“Wer in der Weltgeschichte lebt,
Dem Augenblick sollt’er sich richten?
Wer in die Zeiten schaut und strebt,
Nur der ist werth zu sprechen und zu dichten”
(Goethe, 1904: 230)
Con frecuencia se reprocha a las figuras señeras del neokantismo, como Hermann Cohen y Ernst Cassirer, que una tendencia excesiva a la idealización les habría impedido tener suficientemente en cuenta elementos de fricción empírica, que sólo puede suministrar la historia, y valorar correctamente su potencia obstaculizadora de todo proyecto mirante a ampliar la igualdad política y la protección jurídica. El argumento no debería llamar a sospecha en caso de que los sujetos mencionados no hubieran padecido las agresiones de un antisemitismo donde las más elevadas instituciones de su propio Estado se mostraron cómplices o padecer, en el caso de Cassirer, las incertidumbres del exilio. Merece la pena meditar sobre las bases que condujeron a pensadores de origen judío como Cohen, Cassirer, y desde luego Hannah Arendt y Walter Benjamin, a identificar como el principal elemento de configuración política espacios de encuentro y comprensión, donde la condición humana asiste a una suerte de ampliación de su mundo propio, aparte de disfrutar de la facultad que hace comunicables para otros y nosotros mismos nuestras palabras y pensamientos.
El reproche de excesiva abstracción sería atendible, si no fuera porque la existencia de estas figuras convirtió contenidos sumamente frágiles, pero al mismo tiempo portadores de una sólida tradición, en el hilo conductor capaz de convertir sus vidas en algo digno de ser vivido. A mi entender, nadie ha sabido hacerse cargo de este testimonio con la fuerza con que Arendt se refirió a este grupo de judíos -los buenos europeos de Nietzsche- en la semblanza dedicada a Rosa Luxemburg en Hombres en tiempos de oscuridad:
[S]ólo Nietzsche, que yo sepa, siempre señaló […] que la posición y las funciones del pueblo judío en Europa lo predestinaron a convertirse en “buenos europeos” por excelencia. Las clases medias judías de París y Londres, Berlín y Viena, Varsovia y Moscú, no eran ni cosmopolitas ni internacionales, a pesar de que los intelectuales que se encontraban entre ellos se entendían bajo estas categorías. Eran europeos, algo que no podría decirse de ningún otro grupo. Y esta no era una cuestión de convicción; era un hecho objetivo. En otras palabras, mientras que la decepción de los judíos asimilados consistía por lo general en la equívoca convicción de que ellos eran tan alemanes como los alemanes, tan franceses como los franceses, la decepción de los judíos intelectuales consistía en pensar que no tenían una “patria”, pues en realidad su patria era Europa. En segundo lugar, hay que señalar el hecho de que por lo menos la clase intelectual del Este de Europa era multilingüe; la misma Rosa Luxemburg hablaba polaco, ruso, alemán y francés con fluidez y tenía un buen dominio del inglés y del italiano. Ellos nunca comprendieron la importancia de las barreras lingüísticas y por qué el lema “la patria de la clase trabajadora es el movimiento socialista” sería tan desastrosamente equivocado precisamente para las clases trabajadoras. En efecto, es más que desconcertante que la misma Rosa Luxemburg, con su agudo sentido de la realidad y su estricto rechazo de los clichés, no hubiera percibido lo que, en principio, tenía de erróneo ese lema. Después de todo, una patria es en primer lugar una “tierra”; una organización no es un país, ni siquiera en sentido metafórico. Hay realmente una macabra justicia en el posterior arreglo del lema: “la patria de la clase obrera es la Rusia soviética” -Rusia por lo menos era una “tierra”-, que puso fin al internacionalismo utópico de esa generación. (Arendt, 2001: 52-53)
El texto de Arendt, escrito a comienzos de la década de 1960, observa con cierta condescendencia la confianza que la misma autora había depositado, durante la década de 1940, en la búsqueda de alternativas fiables frente a la fórmula del Estado-nación, llamada a conceder estabilidad al tesoro itinerante que hasta las dos Guerras Mundiales había constituido la experiencia judía. Veinte años después, Arendt parece desfallecer y rendirse ante la evidencia: el desinterés de la judía Rosa Luxemburgo por ofrecer un territorio real, un país que sirviera de laboratorio de experimentación, al movimiento obrero impidió cumplir el sueño socialista en Mitteleuropa. Los ideales de la justicia, la emancipación y la dignidad propia del ser humano no podían consistir únicamente en producciones del espíritu si querían orientar de manera efectiva la existencia humana. Sin embargo, ese grupo de buenos europeos eran los orgullosos herederos de los judíos que Manasseh ben Israel en Esperanza de Israel propusiera a Oliver Cromwell dejar regresar a las islas, así como una materialización defectuosa del esquema de la colonia que Mendelssohn había preconizado en Jerusalem como el más oportuno para expresar el vínculo civil de los judíos con el Estado nacional, no necesariamente acompañado del reconocimiento de derechos políticos.
