Es una cosa sorprendente e incluso
terrible que hayamos de saltar al suelo en
el que propiamente estamos.
Martin Heidegger, Qué significa pensar
Hace mucho tiempo que sabemos que el papel de la
filosofía no es descubrir lo que está oculto, sino en
hacer visible lo que precisamente es visible, es
decir, hacer aparecer lo que es tan próximo, tan
inmediato, lo que está tan íntimamente ligado a
nosotros mismos que, por ello, no lo percibimos.
Michel Foucault, La filosofía analítica de la política
En su prefacio al libro de Veena Das Life and Words: Violence and the Descent into the Ordinary (Das 2007), Stanley Cavell se pregunta si los casos de manifestación de la violencia cruenta, “íntima y absoluta de una sociedad son comprensibles como estados extremos […] de un hecho omnipresente del tejido social que puede ocultarse, o también puede decirse, expresarse, en los encuentros cotidianos”.1 Cavell llama la atención sobre el tipo de destrucción investigada por Das, entretejida en la propia vida cotidiana. Las amenazas y los presagios se ocultan en las expresiones y los efectos más ordinarios, como en la afirmación de El gato negro de Edgar Allan Poe (1843) de que, en sus escalofriantes relatos, lo único que hace es relatar acontecimientos domésticos.2 Para Cavell, la vida cotidiana está llena de escepticismo.3 No se refiere al escepticismo como una cuestión epistemológica en la que la pregunta es “¿cómo sabemos si el mundo exterior existe?” sino a uno en el que la incertidumbre es, ineludiblemente, acerca de los otros.4 Derrida sostiene que no se puede derivar ninguna norma, regla o prescripción de la exposición constitutiva al otro. El otro puede ser cualquier cosa o cualquier persona y no se puede saber de antemano cómo se debe actuar en relación con él, ella o ello porque la relación con el otro es inseparable del tiempo, lo que significa que puede alterar su carácter en cada momento. Lo que acojo como una oportunidad vital puede resultar luego en una amenaza letal5. El escepticismo, en otras palabras, no es el tipo de duda que se puede extinguir de una vez por todas. La contingencia, la fragilidad, son constitutivas de nuestra vida y de nuestras formas de vida. Nuestros vínculos con otros deben ser sustentados continuamente. En su obra clásica al respecto, Brujería, magia y oráculos entre los azande (1937), Evans-Pritchard nos proporciona una imagen de cómo una sociedad lidia con la incertidumbre de las relaciones con los otros a través de la brujería que se asocia, habitualmente, con el mal.
Quienes siempre hablan de forma tortuosa y no son directos en sus conversaciones resultan sospechosos de brujería. Los azande son muy sensibles y suelen estar muy atentos a las alusiones desagradables que se les hacen en conversaciones aparentemente inocentes. Esto da ocasión a frecuentes peleas y no hay forma de determinar si el hablante quería hacer la alusión o si el oyente la ha aportado. Por ejemplo, un individuo se sienta con sus vecinos y dice: ‘Ningún hombre permanece siempre en el mundo’. Uno de los individuos que está sentado a su lado hace un gruñido de desaprobación ante la observación, oyendo lo cual el hablante explica que se refería a un anciano que acaba de morir; pero los demás pueden pensar que deseaba la muerte de alguno de los que estaban sentados con él.6
Una de las características que definen a la brujería zande es que el brujo no sabe que lo es; así que el vecino que le acusa finalmente puede tener razón. Un hombre acusado de brujería no se ha visto a sí mismo así y, sin embargo, no rechaza la acusación: “El individuo no puede evitar ser brujo, él no tiene la culpa de haber nacido con brujería en su vientre […] puede perjudicar a otro sin darse cuenta”.7 La mejor defensa contra la acusación de brujería es la admisión. El ‘brujo’ es tolerado, no en su condición de ‘brujo’, sino porque puede devenir fácilmente ‘vecino’, así como el ‘vecino’ con igual facilidad puede devenir ‘brujo’. Por un lado, la admisión permite el retorno de la personalidad social del imputado. Por otro lado, es la admisión ante sí mismo de que en la sociedad zande,8 todos y cada uno pueden ser brujos. Uno es extraño a sí mismo, y cada uno de los otros es, al menos potencialmente, enteramente distinto a lo que su apariencia social da a entender. Este conjuro no supone un punto final en el que el equilibrio social es finalmente alcanzado, sino más bien, la manera en la que los azande están siempre en la tentativa del proceso de ensamblar lo que amenaza con dispersarse. La lección de los azande para nosotros es que la contingencia y la ambigüedad son inherentes a las formas de vida. Las formas de vida se producen a partir de innumerables actos de interpretación, intervención y significación que tienen que ser generados continuamente. Jean-Luc Nancy ha comentado extensamente sobre el error que comete la teoría social cuando fantasea una comunidad compuesta por vínculos que siempre están ahí, y que son perdurables y predecibles.9
Que la forma de lidiar con la contingencia y la fragilidad de la forma de vida sea la de la sospecha incesante hacia otros no es, sin embargo, inevitable. El mal no son los otros, sino nuestra forma de vincularnos con esos otros. Los azande viven sospechando que, incluso, conversaciones aparentemente inocentes con un vecino, pueden encubrir el hecho de que ese vecino, potencial enemigo, les haga daño. El mal no se refiere a la exposición inevitable propia de la finitud. La muerte o el duelo no son per se un mal, simplemente son. Entiendo el mal como el modo de relación que produce un daño innecesario, relacionado con la intolerable receptividad a la arbitrariedad del otro. Puede cometerse reflexionando sobre la acción y actuando deliberadamente para dañar, en ese caso hablamos de maldad. Puede darse como efecto colateral del que, sin embargo, puedo percatarme y no abstenerme. Puede producirse sin deseo ni conciencia de generar daño a un tercero, por desidia, apatía, falta de atención o distracción. Este sería el mal más cotidiano e imperceptible, el que causamos sin darnos cuenta, pero del que sí somos conscientes cuando lo sufrimos.10 Todas estas formas de mal tienen que ver con el modo de relación que establecemos con otros. Y en ninguna de estas formas -y hay que enfatizarlo- estamos exentos de la responsabilidad de ser conscientes de cómo nos relacionamos con lo que nos rodea. Arendt habló de la banalidad del mal no porque el daño infligido sea irrelevante, sino por la facilidad con la que es posible infligirlo.11
Óscar Martínez lo describe con claridad cuando trata de dar una explicación a la maraña, producto del ejercicio del poder, una maraña en la que él, y todos nosotros, está de una u otra manera, inmerso. Narra, como el 15 de febrero de 2016, almorzaba viendo un noticiero en el que se anunciaba la versión oficial de la policía sobre un crimen: “Lo usual en todos los noticieros del país: los policías cuentan por qué esos cuerpos terminaron cadáveres; los periodistas escogen palabras marchitas (percatarse, fallecer, enfrentamiento, dar parte, localidad, sujetos) y cotorrean lo que les contaron”.12 Sin embargo, en el noticiero hay una anomalía, una campesina entrevistada declara que los muertos eran muchachos desarmados que se encontraban durmiendo. El reportero vuelve, impávido, a la información oficial, pero Martínez registra lo que ella ha dicho y sabe de inmediato que se trata de una masacre: “Escogí el verbo: no lo intuí, no lo concluí, no lo sospeché, no lo interpreté. Lo supe […] Y comí una cucharada más de arroz”.13 Él mismo advierte: “Hay conocimientos que parecen escandalosos y no lo son. Hay escándalos que son vida diaria […] Cuando aquel día yo escuchaba palabras marchitas en un noticiero y sabía con convicción que la Policía había asesinado otra vez, seguí almorzando sin mayores sobresaltos.14
