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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.3 no.6 San Luis Potosí jul./dic. 2013

 

Artículos

 

Ruptura y continuidad de la novela histórica contemporánea en la tradición narrativa mexicana e hispanoamericana

 

Gerardo Bobadilla Encinas*

 

* Universidad de Sonora. Correo electrónico: gbobadil@capomo.uson.mx

 

Recibido el 12 de septiembre de 2012.
Enviado a dictamen el 13 de septiembre.
Recibido el primer dictamen el 6 de octubre de 2012.
Segundo dictamen, el 26 de noviembre de 2012.

 

Resumen

En este ensayo se propone la interpretación de la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica como resultado de la evolución lógica de la tradición novelesca propia, en un ejercicio integrado y diacrónico que explique la presencia del subgénero en nuestro contexto literario y cultural actual.

Palabras clave: relaciones historia/literatura en México e Hispanoamérica; nueva novela histórica en México e Hispanoamérica; nueva novela histórica y tradición en México e Hispanoamérica; nueva novela histórica y ambigüedad en México e Hispanoamérica.

 

Abstract

This paper proposes the interpretation of the contemporary historical novel in Mexico and Latin America as a result of the logical evolution of the novelistic tradition itself, in an integrated exercise and diachronic explaining the presence of the subgenus in our current cultural and literary context.

Keywords: relations History / Literature in Mexico and Latin America; New historical novel in Mexico and Latin America; New historical novel and tradition in Mexico and Latin America; New historical novel and ambiguity in Mexico and Latin America.

 

 

Para comienzos de los años 80 —algunos estudiosos consideran que desde mediados de la década anterior—, la nueva novela o novela del boom, primer periodo del sistema narrativo contemporáneo en México e Hispanoamérica, había agotado sus planteamientos y resoluciones artísticas (Shaw, 1999). Muchos de sus autores repetían —casi como una fórmula— percepciones, técnicas y estructuras que habían devenido en modelizaciones narrativas que ya no expresaban necesariamente una resolución artística original a los motivos de un contexto histórico y cultural desencantado ante el fracaso de los proyectos modernizadores y de justicia social implementados y asumidos en las décadas anteriores como la superación de los anacronismos y obstáculos que impedían la inserción representativa y trascendente de la región en el concierto universal.

Ante ese agotamiento ético y estético, estilístico y composicional, el sistema de la novela contemporánea en México e Hispanoamérica configura una nueva propuesta artística, a la que algunos críticos e historiadores literarios llaman la novísima novela o la novela del posboom (Shaw, 1999; Bellini, 1997); así marcan límites esenciales y temporales con la práctica anterior. A diferencia del desenvolvimiento que hasta entonces había tenido la tradición literaria, basado en planteamientos más o menos homogéneos y constantes, vigentes y dominantes en periodos culturales y literarios de mediana duración,1 la nueva propuesta se diversifica, se desborda casi, en múltiples y distintas modelizaciones éticas y estéticas que coexisten cultural y temporalmente, las más de las veces de manera contradictoria, revelando la vorágine de un fin de siglo cada vez más caótico y disperso, más incierto y desesperanzador (Ramírez Gómez, 1992). Surgen así temas existenciales, históricos, de género, de entidades marginales o marginadas social y culturalmente, que plantearán resoluciones artísticas concretas, ya mediante la recuperación de una perspectiva realista y desacralizadora al abordar temas considerados tabúes hasta entonces, ya mediante alguna de las modalidades de la narración en primera persona, que recuperan y revaloran la conciencia individual como elemento generador de sentido; ya mediante la recuperación simultánea de distintos registros del lenguaje coloquial, como indicios de la diversidad cultural y del carácter transculturado de la realidad mexicana e hispanoamericana (Garganigo, 2001); ya mediante el establecimiento de la metáfora narrativa del recorrido como el estrato estructurante que resuelve artísticamente las problemáticas planteadas tanto en el plano de las acciones —es decir, del significante— como en el plano de la narración —esto es, del significado o la interpretación literaria—.

De esa diversidad temática y formal a la que nos enfrentan la literatura mexicana e hispanoamericana desde la década de los 80, sin duda una de las propuestas artísticas más constante y consistente es la de la novela histórica contemporánea, cuyo auge, maduración y continuidad, quizá sólo en parte, han estado determinados coyunturalmente por la conciencia histórica que en México e Hispanoamérica reforzaron, en 1992, el V Centenario del llamado ahora, de manera eufemística, "encuentro de dos mundos" y, más recientemente, en 2010, el bicentenario del inicio de la independencia de diversos países de la región. Así, condicionados además por la teoría metahistórica de la historia y su tesis que reconoce homologías estructuradoras y significativas entre la historia y la narrativa a partir de las formalizaciones tropológicas del discurso, se concibe que

la historia y lo histórico se originan en los hechos —hechos que dependen del lenguaje y de las posibilidades del lenguaje para su concreción—. En esa medida el hecho historiado es poética discursiva, es decir, tropos. Para nuestra civilización y su inexorable dependencia de la palabra escrita, literatura e historia conjugan y conjuegan en el ámbito de la escritura.

[...] Como proceso y géneros discursivos, la historia y la novela comparten el lenguaje. El novelar y el historiar son equivalencias del tramar, es decir, de decisión poética (Kadir, 1985:297-298).