En todo caso, el pueblo judío en Europa había funcionado de la Modernidad al siglo XX como una suerte de exterioridad interior del cuerpo civil, que denunciaba con su evidente dinámica espiritual y material las limitaciones de la carcasa más pesada del sueño de soberanía moderno. La normalidad para este grupo consistía en convencer a los representantes de la soberanía estatal de lo ventajoso que siempre resulta la escucha del otro y de la inclusión de quien por su propia hechura moral es imposible de asimilar coactivamente. Hablamos de una tradición para la que el Estado, entendido como forma total, debía ceder su posición a una noción más articulada de su interacción con la sociedad. Nada más alejado de este planteamiento que la reivindicación dada por Carl Schmitt en 1928 de una acción por el Estado:
Si la unidad estatal en la realidad de la vida social se vuelve problemática, entonces se da un estado de cosas insoportable para todo ciudadano, puesto que con ello se volatiliza la situación normal y el presupuesto de toda norma ética y jurídica. Entonces el concepto de ética de Estado recibe un nuevo contenido, y surge una nueva tarea, la de trabajar en introducir conscientemente la existencia de tal unidad, el deber de contribuir a que se realice un pedazo de orden concreto y real y que la situación vuelva a ser normal. Entonces, entra en escena, junto al deber del Estado, que yace en su subordinación a normas éticas, y junto a los deberes para con el Estado, un ulterior deber ético-estatal conformado de un modo totalmente distinto, a saber, el deber [de una acción] por el Estado. (Schmitt, 2011: 34)
Los temores de Schmitt ante lo que considera la desarticulación de la forma Estado no son compartidos por la lógica de la integración priorizada por autores como Cohen y Cassirer. Para esto, el reconocimiento mutuo entre las diferentes fuerzas espirituales e identidades culturales y religiosas presentes en el mismo Estado es una de las condiciones del desarrollo civil. No es preciso a su juicio, como en el caso de Schmitt, exigir una sociedad homogénea para garantizar la efectividad del Estado. Trataré acerca de la tendencia al ideal utópico que Cohen y Cassirer animan a injertar en el Estado-nación europeo, como si se trata de una débil fuerza mesiánica, percibida como una anomalía por todo discurso del orden concreto. Me ocuparé, asimismo, de la manifestación de esta tendencia en una hermenéutica de las formas de la cultura, que manifiesta tantas dificultades para dialogar con provecho con autores como Martin Heidegger y Carl Schmitt, como con autores pertenecientes a la corriente positivista, como Moritz Schlick y Rudolf Carnap. En efecto, los primeros pensadores mencionados convierten la decisión en el foco de sentido de lo real, mientras que los positivistas lógicos reducen la concepción de la cultura, como dispositivo de formación del espíritu, a una suerte de saldo arrojado por una excesiva ternura hacia potencias demónicas latentes en lo fáctico. A la luz de este contexto filosófico, el propósito será trazar algunas líneas de fuerza que hacen de la obra de Cohen y Cassirer una corriente específica de pensamiento acerca del hombre, la cultura y la política al comienzo del siglo XX.
El profetismo judío y la función civilizatoria del derecho en Hermann Cohen
La semblanza como fundador de la Escuela Neokantiana de Marburgo ha tendido a eclipsar las dimensiones que permiten reconocer en Hermann Cohen uno de los representantes más eminentes del legado del judaísmo profético del siglo XX. Avalan esta faceta, menos subrayada en la valoración general de su obra, no sólo sus intervenciones en favor de la protección de los judíos europeos, sino también sus contribuciones acerca de la correcta interpretación de la función mesiánica1 y su aportación a la formación de un currículum en los estudios judíos, en la tradición de la Wissenschaft des Judentums. Esta escuela se propuso abandonar la ortodoxia de la hermenéutica judía de los textos bíblicos, con el fin de interpretarlos a la luz de una crítica histórica que pudiera ser reconocida como interlocutora de la tradición filosófica occidental. No podía resultar ajena a un espíritu como el de Cohen, deseoso de fomentar el diálogo entre religiones y tradiciones filosóficas, toda vez que laWissenschaft des Judentums pretendía acometer una de las empresas de modernización más ambiciosas del judaísmo entre los siglos XIX y XX.
Tras su retirada de la cátedra de Marburgo, una de las pocas ciudades alemanas que permitían hacer carrera académica a los judíos, Cohen se traslada a Berlín en 1912, donde dicta cursos de filosofía, en general, y pensamiento judío, en particular, en la Academia para el Estudio Científico del Judaísmo. De esa labor procede buena parte de su fama como teólogo judío, más allá de sus indiscutibles méritos como historiador de la filosofía. No debe concederse importancia menor a sus escritos de intervención con los que pretende defender las bondades civilizatorias de la cultura religiosa judía frente a las acusaciones de historiadores de la oficialidad prusiana como Heinrich von Trietschke,2 tildándola de inasimilable por la cultura nacional germánica. Como se lee en Ein Bekenntnis in der Judenfrage (1888), difícilmente se apreciará a su juicio “diferencia alguna entre el monoteísmo israelita y el cristianismo protestante” (en Cohen, 1980: 73). Un temprano texto de Cohen, “Heinrich Heine y el judaísmo” (1867), ya ensalzaba las virtudes del marranismo, tema recurrente en la pluma de Heine, como expresión de la actitud militante que el judío debía adoptar para manifestarse como una energía cultural e histórica productiva entre los gentiles. Finalmente, el recurso al concepto talmúdico de noájida confirmaría los puentes que esperaban ser descubiertos entre la cultura ilustrada alemana y la torah, en un ensayo de reconciliación post-Haskalah que pretendía devolver el judaísmo a la situación que merecía ocupar como fuente civilizatoria europea, fundadora de una ética universal por venir.3
Quizá constituyan un respaldo más a los esfuerzos de Cohen por recalcar los nexos compartidos por el judaísmo y el protestantismo los reproches que le dirigiera Gerschom Scholem, al considerar que la visión del judaísmo como un fenómeno puramente espiritual obedecía a una influencia exógena, poco comprometida con la pertenencia a un pueblo y una nación determinados (Scholem, 1997: 115). Contrasta con este tono, la admiración que Jacques Derrida dedicara a este “pensador judío y alemán” en “Interpretations at war: Kant, the Jew, the German”, donde lo considera adalid de un “patriotismo militante en la comunidad judía alemana” (1991: 48 y 50), que naturalmente resultó menos receptivo a las interesantes resonancias procedentes de otros medios híbridos como el judío-musulmán o el marrano. Es evidente que Cohen comparte con Heine, de la misma manera que con Heinrich Graetz y Abraham Geiger, promotores de la reforma del judaísmo desde el movimiento Wissenschaft des Judentums, la necesidad de disputar el monopolio cristiano en la construcción de la cultura europea moderna y en el fomento del progreso ético. Este propósito permite reconocer cierto tono retórico en las repetidas concesiones al bagaje conceptual del protestantismo luterano, cuya crítica del dogma eclesiástico y arrojo hermenéutico resultaba un punto de inflexión prometedor dentro del cristianismo para recuperar un modelo de racionalidad por el que en el siglo XVIII habían abogado gentiles como Gotthold E. Lessing. La superación reformista de la letra ejecutaría así una operación espiritual paralela a la superación de la legalidad farisaica y su arraigo en las convenciones, operación que tanto había reclamado Geiger, confirmando la capacidad del judaísmo para trabajar en pro de una transfiguración de la religión en una moralidad superior.
