Introducción
En la actualidad, examinar la triada viejo-vejez-envejecimiento ha dado como resultado la proliferación de una gran cantidad de trabajos académicos que, desde disciplinas como la sociología, la antropología y más recientemente, la gerontología, han nutrido el análisis y discusión respecto a la persona que envejece (el viejo), pero también acerca de la última etapa de la vida del ser humano (la vejez) y de su proceso biológico asociado (el envejecimiento).
Los estudios desde la historia son escasos, y en América Latina, francamente en ciernes.1 Por esta razón, el objetivo de este texto es mostrar una serie de reflexiones en torno a la vejez, el viejo y el envejecimiento elaboradas en Europa, pero que tuvieron cierta repercusión en la Ciudad de México durante el último tercio del siglo XIX y la primera década del XX, para advertir que en la capital del país circularon ideas2 respecto al tema, lo cual tuvo como consecuencia que algunos médicos mexicanos se preocuparan por examinarlo más detalladamente.
Dicho periodo coincide con el llamado Porfiriato, que se refiere a los años en los que dirigieron los destinos del país los generales Porfirio Díaz (1876-1884, 1888-1911) y Manuel González (1884-1888). Me parece importante centrar el análisis en él toda vez que durante esos años se comenzó a reflexionar sobre el tema del envejecimiento en algunas partes del país, aunque esto no quiere decir que haya existido una preocupación del Estado ni del gremio médico por atender al grupo envejecido de la población, tratar sus enfermedades y, en general, comprender el proceso de envejecimiento.
Antes de continuar, considero pertinente aclarar los términos que emplearé en este texto. Mientras que por vejez entiendo la última etapa de la vida del ser humano repleta de emociones y sensaciones, considero el envejecimiento como un proceso biológico, gradual y adaptativo, caracterizado por cambios inherentes a la edad y al desgaste acumulado en el transcurso del tiempo.3 En otro lugar, muestro que a finales del siglo XIX y principios del XX existió una diferenciación en la nomenclatura para definir a una persona envejecida. Por un lado, la idea de viejo se relacionó con la pobreza, el vicio y el trabajo perpetuo que le permitió continuar subsistiendo; por otro lado, ser anciano se vinculó con una posición social y económica alta, pero también con haber ejercido ciertas profesiones que otorgaban respeto en la sociedad. Finalmente, y con base en un análisis exhaustivo de fuentes, muestro que durante el periodo de análisis y en la Ciudad de México, la edad de entrada en la vejez y en la ancianidad fue a partir de los 50 años de edad.4
De la mano del siglo XIX llegaron una serie de avances en todos los campos de la ciencia que transformaron las vidas de millones de personas alrededor del mundo. En este artículo me enfocaré en el desarrollo de la medicina cuyo resultado fue que florecieran nuevas preocupaciones para comprender procesos fisiológicos que colaboraran para volver inteligible el proceso salud-enfermedad. Una de ellas -me parece- se relacionó con el envejecimiento, idea que durante siglos recorrió el imaginario colectivo y provocó que un gran número de personas en el transcurso de la historia de la humanidad reflexionaran sobre el ocaso de la vida, en una serie de estrategias para combatir o incluso erradicar la vejez, aunque también en la posibilidad de comprender los procesos que provocan el envejecimiento para, de esta forma, convivir con él.5
En la Ciudad de México, durante la segunda mitad del siglo XIX hubo esfuerzos importantes en favor de la higiene6 los cuales se tradujeron en una serie de acciones enfocadas en brindar atención médica a la sociedad.7 Sin embargo, dicha atención dejó de lado a un sector envejecido de la sociedad que no fue “conquistado” por la medicina académica o que simplemente no tuvo los recursos para pagarla, y que, por lo tanto, se vio obligado a recurrir al uso de remedios caseros para prevenir sus enfermedades.
Así, en este artículo examino las formas en las que la vejez fue vista desde la medicina porfiriana, la cual no solo se relacionó con la formación profesional de los médicos o con el surgimiento de las primeras especialidades, sino que se refirió a la influencia que tuvieron la medicina extranjera, las ideas generadas en la capital del país y en algunos puntos de la república, así como la reflexión acerca de distintos temas, como el envejecimiento.
La circulación de las ideas médicas sobre la vejez
Desde la Antigüedad, una constante búsqueda por combatir e incluso eliminar el envejecimiento permitió la aparición de una retahíla de remedios, mitos, productos que aseguraban suprimir dicho proceso biológico: fuentes y piscinas de la juventud, pócimas que dejarían al organismo “inmunizado” contra la vejez o pactos con entes ajenos a este mundo para recibir la inmortalidad fueron algunos ejemplos que rondaron el imaginario colectivo y que provocaron una aversión a llegar a la última etapa de la vida.
Aristóteles vinculó el envejecimiento con la pérdida del calor vital; egipcios y romanos acostumbraban ingerir grandes cantidades de ajo para conservar la juventud, mientras que los emperadores chinos requirieron de los servicios de alquimistas con el objetivo de encontrar una fórmula para alcanzar una juventud eterna.8
De acuerdo con Thomas Cole, en la Europa protestante, desde la Edad Media hasta el siglo XVII, la concepción de la vida fue impregnada de una religiosidad que describía, más que un ciclo vital, un drama espiritual, representado por medio de la iconografía como una secuencia de etapas que iniciaba en la cuna y terminaba en la tumba.9 El mismo autor señala que, en Estados Unidos, a finales del siglo XVIII, emergió un importante esfuerzo cultural para comprender a la muerte. De esta forma, la idea de fallecer transitó de ser considerada un castigo divino para tomar la forma de “la culminación pacífica de una vida ordenada”. Así, la muerte natural se asoció con la idea de “morir de viejo”.10
En el mismo orden de ideas, Claudio Lomnitz enfatiza que la práctica misionera cristiana es responsable de la idea de que “la muerte es el espejo de la vida”,11 por lo que llevar un estilo de vida tranquilo, sin vicios ni fornicios, tendría como consecuencia experimentar una vejez sin tantos contratiempos, la cual condujera a una muerte apacible.12
No fue sino hasta las últimas décadas del siglo XVIII cuando aparecieron en el Viejo Continente trabajos que reflejaron la preocupación de algunos médicos por estudiar científicamente la última etapa de la vida. En otras palabras, a partir de entonces se manifestó una inquietud por dejar a un lado las explicaciones fantásticas para incorporar reflexiones empíricas que llevarían a un estudio sistemático del proceso de envejecimiento.
