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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.4 no.1 México ene./jun. 2008

 

Artículos

 

Un desastre en cine mudo: ¿hacia una larga decadencia del capitalismo?

 

A black and white movie disaster: toward a long decay of capitalism?

 

Marcos Cueva Perus*

 

* Doctor por la Universidad Pierre Mendès–France de la Universidad de Grenoble. Investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: <cuevaperus@yahoo.com.mx>.

 

Artículo recibido el 25 de septiembre de 2006
Aceptado el 14 de diciembre de 2007

 

Resumen

El artículo se propone una revisión minuciosa de los autores que han trabajado sobre las decadencias y los colapsos de las civilizaciones, y acerca de las tesis marxistas sobre el "derrumbe". A partir de esta revisión y polémica, se plantea como principal problema para el capitalismo actual el de la diferenciación entre trabajo productivo e improductivo, y el de la creciente criminalización de la actividad económica y el parasitismo en la sociedad. Para concluir, en perspectiva comparativa, se sugieren algunas pistas para pensar la decadencia actual.

Palabras clave: capitalismo, civilizaciones, decadencia, parasitismo, improductividad.

 

Abstracts

This essay does an exhaustive review of authors who have worked the decay and collapses of different civilizations, and also of the Marxist thesis on the collapse of the capitalist system. On this basis, we consider that the principal problem would be the distinction between productive and unproductive labor, and increasing manners of criminality of economic activity in our modern societies and their parasitism in relation to the actual state of capitalism. As a conclusion, the essay proposes some thread ways of thought over the long decay of capitalism.

Key words: capitalism, civilizations, decay, parasitism, unproductively.

 

Introducción

En las últimas décadas no ha habido mayor dificultad para admitir que el mundo se encuentra en crisis, pero es probable que, a fuerza de repetirlo, el sentido del término crisis se haya extraviado. En perspectiva, las crisis han existido a lo largo de toda la historia moderna de la humanidad, en particular desde el fin de la Edad Media y la consolidación del capitalismo. Este hecho, como otros, se presta para la resignación ante lo que no sería más que una repetición cíclica de catástrofes. En el mismo sentido, a partir del momento en que se acepta la posibilidad de que la historia sea simplemente circular, resulta difícil desechar la idea de que, pasados los aprietos, el progreso retomará su curso, casi como si nada hubiera pasado. Hasta aquí cabe argumentar que ambas perspectivas –la de los retornos cíclicos y la del progreso rectilíneo– constituyen trabas para pensar en la singularidad de cada crisis. La actual, que arrancó a finales de los años sesenta del siglo pasado, no ha desembocado en la euforia del progreso que existía a finales del siglo XIX o en la segunda posguerra. Debe considerarse, asimismo, que los cataclismos no han sido idénticos a los que surgieron de la Gran Depresión de los años treinta y la segunda Guerra Mundial.

Entre 1989, cuando ocurrió la caída del Muro de Berlín, y 1991, año en el que se extinguió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los acontecimientos históricos se presentaron de tal forma, que buena parte del mundo dejó de temer la posibilidad de la autodestrucción por un holocausto nuclear. Lo que supuestamente ocurrió es que una de las superpotencias había "amenazado" el incesante progreso de la humanidad hacia la libertad, el mercado y la democracia, el fin de la historia que pronosticó Francis Fukuyama. Por desgracia, incluso una parte de la izquierda, apoyada en un marxismo chato, ha seguido pregonando la necesidad de "desarrollar las fuerzas productivas", que se confunden con la simple tecnología.

Desde el fin de la guerra fría, las percepciones sobre los peligros para la humanidad ya no son las mismas: para unos la amenaza es un ubicuo terrorismo; para otros, un muy hipotético choque de civilizaciones; para algunos más, la proliferación de armas de destrucción masiva o pandemias como el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, sida. En cierto sentido, es como si, pasado en la década de los ochenta el peligro inmediato del holocausto nuclear, las cosas hubieran vuelto a sus cauces normales, aunque al mismo tiempo se haya perdido el sentido de un destino común. En este proceso se ha olvidado que la crisis –capitalista, sobre todo– comenzó mucho antes de que se desplomara el Muro de Berlín. De acuerdo con esa perspectiva la humanidad podría verse amenazada ahora, si acaso, por los cambios climáticos y la destrucción del medio ambiente. Sin embargo, no está de más observar que no es la primera vez en la historia de la humanidad que se producen cambios climáticos graves. Los hubo, por ejemplo, durante la Guerra de los Treinta Años y en otros periodos, si se hace caso de la exhaustiva historia elaborada por Emmanuel Le Roy Ladurie (2004).

Como lo ha demostrado Jean Delumeau, tampoco es la primera vez que Occidente siente temores apocalípticos y tiende a moverse por el miedo y el viraje de éste hacia el pánico colectivo. Europa vivió en el pasado pandemias proporcionalmente más graves que las actuales, como la peste negra (1348–1720), a la que se sumaron la fiebre miliar, el tifus, la viruela, la disentería y la gripe pulmonar (el cólera apareció en 1831), además de guerras mucho más cruentas que algunas del siglo XX, como la de los Treinta Años. Vale la pena observar, con Delumeau (2002: 24), que el miedo colectivo llegó a tener efectos disgregadores en la sociedad: "si es colectivo, el miedo puede llevar también a comportamientos aberrantes y suicidas de los que ha desaparecido la apreciación correcta de la realidad". El autor indaga en la psicología de la multitud y concluye:

...los caracteres fundamentales de la psicología de la multitud son su influenciabilidad, el carácter absoluto de sus juicios, la rapidez de los contagios que la atraviesan, el debilitamiento o la pérdida del espíritu crítico, la disminución o la desaparición del sentido de responsabilidad personal, la subestimación de la fuerza del adversario, su aptitud para pasar repentinamente del horror al entusiasmo y de las aclamaciones a las amenazas de muerte (2002: 30).

En la actualidad, los comportamientos inducidos con frecuencia por los medios de comunicación de masas, como en el pasado que describe Delumeau, no son ajenos a la búsqueda obsesiva de herejes (en la Edad Media lo hacía la Iglesia), la caza morbosa de fantasmas y el despliegue de rumores. Por otra parte, en los peores momentos de la Edad Media, los señores feudales se amurallaban para protegerse de toda clase de enemigos, aunque al mismo tiempo existía la convicción de que los humildes eran fundamentalmente los miedosos (Delumeau: 2002: 15).