En el escrito “El significado del judaísmo para el progreso religioso de la humanidad” (2004c: 44), presentado en un Congreso de Religiones liberales celebrado en 1910 en Berlín, Cohen encomiará la idealización realizada en la estela de Lessing y Mendelssohn como condición metodológica de un diálogo interreligioso productivo. Este marco hermenéutico conduce a identificar al Cristo de Lutero con una figura ideal de la fe, más basada en una creación propia del espíritu que en un hecho histórico o material. Se trata de una dinámica conectable con lo que Reinhard Koselleck calificará en Historias de conceptos como transformación de la religión en religiosidad, cuyas formas de piedad buscan renovar dogmas que ya no dotan de energía al espíritu (2012: 49-95). Una dinámica donde la comprensión ganada en un espacio, principalmente de sociabilidad, hace gala de una potencia emancipatoria frente a autoridades carentes de suficiente proximidad hacia lo humano. Ese impulso hacia la analogía llevará al joven Cohen, deseoso de elaborar su escrito de habilitación con el protestante ortodoxo de ideario socialista Friedrich Albert Lange, a discutir con él acerca de pasajes proféticos de la Biblia, llegando a la conclusión de que los sentidos del cristianismo y el profetismo para uno y otro se solapaban.
Apenas veinte años más tarde, una estudiante de Marburgo, Hannah Arendt, haría de la voluntad de humanización del mundo que fomenta los encuentros de los diferentes -por clase, por religión, por nacionalidad-, como ocurría en el salón de Rahel Varnhagen, la divisa de su propio pensamiento. El germen de un programa semejante nos devuelve al viejo Cohen. Lo mismo ocurre con la indisposición de Arendt con las decisiones del sector encabezado por Ben Gurion acerca de la fórmula política más adecuada para fundar el Estado de Israel. La lealtad a la sociedad que acoge al judío se combina en Cohen con la distancia crítica de quien se sabe inasimilable del todo, en especial por ser portador de un tesoro reflexivo inasequible a todo poder inquisitorial. Reconocer en el judío a un mensajero de ideales regulativos esenciales para la autoconciencia europea se entiende como factor decisivo para la destrucción del antisemitismo, que pretende hacer de la religión y cultura judías un bloque teocrático y ajeno, en absoluto iluminador para la vieja Europa.
Uno de los momentos estelares de esos trasvases cabría identificarlo en el uso que Nicolás de Cusa, el primer filósofo alemán por antonomasia -según sostiene Cohen en El judío en la cultura cristiana-, habría realizado de la obra de Maimónides, clave para su propia teoría de los atributos divinos. La Edad Media judía, señala Cohen, no incurrió en la barbarie de la cristiana, sino que se habría caracterizado siempre por el compromiso con la racionalidad y el teísmo. Antes de la Reforma, la religión judía habría cultivado una piedad libre de coerciones heterónomas, procedentes de la mediación eclesial, favoreciendo la forja de un ethos que delinea una de las principales tareas de la Bildung.
Desde esta perspectiva, la Reforma sería un vástago del judaísmo y su enseñanza talmúdica, origen de una cultura social en la que la plegaria no revierte sobre la interioridad del creyente, sino que se convierte en un medio para la construcción de una sociedad de Mitmenschen que se reconocen como iguales más allá de sus diferencias materiales aparentes.
Una de las enseñanzas que Cohen estima especialmente valiosas del profetismo judío reside en el hecho de que el acento no se sitúa tanto en la relación del individuo con Dios, sino más bien, en el reconocimiento como humano del prójimo perteneciente a naciones y pueblos vecinos, quintaesenciado en el amor que Dios dirige al pobre y al extranjero. Israel se convierte así en un “modelo, un símbolo de la humanidad”, como leemos en La religión de la razón a partir de las fuentes del judaísmo (1919). Es preciso, asimismo, atender a la teoría de las facultades que subyace a esta arqueología de las coordenadas intelectuales básicas de toda religión, en cuyo núcleo, el alma, se reconoce una clara tendencia temporal:
El alma no vuelve hacia atrás (hat keinen Zusammenhang nach rückwärts), su continuidad solo existe en el horizonte del porvenir, en la infinitud de la evolución. He ahí la sabiduría que encierra la sentencia del mérito de los padres. (Cohen, 1981: 378; la trad. de obras de Cohen es mía.)
