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Intervención (México DF)
versión impresa ISSN 2007-249X
Intervención (Méx. DF) vol.4 no.7 México ene./jun. 2013
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Una reflexión sobre La noción de pátina y la limpieza de las pinturas, de Paul Philippot
A critical analysis on The Idea of Patina and the Cleaning of Paintings by Paul Philippot
María Eugenia Marín Benito y Dora M. Méndez Sánchez
Resumen
Esta contribución analiza el texto seminal denominado La noción de pátina y la limpieza de las pinturas, en el cual Paul Philippot define la pátina como el conjunto de alteraciones que sufre la obra en el tiempo, cambios cuya naturaleza fisicoquímica los hace irreversibles; la limpieza, en todo caso, no debería procurar restituir su estado original, sino reconocer esta pátina como testimonio de la historicidad de la obra. Además de revisar sus antecedentes y contexto de producción, aquí se discute el propio concepto de la pátina y sus implicaciones en la práctica de la restauración. Con ello se concluye que los límites de la limpieza dependen de la visión crítica del restaurador; aunque la ciencia ofrece información objetiva de una obra y su estado de conservación, el restaurador debe interpretarla al momento de intervenir ésta, proceso que no puede ser por completo objetivo, pues depende en gran medida de la habilidad técnica y experiencia del especialista que toma la decisión.
Palabras clave: Conservación, restauración, Paul Philippot, pátina, limpieza en pinturas.
Abstract
This contribution examines the seminal article titled The Idea of Patina and the Cleaning of Paintings, in which Paul Philippot both defined patina as a series of alterations affecting the work of art over time that produce irreversible, physicochemical changes, and, in turn, argued that cleaning, in any case, should not seek to restore the original state of the work of art, but rather to recognize this patina as evidence of its historical authenticity. After reviewing the text's background and its context of production, this paper discusses the concept of patina and its implications in the restoration process in order to conclude that the cleaning limits depend on a critical analysis: while science offers objective information about an artwork and its state of conservation, the restorer must interpret it at the time of the object's intervention, a process that cannot be fully objective since it greatly depends on the technical skill and experience of the specialist in charge of conservation-restoration decision-making.
Key words: Conservation, restoration, Paul Philippot, patina, cleaning of paintings.
A la fecha, muchos de los términos y definiciones que sustentan los principios teóricos de la conservación-restauración de los bienes culturales siguen siendo motivo de debate -o, al menos, de meditación- al abordar la intervención de una obra. Tal es el caso del concepto de pátina, por el que desde hace varias décadas los teóricos han manifestado inquietud. Ejemplo de ello ha quedado plasmado en uno de los textos clásicos de la teoría de la restauración: La noción de pátina y la limpieza de las pinturas, que es objeto de reflexión en la presente contribución, a la luz de las condiciones actuales de nuestra disciplina.
La noción de pátina y la limpieza de las pinturas fue escrito por Paul Philippot (1969), doctor en Derecho e Historia del Arte por la Universidad de Bruselas, quien se desempeñó como una de las figuras destacadas en el ámbito de la conservación- restauración de bienes culturales durante la segunda mitad del siglo XX, al contribuir, tanto con su trabajo técnico como con el teórico, a poner en valor y dar mayor presencia a esta disciplina en el mundo del arte (Figura 1).
Originario de la ciudad de Bruselas, Philippot desempeñó importantes cargos en instituciones dedicadas a la conservación del patrimonio cultural: en el Instituto Real de Patrimonio Artístico (Institute Royal du Patrimoine Artistique, IRPA) y en la propia Universidad de Bruselas, en la que fungió como docente desde 1957, y en dependencias europeas como el Centro de Roma (actualmente, Centro Internacional para el Estudio de la Conservación y la Restauración de los Bienes Culturales, ICCROM, por sus siglas en inglés), del que fue subdirector en 1959 y director general en 1971. De su trayectoria profesional destaca su colaboración con muchos de los teóricos, docentes y funcionarios que difundieron y promovieron internacionalmente la conservación y la restauración del patrimonio cultural como una ciencia "en forma", como Harold Plenderleith, Bernard Feilden, Paul Coremans, Cesare Brandi, Laura y Paolo Mora, entre otros, con quienes se asoció de manera constante para impartir cursos, elaborar programas y proyectos de conservación, realizar "misiones" de conservación de sitios patrimoniales en riesgo, etc., desde la década de 1950 (Bouchenaki 2009:2).