Desplegando todas las posibilidades que el subgénero ofrecía, en esa década se escribieron, entre otros, textos básicos y fundamentales para el renacimiento y auge del subgénero como Gonzalo Guerrero (1980), de Eugenio Aguirre; La guerra del fin del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa; Los pasos de López (1982), de Jorge Ibargüengoitia; Los perros del paraíso, de Abel Posse, y El entenado, de Juan José Saer (ambas, 1983); 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), de Homero Aridjis; Noticias del imperio, de Fernando del Paso, y La ceniza del libertador, de Fernando Cruz Kronfly (ambas, 1987); Maluco. La novela de los descubridores, de Napoleón Baccino Ponce de León, y El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez (ambas, 1989). En las dos décadas siguientes, continuaron publicándose novelas históricas, algunas de ellas —no todas— igualmente básicas e imprescindibles como La campaña (1990), de Carlos Fuentes; La lejanía del tesoro (1992), de Paco Ignacio Taibo II; Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez; El seductor de la patria (1999), de Enrique Serna; La visita. Un sueño de la razón (2000), de Agustín Ramos; Yo, el francés (2002), de Jean Meyer; Victoria (2005), de Eugenio Aguirre; Morelos, morir es nada (2007), de Pedro Ángel Palau, por mencionar unas cuantas.

La crítica literaria ha reconocido en estas obras el renacimiento y auge de un subgénero que reflexiona y replantea la tradición de la novela histórica clásica europea —nuestro referente obligado—, la tradición de las relaciones historia-literatura en México e Hispanoamérica, la tradición de la historiografía continental, prefigurando, además, quizá sin querer, apuntes para una filosofía de la historia en ciernes. Así, primero en estudios de caso reveladores y sugerentes, después en sendas categorizaciones igualmente interesantes y provocadoras, la crítica y la historia literarias se han dado a la tarea de reflexionar y correlacionar la especificidad de la novela histórica contemporánea en estudios como La nueva novela histórica de la América Latina. 1979-1992 (1993), de Seymour Menton; Memorias del olvido. La novela histórica de fines del siglo XX (1996), de María Cristina Pons; Ficción-historia. La nueva novela histórica hispanoamericana (2001), de Juan José Barrientos; Reescribir el pasado. Historia y ficción en América Latina (2003), de Fernando Aínsa; Poéticas de la novela histórica contemporánea (2006), de Begoña Pulido; Historias híbridas. La nueva novela histórica latinoamericana (1985-2000) ante las teorías posmodernas de la historia (2008), de Magdalena Perkowska, por mencionar los más sistemáticos.

Pese a lo sugerente e ilustrativo de varios de ellos, muchas de sus consideraciones se han convertido ya en dogmas interpretativos, en afirmaciones repetidas, incuestionadas y acríticamente asumidas (el eterno problema de la reflexión teórica de nuestra región cultural), que centran la discusión, sobre todo, en el horizonte de expectativas que condiciona al subgénero, así como en la función ética que podrían cumplir las obras en sus enunciaciones concretas, soslayando o relegando el reconocimiento y explicación de los múltiples elementos y procesos estilísticos que los textos plantean. Por lo anterior, a partir de un diálogo crítico con la crítica que la ha estudiado, busco analizar los alcances y límites de esas consideraciones paradigmáticas, para proponer luego una relectura y revaloración de la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica basada en el reconocimiento y postulación de las determinantes que dimanan de la propia tradición novelesca, en un ejercicio que permita explicar integrada y diacrónicamente la presencia intermitente del subgénero en nuestro contexto literario y cultural actual.

***

Los estudios sobre la novela histórica contemporánea, cada uno desde la perspectiva específica de sus marcos teóricos y metodológicos concretos, coinciden y destacan como propio del subgénero alguno de los siguientes rasgos reconocidos por Seymour Menton en su estudio de 1993: la presentación de ideas filosóficas, en vez de la reproducción mimética del pasado; la distorsión de la historia por omisiones, exageraciones y anacronismos, pues explican y llenan vacíos de información desde perspectivas o procesos psicológicos, culturales, existenciales, ajenos a las imágenes y valores del tiempo-espacio de la acción; la ficcionalización de personajes históricos, en vez de protagonistas ficticios, variante estructural que se advierte desde la tradición decimonónica del subgénero y que en mucho ha originalizado su praxis en México e Hispanoamérica (Bobadilla, 2001); la intención metaficcional o el desarrollo de comentarios autorales sobre el mismo proceso de creación; la intertextualidad o reescritura de otros discursos literarios, históricos o culturales, que revela la vocación contestataria del texto, y el carácter carnavalesco, paródico y heteroglósico del discurso novelesco, particularidades reconocidas y explicadas de manera unánime desde la perspectiva de la semiótica bajtiniana. De estos señalamientos, considero que son dos las características que han determinado la comprensión y explicación de la novela histórica contemporánea, subordinando a las otras en algún nivel de significación: primero, la distorsión consciente del pasado y, segundo, la capacidad autorreflexiva del discurso novelesco acerca de su formulación bivalente, es decir, como respuesta a la historia oficial, tanto como reescritura de esa misma historia, que ha ubicado la discusión en torno a los alcances, límites y contradicciones de "la escritura como instrumento constitutivo del conocimiento" histórico (Jiménez, 2010). Como decía antes, la cuestión se ha centrado, pues, en la función significativa y cultural de la novela histórica contemporánea, de que ha derivado el reconocimiento —que no el estudio— de las particularidades estilísticas y composicionales que determinan la configuración de los textos concretos y que permiten comprender su inserción en la tradición.

