El libro de María Xóchitl Martínez Barbosa versa sobre los hospitales en la Ciudad de México en el siglo XIX. El corte cronológico que establece la autora lo ubica justo en el momento en que México va naciendo como país, esto es, en una etapa de transición en los ámbitos de lo político, económico y social motivado por los acontecimientos de un periodo intrincado por los diferentes tipos de gobierno -federalista, centralista, monárquico, conservador y nuevamente liberal-, luchas intestinas e intervenciones extranjeras, lo que provocó inseguridad constante, inestabilidad e incertidumbre durante la mayor parte del siglo XIX. Los enfermos, hospitales y todo lo que tuvo que ver con su administración, no quedaron al margen de los cambios que se vivían en el territorio, ya que la parte de la población más desfavorecida sufrió y se debilitó, requiriendo vigilancia desde distintos frentes para su correcta atención.
En este sentido, el objetivo principal de la autora al analizar esta temática, es “conocer lo acontecido en los hospitales en la época anterior a la creación y funcionamiento de la Beneficencia Pública. Por funcionamiento, entiendo el ejercicio de la autoridad del cuerpo municipal, acciones para ordenar, disponer y organizar estas instituciones” (p. 8).
A lo largo de cuatro capítulos, la autora nos lleva de la mano a través de una exposición clara y concisa de un tema difícil de estudiar, a veces por falta de fuentes y otras, porque al tratarse de una parte de la población desfavorecida y de lugares de asistencia social, no fueron protagonistas de los principales acontecimientos de la historia del país. No obstante, el funcionamiento de los nosocomios también reflejan el cotidiano acontecer político, social y económico.
La autora sustenta el texto con fuentes de archivos, hemerográficas y bibliográficas de la época, de donde obtuvo todo lo relativo a la regulación de los hospitales desde antes 1821 y hasta un poco después de 1857, poniendo de manifiesto las dificultades, ocupaciones y problemas al arbitrio de diferentes instancias, desde los administradores federales, municipales, ayuntamientos y clero, hasta de la beneficencia pública.
Entre los años 1821 y 1857, los hospitales fueron vistos como instituciones de asistencia social y, poco después, filantrópica, debido a los cambios y leyes a los que fueron sujetos, pese a que a finales de siglo, las deficiencias que mencionamos en primera instancia, también sentaron las bases de la medicina moderna. Bajo estos antecedentes, Martínez Barbosa comienza con el primer capítulo denominado “Vicisitudes de la primera década de vida independiente” (p. 21), donde muestra que los hospitales -que desde hacía más de dos siglos fueron asistidos por religiosos-, bajo la nueva nación mexicana fueron suprimidos, pasando a manos del ayuntamiento con un exiguo fondo para atender las necesidades más apremiantes.
Al menos así ocurrió con los cuatro nosocomios de mayor importancia en la Ciudad de México: el Hospital de San Lázaro, destinado a leprosos y atendido por la orden de San Juan de Dios; el Hospital de San Andrés establecido para la asistencia de los enfermos gálicos y contagiosos bajo el cuidado de los jesuitas que, al ser expulsados, lo retomaron los juaninos; el Hospital de San Hipólito que atendió a todo tipo de enfermos físicos, mentales, vagabundos, expósitos, encarcelados, hombres, mujeres, indios, entre otros, siguiendo las órdenes de los agustinos; y el Hospital de San Pablo, único fundado exprofeso en el siglo XIX atendiendo a los enfermos heridos en batallas y militares.
El funcionamiento de los hospitales se toma como objeto de interés desde 1820 en la Constitución de Cádiz, a través de un “Informe” que relata los acontecimientos más importantes, desde la supresión de las órdenes monacales en los monasterios hasta el nuevo proceder de los nosocomios. Se narra la situación de un hermano que había dado toda su vida al hospital como cirujano aprobado, así que le permitieron la estancia y atención de los enfermos que quedaban. Asimismo, se detallan los estados financieros, el deterioro de las fincas (urbanas, rurales y rústicas) de todos los hospitales y unidades contiguas, los gastos erogados, necesidades y situación de los enfermos, mencionando incluso que en estos se encontraban familias enteras e indígenas a los que había que tenerles un traductor.