Si se toman en cuenta estos antecedentes, no estamos seguros de que muchos de los miedos que se han propagado entre las multitudes a principios del siglo XXI sean peores que los medievales. Desde este punto de vista, el capitalismo ha mostrado facetas positivas, si se hace a un lado el peligro de una conflagración nuclear durante la segunda mitad del siglo XX. Hasta cierto punto, los medios de información suelen inflar las catástrofes –para volverlas rentables– que, en perspectiva histórica, son bastante relativas. Desde el fin de la guerra fría pudiera pensarse que el miedo ha permanecido sobre todo entre las clases menesterosas, en contraste con la seguridad amurallada de las clases acomodadas. Con todo, las puertas que conduzcan a una trampa pudieran haberse abierto. A fuerza de convertir los miedos en pánicos, de cazar herejes y de instalarse al mismo tiempo en toda clase de comodidades, algunos sectores de la sociedad quizá se arriesgan a perder lo que Delumeau ha llamado "la apreciación correcta de la realidad". Después de distinguir entre colapso y decadencia, y de repasar algunos debates marxistas sobre el sentido de las crisis, este trabajo sugiere la hipótesis de que en el capitalismo existen tendencias que apuntan hacia una larga descomposición.

Hasta ahora, prácticamente no ha sido posible establecer leyes precisas sobre los largos periodos de transición por los que ha pasado la historia de la humanidad. Después de la guerra fría, el problema mismo de la transición hacia otro sistema social quedó cancelado. No por ello han desaparecido los indicios –presentes incluso desde comienzos del siglo XX– de que, por decirlo de alguna manera, "algo huele a podrido en el reino de Dinamarca".

 

Colapso, transición y decadencia

En las ciencias sociales no se cuenta con muchas obras que hayan pensado la decadencia como tal, aunque sí hay algunos autores que se han preguntado por el colapso de algunas civilizaciones, mientras otros –con frecuencia desde una perspectiva marxista, como en el caso de Maurice Dobb y Perry Anderson– han estudiado los periodos de transición, en particular del feudalismo al capitalismo. Si se atiende a la obra erudita de Oswald Spengler, para quien las civilizaciones tienen auges y caídas de corte cíclico, en realidad es poco lo que puede deducirse para la época actual, aunque existan algunas intuiciones llamativas. Ese autor detectó hasta qué punto la urbanización y el desclasamiento –si cabe llamarlo así– pueden hacer perder la comprensión de lo que son "los grandes símbolos de la cultura". En ese desclasamiento, el concepto de pueblo se sustituye por el de masa, y ésta "rechaza la cultura en todas sus formas desarrolladas". "La masa es lo absolutamente informe; persigue con su odio toda especie de forma, toda distinción de rangos, la posesión ordenada, el saber ordenado" (Spengler, 1927: 333). El autor de La decadencia de Occidente temía que el dinero terminara por acometer contra la "fuerza espiritual". El filósofo alemán llegó a intuir que el dinero puede dar al traste con la democracia: "los poderes privados de la economía quieren vía franca para la conquista de sus grandes fortunas: que no haya legislación que les estorbe su marcha. Quieren hacer las leyes en su propio interés, y para ello utilizan la herramienta por ellos creada: la democracia, el partido pagado" (1927: 353).

Cabe insistir en que, al plantear el problema de la decadencia, nuestro interés se centra en la del capitalismo y no en la de Occidente. En uno de los pocos textos actuales sobre la decadencia, Jacques Barzun no puede deshacerse de una perspectiva occidental. Si algo hay de rescatable en ese estudio, es que el autor destaca, entre otras cosas, que los tiempos actuales, sin haber perdido del todo su dinamismo, se caracterizan por la lasitud: "el aburrimiento y el cansancio son grandes fuerzas históricas", afirma (Barzun, 2001: 22). La cultura se ha achatado porque todo se ha vuelto cultura y, como antaño, los periódicos, la radio y la televisión deterioran las auténticas noticias (2001: 1007). El ya centenario historiador incluso sugiere que algunos síntomas de decadencia aparecieron desde finales del siglo XIX y principios del XX. Finalmente, detecta dos rasgos más de un periodo decadente: las tendencias al primitivismo y el relativismo (2001: 1123). Pero no hay mucho más en Del amanecer a la decadencia; ésta pareciera, por la escasez de trabajos, mucho más difícil de pensar que las simples crisis.

Arnold J. Toynbee probablemente haya avanzado más que Spengler en el estudio del colapso de las civilizaciones. Para él, no se trata de meras repeticiones cíclicas, e incluso un proceso de decadencia puede ser reversible. El problema de las civilizaciones reside en su capacidad para responder a lo que el autor llama desafío–respuesta (challenge–response). De acuerdo con Toynbee, la desintegración de una civilización se expresa tanto en el conjunto del cuerpo social como entre los individuos. Menciona entre los síntomas de decadencia la vulgarización de las maneras, el abandono de la forma en el arte, la simplificación de los lenguajes y el pensamiento sincrético, factores que son relativamente fáciles de encontrar en la actualidad. Desde su perspectiva, una civilización se sostiene cuando la mayoría sigue por imitación (mímesis) a una minoría creadora, que por el mismo acto de la creación no tiene por qué recurrir a la fuerza. Sin embargo, siempre existe el riesgo de que la masa se instale en la simple docilidad y los gobernantes pierdan la iniciativa, si "los directores dejan de dirigir" (Toynbee, 1975: 262).

Si una civilización se encuentra amenazada, puede recurrir al ajuste para restaurar la armonía social, o bien puede padecer revoluciones y, si ninguna de éstas tiene curso, caer en las perversiones. Las perversiones sociales, para el autor del Estudio de la historia, "son las alternativas a las revoluciones, [y] pueden definirse como penalidades que una sociedad ha de pagar cuando el acto de mímesis, que debía haber puesto a una institución antigua en armonía con una nueva fuerza social, no es simplemente retrasado sino frustrado en absoluto" (Toynbee, 1975: 264). Dentro de las civilizaciones, dos elementos llegan a contribuir a la corrosión: el proletariado interno que, exasperado, puede conducir en algunos casos a la violencia suicida (1975: 26), y el proletariado externo, que aparece en las fronteras de un imperio para amenazarlo. Finalmente, no está de más recordar que, hacia el final de su largo estudio, Toynbee considera el carácter negativo de tres tipos de idolatría: del yo, de la técnica y de instituciones efímeras y no creativas. En los colapsos, los individuos tienden al abandono y la promiscuidad, a la deserción y, lo que es más importante, se impone el sentido de estar a la deriva. Todo el mundo tiene el sentimiento de estar "gobernado por el azar", o "por la necesidad, que es lo mismo" (1975: 228).