Nos interesa pensar el modo en que las formas de vida son también formas de daño innecesario. Lejos de ser defectivo o privativo -como piensa la tradición platónica y agustiniana- el mal es una dinámica productiva que produce y reproduce modos de ver, comprender, identificar y tratar al otro. El mal también produce modos de ceguera. Es decir, formas de vida que se refuerzan a sí mismas a partir de la repetición que favorece y normaliza ciertos actos. Esta dinámica de desconexión se da en los dos extremos, aunque no de la misma forma. Al dañar innecesariamente, el perpetrador se desvincula del otro y al hacerlo se desvincula de sí mismo y del mundo, porque constitutivamente somos seres relacionales. Cuando el perpetrador daña innecesariamente, atenta contra este vínculo relacional que puede desintegrarse desintegrando la constitución del propio yo. La víctima, no obstante, no se desvincula, es desvinculada por el perpetrador de la comunidad, del mundo y de sí misma. Y “ahí es donde se encuentra el fondo en superficie del mal” escribe lúcidamente Ana Carrasco Conde.15 Los actos concretos que nos horrorizan no brotan de la nada, son la cristalización de una forma de vida entendida no como estructura estática sino como una dinámica de relación intersubjetiva: “Me parece posible, de hecho, afirmar que la violación -escribe por ejemplo Rita Laura Segato al hablar de su proyecto Habla preso- forma parte de una estructura [social] de subordinación (de sexo-género) que es anterior a cualquier escena que la dramatice y le dé concreción”.16
La crueldad como forma de vida
La forma de mal que la crueldad es “se nutre del poder de dominio y sometimiento sobre el otro, cuya fragilidad queda a merced de quien empuñe el arma. Quizá lo más terrible que pueda imaginarse en esta dinámica es otra lógica en el reconocimiento y por tanto en la constitución de las subjetividades”.17 Al escribir sobre el crimen cruento de Luca Varani, al que aludiremos posteriormente, Nicola Lagioia advierte como el mayor temor de sus asesinos era verse reducidos a la insignificancia y la impotencia y como, en consecuencia, redujeron a la insignificancia a un tercero, el más vulnerable que lograron encontrar. Por otra parte, en su libro en el que hay pandilleros, pero no es sobre pandillas; hay narcos y no va de narcos; hay Centroamérica, México y Estados Unidos, pero no va sobre esos países; hay policías, jueces y políticos corruptos, pero no es sobre corrupción y en el que también hay migrantes, pero no es sobre migración; Óscar Martínez, escribe:
Nadie mata porque nació con su ADN jodido, eso creo tras todos estos años. Alguien mata por muchas razones, pero sobre todo por una frecuente, al menos la primera vez: falta de mejores opciones: si no matás, te matan; si no matás, te violan; si no matás, matan a los tuyos; si no matás, te morís de hambre; si no matás, no serás uno de nosotros. Así, la muerte que he conocido suele venir en una oración condicional: “Si no…” ¿Cómo se deforma la vida cuando la muerte es compañera diaria?18
Preguntémonos entonces cómo las formas de vida contienen también en ellas formas de muerte. La noción de vida está conectada con la idea de Wittgenstein de una forma de vida o de una forma tomada por la vida , que alude a una realidad inestable que no puede ser fijada por conceptos, o por objetos particulares determinados, sino sólo por el reconocimiento de gestos, modos de hacer, y estilos. Es la forma de vida la que condiciona nuestros modos de ver y tratar al otro, pero asimismo la realidad misma es vulnerable a nuestras relecturas y nuestros acuerdos, a nuestras percepciones erróneas y descuidos, y es esta vulnerabilidad la que define la forma ordinaria de la vida.19 Stanley Cavell distingue entre la horizontalidad y la verticalidad de la forma de vida. La horizontalidad se refiere a la forma, y hace referencia a la diversidad humana, al hecho de que instituciones sociales como el matrimonio o la propiedad varían en distintas sociedades. La verticalidad se refiere a la vida y alude a las distinciones capturadas en el lenguaje ordinario entre las así llamadas formas de vida superiores y las inferiores. La vida alude al tejido de la existencia y actividad humana en la tierra:20 “Imagínate que llegas como explorador a un país desconocido con un lenguaje totalmente extraño -advierte Wittgenstein- ¿Bajo qué circunstancias dirías que la gente allí da órdenes, obedece, se rebela contra órdenes, etc.? El modo de actuar humano común (la actividad humana registrada en la tierra) es el sistema de referencia por medio del cual interpretamos un lenguaje extraño”.21 Es el sentido vertical de la forma de vida el que marca el límite de lo que se considera humano en una sociedad. Este esquema no tendría por qué ser necesariamente jerárquico, bifocal e infantil. Escribe Chantal Maillard:
Tenemos, indudablemente, una extraña propensión a la verticalidad. Hay otras maneras no obstante de proceder. Cabe pensar en otros modelos en los que no se proceda ni por derivación (evolucionismo) ni por comparación y equivalencias (estructuralismo). Dentro de un marco realmente ético (no moral), el respeto no se obtiene de acuerdo al lugar que se ocupe (mayor cuanto más cerca se esté de la cúspide) sino por el hecho de ser simplemente lo que se es.22
El trasfondo de la forma de vida no es causal ni fijo como un escenario, sino vivo, cambiante. Se trata del remolino de la vida en el lenguaje y las prácticas, a diferencia, por ejemplo, de un conjunto de significados o reglas sociales programadas.
Aprendemos y enseñamos palabras en ciertos contextos, y luego se espera de nosotros, y esperamos de otros, que sean capaces de proyectarlas en otros contextos. Nada asegura que esta proyección tenga lugar (en particular, no el captar universales o libros de reglas), al igual que nada asegura que haremos, o entenderemos, las mismas proyecciones. Eso que hacemos, en conjunto, es una cuestión de nuestras compartidas rutas de interés y sentimiento, de modos de reacción, sentidos del humor y de significación y de realización de lo que es inaudito, de lo que es de lo que es similar a algo más, de lo que es una represión, lo que es un perdón, de cuándo una expresión es una afirmación, cuando una súplica, cuando una explicación- todo el torbellino del organismo a lo que Wittgenstein llamara “formas de vida”. El discurso humano y la actividad, la cordura y la comunidad, se apoyan ni más ni menos que en esto. Es una visión tan simple como difícil, y es tan difícil cómo es (porque lo es) aterradora.23
Una forma de vida descansa “en nada más que en la forma en que dimensionamos las cosas o respondemos a lo que encontramos”.24 Lo simple y aterrador es que la forma de vida se apoya solo en que sintonicemos unos con otros. Esta sintonización, no garantizada por nada externo a ella misma, y que ha de estar reiterándose en el día a día, y proyectándose en nuevos contextos, es la condición de posibilidad de la forma de vida y lo que evidencia su fragilidad. Yo entiendo esta aseveración a partir de dos características del juicio estético kantiano, el juicio que conecta con la imaginación, es decir, con la proyección. Un juicio determinante implica la aplicación de una regla dada a un particular. En un juicio estético, sin embargo, el particular está dado y la regla no lo está, y debe ser extraída del particular en el acto mismo del juicio. Kant advierte que el juicio estético debe revelar su objeto como si todavía tuviera que lograr su debido efecto. La segunda característica del juicio estético kantiano es que tiene pretensión de universalidad, pero cuando señalamos pretensión lo que decimos es que pide o demanda el asentimiento universal y que de hecho todo el mundo presupone esta demanda incluso los que están en desacuerdo entre sí. Esta demanda es la que define nuestro asentimiento, y la comunidad es entonces, por definición, algo que se demanda, no algo que proporciona un fundamento.25 En la forma de vida advierte Veena Das la vida tiene “una cualidad dinámica palpitante”, dado que “la cuestión de lo que es estar de acuerdo en una forma de vida no es un asunto resuelto de una vez por todas”.26 Incluso cuando Das se refiere a las formas de vida como aseguradas por lo que hacemos cotidianamente, dichos procesos se entienden como inquietantemente anticipatorios de las posibles alternativas de fractura puesto que dependen, como advierte Cavell, de nuestra capacidad de imaginar, de hacer proyecciones.27 La fragilidad es correlativa a y se teje en, la forma misma de vida.
