Introducción
La definición del intelectual ha sido un debate ampliamente visitado. Los escritos de Dosse,1 Altamirano,2 Picó y Pecourt,3 Devés,4 Sigal,5 Gillman6 y Beigel7 son ejemplos recientes de una discusión historiográfica que gira en torno a las siguientes incógnitas: ¿quiénes cumplen esa función?, ¿cómo participan de la opinión pública? ¿De qué forma se vincula la creación de saberes con los poderes políticos e institucionales?, ¿cuánta autonomía detentan y cómo se relacionan con los procesos de cambio social? Para el caso chileno, la definición que hicieron los mismos intelectuales respecto de sí mismos y su función político-social ha sido un tema controversial, particularmente para las décadas comprendidas entre 1960 y 1990. Durante estos años, se indica que se produjo un aparente cambio en la autodefinición axiológica y funcional de estos actores, la cual transformó sus identidades y sus maneras de actuar en la sociedad. El cambio más radical lo experimentaron los intelectuales de izquierda, quienes pasaron de ser colaboradores activos en la construcción del socialismo -al participar de una "contaminación" o "imbricación" entre los campos político e intelectual, con predominio del uso de un marxismo heterodoxo, aunque aplicado de forma dogmática- a convertirse en sujetos que, criticando esta participación, optaron por la redefinición de su identidad hacia una más neutra y cientifista, cercana al experto o tecnócrata, actitud que favoreció una menor ideologización social.
Puesto que estos debates fueron expresados por los mismos actores y constituyen parte de los procesos culturales y políticos de la historia reciente, exploraremos esas construcciones identitarias en el transcurso de estas décadas para analizar las formas sociales de la política y, por medio de ello, historizar los deslindes del campo de lo político. En ese sentido, fueron los propios intelectuales quienes, al ampliar o estrechar lo que se constituye como político, autodefinieron su papel y funciones en la sociedad. Nos concentramos en los científicos sociales de izquierda, básicamente, porque fue en esta área donde la temática del intelectual constituyó un eje crucial respecto a la posibilidad de cambio al socialismo o en la reconquista democrática.
Cabe indicar, además, que las ciencias sociales experimentaban un fuerte crecimiento hacia finales de la década de 1950. Según José Joaquín Brunner,8 la matrícula en carreras universitarias en ciencias sociales pasó de 2.5% en 1950 a 14.6% en 1970. Si bien el aumento fue significativo en toda América Latina, Chile consignaba un crecimiento mayor. Por ejemplo, en el campo de la sociología, se pasó de 22 alumnos en 1958 a 1 000 matriculados en 1973. Por otra parte, tanto la ciencia política como la historiografía experimentaron un crecimiento sostenido, aunque menor.
Las razones de este crecimiento estuvieron asociadas a factores endógenos y exógenos. Dentro de los primeros, se encuentran aquellos que remiten a la formación de cuerpos profesionales calificados y disponibles para "emprender tareas de análisis social y dispuesto a incorporarse a las intelligentsia de los cientistas sociales"; "el surgimiento de un mercado académico de posiciones y recursos con capacidad para absorber" la abundancia de este personal; la competencia por recursos y prestigio en espacios institucionales, los cuales comenzaban a mostrar límites estructurales en su reproducción, así como un mercado de proyectos internacionales y nacionales en el que se reforzaban los requerimientos de una oferta calificada.9
Los factores exógenos remiten a la identificación de los límites de un conjunto de expectativas de transformación social, económica y cultural, que constituían el universo simbólico en el cual las ciencias sociales se dotaban de legitimidad, no sólo para comprender los procesos históricos, sino también para transformarlos. A partir de 1964 y hasta 1973, la necesidad de cientistas sociales para asumir las iniciativas "reformistas" y "revolucionarias" conducidas por los gobiernos de Frei y Allende fortalecieron el crecimiento de estos intelectuales.
Una ciencia social comprometida con los cambios sociales se legitimó en un doble sentido. Por un lado, al alero de una actitud tecnocrática que venía configurándose desde las primeras décadas del siglo XX y que validaba la acción de "expertos" en la gestión y administración de lo público. Por otro, al consolidarse un prototipo de intelectual que no podía aislarse en la ciencia pura o en el espacio académico tradicional, sino que debía poner su actividad racional y de lectura de realidad al servicio de los cambios sociales. La ciencia social se volvía militante y los intelectuales comprometidos sus ejecutores. El gobierno de la Unidad Popular y la demanda de cuadros intelectuales y técnicos para colaborar en la realización del proyecto chileno socialista coronó este proceso iniciado en la década de 1950. Tal como lo plantea Brunner, entre 1970 y 1973 se generó un amplio "espacio para la función ideológica de los intelectuales y de los analistas sociales. Su palabra es escuchada, tomada en cuenta; en breve valorizada dentro del mercado ideológico-político como nunca antes había ocurrido. Es el período de oro de los intelectuales progresistas".10
Debido a que la discusión acerca de la definición y el papel del intelectual se convirtió en un tema apropiado y desarrollado por los científicos económico-sociales, ampliando el marco de la filosofía y de las artes para convertirse en un objeto de investigación social y un debate político contingente, serán estos sujetos en quienes concentraremos nuestro análisis.
La extensa década de 1960: breve cartografía del campo intelectual de izquierda en Chile
Las discusiones de los científicos sociales de la década de 1960 sobre el ser intelectual se instituyeron a partir de dos procesos fundamentales: primero, el desarrollo y prestigio que adquirieron las ideologías de izquierda en el continente desde el triunfo de la Revolución cubana, y, segundo, lo que Bauman llamaría el toque de reunión,11 es decir, la constitución de una identidad y cohesión a partir de la institucionalización de las ciencias sociales.12 Este proceso consistió en la superación de la sociología de cátedra y ensayística para fundar escuelas de ciencias sociales que formaran profesionales en el área y desarrollaran investigación13 para aportar al mejoramiento de la gestión pública y a las transformaciones económico-sociales que se presentaban como urgentes. En el caso chileno, la Universidad de Chile, la Pontificia Universidad Católica de Santiago y la Universidad de Concepción fueron las primeras en inaugurar estos espacios institucionales14 desde donde investigaron y debatieron los intelectuales nacionales y extranjeros del área, estimulados por las tensiones del momento y los proyectos políticos de cada cual.