A su vez, Jared Diamond se ha ocupado de indagar por qué algunas civilizaciones se "colapsan" y otras no. El biólogo y fisiólogo estadunidense, que estudia distintos casos, que van desde los mayas, los habitantes de la isla de Pascua y los vikingos en Groenlandia, hasta experiencias actuales como el Valle Bitterroot en la estadunidense Montana, China, Australia y Ruanda, tiende a centrarse en una argumentación ecológica. Sin embargo, algunas de sus conclusiones –aunque el autor no se lo proponga– permiten completar el problema del desafío–respuesta planteado por Toynbee. Diamond vuelve sobre la pregunta para saber por qué algunas civilizaciones se vinieron bruscamente abajo en la historia. Si así sucedió, fue en la medida en que sociedades enteras, a la hora de tomar decisiones colectivas, cometieron errores que parecen sorprendentes. En primer lugar está la dificultad para anticipar un problema. Para Diamond, un grupo puede no prever un problema antes de que se plantee; sin embargo, lo interesante es que, cuando el problema se manifiesta, puede ocurrir que el grupo no lo perciba (Diamond, 2006: 545). Para este ensayista, una sociedad puede equivocarse al razonar por falsas analogías y negarse a enfrentar lo desconocido (2006: 548). Desde el punto de vista del autor de Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, la percepción de un problema puede evitar que se plantee su solución por "la lejanía de los responsables" (2006: 550). La élite puede aislarse de las consecuencias de sus actos, y entonces "es más probable que haga cosas que beneficien a sus miembros con independencia de si estos actos perjudican a todos los demás" (2006: 558).

Frente a los retos que implica una situación nueva y desconocida, no hay nada más difícil que abandonar los valores adquiridos, aunque se hayan vuelto incompatibles con la supervivencia (Diamond, 2006: 561). No hay certeza de que aferrarse a unos valores sea garantía de que se logre sobrevivir, pero tampoco de que esto se consiga abandonándolos (2006: 561). Para ir más lejos que Diamond, pueden existir intereses para los cuales nada debe cambiar, aun a costa de la supervivencia de la sociedad. Las élites pierden su capacidad de innovar, aunque sí pueden convertir el miedo en pánico para asegurar la docilidad de los más humildes. Puestos en la encrucijada, para la sociedad resulta difícil discernir entre qué núcleo de valores conservar y cuál desechar. Diamond, como Delumeau, hace intervenir la psicología de la multitud, que puede refrendar una decisión de grupo, incluso equivocada, con tal de evitarse la reflexión en solitario (2006: 563). Finalmente, una sociedad puede fracasar si el cúmulo de desafíos –para retomar la expresión de Toynbee– excede su capacidad para resolverlos y las respuestas llegan demasiado tarde o son demasiado débiles (2006: 565).

En resumen, las sociedades y los grupos más pequeños pueden tomar decisiones catastróficas por la imposibilidad de prever un problema, por percibirlo sólo hasta que ha aparecido, por la incapacidad para disponerse a resolverlo y por el fracaso en las tentativas para enfrentarlo (Diamond, 2006: 567). De todas estas hipótesis, la que más nos interesa es la que sugiere que el problema puede pasar inadvertido cuando ya ha aparecido. Ésta es una de las mayores dificultades que se llegan a presentar en las ciencias sociales para que se admita la posibilidad de la decadencia capitalista.

El tiempo desempeña un papel crucial, y así lo consideró el único científico social –historiador, en este caso– que estudió, no sólo los colapsos, sino las largas decadencias de distintas civilizaciones. Para Pierre Chaunu (1981: 21), la decadencia es forzosamente "un proceso en el tiempo" que remite a la duración: sólo un animal, con pocos recuerdos y casi nula capacidad para proyectarse a futuro, se dedica a vivir intensamente el presente, en un instante que remplaza a otro, y no más. Como Diamond, Chaunu considera que razonar por analogía es un riesgo.

La decadencia del Imperio Romano siempre ha sido una referencia obligada en Occidente, y si algo llama la atención, es que los contemporáneos de dicha decadencia –observa Chaunu siguiendo a Henri Irénée Marrou– simplemente "no tuvieron conciencia" de lo que ocurría (Chaunu, 1981: 67). Para él es importante distinguir entre decadencia y colapso; considera que colapso fue lo que ocurrió luego de la llegada de los españoles a América: en el espacio de una vida humana se desplomó lo que se había inventado y adquirido en 350 siglos (1981: 158). Por su parte, Roma se instaló, en vísperas de su decadencia, con cerca de un millón de parásitos, como él los llama (1981: 191), a vivir de las periferias, al mismo tiempo que el evergetismo1 perdía la noción de riqueza pública (1981: 192). La hiperurbanización de Roma se acompañó del empobrecimiento del campo sobreexplotado, de la renuencia a toda inversión productiva, de la diversión colectiva para los pobres urbanos (ociosos) y, sobre todo, de pan y circo, sin esfuerzo productivo para una población que carecía de lo necesario (1981: 195). Roma consumía mucho más de lo que producía, y se lanzó a la satisfacción inmediata y anárquica de todas las pulsiones (1981: 205), incluidas las sexuales, que se disociaron de la procreación. Fueron cinco siglos de supervivencia hasta la liquidación total de un tejido infestado (1981: 207). El historiador francés ofrece una observación clave: el gran propietario evergeta era un rentista y no un empresario (1981: 210). Roma se instaló en una cultura puramente literaria, ajena a toda praxis, en parte en ruinas, y perdió pedazos enteros de memoria.

En el momento de la decadencia –y en esto el argumento de Chaunu se acerca al sugerido por Diamond–, todo lo que ocurre en profundidad se encuentra enmascarado por la rigidez de las formas exteriores. La decadencia, en vez de una paedomorfosis (retroceder para saltar mejor, de acuerdo con la biología evolucionista), puede generar una pseudomorfosis (para seguir un término de la cristalografía), que es –explica Chaunu retomando a Marrou– "el estado de un mineral que, después de un cambio de composición química, conserva su forma cristalina primitiva en vez de cristalizar según los ejes, los ángulos y los lugares de la nueva sustancia" (Chaunu, 1981: 24).