En su investigación acerca de la violación de las mujeres en la partición india/Pakistán, Veena Das rastrea, en las expresiones dentro de la experiencia de la violencia, una que es decible dentro de una forma de vida y otra que sólo puede mostrarse. Su propósito no es defender que no existe un lenguaje que represente a esta última, sino que al retirar sus palabras (a través de las cuales se podía representar la violación) de la circulación social, las mujeres tratan de contener un veneno que, en su forma de vida, quebrantaría el sentido mismo de la vida como vida humana. Los hombres, advierten ellas, golpean a sus esposas, cometen agresiones sexuales, las avergüenzan en público en las propias recreaciones de su masculinidad, pero esas agresiones siguen siendo decibles en la vida cotidiana punjabí a través de diversos tipos de gestos performativos y a través de la narración de historias.28 “No quiero decir, advierte Das, que se acepten pasivamente; de hecho, toda la historia de Manjit muestra que está profundamente resentida”.29
Contrasta esta violencia que se dice, sin embargo, con la que no se dice. Aquella en la que las mujeres fueron obligadas a ir desnudas por las calles; torturadas salvajemente, violadas tumultuariamente, mientras en sus partes íntimas los violadores escribían sus nombres de enemigos de la nación. Esta producción de cuerpos a través de una violencia que se considera que desgarra la producción misma de la vida es tal, que la reivindicación de la experiencia por medio de la palabra se vuelve imposible. Das señala que la cuestión no es sólo que lo humano pueda convertirse en no humano ni el reconocimiento tácito del hecho de que lo humano se está convirtiendo en inhumano. El mal, señalábamos con anterioridad, produce sus formas de vinculación y sus propios modos de ceguera ante las amenazas fundamentales en las que no vemos cómo la vida se desliza hacia la no vida, y lo humano se convierte en lo que amenaza nuestro propio sentido de lo que es tener una vida humana. En este sentido, aunque volveremos a ello, hay que enfatizar lo siguiente. Lo humano se constituye a partir de vidas que quedan o en los umbrales de la subjetividad, bien por expulsadas (como es el caso de otros humanos) bien por no admitidas (como es el caso de los animales), pero sólo de aquello que es considerado humano podemos decir que es inhumano.30 Tengo reservas acerca del valor heurístico del concepto de sujeto endriago propuesto por Sayak Valencia que me parece invisibilizar hallazgos de la misma autora.31 El endriago es un personaje mítico en Amadís de Gaula, obra literaria española de la época medieval, es un monstruo, un híbrido que conjuga hombre, hidra y dragón. Es una bestia que habita tierras infernales y produce un gran temor entre sus enemigos. Valencia adopta el término endriago para conceptualizar a los hombres que, en la frontera norte de México, y en lo que ella describe como capitalismo gore, utilizan la violencia como medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herramienta de trabajo empresarial. Mi reparo con la caracterización metafórica del sujeto como monstruo, tiene que ver con lo que nos impide ver, lo que Nicola Lagioia cuenta de lo que el padre de Luca Varani, víctima de un asesinato particularmente cruento, advierte al reconocer el cadáver de su hijo: “Varani rara vez llegó a definir como monstruos a los responsables del asesinato. Dijo que habían hecho algo monstruoso, que se habían comportado como monstruos, pero eran seres humanos, criaturas a las que había que corregir porque no les bastaba con la abstracta enunciación de un principio moral. “‘Deben ir a prisión - atronaba- y recibir pena justa por lo que han hecho’”.32 Stanley Cavell, a su vez, señala lo siguiente:
La ansiedad que nos produce la imagen de la esclavitud - no confinada solo a la esclavitud, pero más abiertamente dramatizada por ella-es que realmente es una forma en la que ciertos seres humanos pueden tratar a ciertos otros seres humanos, sabiendo que lo son. En lugar de admitirlo, decimos que los primeros no consideran a los segundos seres humanos en absoluto. (Comprender el nazismo, sea lo que sea lo que signifique, es comprenderlo como una posibilidad humana; monstruosa, imperdonable, pero no por ello como la conducta de ningún monstruo. Los monstruos no son ni imperdonables, ni perdonables. No tenemos una relación con ellos en la que se pueda aplicar algo así como el perdón). Admitir que el esclavista considera al esclavo como un tipo de ser humano basa la esclavitud en nada más que una pretensión indefinida de diferencia, en algún inexpresable motivo de exclusión de la existencia de los otros en nuestro “reino de justicia”. Lo cual está demasiado cerca de algo que podemos descubrir en nuestra vida diaria.33
En La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia, escribe, a partir de un crimen cometido en Roma al que hemos aludido, una investigación monumental sobre el mal. En el décimo piso del número 2 de la via Iginio Giordani, en marzo de 2016, se perpetró un asesinato capaz de resumir en un acto, para el mismo Laigioia, toda una forma de vida. Se trataba de un crimen de violencia desmedida aunado a la falta absoluta de un móvil, de un motivo. Los dos culpables declararon no saber por qué se ensañaron tanto con su víctima. Llevaban varios días solos de fiesta. Se comunicaron por WhatsApp con varios candidatos para invitar a un tercero, pero el más vulnerable fue un chico de 23 años al que le ofrecieron 150 euros por participar en la juerga de sexo y drogas. Lo torturaron hasta la muerte acuchillándolo y golpeándolo durante horas con el martillo. Uno de ellos ni siquiera sabía cómo se llamaba la víctima a la que había asesinado, ni siquiera la había visto nunca antes de ese día. Luca Varani, el chico asesinado, vivía en una barriada obrera, residía junto a sus padres, vendedores ambulantes, en otro margen de la Ciudad Eterna. Trabajaba en un taller de planchistería, tenía la misma novia desde hacía casi una década y, secretamente, se ganaba un dinero extra prostituyéndose, además de traficar con pequeñas cantidades de cocaína. Siempre iba urgido de dinero al ser manirroto con las máquinas tragamonedas. El crimen reunía todos los estratos sociales. Manuel Foffo, uno de los asesinos, tenía 28 años y pertenecía a una familia de empresarios romanos. Marco Prato, de 29, era hijo de un reputado profesor universitario. Los dos se conocieron solo tres meses antes del homicidio y se habían visto apenas tres o cuatro veces. Lagioia advierte que eran considerados, se consideraban a sí mismos, personas normales. En el proceso judicial se asentó que, de no haberse conocido, era muy posible que jamás hubieran cometido un crimen. De hecho, una semana antes ninguno de los dos lo hubiera creído. Cuando ocurrió el asesinato había pasado muy poco tiempo, tres meses desde la primera vez que se vieron. Lagioia, sin embargo, advierte que la suya fue una relación dañina desde la propia relación, en la que dos personas intiman y sacan a relucir lo peor del otro, no lo mejor. Y señala: “A todos nos ha pasado que hemos tenido una relación sentimental o de amistad en la que enseñábamos nuestra peor cara. Esto es lo que hacían ellos. Dar vida a una amistad en la que solo existía el lado oscuro, el lado violento”.34
Los tres o cuatro días en que los dos estuvieron solos en casa de Foffo y comenzaron a consumir drogas, efectuaron todas aquellas llamadas telefónicas, trajeron tanta gente a la casa, añade: “los dos sabían que estaban rotos, que estaban entrando en terreno peligroso y nunca se detuvieron”35 Además, tenían mucha dificultad en ver a los otros. Era como si sólo pudieran contemplar su reflejo en un espejo cada vez que miraban a otra persona. “Continuamente se estaban mirando al espejo, continuamente estaban hablando de sus problemas, de sus errores, de sus frustraciones, de su incapacidad para alcanzar el éxito… hablaban tantísimo de sí mismos que eso conllevaba una gran dificultad para poner el foco en el otro. El resto sólo existía con relación a ellos mismos”.36 Para Foffo era más difícil aceptar que pudiese ser homosexual que un asesino. Otro factor inquietante sobre el que profundizar es el hecho de que dos asesinos, sabiendo que habían cometido un crimen, se entregaron y lo confesaron inmediatamente a la policía, pero incluso confesando haber cometido este homicidio -dice Lagioia- es como si no fueran capaces de asimilarlo, no son capaces de asumir plenamente la responsabilidad: “Vivimos en un mundo en el que por cosas menos graves nos cuesta muchísimo asumir la responsabilidad de los errores o de los delitos que cometemos. Ambos responsabilizaban a cualquiera antes que a sí mismos. Ellos dicen: ‘Sí, fui yo, pero es el otro el que me manipuló’, o ‘estaba inmerso en un periodo de sufrimiento’”.37 No hablan de la víctima, de Luca, ni siquiera, en ese momento, son capaces de mirarla.