El planteamiento de esta jerarquización ha llevado a entender la novela histórica contemporánea como un discurso ético-estético cuya función es la de contribuir en la configuración de las identidades nacionales emergentes, ya que tal forma artística tiene la capacidad de manifestar más humana, más eficazmente, los grandes principios e ideales identitarios de nuestra región cultural o, en su defecto, de expresar mejor las denuncias y las dudas sobre las versiones oficiales de la historiografía (Aínsa, 1996: 12-13): de esta manera se cuestiona la legitimidad ética e histórica de la historia oficial al darse voz "a lo que la historia ha negado, silenciado o perseguido" (Aínsa, 1996: 12). Se comienza a perfilar la comprensión de la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica como "un cuestionamiento al discurso historiográfico en cuanto discurso producido desde los espacios hegemónicos de poder y su producción de las versiones oficiales de la historia" (Pons, 1996: 259).

Esta comprensión de la novela histórica contemporánea se explica de manera casi unánime por la crítica especializada como producto de la posmodernidad, de la teoría planteada como una nueva episteme o filosofía por Jean-François Lyotard en La condición posmoderna (1979), que reconoce "una transformación epistemológica debida al advenimiento de la sociedad posindustrial [...] cuyo rasgo principal es la desconfianza de las metanarrativas de la época moderna" (Perkowska, 2008:51-52), cuyo rasgo principal es la duda sobre los alcances y la congruencia de los grandes discursos y explicaciones totales y abarcadores que el racionalismo y positivismo de la época moderna (1750-1950), la etapa histórica y cultural previa, habían establecido como las verdades últimas que permitirían al hombre alcanzar su plenitud y realización. Tal marco epistemológico cobró particular importancia para el estudio de la cultura y la literatura a partir de las formulaciones inmanentistas y desconstructivistas (desmitificadoras, delegitimadoras) de posestructuralistas como Jacques Derridá, Michel Foucault y Roland Barthes, que condujeron a las certezas, primero, de que todo conocimiento es una formulación discursiva, sujeta y determinada por su propia condición textual, y que, por lo tanto, tiene un carácter artificioso, artesanal; segundo, de que la legitimidad del conocimiento no depende necesariamente de su contenido de verdad, sino de las instituciones y cánones que condicionan su producción y valía; tercero, de que la crítica debe responder a esos discursos hegemónicos mediante conceptos y análisis que particularicen las situaciones.

Algunos estudiosos, repito, han considerado que la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica se manifiesta "como una respuesta al debate sobre la posmodernidad en tanto narrativa de resistencia a la línea de pensamiento moderno hegemónico regresivo" (Pons, 1996:258). Explicación que no comparto o que podría compartir, quizá, sólo en sus líneas y planteamientos más generales, pues muchas de las características y funciones de la novela histórica contemporánea que se reconocen ahora como manifestaciones o reapropiaciones del pensamiento posmoderno se encuentran ya en la propia tradición literaria y cultural de México e Hispanoamérica enmarcadas en otros sistemas y modelos epistemológicos.

Trataré de explicarme. Se ha dicho que la novela histórica contemporánea es "un cuestionamiento al discurso historiográfico en cuanto discurso producido desde los espacios hegemónicos de poder y su producción de las versiones oficiales de la historia" (Pons, 1996:259), en el sentido de que se busca debatir y desacralizar esas versiones e interpretaciones oficiales, con la intención de repensar o replantear las motivaciones de los hechos históricos fundacionales de nuestras nacionalidades desde espacios o modelos de reflexión y escritura alternos. Sin embargo, esa misma vocación contestataria, de debate con versiones o interpretaciones oficiales desde un espacio ideológica, política e históricamente marginal, son la intención y espacio éticos y estéticos que determinaron tanto el surgimiento y la definición de la modernidad literaria y cultural del subcontinente como el nacimiento y el auge del subgénero, de las características composicionales de la mayoría de las novelas históricas allá en el siglo XIX, ya en México —como sucedió con La hija del judío (1847-1849), de Justo Sierra O'Reilly; Clemencia (1869), de Ignacio Manuel Altamirano, o El cerro de las campanas (1868), de Juan Antonio Mateos—, ya en Hispanoamérica —como lo revelan Martín Rivas (1862), de Alberto Blest Gana, o Amalia (1844), de José Mármol—, las cuales "responden", "cuestionan", los planteamientos e interpretaciones de los historiadores conservadores y de hispanófilos en el poder, desde un espacio escriturario política o culturalmente marginal. La única gran diferencia entre las manifestaciones decimonónica y contemporánea está en la perspectiva mimética de la primera y en la carnavalesca de la segunda, lo que, si bien diferencia, sobre todo originaliza la misma intención y marca y explica una evolución literario-cultural.