El arte de prolongar la vida fue un texto de la autoría de Christoph Wilhelm Hufeland (1762-1836) quien se basó en un concepto al que llamó fuerza vital: “una fuerza incomprensible, emanación de la divinidad”13 que cada ser humano posee desde el nacimiento. Así, el propósito que debería perseguir cada individuo sería preservar dicha fuerza o agotarla lo menos posible.14
Cerca de los sesenta años de edad, el médico estadounidense Benjamin Rush (1746-1813) escribió dos artículos: “Sobre la condición del cuerpo y la mente en la vejez” y “Comentarios sobre las enfermedades de las personas viejas”. En ellos se interesó por la tendencia de las personas longevas de regenerar ciertas funciones de sus órganos. La preocupación principal de Rush se relacionó más con las formas de alcanzar la vejez que por tratar sus enfermedades.15
En 1848, a los 33 años, George Edward Day publicó un texto acerca del envejecimiento en el cual se quejó sobre el hecho de que muy pocos médicos estuvieran interesados en curar las enfermedades de los viejos.16 Aunque esta reflexión se concretó más de seis décadas después con el surgimiento de la geriatría, es importante notar que Day enfatizó la necesidad de estudiar a los ancianos, tal vez vislumbrando la aparición de un nuevo campo médico.
El médico francés Maxime Durand-Fardel (1815-1899) publicó en 1853 su Tratado práctico de las enfermedades de la vejez.17 Según refiere, por más de 15 años, su objeto de estudio y de observación estuvo focalizado en la apreciación de los malestares de la vejez. El galeno compartió con sus lectores que se basó en una serie de estudios previos sin los cuales no habría completado su texto.18
De acuerdo con Durand-Fardel, el objetivo era “dar a conocer las enfermedades de los individuos que han llegado a una edad avanzada y los agentes más eficaces para combatirlas”. Para construir su argumentación, el autor se apoyó en lo que llamó la ley de las edades; es decir, para el galeno la vida consistía en un proceso que iniciaba con el nacimiento y culminaba con la muerte.
El ciclo vital lo dividió en: infancia, adolescencia, virilidad y vejez. Clasificó a la última etapa de la vida en vejez lozana, caducidad y decrepitud. Sin embargo, aceptó que esta división por edades no puede ser establecida de manera tajante, puesto que “unos son hombres en perfecto estado de organización a los veinte años, otros a los treinta, unos son todavía jóvenes a los cincuenta y otros viejos a la misma edad”. Por esta razón, sugirió una serie de recomendaciones relacionadas con elementos tales como: evitar los cambios bruscos de domicilio; la corrección gradual de las malas costumbres; evitar la respiración de un “aire confinado” (como el que existía en las grandes reuniones, los espectáculos y los salones, pues “si el silencio consume la vejez, el mucho ruido le apaga”; oponerse a “las grandes fatigas y las emociones violentas”; la insistencia en el hábito de bañarse y, por último, mantener una actividad tanto física como mental.19
Otro médico francés, el neurólogo Jean Martin Charcot (1825-1893), en sus Leçons Cliniques sur les Maladies des Viellards et les Maladies Chroniques (1867), estudió la relación entre la vejez y la edad. Su trabajo se basó en el análisis de historias de ancianas recluidas en un hospital público de París. Como resultado de lo anterior, clasificó las enfermedades en tres grupos: 1) aquellas debidas a cambios fisiológicos generales, 2) las de existencia previa que, con la llegada de la vejez, presentaban peligrosas características, y 3) enfermedades a las que los viejos parecían inmunes.20
De manera similar a Durand-Fardel, Charcot se basó en trabajos previos de otros médicos que se interesaron por estudiar los cambios fisiológicos en la última etapa de la vida, como George Cheyene (1671-1743), Giovanni Battista Morgagni (1681-1771), Albrecht von Haller (1707-1777), Christian Wilhelm Hufeland (1762-1836) y Anthony Carlisle (1768-1840).21
El estudio y la experimentación con hormonas comenzó a desarrollarse a finales del siglo XIX. En 1886, el médico inglés Victor Horsley (1857-1916) sostuvo que la senilidad era causada por una deficiencia en la glándula tiroides; Charles Edward Brown Sequard (1817-1894) propuso que al inyectar esperma en las glándulas sexuales de los ancianos “se obtendría de ellos manifestaciones de rejuvenecimiento” (incluso él mismo, a los 72 años, se aplicó su tratamiento y en 1889 declaró ante la Academia de Medicina que experimentaba “una fuerza y una energía tales como no recordaba haberlas poseído en su juventud”);22 el urólogo Víctor DeLespinasse se encargó de efectuar los primeros trasplantes humanos de testículos en la Universidad de Chicago; Víctor Voronoff, ya entrado el siglo XX, decidió experimentar con trasplantes de glándulas de mono para rejuvenecer a viejos que pudieran pagar el procedimiento.23 Según John Morely, ellos fueron los precursores históricos del uso moderno de la testosterona como tratamiento contra la andropausia.24
Un tema recurrente en el Viejo Mundo fue la higiene.25 De acuerdo con Pío Martínez, “de Europa irradiaban las ideas que se implementaban en sus zonas de influencia”. Debido a esa razón, era posible que en México se tuviera conocimiento de los principios de la higiene leyendo a autores como Tourtelle, Briand, Becquerel, Lacassagne y Proust.26 Esto nos brinda elementos para pensar que los conocimientos higiénicos y farmacéuticos circularon de Europa a América con relativa fluidez y que los galenos mexicanos tuvieron acceso a la bibliografía médica especializada.