Compartimos con Vezzetti15 la propuesta respecto a que el estudio del debate intelectual de los cientistas económico-sociales de la década de 1960 no se llevó a cabo sólo en torno a sus ideas, ya que, cuando "las ideas son indagadas como formas de acción, prácticas de intervención que arrastran filiaciones, establecen obligaciones y buscan producir efectos, la política no es allí externa o contextual sino [que] resulta fundamental para el desarrollo del trabajo".16
El contexto político fue contenido y telón de fondo de las discusiones de los cientistas sociales, quienes en toda América Latina se hacían preguntas similares. Una de ellas tenía que ver con su propia identidad: ¿cuáles son el papel y las características que los intelectuales debían cumplir en el desarrollo de sus países? En Chile, la controversia formal en torno a este tópico comenzó a partir de la segunda mitad de la década de 1960 y se articuló alrededor de cuatro ejes característicos. Primero, las discusiones intelectuales provinieron de cientistas sociales de distintas partes del mundo, reunidos en espacios académicos por diversas circunstancias, lo que les dio un marcado tono latinoamericanista. Segundo, si bien tuvo un claro tinte político, la discusión se desarrolló dentro de una comunidad académica institucional, utilizando los espacios que le eran propios, como universidades, centros académicos independientes y revistas. Tercero, los cientistas sociales estaban comprometidos políticamente y, la mayoría, vinculados a organizaciones de izquierda -Partido Socialista, Partido Comunista, Movimiento de Izquierda Revolucionaria, Movimiento de Acción Popular Unitaria e Izquierda Cristiana-; por lo tanto, compartían un conjunto de premisas respecto a la crisis del capitalismo latinoamericano dependiente y la inminencia del socialismo.17 Cuarto y último, es necesario tener en cuenta que, si bien "el marxismo era omnipresente en los ámbitos académicos, pues era considerado una de las teorías más avanzadas para pensar los conflictos sociales",18 el leninismo también desempeñó un papel importante como referencia político-intelectual.19 Sobre la base de estos ejes, definiremos cuáles fueron los marcos de la discusión, quiénes eran los intelectuales, qué debatían y cuáles fueron los tópicos más relevantes del debate.
La pregunta acerca de qué es ser un intelectual se dio en torno a los desafíos del desarrollo y el papel que debía cumplir, entendiendo que había una disputa entre proyectos y paradigmas. Economistas, sociólogos y politólogos tocaron el tema a partir de investigaciones específicas, gracias a las cuales se preguntaron sobre su papel y la utilidad de sus estudios, desde su relación con una realidad contingente y el vínculo con la estructura que, como expertos, eran capaces de observar, explicar y evaluar, con herramientas de las ciencias sociales y bajo las concepciones proyectuales del marxismo. La discusión acerca de las vías y formas necesarias para la transformación social, el tipo de universidad que necesitaba el país y las herramientas interpretativas de la realidad generaron una introspección en los intelectuales y una ampliación de los contenidos del debate. Éste comenzaba decretando la imposibilidad de la objetividad positivista y la falsedad de la neutralidad; alentaba el compromiso del intelectual y, sobre todo, el compromiso de la obra.20
Los intelectuales del subcontinente se pensaban a sí mismos y a la realidad política y social de la región para buscar una salida al subdesarrollo. Este enfoque se reforzaba con la recepción nacional de la elaboración teórica latinoamericana, las redes y la circulación de los propios intelectuales.21 Si Cuba, Casa de las Américas y el identitarismo latinoamericano fueron la referencia obligada para los literatos, la Comisión Económica para America Latina (CEPAL) y la Teoría de la Dependencia fueron los ejes sobre los cuales se estructuró el pensamiento del cientista social de la década de 1960. El dependentismo implicó un giro en el estudio sociológico de América Latina, al apartarse del enfoque parsoniano que planteaba la evolución etapista de las sociedades. Si bien dentro de los dependentistas existieron enconados debates, lo central de su propuesta radicaba en un análisis de las estructuras económico-sociales, en relación con la formación y expansión del capitalismo, que habría incorporado a América Latina a este modelo de producción sin haber experimentado los procesos de revolución industrial. Si en la esfera de la circulación o la de la producción se concentraba el valor de lo que América Latina entregaba al mundo, esto se complementaba con la teoría de los intercambios desiguales, base inicial desarrollada en la CEPAL.
La teoría se fundó en el concepto sociopolítico de dependencia que enriqueció la noción de desarrollo, a partir de las reflexiones provenientes de la heterodoxia marxista proclamada por intelectuales como Paul Barán y André Gunder Frank.22 Como señala Devés23 -y como podemos encontrar en los distintos artículos publicados en las revistas del Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO), de la Universidad de Chile y el Centro de Estudios de la Realidad (CEREN), de la Universidad Católica-, la educación, la justicia, la construcción barrial, las comunicaciones y hasta la estrategia político-militar podían ser analizadas e interpretadas desde la perspectiva de la dependencia: en los análisis había siempre una propuesta de transformación.
El dependentismo no se trataba sólo de una perspectiva marxista, sino de un marxismo tercermundista y latinoamericano que intentaba desprenderse del centralismo europeo, no sin antes reconocer las deficiencias,24 es decir -en palabras de la época-, que la élite académica "no se [sentía] atraída a observar detenidamente la realidad autóctona, presenta[ba] una inercia a crear modelos propios y con cierta frecuencia, recurre a modelos ideológicos foráneos".25
El canon denunciado era el funcionalismo que, según la crítica, se disfrazaba de objetividad, "axiológicamente neutro, desligado de las contingencias valorativas".26 Desde esta perspectiva, no existía una tensión entre el compromiso político y la pretensión científica de la sociología y la economía, sino que se denunciaba la actuación -como espejo ideológico-, que impedía ver el condicionamiento que la cultura hegemónica imponía a la ciencia. En cambio, para los intelectuales de izquierda, el marxismo latinoamericanista implicaba descorrer el velo, ver la realidad tal cual era y lograr los compromisos necesarios para transformarla.
En Chile, las discusiones político-académicas se dieron en las instituciones donde estos sujetos llevaban a cabo sus investigaciones: la CEPAL; el CESO; el CEREN; la Escuela de Sociología de la Universidad de Concepción, y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). La circulación se efectuaba por medio de revistas académicas y otras de carácter más político. Entre las primeras, estaban Sociedad y Desarrollo, del CESO; Cuadernos de la Realidad Nacional, del CEREN, y Boletín y Documentos de Trabajo, de la FLACSO; entre las segundas, las revistas Punto Final y Principios, además del semanario Chile Hoy. Los seminarios, congresos partidarios, círculos de lectura y análisis de El Capital también fueron instancias en las que se discutió el proyecto de construcción socialista y el papel de los intelectuales en ese proceso.