Se plantea y asume que esta inserción de la novela histórica contemporánea en el debate posmoderno posibilita la configuración de las nacionalidades emergentes al vertebrar con mayor eficacia los grandes principios identitarios americanos y al coagular mejor las denuncias sobre las "versiones oficiales" de la historiografía, dándole voz "a lo que la historia ha negado, silenciado o perseguido" (Aínsa, 1996:12-13). Sin embargo, reitero, ¿no fue esa precisamente la función que cumplió la novela histórica moderna, la del siglo XIX, en México e Hispanoamérica, al ser planteamiento y resolución artísticos de proyectos nacionales emergentes entonces, en el momento de la enunciación? ¿O es que los planteamientos de la posmodernidad no necesariamente se ajustan o son equivalentes a las dinámicas significativas de la cultura en México e Hispanoamérica? ¿O es que, acaso, en el último extremo, concediendo lo inconcedible, México e Hispanoamérica nacieron, se definieron y se legitimaron entonces como espacios y realidades posmodernos, al iniciar la larga lucha por la búsqueda de representatividad y proyección histórica y cultural universal desde el inicio de las revoluciones de independencia a principios del siglo XIX, a partir de dudar, de desconstruir, de reescribir los grandes discursos, modelos y percepciones que el pensamiento renacentista colonial y la modernidad ilustrada dieciochesca habían definido, buscando con el cultivo dominante del subgénero de la novela histórica "reescribir la historia desde este continente" ? (Treviño, 1996:64).

Con el planteamiento de estos interrogantes no quiero caer en el chauvinismo de negar las posibles influencias epistemológicas de la teoría posmoderna en la realidad cultural y literaria mexicana e hispanoamericana, pues en escritores e intelectuales tan representativos (tanto por sus alcances como por sus límites y contradicciones, he de decir) como Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa encuentran eco —por contigüidad, hay que subrayar— los principales postulados del modelo teórico. Propongo, en todo caso, una relectura y reinterpretación del renacimiento y auge de la novela histórica mexicana e hispanoamericana desde los años 80, a partir de trabajar una vertiente sugerente y polémica, que sin desconocer ni soslayar, sino matizando en todo caso, sus posibles ascendientes posmodernos, indague y desarrolle el auge y el proceso evolutivo de la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica como resultado de las posibilidades del lenguaje que ya había reconocido previamente la tradición literaria de nuestra región cultural, como han apuntado, mas no desarrollado, algunos críticos literarios filiados a la posmodernidad.2 También, sobre todo, propongo una relectura y reinterpretación de la novela histórica contemporánea mexicana e hispanoamericana desde una perspectiva que problematice al menos las características estilísticas y composicionales del subgénero como resultado de la noción de ambigüedad que el sistema literario y cultural contemporáneo de nuestra región cultural había planteado, con bastante anterioridad debo decir, a la postulación de la posmodernidad como modelo teórico y epistemológico, que comienza a proyectarse y consolidarse desde fines de los años 70. De esta manera, me parece que podrá comprenderse y explicarse la novela histórica contemporánea en México e Hispanoamérica como fenómeno literario concreto cuyas características y funciones éticas y estéticas son manifestaciones representativas y trascendentes tanto de las particularidades de la tradición literaria propia como de las interrelaciones dialógicas y dialécticas con los otros elementos y procesos de la tradición cultural.

***

Luego de diversas manifestaciones importantes y básicas, pero un tanto aisladas e inconexas si se contemplan desde una perspectiva diacrónica,3 que comienzan a perfilar la madurez técnica y el diálogo crítico y propositivo, no sólo con las tradiciones literarias propias, sino también con la occidental,4 surge la novela del boom como primera manifestación de la contemporaneidad literaria de México e Hispanoamérica. Desde mediados de la década de los 50 comenzaron a escribirse en nuestra región cultural una serie de obras que, publicadas y premiadas la mayoría de ellas en el extranjero, en España sobre todo, conformarían el corpus de la posteriormente llamada novela del boom por la crítica literaria estadounidense, nueva novela hispanoamericana por los propios autores, o novela del lenguaje, según postuló y difundió Emir Rodríguez Monegal; así lo demuestran textos como La hojarasca (1955), La mala hora (1962), Cien años de soledad(1967), El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez; Rayuela (1963), 62 Modelo para armar (1968), El libro de Manuel (1973), de Julio Cortázar; La región más transparente (1958), Aura (1962), La muerte de Artemio Cruz (1963) y Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes; La casa verde (1966), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), de Mario Vargas Llosa. Se considera que

no cultural phenomenon of the 1960s did more than the apparent explosion of creativity in the Spanish American novel to bring Latin America to international attention. It is no exaggeration to state that if the Southern continent was know for two things above all others in the 1960s, these were, first and formost, the Cuban revolution and its impact both on Latin America and the Third World generally, and secondly, the boom in Latin America fiction, whose rise and fall coincided with the rise and fall of liberal perceptions of Cuba between 1959 and 1971 (Martin, 1984:53).