El estilo de los profetas se revela de la mano de su escucha del porvenir como una suerte de antecesor del cosmopolitismo ilustrado kantiano y el humanitarismo universal de Johann Gottfried Herder, por cuanto exhorta al pueblo de Israel a convertirse en luz y guía de todas las naciones, sobreponiéndose al sufrimiento derivado de la falta de un Estado propio. La diseminación del pueblo judío desplaza a Cristo como testigo de una transformación mesiánica que regenere lo que está torcido en el mundo y cuya visión no coincida con una restauración del poder nacional, sino más bien con la supresión de la pobreza que entona la “poesía de la compasión social” de la que son portadores los profetas (Cohen, 1971: 126-127). Cohen es consciente de los riesgos de su lectura del profetismo, que bien podría identificarse con un claro espíritu visionario o incurrir en meros devaneos utópicos. Por ello, le impone la pauta del derecho, única fuerza en condiciones de reformar la historia al activar la potencia moral de la Bildung. El siguiente pasaje de Kants Begründung der Ethik es bien elocuente con respecto a la misión civilizatoria e incluso moralizadora que cabe esperar del progreso arbitrado por el orden de lo jurídico:
El derecho mismo, en sus conceptos e instituciones, constituye el contenido de la historia y descubre los problemas, sin cuya caracterización rigurosa el concepto de historia permanecería una abstracción vacía, estéril, no verdadera ni científica, una abstracción que el juego con el nombre valor no está en condiciones de animar. (Cohen, 1981: 505)
Nada de lo que aquí se entiende por derecho puede encajar en las coordenadas del derecho positivo que Hans Kelsen propondrá décadas más tarde en una Europa conmocionada por la barbarie del totalitarismo nazi. Como ocurrirá en la lectura del derecho kantiano que preconizará otro profesor marburgués, Julius Ebbinghaus,4 para Cohen carece de sentido desconectar al derecho positivo de su fundamento racional-natural, sin el que se convertiría en aquella imagen del fabulista Fedro que Kant recuperara en su “Doctrina racional del derecho”:
Una doctrina jurídica únicamente empírica es como la cabeza de madera en la fábula de Fedro, una cabeza que puede ser hermosa, pero que lamentablemente no tiene seso. (Kant, MS, AA 06: 230)
El proyecto de Cohen reivindica en su elogio del derecho, como sistema de relaciones que aleja a la humanidad de su destrucción recíproca, una observación que Kant había explicitado en El conflicto de las facultades, donde del incremento de la cultura de la legalidad debería esperarse un descenso de la violencia ejercida por los déspotas y una mejora de la disposición a obedecer a las normas jurídicas:
[…] sin que con ello quede aumentada lo más mínimo la base moral del género humano, para lo cual se precisaría también de un nuevo tipo de creación (una influencia sobrenatural). (Kant, ZeF, AA 08: 92)
Pero el aprendiz de rabino de Breslau irá más allá de la letra y el espíritu del texto kantiano, al sostener en la obra citada que “en el derecho y el Estado la legalidad se transforma paulatinamente en moralidad [Daß auch in Recht und Staat die Legalität in |+Moralität allmählich sich verwandle]” (Cohen, 1981: 400). Frente al historicismo, que se entiende a sí mismo como ciencia de la historia de los Estados y los pueblos, Cohen, cuya Teoría del querer puro finalizaba precisamente con un capítulo dedicado a la humanidad, pretende situar de nuevo al individuo en el plano de la historia, en una nítida respuesta a la lógica de lo histórico propuesta por autores como Heinrich Rickert:
Ya no es el Estado, cuya idea está inmediatamente ligada a los pueblos, sino el derecho quien permite captar inmediatamente al individuo humano; el derecho es de manera privilegiada el vehículo de la historia. (Cohen, 1981: 505)
El derecho aparece de este modo como una suerte de densidad colectiva que permite al judío contribuir a la conformación de mundo dentro de los márgenes de la historia, representando junto al Estado las dos:
[…] grandes fuerzas racionales de la cultura [que lejos de remitir a] normas que hayan obtenido ya una existencia histórica racional, […] incluyen los proyectos [Entwürfe] metódicos que siguen siendo las tareas de la razón humana, aunque éstas no hayan sido aún resueltas de manera racional. (Cohen, 1981: 554 y 555)
Arendt se nutrirá de estas fuentes, aunque sin subrayarlas debidamente, cuando calibre la respuesta que el judío debe dar al rechazo que le deparan los Estado-nación europeos. Me refiero al cuidado y atención que alguien como Cohen dirige a los focos de humanidad y comprensión del otro que la cultura judía ha sabido crear y conservar como ninguna otra, lejos de prácticas filisteas. De la misma manera que ocurrirá con Arendt y, pese a su autoridad intelectual, Cohen encontrará rápidamente la contestación de jóvenes como Martin Buber, defensor de posiciones sionistas, que en Der Jude -publicado en Kartell-Convent Blätter en julio de 1916-, había comparado la existencia en la diáspora con una vida fantasmática y tildado la síntesis ideal entre germanidad y judaísmo como el resultado de una falsa conciencia. La respuesta de Cohen se materializa en el escrito “Un argumento contra el sionismo: una réplica a la carta del Dr. Martin Buber a Hermann Cohen”, donde se percibe como un empobrecimiento de la identidad judía su reducción a una nacionalidad más entre otras. Eso constituiría el olvido de la capacidad del pueblo judío para acompañar como una fuerza especialmente creativa el desarrollo de las naciones europeas, en la estela de Filón y Maimónides, en virtud de su receptividad hacia las fuentes del humanismo clásico y de un cosmopolitismo auténtico. Es evidente que aquí resuena el antiguo programa de Mendelssohn en Jerusalem, a saber, el mantenimiento en un régimen de sano equilibrio de la distinción procedente de la observancia de la ley judía y la integración política en un Estado moderno. En la formulación de Cohen, se exige:
Una preocupación vital y constructiva por el país del que se es ciudadano y una plena afirmación de la propia historia pasada, de manera que conciencia germana y judía se fundan en una. (Cohen, 1971: 167)
Es evidente que la afirmación está rodeada de una hermenéutica idealizadora, pero no hay una comprensión de la historia humana para este pensamiento5 que no se vea movilizada por objetivos que impiden conceder toda la razón a las ansiedades del presente. La lectura que Cohen realiza de la historia cultural judía resulta aleccionadora, especialmente si la consideramos como precedente de la contrahistoria de la mentalidad totalitaria que Cassirer pondrá en práctica seleccionando un archipiélago de piezas nobles de la Ilustración europea. Prueba de ello serán fundamentalmente obras como la recopilación de trabajos sobre Kant, Rousseau y Goethe y El mito del Estado. No es habitual reconocer en ellos la huella del magisterio de Cohen, que, sin embargo, resulta a mi juicio clave para entender el mensaje de estos escritos. Pasajes como el siguiente, de Antropología filosóficade Cassirer, podrían considerarse en efecto fruto de la pluma de Cohen:
El pasado no debe ser jamás el ideal absoluto del historiador. Por el contrario, es menester que el porvenir constituya el gran problema y la norma tanto en la práctica para el presente como en el juicio histórico sobre el pasado. (Cassirer, 1997: 549)
La resistencia de Cohen a la consideración de las normas como “enunciados que remitan a un ser verdadero” (Cohen, 1981: 279), obedece fundamentalmente al vínculo que les une con el porvenir, es decir, con un horizonte de expectativas sin el que carecería de sentido preguntarse por ninguna validez. Ese sería el legado del profetismo judío, en condiciones de inspirar sendas de acción compartidas con los gentiles en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial.