Entre los “Usos y abusos del espacio hospitalario” -que desarrolla la autora en el segundo capítulo-, se observan las alteraciones sostenidas en los hospitales por parte de las distintas ordenanzas administrativas a través de las personas encargadas, administradores o que tenían a resguardo las instalaciones, todo esto en el contexto de los principales acontecimientos políticos del país, esto es, la Independencia de México, el primer Imperio de Iturbide, caída, destierro y primer presidente electo Guadalupe Victoria, lo que implicó cambios, al menos, en cuanto al funcionamiento interno. Para ello se necesitaba el orden y la autoridad del siguiente personal: administrador, escribiente médico, cirujano, enfermeros mayores y menores para varones, practicantes enfermeras mayores y menores para mujeres, mozos para enfermerías y camillas, portero, cocinero y ayudantes de cocina (atoleras, lavanderas) y sepultureros. Para mantener este personal se requería de aproximadamente 44 338 pesos anuales.
La situación política fluctuante implicó un vaivén entre el rescate y la clausura de los hospitales. El gobierno no contaba con el suficiente dinero para solventar las necesidades de los mismos, a pesar de las donaciones de algunos fieles, dispendios, rifas, o que la Mitra intentó ayudar con fondos que habían sido destinados para la humanidad doliente, así como las obras pías que habían dejado cuantiosas sumas en otros momentos, ahora, todo eso ya no eran suficientes para la comida, medicamentos y vestido de los enfermos y necesitados, que en ocasiones llegaban a ser hasta trescientos. Un informe del Hospital de San Hipólito deja muy clara su situación: “las condiciones de pobreza del establecimiento eran notorias, apenas si alcanzaba para la alimentación, los enfermos se completaban con las sobras o escamuchas (sic) que mandaba el Colegio Apostólico de San Fernando, su vestido y cama se reducían a una zalea y un petate” (p. 52).
Para cuando llegaron las tropas militares a ocupar y clausurar los hospitales, la situación no cambió mucho, todo lo contrario. Un relato de la ocupación de las tropas al mando del capitán general Vicente Guerrero, menciona que “se instalaron en las azoteas de la casa de dementes (nótese que no le dieron la connotación de nosocomio o clínica), desde lo alto del edificio la tropa se burlaba y apedreaba a los dementes, con lo que no se conseguía el alivio de los asilados” (p. 57). Varios enfermos salieron del hospital argumentando su curación; sin embrago, no sabremos si fue cierto o si su salida se debió a que no soportaron la situación.
En 1828 se formó la Comisión de Hospitales con el objeto de recorrer cada uno de los nosocomios a fin de realizar un informe que diera un panorama realista de la situación, mencionando que:
[…] es de necesidad urgentísima el poner a los enfermos […] con mejor asistencia […] de quienes les asisten, y separar piezas indispensables para sus operaciones y utensilios. Reducidas las mujeres a las jaulas de los dementes por no haber lugar, no pueden estar tan oprimidas sin luz suficiente y ventilación para su salubridad (p. 65).
Con ello, inferimos que la Comisión dio muestra de la emergencia, pero sin la planeación, por lo que solo se hizo una solicitud de aprobación de recursos extraordinarios como medida provisional para manutención, mejoramiento y pago de deudas, claro está, exponiendo el poco caso que el ayuntamiento daba a los enfermos y a las instalaciones de los hospitales.
Una historia compartida por las semejanzas entre los hospitales de San Juan de Dios y el de San Hipólito, ocupa el apartado que la autora denominó “Dos hospitales una historia”, ya que ambos, a pesar de tener una misión distinta desde sus fundaciones, para el siglo XIX convergen y se les obliga a asistir a todo tipo de necesitados, a pesar de sus limitaciones espaciales, distinción de enfermedades (algunos con males gálicos o venéreos) y solo para hombres, ahora se les instó a recibir a enfermos sin distinción de sexo, reos, dementes y asistencia o asilo de tropas nacionales y extranjeras, afectados por la escarlatina, cólera y heridas como los padecimientos más frecuentes. Ambos hospitales tuvieron administradores interesados en conservar los inmuebles, su salario, rentas, custodiar los enseres y su reputación, tal como lo ejemplifica ampliamente la autora a través de fuentes de la época.