Escritores asociados al boom como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, entre otros, teorizaron en torno a la originalidad y, sobre todo, la trascendencia de su propuesta ética y estética. Y articularon esa teorización explicando que la nueva y reciente producción novelesca de México e Hispanoamérica tenía un carácter y sentido universal y contemporáneo, coetáneo, debido a que cada una de sus manifestaciones expresaba y era resultado de la conciencia sobre el compartimiento de una misma estructura y modelo generadores de sentido, el lenguaje: señalaba Carlos Fuentes que, más allá de las diferentes lenguas, de los diferentes temas, los escritores "escriben como sujetos y objetos del lenguaje, a partir de las antinomias universales de lo histórico y lo sistemático, lo eventual y lo virtual, la alocución y el anonimato, la innovación y la institución, la selección y la obligación, la referencia y la clausura, para concluir en 'la incesante conversión de la estructura en evento, y de éste en aquélla, en el discurso': en el fenómeno mismo del lenguaje" (Fuentes, 1969:32-33). En este contexto, entonces, se consolida la certeza de que

[...] la textura más íntima de la narración no está ni en el tema [...] ni en la construcción externa, ni siquiera en los mitos. Está [...] en el lenguaje. O para adaptar una fórmula que ha sido popularizada por Marshall McLuhan: "El medio es el mensaje". La novela usa la palabra no para decir algo en particular sobre el mundo extraliterario, sino para transformar la realidad lingüística misma de la narración. Esa transformación es lo que la novela "dice", y no lo que suele discutirse in extenso cuando se habla de una novela: trama, personajes, anécdota, mensaje, denuncia, como si la novela fuera la realidad y no una creación verbal paralela (Rodríguez, 1970:60).

Como se colige de las citas anteriores, la lingüística ya había articulado y establecido en el imaginario cultural e intelectual de la época la certeza hermenéutica de que la concepción estructural del lenguaje nacida con las propuestas saussurianas era el paradigma a partir del cual podían describirse y explicarse los fenómenos humanos y culturales en una dimensión ontológica universal, misma dimensión que, filosófica, éticamente, se interpretaba como sinónimo de contemporaneidad. Es que teniendo por base la concepción del lenguaje como generador de significados a partir de las antinomias semánticas universales, señala Carlos Fuentes que entre los escritores e intelectuales del boom se gesta la convicción de que la ambigüedad es el elemento o proceso cognoscitivo que permite reconocer y explicar la diversidad de sentidos que coexisten en un mismo valor, idea o conducta del hombre, como resultado de las constantes reorganizaciones de significado a la que las diversas coyunturas humanas y culturales someten a la naturaleza humana, a las antinomias genésicas. Así, dice Fuentes (1969:15), la ambigüedad es entendida y asumida como una categoría que explica el carácter cambiante, diverso, provisional y transitorio del significado de todo ente y entidad vivos, a partir del carácter dinámico y dialéctico, dialógico, de una naturaleza humana y cultural conformada por valores, percepciones y conductas antinómicos casi infinitos, que se encuentran en constante tensión y choque dado el carácter móvil y dinámico de sus relaciones, concepción que implica la superación trascendente del modelo y la lógica dual de significación planteados por la filosofía y la estética romántica decimonónica. En este sentido, pues, con el concepto de ambigüedad se reconocen y se explican los valores, las percepciones y las conductas del hombre como manifestaciones significativas dinámicas, por provisionales y transitorias, que son resultado del movimiento, del cambio, de la transformación perenne del Ser Humano en las relaciones que establece con las otras entidades vivas con las que interactúa, sean los demás hombres, la historia o la cultura, condiciones, éstas, que conducen a la generación de nuevos órdenes de significación humana o cultural igualmente provisionales hasta que la dinámica dialéctica de la vida conduzca a su reconfiguración.

Con base en estos presupuestos, pues, se articula una imagen del hombre como una entidad viva ambigua, por inacabada, irresuelta, en devenir constante y dinámico, como en su momento lo revelaron los personajes de La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, o de los cuentos de la revolución de Rafael F. Muñoz (el caso de "El feroz cabecilla" es único y particularmente representativo), o como también lo muestran el tiempo-espacio y las entidades vivas de Al filo del agua, de Agustín Yáñez (con esa representación señera del tiempo-espacio mexicano como el azaroso plano inclinado de los juegos populares de canicas, donde la vida misma está representada por el rodar ciego de cada una de las pequeñas esferas),5 o de La región más transparente, del mencionado Carlos Fuentes (con ese juego de máscaras que se impone y aniquila a quien se atreve a descubrirse humanamente), o los narradores tan ubicuos e inasibles de La tumba, de José Agustín; de Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, o de El miedo a los animales, de Enrique Serna, por ejemplificar con unos cuantos casos. Es que al visualizarse como unas entidades en diálogo dialéctico constante (permítaseme el aparente pleonasmo; no es tal) tanto consigo mismo como con el entorno humano, social y cultural en medio de los que están inmersos y con los que interactúan, el hombre y sus esquemas explicativos, valorativos y conductuales se perciben y se expresan como realidades inmersas en un proceso de significación ambiguo por cambiante, en movimiento, que constantemente se reorganiza dadas las posibilidades significativas que abren perennemente sus interacciones con los demás hombres y con la cultura. De esta manera, superando y trascendiendo las pretensiones de la modernidad racionalista e ilustrada que encontraba en la definición y establecimiento de leyes y patrones fijos e inamovibles que articulaban una explicación única y, según su lógica, por eso universal para los fenómenos de la realidad, el hombre, visto desde la perspectiva contemporánea y estructural del boom, se erige como una entidad ambigua, inacabada, irresuelta y en constante devenir, debido a la recomposición continua de sus esquemas y relaciones de significación, proceso al que obliga el carácter dinámico, dialógico y dialéctico de la naturaleza humana, social y cultural.