Chaunu encuentra síntomas de la decadencia propiamente moderna desde 1880. Estos síntomas se prolongan con la pérdida de los imperios coloniales, que antecede a la de las costumbres y la del pensamiento (Chaunu, 1981: 295). El proceso puede ser mucho más largo de lo sospechado: en el caso de España, no fue sino hasta 1898, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, que se tomó conciencia de que un proceso de siglos había tocado a su fin. Para este especialista en estudios hispánicos, la decadencia del imperio español comenzó en el siglo XVII (1981: 308).

 

¿Derrumbe o decadencia?: la perspectiva marxista

No pareciera haber existido en la obra de Marx y Engels nada que haya apuntado al derrumbe "automático" del capitalismo. Aunque formularon leyes económicas sobre el funcionamiento de la sociedad capitalista, siempre dejaron asentado de una u otra manera que el futuro dependería de la acción humana, y más precisamente, de la lucha de clases. La tendencia a la baja de la tasa de ganancia, con todo y las causas que la contrarrestan, fue formulada como una ley, pero, como lo ha hecho notar Lucio Colletti, no como "natural" y ajena a la pugna entre el capital y el trabajo (Colletti, 1985: 38). No deja de llamar la atención que, en los últimos tiempos, hayan sido sobre todo los partidarios de la globalización quienes hayan construido un determinismo económico de lo más férreo, hasta descalificar como desviación o anacronismo –es decir, como error– cualquier intento de la acción humana por no resignarse al acomodo a lo inexorable. Para Marx y Engels, el capitalismo no estaba destinado a un derrumbe por causas mecánicas: el único factor que podía abatirlo era el choque de clases, en condiciones objetivas, que incluía también factores subjetivos. Colletti (1985: 39) subraya que "... si las verdaderas contradicciones del capitalismo son siempre contradicciones de clase, también es cierto que el desenlace del choque no se puede prefigurar por anticipado".

En el debate sobre la teoría del derrumbe, Heinrich Cunow probablemente haya sido el único en concebir una larga crisis económica y social del capitalismo –con una fuerte tendencia al estancamiento–, en la cual la simple voluntad y los deseos de los hombres podrían hacer poco (Colletti, 1985: 163). Eduard Bernstein, a su vez, parece haber negado la existencia de una teoría del derrumbe en Marx. En el caso de Bernstein, y al margen de todos los calificativos que solían emplearse en la polémica, lo importante es que haya llegado –lo que le valió la crítica de Nikolai I. Bujarin– a la conclusión de que la masa de mercancías que no absorben ni los capitalistas ni los proletarios puede ir a parar en una "multitudinaria clase media" (Bujarin, 1985: 426).

En realidad, no es mucho lo que trabajaron Marx y Engels sobre las formas de transición en distintos periodos históricos y menos sobre el eventual paso del capitalismo a otro sistema social (el socialista). Por su parte, Lenin también confió en las posibilidades de la acción humana, si bien con un cierto voluntarismo, aunque no haya descartado que el capitalismo entrara en una fase de putrefacción y parasitismo con duración indeterminada; atribuyó esta tendencia a la fuerza adquirida por los monopolios (Lenin, 1985: 409). Como ha hecho notar Colletti (1985: 397), para el revolucionario ruso, el capitalismo había perdido ya, a principios del siglo XX, el "vigor de su juventud", aunque la tendencia a la putrefacción no excluyera periodos de rápida expansión en ciertas ramas industriales, ciertos sectores de la burguesía y ciertos países (Lenin, 1985: 399).

En perspectiva, pareciera que Lenin no se equivocó: luego de la Gran Depresión de los años treinta–que estalló a los cinco años de muerto el líder bolchevique–, el capitalismo se recuperó durante la segunda posguerra del siglo XX, aunque por muy poco tiempo: sólo alrededor de 20 años. Lenin consideraba que los países centrales, con los recursos obtenidos de sus colonias, podían sobornar a la aristocracia obrera hasta llevarla al oportunismo. Observaba que algunos países centrales podían convertirse en rentistas (rentnerstaat), capaces de lograr el consentimiento de las clases inferiores (Lenin, 1985: 401–403).

En suma, al igual que en Marx y Engels, en Lenin no existió mecánica alguna que supusiera una lucha de clases rectilínea y victoriosa para el proletariado. Llama la atención que pareciera haber existido un mayor lugar para el libre albedrío en los orígenes del marxismo del que hay en el discurso actual sobre la globalización.

Otros teóricos buscaron algún vínculo entre la guerra y el derrumbe del capitalismo, y Kautsky, como hizo a su modo Bujarin (1985: 430), sostuvo que los fenómenos estaban entrelazados (Grossmann, 1984: 240). Hasta la actualidad, sin embargo, no existe teoría alguna –exceptuando la del "capitalismo monopolista de Estado", hasta cierto punto– que haya explicado de manera convincente los vínculos entre la guerra y el capitalismo. Algunos han hecho notar que la guerra tiende a producirse no en periodos de depresión, sino en etapas de recuperación económica, lo que no es del todo descabellado, por lo menos si se observa la experiencia histórica desde finales del siglo XIX hasta la segunda Guerra Mundial. Es igualmente cierto que la economía estadunidense debiera ser hasta hoy un interesante laboratorio, al funcionar sobre la base del keynesianismo militar. Sin embargo, la guerra más o menos generalizada no ha producido el derrumbe del capitalismo. En perspectiva, algunos llegaron a pensar que el socialismo sólo podía desplegar sus potencialidades en condiciones de paz: la dirigencia soviética lo consideró así hasta finales de los años sesenta, al promover la coexistencia pacífica, y en apariencia la misma idea guía ahora lo que pudiera quedar de socialismo de Estado en China.

Alrededor de 1929, en vísperas de la Gran Depresión, este estudioso del marxismo continuó con las investigaciones sobre un posible derrumbe del capitalismo y se detuvo en una problemática sobre la que no abundaron Marx y Engels: la de la función económica de las "terceras personas" que no participan en la producción material. En el Manifiesto del Partido Comunista no hay más que reflexiones sueltas sobre la pequeña burguesía y el lumpenproletariado. Corresponden a las terceras personas, los funcionarios estatales y comunales, los soldados, los rentistas, los abogados, los médicos, los maestros, los artistas y otros representantes de las profesiones liberales, que no toman parte en la producción material directa o indirecta (Grossmann, 1984: 231). Reciben réditos derivados, y por importantes que sean estas prestaciones de servicios, no se corporizan en productos, es decir, mercancías. Las terceras personas son consumidoras sin ser al mismo tiempo productoras y, si ha de seguirse a Grossmann, nadie desde el marxismo afirmó que algún día los productores se convertirían en mayoría; por el contrario, con el progreso del capitalismo el número de consumidores tiende a volverse mayor que el de productores (1984: 233). Las terceras personas prestan servicios inmateriales que no pueden utilizarse para la acumulación de capital y que, por el contrario, pueden provocar que disminuya el fondo de acumulación (1984: 233). Las terceras personas pueden contribuir al fin del capitalismo. "Como sea que se valoren los servicios de estas terceras personas, una cosa parece segura: donde esta clase es numerosa una gran parte del producto social es transferido a ella, por lo que el coeficiente de acumulación disminuye y la tendencia al derrumbe se agudiza" (1984: 234). En perspectiva, estas conclusiones deben matizarse.