Una historia del espíritu con descarga de lo absoluto
La sospecha de relativismo e indeterminación ha acompañado de manera insidiosa la recepción del proyecto de Bildung impulsado por Cassirer. Si nos detenemos en una de las monografías más recientes sobre su obra -la de Edward Skidelsky, Ernst Cassirer. The Last Philosopher of Culture (2008)- advertiremos repetidas críticas al carácter conciliador de la teoría de las formas simbólicas, cuya luz intelectiva habría impedido distinguir el origen social de las oscuridades del presente, cuando no sencillamente un talante escapista con respecto a los problemas materiales de la sociedad de su tiempo. Pero ya la recepción temprana del autor había asumido ese tono. En una recensión de El mito del Estado -aparecida en Social Research-, Leo Strauss reprocha lo siguiente al programa de regeneración civil de Cassirer:
[U]na respuesta adecuada al reto planteado por las doctrinas que favorecen el mito político de nuestro tiempo […] habría sido no una discusión inconclusa sobre el mito del Estado, sino una transformación racial de la filosofía de las formas simbólicas en una enseñanza cuyo centro fuera la filosofía moral, esto es, algo así como el retorno al maestro de Cassirer, Hermann Cohen, cuando no a Kant mismo. Si se considera la crítica a la que la ética de Kant está expuesta, esta exigencia no se ve satisfecha por las reformulaciones ocasionales de Cassirer de los principios morales kantianos. (Strauss, 1947: 127)
La empresa de fundación ética sugerida por Strauss no responde, sin embargo, a las inquietudes de Cassirer ni a su percepción de la vocación filosófica. El 28 de julio de 1934, Cassirer escribe a sus antiguos estudiantes de doctorado -entre ellos Éric Weil, Paul Oskar Kristeller y Leo Strauss, a los que debe sumarse Franz Rosenzweig- que nunca se había sentido profesor de filosofía en el sentido tradicional del término. Pero la desvinculación con respecto a lo escolar le abre precisamente la vía de acceso a las fuentes del profetismo judío, tanto como a las de la Bildung ilustrada. Ambos ejes ayudarían a dibujar el itinerario seguido por Cassirer en el intento de emplear la fuerza de ciertas construcciones eidéticas para modificar las disposiciones e inspirar cauces de acción constructivos.
Una de las claves para ingresar en el proyecto filosófico de Cassirer consiste precisamente en la estrecha relación y compromiso vital que éste mantiene con la defensa del legado de la Escuela neokantiana fundada por Cohen en Marburgo. Las memorias de Toni Cassirer -Mein Leben mit Ernst Cassirer- recuerdan los esfuerzos de su marido para mantener viva la herencia del idealismo epistemológico y ético de Cohen, de los que el más recordado es sin lugar a dudas el legendario debate, más por sus impotencias que por sus logros, mantenido con Martin Heidegger en Davos. Las palabras que Cassirer (2004a: 284) pronunció en 1918, ante la tumba de Cohen en Berlín, recuerdan la imbricación de lo filosófico y lo religioso en su manera de ejercitar la hermenéutica de los textos, de suerte que según afirma sus abstracciones procedían de un sittlich-religiöser Grundtrieb. Asimismo, según Cassirer, en Cohen, la idea de teoría se encontraba permeada por el propósito de moldear y transformar la realidad (Gestaltung und Umgestaltung der Witklichkeit), de la misma manera en que su idea de la divinidad era una condición imprescindible para completar el desarrollo de la humanidad, al interpelar directamente a la autoconciencia humana.
Teniendo en cuenta la enseñanza proyectada por una figura de tal envergadura, Cassirer interpreta como el producto imperecedero de la filosofía neo-kantiana la asunción de una tarea ético-política en la que se condensa la propia teoría. Una consecuencia derivada de esta recepción será la convicción de que la historia podía iluminarse a sí misma -tampoco podría hacerlo la historia de la filosofía-, ni siquiera confiando en los instrumentos de la filología. La comprensión histórica requiere -como se recuerda en el apartado correspondiente a la historia de An Essay of Man- de una reconstrucción simbólica que prepare al investigador para deletrear e interpretar los mensajes vivos del pasado. El mismo año de la muerte de Cohen, Cassirer publica el ensayo Freiheit und Form, donde delinea una imagen a contracorriente de una Alemania arraigada en los ideales de la razón y del republicanismo, que lamentablemente resultaba cada vez más alejada del campo de la experiencia posible. Durante la República de Weimar, Cassirer se enfrenta con una admirable templanza a los libelos difundidos por Bruno Bauch, que acusan al neokantismo de proponer una lectura de Kant desde un presunto “formalismo judío” y de escribir en unos Kant-Studien, cuyo consejo de redacción se tachaba de verjudet. En agosto de 1928, por invitación del alcalde y Senado de Hamburgo pronuncia el Festrede de la Constitución de Weimar, en la cual construye un relato que entreteje ideas que cruzan el Atlántico de Francia a Estados Unidos, pero quizá sin desplegar la solidez orgánica -la esperable Formgebung- que cupiera esperar de semejantes estructuras de pensamiento.