El texto en comento se publicó por primera vez en francés en un boletín del IRPA, en 1966, y se tradujo al español en México tres años después, cuando fue publicado en los Cuadernos de trabajo del Centro Regional Latinoamericano de Estudios para la Conservación y Restauración de Bienes Culturales (Cerlacor).
Un poco de historia
Si bien es posible hablar de una incipiente sistematización del conocimiento en torno de la conservación-restauración de bienes muebles e inmuebles desde el siglo XVIII, surgida a raíz de los hallazgos arqueológicos en Pompeya y Herculano (1738), no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se formalizó el debate alrededor de las ideas de carácter teórico propuestas por Violletle-Duc, John Ruskin y Camilo Boito. Justamente a iniciativa de Boito apareció la primera carta sobre conservación de monumentos en Italia, en 1883, que diera pauta para la formulación de una primera teoría de la restauración, escrita por Gustavo Giovannone en 1912, y de la Carta de Atenas en 1931, primer documento sobre conservación con reconocimiento mundial (Macarrón 2002:39).
Inspirados por la corriente de discusiones sobre la conservación-restauración de monumentos que emergió en esa época, algunos museos europeos desarrollaron talleres y centros de documentación orientados al tratamiento de bienes muebles, entre los que destacó el Museo Real de Arte e Historia de Bélgica, que hacia 1934 dio lugar al establecimiento del primer laboratorio de investigación sobre química y física aplicadas a la conservación en lo que hoy se conoce como el IRPA, mencionado previamente. Este instituto tuvo un papel fundamental en el proceso de profesionalización de la restauración, ya que fue el primero en proponer un vínculo metodológico entre la historia del arte y disciplinas de carácter científico para abordar, desde una perspectiva interdisciplinaria, problemáticas de conservación específicas. Asimismo, el IRPA fue pionero mundial en emprender la documentación extensiva de los monumentos muebles e inmuebles considerados patrimonio cultural.
Una vez establecido un método de trabajo, el centro de documentación y laboratorio del IRPA, entonces a cargo de historiador del arte y doctor en ciencias químicas, Paul Coremans, no sólo se limitó al estudio científico de las obras de arte sino que difundió los resultados obtenidos de casos relevantes de restauración, investigación de técnicas de manufactura, materiales aplicables a la restauración y demás información relacionada, a través de un boletín periódico que se convirtió en referente obligado entre los especialistas de conservación. Además, su acervo documental fue una pieza clave al final de la Segunda Guerra Mundial, ya que sirvió como fuente para la reconstrucción de sitios patrimoniales destruidos o deteriorados durante el conflicto bélico.
Hacia la década de 1950 el IRPA se consolidó como una institución a la vanguardia de la investigación y difusión en el campo de la conservación del patrimonio, que reunía a destacados especialistas en diversos campos de estudio relacionados. Después de su apertura como laboratorio, en 1934, diversos países siguieron su ejemplo al fundar sus propios institutos de conservación, como el Instituto Central de Restauración, abierto en Italia en 1939, hasta la fundación, en 1957, del Centro de Roma (hoy ICCROM), como dependencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), para atender casos de conservación del patrimonio cultural a escala internacional, ambas instituciones con las que el IRPA cooperó estrechamente. Pronto, las tareas de conservación de sitios y monumentos emprendida por la UNESCO se propagaron por el mundo mediante acuerdos y convenios establecidos con los gobiernos e instituciones encargadas de la conservación patrimonial en diversos países, a los que se apoyó, entre otras formas, mediante la realización de "misiones" de conservación, durante las cuales el personal del Centro de Roma acudía para capacitar y efectuar proyectos específicos de restauración. Entre los convenios establecidos, el centro se vinculó con el recién creado Departamento de Conservación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en México, colaboración que desembocó en la fundación del Cerlacor en 1967.
El Centro Regional Latinoamericano de Estudios para la Conservación y Restauración de Bienes Culturales (Cerlacor)
La expansión progresiva de las actividades del Centro de Roma en diversas partes del mundo favoreció que, hacia 1967, se estableciera un vínculo de trabajo entre la UNESCO y el entonces Departamento de Catálogo y Restauración del Patrimonio Artístico, dependencia del INAH responsable en ese momento del registro y conservación tanto de inmuebles históricos y artísticos como de los bienes culturales bajo la protección del Estado Mexicano (Santaella 2010:5).