Sólo con la diferenciación precisa de Marx entre trabajo productivo y trabajo improductivo se puede encontrar un principio de explicación sobre el papel de las terceras personas. Los cambios socioeconómicos de las últimas décadas, junto a la falta de actualización del marxismo, han opacado la posibilidad de distinguir entre ambos tipos de trabajo. Los estudios sobre las categorías de trabajo productivo e improductivo son escasos. Sin embargo, coinciden en algunas cosas: para Marx, el único trabajo productivo es aquel que crea plusvalor, independientemente de que produzca mercancías o bienes intangibles. Los trabajadores improductivos viven de la explotación de los productivos y en esa medida están interesados en la prosperidad del sistema capitalista para tener una mayor participación en el "reparto del pastel" (Altvater y Freerkhuisen, 1977: 82). Dejando de lado al transporte, que Marx consideraba como una industria productiva aunque prolongara sus actividades en la esfera de circulación, el problema aparece a la hora de indagar sobre el lugar del comercio y los servicios.

Quizá Pierre Salama, en su ensayo Desarrollo de un tipo de trabajo improductivo y baja tendencial de la tasa de beneficio, haya resuelto parte del enigma, por lo menos para la esfera de la circulación y distribución (capital comercial, que incluye la publicidad y el marketing). Sin duda, los trabajadores improductivos no constituyen una categoría homogénea (Salama, 1977: 113). El trabajador comercial no genera valor, contribuye a realizarlo, aunque sea asalariado, y desde este punto de vista es improductivo. Si el análisis se sitúa en cambio en el proceso total de reproducción del capital, en el capital comercial y sus empleados hay algo más que una transferencia de beneficio. El capital comercial tiene rasgos productivos en la medida en que favorece la reproducción total del capital –extiende el mercado y favorece la productividad del capital industrial y su acumulación– y, en particular, su rotación. El capital comercial adquiere una doble faceta: ejerce una influencia negativa sobre la tasa de beneficio, pero permite que ésta baje menos que si éste no existiera (1977: 129) y en este sentido actúa como tendencia contrarrestante, sobre todo si no se confunde baja tendencial con baja efectiva (1977: 131). Otra cosa es la renta de los funcionarios, los militares, los sacerdotes o los artistas que, si no trabajan para un empresario capitalista (y aquí está la salvedad), viven parasitariamente. El autor concluye en 1972 –fecha original de elaboración del texto– sobre la contradicción que encierran los gastos improductivos: a pesar de ser tales, pueden representar una respuesta provisional a la caída tendencial de la tasa de ganancia (1977: 140).

Una conclusión similar puede extenderse al sector de los servicios, a pesar de que no produce bienes tangibles: como lo observó Marx, el payaso por cuenta propia es improductivo, pero es productivo si se emplea para un gran circo en el que el dueño espera obtener una ganancia, y lo mismo vale para el maestro o el médico, por ejemplo. Al igual que el comercio, muchos servicios contribuyen a mejorar la rotación del capital y por ende a contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, además de socializar cada vez más el trabajo. Según su carácter privado o no y su lugar en la reproducción total del capital, servicios como los correos, el transporte de pasajeros, la telefonía, el uso de la Internet, la medicina, la educación, la banca, el turismo o la industria del entretenimiento pueden tener un carácter productivo o improductivo. El problema no está en las "cosas", sino en las relaciones sociales de producción que encierran.

Hugues Lagrange se plantea el problema del papel que asumen los técnicos y tecnócratas. Los tecnócratas se acercan mucho más a los capitalistas, con los que comparten intereses, en particular a los propietarios del capital por acciones, desde el momento en que las dos funciones se han desdoblado: el propietario jurídico, es decir, el accionista, ya no es al mismo tiempo, de modo automático, el dirigente del proceso inmediato de producción (Lagrange, 1977: 205). Se establece, así, una competencia por el reparto de la plusvalía entre los capitalistas financieros que perciben los dividendos y querrían limitar la parte de beneficios que se entrega a los empresarios, y los empresarios que querrían aumentar sus salarios (1977: 206). Para este sociólogo francés, la tecnocracia no puede ser considerada como una capa social de verdad independiente, ya que no es una clase distinta de los capitalistas (1977: 209).

 

¿Qué se entiende por parasitismo?

A grandes rasgos, el parasitismo, que James Wyatt Marrs (1959) entiende por "tomar algo por nada", ha podido alojarse en las características que asumió el capitalismo desde los años sesenta del siglo pasado. Hasta entonces, como lo plantea Magdalena Galindo (2005: 46), el capital había encontrado el modo de diseñar tendencias para contrarrestar la baja de la tasa de ganancia: la concentración y centralización del capital, el cambio tecnológico, la intervención del Estado en la economía y la expansión del crédito. Cuando la tasa de ganancia comenzó a caer y las causas contrarrestantes se debilitaron, el capital buscó nuevas alternativas; por una parte, deslocalizó los procesos productivos, hasta crear una nueva división internacional del trabajo; por la otra, eliminó todas las trabas a la especulación financiera. La deslocalización de los procesos productivos para ubicarse en países con bajos salarios no tardó en crear nuevas formas de esclavitud, aunque invisibles para sectores importantes de la sociedad. Por otra parte, la ingeniería financiera, las desreglamentaciones en los años ochenta –bajo el liderazgo de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido– y la proliferación de paraísos fiscales terminaron por crear condiciones idóneas para la hipertrofia financiera y el lavado de dinero.