La deuda mantenida con la enseñanza de Cohen y su aportación a la universidad alemana se sustancia para Cassirer en la obsesión por perseguir los nichos de vida espiritual de los que proceden y emergen las distintas posiciones filosóficas -en torno a lo que se califica como Gestalt des Seins-, conformando una auténtica Forschungsgemeinschaft orientada por los mismos principios guía (Cassirer, 2004a: 289-290). Justo por pertenecer a un mundo especialmente sensible a este tipo de bienes colectivos, la cultura judía liberal y reformista debía ofrendar su ejemplo para modificar de modo contundente lo concebido como desafíos ético-políticos de la historia de la filosofía. No era esta una disciplina aséptica, ancilar de la hermana filología, unilateral en sus juicios, sino que más bien exigía revelar su potencialidad latente como fuente de referentes adormecidos en el relato impuesto como oficial. Toni Cassirer traslada en sus memorias el entusiasmo con que Ernst vivió sus primeros meses en la Universidad de Yale, participando en un seminario con colegas de varias facultades.
Como consecuencia de esta curiosidad enciclopédica de Cassirer, tan cercano a la metodología aplicada por Warburg a la historia de la religión, a la mitocrítica y a la historia cultural, continúa insistiendo en la idea de progreso profético que Cohen había encarecido para renovar la autoconciencia judía. El nuevo espíritu procedería de los ideales ético-políticos de la Ilustración, aliados de la misión purificada de las grandes religiones, empleados siempre con la intención de depurar de restos míticos las estructuras principales de la convivencia humana (véase Cassirer, 1943: 231). Una de esas estructuras centrales serán las formas jurídicas, en las que Cassirer persigue desplegar una fenomenología del proceso civilizatorio.
En el segundo volumen de Filosofía de las formas simbólicas Cassirer se detiene en el punto de inflexión que representa la concepción del tiempo vigente en los libros proféticos de la Biblia frente a las imágenes de los Salmos. El pathos profético tiende a calificar como superstición la fundación de la fe en emociones como el temor o la esperanza, una percepción que cabe clasificar como potencialmente kantiana. Una nueva intuición del tiempo, referida al futuro de la especie humana, sucede a las metáforas del tiempo cíclico de la teogonía arcaica, como recuerda la sentencia de Isaías: “No recuerdes las cosas pretéritas, considera más bien las cosas antiguas” (Is 43, 18), citada por Cassirer. No es extraño el encomio de la ética mesiánica en estas páginas de la obra que remite al estudio del Cohen posterior a Marburgo, a saber, La religión de la razón (1919), donde se sostiene que el tiempo se vuelve futuro y sólo futuro.
Tal manera de aproximarse a la historia del pensamiento presenta -como ha señalado oportunamente Ned Curthoys en un valioso libro sobre las afinidades electivas entre Cassirer y Arendt- más de un punto de semejanza con las directrices indicadas por Wilhelm von Humboldt en su escrito La tarea del historiador/ Über die Aufgabe des Geschichtsschreibers (1821), en el que se enfocan con fuerza las intersecciones del mundo de las ideas y la agencia social y política, puede leerse la siguiente declaración de intenciones:
La verdad de todo evento descansa en la adición de aquella parte invisible de cada hecho que el historiador tiene que añadir. Contemplado de esta manera, el historiador es activo, incluso creativo, no por cuanto produce lo que no existe, sino por dar forma con su propia fuerza a aquello que por mera receptividad no podría haber percibido tal y como es efectivamente. (Humboldt, 2002: 34)
Humboldt presenta la tarea del historiador como la del profeta al revés que había apreciado Friedrich Schlegel en los fragmentos del Athenäum. Pero también como un sujeto hábil en “transformar las cenizas [del pasado] en una planta viva”, como declaraba Goethe con admiración en una carta elogiosa con el método de Herder de 1775. Cassirer coincide con estos planteamientos cuando sostiene que el pasado histórico debe suministrar respuestas a “preguntas […] dictadas por el presente, por nuestros intereses intelectuales y por nuestras necesidades morales y sociales presentes” (1997: 262).
La utilidad de la historia residiría en su capacidad para inspirar acciones a través de la atracción que se desprende de las formas que atraviesan los hechos, más que por su mera concatenación. Forma parte de este proyecto la insistencia en que la idea de una constitución republicana no constituye un intruso externo para la cultura alemana, al haber surgido y crecido en su propio seno, alimentado por las energías articuladas por la deutsche klassische Philosophie. En esta misma línea, el texto dedicado a La filosofía de Moses Mendelssohn en 1929 (Cassirer, 2004b), redactado para una edición especial de Encyclopaedia Judaica en conmemoración del 200 aniversario del nacimiento del pensador judío-alemán, abunda en las contribuciones que este pionero de la Aufklärung realizó en múltiples campos del saber y en la atención a las consecuencias prácticas de la verdad teórica.
