los últimos tiempos como una dimensión importante de la ética feminista hoy revalorizado para pensar cuestiones que van desde la democracia hasta nuestra relación con el planeta (Tronto, 2013; Puig de la Bellacasa, 2017).
Es así que la dimensión afectiva, en tanto modo de composición de la experiencia, aparece como un aspecto clave que la mirada feminista aporta a las prácticas políticas y epistémicas quebrando así algunos supuestos universales de Occidente. Como afirma Virginia Cano (2018)“(...) nadie habla en nombre de todxs, ni tampoco de nadie; en todo caso, cada unx asume una precaria posición situada, un pequeño rincón del mundo desde el cual desarrollar una reflexión filosófica sin la ‘ingenuidad teórica’ de los universalismos o grandes relatos” (p.7). Así la representación es subvertida a partir del reconocimiento de lo situado como movimiento de afirmación del gesto epistémico-político; la razón deja de ser algo disociado de lo afectivo, en tanto que su producción es concebida como una práctica afectiva más (Hubbard, Backett-Milburn y Kemmer, 2001; García Dauder y Ruiz Trejo, 2020).
El carácter situado de la experiencia ha conducido al feminismo a comprender las diferencias intrínsecas entre los distintos atravesamientos que hacen a las posiciones de subalternidad y dominación; dando como resultado el nacimiento de la categoría de “interseccionalidad”. El término fue acuñado por la activista feminista Kimberlé Crenshaw (2016) con el propósito de dar visibilidad a ciertas prácticas de dominación que no pueden ser catalogadas solamente como racistas, sexistas o clasistas, sino que por sus múltiples implicaciones dan cuenta del solapamiento de dichas categorías. Para Mara Viveros Vigoya (2016), el enfoque de la interseccionalidad se nutre del activismo del feminismo negro. Es, de ese modo, una noción que nace en el corazón de los movimientos sociales, sintetizando una serie de orientaciones políticas, éticas y metodológicas: 1) la extensión del principio feminista, “lo personal es político”, más allá del sexo, incluyendo la raza y la clase; 2) el conocimiento centrado en la experiencia (stand point theory); 3) el enfrentamiento de un conjunto variado de opresiones sin jerarquizar ninguna; y 4) la imposibilidad de separar las opresiones (Cruells, 2012).
En los últimos tiempos distintos movimientos sociales han hecho hincapié en atender otras desigualdades en el mundo contemporáneo, más allá de la raza, el género, la clase y la sexualidad, como la nacionalidad, la religión, la edad y la diversidad funcional, como forma de extender el campo político. Estos corrimientos han permitido ampliar la reflexión acerca de los propios límites del movimiento feminista y otros movimientos afines, salir de la preocupación sobre las fronteras internas, colocar la atención en las alianzas, coaliciones y solidaridades que se deben anudar con otros movimientos sociales que defienden los intereses de los grupos minoritarios.
La era progresista en América Latina
La década de 1990 en América Latina se caracterizó por una fuerte confrontación entre los movimientos sociales y los gobiernos de corte neoliberal, periodo en el que las formas clásicas de organización y manifestación se fortalecieron al ubicar en el centro de sus reivindicaciones la lucha contra el modelo económico. Esta imagen de confrontación entre gigantes, Estado versus movimientos sociales, contrasta con la imagen que, a mediados de los 2000, comienza a generarse ante el ascenso de gobiernos progresistas. La configuración de un nuevo escenario implicó una nueva disposición de actores. Algunos de aquellos que durante un lapso movilizaron reivindicaciones desde sus lugares de inserción social, laboral o como militantes, se vieron como parte de los espacios estatales y de gobierno que tradujeron contenidos de las agendas de los movimientos sociales.