La fundación del primer Departamento de Conservación del INAH data de 1961, cuando el entonces director general del instituto, Eusebio Dávalos Hurtado, encomendó a Manuel del Castillo Negrete la formación de un área que se hiciera cargo, en primera instancia, de la conservación de los murales históricos del ex convento de Culhuacan. Por iniciativa de Manuel del Castillo, quien siguió de cierta manera el modelo del IRPA, el departamento no sólo se abocó a dar atención a esos murales, sino que inició el registro nacional de los monumentos históricos, ampliando las tareas del departamento, que pasó a llamarse de Catálogo y Conservación del Patrimonio Artístico. Cambió varias veces de sede, pues de Culhuacan pasó a ubicarse en el ex convento de El Carmen y, finalmente, en el ex convento de Churubusco (donde hoy reside la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC) del INAH).
El convenio con la UNESCO hizo posible que el departamento formara un programa de capacitación en materia de conservación, en principio dirigido al personal del mismo INAH, pero con miras a incluir a diversos países de América Latina interesados en la conservación de su patrimonio cultural. Se formó entonces el Cerlacor, que posteriormente, con la colaboración de la Organización de Estados Americanos (OEA), dio lugar a la formación de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía. Por otra parte, en 1971 el Departamento de Catálogo tomó el nombre de Departamento de Restauración del Patrimonio Cultural (Santaella 2010:5).
Desde sus inicios, este departamento se mantuvo muy activo en lo que se refiere al reconocimiento y registro de monumentos, iniciando actividades de conservación de bienes culturales muebles e inmuebles en los sitios visitados. Uno de los primeros programas desarrollados por el departamento, conjuntamente con el centro, fue el de conservación de pintura mural, en el que recibieron la valiosa orientación, entre otros, de Laura y Paolo Mora.
La avidez existente en México por el conocimiento en torno de la conservación y restauración de los bienes facilitó que toda la información proporcionada por los especialistas europeos fuera bien recibida en el Cerlalor, que progresivamente formó un banco documental, constituido tanto por las publicaciones previas realizadas por las diversas instituciones que colaboraban con el programa de la UNESCO, el IRPA y el Centro de Roma, como por cuadernos de trabajo y publicaciones propios relacionados con la formación de especialistas en la disciplina. Por ello, no fue extraño que entre los primeros textos seleccionados para su traducción y edición se encontraran los escritos de Paul Philippot, quien por entonces ya contaba con el reconocimiento del gremio como investigador, docente y teórico.
Philippot, escritor
Entre la obra de Philippot, que es muy extensa, destacan sus textos sobre pintura flamenca, artículos dirigidos a la formación de restauradores e historiadores, análisis técnicos de obras de arte y restauración de pinturas. Sobresale, asimismo, su colaboración en la redacción de la Carta de Venecia (1964) y en los libros Conservación de pinturas murales y Conservación de los bienes culturales con especial referencia a las condiciones tropicales, ambos en coautoría con Paolo y Laura Mora. Contribuyó también de manera continua en los boletines del IRPA, con artículos sobre conservación como "La restauración de La última cena de Tongerlo" y "La conservación como problema internacional en el Centro de Roma" (ambos, 1968).
La aportación más relevante de Philippot fue haber introducido, a través de sus escritos, temas filosóficos relacionados con el campo de la conservación (ICCROM 2009:3), fuertemente influidos por las ideas de algunos de los especialistas con quienes colaboró, en especial por los principios teóricos propuestos por Cesare Brandi. En la década de 1950 coincidió con este último en el Instituto Central del Restauro de Roma y laboró con él en diversas instituciones y proyectos hasta 1971, cuando Philippot fue nombrado director general del ICCROM.
Podría aseverarse que los textos de Philippot cumplieron un papel difusor importante de las ideas de Brandi, ya que traducían sus conceptos abstractos a un lenguaje práctico, más comprensible y aplicable a casos concretos, como es patente en el texto que nos ocupa, cuando hace alusión por ejemplo, al concepto de unidad de la obra sugerido por Brandi; Philippot asevera que:
El restaurador deberá hacerse una idea lo más precisa posible de la unidad original de la obra en función de cada uno de sus valores particulares. Esta intuición, que es fundamental, no es otra cosa que la identificación de la realidad formal de la obra: ésta, al tener su propia coherencia es, de hecho, el único criterio con el que se pueden medir las alteraciones, siempre que afecten a la forma. (Philippot 1969:2; cursivas de las autoras.)