En la Ciudad de México, los conocimientos higiénicos fueron dirigidos sobre todo a la población infantil y adulta; sin embargo, esto no quiere decir que no hayan aparecido recomendaciones para los viejos en algunas publicaciones que tuvieron como objetivo difundir aquella información dentro de la sociedad capitalina. En el siguiente apartado expondré la manera en la que estas ideas fueron recibidas y compartidas en la capital del país por un grupo de profesionistas para mostrar el inicio de la comprensión del proceso de envejecimiento humano.
¿El tratamiento médico del envejecimiento en México?: la recepción de las ideas
Los médicos e higienistas mexicanos27 que se ocuparon de estudiar al viejo y sus enfermedades fueron escasos; por ello, no es posible hablar de un gremio que buscó analizar esta temática, proponer alguna política sanitaria específica o incidir en la población provecta mexicana para modificar sus hábitos y estilos de vida. Más bien se trató de la siembra de una semilla que más adelante conformaría la práctica geriátrica y gerontológica en el país.
En este apartado sostengo que los médicos e higienistas que escribieron desde México no se dedicaron exclusivamente a copiar las ideas extranjeras, sino que reflexionaron al respecto y las supieron ajustar al contexto nacional, puesto que los receptores “consciente o inconscientemente, interpretan y adaptan las ideas, costumbres e imágenes que se les ofrece”.28 Asimismo, expongo una serie de recomendaciones y prescripciones higiénicas que aparecieron en tres revistas científicas mexicanas y en algunos manuales de higiene, cuyos contenidos reflejan que el tratamiento médico del envejecimiento en el país, es decir, el conjunto de medios empleados para curar o aliviar alguna enfermedad, aún estaba en ciernes.29
Durante las últimas décadas del siglo XIX, en las páginas de La Medicina Científica, La Escuela de Medicina y La Farmacia se discutieron temas relacionados con los ancianos y el proceso del envejecimiento. En este tenor, a partir de 1893, la pluma de Juan Soler y Roig reflejó una verdadera preocupación por difundir temas relacionados con la salud, el cuidado y la atención a los viejos en las páginas de La Medicina Científica. Por ello, considero que Soler y Roig fue uno de los pioneros en el estudio del envejecimiento en México, puesto que antes de dicha fecha no he localizado a otro médico que haya hecho explícito su interés por estudiar el tema.30
Dicho autor consideró a la involución senil como la “evolución retrógrada” que experimenta el organismo humano a consecuencia de los años, y definió el concepto de marasmo senil como la última etapa de dicha involución, en la que el viejo ya se encuentra “sin poder casi retroceder en los umbrales de la mansión de los muertos”. En este artículo, refirió que su análisis resultaba importante “para ver si la ciencia logra detenerlo o alejarlo por algún tiempo más de la eterna morada de la humanidad”. La idea fue que el marasmo senil aparecía por lo regular a los setenta años, como resultado de “esa inmutable ley que obliga a morir al que ha nacido y que puede también presentarse prematuramente en individuos de edad viril”, aunque, si se observaban malas condiciones de vida o alimentación insuficiente, entonces éste podría anticiparse y llegar “entre los cincuenta o sesenta años”.31
En “El secreto de la longevidad”, artículo aparecido en La Medicina Científica el 15 de noviembre de 1894, el mismo autor hizo un recuento de las formas en las que el ser humano intentó combatir el envejecimiento desde la Antigüedad, y llegó a la conclusión de la importancia de la alimentación en el transcurso de la historia, pues era considerada una fuente inagotable “de sustancia nueva que sustituye constantemente a la vieja e inservible”.32 El rastro de los artículos de Juan Soler y Roig se pierde a finales de 1895 y los artículos sobre la vejez no aparecieron de nuevo sino hasta principios del siglo XX.
Otro de los pioneros en el estudio del envejecimiento en México fue el médico José María Bandera. Durante su vida académica y profesional sus intereses científicos se diversificaron: médico oftalmólogo de formación, posteriormente se interesó en las enfermedades mentales, y, en la última década de su vida se preocupó por abordar algunos aspectos del proceso de envejecimiento humano.33
En 1903 publicó en la Gaceta Médica de México un artículo intitulado “Algunas consideraciones acerca de la fisiología de la vejez”. En él aparece la idea de considerar el envejecimiento como un proceso:
[…] el desarrollo del organismo adulto se opera progresivamente a expensas de una célula [el óvulo…] Se ha creído que el hombre, llegado a la edad adulta, terminaba su desarrollo y permanecía estacionario en lo sucesivo. Esta idea es absolutamente falsa y tiene su origen en la circunstancia de que el desarrollo del hombre en la edad adulta se opera con mayor lentitud que en el periodo embrionario o en los primeros años de vida. Mas, en realidad, no cesa jamás.34
Destaca el hecho de que tanto Juan Soler y Roig como José María Bandera hayan escrito sus textos antes que el microbiólogo ruso Ellie Metchnikoff, quien propuso algunas teorías acerca del envejecimiento y acuñó el término gerontología. Los contenidos de las publicaciones especializadas mexicanas son semejantes a aquellos que localicé en los textos de manufactura extranjera, lo cual me hace pensar que efectivamente existió una circulación de ideas entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Dichas inquietudes se relacionaron con aspectos que aludieron a la fisiología, la terapéutica, la alimentación, la patología, así como con una serie de recomendaciones para el cuidado de la población vieja de la sociedad.