Durante ese periodo, las luchas de los movimientos sociales se distribuyeron sobre diferentes campos como el trabajo, la transformación del Estado, los recursos naturales, derechos sociales, derechos reproductivos, memoria e identidad, subrayando la ausencia de un conflicto central. No obstante, el elemento más conflictivo que surgió fue la relación entre recursos naturales y desarrollo económico (Bringel y Falero, 2016). La profundización del modelo extractivista fue una característica de los gobiernos progresistas. La confrontación con lógicas comunitarias generó tensiones en el relacionamiento entre Estado y las organizaciones sociales (Lo Brutto y Aceves López, 2017; Romero y Romá, 2014; Wahren, 2019). Estas tensiones debieron tramitarse en un escenario difícil para la acción de los movimientos, que estuvo marcado por un amplio repertorio de compensaciones sociales tendientes a calmar el descontento social, a pesar de que la región se mantenía como una de las más desiguales y menos distributivas del planeta (Svampa, 2017). Eduardo Gudynas profundiza el análisis al postular la existencia de un neoextractivismo progresista, en el que los Estados son más activos, tanto en la regulación de la práctica extractivista como en la redistribución de los excedentes generados, que legitiman de esa manera la apropiación de la naturaleza y un modelo de desarrollo sostenido en la exportación de materias primas y en inversiones extranjeras. Para el autor, estas acciones tienden a mantener“la inserción internacional subordinada de América del Sur” (2009: 198). Para dar cuenta de la complejidad del nuevo escenario, Soto subraya la encrucijada en la que se encontraron los movimientos, ya que se enfrentaron al desafío de que su “gramática emancipatoria […] no se fusione con la práctica compensatoria del ejercicio del poder por parte de los gobiernos progresistas y que sean capaces de reinventar los caminos de la emancipación para América Latina” (marzo 2016: 6).
La apertura por parte de los gobiernos a demandas y agendas en las que se habilita la inclusión de temas relevantes para los movimientos sociales fue acompañada de la captación de actores de los movimientos sociales por parte del Estado. Si bien esto no implica un pasaje directo de reivindicaciones de un espacio a otro, produce un escenario híbrido del que posiblemente se hayan distanciado otras formas asociativas con nuevas agendas y reivindicaciones. Este quiebre dio paso al surgimiento de nuevas demandas y movimientos sociales y a la reconfiguración de otros (Bidegain, Freigedo y Puntigliano, 2021); provocó la ampliación de la agenda de derechos y la aparición de movimientos resistentes a las reformas promovidas por los gobiernos progresistas, y generó lo que Nocetto, Piñeiro, y Rosenblatt (2020) definen como activismo restaurador.
Algunos estudios han destacado este lapso como de conformación de una nueva hegemonía progresista caracterizada por la construcción de nuevos consensos sociales, la instalación de ciertas modalidades en que debe darse el conflicto y la fijación de nuevos horizontes de imaginación política (Castro, Elizalde, Menéndez, Sosa, 2015; Castro, Elizalde, Menéndez, Sosa, 2014). Más allá de los nuevos consensos sociales, es claro que los movimientos sociales se encontraron ante la disyuntiva de adaptarse o construir alternativas, ya sea recuperando autonomía frente a los gobiernos progresistas o bien generando otras formas de movilización dispuestas a cuestionar el consenso instalado (Falero, 2009).
Es así que un fenómeno singular comienza a destacarse en relación con los movimientos sociales y en especial con las modalidades de protesta, referido al distanciamiento de una tradición de movilización política centrada en la conducción de los partidos políticos, sindicatos y el Estado. Los movimientos sociales comienzan a elaborar una dinámica de movilización autónoma de estos ejes tradicionales, la cual se expresa en disidencias dentro del espectro político de la izquierda, la aparición de movimientos de vecinos organizados, autogestionados y vinculados a asuntos locales y las organizaciones ambientalistas, quienes se han opuesto a la protección que el Estado brinda a proyectos de multinacionales que afectan el medioambiente y la soberanía nacional (Moreira, 2010).
