INTRODUCCIÓN
En 1995, Dominique Méda publica en Francia un libro titulado sugestivamente El trabajo: un valor en peligro de extinción, el cual formula una paradoja atinente al lugar ambiguo del trabajo en las sociedades contemporáneas:
[...] se produce cada vez más haciendo uso de cada vez menos mano de obra; parece factible por fin que se vaya aliviando el apremio que sobre nosotros ejerce el trabajo y, sin embargo, la respuesta que viene suscitando esta evolución no es sino una larga retahíla de lamentos. La sociedad reclama siempre más trabajo y pide, achacosa, soluciones milagrosas que generen más y más empleos «rentables». (Méda, 1998: 15)
La autora abre así la interrogante respecto a las razones de una reacción subjetiva fundamentalmente temerosa y defensiva ante lo que parece ser un proceso objetivo inexorable. Más allá del evidente fantasma del desempleo -un problema persistente, aún hoy, en Francia y en gran parte del mundo capitalista-, la incógnita planteada refiere a las razones por las cuales el desarrollo tecnológico no es socialmente avizorado en términos de sus posibilidades positivas. De manera más precisa, la autora se pregunta por qué los sujetos contemporáneos parecen imposibilitados para ver en la automatización de la producción lo que Aristóteles advertía en sus condiciones históricas, donde aquella resultaba una utopía lejana: la posibilidad de una sociedad liberada del arduo yugo de las labores productivas.1 El problema radicaría en que el trabajo, más allá de las tendencias objetivas que lo cercan, sigue teniendo un valor para los sujetos que excede con mucho su solo aspecto económico en tanto factor de producción.
En efecto, Méda llama la atención respecto del consenso que ocupa un amplio espectro político-ideológico: incluso autores críticos del trabajo asalariado enarbolan discursos que llaman a salvar el trabajo, entidad que constituiría, más allá de sus realizaciones histórico-fenoménicas, una categoría antropológica, siendo entonces un rasgo invariante de la naturaleza humana. Así, estos discursos presentan al trabajo no sólo como un medio para aumentar la riqueza, sino también como la forma exclusiva de realización personal y el fundamento del vínculo social (cfr. Méda, 1998: 16-18).
De este modo, se constituye un horizonte de ideas donde el trabajo se considera un valor central necesario de preservar. Dicho consenso correspondería, según la autora, con el hecho de que las sociedades modernas están realmente basadas en el trabajo: éste constituiría la relación social fundamental -el hecho social total, declara Méda retomando el célebre término del antropólogo Marcel Mauss (cfr. 1998: 9-10 y 2007: 17).
La originalidad del libro de Méda radica en que, ante esta situación, elabora una interesante genealogía del concepto de trabajo para elucidar las razones de su valor, entendiendo por tal su representación como bien social. En vista de explorar los sentidos más específicos de este valor, ella analiza los significados con que ha sido investido históricamente. Méda emprende una revisión de la historia del pensamiento a partir de la cual argumenta que el concepto de trabajo vigente no ha existido desde siempre, siendo una invención moderna. Su conformación reconoce distintas etapas en las cuales capas sucesivas de significados -no siempre coherentes entre sí- se acumularon hasta sedimentar en él. Recorrerlas permitiría entender cómo el trabajo ha llegado a tener semejante valor para que los individuos se aferren a él, incluso cuando se encuentre -según reza el subtítulo del libro- en peligro de extinción.
En este artículo repasaré dicho examen genealógico en vistas de efectuar un análisis crítico de las consecuencias -conceptuales y ético-políticas- que Méda pretende extraer. Veremos cómo para la autora el concepto de trabajo ha terminado siendo depositario de funciones que ya no estaría en condiciones de cumplir o incluso nunca habría podido cumplir de manera totalmente satisfactoria. Por lo tanto, planteará la necesidad de “romper el hechizo y desencantar el trabajo” (1998: 231).2 Mostraré que, como resultado de ello, la autora postula un concepto de trabajo reducido a un mero factor eficaz de producción que, por ende, cabría economizar lo más posible. Esto conllevaría una determinada postura frente al proceso de automatización de la producción: en lugar de temerle o enfrentarlo, se trataría de acompañarlo con la apertura de espacios con actividades alternativas para cubrir el lugar vacío que dejaría la reducción del tiempo de trabajo.
