Introducción. Algo está pasando con las familias
Cada vez se aprecia con mayor nitidez cambios a nivel de las estructuras, de los vínculos y de la forma en cómo se van organizando las familias contemporáneas. Junto a la permanencia de características que hacen recordar a la familia nuclear, se superponen otro tipo de familias, productos de divorcios o separaciones, con la coexistencia de hijos de un primero o segundo matrimonio en la pareja actual, retorno a la familia paterna y profunda revisión de cómo se toman decisiones en familia y/o se educa a la descendencia (Ellingson y Sotirin, 2006; Widmer, 2004).
De esta manera se aprecia un campo de profunda revisión y experimentación vincular, donde más que seguirse modelos preestablecidos o heredados, se procede por política de tanteo en las formas de crianza, educación y vínculo, con atención a posibles errores, rectificaciones, y la aparición, en algunos casos, de agobio o confusión (Widmer, 1999; Klein, 2006).
En un momento de alta transición demográfica, subjetiva y vincular se hace difícil determinar qué modelos familiares terminarán por ser anacrónicos, cuáles adquirirán legitimidad y cuáles serán indicados cómo aquellos más idóneos para la división de tareas de producción, reproducción, afectividad y crianza, de acuerdo al modelo social-cultural que se vaya imponiendo (Levin y Trost, 1992).
Lo que parece casi definitivo es que cualquiera sea el o los modelos predominantes, el componente afectivo de la relación abuelos-nietos tomará cada vez más fuerza, con incremento de relaciones que atravesarán los modelos familiares, las que parecen privilegiar, -según los expertos en el tema- relaciones emocionales de apego, regularidad de contactos y ensayando diversas formas de soporte mutuo (Adams, 1999; Coenen-Huther et al., 1994; Fehr y Perlman, 1985).
Los trabajos de investigación han resaltado especialmente las experiencias de step families (blended family, bonus family, o instafamily ) y beanpole families, destacando cómo se van difuminando relaciones que desbordan el campo de lo clásicamente entendido como matrimonio y sus vínculos consanguíneos, filiales y entre los hermanos. Junto al término “hijo”, se va yuxtaponiendo el término “hijastro”, junto al de padre o madre, “padrastro” o “madrastra”, sin que estos términos sean en realidad totalmente aclaratorias de situaciones vinculares hasta cierto punto inéditas (no se ha hablado curiosamente hasta ahora de “abuelastra” o “abuelastro”), manteniendo ambigüedad jurídica y nominativa (Klein, 2010; Ganong y Coleman, 2004).
La característica general que parece imponerse es que cada vez se verifican más agrupaciones de parentesco que alcanzan a varias generaciones (lo que está relacionado a su vez con la cada vez mayor tasa de sobrevida en los adultos mayores). Como por otra parte hay cada vez menos tasa de reposición poblacional, se detecta que cada vez habrá menos hermanos, menos tíos, menos primos, con lo que las interrelaciones serán con pocos miembros en cada generación, pero con vínculos no exentos de conflictos, celos, rivalidades, es decir intensos emocionalmente (Bengston, Rosenthal y Burton, 1990; Coleman, 1988)
Los niños y jóvenes de estas agrupaciones de parentesco se enfrentarán a la singularidad del declive paulatino del vínculo de hermandad, recibiendo simultáneamente cuidado y atención de un gran número de miembros de familias interconectadas biológica, legal y generacionalmente (Furstenberg y Hughes, 1995; Furstenberg, 1990). Los estudios que se vienen generando desde el siglo xxi parecen confirmar esta tendencia de relaciones intergeneracionales con cada vez con menos miembros, pero con mayor intensidad emocional, centradas ahora en el rol protagónico de los abuelos (Pruchno y Carr, 2017; Rowe y Cosco, 2016). Sin embargo, y aún así, cabe ser prudente sobre el papel de esta nueva abuelidad, pues estamos ante procesos emergentes y con un alto grado aún de variabilidad (Pocnet, 2020; Klein, 2015).