La noción de pátina y la limpieza de las pinturas
En el texto en comento, Philippot (1969:1) expone que, desde el punto de vista de su restauración, toda obra de arte presenta un carácter histórico doble, conformado, por un lado, por las características propias de la obra de acuerdo con la época determinada en que se realizó, y, por el otro, por el lapso de tiempo transcurrido desde su creación hasta el momento en que el espectador o el especialista la reconoce, condición que afecta a la materia a la que fue confiada la transmisión de la imagen con transformaciones o alteraciones que en el curso del tiempo se desarrollan, se estabilizan y son irreversibles. Considera que estas modificaciones de la materia original son huella del tiempo y le dan a la obra un aspecto particular, definido por Philippot como pátina, concepto que se discutirá posteriormente en el texto; supone, por tanto, que la noción de pátina es algo consustancial a la historicidad de la obra y considera inconcebible, salvo en "casos extremos", su eliminación. Así, la pátina se conforma, entre otros factores, predominantemente por el aspecto que generan las alteraciones que se observan por envejecimiento natural de los materiales, que pueden presentar amarillamiento, decoloración o craqueladura; en este caso, eliminarlas por completo mediante un proceso de restauración equivaldría a borrar el testimonio visible del paso de la obra a través del tiempo, es decir, su historicidad, como en la Figura 2, donde se observa el patrón de craqueladura que siguen los materiales por envejecimiento.
Sin embargo, no es difícil encontrarse con objetos antiguos en los que apenas se puede señalar una mínima imperfección superficial o aspecto degradado; incluso en el caso en que exista en ellos una variación superficial que se pudiera llamar pátina, otras serían las "señales" que ofrecerían la noción de antigüedad, como la propia información histórica en torno de ellos (firmas, documentos), materiales constitutivos, técnica de manufactura, etc., como sucede con cierta frecuencia en el caso de los objetos "industriales", cuyas alteraciones en sus materiales constitutivos, en condiciones propicias de almacenaje y manejo, se reducen considerablemente, pues su uso requería un mantenimiento continuo (Figura 3).
Algunas veces, por ejemplo al no poder recrear en nuestra conciencia la imagen comparativa del mismo objeto cuando era "nuevo", no es fácil identificar la pátina; Philippot asevera que, en el caso de las pinturas (de caballete), el barniz juega un papel fundamental, ya que con frecuencia su aspecto y la capacidad del restaurador de identificarlo derivará o no en un tratamiento adecuado de la pieza: "hay que admitir que nace un contraste entre la textura real de la pintura y el estado de su superficie que tiende a transformar la obra en su propia reproducción" (Philippot 1969:4) El aspecto de las pinturas suele resultar engañoso a causa de las facultades de nuestra visión: la eficacia informativa de nuestra mirada nos induce a creer que la realidad de lo que vemos es la única existente, sin tener en cuenta el intrincado proceso por el que se configura lo percibido en nuestra conciencia. Por lo general, nuestra forma de ver no es totalmente objetiva, sino que, como sugiere Barbero (2003:70), se ordena de acuerdo con un "conocimiento previo de la realidad", subordinado a su vez a nuestra propia herencia cultural.
En realidad, ningún bien cultural del pasado llega a nosotros como fue en su origen: su unidad gira en torno de sus propios cambios, borrando casi por completo todo rastro de una hipotética autenticidad originaria. Así, según Barbero (2003:71), la obra es su propia historia, ya que lleva plasmadas en sí misma las transformaciones que ha sufrido a lo largo del tiempo. Si se parte de sus valores históricos y estéticos reconocibles del bien cultural, derivados tanto de la historia como de su propia evolución individual a lo largo del tiempo -entendida esta última como campo de conocimiento e investigación-, surge una contradicción al momento de intervenir: no es posible respetar las huellas del tiempo plasmadas en la materia y, a la vez, eliminarlas mediante un proceso de restauración para devolverla a su supuesto estado inicial. De hecho, como asevera Salvador Muñoz Viñas (2003:149), esta contradicción subyace desde las primeras formulaciones teóricas en torno de la disciplina de la conservación-restauración, surgidas desde las últimas décadas del siglo XIX hasta los textos de Brandi, quien, a pesar de su notable contribución a la disciplina, no logra mostrar una postura clara frente a esta disyuntiva. Para Philippot (1969:1), sin embargo, no hay duda respecto de cuál debe ser la actitud que ha de tomar el restaurador:
Ninguna restauración podrá pretender jamás restablecer el estado original de una pintura. Sólo podrá revelar el estado actual de los materiales originales. Aun suponiendo que se desee, no se puede en ningún caso abolir la historicidad segunda de la obra: el tiempo que ha atravesado para llegar hasta nosotros (cursivas de las autoras).
