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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.13 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2006

 

Reseñas

Torsten Persson y Guido Tabellini, The Economic Effects of Constitutions, Cambridge, MIT Press, 2003, 306 p., y Stephan Haggard y Mathew D. McCubbins (eds.), Presidents, Parliaments, and Policy, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, 360 p.

Javier Márquez Peña

Persson, Torsten; Tabellini, Guido. The Economic Effects of Constitutions. Cambridge: MIT Press, 2003. 306 pp.
Haggard, Stephan; McCubbins, Mathew D.. Presidents, Parliaments, and Policy. Cambridge: Cambridge University Press, 2001. 360 pp.


Desde hace ya varios años un considerable número de investigaciones en la ciencia política ha estudiado los efectos de las instituciones políticas en diversos resultados políticos, como el sistema de partidos, la estabilidad de los gobiernos, etc. Recientemente, sin embargo, la disciplina ha experimentado un creciente interés por estudiar los efectos de las instituciones en las políticas públicas de los gobiernos. Esta agenda de investigación confluye con cierta literatura en economía que comienza a incorporar algunas variables institucionales para explicar fenómenos económicos. Estos trabajos ofrecen una excelente oportunidad para comparar la forma en que los politólogos y los economistas abordan un mismo problema bajo diferentes perspectivas, y cómo éstas pueden complementarse. Dos libros que sistematizan los principales hallazgos de cada una de estas disciplinas y que gozan de gran influencia dentro de ellas son Presidents, Parliaments, and Policy, editado por Stephan Haggard y Mathew D. McCubbins, y The Economic Effects of Constitutions, de Torsten Persson y Guido Tabellini.

Estos autores presentan sugestivas hipótesis sobre la forma en que diversas variables institucionales afectan a distintos resultados económicos. En particular, ambos volúmenes abordan una de las relaciones causales menos exploradas en la literatura: la influencia que ejercen los sistemas electorales en el grado de particularismo del gasto público. La cuestión radica en conocer cómo los sistemas electorales incentivan a los políticos a destinar gran parte del gasto público a programas que benefician al mayor número posible de individuos (políticas de “amplio” alcance) o a bienes que sólo favorecen a grupos de la población típicamente concentrados en un distrito electoral (políticas “particularistas”, también conocidas como pork barrel).

La literatura de la ciencia política enfatiza la importancia del llamado “voto personal” para explicar el grado de particularismo del gasto público. En Presidents, Parliaments, and Policy, Haggard y McCubbins recogen una serie de ensayos que profundizan en la conexión entre el “voto personal” y las políticas fiscales aludidas por Carey y Shugart en un influyente artículo publicado en 1995.1Las hipótesis centrales del libro pueden resumirse de la siguiente manera: por un lado, las reglas electorales que favorecen campañas basadas en la reputación personal de los candidatos (“voto personal” o personal vote) incentivan la provisión de bienes particularistas. Por otro lado, las reglas electorales que favorecen campañas basadas en la reputación partidaria de los candidatos (“voto partidista” o party vote) incentivan la provisión de bienes públicos de “amplio alcance”.

La lógica de estas hipótesis es la siguiente. Algunas reglas electorales hacen más rentable para los candidatos acentuar durante la campaña su reputación personal en vez de la de su partido. Por ejemplo, los sistemas de representación proporcional (RP) con listas abiertas permiten a los votantes elegir a un candidato inscrito en la lista del partido de su preferencia. Estas reglas promueven la competencia interna entre los candidatos de un mismo partido: para ser electos, éstos deberán diferenciarse de sus compañeros. Sin embargo, no podrán hacerlo enfatizando su filiación partidaria, pues todos la comparten; más bien, recurrirán a estrategias que acentúen su reputación personal (“voto personal”). Una forma de desarrollar dicha reputación es proveer bienes particularistas. Individualmente, un legislador difícilmente podrá atribuirse el crédito por la provisión de bienes que benefician a grandes sectores de la población; pero sí podría hacerlo si se trata de bienes que benefician a su distrito, como un puente, un parque o la pavimentación de una calle.