Los espacios de investigación sociológica y sus revistas académicas fueron fundados para pensar el desarrollo del país, incorporando un enfoque cientificista de la realidad. La ciencia debía estar al servicio del proyecto nacional, por lo que su relación con el desarrollo y el Estado estuvo presente desde su origen en la década de 1950. En esa época, las exigencias de la "modernización" suscitaron el cuestionamiento a las estructuras anquilosadas de las universidades y se diagnosticó su crisis y la necesidad de una reforma. Asimismo, la izquierdización que se produjo en el campo intelectual guió la reforma de los espacios académicos, pero también condujo a la "constatación" de que las ciencias sociales y su estado de desarrollo no permitían aportar a la transformación de la sociedad. La izquierdización no se sustentó sólo en la vinculación teórica de los intelectuales al marxismo, sino también en la militancia expresa de la mayoría de sus miembros en los partidos de izquierda27 y en la adscripción -también expresa- de las revistas Cuadernos de la Realidad Nacional y Sociedad y Desarrollo al proyecto socialista de la Unidad Popular.28
Desde la izquierda, se proclamaba la muerte de los viejos paradigmas, del método, de las herramientas y del enfoque centralista, los cuales habían dado origen a las disciplinas y era urgente modificar. Lalive D'Epinay29 destacaba en Cuadernos de la Realidad Nacional, en 1971, la madurez de una generación de sociólogos latinoamericanos para romper teóricamente con los centros hegemónicos de pensamiento: "América Latina es seguramente la primera región del tercer mundo donde los estudios autóctonos referentes a ella misma denotan una calidad superior a la producción, sobre esos mismos temas, de los investigadores europeos o norteamericanos".30
La primera crítica se orientaba al financiamiento de los centros de investigación por parte de las instituciones del Primer Mundo, así como a la dependencia que esto generaba.31 Al respecto, Patricio Biedma32 advertía que, cuando la ciencia alcanzaba cierto grado de complejidad y desarrollo que le hacía necesario buscar financiamientos externos:
[...] el científico firma[ba] el "cheque en blanco" de su sabiduría. El propietario del dinero que, en otro nivel, es el capitalista, no resulta ser un individuo aislado y fácilmente engañable, no financia aquello que de alguna o de otra manera no le traiga cierto beneficio.33
Se proponía que las fundaciones financistas debían reconocer la legitimidad de la aspiración latinoamericana de superar la dependencia, además del derecho y el deber que tenían las universidades de ser intérpretes de los más auténticos valores nacionales.34 Por otro lado, además de afirmar la justa necesidad de libertad intelectual, también se enfatizaba que en América Latina había primado una "intelectualidad dependiente", que continuaba pensando la revolución con conceptos marcados por la dependencia cultural, "hecho favorecido y facilitado por el marco de democracia formal en el cual se gesta el proceso chileno, donde el liberalismo en materia universitaria aún no se ve afectado por un cuestionamiento radical".35
Los cientistas sociales que participaban de esta discusión provenían de distintas realidades nacionales. Importantes centros de estudios acogieron a varios expulsados de diferentes países, lo que hizo de Chile un centro de atracción y reunión de intelectuales.36 Algunos, como André Gunder Frank, venían desde los criticados centros hegemónicos de pensamiento,37 y en este grupo destacaban el matrimonio de Armand y Michele Mattelart, así como Franz Hinkelamert. Con ellos se encontraban latinoamericanos que -en el caso de los brasileños Theotonio Dos Santos, Ruy Mauro Marini y Vania Bambirra-38 llegaron a Chile con tres experiencias fundamentales: haber participado de importantes espacios académicos, como la Universidad de Brasilia; haber militado en la POLOP,39 y haber vivido uno de los primeros golpes de Estado de los llamados de seguridad nacional del Cono Sur. 40 Entre los argentinos, existieron algunos científicos sociales jóvenes, como Hugo Perret y Patricio Biedma, y otros con mayor trayectoria, como Néstor D'Alessio o Juan Carlos Marín,41 quienes eran parte de los investigadores del Proyecto Marginalidad y habían enfrentado las mismas discusiones sobre la autonomía y el financiamiento de la investigación social en América Latina.42
Entre los chilenos, había intelectuales de distinta edad, adscripción política y carrera académica. Los más experimentados eran Eduardo Hamuy y Jacques Chonchol, militantes demócratacristianos, vinculados fuertemente con la Revolución en Libertad43 y alejados de la concepción anticomunista del belga Roger Vekemans, fundador de la escuela de sociología en la Universidad Católica. Había también otro grupo de sociólogos más jóvenes, como Roberto Pizarro, Pío García, Sergio Ramos y Marta Harnecker,44 en el CESO, y José Joaquín Brunner, Gonzalo Martner, Tomás Moulian, Gabriel Salazar y José Antonio Viera-Gallo,45 en el CEREN.
Respecto de los ejes del debate, es posible distinguir al menos dos periodos: el primero inició con la fundación de las incipientes revistas académicas, en 1966. Este ciclo coincidió con la llegada de cientistas sociales extranjeros y se prolongó hasta el gobierno de la Unidad Popular en 1970, tiempo en el que el centro del debate fue definir la labor de los intelectuales dentro del proceso chileno y latinoamericano. Un segundo periodo se extiende desde el triunfo de la Unidad Popular (UP) hasta el golpe de Estado (1970-1973), marcado por la asunción de tareas concretas que los sacaron de la exclusividad académica y los convirtieron en técnicos al servicio del gobierno y agitadores al servicio de la causa socialista.
Construcción de identidad: la concepción revolucionaria del intelectual
Los intelectuales previamente referidos no renegaron de su función social, por lo que no es posible hablar de un antiintelectualismo revolucionario, sino de una concepción revolucionaria del intelectual. Estos expertos disciplinarios fueron convocados a ser parte activa de las transformaciones políticas que llevarían al socialismo. Jacques Chonchol -investigador del CESO y uno de los principales teóricos de la Reforma agraria en Chile- defendía, en 1970, el papel de los intelectuales. Chonchol remarcaba que, aunque éstos no conformaban una amplia comunidad, su cualificación y prestigio otorgaba un peso al apoyo del proceso. Según Chonchol, la Reforma agraria era un proceso económico-social, pero también un fenómeno intelectual.46
Sin tratar directamente la cuestión, los cientistas sociales hicieron eco de la misma problemática que los líderes revolucionarios habían afrontado en el proceso ruso y en el desarrollo del movimiento revolucionario europeo: ¿la conciencia revolucionaria del pueblo era introducida desde afuera por los intelectuales o el pueblo formaría sus propios intelectuales revolucionarios? Más allá de sus pretensiones: ¿en qué lugar estaban ellos?, ¿fuera o dentro del pueblo?