Más allá de los alcances y límites del modelo estructural a partir del cual se definían y asumían la nueva novela y la contemporaneidad como movimiento y sistema literarios y culturales,6 y, también, más allá del agotamiento ético y estético de sus resoluciones a las temáticas que solía abordar, considero que los planteamientos referidos a la comprensión de toda manifestación novelesca como una manifestación artística del lenguaje que tenía toda una dimensión epistemológica, esto es, como una expresión consciente y responsable de una determinada forma de ver y entender el mundo, lograron su inserción en el imaginario cultural de México e Hispanoamérica porque eran una respuesta concreta a las aspiraciones representativas y trascendentes de nuestra región cultural, y, de manera lúcida, crítica y consciente, fueron recuperados, replanteados y continuados por los narradores posteriores, los del posboom. Es que, si bien buscó alejarse de los excesos lingüístico-experimentales en los que incurrió su antecesor, el boom —en textos tan sugerentes, pero también tan polémicos y artificiosos como Farabeuf, de Salvador Elizondo, Rayuela, de Julio Cortázar, o La casa verde, de Mario Vargas Llosa—, la narrativa del posboom, en general, la novela histórica contemporánea, en particular, compartieron y asumieron la certeza cognoscitiva, ética y estética de que al ser la novela una estructura verbal "se abre a la aventura de mantener, renovar, transformar las palabras de los hombres. Al hacerlo, multiplica sus auténticas funciones sociales y, también, su real dimensión psicológica, que son las de dar vida, mediante la construcción y comunicación verbales, a los diversos niveles de lo real" (Fuentes, 1969:31).

La asunción de esta concepción fue muy importante para el desarrollo subsiguiente que ha tenido la novela como género en México e Hispanoamérica durante las décadas posteriores, pues articula un planteamiento original mediante la recuperación del sentido social e histórico asociado al género y sus subsecuentes resoluciones artísticas desde sus orígenes, aspecto del que habían abjurado sus antecesores inmediatos, los escritores del boom. Aún más determinante fue para el auge que cobró el género de la novela histórica contemporánea a partir de la década de los 80, al asumirse que

[...] el lenguaje poético es a fin de cuentas mecanismo desenmascarador, descubridor, que se transforma en homología estructural de la metahistoria y en analogía funcional del proceso de reinvención de la variabilidad, contingencia e impureza; que desconstruye a la historia arrancándola del mito petrificado del historiador para devolverla al hombre, así transformándola en proceso vivencial, en memoria no de pasado muerto pero oprimente sino en memoria del porvenir; no en acto mudo de gesticulador sino en energía en gestación y perpetuo renacimiento (Kadir, 1985:301).

En este contexto, la novela del posboom, en general, la novela histórica contemporánea, en particular, y como una de sus manifestaciones más logradas y sistemáticas, se revelan como prácticas profundamente propositivas y comprometidas, tanto ética como estéticamente, que a partir de un diálogo crítico y dialéctico con la realidad diversa expresan las posibilidades reconstructoras de un orden alterado por el materialismo capitalista y su percepción vacuamente fragmentada de la realidad, a partir de asumir el lenguaje como vehículo, no como fin, de dicha reconstrucción. Y es que luego de los mencionados escarceos lingüísticos experimentales y evasionistas predecesores que descansaban en "la idea de que lo verdaderamente revolucionario es desquiciar las ideas habituales de los lectores, realizar lo que Elizondo llama 'subversiones interiores', más que atacar de frente las estructuras del poder social y político" (Shaw, 1999:251), el posboom, en palabras de Mario Benedetti, se dio a la tarea de desmitificar esa estética, "de rechazar el concepto de la novela como una 'hazaña verbal', y de abrazar una 'cultura de la liberación' cimentada en el realismo y en la fidelidad a la condición humana", replanteamiento sugerente que descansa en la certeza de que la palabra es instrumento, no protagonista del acto novelesco (cit. en Shaw, 1999:268). En este sentido, el posboom reconoce y restablece "la vieja obligación de la denuncia [que] se convierte en una obligación mucho más ardua: la elaboración crítica de todo lo no dicho en nuestra larga historia de mentiras, silencios, retóricas y complicidades académicas. Inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado" (Fuentes, 1969:30).

En este contexto es en el que quiero retomar las dos características que, como decía más arriba, considero han determinado la comprensión y explicación de la novela histórica contemporánea: la distorsión consciente del pasado y la capacidad autorreflexiva del discurso novelesco acerca de su formulación bivalente, es decir, como respuesta a la historia oficial como reescritura de esa misma historia. Ambas características adquieren un sentido original más pleno tanto en el nivel ético como en el estético, no sólo a partir de los modelos explicativos de la posmodernidad, sino también, y sobre todo, de las posibilidades significativas de la ambivalencia, de la ambigüedad, que planteó y consolidó inicialmente en el imaginario literario y cultural de México e Hispanoamérica la novela del boom y que continuó el posboom.