Asimismo, la distribución de funciones entre Estado y religión formulada en Jerusalem es valorada como una partición necesaria de tareas entre instituciones dotadas de poder coactivo y aquellas destinadas a instruir y persuadir, que brilla especialmente en el precepto de Mendelssohn, según el cual, las acciones religiosas no sostenidas sobre disposiciones subjetivas auténticas se reducen a un Puppenspiel y no constituyen ningún servicio genuino a la divinidad. En especial, Cassirer aprecia la atención que Mendelssohn dedica a la tradición y el contenido espiritual como el Rechtsgrund del judaísmo, toda vez que no hay obligación sin formación de un ethos colectivo previo. La legislación judía, las reglas que diseñan sus formas de vida y enseñanzas éticas pertenecen, por tanto, a la felicidad temporal, pero no se confunden con verdades de razón (Cassirer, 2004b: 135). Las proposiciones de razón fundamentales, como la existencia de la Providencia, la inmortalidad de Dios y del alma humana, se entienden como resultado de relaciones intersubjetivas, esto es, como proyección de una sociabilidad compartida, pero en ningún caso cabe codificarlas dogmáticamente.
En un escrito internamente ligado y contemporáneo del anterior, como es “Die Idee der Religion bei Lessing und Mendelssohn” (1929), se repara en la gleiche Gesinnung que habría impulsado la acción reformista de ambos amigos en materia religiosa, en la que conciben una fuerza atractiva de los esfuerzos de quienes trabajan con la mirada fija en fines comunes. Allí se destaca incluso la mayor disposición del no-judío Lessing para contribuir con su interés por una historia inmanente de la razón -frente a la voluntad de sistema- a la itinerancia cultural del ethos propiamente judío. El programa coincide, según Cassirer, con el ideal de la Bildung, entendida en términos de Koselleck como un proceso que genera una transformación de la subjetividad a través de la propia reflexión, cobrando conciencia del cambio diacrónico.
Un posterior ensayo, “El judaísmo y el mito político moderno”, publicado en 1941, en la revista Contemporary Jewish Record, crítico con el sionismo y emparentado con algunos textos de intervención que Arendt dedica a la misma temática, subraya que el judaísmo fue la primera cultura que dio el paso decisivo para romper con una religión mítica e ingresar en una religión ética. Por ello, el mito resurgido en el siglo XX proyectó toda su hostilidad sobre esta tradición, interesada en cultivar una vida ética al margen de las reivindicaciones de la sangre y el suelo. La misión histórica que el pueblo judío debe cumplir se expresa en unas palabras de Jeremías (Jr 3: 17) que identifican a Jerusalén con el trono del Señor, en torno al que se reunirán todas las naciones (Cassirer, 1944: 123 y 126). La prohibición del culto a las imágenes, propia del judaísmo y elogiada por Kant en la Crítica del Juicio, implica el distanciamiento del poder icónico que da vigor al mito. En efecto, el monoteísmo hebreo considera a Dios como un ser más allá de todos los entes naturales y humanos:6
La ley mosaica presupone un legislador. Sin este legislador, que revela la ley y garantiza su verdad, su validez y su autoridad, la ley carece de sentido. […] En contraste con este intelectualismo griego, la religión profética se caracteriza por su profundo y decidido voluntarismo. Dios es una persona -y esto significa una voluntad. Esta voluntad no pueden hacerla comprensible los simples métodos lógicos de argumentación y raciocinio. Dios tiene que revelarse, tiene que hablarnos, que darnos a conocer sus mandamientos. Los profetas rechazan cualquier otra clase de comunión con la divinidad. El hombre no puede entrar en contacto con lo divino por medio de la ejecución de actos físicos, por medio de rituales y ceremonias. El único modo de conocer a Dios es el cumplimiento de sus mandatos, el único modo de comulgar con él no son las plegarias o los sacrificios, sino la obediencia a su voluntad. […] Para los profetas Dios no es un pensamiento que se tiene a sí mismo como objeto. Es un legislador personal, es la fuente de la ley moral. Este es su atributo más alto, y en cierto sentido, su único atributo. No podemos representarlo mediante ninguna cualidad tomada de la naturaleza de las cosas. (Cassirer, 1968: 97-98 y 110)
Se recupera así la línea de discusión que Cohen mantuvo con Buber en 1916: el mundo moral de “los buenos europeos” es la auténtica tierra prometida del pueblo judío. Pero también la estrategia de respuesta de los judíos liberales frente a presentaciones de la religión judía como letra muerta por parte de autores como Adolf von Hartnack -en Das Wesen des Christentums-. Otro discípulo de Cohen, Leo Baeck preconizará, en Das Wesen des Judentums (1905), la capacidad de esta cultura religiosa para situar al individuo responsable de las consecuencias de sus decisiones en el centro del tablero de la ética y la historia, así como su planteamiento inmanente de la justicia (Weise, 2009: 112). En la discusión mantenida en la primera etapa del exilio con la Escuela de Uppsala y con la obra de Axel Hägerström en particular, representante del otro referente que junto con Heidegger marcará con fuerza la primera mitad del siglo XX, Cassirer mostrará su desacuerdo con su interpretación de la normatividad jurídica, al considerar por ejemplo que toda ley escrita señala en dirección al futuro, así como que juicios de valor individuales no pueden reducirse a acontecimientos instantáneos, al ser por naturaleza relacionales, en una línea que habría subscrito Cohen. En este contexto, señala en su diálogo con el pensador sueco que un ordenamiento jurídico:
[s]olo se origina cuando el pensamiento se eleva a la institución de principio por encima del momento particular de lo dado aquí y ahora, abriéndose así hacia el futuro. La determinabilidad del futuro merced al presente hace que la obligatoriedad que el presente ha cerrado sea para el futuro un momento que inserta en toda “legislación posible”. (Cassirer, 2010: 151)
Ninguna emoción puede entregar la orientación y compromiso con lo no dado. Amar lo que uno se ha mandado a sí mismo según la expresión de Goethe, que Cassirer reconoce en la voluntad, aparece como el eje de la personalidad moral, que se encuentra a la base de toda normatividad jurídica.