Magdalena Galindo (2005: 47) afirma que la hipertrofia financiera de las últimas décadas no ha estado desligada de la caída de la tasa de ganancia en las actividades productivas, aunque la observación debe matizarse. En una perspectiva similar, Jorge Beinstein plantea que con la pérdida de rentabilidad de los negocios productivos en los años setenta y ochenta, los excedentes financieros se volvieron cada vez más difíciles de ubicar en la esfera de la producción, hasta que la propia especulación tocó sus límites –que él define como cuellos de botella— y se orientó hacia la zona ilegal de la economía (Beinstein, 2004: 6). Este analista no duda en atribuir el auge de las mafias a la senilidad del capitalismo, que se caracteriza justamente por el parasitismo y la decadencia:

... cualquier sociedad organizada, ya no solamente la sociedad capitalista, tiene elementos parasitarios; incluso existen teorías que plantean que cierto grado de parasitismo tiene alguna función de compensación, como en los organismos vivientes; si se elimina totalmente se precipita la desaparición del equilibrio orgánico.

Sin embargo:

...la cuestión es cuando el componente parasitario empieza a dominar el organismo, cuando cualquier actividad del organismo está controlada casi al milímetro por el núcleo parasitario [...] El caso de la Roma Imperial es bien conocido. Existe un punto en el desarrollo general de las civilizaciones conocidas en que el parasitismo empieza a dominar la estructura y a saquear al sector productivo que lo lleva a destruir el propio sistema que lo alimenta (2004: 8).

Para Beinstein, las narcomafias no son un fenómeno externo al capitalismo, sino que se alojan en las características que éste ha tomado en las últimas décadas, en particular con la hipertrofia financiera ya mencionada. Sugiere, así, lo que hemos tratado de expresar de otra manera:

La agonía de este sistema no tiene por qué engendrar automáticamente su superación. En la historia de la humanidad, hay muchos casos de civilizaciones que decaen y no son superadas; incluso el capitalismo en su decadencia tiene mecanismos de regulación y control para impedir la superación, abrazar al planeta y conducirlo hacia una gran barbarie (2004: 8).

Contra lo que sostienen algunos, la flexibilización del mercado de trabajo y las deslocalizaciones productivas, en vez de haber creado algo así como una guerra de clases global, han debilitado las conquistas y la unidad de los trabajadores de la industria y el campo. Desde este punto de vista, quizá sea sobre todo la sociedad estadunidense, orientada en su mayoría hacia los servicios, la que más ha perdido de vista el origen de la riqueza. Magdalena Galindo considera que la libre movilidad del capital, al abatir las fronteras económicas, ha comenzado a amenazar la existencia de los Estados–nación (Galindo, 2005: 46). Si cupiera retomar aquí a Toynbee, las minorías dirigentes de los más distintos países habrían hecho secesión al deslindarse de las responsabilidades estatales y nacionales. En todo caso, esa mayor movilidad del capital también ha permitido un amplio despliegue de las actividades mafiosas a través de casi todo el mundo.

Algunas de las observaciones de Galindo y Beinstein ameritan precisiones. En efecto, a partir de la crisis, el capital ha buscado diseñar nuevas causas que contrarresten la caída de la tasa de ganancia, aunque con el costo de destruir las de posguerra y arriesgarse a la autofagia. En el terreno productivo, eso se ha hecho con la flexibilización y la precarización cada vez mayor del empleo industrial o agrícola –hasta llegar al uso de trabajo infantil–, comercial o de servicios. Al mismo tiempo, el capital ha buscado apoderarse de áreas a las que no había penetrado hasta la segunda posguerra del siglo XX, en particular en el terreno ecológico –a nombre del desarrollo sustentable— y los servicios estatales.

De ahí las presiones para la privatización de la educación, la medicina, la telefonía o los servicios postales, por poner unos cuantos ejemplos. A la vez que esto favorece la reproducción total del capital, hace aumentar los gastos improductivos. De esta manera, es difícil saber si el capitalismo ha logrado retroceder para saltar mejor, aunque el fin de la guerra fría haya dado esa impresión, o si se trata de un pseudomorfosis. Por otra parte, quizá la tecnocracia ha desempeñado un doble papel: contribuir a flexibilizar los procesos productivos y, al mismo tiempo, a ahorcar la reproducción total del capital, colocando los dividendos al servicio de la hipertrofia financiera y de las actividades ilegales. La precariedad cada vez mayor de los asalariados –tanto los explotados como los que no lo son– coincide con una tendencia cada vez mayor a la hipertrofia del improductivo capital ficticio.

La criminalización no debe asociarse exclusivamente con la violencia, ante la cual las sociedades actuales han desarrollado cierta forma de tolerancia. La violencia, bajo la forma de saqueo y pillaje, sobre todo en los espacios coloniales, acompañó al capitalismo desde sus inicios y le dio un rostro salvaje. Tampoco son recientes las mafias, que tuvieron una función importante en un país como Italia durante la segunda posguerra del siglo XX, o en Estados Unidos en los años veinte, con la Cosa Nostra. Sin embargo, los fenómenos de descomposición eran limitados durante la segunda posguerra, y fue sólo a partir de la crisis de finales de los años sesenta que se propagaron con celeridad, en las condiciones expuestas por Galindo y Beinstein.

La pornografía, por ejemplo –el "imperio de lo obsceno", como lo llama Eric Schlosser–, en la segunda posguerra no había llegado muy lejos y era tan light como podía serlo la revista Playboy. A partir de la crisis, el negocio se extendió, se convirtió en porno duro, aprovechó paraísos fiscales como el liberiano para evadir cualquier vigilancia y colocar dinero en cuentas suizas (Schlosser, 2004: 225) y terminó por generar gigantescas ganancias y blanquearse. Hoy día, en Estados Unidos muchos videoclubes de carácter familiar obtienen la tercera parte de sus ingresos de la pornografía, y cerca de 25 mil videoclubes en ese país alquilan y venden películas de porno duro que también se pueden encontrar en las redes de televisión de pago y por satélite –disponibles las 24 horas del día, los siete días de la semana–, así como en la programación de hoteles de lujo: Hilton, Holiday Inn, Sheraton y Marriott. En el año 2001, gastaron unos 465 millones de dólares en películas para adultos a través de la televisión de paga, y otros 200 millones de dólares en filmes del mismo tipo proyectados en los canales privados de hoteles (Schlosser, 2004: 252–253). Para lavarle la cara a este negocio, los estadunidenses han encontrado una expresión políticamente correcta: la pornografía se denomina ahora material sexual explícito.

