Al personal de salud y limpieza de esta contingencia sanitaria
Objetos antiguos y museos modernos
Contrario a lo que se podría pensar, en el momento de mayor optimismo por lo moderno, la arqueología se puso de moda. No sólo en Egipto sino también en América Latina se emprendieron exploraciones y excavaciones que tenían como finalidad hallar objetos arqueológicos que formaran parte de museos (Lombardo, 1994, p. 55). A mayor interés por aquéllos, mayor demanda, situación que generó un proceso de aceleración en su mercantilización en mercados internos y externos, creando presión para regular la adquisición, el cuidado, el estudio y el traslado de colecciones arqueológicas para museos en América y Europa.
En el centro de ese flujo se encuentra el objeto antiguo, que, en tanto indicio o referencia del pasado, en pocas ocasiones tiene una función práctica y en el que, por lo general, recae la función de significar el tiempo o el origen de identidades colectivas. Esos objetos antiguos pertenecen, como escribió Jean Baudrillard, a una categoría que contradice las exigencias del cálculo funcional. No obstante, forman parte importante de la construcción de modernidad, que es donde adquieren su doble sentido (Baudrillard, 2019, p. 83). Alrededor de esos objetos se han tejido relaciones sociales de reciprocidad, desigualdad y mercantilización. En su vínculo con objetos antiguos las sociedades revelan un conjunto de juicios estéticos, históricos y políticos que definen la actitud ante el objeto y los valores de un tiempo (Kopytoff, 2011, p. 67).
El interés por esos objetos ha producido trayectorias y negociaciones que revelan también agendas geopolíticas. En las últimas décadas la posesión del patrimonio arqueológico se ha problematizado, y una de las perspectivas que más frutos ha arrojado en ese sentido ha sido la de proveniencia. Trabajos como los de Bénédict Savoy explican desde un análisis histórico los contextos coloniales en los cuales colecciones africanas empezaron a formar parte de las exhibiciones o bodegas de los museos franceses en la época aquí tratada (Savoy, 2018). Aunque resulte crucial, hasta ahora poco se ha estudiado la reacción de las contrapartes latinoamericanas a las prácticas del coleccionismo internacional.
Aunque ya se han dado algunos pasos sustanciales en ese caso (Gänger, 2006; Bégin, 2013; Kohl, Podgorny y Gänger, 2014), es importante comprender los flujos y las comunicaciones en los contextos museísticos. La falta de esos estudios puede deberse a la costumbre de pensar la historia de los museos exclusivamente en el marco de los Estados-nación, lo cual impide ver en su comunicación, no necesariamente amigable, un potencial para comprender interconexiones y la forma en que anteriormente se entendía la protección de monumentos a los que en la actualidad llamamos patrimonio.
Como una contribución hacia esa línea, a partir del estudio de redes de americanistas, y de una historia social de los objetos arqueológicos provenientes de América Latina, en este artículo se exponen las condiciones de apropiación y negociación de éstos, especialmente en uno de los periodos más álgidos de su exploración y coleccionismo en el subcontinente. Más allá de las perspectivas centradas en el individuo como “coleccionador extranjero” que han dominado la mayor parte de la historiografía sobre el tema, se explora la agencia de los custodios del patrimonio en museos -también coleccionistas- que desde México, Bolivia y Argentina observaron y participaron en esa competencia internacional.
Aquí se presenta, a partir de material de archivos y publicaciones internas, un panorama de la concepción del patrimonio en los museos de esos tres países. A pesar del potencial que revela este estudio de redes, pocas veces se han analizado los vínculos entre museos partícipes de los estudios americanistas así como sus relaciones de cooperación, competencia, tráfico o intercambio. Aquí retomo de diálogos y casos documentados los planteamientos hechos por los custodios en museos latinoamericanos respecto de los objetos arqueológicos. Sus similitudes y diferencias permiten comprender una época en cuestiones identitarias y científicas.
Los museos funcionaron como el espacio prioritario en la articulación de la búsqueda y conservación de objetos arqueológicos (Figura 1). Sus negociaciones generaron relaciones sociales no sólo en las exhibiciones y narrativas al interior de esas instituciones sino desde el mismo momento de la adquisición de dichos objetos, y explican una parte de la historia de colecciones arqueológicas en museos europeos y estadounidenses. En América Latina, el inicio de las legislaciones sobre monumentos arqueológicos marcó un punto crítico para la posesión de ese patrimonio, y fue en el tránsito del siglo XIX al XX cuando la protección del patrimonio arqueológico se empezó a ver como una tarea de Estado.
En ese sentido, los museos latinoamericanos fueron partícipes de una noción de conservación arqueológica que marcó límites y también excepciones para el coleccionismo internacional: se consideró que debía existir un control en la preservación, posesión y exportación de objetos arqueológicos, lo cual pasó a ser un aspecto regulado. Pero se abre la pregunta sobre qué tipo de relaciones sociales mediaron los acuerdos y desacuerdos sobre la posesión de esos objetos movilizados. Estudiar las nociones de conservación, estudio, denuncias y cooperaciones desde Argentina, Bolivia y México nos puede acercar a una mirada de la geopolítica del patrimonio arqueológico latinoamericano a principios del siglo XX.
El anhelado cosmopolitismo argentino
La trayectoria y dispersión de los fragmentos de un antiguo disco de bronce de la cultura calchaquí ocupaba las notas del fundador del Museo Etnográfico1 de Buenos Aires, Juan B. Ambrosetti. Él anotaba como un hecho interesante que la mitad del disco, hallado en Tolombón, en el valle de Salta se encontraba “en su poder”, donado por su amigo, el arqueólogo argentino Adán Quiroga, mientras que una cuarta parte del disco se ubicó bajo el registro V.C.1279 en el Museum für Völkerkunde2 (MV) de Berlín, llevada a esa institución por el andinista alemán Max Uhle. Sus palabras para describir esa situación fueron: los “fragmentos se han desparramado de la manera más singular” (Ambrosetti, 2011, pp. 134-135).