Los estallidos sociales en América Latina
La era progresista se fue agotando paulatinamente y, frente a su debilitamiento, se constituyó una nueva hegemonía con características reaccionarias y neoliberales que puso en cuestión los avances en la agenda de derechos como lo había cuestionado en su tiempo el activismo restaurador (Nocetto, Piñeiro, y Rosenblatt, 2020). En 2019, en parte como respuesta al proceso mencionado, se sucedieron una serie de estallidos sociales que involucraron diversas formas de organización y manifestación, así como una pluralidad de reivindicaciones. A principios de octubre de ese año, en Ecuador se dieron cientos de expresiones en contra de la política económica del gobierno, que desataron una de las crisis políticas más grande en la historia del país, iniciada con el paro de transportistas, sobre todo indígenas, y se extendieron al resto del territorio, en demanda de baja en el precio de combustibles, así como de reformas educativas-laborales y tributarias (Ospina, 2020). Asimismo, en Chile, en octubre del 2019, el llamado“estallido social” comenzó con el aumento de la tarifa del tren subterráneo, que desató inicialmente la ira de estudiantes para luego crecer a otros sectores sociales y a todo el país. La Plaza Italia se transformó en escenario de protesta en Santiago y fue renombrada por los manifestantes como“Plaza de la Dignidad”. A partir de este hecho proliferaron movilizaciones con el #Chiledespertó, de inconformidad hacia el gobierno, que derivó en la crisis social más grande es ese país desde el regreso a la democracia, en la que se registraron hechos de violencia, muertes y represión por los militares en las calles ( Jimenez Yañez, 2020). En Colombia, al mes siguiente, sucedieron protestas masivas impulsadas por estudiantes, sindicatos, indígenas y mujeres que organizaron un gran paro nacional denominado “21N” en protesta por la gestión de las políticas públicas del gobierno y que recibieron como respuesta una fuerte represión policial, hechos de violencia y desapariciones. Los reclamos incluían el cuestionamiento a la reforma tributaria y a salud privatizada, la reivindicación del respeto a los derechos humanos y la exigencia de más seguridad pública, el incremento del presupuesto para una educación gratuita y menos desigual, la lucha contra iniciativas que afectan el medio ambiente y la denuncia contra las violencias hacia mujeres (Guzmán Martinez, 2020).
Estudios enfocados en estas experiencias coinciden en situar el malestar en las malas condiciones políticas y económicas. En la experiencia chilena se subraya que esas condiciones se vienen arrastrando en el país desde hace varias décadas (Brieba, 2020; Márquez, 2020; Cuadra, 2020). Algunos estudios destacan que el estallido fue precedido de manifestaciones lideradas por movimientos estudiantiles y feministas, colectivos ligados con la equidad de género, derechos humanos y grupos étnicos en reivindicación de derechos indígenas. A su vez, destacan que estos colectivos utilizan redes sociales para comunicarse y organizarse (Rozas Bugueño y Somma, 2020; Jiménez-Yañez, 2020). En el caso de Ecuador, las movilizaciones fueron incentivadas por colectivos indígenas y feministas. Ríos Rivera, Umpiérrez y Vallejo, (2020) plantean que, en este contexto, los movimientos sociales se perciben como una acción colectiva que se une con base en supuestos compartidos como la identidad, la ideología y el deseo de lucha individual. Puente-Izurieta (2021) destaca los aspectos emocionales que fueron emergiendo en el proceso de protestas, así como la significación de la movilización centrada en la defensa de derechos y la solidaridad. El estudio revela la diversificación de microrredes que movilizan recursos individuales y colectivos a través de medios digitales y en la ocupación de espacios públicos estratégicamente elegidos.
En el caso de Colombia se identifican elementos similares de descontento sobre condiciones políticas, económicas y sociales y una participación mayoritaria de jóvenes desconfiados de las instituciones y preocupados por el desempleo, las dificultades de accesibilidad a la educación y el miedo a la seguridad personal (Veloza y Guerrero, 2021). La inclusión del cuerpo como medio de protesta y desde la acción de los movimientos feministas (Bonilla Tovar, 2020) es otra de las características que se destacan, al igual que una impronta de agrupamientos diversos, cultura y arte juvenil, tecnologías digitales como nuevos espacios de participación, que de alguna manera hacen posible y configuran un escenario de experiencias que redefinen nuevos protagonismos políticos. Amador y Muñoz, atendiendo a las características de los estallidos y de los movimientos sociales de la última década, plantean que para su estudio se requiere “una ontología antiesencialista que reconozca el carácter múltiple, heterogéneo, dinámico, relacional, cambiante, nómada, frágil, transitorio y contradictorio de las identidades sujetas a procesos de construcción y reconstrucción continua” (2021: 17).