Estas reflexiones se asientan en un marco teórico en el que se intenta trabajar desde aportes del psicoanálisis, la antropología, la psicología social, la sociología, los procesos psico-sociales e institucionales y de la demografía poblacional. La complejidad del tema así lo requiere para poder llevar adelante un debate que es relevante en términos de agenda social. Esta metodología no puede, por ende, ignorar los argumentos contradictorios entre distintos autores, los que aparecen a lo largo del trabajo. Estas contradicciones revelan distintas aproximaciones, investigaciones y por qué no, prejuicios, perspicacias y escalas de valores. Sería muy difícil encontrar otra cosa en un tema que interpela fuertemente al imaginario social.
Abuelos que crían a sus nietos: problemas y encrucijadas
Como se indicó precedentemente, dentro de estas nuevas configuraciones se va asentando la tendencia de que un gran porcentaje de abuelos cuiden y críen a sus nietos, sean estos niños o adolescentes. Para el año 2005 se estimaba que había 4.5 millones de niños viviendo con sus abuelas en Estados Unidos, lo que representa un incremento del 30% si se toma como parámetro de la década 1990 (AARPF, 2005). Otros datos aumentan este número a 5.8 millones de niños y adolescentes para el año 2002 (Census Bureau, 2002).
Los datos indican indudablemente un aumento continuo de esta tendencia. Se estima que por los menos en 2,4 millones de hogares, los abuelos son los únicos cuidadores de sus nietos adolescentes (Census Bureau, 2002). Más de la mitad de estos abuelos cuidadores crían a sus nietos por los menos tres años, y un hogar por cada cinco lo hace por más de una década (Minkler, 1999).
Estos abuelos generalmente son requeridos para ofrecer asistencia a sus nietos en tiempos de crisis (Baldock, 2007). Muchos jóvenes con sus padres encarcelados tienden a vivir con sus abuelos, especialmente abuelas (Smith, Krisman, Strozier y Marley, 2004). En algunos casos estos abuelos parecen ofrecer amor incondicional y apoyo sin considerarlo una responsabilidad o sin evaluar cómo el rol de cuidadores modifica sus vidas (Baldock, 2007). De acuerdo con la revisión que Fitzgerald (2001) realiza de la literatura especializada hay cinco características que comparten estos abuelos biológicos. La primera es la etnicidad. En Estados Unidos los grupos étnicos de abuelos que más cuidado proporcionan son los afroamericanos y los latinos. La segunda característica es la edad. El promedio de edad está entre los 55 y los 59,9 años.
La tercera y cuarta característica es el género y la pobreza Se trata en general de mujeres con plena responsabilidad por sus nietos, que son además pobres o están por debajo de la línea de pobreza, lo que vuelve estresante el cuidado de estos y de sí mismos. Finalmente otra característica en común es que presentan un nivel de educación bajo. Tampoco se puede dejar de señalar que muchas de estas abuelas son viudas o viven solas. Según Fitzgerald (2001), muchas veces presentan dificultades para tener el poder y el control de criar a sus nietos, especialmente si estos son niños.
Por otro lado, se indica que hay tres grandes tipos de abuelos: los no cuidadores, los coparentales y los que custodian (Kelch-Oliver, 2008). Estas categorías están basadas en la cantidad de contacto que los abuelos tienen con sus nietos y con la extensión de su responsabilidades. Los abuelos no cuidadores asumen cierto grado de responsabilidad en los cuidados, pero permiten que sus nietos retornen con sus padres biológicos. Abuelos co-parentales son aquellos que viven con sus nietos y con al menos un padre biológico y comparten la crianza de aquel. Los abuelos que custodian son aquellos que tienen plena responsabilidad por el cuidado de sus nietos sin que participen o vivan los padres biológicos en el hogar (Kelch-Oliver, 2008).