Es en esta incapacidad de mirar al otro donde veo el problema, el motivo que no les permitió parar una vez que agredieron a Varani. Si tú no eres capaz de reconocer al otro, el otro se convierte en un objeto entre tus manos […] Esta no es una explicación completa, pero creo que es el hilo del que tirar. Son dignos exponentes de un mundo en el que tenemos una gran facilidad para vernos como víctimas, pero no como culpables de provocar el mal.38
Cuando Foffo, por ejemplo, dice a la Fiscalía, parte acusadora: “Sí, he sido yo, métanme en la cárcel, pero, por favor, explíquenme por qué he hecho algo así, porque no lo sé”,39 hay que recordar que Jaques Lacan definió el inconsciente como el discurso que emerge precisamente en los huecos, en los espacios en blanco, de las historias personales y colectivas.40 Se podría decir que este asesinato sin palabras constituye, de hecho, el discurso del inconsciente (lo que no somos capaces de ver) de la forma de vida. Al aludir a este inconsciente, nos referimos a lo que construimos almacenando “nuestras vivencias, interiorizando formas de relacionarnos con el mundo y con los demás […] conformando así nuestros mapas cognitivos […] la dimensión social del sujeto en su proceso de conformación”.41 Hay, pese a reticencias de algunos, un aire de familia entre el análisis freudiano y las investigaciones wittgensteinianas en tanto que ambas descubren la extraña medida en que el yo es normalmente ajeno a su vida ordinaria. Para Cavell lo ordinario no es precisamente lo que es obvio, sino más bien aquello que, como en La carta robada (1844), de Edgar Allan Poe, pasa desapercibido e intacto en el curso normal de las cosas, aunque está a la vista de todos. El narcisismo del que habla Lagioia, la frustración, la dificultad para asumir la responsabilidad en formas de vida cuya vinculación tiene que ver con la competitividad, el hiperconsumo y la autopromoción constante, están ahí desde el inicio. Algo se dice a través del crimen, pero, ¿qué es lo que se dice? El crimen no carece de sentido. A un nivel muy trágico, muestra las mismas dinámicas que se suscitan en asuntos mucho más cotidianos. El crimen cristaliza un modo de producción social que no exime en absoluto de responsabilidad a sus agentes pero que, más allá de ellos, nos interroga a todos.
Si pensamos en las mujeres violadas, torturadas y asesinadas en la partición India/Pakistán vemos asimismo ese proceso de gestación de la forma de muerte desde lo más imperceptible hasta lo más dramático. Los tiempos de crisis pueden presuponer las tradiciones históricas, pero también las proyectan como anteriores, haciéndolas y rehaciéndolas, instalando ese orden sexual perdido - el de las mujeres naturalmente puras y maternales que salvaguardan la integridad de la nación-. Efectivamente la apropiación de un territorio como nación supone, en este imaginario, la apropiación del cuerpo de las mujeres de la nación como territorio que ha de mantenerse sin ser penetrado o mancillado por el enemigo.42 Esta instauración del orden que la guerra habría roto y que defiende la mitificación de la mujer, se produce a costa del silencio de las mujeres de carne hueso en torno a su violación en la guerra. La nación como espacio intacto masculino no puede aceptar la violación de sus mujeres. Lo considerado natural -la inviolabilidad de las propias mujeres por parte de otros- se hace y rehace en todas las direcciones temporales a través de las anticipaciones y retroacciones de los procesos cotidianos en curso.43 Hay que poner de manifiesto la ficcionalidad de cualquier estado natural como origen, desconociendo las violencias cotidianas anteriores que hicieron que la ansiedad en torno a la sexualidad y la pureza femenina en el imaginario Estado-nación, convirtiera a las mujeres de carne y hueso en el blanco perfecto para la violación. El silencio es el precio que ellas asumen para no destruir su forma de vida. Das analiza como esto se observa en la división por géneros en el trabajo de duelo. Ante todo lo que conlleva la violencia, el papel de las mujeres es ocuparse de los detalles de la vida cotidiana en un mundo roto que mantiene un hogar en marcha, almacenando provisiones, cocinando, limpiando, ordenando, vigilando a los niños, etcétera, en definitiva, todo aquello que permita a la vida reconectarse consigo misma y encontrar un ritmo viable, hilo a hilo. Hay una brecha entre el daño que se infringe a las mujeres y el hecho de que sean ellas quienes reparan, en la cotidianidad del gesto, el día a día. La crueldad se relaciona con un poder sobre el otro a través de su cuerpo. Lo que posibilitó la violación cruenta de las mujeres y lo que posibilita su silencio es que los hombres ejercen su potencia sobre ellas porque pueden hacerlo. Las formas de vida no están ahí, en una vulnerabilidad inocente y natural que la violencia cruenta venida de ninguna parte, quiebra. Las formas de vida gestan asimismo formas de muerte.
Mínima moralia I: imaginar para mirar
Lo cotidiano, en su propia cotidianidad, nos dificulta ver lo que tenemos ante nuestros ojos. La imagen de lo cotidiano, la intimidad, las formas de acción y expresión a través de las cuales dañamos innecesariamente, a veces no son evidentes: hay que conjurarlas. Hay que hacer hincapié en que las formas de vida no son contextos, fondos que nos son radicalmente ajenos, sino que se centran en las prácticas o agencias que las producen, reproducen o modifican. Tenemos imágenes de lo cotidiano porque, como señalamos con anterioridad, necesitamos imaginar, proyectar para actuar en distintas situaciones y contextos no previstos de antemano. Según Freud, lo Unheimlich [a veces traducido como lo ominoso, a veces como lo siniestro] no puede desvincularse de lo hogareño, de lo conocido, lo próximo [Heimlich]. Lo Unheimlich es lo familiar que deviene extraño.44 Cavell afirma que una sensación de temor, un escalofrío, puede invadirnos en el mero recuento de los acontecimientos domésticos. En lo cotidiano podemos experimentar la vida como algo profundamente familiar y, al mismo tiempo, encontrarla profundamente extraña, distante e impersonal.45 Freud puso el siguiente ejemplo basado en su propia experiencia. Viajando en el compartimento de un tren, la puerta que comunica con el baño se abre y entra un “anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro de viaje”46 ante el que siente un disgusto inmediato. Lo que Freud sin embargo ha visto, inadvertidamente, es su propia imagen proyectada en el espejo de la puerta. Nada hubiera pasado si su propia imagen le hubiera pasado completamente desapercibida, o si la hubiera reconocido como tal. Lo que Freud atisba es cierta indeterminación, que provoca que no se agote en su identidad social, sus propiedades y relaciones, y por la cual puede significar de nuevas maneras. Efectivamente, la naturaleza del lenguaje, por ejemplo, es necesariamente abierta, compuesta por un número limitado de palabras que se aplican y que funcionan en un número ilimitado de (tipos de) situaciones. Es esta apertura, que hace posible que podamos proyectar en situaciones distintas el que produce una sensación de extrañeza. Nuestros discursos e imágenes, incluso acerca de nosotros mismos y nuestro entorno, están menos cerrados y unificados de lo que solemos creer.