Hoy en día podríamos ver en su descripción una mirada neutral, y para comprenderla deberíamos tomar en cuenta el contexto de surgimiento del museo bonaerense y su relación con el patrimonio arqueológico del país. En Argentina el interés por el estudio de las culturas prehispánicas fue comparativamente posterior al de otros casos de América Latina, y el caso de Ambrosetti y del museo que fundó, representó un esfuerzo institucional para generar interés nacional e internacional por las culturas asentadas antiguamente en el territorio argentino y por el estudio de otras culturas del mundo.
Ambrosetti concibió esa institución como un sostén de la identidad argentina a través de la creación de un pasado nacional y como un espacio de investigación arqueológica y etnográfica al interior de la Universidad de Buenos Aires. En sus inicios, el escaso apoyo estatal para el aumento de las colecciones se compensó con las aportaciones de donadores, gracias a las relaciones personales de Ambrosetti. Las colecciones distaban de ceñirse a los límites del territorio nacional, y flujos de objetos arqueológicos, así como etnográficos, traspasaron las fronteras en ambas direcciones: el museo adquirió no sólo colecciones de objetos arqueológicos antiguos de su entorno, sino también de culturas antiguas, y contemporáneas, provenientes de diversas partes del mundo. Se acopiaron así objetos de sitios diversos como el Congo, Japón, Egipto, Bolivia y los Estados Unidos (Pegoraro, 2009).
Una de las principales formas de adquisición de esos objetos provino, como se apuntó arriba, de las donaciones, pero otra se llevó a cabo mediante la práctica de intercambios, haciendo que entre éstos, donaciones y exploraciones, hacia 1912 el Museo Etnográfico contara con una red de 75 donadores y una colección de 12 156 objetos, de los cuales 2 000 ingresaban en promedio anualmente (Caggiano y Sempe, 1994, pp. 3-4). En el esfuerzo institucional por generar interés internacional, objetos arqueológicos encontrados en el territorio argentino y que se consideraban “repetidos”, se enviaron a museos de Europa y los Estados Unidos a cambio de otros objetos.
Por medio de esa práctica se consolidaron redes de intercambio interinstitucional y se diversificaron sus propias colecciones. A consideración de Ambrosetti, esa práctica arrojaba buenos resultados, pues “daba salida al gran stock de material duplicado extraído en nuestras exploraciones” y, al mismo tiempo, le permitía aumentar la diversidad de sus colecciones, al incluir el de otras regiones del mundo (Ambrosetti, 1912, p. 5).
Además del uso como objetos de cambio, se buscó que esas colecciones despertaran interés y estudios en el extranjero. Así, en la primera década del siglo XX, desde el territorio argentino salieron objetos arqueológicos acompañando a los investigadores en sus presentaciones en congresos científicos. El Museo Etnográfico obtuvo a cambio, por ejemplo, copias de bustos de las poblaciones indígenas de América del Norte así como moldes y originales de objetos arqueológicos de los Estados Unidos, colecciones etnográficas de Brasil, del Congo, Polonia, Uruguay, las islas Filipinas, la Guayana Neerlandesa, la Isla de Java y algunos trajes de Siberia (Ambrosetti, 1912, p. 5).
Los museos con los que se realizaron intercambios fueron el MV, el American Museum of Natural History3 (AMNH) de Nueva York, el United States National Museum (USNM)4 en Washington D.C., Музей антропологии и этнографии имени Петра Великого5 en San Petersburgo y el Museo Nazionale d'Antropologia en Florencia. Desde el lado estadounidense, por ejemplo, también se veían de forma positiva esos intercambios, y el USNM reportó la importancia de los objetos recibidos de Argentina, como morteros, metates, discos de piedra, conchas marinas y ornamentos. Se consideró de gran interés la colección, como material propicio para someterlo a comparación ante vestigios semejantes encontrados en América del Norte (Smithsonian Institution, 1911, p. 18).
En ese sentido, en la época se perciben dos tendencias al interior de ese museo argentino: por una parte, un cosmopolitismo en su intención de reunir colecciones provenientes de culturas de todo el mundo, y, por la otra, un nacionalismo que alentaba el interés nacional y extranjero por el estudio de las culturas prehispánicas en Argentina. Si bien la mayoría de los objetos encontrados por los arqueólogos del Museo Etnográfico de Buenos Aires en sus excavaciones contribuía a aumentar sus colecciones, los considerados “repetidos” se utilizaron para consolidar las redes de intercambio entre instituciones.
Al igual que en otros museos, el concepto de material duplicado se aplicó en esa tarea de canje, la cual puede verse como un medio crucial hacia la expansión y diversificación de las colecciones. Ese concepto permite observar la consolidación de una jerarquía entre objetos, donde sus custodios incluyeron nociones de “excepcionalidad” en la que los “no excepcionales” se emplearon, como digo, en una dinámica de trueque. En la mayoría de los intercambios, como el mencionado con el USNM en 1910, se trataba de “originales” por “originales”, pero no fue raro que en ese trueque de objetos entre museos se intercambiaran “originales” por materiales con fines didácticos, como fue el caso de los bustos obtenidos con el AMNH de Nueva York.
Esa visión del patrimonio arqueológico era compartida por otro importante museo de Argentina: el Museo de La Plata6 (Figura 2). Ahí fueron especialmente fructíferas las relaciones cultivadas por el importante paleontólogo argentino Florentino Ameghino con el director del Museu de São Paulo, también paleontólogo y amigo personal, Hermann von Ihering, quien en correspondencia privada y en ámbitos académicos recalcaba la importancia de los intercambios de publicaciones y material científico para hacer investigaciones y comparaciones fructuosas (Lehmann-Nitsche, 1911, pp. 98-99).
