“Así yo canto mi canción perfumada
Semejante a una joya hermosa
A una turquesa brillante, una esmeralda resplandeciente
Mi himno florecido en la primavera.”
Así cantaban los aztecas, y a esta canción que florece en marzo, con la primavera, nos acerca el excelente libro de Emilio Kourí, que, desde su introducción, nos muestra cómo transformar un proyecto de tesis (la reforma agraria mexicana, importante, pero global) en un objeto de estudio no tan espectacular (la historia de un pueblo), pero único, singular, por la presencia de la vainilla, ese fruto aromático que inspira las canciones perfumadas de los aztecas.
En su introducción, Kourí dialoga con John Womack, quien hace la historia de unos campesinos que no querían cambiar y por eso hicieron la Revolución; Kourí, por su parte, afirma que se ocupa de hacer la historia de cómo cambió un pueblo mexicano. Esa mutación se propone no desde el fraccionamiento impuesto desde arriba por las fuerzas del Estado, sino desde abajo, tomando en cuenta los contextos ecológicos, socioeconómicos, demográficos y culturales. Para el autor, se trata del “primer análisis detallado de privatización de tierras de un pueblo de México” (p. 20). Aunque en realidad su estudio se inserta en una tradición de análisis que otros autores ya han efectuado antes que él (Menegus, Knowlton, Schenk), lo significativo, a mi juicio, es el contexto y su escala, como voy a tratar de explicar en seguida.
En el primer capítulo, nos explica con detalle el cultivo y el comercio de la vainilla, sus variedades, sus condiciones climáticas, su florecimiento anual en primavera, su cultivo silvestre, su asociación con el cacao, su cultivo indígena y su beneficio criollo, sus destinos comerciales (Francia hasta 1880 y luego Estados Unidos). En fin, el autor, después de mostrarnos las enormes ventajas de contar con una biblioteca como la Widener, donde está todo lo que se ha escrito sobre la vainilla y que Kourí resume en cuarenta formidables páginas, nos dice que este fruto es, por razones botánicas, comerciales y gustativas, comparable a la plata, no sólo en apariencia, sino también en valor (p. 64).
Sin duda, esto que era cierto para comerciantes de Papantla como Fontecilla, no lo es tanto cuando uno mira en el siguiente capítulo que apenas genera la construcción de un pueblo como Papantla, el cual nada tiene de comparable con los reales mineros. Kourí nos dice que su iglesia era una fábrica grande y maciza con un humilde techo de tejas y sin campanarios propios. La plaza central tenía un aspecto solitario, melancólico y sombrío o, por mejor decir, lúgubre y aterrador, por su inmediación al cementerio, además de que en ninguna parte había visos de simetría urbana alguna (p. 89).
Allí, entonces, Kourí comienza con los cambios de escala. Para qué hacer la historia de un pueblo como éste, cuando lo verdaderamente importante sucede en otro lugar, en la cuenca del Tecolutla. El autor, como el cartógrafo-aeronauta que describía Bauregaurd, busca una representación espacial a partir del razonamiento y la recopilación de datos múltiples:
Esto exige mucho tacto, me atrevería a decir de imaginación ya que se trata de pintar a la naturaleza no como se presenta ante nuestros ojos, sino como se ofrece al razonamiento y al pensamiento, más aún, como la pueden percibir, durante algunos instantes, esos aeronautas lanzados en las más altas capas del aire. (Costa de Beaurgard, 1817, citado en Massimo Quaini, “Identità professionale e pratica cognitiva dello spazio: il caso dell’ingegnere cartografo nelle periferie dell’Imperio napoleonico”, en Quaderni Storici, vol. XXX, núm. 3 [90], 1995, diciembre, 1995, p. 692)
Kourí, en efecto, desde lo alto de las nubes y de las cordilleras volcánicas, nos muestra un paisaje dominado por la Sierra Madre oriental, su punto de partida obligatorio. Describe el paisaje, su administración, su clima y su agricultura, su vegetación, su población caracterizada por una enorme dispersión y una débil densidad, apenas 10 habitantes por kilómetro cuadrado, en 1871, lo cual incide en un exceso de tierras y en la carencia de conflictos por un recurso abundante hasta el último tercio del siglo XIX, donde apenas existen unos cuantos españoles (15 familias en 1760), que no forman haciendas ante la falta de minas y de trabajadores. Allí, entonces, el autor comienza a introducir una serie de tesis polémicas que acompañan el libro en cada uno de sus apartados. En este caso, la falta de conflictos por la tierra y la ausencia de una descompresión agraria entre 1810 y 1880, ya que en Papantla ni siquiera hay compresión.