Hay varias razones por las que los abuelos toman plena responsabilidad por sus nietos. Algunas de estas razones son: abuso de drogas, embarazo adolescente, divorcio, padres que viven solos, padres en régimen de prisión, abuso infantil, violencia doméstica, dolencia mental y física, y descuido (Lever y Wilson, 2005). La revisión de la literatura que hace Kelch-Oliver (2008) confirma la perspectiva de Lever y Wilson (2005) de que la asunción por parte de los abuelos del cuidado de sus nietos se debe a diversas problemáticas y crisis familiares: desempleo parental, abuso de sustancias, incompetencia parental y embarazo adolescente. Otras investigaciones confirman igualmente que la custodia de los nietos se relaciona con problemas de los padres en infracciones legales o con incompetencia en la educación de sus hijos (Goodman y Rao, 2007). Como rasgo general se puede indicar que de una u otra manera, cuando los abuelos se hacen responsables del bienestar de sus nietos esto tiende a modificar considerablemente la dinámica familiar (Klein, 2009, 2010).
Cabe indicar, que desde la perspectiva de estos jóvenes, estos llegan a la experiencia vincular con sus abuelos desde experiencias negativas, de decepción y de resentimiento en relación con experiencias sociales, culturales y familiares (Sands, Golberg-Glen y Thorton, 2005). Pero estos déficits surgen también de parte de los abuelos. Diversas investigaciones han indicado que muchas abuelas ocupadas en el cuidado familiar tienen limitaciones físicas, incremento de problemas mentales y baja satisfacción con sus vidas, aunque también puede brindar satisfacción en sus vidas (Sands et al., 2005).
Se han detectado algunos estresores en relación con la transición de roles, problemas financieros y estrés familiar. Uno de ellos radica además en la percepción de las abuelas en las fallas del Estado, a través de los trabajadores sociales, en atender las necesidades de sus nietos (Rodgers y Jones, 1999). Los padres biológicos, por su parte, no cumplen con la expectativa de dar apoyo a sus hijos ni de visitarlos más seguido (Williamson et al., 2003).
Las abuelas se sienten así carentes no solo de recursos financieros sino además de soporte familiar, estatal y social (Goodman y Silverstein, 2006), punto que retomaremos especialmente en el caso de la tipología familiar de adolescentes infractores. Sin poder establecer una relación causa-efecto se podría pensar que así como estas abuelas son más propensas a síntomas de depresión y ansiedad (Goldberg-Glen et al., 1998; Musil, 1998; Oburu y Palmerous, 2005) sus nietos se vuelven asimismo más propensos a la transgresión y los problemas con la ley.
La estructura familiar vulnerable y la llamada delincuencia juvenil
Varios autores consideran que la familia es un factor de protección o de riesgo para la delincuencia juvenil, destacándose que se trata de una primera forma de sociabilidad y que por lo tanto opera como un modelo de relaciones que se proyectará al entorno social (Ceolin, 2003; Feijó y Assis, 2004; Dell’ Aglio, 2010).
Muchas de esta madres han pasado por problemas de delincuencia y han abusado de drogas y alcohol, factores que se indican como generando posiblemente problemas de desarrollo en estos jóvenes (Whitley, 2006). Se entiende así que las situaciones de crisis vividas por estos jóvenes remiten a crisis sociales y familiares, y desestabilizaciones varias de conducta que contribuyen para el surgimiento de conductas antisociales (Arpini, 2003).
Prácticas educativas ineficaces por parte de los padres (Patterson, De Baryshe y Ramsey, 1989) y en familias donde existe poca cohesión, con relaciones jerárquicas no balanceadas, o sea, o relaciones igualitarias o muy rígidas (Gehring, 1993; Wood, 1985) parecerían facilitar el surgimiento de jóvenes infractores. En todos estos casos se verifican factores de distancia emocional, desapego, indecisión parental y ausencia de autoridad, lo que conlleva a la pérdida de identidad y homeostasis familiar (Dell’Aglio, 2010).
Sin embargo, hay que señalar que el factor de cohesión familiar se asocia más al desarrollo saludable, que al de jerarquía (Gehring, 1993), teniendo en cuenta que la relación distante y pobre con los padres dificulta un desarrollo emocional apropiado (Pedersen, 1994) lo que incluye asimismo tolerancia a la frustración, capacidad simbólica de poder hablar y exponer sentimientos y reconocimiento de la ley como ordenador social (Klein, 2013).