Fisiología y terapéutica
Para estos médicos fue primordial conocer los procesos de los órganos envejecidos del ser humano, así como los medios empleados en el tratamiento de las enfermedades. En “Terapéutica del marasmo senil”, Juan Soler y Roig sostuvo que la estricnina era uno de los fármacos más efectivos, pues se trataba de un “precioso incitante vital capaz de despertar el letargo fisiológico al cual se ve reducido el anciano”. Otro de los medicamentos capaces de detener la involución senil y aliviar el marasmo era el arsénico, “en la forma de ácido arsenioso o el de arseniato sódico o potásico”, puesto que se trataba de un “elemento depurativo del herpetismo que en la senectud puede oponerse a la longevidad”. También sugirió probar las inyecciones de jugos de glándulas reproductivas y la “transfusión nerviosa” de Brown Sequard para los viejos “hipodinámicos”, ya que estas tendían a “la dinamización del organismo”.35
A nivel fisiológico, destacó la opinión de José María Bandera quien sostuvo que el organismo constantemente se modificaba desde el nacimiento hasta la muerte, y que las características del funcionamiento fisiológico en la edad avanzada eran “el retardo y la lentitud de los fenómenos de nutrición”. Bandera presentó un listado de las principales funciones biológicas que sufren modificaciones al envejecer: la asimilación celular, oxidaciones incompletas, transformaciones de ácidos, lentitud en la circulación sanguínea, disminución de grasa y la decadencia de las funciones cerebrales.
De acuerdo con él, estas modificaciones eran parte del “proceso senil”. El esfuerzo de Bandera por encontrar una manera de “prolongar la vida humana” lo llevó a interesarse en los estudios en torno al fagocitismo propuestos por el microbiólogo ruso y premio Nobel de Fisiología Ellie Metchnikoff.36 El apunte de Bandera concluyó haciendo un llamado a “no desconfiar de la ciencia hasta encontrar una manera de prolongar la vida o al menos disminuir los sufrimientos de la vejez”.37
Con base en lo anterior, sostengo que el pensamiento del galeno mexicano puede ser señalado como otro de los pioneros en la reflexión en torno al envejecimiento en México puesto que no localicé otros artículos o reflexiones sobre el tema en la Gaceta Médica de México. Esta tónica se mantendría a nivel internacional, pues en el XIII Congreso Internacional de Medicina, celebrado en París, Francia, del 2 al 9 de agosto de 1900, no se encuentra algún trabajo relacionado con la vejez en el programa del evento. En 1910, la Memoria General del IV Congreso Médico Nacional, efectuado en la capital mexicana del 19 al 25 de septiembre de 1910, tampoco reportó algún estudio similar.38
Resulta sugerente que José María Bandera haya escrito su artículo a los 71 años. Aunque es posible que se tratara de una coincidencia, sostengo que su interés por indagar en otros campos de la medicina obedeció a una curiosidad científica que lo hizo transitar a lo largo de su vida por distintas áreas del conocimiento, y que, tal vez, envejecer le provocó formularse nuevas preguntas relacionadas con la última etapa del ciclo vital.39 Esto de ninguna manera implica una relación determinista entre la edad del individuo y su campo de especialización. Además, se debe enfatizar el hecho de que Bandera haya conocido el trabajo del galeno ruso, pues esto quiere decir que efectivamente hubo una circulación de ideas entre los médicos europeos y mexicanos.
Alimentación
En el artículo intitulado “Higiene de la involución senil”, Soler y Roig recomendó llevar una alimentación más vegetariana que animal para “retardar la caducidad y aun la muerte”, así como no ingerir ningún tipo de licores ni “vinos alcoholizados”. Los alimentos “grasos y feculentos” debían ser sustituidos por huevos frescos, legumbres saludables, buen pan, carne tierna y por “todo aquello que se sabe que por experiencia les es fácil digerir”. Aseguró también que si se fumaba poco y no se bebía ni té ni café, “no será un milagro que radiante de salud llegue a octagenario”.40
Un elemento adicional que recomendó fue beber leche “procedente de un animal sano y robusto, al instante mismo de ser ordeñada”, pues además de constituir un alimento magnífico para el viejo, era considerada como “un elemento riquísimo de vitalización que no sólo puede retardar la caducidad senil sino integrar en el organismo del anciano elementos homólogos de fuerza vital”.41
Respecto a las bebidas alcohólicas, las categorizó como “altamente nocivas en la edad senil” y que debería considerarse “al aguardiente y a toda clase de licores como un terrible enemigo de su salud”. Argumentó, además, que entre una de las consecuencias del uso de estas “bebidas espirituosas” estaba “la vejez prematura[,] así como gravísimas enfermedades”. De igual forma, afirmó que el tabaco “precipita la vejez por la acción deprimente que su acción ejerce sobre los centros nerviosos […] embota los sentidos y oscurece la inteligencia”.42
Patología
Los trastornos anatómicos y fisiológicos de los órganos y tejidos de los ancianos fue un tópico en el que un grupo de estudiantes centraron su atención. El estudio de las cataratas fue el tema de tesis de cinco jóvenes médicos,43 aunque sólo dos de ellos se especializaron en la de los viejos. En 1891, Agustín Nieto y Mena defendió su tesis intitulada Breves consideraciones sobre la operación de las cataratas seniles, que definió como “una de las más brillantes operaciones de la cirugía ocular”.44 De acuerdo con Nieto y Mena, estas tienden a desarrollarse “en la edad adulta y en la vejez”;45 sin embargo, no definió lo que entendía por dichos términos. Una situación equivalente apareció en el texto de Teodoro Swayne, en el cual, si bien tampoco definió ni caracterizó a la última etapa de la vida, sostuvo que “este tipo de catarata era frecuente después de pasar los 50 años, pero ocasionalmente […] entre los cuarenta y cincuenta”.46