Me explico. Dentro de la tradición hispanoamericana, la novela del boom había postulado la concepción del texto narrativo como un enunciado o sistema lingüístico concluso y autónomo, es decir, independiente de los otros procesos humanos y culturales, pues consideraba fuera de su ámbito de significación las presuntas correlaciones éticas y culturales de la novela con los otros enunciados o signos de la realidad (Barthes, 1990:29). La validez y, por tanto, la universalidad de su significado estaban determinadas, no por los valores o interpretaciones específicos a partir de los cuales se le daba sentido al mundo, sino por los modelos y esquemas antinómicos que, en el nivel global, conducían a una significación determinada. La novela del posboom, por su parte, si bien recupera y continúa la conciencia del texto narrativo como un enunciado lingüístico, lo hace, no ya desde la perspectiva estructural, sino desde un enfoque pragmático que, gracias a la intención y función de denuncia reconocida y asumida por Benedetti, Fuentes y Shaw, refuncionaliza la comprensión y sentido primeros. En este nuevo contexto hermenéutico, la novela como enunciado crea, o genera o detona, un significado y una función ética y estética original a partir del establecimiento de ambigüedades semánticas resultantes de la coexistencia o relación por disyunción lógica entre las distintas situaciones o interpretaciones concretas que posibilita y que son puestas en correlación por la concepción del texto novelesco como articulación y entramado dialéctico de enunciados socioculturales y de horizontes de expectativas que se condicionan mutuamente al ponerse en correspondencia en un proceso de significación conscientemente inacabado, siempre en proceso de resolución ética, debido al carácter dinámico de los procesos de sentido como articulaciones interpretativas provisionales, cambiantes gracias a la reestructuración significativa de las coordenadas valorativas de cada acto de emisión/recepción del enunciado. Es decir, el punto de vista de la novela del posboom, al plantear como elemento activo del proceso de significación la coexistencia disyuntiva de distintos enunciados y horizontes de expectativas, introduce conscientemente la ambigüedad entendida como una pluralidad de significados para un mismo hecho, noción o planteamiento que diversifica la significación e interpretación novelescas de la historia.

En este marco, entonces, la novela histórica contemporánea trasciende la mera copia o mímesis de los hechos históricos (característica de la tradición narrativa previa), y establece y asume la distorsión del pasado como un proceso generador de significado resultado del planteamiento y desarrollo de una diversidad de situaciones e interpretaciones posibles —humanas, históricas, culturales— que abren el espectro de sentido de los mismos hechos concretos. En la presentación simultánea de esta diversificación y coexistencia de significados posibles, la ambigüedad se revela como núcleo generador de sentido ético-estético original. Al mismo tiempo, esa ambigüedad conscientemente articulada propicia el desarrollo de la capacidad autorreflexiva del discurso novelesco acerca de su formulación tanto como respuesta a la historia oficial como reescritura de esa misma historia. Es que el planteamiento y la coexistencia en un mismo enunciado de significados o interpretaciones posibles, que incluso se contradicen pero que coexisten, parte del reconocimiento de la novela histórica contemporánea como enunciado histórico, cultural y literario que mantiene relaciones tensas y conflictivas, significativamente divergentes con otros enunciados históricos y culturales, lo que obliga precisamente al reconocimiento de su vocación contestataria y, por tanto, a su conformación como reescritura de la historia.

Por los planteamientos anteriores, considero que la ambigüedad es el principio estructurador a partir del cual se han articulado las características éticas y estéticas, composicionales y estilísticas que han permitido la configuración original, representativa y trascendente de la novela histórica contemporánea como resolución artística original que emana de la lógica explicativa producida por la tradición literaria y cultural propia. Sólo a partir de la percepción y reconstrucción ambivalentes del hombre y del mundo en la Hispanoamérica y el México contemporáneos, el subgénero ha logrado captar y dar cauce a la representación artística de la dinámica bullente y contradictoria, polifacética de la historia.

***

Luego de un diálogo crítico con la crítica que la estudia, he intentado explicar las características éticas y estéticas de la novela histórica contemporánea a partir de los elementos y procesos que ofrece la propia tradición narrativa mexicana e hispanoamericana. La comprensión dinámica del subgénero, es decir, en correlación con los otros elementos y procesos de la serie literaria, me ha permitido reconocer y plantear que sus percepciones y procesos de significación atienden al reconocimiento consciente de la ambigüedad como núcleo generador de significado: si bien su postulación inicial estuvo anclada en modelos y relaciones dimanados del estructuralismo francés (antinomias universales, percepción inmanentista del proceso de significación, etcétera), la ambigüedad en la tradición cultural y literaria contemporánea de México e Hispanoamérica (del posboom, de la novela histórica contemporánea en particular) rebasó trascendentemente los parámetros europeos y los refuncionalizó gracias a la lectura pragmática que restableció la vocación crítica y de denuncia de la tradición mexicana e hispanoamericana, generando sus propios mecanismos de significación (como la disyunción semántica).