Hacia la construcción de nuevas coordenadas para pensar la acción política colectiva: las ecologías de acción política
Los acontecimientos presentados pueden ser pensados como condiciones para la producción de nuevas prácticas asociadas con la acción política. Consideramos que de estas situaciones, acontecimientos y tendencias -con todas sus prácticas asociadas- podemos extraer algunas orientaciones que nos permitan repensar y poner en escrutinio las categorías con que, desde el campo de las ciencias sociales en sentido amplio, hemos venido trabajando en torno a lo que se ha denominado con el tiempo como movimientos sociales. Asimismo, se intenta dar cuenta de un cambio de época paulatino que ha venido poniendo en crisis no solo la categoría de movimientos sociales, sino también las prácticas que se asocian con esta forma de la protesta y la movilización social.
En el caso de las movilizaciones en torno a 2011 hubo un retorno a la toma de la calle de manera masiva, sobre todo de espacios icónicos de la centralidad urbana como los son las plazas. Pero, a diferencia de otras expresiones de ese tipo, estas se dieron de manera autoconvocada, con formas de organización descentralizadas y horizontales, facilitadas por el uso de redes sociales. Estas convoncatorias permitieron la confluencia de una miríada de perspectivas, enfoques y consignas que, pese a su diversidad y diferencia, pudieron tener lugar en un modo de organización completamente lejano a los de las tradiciones más centralistas que apuntan, aunque quizá con menor fuerza, a consignas unitarias que engloben a la mayoría. Esta política de la multiplicidad permitió la emergencia de estos movimientos como un conglomerado de diferencias, la expresión de una política de la pluralidad capaz de obtener visibilidad y notoriedad pública por fuera del esquema de la representación política. Otro aporte sustantivo de estas experiencias fue, sin duda, el uso orgánico de las redes sociales como herramienta política de alcance global, que facilitó desbordar los medios de comunicación masiva e interconectar afinidades a pesar de las distancias geográficas, siendo el espacio virtual una de sus arenas políticas predilectas. Por último, no menos destacable que lo anterior, las formas de protesta en las plazas permitieron que cada quien pudiera llevar su consigna sin que esto se convirtiera en una sumatoria de reclamos individuales, expresando con el cuerpo la pluralidad que constituyó cada una de las multitudes allí reunidas. Así, el cuerpo volvió a adquirir una presencia política como hace mucho tiempo no tenía, siendo el vehículo, el motor y el medio de expresión de la acción política (producción de nuevas gestualidades, politización de la reproducción de la vida y en especial los cuidados, afirmación de lo afectivo y singularidad de la multitud).
Ligado a esto último, el impulso del movimiento feminista a nivel global en la década de 2010, con impactos en la región más cercanos al comienzo de la década de 2020, movimiento que participó activamente de las acampadas antes mencionadas, colaboró sin duda con la politización de la vida al poner el énfasis en las prácticas micropolíticas que constituyen el campo afectivo sobre el que se ha sostenido la política moderna. Así, la resignificación de la consigna “lo personal es político” instituyó un campo político de demandas situadas en las prácticas cotidianas que organizan la vida colectiva, haciendo hincapié en las relaciones que constituyen los géneros como relaciones de fuerza, por ende, políticas. La mirada feminista ha permitido transversalizar distintas luchas que componen el campo de resistencia de la acción política denunciando las violencias sobre los cuerpos sexualizados, racializados y naturalizados (Braidotti, 2015), por mencionar solo algunas de las dimensiones que configuran las principales formas de dominación social. Y lo más importante, quizá, ha colocado la mirada sobre el esquema de dominación, no solo por fuera del movimiento, como antaño se acostumbraba a hacer, sino también en su interior, rompiendo con la imagen del enemigo externo.