Al igual que en los procesos antes señalados, la colectividad de intelectuales "se había ido posicionando, con el tiempo, como un grupo social intermedio y la mayoría no se identificaba ni con la burguesía como clase, ni con el proletariado, ni se sentía como un ejército asalariado de reserva".47 No obstante, a diferencia de Rusia y Europa, no fue necesario resolver la pregunta de manera tajante. Los intelectuales de izquierda en Chile -durante los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende- gozaron del prestigio y la libertad que tenían los intelectuales en sociedades democráticas occidentales, es decir, con opinión pública en ampliación, instituciones académicas autónomas, financiamiento del Estado a proyectos de investigación, libertad de cátedra y salarios permanentes. Los intelectuales podían transitar entre el espacio político y el intelectual, expresando un compromiso que se edificaba desde abajo (el intelectual como sujeto) hacia arriba (el proyecto o la institucionalidad política).48
Tal vez por estas razones se apartaron de la visión dogmática de uno de sus pares más mediáticos, Régis Debray, quien, analizando la situación cubana, escribió para la revista Punto Final:
¿Qué privilegio, qué derecho tendrá de por sí el trabajador intelectual sobre el trabajador manual para apartarse de la lucha de todos los trabajadores contra la explotación? [...] en la formación del Hombre Nuevo nadie está por encima de nadie. El obrero además de trabajar tiene en Cuba el privilegio de estudiar: el intelectual, además de estudiar tiene el privilegio de ir al trabajo productivo.49
En Chile, a diferencia de lo que describía Debray y lo que habían enfrentado los intelectuales de la Unión Soviética, no existía el peligro de la censura y de la persecución, pero tampoco el de la proletarización antiintelectualista. Con los "privilegios" e impulsos que les proporcionaba el Estado al momento de su creación y el proceso de modernización capitalista, los científicos sociales de izquierda, afirmando la existencia de una crisis social profunda, intentaron desprenderse de las concepciones positivistas de sus disciplinas y de su propia definición como expertos. Sin embargo, debido a que las ciencias sociales habían sido fundadas por el Estado con el fin político de impulsar el desarrollo, ellos mismos eran una creación política. En la crítica a su función y definición, los sociólogos y economistas no buscaron la autonomía de lo político, sino que lo reforzaron con su militancia. Si antes se enunciaban desde el Estado, en esos años lo harían desde el partido. Si antes el objetivo era lograr el desarrollo, ahora lo fundamental era la revolución.
Con el triunfo de Allende en 1970, estas discusiones cobraron una gran relevancia. El compromiso del sujeto y de la obra tuvieron en ese momento una posibilidad de concreción, que no existía previamente, y un vínculo con la institucionalidad, el cual se hizo cada vez más estrecho. Por ello, más allá de que el gobierno de la UP no contara con cuadros políticos suficientes para ocupar cargos en el gobierno y tuviera que recurrir al espacio académico en busca de expertos, los investigadores y académicos de izquierda plantearon que los ámbitos donde se producía el saber social debían ponerse al servicio de la construcción socialista. Así, serían los intelectuales orgánicos quienes pensarían las bases materiales, los sentidos y formas de construir la ideología revolucionaria. Las exigencias del momento histórico, que generaban una experiencia acelerada del tiempo, obligaron a los cientistas sociales a reflexionar acerca de las responsabilidades que les incumbían en el cambio cultural. Ante ello, percibían la necesidad de proponer estrategias que evitaran la perpetuación del proyecto de la burguesía, desprendiéndose del paternalismo intelectual y abriendo los espacios para ser un instrumento a través del cual el pueblo pudiera reconocerse y expresarse,50 ya que, como argumentaba Chonchol, "independientemente de sus posiciones sociales, hay un sector muy significativo que participa, que aporta su espíritu de creación, su deseo de creación de este modelo, en este intento de ir creando una nueva sociedad".51
Frente al problema del campo, la construcción del socialismo y las vías de la revolución, los caminos de los intelectuales se bifurcaron. Una rama se orientó a discutir e interpelar a sus pares y a la sociedad; la otra -los intelectuales orgánicos- asumió la práctica política militante para vincularse con el pueblo y generar desde ahí "conocimiento verdadero".52
Los primeros reconocían en la interpretación de la realidad un campo de disputa que formaba parte de la lucha de clases. Sin despreciar la labor de agitación o de vinculación directa que los intelectuales debían tener con el pueblo, alentaban una lucha desde la función específica. Quienes mejor sintetizaron el pensamiento de este grupo fueron Rafael Echeverría y Fernando Castillo;53 ambos reconocían que los intelectuales, al no ser los dueños de los medios de producción, podían estar en uno u otro bando de la lucha de clases, y que, por lo tanto, independientemente de no estar situados en la infraestructura, su papel era relevante como productores ideológicos de la sociedad.54 Esta visión menos esencialista y dogmática del intelectual se diferenciaba de posturas como la de Hugo Zemelman, quien, desde una interpretación más ortodoxa, planteaba:
En la medida en que el socialismo constituye una armazón ideológica, asimilada y difundida por "intelectuales" ajenos a las clases populares, se acusa un desfase entre las posibilidades objetivas de la base social con respecto a las pretensiones ideológicas.55
En una posición similar, José Antonio Viera-Gallo56 proponía:
[…] desprofesionalizar la cultura y el saber, elemento esencial de la democratización. [...] eliminando la separación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual y la discriminación del primero. [...] Importa recalcar una vez más que la nueva cultura sólo puede ser obra del pueblo mismo, que rompe con el sistema de opresión en que se basaba el viejo saber. No puede ser obra de "intelectuales". Tal categoría de hombres está llamada a desaparecer, una vez que termine la separación del trabajo manual y del trabajo intelectual. Es el pueblo que, haciendo la revolución y construyendo el socialismo, va echando las bases de la nueva cultura: de sus praxis nace la libertad y la ciencia.57
Un segundo grupo, denominado como intelectuales basistas, establecía la necesidad de teorizar desde el pueblo y dialogar con ese sujeto colectivo que sería, a la postre, el verdadero protagonista de la revolución. Un joven Manuel A. Garretón planteaba:
Quisiéramos descartar aquella visión de los intelectuales o del sector universitario según la cual éstos se autoproclaman "conciencia crítica" de procesos que les son ajenos y externos, y frente a los cuales asumen una función de jueces, fundada en una extraña y original lucidez cuyo origen nunca se aclara y que sirve para legitimar intereses y posiciones que han sido tomados de antemano y que se esconden en los llamados a la "neutralidad y objetividad científica". Nos interesa un tipo de trabajo académico que surja en el contacto directo con los actores que encarnan un proceso de cambio social y que forme parte integrante de este proceso.58
Pese a esta identificación con los sectores populares, los intelectuales siguieron hablando desde la tribuna académica; no obstante, los basistas abogaron por la teorización de las prácticas revolucionarias que el mundo popular estaba desarrollando. En términos de aporte a las ciencias sociales, esto implicó que, en algunos estudios desarrollados por sociólogos y economistas, el eje temático se moviera de la caracterización de la formación social chilena y la "transición" al socialismo, al análisis, teorización y proyección de lo que ellos mismos llamaron poder popular.
Estos intelectuales fueron los que -desde sus militancias revolucionarias, integrando muchas veces las cúpulas de sus respectivos partidos- vieron en la crisis vivida por la Unidad Popular una oportunidad para dar el salto revolucionario. Sentenciaban que su papel era generar la síntesis de teoría y práctica; por ende, la relación entre intelectuales y mundo popular debía superar la noción burguesa del saber que terminaba diferenciándolos y, al mismo tiempo, hacía del conocimiento una mercancía a la cual los obreros no podían acceder. Agregaban, no obstante, que también era necesario superar el antiintelectualismo que despreciaba la teoría y negaba la dialéctica de la transformación, pues "sin teoría no hay movimiento revolucionario. Sin teoría se deja la puerta abierta a los mitos de la ideología tecnocrática".59
Las tomas de terreno,60 las acciones de violencia popular,61 los medios de comunicación barriales,62 la superación de la institucionalidad burguesa y la construcción de nuevas relaciones sociales fueron los temas y problemas tratados por estos intelectuales. Su acción política fundamental era la reflexión desde las instituciones académicas, aunque algunos, como Mattelart y D'Alessio, participaban de espacios concretos de organización popular. Así, los intelectuales basistas combinaban sus caracterizaciones y teorizaciones con propuestas de acción y arengas al pueblo... un pueblo que no los leía.