El tercer capítulo, “Trabajo cotidiano de las comisiones del Ayuntamiento. Acciones en los hospitales de San Lázaro, San Hipólito y San Pablo”, es el más consistente con el objetivo planteado por Martínez Barbosa, ya que indaga y analiza el funcionamiento de los hospitales, esto es, arma las piezas y relaciona el trabajo cotidiano de los nosocomios, sin dejar de lado la función de las comisiones del ayuntamiento para hacer que estos continuaran prestando sus servicios a pesar de los acontecimientos que ocurrían en la Ciudad de México y el país.
Por su parte, las comisiones organizadas por cuarteles -de las que había un buen número en la Ciudad de México-, comenzaron a buscar soluciones a largo plazo con la finalidad de brindar un mejor servicio a enfermos y heridos sin necesidad de erogar más recursos de los que podría disponer el municipio para el nuevo ramo de Hospitales, denominación que los legisladores eligieron para ir subsanando cada instancia de gobierno. En las comisiones se buscó sanear las finanzas y hacer visitas más frecuentes para verificar las condiciones en las que se encontraban los hospitales. Sin embargo, la situación no cambió mucho, ya que en realidad lo que comprobaron es que los administradores de los nosocomios ya no podían encargarse de ellos, así como tampoco del mantenimiento de las propiedades, las cuales se fueron derrumbando junto con el avance de los conflictos intestinos del siglo XIX y el endeudamiento del país.
Hacia mediados del siglo, las intervenciones norteamericana y francesa dejaron de manifiesto la pobreza y necesidad, pues creció el número de enfermos, heridos, reos y tropas que ocuparon los espacios que quedaban en pie tras las batallas o escaramuzas. Los enfermos crecieron en número y llegaron a ocupar espacios dentro de la ciudad, los vecinos de esos barrios se quejaron porque consideraban que su sola presencia evitaría que realizaran sus paseos, alterando así sus vidas, sobre todo en aquellos lugares ocupados por leprosos y enfermos gálicos.
El ayuntamiento, por su parte, comisionó el Hospital de San Hipólito como General, por lo que decidió invertir para reformar espacios, acondicionar y remodelar, pero sin lugar a dudas la mejoría más significativa fue establecer la Escuela de Medicina en 1848. Con ello, médicos y enfermeros practicarían ahí mismo, creciendo en responsabilidades, resolviendo la problemática y sentando las bases de la medicina moderna y científica en México. A su vez, comenzaron a realizar lo que actualmente podríamos denominar el historial clínico: clasificar heridas por gravedad, pronóstico del paciente, asistencia, visitar al menos tres veces al día a los enfermos, en tanto que los ayudantes tenían que dar aviso al médico responsable a la hora que se necesitara. Para el correcto funcionamiento y dirección del nosocomio, se suscribió un contrato entre el cuerpo municipal y el Ministerio de Guerra y Marina para que la asistencia a militares fuera aparte y, debido a que devengaban un salario, se les cobrara según su rango para sufragar el resto de las necesidades del hospital.
Para 1850, se adquirió la finca del exconvento de San Hipólito para la instalación de los profesores de la escuela de medicina, a quienes se les adjudicó la finca a cambio de unos sueldos que no habían devengado. Así funcionaron durante dos años hasta que por orden presidencial, desalojaron el espacio, el que en adelante se utilizó como cuartel militar. Esta situación es narrada por la autora en el apartado “Un parteaguas: San Hipólito para hospital militar y otros usos: 1846-1848”.
Los nosocomios restantes -San Lázaro, San Andrés y San Pablo-, siguieron utilizando los mismos medios administrativos, esto es, supervisiones que relatan la pobreza y la falta de recursos y medios suficientes para brindar la asistencia médica que necesitaban. Muestra de ello se da en el apartado titulado “Se dictamina al hospital como cárcel de furiosos”, como lo denominaban en la época debido a que los enfermos mentales, lejos de una cura, perdían el juicio porque las condiciones físicas en las que estaban confinados eran celdillas infectadas, sin ventilación, sufriendo arrebatos periódicos de furor y ocasionando riñas. La recomendación administrativa fue dar alguna ocupación a los enfermos, distracción y trabajo continuo a fin de buscar un elemento de curación; asimismo, se sugirió instalar salas de labor, un jardín o terrenos desocupados o medio destruidos a espaldas de los hospitales para utilizarlos en la horticultura.