Así, Philippot, al menos de manera inmediata, resuelve la contradicción apuntando a la necesidad ineludible de adoptar una postura crítica al evaluar el estado de conservación de la obra: considera indispensable diferenciar las "alteraciones normales" de aquellas que la "desfiguran" (incluso si ambas son producto del paso del tiempo), y delimitar hasta dónde se podrá intervenir para corregir las segundas sin detrimento de las primeras. Si bien es clara la vigencia del postulado de Philippot sobre la necesidad de mantener una postura crítica respecto de los límites del proceso de intervención, con miras a no "desvirtuar" las cualidades visibles que ponen de manifiesto la historicidad del objeto, puede afirmarse que los parámetros que propuso para determinar qué es una alteración "normal" han sido rebasados, pues en la actualidad una evaluación crítica no puede centrarse únicamente en las condiciones materiales del objeto en relación con su valor estético, sino que implica considerar incluso su función simbólica y social, aspectos que pueden modificar de manera radical los criterios sobre límites de la intervención.1
Por otra parte, Philippot (1969:2) no ahonda en los "casos extremos" en que las alteraciones normales que constituyen la pátina evolucionan a un grado que impide por completo la correcta apreciación de una obra o bien que implican un daño concreto o progresivo a la misma, limitándose a señalar que "será necesario estimar las alteraciones sufridas, tanto si se trata de una simple pátina o de auténticas desfiguraciones o desgastes". Sin embargo, esto constituye un punto decisivo al momento de mantener una postura crítica frente al criterio de los límites de una intervención, particularmente cuando se realiza la limpieza de una capa pictórica, ya que este proceso puede implicar la eliminación de los materiales constitutivos superficiales, degradados o no, ya sea que ello haya ocurrido de manera intencional o por omisión. Este punto nos lleva a un segundo ámbito de discusión respecto a la elección de una limpieza integral versus una de carácter selectivo.
Limpieza integral versus limpieza selectiva
En 1947, la National Gallery de Londres presentó An exhibition of cleaned pictures (Una exposición de pinturas tras su limpieza) en la que mostró una colección de pinturas de caballete restauradas, que incluía los expedientes técnicos y registros fotográficos de trabajo, cuyo objetivo era exponer el proceso de restauración científica efectuado en dicho museo en el decenio anterior. La exhibición generó una gran controversia, ya que de manera casi inmediata las intervenciones realizadas en las obras fueron duramente criticadas por haber "destruido la imagen antigua" conocida por el público. Antonio Sánchez Barriga (2009) comenta que la polémica se difundió primero a través de la prensa londinense, principalmente en los diarios The London Times y The Burlington Magazine, en los que aparecieron declaraciones que denostaban el trabajo de restauración realizado. En su defensa, el cuerpo de restauradores de la National Gallery declaró a los medios que "se supondría que el fin encomendado a aquellos a quienes se ha confiado el cuidado de las pinturas, de presentarlas lo más cercanas posible al estado en que el artista intentó que fueran vistas, debería estar fuera de toda discusión" (Dykstra 1996:199). Sin embargo, el debate teórico se extendió durante más de un año, nutrido por reconocidos historiadores y restauradores quienes, a través de sus opiniones dejaron constancia de las formas tan diferentes de entender el concepto de pátina y de la limpieza en las pinturas. En general, los ingleses, identificados -en opinión de Steven Dykstra (1996:199)- con el pensamiento positivista, criticaban la propuesta de los especialistas italianos de realizar limpiezas parciales o selectivas, pues las consideraban "subjetivas": más una respuesta al gusto personal y de la moda que relacionadas con el estado material de las obras. Sostenían que la pátina era simplemente suciedad que debía eliminarse de forma integral y por completo, para devolver a la pintura un aspecto más cercano al que tenía al salir del taller del artista (Bruquetas 2009:41).