Además de hacerlo por intercambios, museos adquirieron por medio de compras algunas reproducciones en yeso de monolitos prehispánicos ubicados en México, Bolivia y Perú. El Museo de La Plata, concebido como institución educativa, tenía la encomienda de presentar una historia completa del continente americano para la enseñanza y la investigación, y por ello, y con el fin de inscribirse en el cosmopolitismo, adquirió réplicas en yeso de obras excepcionales de las culturas mesoamericanas y andinas, como era común que lo hicieran otros museos. Este hecho revela el usos de copias en la investigación y la enseñanza.
Así, este museo compró copias elaboradas por el taller de reproducción del MV que, en opinión de los científicos del recinto argentino, servían para su estudio y difusión, y apuntaban que les permitían admirar las obras “sin las imperfecciones del tiempo”, respondiendo al fin educativo del museo. En algunos casos, objetos etnográficos fueron intercambiados por reproducciones de piezas arqueológicas, como fue el de un grupo de objetos procedentes de Tierra del Fuego, a cambio de una reducción en el precio de reproducciones de los monolitos mesoamericanos y andinos (Ballestero, 2013, pp. 268-269).
Al observar el coleccionismo arqueológico internacional, el historiador argentino Ernesto Quesada remarcaba en el Congreso Internacional de Americanistas de 1910 en Argentina, que “Europa no se duerme” en esos temas. Y, aunque refiriéndose a colecciones argentinas en el MV, lamentaba que los “tesoros del Río de la Plata” hubieran salido del país decía que “en pocas otras partes podrían estar mejor que en medio de las maravillosas riquezas de aquel soberbio museo” (Lehmann-Nitsche, 1912, pp. 85-86).
En ese momento museos como el MV no eran mal vistos en Argentina; por el contrario, se los reconocía como modelos e instituciones para la cooperación. En la riqueza de las colecciones americanas, los custodios del patrimonio argentino, como los del mexicano, lo veían como referentes para los estudios del continente americano entero. Los flujos migratorios registrados en esa época, especialmente en la capital y la provincia de La Plata, impactaron la percepción social sobre la circulación de objetos arqueológicos. Una identificación étnica y cultural con los agentes de otros museos podría haber acercado a los científicos y, como consecuencia, haber logrado que el coleccionismo internacional no se percibiera como una agresión, sino como una competencia estimulante.
Más aún: en Argentina los custodios del patrimonio estaban determinados a posicionar sus museos en un ámbito internacional como instituciones de ciencia y no como entidades despojadas por otros museos. Florentino Ameghino defendería la importancia de los dos museos argentinos expresando que, por valiosas que fueran las colecciones geológicas, paleontológicas y antropológicas de las capitales europeas, las argentinas las igualaban e incluso superaban en muchos puntos (Ameghino, 1910, p. 4).
Ernesto Quesada consideraba igualmente que, por más ricos que fueran los archivos, bibliotecas y museos de Europa, sus tesoros no reemplazaban la experiencia in situ de arqueólogos y antropólogos en América (Lehmann-Nitsche, 1910, p. 86). De forma directa, Ameghino y Quesada reivindicaban la idea de que Argentina exportaba no sólo materias primas sino también ciencia, contribuyendo, a través de sus museos, a revolucionar áreas como la paleontología e incluso a darles nuevos rumbos (Ameghino, 1910, p. 4). Por lo tanto, el cosmopolitismo que cultivaron los museos Etnográfico de Buenos Aires y de La Plata no estuvo en absoluto exento de pulsiones nacionalistas, y en su constitución estaba en juego en gran medida una parte central de la construcción de la identidad nacional.
Después de los casos aquí referidos, en Argentina se legisló sobre los límites y excepciones del coleccionismo internacional. Fue a partir de 1913, con la Ley 9080, cuando se declaró la potestad del Estado sobre ruinas y yacimientos arqueológicos y paleontológicos, por el Poder Legislativo Nacional que, con la asesoría de museos entre los que destacaba el Museo Etnográfico, serían las instituciones encargadas de otorgar los permisos. Se consideró que para las exploraciones podían concederse a instituciones tanto nacionales como extranjeras que demostraran un propósito científico, sin especulación comercial, y también se permitía la exportación de objetos “duplicados”, siempre que los museos asesores estuvieran conformes con ella (Podgorny, 2000, pp. 13-14).
Con esa ley las zonas arqueológicas pasaron a ser normadas por el Estado, aunque sus museos continuaron regulando los flujos de objetos arqueológicos. Así, al volver a las palabras de Ambrosetti del principio de este apartado, nos damos cuenta del cosmopolitismo que lograron los museos argentinos y de cómo fue que objetos arqueológicos, como aquel disco de bronce calchaquí, tuvieron trayectorias hacia recintos nacionales y extranjeros, lo cual explica la reacción neutral del director del museo bonaerense al describir que esos fragmentos se habían “desparramado de la manera más singular”.
Las denuncias por tráfico en Bolivia
Si el coleccionismo internacional era visto de forma positiva en la Argentina, no hace falta más que analizar el caso del país vecino para observar el ejemplo contrario. En Bolivia la salida de objetos arqueológicos a museos europeos generó una reacción defensiva, a partir de la cual, en 1906, se promulgó una ley para impedir su exportación. En dicho país, el coleccionismo arqueológico de un agente del MV llegó a ser denunciado como “tráfico de antigüedades” por el ingeniero austriaco, nacionalizado boliviano, Arthur Posnansky, quien años más tarde tendría un papel protagónico en la formación del Museo Nacional de Arqueología (Munarq) en La Paz, también conocido como “el Palacio de Tiwanaku” (Ponce, 1999).