En el tercer capítulo, el autor hace una entrada impactante: “La noche del 9 de febrero de 1880 un español llamado Francisco Naveda Somarriba fue asesinado en Papantla…”. A partir de esta entrada, nos explica la economía de la vainilla y uno se da cuenta de que la entrada es, más bien, un recurso narrativo, pues el capítulo temporalmente se consagra al periodo anterior a 1880, y muestra una sociedad en conflicto, cuando hasta el momento no los hay; se ocupa de un personaje, cuando el actor es local y regional, pero resulta muy útil porque da cuenta de algo que el autor despliega con mucha maestría: el conocimiento indicial. Indicios como el testamento del comerciante muerto son utilizados para reconstruir las relaciones socioeconómicas de una región (p. 136).
Si el paradigma indicial ha dado la vuelta al mundo con los trabajos de Ginzburg, Kourí nos muestra en forma exhaustiva las posibilidades de reconstruir procesos mediante estos indicios; aun así, me parece que, a menudo, lo indicial y lo general tienen problemas para comunicar. En efecto, en este capítulo se observa con detalle que los comerciantes españoles obtuvieron enormes beneficios con la venta del producto, mientras que los cultivadores totonacos estaban más preocupados por ser labradores independientes y sólo veían la vainilla como un complemento de la milpa y el bosque (p. 158). En este periodo, la vainilla incrementó sus promedios anuales de producción en los siguientes rubros: entre 1760 y 1800, el promedio anual fue de 1 000 a 1 300 kg; entre 1800 y 1830, se incrementó a 2 067 kg, para, finalmente, entre 1830 y 1870, multiplicarse a más de 5000 kg. Allí, el autor calcula que, en 1869, Papantla producía de 5 000 a 6 000 kg en una superficie de 1 000 ha, lo cual apoya su tesis en torno a la abundante oferta de tierras (p. 143). Si en el cantón existen cerca de 100 000 ha de tierras, apenas se ocupaba uno por ciento en el cultivo comercial de la vainilla; por tanto, no existiría presión sobre la tierra. Esto generaría una lectura positiva donde las comunidades campesinas de Papantla se estudian como islas de armonía que conviven con el cultivo comercial de la vainilla, sin grandes alteraciones. Nada es menos cierto. Kourí, en esa revisión de las tesis clásicas, sostiene que la expansión de la vainilla provocó tensiones en la comunidad. Estas tensiones son materia de sus siguientes capítulos.
Al desaparecer la propiedad comunal, la capacidad productiva de los vainilleros mexicanos se incrementó: de entre 15 000 y 16 000 kg en 1870, pasó a entre 50 000 y 70 000 kg en 1890. Responsables de este incremento fueron los mercados estadounidenses, que sustituyeron a los franceses, así como la expansión de la superficie consagrada al cultivo y del desarrollo de las comunicaciones, la transportación marítima y las relaciones financieras.
El auge vainillero incidió, desde luego, en la transformación de la propiedad comunal, que antes se usaba para practicar una agricultura itinerante de roza, tumba y quema, en una nueva organización que diera paso a la propiedad privada. La solución, en Papantla, fue la formación de condueñazgos. Bajo la ley de julio 1874 se estableció que:
En los lugares en donde se presenten graves inconvenientes para la división de los terrenos de comunidad, en tantas fracciones en cuantos sean los agraciados, podrá el Ejecutivo […] autorizar el repartimiento en lotes que comprendan a determinado número de dueños. (p. 209)
Se trata de:
Compañías privadas propietarias de tierras en las que cada condueño es propietario de un porcentaje de las tierras.
Son propietarios de acciones que representan un porcentaje de la propiedad y no generan derechos exclusivos sobre una porción de tierras.
Así se forman 23 condueñazgos, 3 fundos legales (Papantla, Cabezas y San Pablo) y un ejido.
En la asignación de tierras comunales, Kourí observa que la leyenda de la comunidad como isla de armonía se desdibuja; en su lugar, aparece otra donde, “a diferencia de lo que los estudiosos de la historia de Papantla de finales del siglo XIX han supuesto, con frecuencia la asignación de las tierras comunales no fue producto de un ejercicio colectivo de toma de decisiones ni el reparto real fue especialmente equitativo” (p. 205).