Conclusión
Tal y como espero haber mostrado en la primera sección de este trabajo, la mirada que Cohen dirige a la tradición del pensamiento judío está orientada por el propósito de recalcar los puntos de continuidad entre las fuentes del sentido en el judaísmo y el cristianismo, entendiendo la ética y el derecho como productos de un espíritu que encuentra su divisa en las directrices regulativas y del progreso resaltadas por el pensamiento kantiano. Por su parte, desde Sustancia y función (1910), la contribución de Cassirer a la crítica de la lógica clásica había intentado enfocar el suelo relacional de toda presunta estabilidad categórica. Todo juicio de valor implica para Cassirer -como lo había hecho para Cohen, de la misma manera que para el jurista Julius Ebbinghaus- una continuidad que se proyecta sobre los tres éxtasis temporales. La pretensión de fundar la normatividad de la filosofía práctica en la emotividad, siempre puntual y momentánea, no podía satisfacer a una filosofía simbólica.7 El sentido de lo práctico posee más bien para nuestros autores las características de lo ideal en sentido platónico, que impide que ninguna época histórica concreta se arrogara el derecho a solaparse enteramente con él. Del otro lado, quedaba una no menos insatisfactoria analítica existenciaria como la elaborada por Martin Heidegger, sobre la que El mito del Estado se pronuncia con balances como el siguiente:
Ningún pensador puede dar más que la verdad de su propia existencia; y esta existencia tiene un carácter histórico. Está vinculada a las condiciones especiales en que vive el individuo. Cambiar estas condiciones es imposible. Con el fin de expresar su pensamiento, Heidegger tuvo que acuñar un nuevo término. Habló de la Geworfenheit. Ser echado a la corriente del tiempo es un rasgo fundamental e inalterable de nuestra situación humana. No podemos salirnos de esta corriente ni podemos alterar su curso. […] Una filosofía de la historia que consiste en sombríos vaticinios de la decadencia y de la destrucción inevitable de nuestra civilización, y una teoría que considera la Geworfenheit del hombre como uno de sus caracteres principales, son doctrinas que han abandonado toda esperanza de participar activamente en la construcción y la reconstrucción de la vida cultural del hombre. Semejante filosofía renuncia a sus propios ideales básicos, éticos y teóricos. Luego, puede ser empleada como instrumento flexible por las manos de los caudillos políticos. (Cassirer, 1968: 347)
Nada de la comunidad buscada y por venir salvaguardada por el pueblo judío, en su tan paciente como activa diáspora, sobrevivía más que en los márgenes de tales planteamientos del pensamiento, el positivista y el existencial. El elemento judío se erige así en motivo de resistencia frente a un excesivo orgullo de la capacidad de las formas jurídicas y políticas para construir una autoridad inapelable. Por el contrario, se trataba de reconocer en el derecho y la política efectos maduros de una vida espiritual que en ningún caso podrían reducirse a meras notas empíricas. Hasta la vía regia de la filosofía moderna había reservado sus peanes de admiración por las realidades -el nacimiento, la comprensión, la revelación interior-, cuya naturaleza enigmática deberían guiar, a juicio de Cassirer, los esfuerzos epistemológicos y prácticos de la humanidad. Él señalará, en un pasaje cargado de resonancias con lo que luego será el pensamiento de Arendt, cómo la aparición y mostración de lo que hay es señalado por un autor, tan mecanicista como Hobbes, como el hecho más maravilloso del mundo:
Thomas Hobbes dijo una vez que de todos los fenómenos que nos rodean el “aparecer mismo” es el hecho más llamativo y maravilloso [Thomas Hobbes hat einmal gesagt, daß von allen Erscheinungen, die uns umgeben, das ‘Erscheinen selbst’ die merkwürdigste und wunderbarste Tatsache sei]. (Cassirer, 1999a: 3)
Autores como Hobbes no resultarán tan del agrado de Rousseau y Kant a ojos de los autores en torno a los que ha girado este artículo. Sin embargo, el esfuerzo hermenéutico que Cohen y Cassirer dirigieron a Kant, pero asimismo al conjunto de la filosofía moderna, estaba inspirado por el anhelo de encontrar en tales piezas de la cultura europea formulaciones de una idea de orden civil reconciliable con la Haskala judía. Este movimiento filosófico y religioso del judaísmo ilustrado alemán, en el que destacaron pensadores tan cercanos a Kant como Moses Mendelssohn, constituyó una de las primeras reivindicaciones de emancipación del pueblo judío, en respuesta también a la propuesta de mejora civil de este pueblo publicada en 1781 por Christian Wilhelm von Dohm en su célebre ensayo.
Cohen y Cassirer se remontarán a este movimiento para preconizar una intensa conexión entre la vida del espíritu, el programa político y la producción conceptual, con la expectativa de que tal combinación de elementos pudiera iluminar un camino esperanzador en la común patria de la razón que identificaban con la vieja Europa. La senda que confiaban abrir retomaba elementos procedentes de las sugerencias de integración limitada del judío en la sociedad cristiana europea de Mendelssohn, pero también encontraba energías potentes en favor de la emancipación judía en la concepción ideal de lo histórico, que había primado en el pensamiento de Kant. Con ello, se dibujaba una perfecta triangulación de Platón, con Kant y Mendelssohn, formando un modelo filosófico de convivencia entre pueblos que después resultará sumamente inspirador para alguien como Arendt. La historia efectiva del continente se encargó de hacer saltar por los aires este sueño, sin que ello rebaje los estímulos que semejante programa de acción sigue proyectando sobre nuestro presente.