El tráfico de seres humanos, y en particular de migrantes, tampoco es en rigor una novedad del capitalismo, si se recuerda el comercio triangular de esclavos en el Atlántico. Los inmigrantes se encuentran entre los trabajadores más pobres de Estados Unidos y en muchos casos la esperanza de vida no pasa de los 49 años, sobre todo para los mexicanos, y más aún entre los trabajadores agrícolas empleados en cultivos como el de la fresa en California (Schlosser, 2004: 125). Como hemos planteado en otro estudio, la migración internacional de hoy no es tan fuerte como la que se produjo a finales del siglo XIX y hasta 1914, aunque sí más dura y arriesgada, si se compara, por ejemplo, con la emigración de millones de europeos a Estados Unidos durante el siglo decimonono.

Finalmente, para seguir a Schlosser, el tráfico y el uso de estupefacientes tampoco data de fecha reciente; baste tomar en cuenta lo que fue la guerra del opio durante el siglo XIX entre Inglaterra y Francia contra China. Sin embargo, algunas cifras llaman la atención. En Estados Unidos, y prejuicios aparte (hasta donde el uso de la planta ha sido aprobada en otros países, para consumo personal o fines medicinales), alrededor de 20 millones de personas fuman marihuana cada año, y dos millones lo hacen a diario (Schlosser, 2004: 29). El valor de la cosecha anual de marihuana en Estados Unidos puede llegar hasta los 25 mil millones de dólares, en comparación con los 19 mil millones que dejó la cosecha de maíz en el año 2001 (2004: 29). El cultivo se hace de manera industrial (con hidroponia en lugares cerrados, por ejemplo) y abarca los estados de Illinois, Indiana, Michigan, algunas partes de Ohio, Kentucky, Tennessee, Missouri, Iowa y Nebraska (2004: 59). Por lo dicho hasta aquí, puede pensarse que, en muchos aspectos –si se excluye la pornografía–, no hay nada nuevo bajo el sol ni, sobre todo, nada tan brutal como lo que entre los siglos XVI y XIX fuera la acumulación originaria capitalista. El mundo, incluso, parece menos violento, y hasta cierto punto lo es. Únicamente cabe hacer notar, con Schlosser, que el peso de la economía sumergida ha adquirido mayores proporciones en Estados Unidos y, por sus propias características, al margen de cualquier regulación estatal. En 1970, la economía sumergida, extremadamente difícil de calcular, llegaba a cerca de 2.6 o 4.6% del producto interno bruto estadunidense; en 1994 había ascendido a 9.4%, unos 650 mil millones de dólares (2004: 17). De paso, los ciudadanos de aquella nación han dejado de pagar impuestos al fisco por cerca de 1.5 billones de dólares de renta personal, cifra muy superior al gasto anual dedicado al programa Medicare (programa público de asistencia médica gratuita para los ancianos) (2004: 18). Este dato muestra de manera palmaria hasta qué punto muchos han hecho en Estados Unidos la secesión privada y abandonado sus obligaciones públicas. La mimesis se volvió extraña: los de abajo imitan las triquiñuelas de los de arriba, al mismo tiempo que todo el mundo –salvo los trabajadores con empleos cada vez más precarios– se dedica a desertar de las obligaciones para con el Estado–nación.

El fraude, que Marrs considera síntoma claro de parasitismo, también ha acompañado al capitalismo a lo largo de su historia, sobre todo en épocas de depresión económica como la que se produjo a finales del siglo XIX. Sin embargo, ha alcanzado proporciones gigantescas por las condiciones que describen Galindo y Beinstein. De 1996 a 2000, aprovechando la creación de 900 filiales en el extranjero –incluidas 692 en las islas Caimán, Turcas y Caicos, y Mauricio–, Enron Corporation ocultó beneficios, evadió impuestos sobre la renta y cobró casi 400 millones de dólares en devoluciones fiscales (Schlosser, 2004: 316).

En Centroamérica, la criminalización ha ido acompañada de una precarización cada vez mayor del trabajo, a raíz de las deslocalizaciones productivas y la proliferación de empresas maquiladoras. Hablar de esclavos modernos parece abusivo, aunque se trate de fenómenos como el turismo sexual en Brasil y otros países de Sudamérica y el Caribe (trata de blancas dominicanas hacia España) que describe David Dusster, o del trabajo infantil, que ya existía en tiempos de la acumulación originaria en las fábricas inglesas. En todo caso, con las deslocalizaciones productivas se ha perdido la conciencia sobre el origen de la riqueza y sus formas de distribución. Para recuperar la tasa de ganancia, o incluso para lograr beneficios extraordinarios, desde finales de los años sesenta muchas grandes trasnacionales han recurrido a la maquila, que cobrara gran auge en la frontera mexicano–estadunidense. Si algo cabe hacer notar es que un consumidor estadunidense que porte pantalón vaquero Wrangler fabricado en Honduras, en las maquilas de El Progreso, difícilmente sabrá de dónde viene su atavío, y mucho menos dónde se ubica el país donde se confeccionó.

En Honduras, mientras tanto, los jóvenes se inmiscuyen en las pandillas, los niños –como los garífunas– sueñan con emigrar a Nueva York, y en las maquiladoras de San Pedro Sula las jornadas de trabajo llegan a 14 o 15 horas diarias, incluidos sábados, con salarios raquíticos y ningún derecho a la protesta (Dusster, 2006: 52 y 55), ya que al menor atisbo de inconformidad laboral, la empresa amenaza con irse a China. Las maquilas son apenas unos islotes productivos en un país improductivo y estéril, donde el trabajo informal llega a 51% de la población económicamente activa (2006: 68).

Desde hace algunos años, y a la sombra de catástrofes como la caída del precio del café en El Salvador (Lara Klahr, 2006: 194), la devastación provocada por el huracán Mitch o diversas hambrunas y sequías, en Centroamérica –El Salvador, Honduras y Guatemala– se ha desplegado todo un ejército de pandilleros, los maras, que han terminado por convertirse en un proletariado externo al servicio de distintas actividades ilegales, desde el tráfico de indocumentados hasta el de drogas, desde Sudamérica hasta puntos neurálgicos de Estados Unidos. Como lo ha mostrado Marco Lara Klahr (2006: 280) en un extenso trabajo, el pandillerismo tampoco es un fenómeno nuevo, pero en la primera mitad del siglo XX no había alcanzado las proporciones de hoy. Este proletariado externo, sin duda de bárbaros, terminó por entroncar con el proletariado interno estadunidense para una distribución de drogas cuyo alcance resulta muy difícil de determinar. Mientras en los campos agrícolas estadunidenses los indocumentados pasan toda clase de penurias, y en las maquiladoras de Honduras y El Salvador se ha precarizado el empleo al máximo, los maras, originarios de Los Ángeles, se han extendido a Georgia, Illinois, Maryland, Carolina del Norte, Nevada, Nueva York, Nueva Jersey, Oregon, Carolina del Sur, Tennessee, Texas, Virginia, Miami y Washington (Fernández y Ronquillo, 2006: 63). Sólo en Los Ángeles, las pandillas llegan a tener hasta 80 mil miembros (Fernández y Ronquillo, 2006: 169), y se estima que la cifra se eleva hasta 731 mil en todo Estados Unidos (2006: 185).