A finales de 1878, existían 4 360 condueños en 23 grandes lotes, con 48 sitios de ganado mayor equivalentes a 84 000. La desamortización, que, desde 1826, había comenzado a aplicar el Congreso del Estado con muy modestos resultados, alcanzaba, por fin, cincuenta años después, fuertes repercusiones. La estructura de la propiedad se modifica y el autor nos muestra un nuevo mapa agrario lleno de imprecisiones, pero donde los márgenes del Tecolutla se acompañan por congregaciones más bien modestas en tamaño, mientras que en la parte central y meridional del cantón aparecen enormes condueñazgos. La condición para ser parte de esos 4 360 condueños no lo fue ni la etnia ni la raza, sino el lugar de nacimiento y una legislación maleable a los intereses de los comerciantes.
En el quinto capítulo, el autor nos narra “La experiencia del condueñazgo”, que se revela como una época de rápidas y profundas transformaciones. La vida en las antiguas tierras del pueblo ya no era como antaño, sino que repentinamente suben los impuestos, surgen reglas de uso de la tierra más restrictivas, y, también, excluyentes y codiciosos dueños no indígenas, apoderados con una enorme capacidad de decisión sobre los condueñazgos. Las relaciones comerciales erosionan las antiguas relaciones sociales que aseguraban la reproducción social de cultivadores dispersos, de milperos itinerantes que viven “los años enteros en sus milpas y no vienen a oir misa, sino únicamente en las festividades mayores” (p. 85). Estos profundos y rápidos cambios generan revueltas como la de Antonio Díaz Manfort, a finales de 1885, y la de las rancherías de Chote y Mesillas, dos años después.
Con esto, entramos a la parte final del trabajo, en cuyo último capítulo, “División y rebelión”, detalla cómo, a finales de 1897, luego de 10 años de incertidumbres y conflictos y a pesar de dos grandes rebeliones, los 17 grandes lotes de Papantla se habían dividido en aproximadamente 3 500 terrenos particulares. Los beneficiarios de esta división fueron un grupo de notables: los comerciantes de origen extranjero, los caciques indígenas, y los funcionarios de la administración, sin importar su origen. En todo caso, la división de la propiedad genera una importante exclusión de los habitantes originarios, los totonacos, pero también nos sirve como un mirador para estudiar la relación entre derechos de propiedad y crecimiento económico.
En efecto, ahora sabemos, gracias a los estudios de Elinor Ostrom, que el acceso y la reglamentación de los bienes comunales no necesariamente impiden el crecimiento económico, sino que, en ocasiones, lo fomentan. Entre la tesis de Hardin, de que cada individuo con acceso libre y gratuito a los pastos comunes inevitablemente nos lleva a la sobreexplotación y, por tanto a la destrucción, y la de Ostrom, quien muestra que un uso ilimitado y destructivo no existe casi nunca, sino que, por medio de regulaciones, de instituciones, las comunidades pueden administrar eficazmente sus bienes, los historiadores nos hemos inclinado por mostrar casos de estudio precisos. Allí contrastamos a los clásicos y sus representaciones con los estudios empíricos.
En el caso de Papantla, observamos cómo los cambios en la reglamentación para acceder a la propiedad generan un crecimiento económico sostenido de la producción y de las exportaciones de vainilla. Las importaciones anuales promedio estadounidenses son un buen indicador. De 11 300 kg en 1870, se elevan a 51 300 kg en 1880, luego a 83 770 en 1890. En la transición entre la propiedad comunal y los condueñazgos, el incremento es notable, pero lo es más aun con la división de la propiedad, ya que, de 1900 a 1904, se exportan 176 247 kg y la cifra se duplica entre 1905 y 1909.
En ese mirador, los cambios en el acceso a los derechos de propiedad son un buen indicador de que la propiedad plena genera sistemas económicos más eficientes. Sin embargo, con esta reflexión voy a terminar esta reseña. El crecimiento económico, apenas perceptible en la primera mitad del siglo XIX, aseguraba una simbiosis entre las comunidades totonacas y los migrantes que venían atraídos por el olor de la vainilla. Cómo se transforman estas relaciones simbióticas y cómo se altera el paisaje son temas que se desprenden de la obra.