Por su parte, principalmente en el Cono Sur, la denominada era progresista permitió instituir muchas de las demandas de expresiones políticas minoritarias como agenda de derechos al interior de las políticas estatales. Si bien esto fue visto como un logro no dejó de ser una cooptación por parte del Estado de las reivindicaciones políticas de ciertas formas de lucha por fuera de las formas más clásicas, como las sindicales, principalmente de los movimientos feministas y LGBTi+. En su faz de logro, esta acción permitió darle mayor visibilidad y presencia social a una serie de discursos y prácticas. Esto facilitó la explosión y el crecimiento de este tipo de expresiones políticas, mientras que en su reverso motivó la proliferación de diversos colectivos disidentes que comenzaron a alejarse de organizaciones aliadas a la ejecución de las políticas gubernamentales. Algo similar ocurrió cuando los movimientos clásicos, como los sindicatos, dieron apoyo explícito o cuasi explícito a los gobiernos progresistas, lo que propició que muchas nuevas expresiones políticas emergieran por fuera de estas alianzas circunstanciales, como formas de acción política alternativas de protestas como se dio en el caso de los megaproyectos extractivistas (Seoane, 2012; Sámano Rentería, 2017; Salazar Ramírez, 2017). De la misma manera, los estallidos sociales ocurridos recientemente en la región dieron cuenta de la potencia política de las multitudes con medios que recuerdan a las acampadas de 2011, pero quizá con una violencia mayor como respuesta por parte de los Estados latinoamericanos. Si bien estas crisis fueron desencadenas por acciones puntuales (como el aumento de precio en el boleto del metro en Santiago) posibilitaron una crítica al modo dominante en que se encauza la política representativa en cada uno de estos países (Morales Quiroga, 2020). Por ejemplo, en el caso de Chile, esto ha dado lugar a un nuevo proceso constituyente y al ascenso al gobierno de una nueva alianza de izquierda, siendo esto el corolario de la influencia de estas nuevas maneras de acción política en las formas estatales de lo político con toda la fuerza de las contradicciones que eso acarrea.
Si trajimos a colación cada una de estas procedencias (Foucault, 1988) es porque creemos que estamos ante un nuevo escenario de transformación de la protesta y la movilización social que desafía los modelos explicativos de la lucha de clases y de los denominados hace décadas atrás como nuevos movimientos sociales. Desde el comienzo de la última década a esta parte podemos constatar un profundo cambio en las prácticas y las lógicas que sostienen la acción colectiva (Caren, Andrews y Lu, 2020). Estas transformaciones, las cuales se comenzaron a esbozar con más fuerza a inicios del siglo, dan cuenta de la reinvención de movimientos y prácticas colectivas que no se adecuan al modelo de identidades unitarias y homogéneas (Norris, 2002). Por el contrario, estas nuevas expresiones difieren de la imagen de un actor político organizado (sin que ello signifique que no generen organización); en lugar de visualizarse como totalidades cerradas, se asemejan, como dice Arribas:
a una topología de constelaciones dinámicas de prácticas, afectos, herramientas y sentidos compartidos que se expresan de forma abierta -porosa, indefinida, discontinua-, característica que no se entiende como un obstáculo para la acción sino como uno de los elementos constitutivos de las formas de pensar, imaginar y hacer otra política (Arribas, 2014: 1).
En definitiva, en lugar de pensarse desde un paradigma de la identidad, como acontece con los nuevos movimientos sociales sobre los que Melucci teorizó, o desde el paradigma de cierta racionalidad instrumental, tal como la teoría de la movilización de recursos lo enseñaba, estas prácticas se expresan como política de afinidad, es decir, como “formas de coordinación de singularidades que constituyen sumas que no totalizan sus propios elementos” (Lazzarato, 2006: 65) donde lo afectivo y lo vital juegan un rol central. Así, y fuertemente relacionado con esto último, una de las características más notorias de estas nuevas expresiones viene siendo la ampliación del propio significado de la política. Su alcance no se reduce a la búsqueda de cambios institucionales y estructurales, sino que su foco se encuentra en la proliferación de formas de vida (Reinoso, 2015). Esta preeminencia de la vida cotidiana como territorio político e, incluso, epistémico, habilita la constitución de formas de disputa sobre la vida que emergen como luchas constituyentes, produciendo nuevos espacios y nuevas formas de comunidad (Hardt y Negri, 2005: 16).
El carácter abierto, no identitario y en red de estas nuevas experiencias políticas, así como la diversidad de conocimientos que hacen circular, nos conduce a introducir un enfoque ecológico para pensar no solo los actores, sus objetos e intereses, sino sobre todo aquellas relaciones y prácticas que proyectan su porvenir (Guattari, 2015; Stengers, 2005), y para pensar el papel de las ciencias sociales ya no frente, sino de la mano de la emergencia de estas nuevas prácticas políticas. Centrarnos en las prácticas y no en los sujetos nos permite estudiar el entramado de relaciones y acciones que posibilita la emergencia de estas nuevas formas de lo político en clave de ecología. En vez de pensar estas experiencias desde actores individuales o colectivos, podemos pensar en torno a sus prácticas políticas y de aprendizajes como verdaderas comunidades de práctica (Wenger, 2010) que en su devenir producen alianzas inusitadas que se constituyen en condiciones para la invención de nuevas modalidades de organización. De este modo, la perspectiva ecológica permite subrayar el carácter situado de las prácticas y sus interdependencias, dar cuenta de su dimensión histórica y heterotransformativa, así como de los modos en que se propician los entornos que posibilitan la emergencia de nuevas formas de experimentación de la vida (De la Cadena, 2015; Rotas, 2016).