En respuesta, Cesare Brandi declaró públicamente en París, durante el Congreso del Consejo Internacional de Museos (ICOM) de 1948: "Con frecuencia nos podemos encontrar más cercanos a la intención del artista si se deja la pintura con su pátina, en vez de retirarla" (Dykstra 1996:201). En su momento, esta discusión, vigente hasta la fecha, dio pie a que Philippot reflexionara y propusiera una interpretación del deterioro de una obra más desde la percepción del espectador que desde el punto de vista técnico, la cual plasmó en el artículo sobre la pátina y su importancia al momento de limpiar una pintura. Por otra parte, los partidarios de la limpieza selectiva (Figura 4), que han contado con el respaldo de métodos de análisis de carácter científico, cuyos "datos duros" permiten advertir sobre el peligro de las limpiezas integrales, como la identificación de las capas estructurales y su estado, el reconocimiento de la pátina y el proceso de lixiviación que produce toda limpieza, argumentan, no obstante, que el problema no puede reducirse a la "objetividad" científica, sino que debe actuarse desde una posición crítica. En este punto cabe aseverar que el texto de Philippot (1969) sigue en vigor, ya que acierta al proponer que, en todos los casos, el reconocimiento tanto de la pátina como de los límites del proceso de limpieza dependen en gran medida de la visión crítica del restaurador, pues si bien la ciencia ofrece información objetiva sobre el estado de conservación de una obra en particular, éste debe interpretarla para determinar su utilidad y "aplicabilidad" al momento de ejecutar una limpieza que nunca será completamente objetiva, pues sin duda está sujeta a su habilidad técnica y experiencia.
En defensa de la limpieza selectiva o diferenciada, Philippot (1969:2) comulga con Brandi en que la pátina es un 'valor de edad',2 por cuanto se trata de un elemento que revela la huella del tiempo transcurrido en un objeto; afirma que si en la pintura se elimina la capa (que pudiera ser casi imperceptible) impuesta por el tiempo y la enmascara, no se devuelve a ésta -ya transformada irremediablemente- a su estado original, sino que en apariencia adquiere una limpidez y una agresividad que contradicen su edad. Además, Philippot (1969:1) asevera que el proceso no podrá restablecer nunca el estado original de una pintura, en virtud de que sus materiales han sufrido una modificación en su naturaleza constitutiva. Considera, asimismo, que las limpiezas radicales ponen en peligro las veladuras -técnica utilizada en pintura al óleo a partir del siglo XV y que puede apreciarse en numerosas obras novohispanas (Figura 5)-, que son las capas de color translúcido que modulan el tono subyacente y permiten variar la intensidad del color.
Con base en lo anterior, el artículo que nos ocupa cobra importancia en cuanto a que en él Philippot precisa el concepto de pátina en términos materiales más concretos: consiste en el conjunto de alteraciones que sufre el bien cultural artístico con el tiempo, manifiestas en aspectos tales como el trabajo del soporte y el secamiento de la policromía, que pueden provocar una red de craqueladuras, la evolución de la profundidad de los tonos y de la transparencia de las capas por secamiento del aglutinante, la alteración de algunos colores, como en ciertos rojos o sombras; el virado del resinato de cobre, y la exudación del aglutinante hacia la superficie (Philippot 1969: 1). En otras palabras, se trata de cambios cuya naturaleza fisicoquímica los hacen irreversibles, lo que impide en definitiva una vuelta al original a través de un tratamiento de restauración: este proceso, en todo caso, no debería procurar restituir el estado "original" de la obra, pues las alteraciones ocurridas en el tiempo, como el amarillamiento y opacidad del barniz, tonos de azul que viran a un tono pardo, fisuras, pérdida de profundidad en los tonos, etc., visibles en la Figura 6, ponen de manifiesto otros valores intrínsecos, como su autenticidad. (Philippot 1969:1).