Hacia 1973, el proyecto socialista se cuestionaba en el mundo intelectual de izquierda. Mientras un sector apostaba por mantener la autonomía, otro grupo pugnaba por construir nuevas formas de delimitación de lo político, considerando las nuevas formas de sociabilidad popular emergidas en esos años. Con todo, ambos grupos participaban de una concepción comprometida de la labor intelectual y, por tanto, reivindicaban la necesidad de posicionarse políticamente y hacer ciencia para transformar la realidad. Este debate quedó inconcluso con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y fue recuperado hacia mediados de la década, en los contextos de la autocrítica que implicó el proceso de renovación socialista.
Dictadura militar y reconstrucción del campo intelectual
La década de 1970 -con los distintos golpes de Estado e instalaciones de dictaduras de Seguridad Nacional, fuertemente represivas y destructivas de los procesos de democratización iniciados durante el decenio anterior- puso a los intelectuales en un gran punto de inflexión. En la búsqueda de las razones de las rupturas democráticas, no sólo cuestionaron su función dentro de la sociedad, sino también sus actuaciones en el contexto anterior. Fue en este último punto en el que se construyó la idea de la contaminación de los campos académicos y políticos como componente nocivo de una politización social que polarizaba a los actores políticos.
Intervenidas las universidades, cerradas múltiples carreras del área de las humanidades y ciencias sociales, exonerados muchos académicos vinculados a la izquierda y otros tantos que habían sido forzados al exilio, cambió la institucionalidad del campo intelectual en el que habían desarrollado su labor. En consecuencia, también se modificaron las principales preocupaciones, particularmente de las ciencias sociales, las cuales habían estado centradas en los cambios estructurales de las sociedades, el dependentismo, la revolución y el socialismo.63
La perplejidad que generó el golpe de Estado en Chile puso en crisis una serie de afirmaciones que cientistas sociales e historiadores habían construido previamente: 1) Chile era una democracia (burguesa, pero democracia al fin), con instituciones fuertes y la más estable en el contexto regional; 2) las fuerzas armadas eran constitucionalistas y no pasarían por encima de las mayorías populares, y 3) la Unidad Popular había alcanzado niveles de hegemonía en el mundo popular y en ciertos sectores de la clase media, los cuales le darían apoyo a Allende ante cualquier crisis política que no pudiera resolverse en el Parlamento.64 Tres afirmaciones que dejaron al descubierto sus debilidades, tras un golpe que no ofreció posibilidad de ser resistido, ni siquiera por aquellos grupos políticos de corte revolucionario que habían tensionado a las fuerzas políticas al interior de la propia Unidad Popular.65 A causa de lo anterior, la mayoría de los partidos políticos decidieron entrar en la clandestinidad, y otros, como el MIR, mantenerse en la resistencia, por lo que fueron objeto de una dura y tenaz represión, la cual casi los llevó a una desarticulación total.
Este nuevo escenario no fue favorable para llevar a cabo una reflexión sistemática sobre los intelectuales y su papel antes de 1973. La primera preocupación fue sobrevivir y ayudar a los sectores populares que estaban siendo fuertemente reprimidos -práctica que algunos ejercían desde antes del golpe-, así como a sus organizaciones desarticuladas, debido a las políticas económicas que tempranamente instaló el nuevo régimen militar. De esta manera, numerosos cientistas sociales trabajaron asistiendo la labor de la Vicaría de Solidaridad, hasta que, en 1978, se produjo el giro pastoral de la Iglesia y abandonaron este espacio laboral y de resistencia, para constituir nuevos lugares donde mantener la intervención social y comenzar a reflexionar acerca del saber generado y acumulado en casi una década.
Estos intelectuales, formados durante la década de 1960, asumieron tempranamente la propuesta de conexión entre intelectual y pueblo, y en la década de 1980 configuraron un nuevo campo intelectual.66 Así, surgieron organizaciones no gubernamentales (ONG), como el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos (ICECH), en 1974; la Academia de Humanismo Cristiano, en 1975; el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación (PIIE), en 1977; Comunicación y Cultura para el Desarrollo (CENECA), en 1977; el Programa de Economía del Trabajo (PET), en 1978; SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación, en 1979; el Centro de Estudios del Desarrollo (CED), en 1981; el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC), en 1983, y Educación y Comunicaciones (ECO), en 1980. Estas organizaciones, junto a otros Centros Académicos Independientes (CAI) de más larga data como FLACSO y CIDE, se convirtieron en importantes núcleos de pensamiento social y político, donde emergieron no sólo reflexiones y conocimiento social, sino también nuevas prácticas políticas que formaron parte del complejo proceso de renovación de la izquierda y las cuales más tarde incidieron en la definición de la transición a la democracia en Chile.67 Estos centros se orientaron a la comprensión de las transformaciones profundas que experimentaba la sociedad chilena, a propósito de las políticas implementadas por la Dictadura. La reestructuración de una economía primaria exportadora, la desindustrialización acelerada, la cesantía y la inflación incidieron en las nuevas preocupaciones por el mundo del trabajo, los pobladores y el sindicalismo. De forma similar, se expandió el debate acerca de los cambios en la educación, sus efectos en la sociedad civil y las posibilidades de visiones emancipadoras. Así, preocupados por descifrar, comprender, analizar y potenciar una crítica fundamentada, el mundo de las ONG se fue tornando un hábitat común para los intelectuales y académicos opositores.
Para dar cuenta de la amplitud de este campo intelectual, podemos señalar que, hacia 1988, se podían identificar 49 centros privados, los cuales empleaban a 664 profesionales -134 de ellos posgraduados en Europa o Estados Unidos68-, quienes, hasta 1986, contabilizaban en su producción 99 libros, 35 artículos en libros y 10 en revistas, en su mayoría, trimestrales. Se habían reproducido 367 documentos de trabajo; 154 materiales de discusión mimeografiados de emisión limitada; 22 boletines mensuales o bimensuales; 28 series y 34 cartillas, esencialmente de formación y capacitación. A esta suma, hay que agregar los numerosos artículos publicados en revistas extranjeras especializadas en ciencias sociales, así como los artículos y las entrevistas en diarios y revistas chilenas.69
La composición de este conjunto de impresos generados por las ONG y CAI presentaba algunas diferencias. Si bien SUR y CIEPLAN, por ejemplo, disponían de publicaciones periódicas a modo de revistas (Colección de Estudios CIEPLAN y Proposiciones), otros centros de estudios -como FLACSO y CED- optaron por los "documentos de trabajos o de discusión" como formas predilectas de producir y expandir el conocimiento. Sin embargo, pese a esta aparente amplitud de soportes materiales del campo intelectual, no debemos olvidar que existió una fuerte represión y censura, y que las condiciones de "privilegio" del intelectual de la década de 1960, habían desaparecido por completo. De allí también que estas discusiones tuvieran alcances limitados y circularan, con relativa precaución, entre intelectuales, educadores populares, militantes de partidos políticos y activistas de derechos humanos. También es importante destacar que el escenario latinoamericanista se había desdibujado y que Chile ya no suscitaba atracción para los intelectuales, quienes preferían lugares como México, Holanda, Italia y Francia.