En La Medicina Científica, Juan Soler y Roig colaboró con una serie de artículos como: el estudio de la patología del encéfalo,47 una serie de enfermedades que fueron consideradas como propias de los viejos,48 una discusión respecto al aparato respiratorio, en general,49 y de los pulmones, en particular.50
Otras recomendaciones
Sugerencias acerca de la importancia de vivir en un clima favorable y mantener una temperatura corporal adecuada, sobre todo durante el invierno, fueron recomendaciones recurrentes dirigidas a los ancianos. De acuerdo con Soler y Roig, en esa época era recomendable “tomar baños calientes” (aunque fríos durante el resto del año) y recibir masajes corporales, con el objetivo de “retardar la involución senil de la piel”.51
Llama la atención que también se considerara en los artículos médicos la higiene del sueño en el anciano. La Farmacia hizo un llamado para evitar “las múltiples enfermedades que diezman a la senectud en esta época de fríos”; de esta manera, los ancianos debían pernoctar a las 9 de la noche y despertar a las 8 de la mañana “debiéndose lavar todo el cuerpo con agua fría”.52 Por un lado, Soler y Roig recomendó al sector provecto de la población “recostarse a tempana hora y dejar la cama al rayar el alba”,53 mientras que, por el otro, la nota aparecida en La Farmacia sugería calentar la cama con el calor de una persona sana, robusta y joven para que transfiriera al cuerpo del viejo “energías de vida y de salud”.54
Otro consejo que debían seguir los ancianos para mantenerse saludables era llevar una “actividad orgánica e intelectual”, consistente en ejercicios físicos (evitando cualquier tipo de emoción fuerte, pues era considerada como un detonante de la apoplejía), así como respirar aire puro y oxigenado, de preferencia en un ambiente rural “en donde hallará grata expansión el espíritu”. Una restricción que alcanzó consenso entre los médicos fue en relación a su asistencia a los teatros, casinos y cafés para evitar un ambiente viciado y mantener “una vida metódica y sosegada”. Soler y Roig afirmaba que, de seguir al pie de la letra estas instrucciones, así como los preceptos higiénicos, el anciano “tendrá otra ventaja que le hará aspirar y vivir dilatados años”.55
Otro tema de importancia en el cuidado del anciano fue el del aseo corporal, entendido como una serie de prácticas y hábitos indispensable para preservar la salud y prevenir la enfermedad. De este modo, en libros de medicina doméstica o en periódicos y revistas, aparecieron artículos que contenían información sobre las medidas que debían ser adoptadas tanto por la población vieja como por el resto de los grupos etarios para evitar enfermedades.56
El delicado tema de la sexualidad fue tratado por Juan Soler y Roig, y su reflexión fue dirigida exclusivamente al varón (hubiera resultado sorprendente que no lo fuera así durante el siglo XIX). En “Higiene de la involución senil”, se refirió a este tema y recomendó al anciano “ser carcelero indómito de las pasiones” y rendir un ferviente culto a la castidad si es que era su deseo prolongar la existencia. Recordó que debía practicarse la mens sana in corpore sano, y, para hacerlo el hombre no debía sentir “más amor que por Dios ni más cariño que por su familia”.57
Estas recomendaciones y observaciones en torno al envejecimiento, que fueron leídas y comentadas por los lectores de las anteriores publicaciones médicas, muestran una preocupación por comprender la biología del proceso, así como por tomar medidas preventivas para llevar una vejez saludable.
Me parece fundamental hacer esta distinción, pues las reflexiones de los médicos e higienistas reflejan una ruptura total con la visión sobre la vejez que pervivió al menos hasta principios del siglo XIX en Europa y en los Estados Unidos, puesto que el envejecimiento dejó de ser un sinónimo de enfermedad para convertirse en parte del ciclo vital humano. De esta manera, se buscó prolongar la vida y se dejó atrás la idea de abrazar una última etapa que sólo representaba la decadencia previa a la muerte. Si bien fue aceptado que en algún momento esta tendría que hacer su aparición, cada vez cobró mayor fuerza la idea de retrasar su llegada o de llegar a ella en posesión de la mayoría de las facultades.
Tengamos en mente que las reflexiones de Juan Soler y Roig y de José María Bandera acerca del envejecimiento no obedecieron exclusivamente a la cercanía con el proceso biológico. De acuerdo con la sociología del tiempo, ellos no vivieron un periodo único, sino que “existió uno organizado y soportado por distintos grupos sociales, por distintas capas de edad”, es decir, una pluralidad de tiempos sociales conjugados para que emergiera la preocupación por estudiar un nuevo campo de conocimiento.58
Las consideraciones respecto al envejecimiento aparecieron en otro tipo de documentos, esta vez dirigidos a un público más amplio. Fue el caso de los manuales de higiene que surgieron como un medio alternativo de información sobre los avances médicos.