Dependiendo de cómo imaginemos lo cotidiano, imaginaremos las amenazas que se ciernen sobre ello a través de imágenes relacionadas. Si, por ejemplo, en nuestra forma de vida tomamos el matrimonio y la escena doméstica como la imagen de lo ordinario, “entonces las amenazas podrían verse a través de la imagen del adulterio; si el consentimiento es lo que nos proporciona una imagen de comunidad, entonces la simulación del consentimiento o el consentimiento obtenido por la fuerza se considerará una amenaza para nuestra vida cotidiana”.47 La cuestión es que la amenaza a la forma de vida tiene que ser descubierta para cada caso, no puede ser hecha de una vez por todas. La ética y la política (entendidas aquí en el sentido más amplio posible: como todo tipo de demarcaciones y decisiones) tienen lugar en una negociación económica, en la que ninguna de estas demarcaciones puede ser autónoma o absoluta, sino que está necesariamente ligada a otras. Dado que el juego de relaciones no puede controlarse en última instancia, siempre se está expuesto a la amenaza (y a la posibilidad) de interacciones que desafíen o anulen las premisas de la negociación. Esta condición de la forma de vida, a la que Cavell se refería como aterradora, es, precisamente, la que abre la posibilidad de politizar incluso las instituciones o normas aparentemente no políticas, al recordar que no se derivan de una base incontestable sino en “nada más que en la forma en que dimensionamos las cosas o respondemos a lo que encontramos” y que, por tanto, somos nosotros, desde nuestra finitud, quienes respondemos por ellas.
Hay vidas en este libro que ocurren en profundidades a las que cuesta creer que sea posible acostumbrarse […] No hay héroes realizados ni víctimas reivindicadas; no es una realidad con elegancia noir, donde hay bienhechores de la moral cuestionable […] hay deformación, salvajismo y crueldad. Pero tampoco hay malos sin matices […] ni antípodas contundentes. Hay otro mundo, con otras reglas, con otros límites, principios y certezas y odios y amores […] Hay gente que sobrevivió hasta donde pudo. Y en ese bregar contra todo destilaron esencias que permiten reflexionar sobre la vida […] la cotidianidad asesina e inhumana a la que entregamos a la mayoría que, en el intercambio tan moderno y bajero de likes y corazones, parece la minoría muda. Este es un libro sobre gente que abunda […] ¿Qué es violencia extrema? Depende de a quién se le pregunte.48
La pertenencia a nuestra forma de vida no supone una lealtad inquebrantable a la forma de vida tal y como es, sino que los modos de crítica y de transformación advienen precisamente de la politización de ese malestar, de esa inquietante extrañeza, que se suscita en lo cotidiano. La forma de vida puede existir en virtud de la encarnación e incorporación fragmentaria, parcial y complementaria de sus significados imaginarios en los sujetos que viven, hablan y actúan en esa forma de vida. La definición de realidad es el resultado de la dialéctica entre lo instituido y lo instituyente de las proyecciones imaginarias.49 Los sujetos sólo pueden existir en el imaginario social, y el imaginario social sólo puede existir en y a través de los sujetos y sus nuevas proyecciones. Imaginar se define por un borde tácito e implica actos: los actos de enmarcar, de conectar y recortar. Ese borde tácito es el cuerpo. Mi propio cuerpo y mi mente sólo son accesibles para mí utilizando conceptos y patrones de percepción que son a priori y están condicionados histórica y socioculturalmente. “Aunque el conocimiento que tengo de mi propio cuerpo y de los cuerpos de los demás puede ser científicamente preciso y técnicamente útil, debo utilizar la imaginación para conectar los conceptos adecuados con las observaciones pertinentes e identificar las similitudes significativas entre gestos, órganos y formas”.50 A mi entender, no se trata del cuerpo material real ni del cuerpo nouménico que se esconde tras un mundo de lenguaje o de signos discursivos, sino de una entidad cuya realidad se revela y actúa a través de su capacidad expresiva, de los signos que los distintos seres perciben que le son inherentes.
Si las condiciones actuales de nuestra vida están enmarcadas por prácticas de daño innecesario perpetradas con nuestra connivencia, entonces ¿qué tipo de responsabilidad nos corresponde a nosotros, aunque no hayamos dado nuestro consentimiento explícito a esos proyectos de violencia espectacular u oculta? La atención a lo ordinario centra nuestra mirada en los modos de producción del mal, en las formas en que configuramos e imaginamos al otro en las interacciones cotidianas. El cuerpo y el yo están sujetos a una serie de imágenes que enmarcan nuestra capacidad de imaginarnos a nosotros mismos y a lo que nos rodea. Este marco no es empírico, sino que nuestra gramática (es, decir, nuestro lenguaje y nuestras prácticas sociales), nos impiden ver las cosas de otra manera:
¿Qué significa decir: No puedo imaginarme lo contrario de esto? o ¿Cómo sería si fuera de otro modo? […] No puedo imaginarme lo contrario no quiere decir aquí naturalmente: mi capacidad de imaginación no alcanza ahí. Nos defendemos con estas palabras contra algo que por su forma nos parece una proposición empírica pero que es en realidad una proposición gramatical.51
Como advierte Wittgenstein en Sobre la certeza: “Cuando empezamos a creer algo, lo que creemos no es una única proposición, sino todo un sistema de proposiciones (Se hace la luz poco a poco sobre el conjunto).52 Este conjunto se asemeja al mundo de Heidegger en el sentido de que es el sistema de referencia en el que las cosas discretas son lo que son53.
Siempre configuramos el mundo, nos acercamos a él dándole forma, con algún tipo de figura, sugiere Wittgenstein. El sentido de la acción viene dado por la percepción sobre el fondo de una forma de vida. El trasfondo, aceptado y dado, no determina sin embargo nuestras acciones (no hay causalidad) sino que las vuelve inteligibles. Este trasfondo, sin embargo, suele pasar desapercibido, en parte porque no se basa en juicios proposicionales sistemáticamente argumentados que todos hayamos aprendido explícitamente, sino principalmente en proyecciones y en acciones, discursos y prácticas habituales que hemos interiorizado. La familiaridad que deviene extraña a la que hemos hecho referencia, puede permitirnos ver, si le damos cabida y la transformamos en herramienta política, cómo configuramos lo cotidiano, reconocer lo que con base en esas imágenes de lo cotidiano amenaza nuestro propio sentido de lo que es tener una vida humana o, simplemente, percatarnos de la contingencia de las imágenes mismas y cuestionar su necesidad. En Cultura y valor Wittgenstein advierte: “Un hombre está preso en una habitación que no tiene llave y cuya puerta se abre hacia dentro, si no se le ocurre tirar de ella en vez de empujarla”.54 Ahora bien, no siempre se está preso de la misma manera.
Efectivamente, en un sentido ontológico, existimos no sólo en nuestra propia carne y lenguaje, sino en los cuerpos y códigos de otros que, a través de ellos, buscan dar forma a su propia experiencia. Hay quienes forman el horizonte exterior de la imaginación de quienes se encuentran en circunstancias relativamente estables o acomodadas. Las instituciones y las prácticas imaginan y nos hacen imaginar lo que queremos ser, así como lo que no queremos ser. A menudo damos forma a nuestra experiencia imaginando, en los cuerpos de otros, ejemplos “formados” de pobreza, mala suerte, incompetencia o desviación que esperamos evitar. Ello tiene consecuencias, indefectiblemente materiales, para las vidas de esos otros. Hay diferentes espacios de imaginación, diferentes formas de nombrar u organizar un cuerpo. El cuerpo es la imagen de lo que los otros son para nosotros y viceversa. “Conocer otra mente -advierte Cavell en su lectura de las Investigaciones filosóficas- es interpretar una fisonomía. Tengo que leer la fisonomía, y ver a la criatura según mi lectura y tratarla de acuerdo con mi visión. El cuerpo humano es la mejor imagen del alma humana, no porque represente el alma, sino porque la expresa”.55 Ahora bien, si conocer otras mentes implica realmente interpretar o mejor leer una fisonomía y, por tanto, ver un cuerpo humano de una manera concreta, hay que preguntarnos tanto por esa visión, por ciertas maneras concretas de ver, así como por la posibilidad de no hacerlo.