Para enfatizar la importancia del tema, cabe señalar que la postura de Méda no carece de adherentes. Desde mediados de la década de 1980, con el trasfondo de una reestructuración del capitalismo tan profunda como la acontecida entre las décadas de 1930 y 1940, han cobrado cierta resonancia una serie de planteamientos que implícita o explícitamente abogan por un concepto reducido de trabajo en la línea postulada por la autora. La idea central de los autores ubicados en esta corriente -reivindicados por Méda como “voces poco escuchadas o consideradas” (1998: 25)- es que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación introducidas en los procesos productivos llevarían necesariamente a una creciente desocupación y precarización laboral, por lo cual habría que delinear alternativas para abrir paso a una nueva sociedad no fundada en la centralidad del trabajo (véanse por ejemplo Gorz, 1997 y 2003; Habermas, 1988; Offe, 1992 y 1996; Rifkin, 1996). En un escenario aparentemente sombrío cabría proyectar una mirada esperanzadora: la superación de una sociedad fundada en el trabajo y la expansión concomitante del tiempo libre crearían posibilidades para abrir espacios ético-políticos de autorrealización. Esta perspectiva se tiende a sustentar en una cuestión que puede ser tematizada o supuesta: el carácter irremediablemente instrumental del concepto de trabajo y su incapacidad (inmanente o tendencial) para funcionar como un vehículo adecuado de realización de los sujetos y sus vínculos sociales. Este es, precisamente, el concepto que Méda construye a partir de una revisión crítica de la tradición.
Así, al tener en cuenta estas posiciones y su importancia, en la última parte de este artículo, formulo algunas observaciones críticas en relación con los límites de este concepto reducido de trabajo, al enfatizar algunas de sus consecuencias ético-políticas. Explico por qué implica la aceptación acrítica de principios para regular los procesos productivos que pueden considerarse propios de las sociedades modernas capitalistas, inhibiendo así la exploración de otras alternativas. Señalaré que esta aceptación impide el tratamiento complejo de ciertas cuestiones concretas, entre las cuales referiré al problema ecológico. Finalmente, comento que este concepto reducido de trabajo es cuestionado inclusive por los dispositivos actuales de gestión empresarial.
EL TRABAJO: GENEALOGÍA DE UN CONCEPTO
El primer paso de la genealogía de Méda muestra que, antes de la Modernidad, no existía el concepto actual de trabajo. Esto se verificaría, primero, en un somero examen de los estudios antropológicos3 acerca de las llamadas sociedades primitivas. En ellas, la esfera económico-productiva carece de autonomía: las mismas actividades productivas se definen en función de otras relaciones sociales (sagradas, de parentesco) que no sólo resultan ajenas a la lógica de la acumulación y el intercambio, sino incluso a la de la propia subsistencia. En algunos casos, por ejemplo, lo que hoy se llama trabajo se inscribe en una lógica de competencia lúdica, ostentación y derroche, radicalmente anti-económica en el sentido moderno de la palabra. No resulta casual que estas sociedades carecieran de una palabra cuyo significado unificara las distintas actividades realizadas en el sentido actualmente denominado económico, así como el concepto de trabajo (cfr. Méda, 1998: 28-32 y 2007: 18-19).