Los manuales y los textos de higiene
A partir del surgimiento de la bacteriología, en el último tercio del siglo XIX, se amplió el conocimiento en torno a los orígenes de las enfermedades así como de los métodos para prevenirlas o combatirlas. Estas ideas llegaron a México y tuvieron como consecuencia que tanto galenos consagrados como estudiantes de medicina publicaran una notable cantidad de trabajos al respecto. Uno de ellos, Carlos Orozco, en su tesis, afirmó que el objetivo de la terapéutica y de la higiene “no era sólo volver al organismo a su estado anterior una vez desviado del tipo normal sino prevenir estas alteraciones”.59
Claudia Agostoni señala que fue precisamente durante el Porfiriato “cuando la higiene se consolidó como un campo específico de tratamiento terapéutico social”.60 Tal vez por esta razón algunas opiniones sugirieron que:
Los higienistas de México y Guadalajara simplemente repetían esos principios persuadidos de que era lo único y lo mejor que había al respecto, aunque no faltaron discrepancias que resultaron vanas ante la vorágine de la civilización y el progreso.61
Un mecanismo mediante el cual se difundió la idea de potenciar la sanidad y la profilaxis en los distintos grupos etarios fueron los manuales de higiene, en los que plasmaron una serie de sugerencias a la población para que cuidaran su salud y emprendieran acciones que previnieran la enfermedad.62 Aunque ya existían desde principios del siglo XIX, en este apartado me concentraré en los que aparecieron a partir de la segunda mitad, pues en ellos ubiqué alusiones al envejecimiento y a la vejez.
En 1864, se publicó la tercera edición de los Elementos de higiene privada o arte de conservar la salud del individuo, escrito por el médico barcelonés Felipe Monlau y Roca (1808-1871), en donde se resumió “lo más esencial del arte de conservar la salud”.63 El autor clasificó la vida del hombre en cinco periodos: infancia, puericia, juventud, virilidad y vejez.64 De acuerdo con el galeno, los principales elementos para alcanzar la longevidad fueron “el ejercicio físico y la templanza en el comer y en el beber”, aunque recalcó que el exceso de actividad o “ejercicio activo inmoderado” era una de las razones que agotaban al sistema nervioso y cansaban a los sentidos, produciendo, entre otras cosas, la vejez prematura.
Recomendó la práctica de los “ejercicios pasivos”, porque en ellos el individuo no se mueve sino que es movido, como en el caso de los paseos en carruaje y la navegación, pues “en la vejez el mareo es menos violento”. Para Monlau, igual o más importante que el ejercicio era el sueño “natural, tranquilo y de duración conveniente”; si el sueño no era continuo, no se repararían las fuerzas y los órganos se desgastarían prematuramente: “nada avejenta tanto como un sueño insuficiente”.65
El manual indicaba que el viejo debía respirar un aire puro y seco, así como evitar todas las temperaturas extremas “especialmente las húmedas y frías”. Sostenía que era muy complejo el cambio de residencia para el anciano. Respecto a las enfermedades respiratorias, se aconsejaba vestir al viejo “de invierno ya desde otoño”, los baños tibios y una dieta medianamente sustanciosa. Beber vinos dulces era recomendado en esta etapa, aunque se sugería no hacer demasiado caso al dicho popular “el vino es la leche de los viejos”. Finalmente, Monlau azuzó a los parientes del anciano “a tenerle contento, no contrariándole, disimulándole sus defectos y sus impertinencias”.66
La importancia del texto de Monlau radica en la idea de mirar a la vejez no como una época de trastornos fisiológicos, sino como una oportunidad para vivir los últimos años desarrollando sin mayores complicaciones actividades cotidianas. Sin embargo, pasarían algunas décadas para que esta visión pudiera ser compartida por otros médicos, y, aún así, en ocasiones, sus posturas fueron contradictorias.
En nuestro país, en 1865 fue publicado el Manual de higiene privada para uso de toda clase de personas y dedicado especialmente a la juventud, escrito por el mexicano Juan Ramírez. El texto recomendó una serie de acciones, entre las que destacaron: permitir la libre circulación de aire al interior de la casas; permanecer en lugares cálidos (pues favorecía la digestión); efectuar actividades físicas; favorecer el sueño “como reparador de fuerzas” y llevar una alimentación ni escasa ni en exceso. Ramírez afirmó que aunque en los primeros periodos de la vida el consumo de bebidas alcohólicas o fermentadas era dañino, eran muy recomendables “en la edad avanzada”.67
Catorce años después, fue posible conseguir en México el Diccionario de Medicina Popular y Ciencias Accesorias, cuyo autor fue el médico de origen polaco Pedro Luis Napoléon Chernoviz (1812-1882), quien afirmó: “a la vejez es a quien más importa el conocimiento y la práctica de los preceptos higiénicos”. Chernoviz recomendó una serie de acciones para este grupo etario: sustituir alimentos indigestos y abundantes, “sobre todo después de la caída de los dientes”, por el caldo, la leche, los puches, las féculas, los huevos, los vegetales y los pescados; masticar varias veces los alimentos; usar más condimentos en las comidas, pues “favorecen la acción del estómago aumentando su energía”; beber de manera moderada café, té y licores; llevar a cabo una actividad física “que no llegue a fatigar”, y tomar baños templados evitando hacerlo con agua fría. Asimismo, recomendó hacer lo posible por respirar aire puro, así como por vivir en el campo durante la vejez, y, en época de frío abrigarse apropiadamente. Respecto a la pérdida de la potencia viril, señaló que era preciso resignarse “al decreto sancionado por la naturaleza y no solicitar por medio de la imaginación o por los medicamentos excitantes fuerzas artificiales cuyo favor puede costar muy caro”. Para combatir las pasiones sugería “las distracciones favorables y el recreo del ánimo”. En este sentido, retomó lo recomendado por el filósofo romano Marco Tulio Cicerón en cuanto al cultivo de las letras “en esta edad tan fecunda en pesares”.68