A partir del estudio de diferentes colectivos en Uruguay y sus prácticas, venimos identificando una serie de elementos sobre los cuales resulta importante enfocar la atención y a partir de los cuales construir una mirada que permita comprender la acción política de un modo alternativo que sume a las ya existentes. Es por esto que conviene situarse desde un enfoque compositivo y relacional, que integre las ideas de multiplicidad y singularidad, lo afectivo como fuerza compositiva en los colectivos sociales, la agencia distribuida entre humanos y no humanos -incluso más-que-humanos-, como orientaciones para pensar y estudiar las prácticas emergentes de acción política (Lazzarato, 2017; Massumi, 1996; De la Cadena, 2015). Apoyados en otros enfoques y perspectivas, sobre todo en el campo de los estudios de ciencia y tecnología y, en particular, los aportes de la teoría del actorred (Callon, 1984; Latour y Woolgar, 1986; Law, 1992), queremos alejarnos de la construcción social de la acción colectiva para ampliar el sentido de construcción a otras materialidades y relaciones, entendiendo la producción de colectivo más allá de lo humano (Latour, 1999; Marres y Lezaun, 2011; Farías y Bender, 2012; Marres, 2013; Marrero-Guillamon, 2013). De esta manera, entenderemos la acción colectiva como un conjunto de relaciones continuas y heterogéneas en torno a una situación conflictiva que produce sus actores y cosas (Marres, 2005; Rodríguez-Giralt, 2011), y posibilita la emergencia de ensamblajes singulares que adquieren consistencia en su devenir (Marcus y Saka, 2016). En vez de centrarnos en la construcción de identidad -aspecto que fue ampliamente debatido en el campo de los estudios de los movimientos sociales-, nos interesa estudiar el proceso de producción de diferencia, es decir, cómo las identidades previas son suspendidas en el encuentro promoviendo la producción de nuevas formas sociales, posibilitando procesos identitarios abiertos, híbridos y en transformación (Michael, 1996, 2016). Asimismo, queremos prestar especial atención a la inclusión en la definición de colectivo de los actores humanos y sus soportes e infraestructuras, entendiendo como dijimos más arriba, el colectivo como un ensamblaje compuesto de relaciones heterogéneas (Corsín Jiménez, 2014; Corsín Jiménez y Estalella, 2017).
Si hacemos un desplazamiento hacia la perspectiva ecológica es porque queremos poner el énfasis en las prácticas y las relaciones. En lugar de pensar en viejas modalidades de organización -con todo lo que implica esta metáfora en cuanto a unidad y funcionamiento-, optamos por pensar las prácticas políticas en lo que Deleuze y Guattari (2004) llaman plano de composición o de inmanencia. La imagen de composición, en lugar de pensar en partes dadas que se organizan en un todo cerrado, nos regala esta otra: cuerpos abiertos en constante transformación que se afectan unos a otros, a la vez que se producen en un todo siempre abierto. Precisamente, es en la efectuación de las relaciones donde lo afectivo cobra un papel protagónico, siendo el afecto el pasaje que marca un aumento o una disminución de la potencia de los cuerpos que conforman una situación cualquiera (Deleuze, 2009). La inquietud por el afecto ha sido desarrollada en las últimas décadas en el campo de las ciencias sociales bajo el nombre de giro afectivo. Varios autores destacan la procedencia de este giro en los desarrollos de Spinoza, Bergson, Deleuze y Guattari y en las más actuales propuestas de Brian Massumi (1995) o Rossi Braidotti (2015), autores que mantienen inseparables lo afectivo y lo político. Estos planteos se actualizan en virtud de lo que se conoce como la emocionalización de la vida pública y el interés por su estudio que viene siendo abordado a partir de una combinación de perspectivas que incluyen la teoría del actor-red, estudios feministas, estudios culturales y teorías posestructuralistas, entre otras (Lara y Enciso Domínguez, 2013; Arfuch, 2016; Haber, 2020). Desde estas perspectivas nos interesa situar los afectos afirmando una ontología relacional, en tanto “constelaciones de fuerzas dinámicas, físico-psíquico-colectivas, no meramente humanas y, mucho menos, individuales” (Haber, 2020: 14). En este sentido, lo relevante es que la acción política está relacionada con la afección desde y con la experiencia de ser afectado; sus fuerzas posibilitan la apertura a un campo político que se entrelaza con una pluralidad de modos de ser y estar en el mundo. Podemos pensar la co-emergencia de distintas singularidades en el campo de la experiencia como impulsoras de un nuevo modo de configuración de relaciones novedosas para la acción, la producción y la co-creación, que promueve abandonar el terreno de la definición, a la vez que la asunción de que la composición de la acción colectiva deviene de tránsitos del mundo afectivo que se producen en el encuentro con otro(s).