El desarrollo y los resultados de este trabajo me permiten apuntar, primero, que la tradición literaria y cultural de nuestra región, como realidad viva y bullente, ofrece los elementos suficientes para realizar lecturas y planteamientos (relecturas y replanteamientos) que no únicamente se sustenten en el criterio explicativo de la imitación (cultural y literaria), sino que también reconozcan, recuperen y correlacionen los elementos y procesos de significación propios, en aras de captarlos a la luz de la dialéctica y contradictoria, transculturada, realidad mexicana e hispanoamericana. Sobre todo, este análisis y sus conclusiones revelan que los afanes universalistas de la cultura y la literatura mexicana e hispanoamericana, si bien tienen referentes de significación propuestos por la tradición y el imaginario occidentales, cuentan con procesos de sentido propios, generados luego del reconocimiento, asunción y reflexión de las particularidades de nuestro ser colectivo en aras de consolidar un pensamiento mexicano e hispanoamericano relativamente independientes, en aras de proyectar, representativa y trascendentemente, una comprensión de la realidad cultural y literaria nacida de nuestras propias contradicciones y procesos.

 

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Notas

1 Por ejemplo, la novela de la Revolución mexicana, cuyo periodo de vigencia abarca aproximadamente entre 1915 y 1947, con base en una poética narrativa realista-testimonial; o la misma novela del boom, vigente entre 1955 y 1980, con planteamientos mítico-universales, resueltos a partir de la experimentación con el lenguaje.

2 Me refiero concretamente al ya citado Djelal Kadir, quien afirmaba en 1985 que la novela podía generar un nuevo lenguaje capaz de dar cuenta de las especificidades del proceso histórico y cultural. A él habría que sumar a estudiosos como Donald Shaw, quien reconoce en afirmaciones de Carlos Fuentes y Julio Cortázar ese mismo sentido y función.

3 Como es la obra de autores tan básicos y sugerentes como Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti o José María Arguedas, por mencionar unos cuantos.

4 A partir del magisterio narrativo de James Joyce, Marcel Proust, Scott Fitzgerald o John Dos Passos.

5 Llama la atención que, en los antecedentes y desarrollo de la novela mexicana contemporánea, el azar y la vida como un canto rodando a su propia suerte tengan una representación y función ética y estética tan constante e importante.

Esta es una metáfora narrativa que es necesario estudiar más para explicar plenamente las implicaciones éticas de las representaciones artísticas.

6 Creo que los señalamientos sobre la universalidad y la contemporaneidad del hispanoamericano a partir del dinamismo que otorgan al lenguaje sus intersecciones sincrónicas y diacrónicas, pese a lo sugerente y polémico, son afirmaciones artificiosas que más atienden al planteamiento teórico de moda en esa época —las décadas de los 60, 70—, esto es al estructuralismo campante de esos años, que a una reflexión y planteamiento surgidos de una comprensión cabal de la realidad mexicana e hispanoamericana: y es que el modelo lingüístico-antropológico estructural en el cual están basadas las aspiraciones universalistas del boom es un modelo cerrado, inmanentista y autorreferencial, que al concebir el proceso de significación sólo a partir de las posibilidades del lenguaje está imposibilitado para dar cuenta de las particularidades idiosincrásicas de las aspiraciones universalistas de cada colectivo.

Supongo también que los narradores hispanoamericanos del boom no pudieron sustraerse a las aspiraciones universalistas que presagiaban ya la tan controvertida era de la globalización. Aunque, quizá, el problema no sean precisamente las dichas aspiraciones, sino el giro o manejo totalmente —¿tendenciosamente?— abstracto que se le dio. Y es que en su búsqueda de la universalidad, muchos escritores e intelectuales plantearon el problema no en un nivel humanístico, valorativo, interpretativo, sino en un ámbito lingüístico-antropológico conceptual hartamente, abstractamente, codificado que, pese a las intenciones éticas manifiestas, incurrieron en un olvido, en una desconexión con respecto de la realidad histórica y cultural, en la cual el latinoamericano era concebido como contemporáneo de todos los hombres.

Me parece que en este sentido, precisamente, van los señalamientos de Carlos Fuentes, quien consideraba que los escritores "pueden, contradictoria, justa y hasta trágicamente, ser universales escribiendo con el lenguaje de los hombres de Perú, Argentina o México. Porque, vencida la universalidad ficticia de ciertas razas, ciertas clases, ciertas banderas, ciertas naciones, el escritor y el hombre advierten su común generación de las estructuras universales del lenguaje" (Fuentes, 1969:32).

Estas aspiraciones universalistas, obsesivas y recurrentes en la historia de la cultura y del pensamiento de Hispanoamérica, fueron planteadas por Carlos Fuentes no en el compartimiento de motivos o valores humanos universales, sino

"a partir de las antinomias universales de los histórico y lo sistemático, lo eventual y lo virtual, la alocución y el anonimato, la innovación y la intuición, la selección y la obligación, la referencia y la clausura, para concluir en "la incesante conversión de la estructura en evento, y de este en aquélla, en el discurso" [...] La gráfica universal del lenguaje puede establecerse entre los polos del cambio y la estructura. El cambio engloba las categorías de proceso y el habla, de la diacronía; la estructura, las del sistema y la lengua, de la sincronía. La intersección de estas categorías es la palabra, que liga a la diacronía con la sincronía, al habla con la lengua a través del discurso y al proceso con el sistema a través del evento, así como al evento y al discurso entre sí (Fuentes, 1969:32-33)".

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