Tiwanaku es un espacio arqueológico muy antiguo que actualmente es considerado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Incluso desde la época prehispánica, los incas se interesaron en los imponentes monumentos a 4 000 msnm. Durante la época colonial, fue estudiado por cronistas y la atracción por su historia siguió vigente en los siglos XIX y XX. El sitio y sus objetos arqueológicos llamaron la atención de americanistas nacionales e internacionales (Otero, 1939). Uno de los más prominentes sería Max Uhle, quien realizó contribuciones fundamentales para el estudio de las culturas andinas, incluidas las de Tiwanaku, a las que consideraba “las más interesantes ruinas de Sud-América” (Stübel y Uhle, 1894, pp. 205-208) (Figura 3).
De forma simultánea a sus trabajos teóricos, Uhle participó en numerosas ocasiones de coleccionismos nacionales e internacionales representando a museos de Prusia, los Estados Unidos, Perú, Chile y Ecuador, lo cual complejiza su carrera. En una primera etapa fue comisionado por el director del MV para aumentar las colecciones sobre América. A su paso por Tiwanaku, además de estudiar la zona y tomar fotografías, envió un conjunto de objetos arqueológicos a Prusia, lo cual desató posteriormente una polémica (Kaulicke, 2010, pp. 13-14) cuando fue acusado por Posnansky de ser un “traficante de antigüedades” para el MV (Posnansky, 1913, p. 19).
Precisamente en ese viaje de Uhle a Bolivia, en 1894, la relación entre el andinista y Adolf Bastian, director del museo que lo había comisionado para el viaje a Sudamérica, terminó por erosionarse. Éste se sintió insatisfecho con los resultados del viaje y le retiró a aquél su apoyo. El andinista alemán se encontró derrotado financieramente. Cuando el arqueólogo estadounidense Adolph Bandelier llegó a La Paz con una misión semejante para el AMHN de Nueva York, se hizo evidente esa derrota: en la competencia por adquirir una colección arqueológica de la Isla del Sol, Uhle le rogó a Bastian por fondos para comprarla para el museo, pero la oferta de Bandelier mejoró a la del alemán (Fischer, 2010, pp. 54-55).
Ese caso particular evidencia la sincronía de varios agentes internacionales de museos en espacios de interés arqueológico en América Latina, lo cual revela, a su vez, una mayor competencia entre esos agentes y sus instituciones por asegurar para sí las colecciones que estaban en manos de coleccionistas locales. El aumento de la demanda por objetos arqueológicos que enviar a las instituciones terminó de mercantilizar sus flujos. Los museos y sus agentes procuraron asegurar esos objetos y, con ello, los transformaron en mercancías cuyo precio adaptaban a la demanda. Resulta interesante que, en esa cuestión, aun hoy los museos suelan culparse entre sí por mercantilizar ese tipo de bienes que ellos mismos consumen (Kopytoff, 2011, p. 63).
Además de las compras de objetos arqueológicos, hubo museos que los adquirieron en excavaciones. Las primeras realizadas en Tiwanaku tuvieron a un tercer participante internacional: la misión francesa Créqui-Montfort y Sénéchal de la Grange, en 1903, que generó un importante registro fotográfico, pero también se llevó gran cantidad de material arqueológico al Musée d’Ethnographie du Trocadéro7 (MET) en París. Con la ayuda de 16 peones locales, el geólogo francés Georges Courty excavó la zona arqueológica e intentó enviar clandestinamente a Francia, por vía marítima desde el puerto de Antofagasta, toda la colección obtenida en Tiwanaku. El gobierno boliviano embargó el material hasta que se llegó al acuerdo por el cual Courty le devolvería la mitad a Bolivia (Ponce, 1999, pp. 27-28).
Probablemente fue esa experiencia la que generó la urgencia de legislar en materia de monumentos arqueológicos y, así, impedir que se exportaran los objetos antiguos. Al intentar llevarse esos materiales a Francia, el gobierno boliviano aplicó un primer freno al coleccionismo internacional y acordó con los expedicionarios que se podrían llevar la mitad de los objetos encontrados, a cambio del trabajo de excavación realizado; sin embargo, la otra mitad debía permanecer en Bolivia, lo que dio inicio a un pequeño museo en el pueblo de Tiwanaku.
Así, en 1906 se emitió la Ley de Tres de Octubre, ante el riesgo de que el material arqueológico fuera transportado a museos de todo el mundo. Ese precepto estableció que las ruinas de Tiwanaku, así como las del Lago Titicaca, eran propiedad de la nación, y prohibía explícitamente la exportación de “objetos de arte” provenientes de ambos sitios, las cuales se decomisarían, e incluso se planteó la aplicación de penas a los “contrabandistas”. Al mismo tiempo, encomendaba a la Sociedad Geográfica de La Paz y a particulares su conservación y restauración. En las excavaciones que se permitieran a particulares, serían indemnizados por los objetos de arte que encontraran (Rada, 1907, pp. 282-283).
En La Paz, dirigido por el historiador Manuel Ballivián, se ubicaba el Museo Nacional, que tenía una colección de objetos arqueológicos y etnográficos así como muestras mineralógicas y de recursos naturales del país (Villanueva, 2019, p. 203). Ese museo tuvo un margen de acción comparativamente menor al de otros de la época ya que, además de no ser el responsable directo de aplicar o beneficiarse por la Ley del Tres de Octubre, se encontraba aislado de la extensa comunicación que tenían otros museos latinoamericanos durante el mismo periodo.
En su momento, la Ley fue una respuesta fundamental en materia de regulación para evitar la dispersión de objetos arqueológicos; sin embargo, nunca logró frenar totalmente el coleccionismo fuera de las fronteras nacionales, pues incluso custodios del patrimonio boliviano como Ballivián y Posnansky manifestaron interés por generar cooperaciones científicas en alianzas para la investigación, especialmente con Argentina: allí los objetos arqueológicos cumplieron una función diplomática.