¿Qué quise saber de Rudi? Me costó descubrirlo, pero lo hice. Quise saber cómo era la vida de alguien como él, maldito en este país, basura, deshecho, lo último de la pirámide del poder, el fondo del país, un imperdonable: iletrado, adolescente, expandillero, perseguido, pobre, alcohólico, drogadicto. 14, 15, o 16. Me pareció que había encontrado un potente perfil para explicar cómo se ve la vida de alguien sin ninguna oportunidad, cuyo camino solo era hacia más abajo. Bajar, bajar, bajar, y descubrir que hay más peldaños y bajar, bajar, bajar. ¿Cómo ve la vida un adolescente desde un abrevadero de cerdos? ¿Cómo ve la vida? ¿Vida?56
Laura Hengehold explica que, al igual que el noúmeno de Kant, la desviación o la delincuencia no pueden verse en sí mismas, sino sólo en sus efectos. Sus efectos más profundos se manifiestan probablemente en un modo de relación: el esfuerzo de la persona normal por huir o controlar a cualquiera que encarne o sufra dichas fuerzas.57 Cuando Nicola Lagioia se acerca a entrevistar a los amigos de Marco Prato, uno de los asesinos de Luca Varani, le sorprenden tres cosas. En primer lugar, que hablaran de Prato, incluso los que lo defendían, solo en pasado, como si estuviera muerto. En segundo lugar, que más que miedo a ser relacionados con el asesinato su miedo se dirigía al ridículo y que la investigación develara las imágenes y videos que Prato grababa de las fiestas. En tercer lugar, el desprecio explícito hacia la víctima:
-¿Alguno de vosotros conocía a Luca Varani?”
-¿El chapero? Ni idea”.
-Chapero never covered.
-Chapero nevermind - dijo otro, agitando la mano molesto […]
No entiendo el desprecio hacia Varani le dije a Paolo al salir del local.
-Clasismo puro y duro -dijo Paolo- […] La belleza para ellos son los ochenta millones de seguidores de Rihanna. Poder […] Quien no lleva esa vida no tiene derecho a existir. El problema es que los primeros en no llevar esa vida son ellos.
Aunque no sabían nada de Luca daban por hecho que se prostituía, pensé, y aunque eso era moralmente irrelevante respecto a lo que había sucedido, se esforzaban en atribuirle un valor recriminatorio: utilizaban la reprobación para ocultar su propia cacería de débiles.58
Cuerpos como el Luca Varani, al constituirse en ejemplos “formados” de desviación, o debilidad, constituyen cuerpos para los que la falta de unificación de los discursos y prácticas que pretenden tener la última palabra sobre lo que somos, suelen jugar indefectiblemente en contra. La discordancia, los intersticios, cierta indeterminación entre la imagen de Luca que tienen sus padres, su novia, su jefe, sus amigos o sus clientes, no juegan en su caso para indicar su complejidad o proporcionarle un margen de maniobra, sino para dar pábulo a la sospecha que justifica el daño o la exclusión. El mal no se reduce a un orden estructural de exclusión y daño innecesario que parece existir al margen de las personas. La estructura es un sistema de fuerzas que se genera en las formas de relacionalidad que conectan a los sujetos, cuya dinámica interiorizan. Cuando hablamos de mal estructural hay que recordar, entonces, que las estructuras no son estáticas, sino que al mismo tiempo que conforman tipos de vínculo estos quedan conformados por ellas de forma dinámica y cambiante. “A pesar de todas las victorias en el campo del Estado y de la multiplicación de leyes y políticas públicas de protección para las mujeres, su vulnerabilidad frente a la violencia ha aumentado, especialmente la ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados en el contexto de las nuevas guerras”,59 constata Rita Laura Segato. Por eso no es suficiente cambiar el orden estructural sino la dinámica relacional configuradora de la estructura misma. Habría que recordar la lección de Marx. La estructura no es el punto de partida, sino el resultado dinámico de modos de producción de relaciones sociales.
Minima Moralia II: la atención, la responsabilidad y la voz
La fragilidad constitutiva de nuestra forma de vida radica, como decíamos al inicio de estas páginas, en que nuestros vínculos no están dados de una vez por todas, sino que deben ser reparados y sustentados continuamente. En Decir el mal, Carrasco Conde señala que cuando nos preguntamos el por qué hacemos el mal, la referencia inmediata de Agustín de Hipona a Kant, es que lo hacemos por nuestra tendencia al egoísmo, pero esta respuesta es muy poco satisfactoria.60 Efectivamente, el egoísmo sólo puede entenderse desde un modo de relación. Yendo un paso más allá yo diría que la producción del daño innecesario tiene que ver con el escepticismo, es decir, con la imposibilidad de asegurar de una vez por todas el modo de relación con los otros y con lo otro. La vida cotidiana está ensombrecida por el escepticismo del que habla Cavell. La creencia y la duda remiten la una a la otra.61 El reto, tal y como yo lo veo, no es encontrar (como si fuera posible) una solución final al problema del escepticismo. La fragilidad, la contingencia, la incertidumbre son asimismo la condición de posibilidad de la forma de vida, el reto es situar el escepticismo dentro de la ética y la política. La producción del daño innecesario puede darse debido a que nuestros modos de relacionalidad no están cerrados ni zanjados de una vez por todas, eso no significa que el mal esté basado en ninguna esencialidad trascendente ni en ninguna estructura rígida subyacente que nos deje completamente inermes. Si frente a la producción del daño innecesario, una sociedad como la zande opta por la sospecha de todos contra todos, quizá podríamos atisbar otra forma si apostamos a una ética y a una política del atender. Hay modos de relación que favorecen más que otros, el atender. Atender, tiende a situar el pensamiento ético y político en la vulnerabilidad. De ahí también una necesaria cautela a tener en cuenta cuando se habla de vulnerabilidad de las vidas y de la forma de vida. No deberíamos, como ocurre con las (des)valoraciones etnocéntricas y especistas, distinguir los vulnerables que son siempre otros, sin reflexionar sobre el hecho de que la categorización que los encierra en la vulnerabilidad queda ligada a relaciones de poder, jerarquías y dualismos que a su vez no deben permanecer inmunes a la crítica ética y política. Y hay que asumir, de manera radical, la finitud y contingencia de la forma de vida, per se, con todas sus implicaciones.62
La cuestión del escepticismo en Wittgenstein no plantea una asimetría esencial entre lo que sé de mí mismo y lo que sé del otro. Su famoso argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado no es que necesitemos una experiencia compartida del lenguaje para comunicarnos entre nosotros, sino que, sin ese intercambio con otros, ni siquiera podríamos comunicarnos con nosotros mismos63. Este punto de vista no debe interpretarse como la negación de Wittgenstein de la interioridad, sino que, por ejemplo, dependemos de la gramática -o el lenguaje exterior al que heideggerianamente hemos sido arrojados y que nos constituye- para decirnos qué son los objetos interiores como el dolor o el amor. No existe tal cosa como un objeto interior privado para el que se pueda encontrar un lenguaje privado que le dé expresión.