Si los indicios que nos da Emilio Kourí son ciertos, el paisaje vainillero no ocupaba más de unas 20 000 ha en su época de auge, al finalizar el siglo XIX. ¿Qué pasa, entonces, con las 70 000 restantes?, ¿cómo inciden cultivos como la caña de azúcar y el café en la ocupación y el aumento de la frontera agrícola?, ¿cómo se transforma el paisaje con la ganadería y la tala de los bosques? Aunque algunas de estas cuestiones se tratan, es mucho lo que un cambio de escala podría ofrecer aun al análisis de Kourí. Allí, nos parece más pertinente la escala que el autor elige cuando introduce la cuenca como unidad de análisis. Sólo el estudio de los seis sistemas fluviales -de las tierras altas y las bajas- y de la agricultura milpera y la comercial nos puede ayudar a hacer esa historia desde abajo que el autor propone. Con ello saldremos de las dudas que los paradigmas indiciales aún no logran resolver y que la documentación desprende cuando observamos -por ejemplo, en archivos franceses- que, en 1906, el valor de la producción de azúcar (12 600 000) y de café (12 500 000) triplica el valor de la de vainilla (4 600 000), y casi dobla la del maíz (8 600 000).1 Allí encontramos que la vainilla se produce, sobre todo, en San Rafael, y en esto hay algo que nunca queda claro en el trabajo: en la relación entre estos dos grandes productores, San Rafael y Papantla, ¿qué parte de la vainilla veracruzana se produce en cada uno de estos espacios regionales? Aunque se asume que las – partes vienen de Papantla, según lo estima Fontecilla, hay también indicios fuertes de que se producía más en San Rafael. Si estos indicios son abundantes en las fuentes francesas, como es lógico, lo que sorprende es que Kaerger, el agrónomo alemán, tan citado por Friedrich Katz en materia agraria, que recorre los campos mexicanos en 1900 para hacer un estudio de sus sistemas agrarios, prefiere visitar Misantla y afirma que allí el cultivo se lleva a cabo mejor que en Papantla, pues se practica la polinización artificial, con mayores rendimientos. Es entonces muy probable que sea Misantla y no Papantla el principal productor de la vainilla. Pero, aun concediendo que sólo una tercera parte se produzca en San Rafael, esto libera, por lo menos, un tercio de la superficie agrícola destinada al cultivo de este producto en Papantla, y, por tanto, creemos que el análisis de cuenca nos daría una respuesta acerca de los usos y las presiones sobre la superficie agrícola.
También el cambio de escala serviría para explicar por qué en cantones cercanos a Papantla, aunque los totonacos no se dedicaban al cultivo de la vainilla, el proceso de desintegración de los condueñazgos y de acaparamiento de la tierra por algunos cuantos beneficiarios es semejante en las dos regiones. Por ejemplo, al norte del río Cazones, Myrna Santiago documenta la formación de condueñazgos como consecuencia de la ley de 1874 y luego su desintegración también como resultado de la aplicación de la ley de 1889, donde señala la formación de 2 020 lotes individuales. No queda claro cómo, si en Papantla la disolución del condueñazgo obedece a lógicas locales y transnacionales, pero no a presiones del gobierno y sus intentos por imponer la legislación estatal y nacional (p. 234), los procesos son semejantes en cantones vecinos donde no se cultiva la vainilla y donde la hacienda tiene una presencia importante. En este caso, la familia Herrera o los Saínz-Trápaga sustituyen a los Tremari, los Fontecilla, los Vidal y los Tiburcio. Siguiendo a Domingo Gallego, no sólo hay que tomar en cuenta lo ambiental y lo institucional en el estudio de los comunales, sino también el papel de la identidad de la comunidad y la construcción colectiva de objetivos y prioridades. Si las condiciones institucionales y ambientales son parecidas al norte y al sur del río Cazones, lo que aparece muy diferente es la identidad local, la cual, en un caso, se fundamenta en agrosistemas donde la milpa y la ganadería pueden incidir en la formación de una identidad comunal, mientras que, en el otro, la plantación de vainilla sustituye a la ganadería. ¿Cómo explicar, entonces, que, ante identidades diferentes, las respuestas sean parecidas?
Me parece que aquí se abren algunas perspectivas de análisis de este libro, joya hermosa como la vainilla, tan importante por lo que nos narra, como por las dudas y perspectivas que origina.