La preocupación por el estudio y la puesta en práctica de los preceptos higiénicos no fue exclusiva de la Ciudad de México. En 1894, y con la rúbrica del médico Jesús Díaz de León, fueron publicados sus Apuntes para el estudio de la higiene en Aguascalientes. En sus palabras, la higiene:
[…] no sólo tiene por objeto el indicar los medios para evitar las enfermedades y saberse precaver de las influencias de los medios, sino que debe atender al fácil desenvolvimiento del individuo en el medio físico y social, es decir, que concurre de una manera directa a su perfeccionamiento físico, intelectual y moral.69
El modificador biológico o individual comprendió elementos tales como: el sexo, la edad, la herencia, el temperamento, las costumbres, la educación y el trabajo. Respecto a la vejez, el único aspecto en que esta apareció fue una estadística de las defunciones en el periodo 1883-1887, así como una clasificación en la cual “las enfermedades propias de los viejos” dieron como consecuencia que “la muerte por decrepitud no sea cosa rara”.70
En 1897, el médico militar Máximo Silva, egresado de la Facultad de Medicina, preocupado por “popularizar los conocimientos más indispensables de la higiene”, publicó el primero de dos estudios relacionados con el tema. En trescientas cuatro cuartillas, sus Sencillos preceptos de higiene se tradujeron en una serie de “nociones y reglas de utilidad práctica para el público”. Para Silva, la higiene cuidaba del hombre “amparándolo en la infancia, robusteciéndolo en la edad adulta y sirviéndole de báculo en la vejez”.71 Sin embargo, y aunque la nombró en la introducción de su texto, la vejez permaneció ausente en esta primera entrega de Máximo Silva.
Las tesis sobre aspectos relacionados con la higiene fueron otro tipo de textos en donde se aprecia la predilección de los estudiantes universitarios por explorar nuevos saberes científicos. En abril de 1908, Miguel Galindo72 presentó su tesis para recibirse como médico: Apuntes para la higiene en Guadalajara. Al igual que su colega en Aguascalientes, Galindo dividió su trabajo en apartados que estudiaron la geografía de la ciudad, el agua de uso común y la higiene privada que, entre otras cosas, comprendió un análisis acerca de la vivienda. La diferencia en la investigación de Galindo fue que analizó la higiene pública (administración sanitaria, vías de comunicación, establecimientos de asistencia para distintos sectores de la población) y dedicó un apartado a profundizar en torno a la población de Guadalajara.73
Para el estudiante de medicina, la población se dividía en tres grupos: niños, adultos y ancianos. Galindo aseveró:
[…] niños y ancianos son una carga para la sociedad puesto que consumen y nada producen, unos porque todavía no pueden producir y otros porque ya no pueden producir; los primeros son una esperanza, los segundos un recuerdo; los primeros constituyen una promesa, los segundos una carga; los primeros son una ilusión, los segundos son tan sólo una pasada gloria.74
En este aspecto, su interés consistió en comparar a los tres grupos etarios, pero, al carecer de datos estadísticos, sólo pudo formular un par de aseveraciones: por un lado, el aumento de niños era una prueba del buen estado de sus progenitores; por el otro, la disminución de criaturas y “el aumento desproporcionado de vejeces” eran fenómenos que debían alarmar al higienista. Asimismo, afirmó que, de acuerdo con la mayoría de las estadísticas mundiales, la longevidad era mayor “en los casados que en los solteros y en los viudos”.75
Aunque Galindo enfatizó la edad como un aspecto fundamental al momento de contraer matrimonio (era difícil encontrar a varones que se casaran después de los 45 años y ninguna mujer lo hacía después de los 20), presentó dos tablas que cuestionaron seriamente su afirmación (véanse Tabla 1 y Tabla 2).
Edad | |||||
Año | 14 a 20 | 20 a 30 | 30 a 45 | 45 a 60 | Más de 60 |
1904 | 175 | 446 | 139 | 59 | 6 |
1905 | 96 | 418 | 160 | 44 | 5 |
1906 | 135 | 389 | 118 | 39 | 2 |
1907 | 51 | 245 | 122 | 36 | 11 |
Sumas | 457 | 1498 | 539 | 178 | 24 |
Fuente: Miguel Galindo, op. cit., p. 14.
Edad | |||||
Año | 14 a 20 | 20 a 30 | 30 a 45 | 45 a 60 | Más de 60 |
1904 | 411 | 308 | 78 | 24 | 2 |
1905 | 324 | 296 | 84 | 18 | 1 |
1906 | 322 | 273 | 80 | 7 | 1 |
1907 | 167 | 200 | 79 | 19 | 2 |
Sumas | 1224 | 1077 | 321 | 68 | 6 |
Fuente: Miguel Galindo, op. cit., p. 14.
El estudio brindó estadísticas respecto a la mortalidad de los habitantes de Guadalajara. Para ello, Galindo dividió la edad en cinco periodos: del nacimiento a los 12 años; de los 12 a los 25 años; de los 25 a los 50; de los 50 a los 70, y, por último, de los 70 a los 90. De acuerdo con él, la relación de la edad con la mortalidad “presenta complicadas conexiones por donde quiera y casi no tiene importancia su estudio”. Como la mayoría de los médicos e higienistas mexicanos, Galindo profundizó más en el primer periodo, por parecerle el más importante y porque “grande es la predilección de la muerte por los individuos menores de 12 años”.76 En otras palabras, el análisis sobre la madurez y la vejez quedó relegado.