Al aprender un lenguaje, aprendes no sólo cuáles son los nombres de las cosas, sino qué es un nombre; no aprendes simplemente cuál es la forma de expresión para expresar un deseo, sino qué es expresar un deseo; no aprendes sólo cuál es la palabra para “padre”, sino qué es un padre; no sabes simplemente cuál es la palabra para “amor”, sino qué es el amor. Al aprender un lenguaje, no solo aprendes la pronunciación de los sonidos, y sus órdenes gramaticales, sino las “formas de vida” que hacen que esos sonidos sean las palabras que son, que hagan lo que hacen, por ejemplo, nombrar, llamar, señalar, expresar un deseo o afecto, indicar una elección o una aversión, etc.64
En la definición del sujeto como voz, Cavell contempla a esta como una expresión subjetiva y común: es lo que hace posible que mi voz individual, o mi reivindicación, sea compartida y que nuestras biografías se entrelacen en formas de vida. La voz tiene que ver con la singularidad de mi capacidad expresiva en un medio común, como lo es el lenguaje. Por lo tanto, un aspecto importante de la voz (a diferencia de, por ejemplo, los actos de habla) es que la voz debe pertenecerme, ser mía, no en el sentido en que poseo una propiedad, sino en el sentido de que adquiere vida dentro de mi historia.65 Cavell advierte que la fantasía de una interioridad que no puede ser expresada sirve para liberarnos de la responsabilidad de darnos a conocer a los demás, como si expresarse significara traicionar las propias experiencias; refuerza la idea de que mi autoconocimiento solo depende de mí y me tranquiliza porque me lleva a pensar que si los otros no pueden conocer mi interior no puedo fallar.66 El lenguaje es un medio común, intersubjetivo, yo me constituyo intersubjetivamente y en ese medio común me conozco a mí mismo y me doy a conocer haciéndome cargo de mi singularidad expresiva. Para Cavell, el autoconocimiento no puede formarse independientemente de mi relación con los demás y la responsabilidad adopta la forma de la tarea que debo llevar a cabo para responder por lo que expreso con mi lenguaje y mis acciones. El fiscal del caso Luca Varini advirtió así, en la incapacidad de sus asesinos de reconocer su responsabilidad, una negación de la constitución intersubjetiva de sí mismos que les impedía reconocerse y responder ante otros y de la que, sin embargo, eran responsables: “Les movió un cruel deseo de maldad. Su narcisismo les impedía saber quiénes eran y la identidad se construye a través de los otros. Por eso, cuando les atropellan las circunstancias, se dejan arrastrar y luego no saben ni qué ha sucedido. Ellos tenían una debilidad culpable. La víctima tenía una fragilidad inocente. Porque saber quién eres, intentarlo al menos, es un deber social”.67
Quién eres tiene que ver, cabría añadir, no con una interioridad inaccesible, sino con asumir tu forma de expresarte y de responder a otros (sea como sea esa respuesta). No hay ningún atajo metafísico a las mentes, las almas o las vidas interiores de los demás. Depende de uno responder a la humanidad en el otro, y (por tanto) en sí mismo. Por supuesto, el reconocimiento puede no producirse, lo que puede llevarnos a pensar que se debe a que lo interno está metafísicamente y/o epistemológicamente oculto, quizás oculto por el cuerpo del otro o por el cuerpo humano como tal. Como he señalado ya, no se trata de negar la interioridad sino de entender que cuando no respondo a otro no es por un problema de falta de conocimiento que me permitiría acceder a dicha interioridad, sino porque lo que falla (por las razones que sean) es mi disposición a sintonizar con ese otro, a establecer una conexión previa a cualquier conocimiento (ya sea para increparle, preguntarle, cuidarle, deponer las armas, defenderme, consolarle, etc.) Sin embargo, me pregunto si poner el énfasis en la vulnerabilidad no implicaría asumir este movimiento de manera aún más amplia. Es decir, me pregunto si lo que hace que pueda responder al otro (de una u otra forma) no es su humanidad, sino en primera instancia, su finitud es decir su posibilidad de dañar y de ser dañado. Derrida subraya que el otro como otro es cualquier viviente, es decir, cualquier mortal humano o no. Es esta finitud la que nos plantea la exigencia de responsabilidad. En primer lugar, si el otro no fuera mortal, no pudiera ser dañado o aniquilado (e inversamente, si no pudiera dañar) no habría ninguna razón para asumir la responsabilidad o proseguir la reflexión sobre los problemas éticos.68 La posibilidad de responder (de distintas formas) o de no hacerlo, tiene como condición la finitud de nuestra vida y de nuestras formas de vida. La finitud de nuestras formas de vida no señala ninguna condición moral, pero abre su posibilidad. Puede hacer que tenga la disposición a ver al otro como una amenaza frente a la que debo protegerme porque es o él o yo; o puede hacer que tenga la disposición de atender al sufrimiento de todo otro (humano y no humano). Las formas de vida nos (pre)disponen a actuar de una manera o de otra, pero, como señalamos con anterioridad, ninguna respuesta precede al encuentro con el otro, la ética no es una cosa dada es una relación dinámica en continua reactualización y es por esa respuesta o ausencia de respuesta por la que debemos hacernos cargo y, a su vez, responder.
Pensemos entonces en la cuestión de la responsabilidad. Lo interior y lo exterior no son entidades separadas por fronteras, cada uno se cose con el otro. La intersubjetividad siempre cuenta en la subjetividad, sin embargo, no lo hace de la misma forma. El orden que articula nuestra vida que es, en el caso de los seres humanos, el orden de la comunidad y de la polis, responde a tensiones y fuerzas que parecen estáticas o estructurales pero que en realidad son dinámicas. Este orden, podríamos decir, supone una instancia de tercera persona. En él, los hechos que hay que tener en cuenta son hechos impersonales: Soy una persona entre otras personas o dependo del carácter público de las palabras que son las únicas que tengo a mano. El oráculo de los azande -encargado de identificar al brujo- habla en tercera persona. A través de una voz purificada de toda connotación y que no puede ser identificada con ningún sujeto en concreto, el oráculo permite al zande encontrarse a sí mismo a través de la fuente de autoridad que puede ser reconocida por todos69. En el caso de la instancia de segunda persona, sin embargo, busco a alguien concreto que pueda recibir las palabras que asumo como dando testimonio de mí mismo. La responsabilidad ante la instancia de la tercera persona -en este caso, bajo la forma impersonal de un procedimiento judicial- es distinta de la que se asume ante otro concreto en segunda persona. Los asesinos de Luca Varani se entregaron a las autoridades, pero ni ellos [ni sus allegados] fueron capaces de pedir perdón a los familiares de Varani.
Giuseppe Varani [el padre de Luca] dijo que nadie le había llamado […] nadie le había pedido disculpas […] Claro, hacían falta agallas para levantar el teléfono y pedir perdón […] Podía ser un error, de acuerdo. Pero también no pedir disculpas era un error y a él nadie le había pedido disculpa alguna […]. Más de una vez el padre de Luca Varani se había quejado de no haber recibido nunca una llamada de los padres de Manuel y de Marco […] tal vez solo algo parecido - un movimiento contraintuitivo, un gesto imposible - podía romper el hechizo, deteniendo el movimiento circular del mal […].70
A veces sin embargo como en el caso de la exigencia de Althusser al ser declarado inimputable del crimen que cometió, se requiere no solo la segunda persona ante la que uno pueda reconocer su crimen sino la tercera persona que restituya la responsabilidad pública.71 Althusser advertía que lo que llamamos tercera persona es un modelo de interacción reificado que nos hace ver y entender la posibilidad de responder públicamente de una determinada manera y, por lo mismo, exigía su cuestionamiento. Prestar atención requiere dar cuenta de estos desplazamientos que implican, en episodios menos dramáticos, posicionamientos éticos. Cavell advierte las formas en las que podemos ser negados (y negarnos a nosotros mismos). “La negación de la voz”, escribe, “no es la pérdida del habla, no es una forma de afasia ni una pérdida de la razón, es pérdida de la capacidad de contar para algo, de hacer una diferencia”.72 Uno de sus logros es haber mostrado que la subjetividad -lejos de ser esa presencia transparente a sí misma criticada por Derrida-73 se expresa en el descubrimiento y la pérdida de la propia voz en la propia biografía. Prestar atención exige escuchar detenidamente lo que Óscar Martínez nos advierte aquí sobre las relaciones de poder y las formas de exclusión que nos conducen irremisiblemente al corazón de la política. Al hablar de las maras advierte: “La pandilla ofrece darte una posición diferente en este mundo […] Cuando alguien no puede ser nada bajo ciertas reglas, busca ser alguien bajo otras reglas [...] La vida es búsqueda de sentido y el mundo está confeccionado para que muchas personas no lo tengan”.74 Hay formas de vida que engendran formas de muerte cuando la condición de supervivencia de los sujetos es que no lo sean, es decir, que no puedan contar -en la doble acepción de expresar algo y de ser significativos- para hacer valer su singularidad. Responder por lo que se expresa a pesar de todo, en estas circunstancias, supone tener que vérselas con un miedo atroz. Miedo a dejarse ver y ponerse en manos de otro, o miedo a que no haya nadie capaz de responder. La voz oscila entre la tercera persona (que también me permite ocultarme en cierta impersonalidad y evitar exponerme como yo ante un otro concreto) la segunda persona y la incertidumbre acerca de ese tú (y de si hablarle no será, finalmente, “como gritar a un barranco”).