Otras reglas hacen más atractivo para los candidatos enfatizar la reputación de su partido (“voto partidista”). Por ejemplo, cuando las listas son cerradas, los líderes partidarios controlan el orden en que sus candidatos son electos. Con estas reglas, los candidatos tienen incentivos para buscar el favor de sus líderes y evitarán impulsar políticas que entren en conflicto con las prioridades de su partido,como por ejemplo, la provisión de bienes particularistas. Cuando un sistema electoral está centrado en partidos, las plataformas programáticas que benefician a amplios sectores de la población cobran más fuerza que las políticas particularistas. Así pues, cuanto más dependan de su partido para ser electos, los candidatos destinarán más gasto en bienes de amplio alcance, como programas sociales típicos del Estado de bienestar.

Desafortunadamente, Presidents, Parliaments, and Policy no nos ofrece suficiente evidencia para probar empíricamente estas hipótesis. De hecho, según Hallerberg y Marier, “nadie ha examinado aún la relación entre el grado del voto personal y los resultados fiscales”.2 El libro sólo ofrece algunos estudios de caso (Argentina y Taiwán) que -como sugieren los propios autores- resultan útiles para “desarrollar y refinar teorías”, pero no para probarlas empíricamente. Esto se debe a que los estudios de caso mantienen constantes las mismas variables que teóricamente son relevantes para explicar el grado de particularismo en el gasto.3Además, los estudios de caso suelen encontrar asociaciones empíricas en un número reducido de casos que podrían desaparecer si expandiéramos la muestra.4

De hecho, Kistschelt y Swindle han encontrado que, al contrario de lo que la teoría anterior predice, varios sistemas electorales “centrados en partidos” presentan altos niveles de particularismo.5 Quizá el motivo es que no hay una razón teórica para suponer que los bienes particularistas siempre entran en conflicto con las prioridades de los partidos. Si asumimos razonablemente que los partidos buscan maximizar su influencia en la asamblea (i.e., escaños), es probable que instruyan a sus candidatos a proveer bienes particularistas para aumentar las probabilidades de ser electos en sus distritos. Por ejemplo, antes de la reforma electoral en Japón, el Partido Liberal distribuía bienes particularistas a los distritos para asegurar mayorías en la Dieta; en Costa Rica, donde el voto personal es mínimo a causa de la prohibición de la reelección legislativa, los partidos también implementan estrategias particularistas que les reditúan beneficios electorales.

El libro The Economic Effects of Constitutions es un buen ejemplo de cómo los economistas modelan formalmente los beneficios que obtienen los partidos mediante estrategias particularistas. Persson y Tabellini formulan un modelo en donde compiten dos partidos (j = A y B) y existen tres grupos de votantes en la sociedad (i = 1, 2 y 3). Los partidos pueden ofrecer la provisión de bienes “amplios” que benefician a los tres grupos, o bien programas “particularistas” que sólo benefician a un grupo. El grupo 1 favorece al partido A, mientras que el 3 apoya al partido B. El segundo grupo está compuesto por votantes “ideológicamente neutrales”, cuyo voto no está comprometido con ninguno de los partidos. En su modelo, un sistema mayoritario es aquel donde el país se divide en tres distritos, cada uno compuesto de uno de los grupos i, y donde para ganar las elecciones se requiere que un partido gane dos de ellos por mayoría relativa. Un sistema de representación proporcional (RP) es aquel en que sólo hay un distrito nacional que comprende a todos los grupos, y en el que el partido ganador es el que obtiene más de 50% de los votos totales.

En equilibrio, ambos partidos concentrarán sus promesas de campaña en bienes que únicamente benefician al grupo (o distrito) 2, ya que éste se compone de votantes “ideológicamente neutrales”. Así pues, los partidos encontrarán atractivo disminuir la provisión de los bienes que benefician a los tres grupos para aumentar la cantidad de bienes que sólo favorecen al grupo 2. La estrategia óptima es proveer bienes a este grupo hasta que la ganancia marginal en votos sea igual a la pérdida de votos de los grupos 1 y 3. El modelo de Persson y Tabellini sugiere que los sistemas mayoritarios ofrecen un beneficio mayor y un costo menor en la provisión de bienes particularistas que los sistemas de RP. Para entender este resultado, tomemos como ejemplo las estrategias de A. En un sistema mayoritario, la estrategia particularista de A hacia el distrito 2 implicará una pérdida de votos en los distritos 1 y 3. Sin embargo, es poco probable que estas pérdidas de votos se traduzcan en una pérdida de la elección: puesto que los votantes del distrito 1 son ideológicamente favorables a A, seguramente A obtendrá 50% de los votos necesarios para ganar ese distrito; en el distrito 3, la estrategia particularista no implicó ninguna pérdida, pues A no tenía oportunidad de ganar ese distrito. Sin embargo, en un sistema de RP, la pérdida de votos en los grupos 1 y 3 sí implica un costo, ya que para ganar la elección se requiere 50% de los votos de los tres grupos.