Efectivamente, diversas investigaciones indican que los adolescentes infractores tienen dificultad en comunicarse con su familia, de hablar de sus problemas y de pedir ayuda. Los conflictos no resueltos en la familia generan un sentimiento de frustración y problemas de comunicación (Branco, Wagner y Demarchi, 2008). Estos conflictos no resueltos facilitan comportamientos familiares violentos que tienden a extrapolarse a las relaciones sociales (De Antoni y Koller, 2002), estereotipando conductas con diversos grados de problematicidad y violencia (Pesce, 2009).
Otros factores relacionados son el abuso y la negligencia familiar, así como un estilo parental hostil, crítico y punitivo, lo que aumenta la posibilidad de respuestas violentas e intolerantes frente a situaciones estresantes (Hein, 2004). Probablemente se puede suponer que la familia deja de ser un espacio de resguardo, atención y protección, perdiéndose la percepción de los padres como figuras expertas y de cuidado (Klein, 2006), apareciendo la misma como rígida, poco cohesiva y escasamente afectiva (Dell’Aglio et al., 2004; Pelcovitz et al., 2000).
Los padres dejan de ocupar un espacio de función paternal para volverse negligentes, abusadores y hostiles (Carvalho y Gomide, 2005). Es decir, figuras amenazantes y carentes de posibilidades de regulación familiar. Frente a su fracaso, por iniciativa propia o ajena, los abuelos parecen surgir como figuras compensadoras, estabilizadoras o de último recurso.
Abuelos con nietos con problemas con la ley
Existen muchas teorías, sin duda algunas de ellas contradictorias, acerca de la causa de la delincuencia y especialmente en lo referente a los problemas de los adolescentes en transgresión con la ley (Goldstein, 1984).
Una de estas teorías indica que cuando la capacidad de poner límites está ausente o es débil se facilitaría la conducta delictiva (Goode, 2012). Se sugiere así que padres de hogares “quebrados” son menos capaces de controlar a sus hijos que aquellos padres que mantienen hogares intactos (Johnson, 1986). Correlativamente, jóvenes criados por abuelos envejecidos o estresados igualmente tendrían menos control de sus conductas o menor capacidad afectiva, lo que sería también una situación de riesgo (Benson, 2002). Parece plantearse de esta manera que cuanto más supervisión directa exista, menos probabilidades de delincuencia existirá (Hirschi, 1969).
Otra perspectiva insiste no tanto en la capacidad de “control” sino en la capacidad de afecto parental, compromiso de los padres en la vida de los hijos y la devoción de los hijos en relación con los padres como factores que reducen significativamente la delincuencia (Hirschi, 1969); en otras palabras, la capacidad de generar intimidad y comunicación.
De cualquier manera no se puede ignorar la contradicción de estudios que parecen sugerir que jóvenes criados por sus abuelos pueden ser más “saludables” que aquellos educados por un solo padre o por step-parents families (Solomon y Marx, 1995); (Bell y Garner, 1996), frente a otros que parecen indicar como habría un incremento de problemas de conducta en jóvenes al cuidado de abuelos que reportan inhabilidad y renuencia para criar a sus nietos, y que la relación que se genera es especialmente problemática (However, Shore y Hayslip, 1994).
Estas investigaciones hacen dudar de que sean los hogares “disfuncionales” (sea cual sea la extensión que se dé al término) en sí el factor de causa de incremento de delincuencia, sino que más bien lo relevante pasa por la cualidad de los vínculos que se consolidan en el entorno familiar. De esta manera, hay autores que indican que la aparición de problemas con la ley responde, en este tipo de adolescentes, a la falta de un cuidador adecuado (Keller, Catalano, Haggerty y Fleming, 2002). La posibilidad de tener en cuenta la cualidad vincular confirmaría que existe riesgo de disturbios emocionales asociados con la crianza por los abuelos (Pruchno, 1999), cuando hubiera situaciones de abuso y negligencia (Williams y Ayers, 1997; Williams, Ayers y Arthur, 1999; Green, 2004).