En suma: las ecologías de acción política y la invención de nuevos mundos por venir
Pensar la acción colectiva desde la óptica de las ecologías de prácticas nos permite enfatizar la importancia que poseen la praxis y las relaciones como modos de producción de lo político en la acción colectiva contemporánea. Un enfoque así se solidariza con la ampliación de la noción de colectivo, abandona el sitio de fenómeno a estudiar (el colectivo) y se constituye en la condición que hace posible la política (lo colectivo). Hablar de ecologías conlleva el reconocimiento de las prácticas, los afectos, las identidades abiertas a la transformación que conforman estas nuevas modalidades de la acción política. Frente a lo unitario, lo homogéneo, lo jerárquico y lo centralizado se presentan nuevas maneras que se inscriben sobre lo diverso, lo heterogéneo, lo transversal y lo descentralizado.
De la misma manera, podemos asumir que en estas experiencias, frente al predominio de la racionalidad, aflora lo afectivo con el reconocimiento de la razón como un afecto más entre otros. Esta inquietud por los afectos supone un retorno a la materialidad, siendo la preocupación de cómo se está en el mundo con otros una de las orientaciones políticas más claras de estas nuevas modalidades. Así, el cuerpo, entendido como algo que se construye relacionalmente, que se performa y enacta (Butler, 2002; Mol, 2003), se sitúa como el espacio de la política: no ya un cuerpo anatómico individualizado, tampoco un cuerpo-especie masificado, sino un cuerpo-multitud que se produce a través de complejos procesos de imitación e invención, capaz de producir nuevas gestualidades y modos de vida.
Del mismo modo que el cuerpo se virtualiza y se relaciona, mediante la conexión con otros y el reconocimiento de nuevas potencias, las tecnologías digitales que antaño eran pensadas como herramientas, devienen, de un modo heterotópico, espacios otros para la política. Basta aquí con comprender el modo orgánico en que se viven las redes sociales y los medios audiovisuales como elementos clave de las luchas. La propia fisonomía en red de la era digital dialoga en conveniencia con estas nuevas modalidades que, en su hacer, conectan cuerpos y experiencias distantes geográficamente entre sí con el afán de producir trama, subvirtiendo cualquier intento de distinción entre lo global y lo local. Pero este dislocamiento, producto de la inmanencia de lo virtual, no es solo espacial, sino también temporal. A contracorriente de la teleología que caracterizó al pensamiento moderno y en particular al movimiento obrero, no hay una búsqueda por una sociedad futura, una sociedad última como objetivo final a alcanzar, sino que por el contrario comienza a emerger una consciencia y, más que consciencia, sensibilidad acerca de la constante transformación. Touraine ya advertía que, a diferencia del esquema del movimiento obrero, los movimientos sociales no buscaban la superación de la sociedad que cuestionaban, sino que procuraban una alternativa, es decir, su lucha no era por lograr una sociedad más avanzada que la actual, sino lisa y llanamente otra sociedad. Las prácticas políticas contemporáneas de la multitud que se producen en el campo social como ecologías de prácticas han asumido la performatividad como modo de acción; más que alternativas, como en el caso de los movimientos sociales, lo que se practica son alteraciones, en un gesto político artesanal que fuerza los límites de lo existente para dar abrigo a nuevos mundos por venir.