Se pretendió establecer cooperaciones supranacionales para el estudio de culturas prehispánicas en América del Sur, unas que lograran traspasar las nuevas fronteras políticas. No obstante, esas tentativas enfrentaron graves dificultades, especialmente de financiamiento (Ponce, 1999, pp. 38-39). De esa forma, con autorización u omisión de la ley, el antropólogo argentino Salvador Debenedetti hizo acopio de 173 objetos arqueológicos de la zona de Tiwanaku para el Museo Etnográfico de Buenos Aires en 1910, y el mismo Posnansky realizó donaciones personales a esa institución (Pegoraro, 2009). Ese tipo de intentos de colaboración ponía en entredicho la aplicación cabal de la ley.
Sin embargo, en medio de una discrepancia teórica sobre la cronología del conjunto arqueológico, se generó el primer reclamo retroactivo, por “tráfico de antigüedades”, en contra de Max Uhle y el MV. Posnansky, después de ver la crítica de Uhle a su trabajo, acusó al andinista y al museo por un conjunto de piezas arqueológicas llevadas en 1894 a Prusia, argumentando que la crítica se inspiraba en el “odio y envidia” de Uhle hacia su persona. Así, cuando los dos principales investigadores de los monumentos de Tiwanaku discreparon en sus cronologías, la discusión escaló hasta hacer evidente la tensión que también generaba el coleccionismo internacional (Uhle, 1912; Posnansky, 1913).
El conflicto entre Posnansky y Uhle resulta fascinante por muchas razones, ya que ambos pueden considerarse custodios europeos del patrimonio latinoamericano en distintas versiones. Los dos investigadores germanohablantes se interesaron claramente en la arqueología y las cosmovisiones andinas, y los dos lograron insertarse tan bien en los contextos institucionales latinoamericanos que representaban la máxima jerarquía nacional de la arqueología de Bolivia y de Perú, respectivamente, que obtuvieron el respaldo de sociedades geográficas y arqueológicas y museos nacionales de esos países andinos (Ponce, 1999, pp. 110-114; Browman, 2007, pp. 29-32).
Resulta incongruente que ambos protectores de los monumentos prehispánicos de Tiwanaku coincidieran en la noción de conservar y establecer in situ centros de investigación y que, al mismo tiempo, contribuyeran, como lo hicieron a la centralización de objetos arqueológicos en distintas ciudades del mundo. A pesar de que en reuniones de americanistas los investigadores exteriorizaban públicamente sus protestas ante la destrucción de las ruinas arqueológicas, por lo general responsabilizaron a los habitantes de la región, o bien a los exploradores que buscaban beneficios económicos. Uhle llevó objetos al ya mencionado MV y al Museum of Archeology and Anthropology en Filadelfia por encargo de éstos, mientras que Posnansky realizó donaciones y préstamos a museos en Buenos Aires, Gotemburgo, Múnich y París (Ponce, 1999, pp. 96-97; Erickson, 1998, p. 95).
Pese al gran potencial de cooperación entre los dos países en materia arqueológica, tal vez las relaciones científico-personales de sus dos principales custodios germanohablantes minara ese potencial en los estudios arqueológicos conjuntos entre Bolivia y Perú, y produjera visiones divididas del pasado prehispánico marcadas por las fronteras de los nuevos Estados-nación y sus zonas de influencia. Al seguir sus estudios, Max Uhle no volvió a Tiwanaku para evitar a Arthur Posnansky, mientras que éste se dedicó a intentar comprobar la superioridad de la cultura de ese sitio por sobre las posteriores.
Si bien parece que otros estudiosos de la historia y custodios del patrimonio en Bolivia, como Ballivián, se mantuvieron al margen de esa denuncia, la crítica de Posnansky implicó, en el contexto de un desacuerdo académico, un claro reclamo de desposesión nacional y robo. Esa situación evidenció cómo los custodios del patrimonio arqueológico hicieron un tratamiento diferenciado respecto de la salida de objetos arqueológicos de la región, dependiendo de las personas y las instituciones responsables de ella, priorizando en esta ocasión a las latinoamericanas y a algunas europeas. No obstante, la denuncia de Posnansky es el primer reclamo por “tráfico” que se ha encontrado en el contexto boliviano.
A diferencia de Argentina, donde se dio prioridad a los intercambios, en Bolivia la presencia de museos como el MV de Berlín o el MET de París se veía con recelo, pues, a pesar de que se reconocía el aporte de sus investigadores y el que financiaran excavaciones costosas, la falta de reciprocidad, como serían los intercambios, evidenciaba una relación desigual. Como se verá en el siguiente caso, los panoramas generados por el patrimonio arqueológico se podían complicar aún más.
“Arqueología Patria” a la Mexicana
México era el principal punto de atracción de exploradores, investigadores e interesados en arqueología latinoamericana. Su Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía8 (MNAHE), se consideba la principal institución de investigación, resguardo y exhibición del patrimonio arqueológico americano. Con su Galería de Monolitos (Figura 4), ambicionaba convertirse en “la capital arqueológica del continente americano”, como expresaba Justo Sierra en los congresos de americanistas (Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1912, pp. 17-24).
El Museo Nacional, ubicado en la Ciudad de México, había aumentado sus colecciones de forma exponencial durante la última década del Porfiriato. A diferencia de lo que ocurría en los museos nacionales brasileños o argentinos, y semejante a lo sucedido en el contexto boliviano, las colecciones en México se ceñían estrictamente a sus límites territoriales, y, mientras que el país mantenía una estrecha comunicación con otros museos e instituciones científicas europeos y estadounidenses, con los de América Latina era prácticamente inexistente.
Una visión nacionalista del patrimonio arqueológico, aunada a la presencia de muchos exploradores extranjeros, hizo que desde una época temprana se previera la necesidad de regular el coleccionismo internacional y de fijarle límites. Con ese propósito, en 1897 se promulgó la Ley General de Monumentos Arqueológicos. Fue el primer estatuto para la protección del patrimonio arqueológico en América Latina y, al igual que el boliviano, buscó mantener los objetos arqueológicos dentro de sus fronteras o, por lo menos, regular su salida (Baranda, 1897, f. 4).