En este sentido y aunque se indique que hay una mayoría de jóvenes envueltos en conflictos con la ley viviendo con sus abuelos en relación con aquellos que no lo hacen (Foster, 2004), esta observación debería ser matizada con la observación, de que incluso antes de vivir con sus abuelos, muchos de estos jóvenes pasaron previamente por experiencias de pobreza, crimen, violencia y abuso de drogas, lo que hace más probable la aparición de conductas de riesgo (Billing, Macomber y Kortenkamp, 2002).
Por otro lado se ha abierto un campo de investigación en torno a no cómo la abuelidad incide o no en la conducta de los jóvenes, sino en cómo esta nueva forma de abuelidad incide en los abuelos. En este sentido, gran número de investigaciones indican que la crianza de los nietos trae consecuencias psíquicas y físicas negativas en los abuelos (Whitley, Kelley y Sipe, 2001). Se considera como bien documentado que abuelos que asumen el cuidado por sus nietos experimentan mayores niveles de estrés emocional y depresión asociados a su rol como cuidador (Szinovacz, 1998), asimismo se detectan limitaciones funcionales (Minkler y Fuller-Thomson, 2005).
Se trata pues de investigar por ende no tanto la abuelidad negativa, como experiencias de abuso o negligencia, sino más bien como la dificultad o el franco rechazo de estos abuelos de asumir estos nuevos roles. Desde allí, aunque estos nietos expresen un mayor reclamo de necesidad de seguridad y equilibrio emocional, surge la frustración de ser factores afectivos que estos abuelos no les pueden proporcionar (Miller et al., 2000). Para este grupo de población quizás podría indicarse el establecimiento de un circuito de mucho desamparo, por el cual se reclama lo que no se puede brindar, sin que se logren encontrar alternativas saludables (Dowdell, 2004, 2005).Todos estos factores indican un panorama multidimensional antes que uno de causa-efecto, en donde entran a jugar factores individuales, familiares y sociales (Elliot, 2001).
A los mismos se han venido a agregar factores generacionales, que indican la incidencia de repetición de problemas de desamparo, con exposición a problemas emocionales y sociales en al menos tres generaciones consecutivas (abuelo, padre y nieto), en tanto se generan procesos de reajuste, estrés y recombinación que tienden a continuarse, multiplicarse y fortalecerse en cada nueva generación (Wilson, 1987). Esta persistencia generacional se confirma en investigaciones que indican cómo un abuelo, un padre, una madre, hermano o hermana con problemas de crimen son predictores de jóvenes con problemas con la ley (Farrington et al., 1996; Farrington, 2001). Estos estudios intergeneracionales indican la importancia de considerar que antes que la herencia, los antecedentes criminales o las políticas de control, la transmisión intergeneracional es un factor fundamental a tener en cuenta (Besjes y Van Gaalen, 2008).
Repensar los modelos familiares y generacionales
Los estudios precedentes parecen indicar la necesidad de estudiar los procesos de transmisión generacional teniendo en cuenta factores sociales, económicos y culturales. Se percibe en estos entornos generacionales desencanto con el conjunto social, y estrés crónico, asociados a experiencias repetidas de humillación, falta de oportunidades y necesidad del sometimiento (Forrester, 2000). Podemos suponer, de esta manera, que estamos ante situaciones sociales y económicas que aniquilan la posibilidad de que los abuelos y padres mantengan una versión digna y honrosa de sí mismos frente a sus descendientes, lo que empobrece la capacidad de erigirse como cuidadores suficientemente buenos (Klein, 2006).
El conjunto generacional alberga entonces emociones desestabilizadoras y desbordantes como la vergüenza, el sentimiento de inadecuación, la depresión, la denigración y agobio y culpa, con su correlato de violencia y confusión en los vínculos. La construcción familiar y generacional se realiza así desde un apego desorganizado y se consolida en torno a la expectativa ansiosa, la inseguridad prevalente y la dificultad de consolidar un self cohesivo y discriminado (Fonagy, 2000).