Óscar Martínez narra su encuentro con una fuente, un empleado municipal, barrendero, jardinero, carente de poder, que acepta reunirse con él en una granja de pollos. Cuando Martínez llega, el hombre se sitúa justo al lado del galerón donde truena el motor y empieza a hablar: “Desgarrando sus cuerdas vocales, una mezcla entre el Padrino y Darth Vader”. Con la misma entonación le advierte que está distorsionando la voz para que los pandilleros no lo reconozcan en el reportaje. Martínez le explica que lo que le cuente lo escuchará sólo él, y que proteger su identidad es su responsabilidad como periodista. El hombre, entonces “ya sin hablar como un monstruo” empieza a contar cosas con compulsión: “Era como si, desprovisto de la voz del oscuro personaje que lo protegía de mí, sus relatos fueran de nuevo de él y le atemorizara pronunciarlos. Era de alguna manera como si lo hubiera dejado desamparado al quitarle aquella voz”. Ser fuente a veces -añade- “es como gritar a un barranco. Quién sabe dónde se escuchará el eco. Cuando salí del predio me fui con la plena convicción de que ese hombre que me había hablado no entendía ni quien era yo ni qué hacía […] Y sin embargo el hombre me habló.75
Cavell advierte que el escepticismo busca superar la incertidumbre con respecto al otro a través de información o de pruebas epistemológicas acerca de ese otro y sus intenciones. Sin embargo, esta búsqueda es insatisfactoria porque en realidad es una evitación del otro. Cuando presentamos el problema del otro como un problema epistemológico, como si lo que necesitáramos fuera una prueba de algún tipo, algo que (por un imposible) nos permitiera ir más allá del (mero) cuerpo del otro, o quizás a través de él, llegando así a su “alma desnuda”, lo que tácitamente reprimimos o evitamos es, precisamente, el esfuerzo de establecer algún tipo de conexión con ese otro.76 Cavell describe el reconocimiento del otro concreto como el tipo de concepto que Heidegger llama un existencial [Existenzial], es decir, un concepto apropiado para explicar el ser del Dasein frente a las categorías [Kategorien] apropiadas a modos de ser como el de las sillas, mesas, etcétera. Como existencial, el reconocimiento es un concepto que se evidencia tanto por su éxito como por su fracaso.77 Los juegos de lenguaje, todos ellos, no se inician ni concluyen en la conciencia del jugador y son algo más que comportamientos subjetivos, pues están inmersos en redes compartidas de significado. Sin embargo, estas redes no son unívocas, ni transparentes, y a veces se destejen. Pienso en lo que advierte el propio Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. En una situación particular, por ejemplo, si la herramienta del nombre N está rota y sin saberlo A le envía a B la señal N, B puede quedarse perplejo o quizá sólo pueda mostrarle a A los pedazos.78
En una entrevista de 2016, pedí a Rudi que me contara un recuerdo de su infancia. Rudi había estado taciturno toda la conversación. Ante la pregunta su atención volvió a mí.
Rudi: ¿Cómo así?
Yo: Un recuerdo feliz que tengás de tu infancia.
Rudi: ¿Cómo?
Al fondo de la casa se oyó a Chino, uno de los hermanos menores de Rudi […] gritaba al menor de los varones, un niño escuálido que a sus ocho años (más o menos) apenas pronunciaba palabra. Más bien hacía ruidos, gruñidos, que querían ser palabras […] Se escuchó un fuerte golpe metálico y el quejido del menor […] Me distraje por un rato, pero ni Rudi volteó a ver, nadie más volteó a ver.
Rudi: ¿Cómo así un recuerdo feliz?
Yo: Una cosa, tiene que haber alguna.
Rudi: ¿Cómo? ¿cómo? No te entiendo.
Realmente no entendía. Me miraba fijamente, como cuando uno quiere leer los labios de alguien.
Contame un recuerdo feliz, pedí una vez al personaje principal [de este libro].
Y nunca nos logramos entender.79
A veces no hay lenguaje para decirse algo a sí mismo y sólo se encuentran las palabras a través de algún otro por vía de una respuesta que puede o no producirse. Si observamos por ejemplo el dolor podríamos decir que lo que es único en el dolor es la ausencia de lenguajes permanentes, tanto en la sociedad como en las ciencias sociales que puedan comunicarlo. No obstante, sería un error pensar que el dolor es esencialmente incomunicable.80 Lo que está en juego no es la asimetría entre la primera persona (“Nunca tengo dudas sobre mi dolor”) y la tercera persona (“Nunca puedes estar seguro del dolor de otra persona”), sino que para localizar el dolor tengo que tomar la ausencia de lenguajes permanentes como parte de la gramática del dolor. El dolor no se conoce, se reconoce y la negación del dolor ajeno no es una falla epistemológica sino existencial. En la forma más radical de este rechazo el otro como otro desaparece de la vista, y nosotros estamos completamente libres de la responsabilidad de responderle (sea como sea esa respuesta), en su dolor- o en su negativa a expresar ese dolor-. Esta inclinación escéptica a transformar al otro en un problema epistemológico es, sin embargo, tan común como el deseo -plasmado en nuestra tendencia a refugiarnos en estructuras rígidas y deterministas o en esencialidades trascendentes- de no mirar lo que tenemos ante nuestros ojos. Como observa Cavell, lo que está en juego en esta evitación es la negación de nosotros mismos, de nuestro yo finito y relacional, como uno que siempre es entre otros, en un mundo externo a nosotros, un mundo en el que tenemos que responder, y en el que al hacerlo nos ponemos en juego a nosotros mismos, porque el modo de hacerlo no está nunca garantizado. Y, sin embargo, también podría suceder, por ejemplo, que B prestara atención y sacudiera la cabeza cuando A le enviara la señal correspondiente de forma que la señal rota, N, pudiera entrar en un nuevo juego y funcionar incluso cuando su soporte hubiera dejado de existir como herramienta.81 Nicola Lagioia cuenta que, un día al investigar el asesinato de Luca Varani y recibir una noticia particularmente perturbadora, camina absolutamente desolado como si el mundo se hubiera desvanecido bajo sus pies. En ese instante, como si leyera su ánimo sombrío y pesimista, una niña le para por la calle. Está fuera de una tienda de animales donde espera a su madre, que compra comida para gatos y se dirige a Lagioia: “Hola ¿te gustan los animales?”
-Claro - le contesté -sí, yo también, igual que tú, tengo un gato.
La niña tendría nueve o diez años […] tenía el pelo cortado a tazón, una mirada de las más inteligentes y espabiladas que he visto en mi vida.
-¿Y cómo sabes tú que tengo un gato? me preguntó.
-Porque te leo la mente, dije.
-Ah sí -dijo muy seria […] Pues si me lees la mente- prosiguió- tienes que decirme cómo se llama mi gato.
-¡Menudas preguntas me haces!, contesté. Se llama Beethoven.
-Pero cómo lo has hecho…sonrió imperceptiblemente.
Su madre la llamó desde dentro de la tienda […] La vida sería soportable si pudiera seguir hablando con esta niña para siempre, pensé. Ella, capaz de leer realmente las mentes, había sido tan generosa para concederme la ilusión de que yo podía hacerlo también.82
Sufrimos y dañamos innecesariamente por lo que, como seres finitos, nos ata unos a otros. La posibilidad de no dañar innecesariamente radica, por lo tanto, en ese mismo lazo.