Conclusiones
Ciertamente, hoy en día los criterios de intervención y los factores que han de considerarse para determinar los límites de un proceso de restauración son algo distintos de aquellos que predominaban cuando surgieron la teoría "tradicional" de la restauración y los escritos de los estudiosos de los años sesenta del siglo pasado óde ahí que algunas de sus afirmaciones parezcan "desfasadas" o fuera de contexto. Actualmente, el campo de interés de la teoría ha cambiado en cuanto a que las obras de arte, por su importancia, se han equiparado a otros tipos de bienes; esto es, han cobrado mayor interés los aspectos sociológicos y antropológicos, que en conjunto han modificado la forma de ver el arte y la cultura. Desde 1972 la UNESCO planteó la necesidad de "ampliar" el concepto de patrimonio cultural, para incluir en la categoría de bienes culturales los objetos de carácter etnográfico, bibliográfico, científico, etc., iniciativa que no se consolidó sino hasta la siguiente década, cuando, entre otros sucesos, salió a la luz pública la Carta del Restauro de 1987, que incorporaba incluso aquellas manifestaciones de carácter "inmaterial", a las que se otorga el carácter de patrimonio intangible (Singer 2004:9). Al adquirir el objeto mayor valor documental, se afianzaron los criterios orientados a su conservación-restauración; sin embargo, los principios estéticos, que versan meramente sobre su aspecto e integridad visual (punto que también es necesario considerar al momento de intervenir una obra), siguen presentes en los bienes culturales considerados artísticos, tales como la pintura, la escultura, las artes decorativas y la arquitectura.
Más aún, el ámbito de la teoría de la restauración se ha ampliado progresivamente; la primacía de los valores de verdad, autenticidad y bondad se han cuestionado, con lo que en la actualidad se da mayor peso a otro tipo de valores, como son los simbólicos, los religiosos, los identitarios e incluso los turísticos (Muñoz 2003:68). Los fines de la teoría contemporánea se han ido adaptando a las necesidades culturales, creando nuevas categorías tanto de bienes culturales que deben ser conservados como de aspectos de carácter intangible que también deben preservarse (López 2004:15).
Es innegable que los teóricos de mediados del siglo XX, entre los que se encuentra Paul Philippot, hicieron una valiosa aportación a la disciplina de la conservación y restauración de bienes culturales, al establecer los primeros conceptos y principios para dotarla de un marco teórico, condición que le permitió tanto sistematizar sus procedimientos como vincularse con otras disciplinas. Sin embargo, como sucede con todo organismo vivo, es imposible detener el cambio continuo y la transformación que conlleva la evolución de los grupos sociales, lo que implica un cambio respecto de lo que entendemos por arte y cultura en relación con la función y uso social que se da a los bienes culturales, derivados de su revalorización por parte de la sociedad.
Con base en la experiencia cotidiana de trabajo, es evidente que se hace necesario promover un nuevo debate en el ámbito institucional y académico con el objetivo, en primer término, de unificar criterios de intervención, además de favorecer que se mantenga un método de trabajo en el que se privilegie la reflexión constante en torno de los límites en la aplicación de un proceso de restauración, ya que esto puede repercutir de manera irremediable en su correcta conservación o en la pérdida parcial o total de los distintos niveles de información que contiene.
Desde esta perspectiva, es válido recapacitar en la vigencia que mantiene el concepto de pátina propuesto por Philippot (1969:1) si bien ha ido adquiriendo complejidad en la medida en que se añaden factores que se han de considerar en la evaluación del estado de un objeto y plantear el tratamiento que requiere. Así, dicha propuesta teórica sigue siendo efectiva en lo que se refiere a reflexionar sobre la "función" de la pátina desde un punto de vista crítico, relacionado con la capacidad cognitiva del espectador, más que con el estado material de los componentes que constituyen la obra. No se puede estandarizar un criterio único para niveles de limpieza en todo tipo de piezas; en cambio, como ya mencionaba Philippot, lo válido es proponer un método de trabajo riguroso, que en la actualidad puede incluir el análisis puntual de la técnica de manufactura y estado de conservación con recursos tecnológicos y científicos (registro fotográfico, con iluminación especial, estratigráfico, etc.), para evaluar cada bien de la manera más objetiva y completa posible antes de su intervención, y determinar con mayor certeza los alcances particulares de ésta.