Lo más difícil de detectar es la cuantía del negocio. Se afirma que el tráfico de cocaína en Estados Unidos deja utilidades por 60 mil millones de dólares al año, aunque otros cálculos llegan a los 300 mil millones y, los más probables, a los 100 mil millones de dólares anuales. Noventa centavos de cada dólar generado por la droga entran al sistema financiero de ese país (Fernández y Ronquillo, 2006: 193), lo que habla de un impresionante lavado de dinero. Si todas estas formas de parasitismo son cada vez más conocidas, hasta ahora es poco lo que se ha podido concluir sobre el impacto de la creciente criminalización en las relaciones sociales capitalistas. En las conclusiones que se incluyen enseguida buscaremos sugerir algunas hipótesis. Hasta aquí, tanto la aparición de estos proletariados, como la secesión de las minorías dirigentes –involucradas en fraudes como el de Enron– y la deserción de las mayorías, pueden corroborar lo que Spengler ya intuía como factor de descomposición: el desclasamiento de clases sociales enteras –igual hacia arriba que hacia abajo–, que hasta la segunda posguerra del siglo XX estaban claramente establecidas.

 

Conclusiones

Si se revisan someramente algunos de los planteamientos que se hicieran sobre la crisis a principios de la década de los setenta, es posible extraer por lo menos tres conclusiones: en primer lugar, la crisis actual no ha conseguido resolver, por lo menos en Estados Unidos, las contradicciones sociales que existían en estado embrionario desde la segunda posguerra, y que estallaron a finales de los años sesenta; en segundo lugar, muchos de los desafíos existentes desde entonces no han recibido una respuesta adecuada, si no es que se han olvidado y, desde este punto de vista, pareciera que la minoría dirigente ha perdido la capacidad para crear, mientras que algunos sectores de las mayorías han hecho secesión –para retomar las sugerencias de Toynbee– y ya no encuentran más salida que la de imitar con docilidad las patologías de aquélla; en tercer lugar, queda la impresión de que, a partir del lapso entre 1989 y 1991, la minoría encargada de dirigir no ha hecho más que dormirse en sus laureles y seguir en la inercia de la crisis, olvidándose de sus orígenes e incluso de las propuestas más moderadas para encontrar una salida, del estilo de las hechas por Meadows o Tinbergen en los años setenta para limitar el crecimiento y garantizar la reproducción social y de los recursos naturales.

Si la crisis amenaza con convertirse en decadencia, eso ocurre en la medida en que la distancia entre los intereses de las minorías dirigentes y las necesidades de las mayorías no han hecho sino ensancharse. No se puede negar que se han producido cambios importantes en las tres últimas décadas, desde la incorporación de nuevas tecnologías a la vida de la sociedad hasta un brutal desfonde de clases. El problema de clase no ha desaparecido porque lo haya hecho su análisis o porque se haya arrumbado al marxismo; se ha opacado en gran medida, por lo que probablemente sea una negativa a reconocer la existencia de mayorías cada vez más improductivas y parasitarias, aunque fácilmente maleables por la psicología de la multitud y por la renuencia a reconocer correctamente las fuerzas creadoras de riqueza.

Las analogías, como se ha observado, sólo son pertinentes hasta cierto punto. En esta perspectiva, pensar en una posible decadencia del capitalismo supone, como lo han hecho Galindo y Beinstein, reparar en un doble proceso. Por una parte, los reacomodos del capitalismo desde finales de los años sesenta han tendido a erosionar sus propias bases, en particular el Estado nacional, destinado a ser saqueado –como hemos expuesto en otro trabajo– por los grandes consorcios privados. De igual modo, la penetración del capitalismo en terrenos que antes le estaban vedados, como la ecología, a nombre de una teoría de la escasez –tan antigua como Malthus– y del desarrollo sustentable, puede erosionar a largo plazo las bases mismas de la reproducción social. Por otro lado, al querer abarcarlo todo para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, el capitalismo ha llegado a incursionar en la criminalidad y las actividades ilegales que, si bien dejan ganancias extraordinarias en el corto plazo, contribuyen a prolongar los desclasamientos y a volver tolerables las patologías de la descomposición. Si se remite el análisis a las experiencias que ha legado un trabajo como el de Diamond, el cortoplacismo del capitalismo y su encierro en la retórica sofista son seguramente el mejor camino hacia el autoengaño que se ha afianzado después de la guerra fría, y por el cual las probabilidades de la decadencia se han vuelto imperceptibles para las mayorías de masas. En los términos de Toynbee, queda por saber, sin que se pueda adelantar gran cosa al respecto, si existe una respuesta capitalista a los desafíos actuales de la humanidad.

Por lo pronto, cabe insistir en que, si ciertas tendencias a la decadencia no pueden ser percibidas a tiempo, es en buena medida porque la relación social capitalista se ha desdibujado. Las formas actuales de la división internacional del trabajo han alejado a los responsables de las grandes decisiones de sus propias consecuencias, y esa relación social puede haberse vuelto tan invisible para la empleada de una maquiladora en un lugar perdido de la costa hondureña como para el especulador financiero en la Bolsa de Valores de Wall Street. Contra lo que pudiera sugerir la euforia por la globalización, las distancias –sociales, en éste caso– se han ensanchado en vez de reducirse. Es en el resquebrajamiento de la cohesión social, que todavía en la segunda posguerra del siglo XX estaba asegurada, donde hay que buscar la explicación del parasitismo: si el huésped no lo permitiera, el parásito nunca podría instalarse a infestar la casa.

 

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Notas

1 En el Imperio Romano, el evergeta patrocinaba ocasionalmente obras públicas y, sobre todo, torneos de gladiadores, pero a cambio se hacía levantar estatuas, y el "benefactor" se dedicaba a dilapidar en banquetes los recursos de la comunidad.

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