Con todo, es importante señalar que este campo intelectual nacional también se nutrió con las redes estructuradas desde el exilio, donde se reubicaron importantes académicos como Jorge Arrate, 70 Ricardo Lagos,71 Clodomiro Almeyda,72 Pío García,73 José Antonio Viera-Gallo,74 entre otros. Francia, México, Italia y Holanda fueron centros neurálgicos en donde se publicaban revistas que reproducían textos escritos en el interior y mediante las cuales llegaban los debates surgidos en el exilio.
El ajuste de cuentas con el pasado: la autocrítica
Los intelectuales situados en los Centros Académicos Independientes y ONG comenzaron a hacer una crítica radical tanto a la definición de intelectual, como al papel desempeñado en las décadas de 1960 y 1970. Fue así como durante el decenio siguiente se hizo explícita la necesidad de relevar las preguntas respecto a este actor y su función político-social. Para intelectuales como Garretón o Moulian, la intrincada relación entre el campo político y el académico-intelectual habría generado una indiferenciación entre las esferas, la cual no permitió el surgimiento de un pensamiento crítico, convirtiendo a los intelectuales en ideólogos, quienes identificaron teoría analítica con la fe en la teleología que conllevaba el marxismo. Es interesante resaltar que la mayoría de quienes apoyaron esta tesis en la década de 1980, como Garretón y Viera-Gallo, pertenecían a las tendencias basistas del periodo previo y se formaron al alero de un nuevo concepto de vinculación con la sociedad civil. A comienzos de la década, intelectuales como Brunner75 afirmaron:
La historia misma -la amarga experiencia de que se puede tener la razón y ser derrotado, seguida del consiguiente desencanto y del refugio de los goces consoladores de la actividad intelectual- parece bien conocida: un Maquiavelo a un Tucídides también podrían testimoniar en el mismo sentido. [Empero, si] los hombres de ciencia, atemorizados por los déspotas, se conforman solamente con acumular el saber por el saber, se corre el mismo peligro de que su progreso solo será un alejamiento progresivo para la humanidad (Galilei).76
De allí que la redefinición del ser y la función del intelectual en una sociedad dictatorial requería, al menos, de un ajuste de cuentas con la actuación que tuvieron en la vieja democracia. Según Brunner, en Chile, la izquierda tradicional no pudo asumir las tareas de democratización de la cultura nacional: "Se lo impedía su propia cultura política y el determinado espacio teórico marxista desde el cual pensó los problemas de la revolución, del socialismo y de la democracia. Las mismas limitaciones siguen presentes hoy en la izquierda".77
Para Justo Pastor Mellado,78 el problema de los intelectuales de izquierda durante los años de la Unidad Popular provino de la forma en la que se entendió y aplicó el marxismo:
La "crisis de nuestro marxismo", puede ser entendida, en primer lugar, como crisis de aplicación (donde lo político no puede llevar a efecto el imperativo teórico); en segundo lugar, como crisis de interpretación (donde lo teórico no puede proporcionar a lo político un conocimiento adecuado del campo de fuerzas).79
Un marxismo aplicado como tabla de ley sería la primera de las críticas al pasado, con tanta profundidad que, en algunos casos, llegaron a desecharlo como matriz analítica80 e, incluso, renegaron de él. De esta forma, si la crítica en la década de 1960 se organizó en torno al funcionalismo y los centros hegemónicos que impedían construir una teoría propia para interpretar la realidad latinoamericana y sus posibilidades de avance hacia el socialismo, en la de 1980, la crítica se estructuró precisamente en torno al paradigma marxista:
Nunca existió un intento serio por comprender la dinámica fragmentada y heterogénea de las culturas populares ni de lo que ocurría en su contacto con la surgente industria cultural. Ni existió tampoco un esfuerzo sistemático por entender el componente cristiano en la cultura nacional, probablemente de los más decisivos a lo largo de su trayectoria, tendiéndose en cambio a politizar el tema de manera inmediatista a la luz de las experiencias de diálogo y confrontación con la dc o las Iglesias. [Detrás estaría el supuesto de que] en el inconsciente de la izquierda tradicional estuvo presente el Estado; jamás la sociedad civil.81
Otro elemento fue la sensación de derrota que significó aceptar que aquella matriz analítica tenía poco sentido o que debía ser reformada, lo cual llevó a ciertos autores a plantear su impotencia transformadora. Luis Razeto, economista del PET, planteaba:
La izquierda marxista tuvo un gran problema para pensar la cultura, [ya que] la revolución proclamada, en tanto era entendida como una radical redefinición de clase del poder, transformaba la política en una larga preparación para la conquista y la conversión del Estado que se suponía era la sede y el contenido real del poder. Se hacía política, entonces, para acosar al Estado (expresión concentrada de la clase que posee el poder) y para tomarlo por asalto una vez que las condiciones objetivas y subjetivas lo hicieran posible.82
Numerosas críticas de este tono circularon hasta mediados de la década de 1980, cuando ya era posible identificar un nuevo espacio reflexivo en torno a los intelectuales, su función y las maneras de incidir en la dictadura o en una futura democracia. Un ejemplo de lo anterior es el conjunto de documentos de trabajo que publicaron José Joaquín Brunner y Angel Flisfisch,83 en el marco del proyecto "Universidad e intelectuales en Chile", el cual contó con el apoyo de la FLACSO y de la International Development Research Center de Canadá, entre 1981-1982.
Según Brunner y Flisfisch, la definición del intelectual dependía del prisma analítico.84 Así, valorando la amplitud teórica existente, tomaron partido por una definición: aquellos que se insertan en el "campo político de acuerdo a funciones especializadas en el conocimiento y en la práctica profesional, de responsabilidad de una línea jerárquica, de control y activación del consenso o de dirección política".85 Dicha definición, similar a la del primer grupo de intelectuales descrito durante la Unidad Popular, resignificó el sentido del compromiso, para participar de un estrechamiento de la actividad militante y de la relación con los partidos.