Así, es nuestra opinión que el "gusto" como criterio de intervención es respetable, pero no necesariamente por ello deberá admitirse como afirmación legítima de validez general, dado que de los profesionales de la restauración se espera una cierta profundidad de reflexión para estipular criterios acertados para tratar cada obra. Por tanto, no se debe perder de vista que en sus manos está el proponer al espectador no sólo una determinada apariencia de los bienes culturales sino una conceptualización integral de los mismos. Si llegamos a entender la manera en que opera la conciencia colectiva, estaremos más capacitados tanto para juzgar el grado de intervención que requiere una obra de arte como para elaborar propuestas de actuación coherentes con la estructura cognitiva del observador. De esta manera será posible proporcionarle la satisfacción que se pretende, además de favorecer que tenga una nueva experiencia estética y de conocimiento en relación con el patrimonio cultural. No debe olvidarse que, en gran medida, la restauración tiene sentido porque existe el espectador.
La noción de pátina y la limpieza de las pinturas
Referencias
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Santaella, Yolanda 2010 "Los sesentas y la restauración en Churubusco", Restaura, revista electrónica de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural, México, INAH, documento electrónico disponible en [http://www.mener.INAH.gob.mx/archivos/restaura_losesentas.pdf], consultado el 30 de agosto de 2012. [ Links ]
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1 Ejemplo de esta situación lo ofrecen las intervenciones realizadas a bienes que forman parte de un culto religioso activo; ante la perspectiva de su significado social y simbólico, es factible que, al momento de intervenirlas, algunas alteraciones que desde el punto de vista de Philippot pudieran considerarse "normales", y no necesariamente sujetas a tratarse, tengan que someterse a procesos de restauración en función no sólo de las expectativas de la colectividad que les profesa culto sino incluso del manejo físico que le puedan dar, con miras a que perduren en condiciones adecuadas durante más tiempo.
2 Al parecer esta opinión tiene su origen en los postulados del historiador del arte austríaco Alois Riegl (1987:51 en Bruquetas 2009:41), quien sostiene que los monumentos muestran tres valores "rememorativos" (de antigüedad, histórico y rememorativo intencionado) y afirma que todo monumento "antiguo" se reconoce por su apariencia no moderna, definiendo dicha característica como "los efectos menos violentos y más ópticos que tangibles, como el deterioro de la superficie (desgastes climáticos, pátina, etc.) que ponen de manifiesto la labor lenta, pero segura e incontenible, de las inexorables leyes de la naturaleza".
Información sobre las autoras:
María Eugenia Marín Benito. Especialista en conservación y restauración de pintura de caballete, mural y escultura egresada del Centro Regional Latinoamericano de Estudios para la Conservación y Restauración de Bienes Culturales (México). Se ha desarrollado profesionalmente durante más de 30 años como restauradora en el INAH y en instituciones relacionadas con el patrimonio cultural, como los museos Dolores Olmedo y del Templo Mayor, la SHCP y Patrimonio Universitario UNAM. Actualmente es subdirectora de área en la CNCPC-INAH. Ha publicado extensamente en materia de conservación arqueológica y normativa sobre conservación y restauración. Entre sus publicaciones están "Casos de conservación y restauración en el Museo del Templo Mayor" (México, INAH, 2000), "Estudio por Difracción de Rayos X y haces de iones de teselas de un disco de turquesas del Templo Mayor", en Ciencia y su impacto en arqueología (México, INAH, 2005), y "Una primera aproximación a la normativa en materia de conservación del patrimonio cultural de México", en La conservación-restauración en el INAH. El debate teórico (México, INAH, 2009).
CNCPC-INAH, México conservacionmuseos@yahoo.com.mx.
Dora M. Méndez Sánchez. Egresada de la Licenciatura en Restauración (ENCRyM-INAH, México), especialista en conservación de archivos fotográficos y museos. Se ha desarrollado desde 2001 como restauradora en instituciones privadas y gubernamentales, principalmente en el INAH, y en proyectos específicos y museos, tales como el MNA-INAH. En la actualidad es jefa del Departamento de Conservación en Museos en la CNCPC-INAH. Cuenta con bibliografía en materia de conservación preventiva y gestión del patrimonio cultural en el ámbito comunitario. Entre sus publicaciones se encuentran los artículos "Conservación preventiva en museos", en Gaceta de Museos, México, CNME-INAH, 2004; "Algunos lineamientos para la selección de obra para exhibición", en Gaceta de Museos, México, CNME-INAHs, 2005, y "Los lazos de la memoria. Una experiencia de trabajo comunitario desde el ámbito estatal", en La gestión del patrimonio: Centralidad y periferia, Buenos Aires, Forum UNESCO/Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, 2009.
CNCPC-INAH, México dora72m@gmail.com.