Esa ley declaró las zonas arqueológicas como propiedad de la nación e incluso estipuló como facultades del gobierno federal arrestar y castigar a quien destruyera monumentos arqueológicos, además de juzgar ilegal la exportación de antigüedades sin autorización. Acorde con esa legislación, los objetos arqueológicos encontrados en el país debían llevarse al Museo Nacional, el cual, a pesar de su amplia colección, ingresaba anualmente gran cantidad de objetos: la arqueóloga mexicana Isabel Ramírez Castañeda informaba que el recinto había adquirido, tan sólo en 1910, un total de casi 9 000 objetos arqueológicos, 138 por donación y el resto por compra (Ramírez, 1910).
La mano ejecutora de la ley era el Inspector General de Monumentos Leopoldo Batres, quien fue el representante de esa visión nacionalista sobre el patrimonio a la que he hecho alusión. Las excavaciones arqueológicas que se realizaban en territorio mexicano tenían la supervisión de ese agente gubernamental, la cual era claramente contraria a los intereses de muchos exploradores y arqueólogos internacionales, aunque no necesariamente de todos. Sin embargo, Batres es conocido por hacer una “arqueología patria”, es decir, por vincular los estudios arqueológicos con el Estado mexicano (Bueno, 2004).
Dentro de la ley, eran factibles, aunque no necesariamente sencillas, las concesiones para excavaciones arqueológicas. Su marco permitía realizar fotografías y moldes de los monolitos, lo cual daba la posibilidad a otros museos de elaborar, y en ocasiones comercializar, sus propias réplicas.9 Más aún, la legislación consideraba que se podían otorgar a científicos algunas excepciones, por medio de permisos, con el fin de que se llevaran objetos arqueológicos “originales”. Nuevamente se ve, como en el caso argentino, que aquellos objetos “duplicados” o “repetidos”, es decir, similares a los existentes en las colecciones del Museo Nacional y que no poseían un valor en metálico o piedras preciosas, podían ser trasladados por arqueólogos a museos en el extranjero.
Con esto se buscó fomentar la difusión, el estudio y el intercambio científico de esos objetos con otras instituciones, aunque en el caso mexicano no se tomó la modalidad de su trueque, como en Argentina, sino la de concesiones en casos específicos.
Con el análisis de tres hechos, que van de los permisos por servicios o la denuncia de delitos a un caso excepcional de restitución, puede verse un panorama complejo y tratos diferenciados en la relación entre custodios y sus museos.
El primer caso involucró al British Museum (BM), y se trató de una confrontación directa entre Alfred Maudslay y Leopoldo Batres, la cual involucró fuertes acusaciones mutuas. Así, cuando en 1907 el diplomático y arqueólogo inglés pretendió exportar artefactos arqueológicos zapotecas a aquel museo, Batres se opuso inmediatamente, señalando a Maudslay como la “mano ejecutora de ese delito”, e hizo un paralelo entre la institución y su agente, calificando a ambos de tener un carácter “vandálico” ajeno a los intereses históricos arqueológicos de México. Batres, ante la imposibilidad de “traer al banquillo de los acusados a la institución delincuente y a su mano encargada de ejecutar el crimen”, abogó por que México les cerrara sus puertas y “se mirara con mala voluntad” al museo y al arqueólogo (Batres, 1908).
En el acto de toma de objetos arqueológicos, Batres daba cuenta de la relación entre personas e instituciones y de la geopolítica internacional del patrimonio. La relación de ésta, más que una mera acción ilegal en la apropiación de los objetos en sí -que, como ya se ha visto, contenía excepciones-, era lo que denunciaba el custodio mexicano. Se convirtió en el primero en denunciar lo que posteriormente se conocería como arqueología consular, es decir, la apropiación de bienes culturales realizada por agentes que cumplen acciones de tipo político, comercial y científico en regiones fuera de las metrópolis, coleccionando cultura material indígena (Hinsley, 2008, p. 125).
Los museos no actuaban por sí mismos, sino a través de sus agentes: así crearon relaciones sociales pese a las latitudes y las barreras lingüísticas. A diferencia del caso Posnansky-Uhle, el de Batres-Maudslay muestra una profundización de las razones del reclamo, pues, como se ha visto, no necesariamente se criticaba el hecho de que se llevaran los artefactos -algo no forzosamente problemático en la época-, sino el tipo de relaciones sociales establecido en su presente a través de ese traslado.
La gestión del patrimonio no se limitó a dejar o no salir los objetos arqueológicos de las fronteras nacionales, sino se amplió al ejercicio de la soberanía nacional y del respeto internacional. Batres lo planteó así:
ni siquiera la gratitud de los agraciados, pues el elemento extrangero [sic] nos mira siempre con la preocupación de que somos países inferiores y que como tales estamos obligados á ser siempre dúctiles y á inclinarnos á sus pretensiones. […] Por lo que creo que en el caso presente sería injustificado acceder á la pretensión del señor Ministro Inglés, pues si bien es cierto que al señor Dr. Seler se le hizo esa concesión, también no es menos verdad que desde hace muchos años este sabio viene ayudando á la historia de México con sus escritos, con sus exploraciones personales y con sus servicios prestados últimamente al Museo Nacional (Batres, 1908, f. 4).
En tan sólo una carta, Batres logra denunciar la arqueología consular -la del BM - y al mismo tiempo generarle una excepción -la del MV-. Dentro del Museo Nacional, ambos investigadores extranjeros, Eduard Seler y Alfred Maudslay, eran reconocidos como profesores honorarios de la institución y, en ese sentido, formaban parte de la jerarquía del museo mismo. Batres no especificó cuáles eran las piezas que se le concedieron al mexicanista alemán, pero, desde su perspectiva, los servicios prestados al Museo Nacional marcaban para él una diferencia entre agentes de los museos, de modo que, basándose en su visión personal y profesional, haría que la autorización a Seler fuera justa, mientras que la de Maudslay no.