Ese intelectual no era el contemporáneo, sino aquel que se requería para la futura democracia. Como resultado de la crítica radical respecto de cómo habían actuado durante la Unidad Popular y, sobre todo, del estudio de las profundas transformaciones que las "siete modernizaciones"86 ejercieron sobre la población, ya se había definido la necesidad de configurar un campo normativo para la acción de los intelectuales. Como consecuencia del autoritarismo, según Brunner, se estaba experimentando un dilema:
[...] una crisis de identidad colectiva, producto del bloqueamiento de la creatividad social y del conformismo pasivo que invade la sociedad. Bajo esas condiciones, efectivamente, no es posible elaborar políticamente una identidad colectiva que supone un modelo de sociedad capaz de expresar la unidad de la nación a través del conflicto de sus componentes sociales.87
El intelectual en el horizonte democrático: 1984-1989
En 1980, la dictadura se institucionalizó mediante un plebiscito que dejó definido con claridad el itinerario transicional. En 1988, el pueblo sancionaría si deseaba elecciones libres o facultaba al dictador para seguir ejerciendo como presidente por ocho años más. En ese contexto, nuevamente se "opusieron" dos tipos normativos de intelectuales: aquellos que habían asumido la necesidad del distanciamiento crítico para colaborar, desde el "saber hacer", con los actores político-institucionales, así como su carácter de "expertos", y quienes poblaban mayoritariamente el mundo de las ONG (que hacían investigación-acción). Este último tipo fue conceptualizado por Brunner como un campo "expresivo" y no controlado por el mercado:
[...] aquel donde surge[n] parte significativa de los sistemas ideológicos, y que opera como esfera "expresiva", y tiende a abandonar la construcción de sentidos simbólicos que no operen sobre la resistencia o bien sobre la construcción de "comunidades". [Aquellos] cuya forma de aprobación y sanción no se ejercen por el mercado, adoptan diversas modalidades, como pueden ser el compromiso, la persuasión, la influencia social, el respaldo público, la valoración de los pares, el prestigio, etc.
[Considerando lo anterior,] no puede llamarse política cultural de izquierdas la que sólo se preocupa de los sectores de orientación instrumental de la cultura, mientras reniega del carácter alienante de la cultura de masas y convierte al sector expresivo/no controlado por el mercado en una mera cuestión de "liberación" de la cultura popular o proletarial.88
Estos intelectuales actuaron como "educadores populares" y proyectaron la construcción de un pueblo empoderado, autónomo, capaz de transformar sus demandas específicas en movimientos sociales. Este grupo, compuesto por sociólogos, trabajadoras sociales, antropólogos, historiadores y economistas, puso en el centro al mundo popular y se definió como mediador. Numerosas publicaciones dieron cuenta de esta corriente -situada en ONG como ECO, PET y SUR- que promovieron sus experiencias de intervención social y las transformó en saber-conocimiento, editado en boletines, cuadernos, documentos de trabajo, algunos libros y por medio de la importante revista Proposiciones. Destacan aquí historiadores como Gabriel Salazar y Mario Garcés, vinculados a SUR, ECO y exmilitantes del MIR; sociólogos como Vicente Espinoza, Eugenio Tironi, Javier Martínez, de SUR y militantes del MAPU; antropólogos como José Bengoa, de GIA y SUR, además de militante del MAPU, y Luis Razeto, economista del PET y exmilitante del Partido Comunista.
Los intelectuales situados en este grupo crecieron especialmente en el periodo que se inició con la crisis económica de 1982 y la aparición de las primeras protestas nacionales populares a partir del siguiente año. La necesidad de ayuda para la creación de nuevas formas de asociatividad permitió un escenario donde el "intelectual/educador popular" pudo acompañar a los sectores populares en "ollas comunes", "comedores y jardines infantiles", talleres de feminismo popular para mujeres pobladoras o el programa "comprando juntos", entre varios otros. Este grupo creía firmemente que no era necesario volver a confiar en el Estado, porque el pueblo había desarrollado sus potencialidades cuando el sistema estatal lo había reprimido, condenado al hambre y a la cesantía.
Finalizado el ciclo de protestas hacia finales de 1985, un sector de la izquierda fue avanzando en el itinerario dispuesto por la Constitución de 1980, y pasó de pedir "elecciones libres", en 1988, a demandar que se respetara la opción plebiscitaria. Importantes intelectuales participaron de esta propuesta, como Ricardo Lagos, José Antonio Viera-Gallo, Jaime Estevez, vinculados al Partido Socialista, además de militantes del MAPU como Eugenio Tironi, José Joaquín Brunner y Manuel Antonio Garretón.
Así, junto a los intelectuales-educadores populares, quienes en la década de 1960 fueron calificados de basistas, estuvieron aquellos que dotaron de sentido a la salida pactada a la Dictadura. Este grupo partía de un diagnóstico negativo respecto de la actuación del intelectual/educador popular, pues advertía que eran:
[…] altamente proclives a abandonar la apatía por una actividad intensa. Comportamientos que están destinados a calmar la ansiedad que les produce la ausencia de una autoimagen aceptable. En el caso del romanticismo, el individuo compensa la ausencia de identidad propia con la identidad externa que le ofrece la imagen colectiva de un movimiento de masas. La muchedumbre, en efecto, les hace visible, los saca del anonimato y de la mediocridad de la vida cotidiana, les permite experimentar un sentimiento de solidaridad, y otorga así un sentido a sus existencias.89
Estos intelectuales se ubicaron en dos centros académicos independientes de trayectoria como la FLACSO y la CIEPLAN y otros nuevos como el CERC o el CED. Desde allí debatieron con el otro grupo, pese a las restricciones a las que obligaba la dictadura, articulando una interesante discusión en la que se definió el papel del intelectual en el horizonte democrático.
Flisfisch planteaba que, en una futura democracia, el intelectual no podía ser el portador de verdades ni menos aun participar como el que genera "saberes para adherir a ella en calidad de una convicción o verdad que el partido procura hacer efectiva en la sociedad".90 Es más, puesto que durante la década de 1980 los procesos de desintelectualización de la política resultaban poco evidentes, el autor aseveraba:
[…] se observa en las generaciones más jóvenes de políticos profesionales, una cierta desafección en relación con el modelo de partidos de cuadros, asociada al anhelo de transitar hacia formas más abiertas de organización. No obstante, esos anhelos seguramente chocarán con la intelectualización de la cultura política, que tiende a privilegiar modelos más cerrados más sectarios; más cohesionados de organización partidista.91
Por lo anterior, "para evitar la nefasta combinación que genera la intelectualización de la política", resultaba necesario debilitar el presidencialismo, construir partidos programáticos no ideológicos, y fomentar diálogos con los intelectuales en función de sus saberes, convertidos en expertos.