Persson y Tabellini aseguran que la magnitud de distrito (M o el número de escaños que se disputan en un distrito) es la variable clave de su modelo. Por ejemplo, supongamos a una legislatura con 10 escaños: lógicamente, si todos los escaños se disputaran en un distrito, la magnitud (M = 10/1) sería mayor que si se disputaran en 10 (M = 10/10). De lo anterior se deduce que entre menor es la magnitud de distrito, mayor es el incentivo a que se provean bienes particularistas; y entre mayor es la magnitud de distrito, mayor es la propensión a gastar en bienes “amplios”. Los autores prueban empíricamente sus hipótesis en una muestra transversal de 69 países durante la década de 1990. Puesto que el gasto en Estado de bienestar se asemeja a las características de los bienes “amplios” de su modelo, Persson y Tabellini esperan que los sistemas mayoritarios muestren menores niveles de gasto en Estado de bienestar. En efecto, sus hallazgos sugieren que estos sistemas gastan aproximadamente 3% del PIB menos que los sistemas de representación proporcional.

Vale la pena hacer dos consideraciones sobre el trabajo empírico de los autores. La primera, sobre la operacionalización de sus variables (i.e., la congruencia entre el concepto que se desea medir y el indicador empleado). Sorprende que los autores hayan utilizado una variable dicotómica para capturar la fórmula electoral (mayoritaria/proporcional) en vez de usar la magnitud de distrito.6 Los propios autores consideran que esta variable dicotómica “puede ser muy burda cuando las predicciones teóricas son sutiles y tienen que ver con características detalladas de los sistemas electorales”. Pero éste es precisamente el caso si lo que desean es explicar el grado de particularismo del gasto público. De hecho, en su modelo la fórmula electoral parece ser irrelevante, ya que tanto los distritos de los sistemas mayoritarios como el distrito único de RP se ganan por mayoría relativa (es decir, con más de la mitad de los votos).

La segunda consideración es un asunto de conceptualización (i.e., la congruencia entre la teoría y el concepto que se desea medir). La caracterización de los sistemas electorales por parte de los autores obscurece el hecho de que la variable crucial de su modelo no es la magnitud, sino la estructura de distritación. Si relajáramos el supuesto de que los sistemas de RP eligen a sus representantes en un solo distrito nacional, los resultados fiscales podrían asemejarse al de los sistemas mayoritarios. Por ejemplo, supongamos a un sistema mayoritario con tres distritos uninominales (M = 1) y a otro de RP con tres distritos plurinominales (M > 1): si aplicamos el modelo de Persson y Tabellini, observaremos que ambos sistemas ofrecen los mismos incentivos para la provisión de bienes “particularistas”, a pesar de que la magnitud del segundo es mayor que la del primero.7 En efecto, la magnitud de distrito sólo tiene importancia cuando se compara a un sistema con un distrito nacional y a otro con varios distritos locales. Así pues, la evidencia que nos ofrecen los autores confirmaría su teoría sólo si los sistemas que clasifican como de RP con su variable dicotómica tienen un distrito nacional. En realidad, únicamente 4 de 45 países de su muestra con sistemas de RP (Israel, Países Bajos, Eslovaquia y Uruguay) cumplen con esta condición.

En resumen, ¿qué sabemos sobre el impacto de las reglas electorales en el grado de particularismo del gasto público? La evidencia empírica señala que los sistemas con fórmula mayoritaria muestran una mayor provisión de bienes particularistas, mientras que los sistemas de RP ofrecen una mayor provisión de bienes públicos de “amplio alcance”.

Paradójicamente, desconocemos por qué los sistemas mayoritarios y de RP tienen estos efectos. Pese a estas debilidades, el trabajo de Persson y Tabellini constituye una valiosa aportación sobre la forma en que los politólogos podrían abordar algunos fenómenos desde una perspectiva comparada. En primer lugar, hacer explícito el nexo causal entre las variables de interés a través de modelos formales. En segundo lugar, utilizar una metodología empírica adecuada para poner a prueba las hipótesis derivadas de dichos modelos. Sin embargo, la sofisticación teórica y empírica no bastan. Es necesario, además, que los indicadores empíricos capturen lo mejor posible los conceptos que la teoría nos señala como relevantes. Sólo así podremos profundizar nuestro entendimiento de los nexos entre instituciones políticas y políticas públicas.