Tanto el trabajo de Díaz de León como el de Galindo fueron importantes esfuerzos por ampliar la mirada en sus respectivos estados; sin embargo, presentaron escasa información sobre las personas mayores de 50 años. Esto puede ser explicado con base en el énfasis de la medicina porfiriana por reducir la mortalidad infantil en vez de ocuparse de un grupo destinado a sufrir los embates de su avanzada edad.
En 1917, dos décadas después de que saliera a la luz su primer trabajo, Máximo Silva publicó un segundo manual de higiene, gracias a “su concienzuda y fatigosa labor profesional de más de veinticinco años”. Al igual que en su texto de 1897, indicó: “[la higiene] cuida al hombre desde antes de nacer y lo sigue en todas las peripecias de la vida como su ángel tutelar; amparándolo en la infancia, robusteciéndolo en la edad adulta y sirviéndole de báculo en la vejez”.77
Si en su primer texto la ausencia de alocuciones a la vejez fue notoria, en el segundo hizo votos por “llegar a la vejez sin achaques muy molestos ni enfermedades destructoras”.78 Sin embargo, en su libro no se encuentra un apartado especial para el público envejecido, pues, como he sostenido, la vejez distaba de ser un campo médico de estudio. En el caso de los textos de Máximo Silva, observamos el lento avance respecto a la reflexión en torno al envejecimiento.
Una de las pocas alusiones a este grupo etario se encuentra en su apartado sobre la alimentación, tema que -como se ha visto- fue un aspecto frecuentemente relacionado con la vejez. Silva argumentó que, siguiendo adecuados hábitos alimenticios, sería factible alcanzar la longevidad.79 Además, invitó a sus lectores a pensar en la vejez: “sin aprensión […] esperemos que un día llegará en el que podremos contemplar la aproximación de Átropos80 como un simple proceso fisiológico, tan natural como el del sueño”.81
Quizá debido a la madurez de sus ideas entre el primer y segundo trabajo, gracias al creciente interés por reflexionar acerca de la última etapa de la vida o, incluso, a que Máximo Silva se aproximó a su propia vejez, este la consideró no como una enfermedad sino como “una evolución, una fase natural de la vida, el periodo de nuestra existencia en donde el organismo se atrofia”. Por esa razón, hizo un llamado a la prevención como mecanismo para retardar aquella evolución, sometiéndose a una dieta moderada para evitar “los accidentes que ocasiona la senectud”.82
Conclusiones
En este texto he mostrado que la reflexión sobre el envejecimiento ha acompañado al ser humano a lo largo de su recorrido histórico, aunque no fue sino hasta finales del siglo XVIII, cuando se le intentó explicar en distintas latitudes de una manera empírica y racional. Fue hasta ese momento cuando la curiosidad científica de algunos galenos e higienistas dejó constancia de ello en diversas publicaciones, lo que marcó el origen de una incipiente preocupación al respecto.
Algunos de estos materiales de manufactura europea circularon en México y es probable que algunos especialistas hayan entrado en contacto con ellos, a juzgar por la similitud de sus contenidos. De tal suerte, afirmo que desde las postrimerías del siglo XIX aparecieron en distintas publicaciones médicas mexicanas textos que reflejaron la germinación de un nuevo campo de estudio en el cual médicos, estudiantes e higienistas mexicanos hicieron las primeras aportaciones: el envejecimiento.
Esto no quiere decir, de ninguna manera, que los estudios en torno al envejecimiento (o sobre la gerontología) se hayan tratado de una disciplina consolidada; todo lo contrario: tanto médicos como estudiantes de medicina fueron los primeros en reflexionar acerca del envejecimiento en México, aunque no he logrado mostrar con claridad en qué medida dichos autores conocieron o dialogaron con galenos extranjeros. Sin embargo, llaman la atención algunas contradicciones suscitadas entre los médicos en el Viejo y el Nuevo Mundo.
Por ejemplo, en el caso de la ingesta de bebidas alcohólicas, notamos posturas encontradas entre Felipe Monlau, Juan Soler y Roig y Juan Ramírez; mientras el primero recomendó beber vinos dulces durante la vejez, los segundos los consideraron nocivos para los viejos. De igual manera, es curiosa la actitud de médicos extranjeros como Charles Edward Brown Sequard, Víctor DeLespinasse o Víctor Voronoff, quienes experimentaron diversas formas de combatir el proceso del envejecimiento, al contrario del médico mexicano Máximo Silva, quien pensaba que la vejez se trataba de una etapa de resignación.
En mi opinión, lo anterior está relacionado con elementos propios del mundo sociocultural de la época, así como con la cada vez mayor cercanía con el envejecimiento en el continente europeo, lo cual los llevó a considerar otras alternativas para alargar la vida. Hasta donde he investigado, en la clase popular mexicana se optó por la resignación ante la llegada de la vejez, mientras que la clase media y los grupos privilegiados tuvieron acceso a otros remedios, como tónicos para combatir el proceso de envejecimiento.
En este estudio he mostrado que, si bien los artículos científicos acerca del envejecimiento fueron escasos, estos se complementaron con los textos aparecidos en los manuales de higiene y que aludieron a una serie de recomendaciones y prescripciones higiénicas; así, aunque la mayoría de estos manuales se enfocaron en la población infantil y adulta, algunos revisaron una serie de aspectos relacionados con la salud de los viejos.
Finalmente, si bien afirmo que la gerontología no se trató de una disciplina consolidada en el periodo de estudio, ni que el análisis del envejecimiento o el tratamiento de las enfermedades de los viejos se haya constituido como una preocupación del Estado, en estas cuartillas he mostrado que, desde México, algunos médicos y estudiantes de medicina consideraron que el envejecimiento como proceso y la vejez como etapa debían ser objetos de reflexión desde la perspectiva médica.
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