Las investigaciones sobre apego sugieren que una situación de maltrato social puede inducir un ciclo generacional extremadamente perturbado. Maltrato social, maltrato generacional y maltrato familiar, pasan de esta manera a retroalimentarse dentro de un cuadro preocupante (Abramovay, 2002).
En la medida en que los abuelos no logran encontrar una versión reconocible de sí mismos a nivel social y generacional, el joven tampoco logra encontrar una versión reconocible de sí en ellos (Winnicott, 1979). Dicho de otra manera, el fracaso en el cuidado familiar-generacional “suficientemente bueno” es aquel que hace que prevalezcan sentimientos de inseguridad, estados de confusión y de discontinuidad generacional, en relación con sentimientos de incomprensión y de indiscriminación entre el pasado, el presente y el futuro (Fonagy, 1999, 2000).
Un hecho que las investigaciones precedentes parecen indicar como factor de desamparo es la dificultad de poder mentalizar situaciones problemáticas, mantener tolerancia a la frustración y encontrar soluciones adecuadas, que no estén por fuera de la capacidad de razonar y de la estructura racional de la ley. Se trata no solo de “padres agobiados” sino de “abuelos agobiados” en su capacidad de transmisión de las reglas y las normas sociales. Hay un sentimiento de agotamiento de estructuras de apoyo y sostén que lleva de esta manera al desencanto y a conductas de supervivencia. (Fonagy, 1999, 2000; Klein, 2006).
La construcción de la transmisión generacional se consolida en torno a la expectativa ansiosa, la inseguridad prevalente y la dificultad de transmitir leyes y conductas sociales. Desde esta situación se genera una reestructuración general de la identidad, de la problemática de la herencia y lo heredable y de los vínculos, y por ende a una reestructuración familiar aguda que acusa el “impacto” de la desinserción social frente a los nietos adolescentes (Tisseron, 1995).
Más que transmisión entre generaciones parece existir “repetición” entre generaciones, repitiéndose compulsivamente hechos traumáticos que resisten su elaboración y resignificación. Los nietos reciben como herencia no tanto modelos y estructuras, sino más bien cuestiones sin resolver, y conflictos compulsivos, descontextualizados y atemporales (Tisseron, 1995).
Son familias donde lo que prevalece es lo indecible (propio de la primera generación), lo innombrable (propio de la segunda generación), o sea que no tiene representación verbal, pero sin consecuencias psíquicas, y lo impensable (en la tercera generación) (Tisseron, 1995). El joven que surge de estas estructuras familiares-generacionales aparece o como un villano que decepciona, o como alguien capaz de continuar mesiánicamente un legado que no puede transformar o como un héroe en tanto hace “visible aquello que debía permanecer oculto e invisible” (Berenstein, 1981: 18).
Conclusiones
De la bibliografía e investigaciones consultadas se desprende que la cuestión familiar y sus vertientes generacionales son un punto crucial para iniciar una investigación sobre abuelidad, nietos y desamparo generacional y transgeneracional. Las formas en cómo la ley, la transgresión, lo prohibido y lo permitido se transmiten entre generaciones parece ser de importancia relevante.