Referencias

Barbara Geddes, Paradigms and Sand Castles: Theory Building and Research Design in Comparative Politics, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 2003, cap. 3. [ Links ]

Brian Crisp, Maria Escobar-Lemmon, Bradford Jones, Mark Jones y Michelle Taylor-Robinson, “Vote-seeking Incentives and Legislative Representation in Six Presidential Democracies”, Journal of Politics, vol. 3, 2004, pp. 823-846. [ Links ]

Herbert Kitschelt, “Linkages Between Citizens and Politicians in Democratic Polities”, Comparative Political Studies, vol. 33, 2000, pp. 845-879. [ Links ]

John M. Carey y Matthew S. Shugart, “Incentives to Cultivate a Personal Vote: A Rank. Ordering of Electoral Formulas”, Electoral Studies, vol. 14, núm. 4, diciembre, 1995, pp. 417-439. [ Links ]

Mark Hallerberg y Patrik Marier, “Executive Authority, the Personal Vote, and Budget Discipline in Latin American and Caribbean Countries”, American Journal of Political Science, vol. 48, núm. 3, 2004, p. 676. [ Links ]

Stephen M. Swindle, “The Supply and Demand of the Personal Vote. Theoretical Considerations and Empirical Implications of Collective Electoral Incentives”, Party Politics, vol. 8, núm. 3, 2002, pp. 279-300. [ Links ]

1John M. Carey y Matthew S. Shugart, “Incentives to Cultivate a Personal Vote: A Rank. Ordering of Electoral Formulas”, Electoral Studies, vol. 14, núm. 4, diciembre, 1995, pp. 417439.

2Mark Hallerberg y Patrik Marier, “Executive Authority, the Personal Vote, and Budget Discipline in Latin American and Caribbean Countries”, American Journal of Political Science, vol. 48, núm. 3, 2004, p. 676.

3Véase Brian Crisp, Maria Escobar-Lemmon, Bradford Jones, Mark Jones y Michelle Taylor- Robinson, “Vote-seeking Incentives and Legislative Representation in Six Presidential Democracies”, Journal of Politics, vol. 3, 2004, pp. 823-846.

4Véase Barbara Geddes, Paradigms and Sand Castles: Theory Building and Research Design in Comparative Politics, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 2003, cap. 3.

5Stephen M. Swindle, “The Supply and Demand of the Personal Vote. Theoretical Considerations and Empirical Implications of Collective Electoral Incentives”, Party Politics, vol. 8, núm. 3, 2002, pp. 279-300. Herbert Kitschelt, “Linkages Between Citizens and Politicians in Democratic Polities”, Comparative Political Studies, vol. 33, 2000, pp. 845-879.

6En otro capítulo de su libro, Persson y Tabellini usan la magnitud de distrito en su evidencia empírica para explicar niveles de corrupción en los países de su muestra.

7Supongamos que M = 3 en el sistema de RP; entonces, el número de escaños es nueve. Del modelo de Persson y Tabelini se deduce que para ganar la elección es necesario obtener más de la mitad de los escaños. Siguiendo los supuestos sobre las preferencias de los grupos i, los escaños obtenidos por el partido A en los distritos 1 y 3 son 3 y 0, respectivamente; mientras que para B son 0 y 3, respectivamente. Entonces, para ganar la elección ambos partidos deben concentrarse en ganar al menos dos escaños del distrito 2. Este resultado es el mismo que cuando M = 1 en los sistemas mayoritarios. Los costos en los distritos 1 y 3 por proveer bienes particularistas al 2 no alteran la predicción si la preferencia del grupo i hacia j es lo suficientemente fuerte como para que j obtenga al menos 2/3 de los votos del distrito i al anunciar su estrategia particularista (un supuesto parecido al de Persson y Tabelini en los sistemas mayoritarios). Por simetría, la estrategia particularista hacia el grupo 2 ocasionará que los escaños obtenidos por el partido A en los distritos 1 y 3 sean 2 y 1, respectivamente; y para B sean 1 y 2, respectivamente; de lo que resulta, de nuevo, que ambos deberían concentrarse en ganar al menos dos escaños del distrito 2.

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