Batres, entonces, justificó la distinción al director de la Sección Americana del museo berlinés, Eduard Seler, pues, además de sus estudios, realizó una estancia en el museo mexicano para elaborar el catálogo de las colecciones arqueológicas (Olmedo y Achim, 2018, pp. 11-12). Sin embargo, favoritismos de esa clase también serían denunciados por otros investigadores, como la arqueóloga estadounidense Zelia Nuttall, quien acusó a Seler de no condenar públicamente las reclasificaciones de Batres en el Museo Nacional, y a Batres, de defender las “acciones destructivas” de Seler en Palenque (Valiant, 2017, pp. 215-216).
Así, vemos que en el ámbito académico existieron fuertes tensiones por los permisos de exportación de objetos arqueológicos encontrados en México concedidos al Imperio británico, Prusia o los Estados Unidos. A pesar de la desaprobación del inspector general para conceder el permiso de exportación a Maudslay y la denuncia a la geopolítica del patrimonio arqueológico, Batres perdió la batalla ante el peso de la diplomacia: Maudslay, en su calidad de diplomático, se comunicó con el jefe directo de Batres, Justo Sierra, quien terminó autorizando la exportación de cuatro cajas de objetos zapotecas al BM a través de Veracruz, a bordo de un barco de vapor con destino directo a Inglaterra, haciendo que, a pesar del gran poder que Batres concentraba en su puesto, se viera impedido de contener todos los permisos de exportación (Batres, 1908, f. 9).
Ese ejemplo ilustra muy bien cómo es necesario, casi tanto como la biografía de objetos arqueológicos, analizar las relaciones sociales establecidas detrás de éstos, las cuales tienen un valor histórico tan importante como su proveniencia. El caso de Batres-Maudslay se vuelve aún más interesante por el hecho de que se trataba de acusaciones recíprocas, pues el segundo no sólo opinó en términos negativos sobre el trabajo del primero, sino que criticó que éste centralizara objetos provenientes del estado de Oaxaca en beneficio del Museo Nacional situado en la Ciudad de México.
La crítica que hacía Maudslay no era del todo incorrecta, pues había comunidades que se oponían al traslado de monolitos y otros objetos arqueológicos de Yucatán, el Estado de México y Morelos a la Ciudad de México (Bueno, 2004, pp. 133-144). La organización de esas personas también debe considerarse como acciones de otros grupos de custodios del patrimonio arqueológico que entraban en conflicto directo con la visión de “arqueología patria” de Batres. No dejaba de resultar contradictorio, sin embargo, el hecho de que la crítica proviniera de un agente del BM.
Una de las facetas del coleccionismo internacional entre museos permite analizar el segundo caso. A pesar de las buenas relaciones y del agradecimiento institucional a Eduard Seler por sus estudios mexicanistas y la catalogación del inventario del MNAHE, los pactos no deben invisibilizar la competencia existente entre el museo prusiano y el mexicano cuando se trataba de la compra a coleccionistas privados, donde se hacía evidente la complicación de las relaciones sociales frente a los procesos de mercantilización de objetos arqueológicos en la tensión entre su oferta y su demanda. En las presiones de compraventa por parte de coleccionistas reaparecía el MV y su agente Eduard Seler.
Uno de esos casos es el de Honorato J. Carrasco, quien en 1904 puso a la venta su colección de antigüedades de casi 3 700 objetos procedentes de Puebla y Veracruz, formada a lo largo de 14 años. El coleccionista pedía 15 000 pesos por la colección completa, mientras que los agentes del museo mexicano le ofrecían sólo dos tercios del precio estipulado. Carrasco mostró a los agentes del Museo Nacional una carta de Seler en la que calificaba como “importantísima” su colección y expresaba su interés por adquirirla para el gobierno prusiano. Aunque se carece de información sobre el precio ofrecido por el MV, y tampoco se sabe si realmente estaba dispuesto a pagar más al coleccionista, los agentes del museo mexicano alertaban que Seler podría llegar a México de improviso y, por tanto, le hacían saber a la institución que sería no sólo “verdaderamente sensible, sino poco patriótico que estos objetos salieran de la República para enriquecer a un museo extranjero” (Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1904, f. 136).
La disponibilidad de recursos para realizar compras a coleccionistas privados representaba para algunos museos nacionales una presión importante frente a museos extracontinentales como el alemán, la cual utilizaban los coleccionistas privados para acelerar la venta de objetos arqueológicos o aumentar su precio. Frecuentemente se encuentra en las negociaciones que algunos coleccionistas mexicanos enunciaban, invocando sentimientos patrióticos, una priorización de la venta de las colecciones al Museo Nacional. Incluso hubo casos en que los coleccionistas los vendían a un precio menor al de sus expectativas con la intención de que permanecieran en el país, como Francisco Belmar con su colección zapoteca en 1901 (Sellen, 2010, p. 143), aunque, en otros casos, el interés económico prevaleció por sobre el discurso patriótico y las colecciones acabaron por ser exportadas. A pesar de que en este ejemplo privaron las buenas relaciones, evidencia la competencia por la adquisición de colecciones entre museos.
Finalmente, el tercer caso comporta un hecho excepcional de restitución entre los museos nacionales estadounidense y mexicano a principios del siglo XX. Se trató del retorno por la vía diplomática de uno de los tres paneles que componen el tablero del Templo de la Cruz de Palenque, que todavía en 1908 se encontraba en la Smithsonian Institution (SI) en Washington, D. C. La estela tiene una interesante historia y sus partes se hallaban dispersas antes de ese momento: una de ellas se encontraba en su sitio original, en Palenque, estado de Chiapas, otra, en la Ciudad de México, en el MNAHE, y la tercera en la SI en la capital estadounidense. En un proceso de restitución de ese coleccionismo internacional, la tercera parte volvió a México por iniciativa del secretario de Estado de los Estados Unidos Eliah Root y la Secretaría de Relaciones Exteriores de México (Museo Nacional de Arqueología, Historia y Antropología, 1912 pp. 17-24; Filloy y Ramírez, 2012, pp. 71-74).