Nuestra postura es que sin poder establecer una relación causa-efecto, no puede dejar de llamar la atención que así como estas abuelas expresan la transgresión y la falta del Estado en ayudarlas y sostenerlas en las crianzas con sus nietos, así los mismos a su vez expresan esta transgresión, pero de forma inversa: asumiéndola y confrontado justamente a estas normas sociales…Un hecho que debería ser tenido en cuenta pues la “falta” social, se encarna en una segunda y tercera generación, en una biografía adolescente de transgresión, donde el reclamo de esta “falta”, también está de una u otra manera presente. Pero esta vez, no como “ausente”, sino como plenamente “presente”…
Se insiste en la literatura consultada en el maltrato hecho a los nietos por la indisponibilidad emocional de abuelos y padres. Sin embargo, increíblemente poco se repara en que este “maltrato”, tiene también una presencia previa y estructural en el desconocimiento de experiencias integradoras, de apoyo y solidaridad por parte del conjunto societario hacia estos padres y abuelos. No se puede sino señalar la dificultad en los autores del hemisferio norte en establecer un pensamiento crítico que integre variables sociales, que o se ignoran o se escotomizan o no se saben cómo integrar al debate científico
Insistimos en que es imposible desconocer que ni estos abuelos, ni estos padres, y ni estos nietos encuentran experiencias que les hagan sentir reconocidos e integrantes del lazo social (Klein, 2013; Lyons Ruth, 2004). Parecen pues existir una clara continuidad intergeneracional en la exposición a múltiples riesgos y desamparos sociales, y desde este marco se entiende mejor la observación de que no es que estos padres o abuelos alienten explícitamente en sus hijos y nietos conductas delictivas o de riesgo. Por el contrario: las desaprueban (West y Farrington, 1977). Se trata pues de comprender que estamos ante procesos generacionales, donde no se trata solo y simplificadamente de los que los padres abuelos hagan o no hagan, sino de lo que transmiten y cómo lo transmiten. Es decir, la versión de sí mismos que transmiten, la versión de lo social que transmiten y todo lo social como deuda y falta que se transmite a partir de lo anterior.
Quizás una de las claves del problema resida en cómo se transmiten las normas y bajo qué circunstancias esta transmisión es válida. Es decir, si la norma social se muestra como justa y válida, o como una trampa o una deuda. De esta manera podemos entender mejor que padres ausentes o poco idealizados, han de entenderse también como padres no reconocidos de forma valorada desde el entramado societario-estatal. Añadamos a esto abuelos resentidos frente a un sistema de seguridad social al que sienten escaso o muy poco justo, con jubilaciones y pensiones, que cuando existen, no alcanzan para vivir dignamente (Klein, 2006, 2013, 2015).
Sugerimos pues que nos encontramos ante jóvenes que como emergentes, denuncian procesos generacionales en las que se ha “debilitado” el carácter performativo del lazo social, es decir, la capacidad de formar, integrar, tanto como transformar un conjunto societario (Klein, 2013). Por lo tanto el lazo social como construcción social y generacional garantiza un sentimiento de pertenencia: formar parte de, integrar el o los conjuntos. Pero en la forma en cómo se anuda lo generacional en estas familias parece existir una fractura con las posibilidades de integración social. Una de sus manifestaciones es la debilidad de poder transmitir la diferencia entre ley y transgresión o en transmitir la dimensión de una ley o una norma en tanto justa, pues siempre aparece como deficitario, injusta o desamparante.
En estos conjuntos transgeneracionales la transgresión de la ley ya no parece ser una transgresión en sí misma, sino cuestión de supervivencia. El lazo social que se transmite parece contener entonces una extrañeza radical ante la ley, la que pierde su lugar de organización y distinción entre lo permitido y lo prohibido. Esta ya no es un referente que “cubre” y protege a todos, destituida de su lugar de resguardo, dentro de estructuras de desconfianza, recelo y cuidado defensivo ante el entorno social.
La abuelidad vulnerable, tanto como la parentalidad y la juventud vulnerable parecen encubrir la decepción, el resentimiento y el desencanto, que genera un conjunto societario donde no parece haber lugar para todos. No se trata pues de familias “funcionales” versus otras “disfuncionales”, sino de cómo el lugar del futuro y el porvenir parecen desaparecer, configurándose un horizonte en torno a la desesperanza, y a políticas de muerte y expiación (Klein, 2006).
Desde aquí una afirmación del tipo de que de familias delincuentes solo pueden surgir hijos delincuentes (Farrington, 2001), revela no solo simplificación, prejuicio y malentendidos, sino que además predispone a una postura social también violenta. No en vano, día a día, y de forma crónica y reveladora, un joven, un jovencito, cae abatido (asesinado), por las llamadas fuerzas del “ordene” y policíacas en cada una de las urbes del Mundo.-