Ésta fue la figura del intelectual que se impuso en el diseño transicional, derrotando a los basistas, quienes terminaron actuando como "profetas" de los problemas que tendría la futura democracia.92 En espacios como el Taller de Análisis de Coyuntura, efectuado en la ONG ECO, plantearon sus objeciones:
El problema principal, que duda cabe, es el de las distancias y desencuentros entre lo social y lo político. Como se expresó en el Taller y lo percibe la mayoría de la gente, hay tiempos, urgencias, sensibilidades y hasta racionalidades distintas (o desfasadas) entre los movimientos de base y la clase política opositora. Sin embargo, reconocido este hecho, queda abierta la pregunta por los modos de acortar las distancias entre lo social y lo político: si por la vía de acercar a los movimientos y organizaciones a la dinámica política existente, conquistando espacios allí donde la institucionalidad lo hace posible, o, enfatizando en los "modos propios" de hacer política de los movimientos (movilizaciones, demandas, propuestas de desarrollo y poder popular local, etc.), para definir desde allí los apoyos y articulaciones posibles y deseables con la realidad política nacional.93
Finalmente, estos intelectuales (basistas) reconocían -al igual que los expertos- que el problema de fondo radicaba en las futuras conexiones entre sociedad civil y partidos políticos. Una respuesta fue que los expertos situados en la sociedad civil, con lazos o redes partidarias débiles, debían ser el nexo que terminara para siempre con la excesiva intelectualización de la política, puesto que, en un sistema democrático presidencialista, el modelo de intelectual orgánico promovía la figura del "consejero príncipe" y no permitía el desarrollo de una forma óptima, consensuada y realista para resolver los nuevos conflictos que se darían en la recién instalada democracia.94
En cambio, la otra respuesta enfatizaba que, puesto que "la transición chilena [había] privilegiado el papel de la clase política subordinando a los movimientos sociales, es decir sus demandas y estrategias de cambio social",95 el camino a seguir se tornaba confuso, porque:
La nueva presencia del Estado en la vida social, exige que los movimientos y sus organizaciones se readecúen al nuevo escenario y redefinan sus estrategias.96
[Así,] infectada, la futura democracia podría, eventualmente, convertirse en una aparentemente legítima matriz política que amparase la reproducción de los gérmenes dictatoriales que están hoy proyectados al interior de ella. Estamos en el principio, no sólo del esperado régimen democrático, sino también de sus más graves enfermedades.97
En este escenario, la figura del educador popular se redefinió renegando de la élite política-intelectual que incidió normativamente sobre las bases de un retorno a la democracia "por arriba", con escasa participación de los sectores populares y baja participación de estos actores. Este segmento fue marginado del debate en 1987, cuando el retorno de los partidos era evidente. El fracaso de la insurrección armada y la cercanía del horizonte democrático fijado por la dictadura fue instalándolos como los primeros críticos de la transición a la democracia. En 1990, la falta de financiamiento silenció a estas ONG aún más y el estrechamiento del campo de lo político a lo estrictamente partidario y electoral hizo que la discusión eje del debate sobre democracia y democratización la ganaran los expertos, cuyo gran mérito fue indicar que primero era necesario conseguir la democracia representativa y dejar para un horizonte más lejano la democratización.
En síntesis, a diferencia de lo ocurrido con los intelectuales de izquierda en la década de 1960, los intelectuales expertos lograron disminuir lo que se entendía como esfera de lo político, lo que ocasionó que ellos quedaran en la misma condición de consejeros del príncipe, criticada inicialmente, pero que había operado desde que las ciencias sociales comenzaron a cumplir un papel relevante en la sociedad chilena. En cambio, los basistas perdieron su batalla y, terminada la dictadura, debieron subsistir sin financiamiento externo y sin la urgencia de repolitizar a la sociedad civil. El futuro intelectual debía ser ascético, apolítico y hablar desde la experticia, sólo así la democracia sería estable en el tiempo. De esta manera, se instalaba una falsa dicotomía entre política y ciencia, la cual ahora se leía en clave politización versus tecnocracia.
Conclusiones
Hemos realizado un recorrido no lineal por dos momentos históricos en los que la definición y el papel del intelectual se discutieron dentro de los marcos de lo político. Esos marcos fueron, a su vez, parte del debate acerca de la actuación normativa de estos actores y delimitaron su vinculación con la política.
La constitución del campo intelectual de la izquierda en la década de 1960 se caracterizó por un marcado latinoamericanismo y una adhesión al marxismo que, releído y criticado, posibilitó el surgimiento del dependentismo. En ese contexto, los intelectuales se dividieron en dos posiciones respecto a su papel en la sociedad: aquellos que querían aportar con conocimiento a la construcción del socialismo, en tanto expertos integrados a los diseños de nuevas políticas públicas, y quienes decidieron hacer de la actividad política y académica una mixtura que se integraba en una militancia con el pueblo mismo. Estos últimos, denominados basistas, se formaron mayoritariamente en ciencias sociales que estaban modificando sus definiciones en torno a los métodos y conceptos para "conocer la sociedad", en pleno contexto de la Reforma universitaria, por medio de la investigación y la intervención social, las cuales privilegiaban prácticas comunitaristas y de educación popular.
Estructurado con intelectuales nacionales y extranjeros, adheridos a la propuesta socialista, en la cual la discusión estuvo centrada en el eje revolución-socialismo, este campo intelectual fue duramente afectado por el golpe de Estado. Cierre de centros, intervención de universidades, clausura de carreras en ciencias sociales, exilio y clandestinidad, caracterizaron el primer periodo de la Dictadura. Lo importante fue sobrevivir y colaborar en la emergencia provocada por las violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos. Así, un gran número de profesionales formados en las ciencias sociales durante la Unidad Popular, que no salieron al exilio, se vincularon a la Vicaría de la Solidaridad y desde allí resignificaron el comunitarismo, la educación popular y las prácticas de intervención-acción.
A comienzos de la década de 1980, varios de estos intelectuales de izquierda y otros declarados opositores al régimen, formados en las primeras décadas de la Dictadura, se instalaron en las ONG. Estas organizaciones, unidas a centros académicos independientes de más larga data (como la FLACSO), intentaron articular un espacio donde el debate y las ideas pudieran restituir en algo el campo intelectual destrozado por el Golpe. En ese nuevo panorama, las discusiones en torno al papel del intelectual volvieron a tener importancia, pero el eje había dejado de ser la revolución y el socialismo.
El debate en torno a democracia y democratización polarizó nuevamente a los intelectuales de izquierda situados en el país. Unos planteaban que era necesario separar el campo político del intelectual, para evitar el ideologismo dogmático que tanto daño había causado al proyecto de la Unidad Popular, definiendo el campo de lo político como aquel que debía ser poblado por los partidos y donde el papel intelectual era establecer diálogos con el sistema político y la sociedad civil. Otros, en cambio, participaron de la idea de colaborar en la construcción de movimientos sociales autónomos, los cuales tuvieran la capacidad de articular demandas que generaran presión sobre los partidos y los técnicos expertos. Partidarios de ampliar el campo de lo político, se definieron como agentes clave en la construcción de movimientos sociales. A partir de 1986, este grupo fue perdiendo presencia en los debates políticos de la época, centrado en el plebiscito y las futuras elecciones presidenciales. De esta manera, el campo de lo político quedaba disminuido, y esta demanda por lo popular, excluida de ese mismo espacio y de la enunciación intelectual hegemónica. Se instalaba así una falsa dicotomía entre politización y ciencia, puesto que era la misma ciencia social la que adoptaba un criterio normativo delimitando el campo de lo político, estableciendo fuera de dicho espacio al quehacer tecnocrático y científico.