Sin embargo, al retornar no arribó a su sitio original en Chiapas, sino que se envió directamente a la capital del país, precisamente al MNAHE. Al año siguiente, el primer panel, aún en Palenque, se retiró del templo para ser enviado también al museo. En 1909 los tres paneles volvían a reencontrarse, aunque alejados de la zona maya. Se hallaban entonces, después de una serie de vaivenes, en la famosa Galería de Monolitos del MNAHE, uno de ellos incluso después de haber permanecido durante décadas en los Estados Unidos. Ese caso, interesante también por su excepcionalidad, viene a cerrar esta historia sobre coleccionismo arqueológico y museos, donde, como se ha podido observar, las direcciones son múltiples y en la que la política, la cooperación científica internacional y las desigualdades se encuentran.
Conclusiones
A partir de registros en archivos y publicaciones de la época, este artículo discutió la colaboración y la competencia por el patrimonio arqueológico en tres naciones latinoamericanas frente a las prácticas de coleccionismo de otros museos. Tomando como punto de partida las negociaciones por objetos y colecciones arqueológicos, pueden reconstruirse y contextualizarse, frente a los coleccionismos internacionales, las posturas individuales, institucionales y nacionales que permearon las negociaciones entre custodios del patrimonio.
Las trayectorias de objetos arqueológicos revisadas permitieron reflexionar sobre las relaciones sociales que han involucrado históricamente su posesión, traslado y negociación así como dar cuenta de relaciones de reciprocidad, asimetría y traducción cultural. A su vez, esa vida social de los objetos revela modos de construcción de identidades cosmopolitas, nacionales e imperiales. Con base en los casos documentados pueden establecerse dos conclusiones generales sobre las relaciones sociales respecto del patrimonio arqueológico en América Latina y algunas conclusiones particulares.
La primera es la de una relativa sincronía en la legislación de los Estados latinoamericanos en materia de monumentos arqueológicos en esa transición del siglo XIX al XX. Los Estados se plantearon la necesidad de proteger los monumentos y promulgaron las primeras leyes para impedir la exportación de antigüedades, donde los museos y sus agentes fueron los encargados directos o indirectos de las negociaciones que empezaron a marcar un mayor control del Estado sobre los flujos de objetos antiguos. Sin embargo, también encontramos que esas leyes fijaron como excepción la función científica. En ese sentido, el Estado y los museos, con sus agentes, intentaron regular ese tráfico fuera de sus fronteras nacionales con la expectativa de consolidar colaboraciones académicas internacionales o diplomáticas.
En segundo lugar, como consecuencia de ese panorama, se observa al interior de los museos latinoamericanos una tensión por compaginar intereses nacionalistas y cosmopolitas. En esa dirección, a un grupo de artefactos catalogados como “duplicados” o “repetidos” se le asignó una función en los sistemas de intercambios y concesiones, los cuales cobraron especial importancia en la configuración de redes científicas. En los casos más extremos, incluso se llegó a la producción de réplicas con propósitos científicos, cumpliendo especialmente una función de enseñanza, lo cual parecería ir en contra del fetichismo del objeto antiguo original.
El interés por fomentar en el extranjero el estudio de las culturas “propias” contribuyó al prestigio de los países de origen de las colecciones y a atraer miradas sobre la producción científica en temas arqueológicos en sus museos. (Figura 5) El reconocimiento de aquéllas fomentaba a su vez un nacionalismo, y cumplía, así, una función diplomática importante. En esa tensión entre intereses de conservación y de difusión, la postura de los agentes de los museos generó respuestas y tratamientos diferenciados entre acuerdos y desacuerdos frente a la exportación.
Como se vio, en algunas ocasiones los propios museos latinoamericanos se interesaron por fomentar intercambios, y en otras se produjeron los primeros reclamos por despojo o de lo que después se llamaría arqueología consular, donde se criticó y acusó a museos europeos, especialmente ingleses y alemanes, de crear relaciones desiguales en casos específicos. Encuentro que en ese contexto los desacuerdos académicos y las actitudes de los agentes de los museos se mezclaban en tales reclamos, y que no necesariamente la exportación de antigüedades era lo que se criticaba, sino el marco de relaciones sociales en las que ocurría.
Las diferencias regionales también tuvieron importancia en la negociación de ese patrimonio cultural. Entre los museos argentinos predominó el intercambio de objetos arqueológicos y etnográficos como parte de una política de alianzas y redes, donde fue esencial que en foros internacionales se discutieran los avances en las investigaciones llevadas a cabo por las propias instituciones. Bolivia, por el contrario, aunque también se inclinaba por generar alianzas, tendría una postura más estricta en relación con la exportación de objetos arqueológicos, planteando incluso reclamos por tráfico de antigüedades. Finalmente, en México se dio un proceso diferenciado respecto de museos y agentes, donde coexistieron concesiones, reclamos y un caso excepcional de restitución.
En conjunto, esta investigación mostró la punta del iceberg de enormes flujos de objetos arqueológicos que hace más de un siglo tuvieron procesos de movilidad y recontextualización. La agencia de los custodios del patrimonio es rastreable a través de instituciones como los museos. Más allá de centrarse en los propios objetos, la investigación mostró las relaciones sociales que mediaron tales corrientes, que se ejecutaron en redes de científicos americanistas. Contrario a lo que se suele pensar, sorprende en muchos casos su capacidad de respuesta, y de negociación. Esto responde al desafío de identificar las circunstancias de adquisición y las trayectorias para contribuir a una historia social de los objetos arqueológicos en las negociaciones modernas.