Otras sugerencias hechas al ayuntamiento fueron la de vigilar más a los pacientes; fundar otro hospital que cumpliera con los requerimientos de salubridad e higiene, en una ubicación geográfica lejos de la ciudad y con una correcta ventilación para que los miasmas se dispersaran; la instalación de la Escuela Nacional de Medicina y que en ella hicieran sus prácticas los estudiantes, tal como lo insinuaron los cánones médicos más avanzados y científicos de la época.
Las tensiones que se generaron dentro del ayuntamiento, orillaron a que el Hospital de San Andrés tomara una posición protagónica hacia finales de la primera mitad del siglo XIX, entrando una nueva categoría: la filantropía social. Los administradores, benefactores y el clero hicieron argumentaciones tendientes a que un hospital no era una casa de negociación de propiedad particular, sino una fundación piadosa en la que se tenía el derecho a exigir socorros para los necesitados, atendiendo las reglas de la medicina, la moral y la religión, ya que ahí se alojaba la población más “infeliz y por consiguiente la más ignorante de nuestra sociedad” (p. 132).
Así, en el apartado “Entre el asilo (de beneficencia cristiana) y hospital municipal”, la autora hace una narración de lo que se consideran las bases de la medicina moderna en México. Esto ocurrió al buscar que en el Hospital de San Andrés se atendieran a más enfermos sin distinción de ninguna especie, bajo la tutela de una administración distinta, ya que se solicitó a una congregación religiosa llamada las Hermanas o Hijas de la Caridad que atendieran a los enfermos, en virtud de que tenían entre sus filas a enfermeras de profesión y también ecónomas para regular los fondos. Mediante un convenio entre el ayuntamiento y las Hermanas de la Caridad, se logró una correcta atención de los enfermos, brindándoles los primeros auxilios en tanto llegaban los médicos, se contaba con bancos de sangre, e incluso las Hermanas proporcionaban consuelo a bien morir.
Desde 1848 y hasta 1852, el hospital atendido por esta congregación y la Escuela de Medicina, se convirtió en un lugar importante para la enseñanza, además de servir la provisión de cadáveres. Mediante el convenio suscrito, los donativos que recibían las Hermanas de la Caridad o lo que se pagaba por sus servicios, lo concedieron al ayuntamiento para el sostenimiento de los enfermos más graves y que requerían de mayores cuidados o de un prolongado tiempo para su restablecimiento.
No obstante, los vaivenes políticos nuevamente hicieron que hubiera tensiones sociales, teniendo como consecuencia mayor carestía y enfermedad y, por ende, creciendo en gran número los enfermos, al punto que, en hospitales que tenían capacidad para setenta enfermos tenían asilados hasta trescientos. Las arcas del ayuntamiento se endeudaron y no pudieron seguir auxiliando a los enfermos en los nosocomios, a la vez que sobrevino la lucha intestina por la invasión francesa a México.
Hacia 1857, año en el que Martínez Barbosa hace el corte cronológico, la situación política se ordenó bajo una nueva Constitución Política que instauró una organización más estricta en todos los ramos y, en lo que respecta a los hospitales, nuevamente se verificó el bando presidencial de que las Hermanas de la Caridad continuaran prestando “sus servicios a la humanidad doliente”. Esto no duró mucho tiempo, ya que en 1872 fueron expulsadas del país y se contaba con la posibilidad de que los médicos pudieran sobrellevar la atención de los enfermos, no sin dificultades. Aunque cabe mencionar que estas condiciones precarias estuvieron presentes en diferentes partes del mundo ya que, por esos mismos años, en lugares como Lyon (Francia), reunían hasta dos enfermos por cama.
Los hospitales en transición: episodios de la administración hospitalaria en la Ciudad de México (1821-1857), es un trabajo exhaustivo que aún tiene mucho por explorar y que invita a reflexionar, pues así como en el siglo XIX, también en pleno siglo XXI con la pandemia del Coronavirus, los servicios y la administración hospitalaria, a pesar de haber recorrido un camino lleno de dificultades, siguen sin tener espacios y recursos suficientes para la atención de los enfermos, ya que la capacidad de los servicios sanitarios es rebasada en comparación a la demanda hospitalaria. La pertinencia de este libro consiste en que permite darnos cuenta de la vigencia de estos temas y de la necesidad de resarcir a nuestras instituciones de salud.