Méda analiza con mayor detenimiento la visión griega, pues para ella funciona como una suerte de paradigma crítico que contrasta con las sociedades modernas en cuanto a la centralidad del trabajo.4 Según la filósofa, tres características delinean el modo en que dicha visión comprende el trabajo. Primero: no hay un concepto único para designar las distintas actividades productivas. La distinción más relevante es la establecida entre pónos -actividades penosas que requieren esfuerzo y un contacto considerado degradante con la materia- y érgon -aquellas que consisten en dar forma a la materia con base en un modelo, como la actividad del artesano-.5 Al mismo tiempo, las actividades se jerarquizan en función del grado de dependencia que entrañan para quien las realiza: en lo más bajo de la escala se encuentra la actividad subordinada del esclavo, seguido del artesano -quien trabaja para el démos- y del agricultor, quien labora en función de su subsistencia (cfr. Méda, 1998: 34-35). En cualquier caso, estas actividades son desvalorizadas porque se vinculan con la necesidad de mantener el proceso vital. He aquí la segunda característica del trabajo: es despreciado porque implica dependencia en el sentido biológico. En contraste, la actividad política de los ciudadanos libres (prâxis) y la contemplación (theoría) son valoradas por el hecho de hallarse implicadas de modo inmanente con la libertad, al ser independientes de la necesidad material (cfr. Méda, 1998: 35-37). Finalmente, la función del trabajo como vínculo social está escasamente desarrollada: la misma se efectúa ante todo por la relación entre iguales que tiene lugar en el espacio público de la pólis.
Después de analizar el trabajo en la Edad Media, que no implicaría grandes cambios respecto a la visión antigua -aunque en su etapa final comenzarían a valorizarse algunos oficios-, Méda estudia la génesis propiamente dicha del concepto de trabajo, reconociendo tres momentos sucesivos, el primero de los cuales es la invención de esta idea a finales del siglo XVIII.
Para la autora, Adam Smith constituye la expresión por excelencia de ese momento. Él descubre el trabajo abstracto: más allá de sus dimensiones concretas (desgaste físico, esfuerzo, transformación material de un objeto) le interesa el trabajo entendido como “una sustancia homogénea, idéntica en todo tiempo y lugar e infinitamente divisible en unidades” (Méda, 1998: 52), siendo de este modo condición de posibilidad del intercambio. Su esencia es el tiempo: “la igualación y comparación de las distintas cantidades de trabajo se hace por medio del tiempo, el criterio más homogéneo y abstracto. El trabajo no es ya sólo como el tiempo, es tiempo” (Méda, 1998: 52). Así acuña un concepto que unifica la abstracción: permite poner en un mismo plano distintas actividades, alcanzando una universalidad hasta entonces desconocida. Sintetizando, la invención del trabajo por Smith se explica del siguiente modo:
Smith introduce así, seguramente sin ser consciente de ello, una nueva definición del trabajo. Una definición que no es fruto de un estudio de la característica compartida por las distintas formas concretas, prácticas, del trabajo […] sino que resulta de una investigación que no tiene realmente por objeto al trabajo; una investigación, al término de la cual, el trabajo aparece como un instrumento de cálculo y medida […] Son por tanto los economistas los que “inventan” el concepto de trabajo: por primera vez tiene un significado homogéneo, pero se trata de un concepto construido, instrumental y abstracto. Su esencia es el tiempo. (Méda, 1998: 53-54)
Méda argumenta que el trabajo se concibe desde este momento como la relación social nuclear. Vincula esta cuestión con la visión moderna del mundo y en particular con el nacimiento del individuo. Por un lado, con el fin del orden geocéntrico, la visión de la naturaleza como un conjunto poblado de fuerzas y cualidades sensibles cede su lugar a una perspectiva desencantada e instrumental: “la naturaleza es ahora homogénea, absolutamente vacía y transparente. Se constituye de una materia perfectamente penetrable y cognoscible por el espíritu humano” (Méda, 1998: 64). Por otro lado, se empiezan a derrumbar las justificaciones tradicionales del orden social establecido. A la vez que la autoridad política ya no depende de una legitimación divina, el lugar del individuo deja de obedecer a un orden fundado en una “comunidad natural, jerarquizada, con unidad orgánica y en la cual cada uno tiene naturalmente su sitio” (Méda, 1998: 67). En su reemplazo, el orden social se concibe como una obra humana, producto de la voluntad de individuos considerados libres, iguales y racionales. La economía sería una de las dos respuestas que el siglo XVIII proveyó para resolver el acuciante problema moderno del fundamento del orden social:
Durante el siglo XVIII […] se proponen dos soluciones radicalmente distintas: la solución económica y la solución política. Ambas pretenden encontrar el principio unificador de una multiplicidad desordenada de individuos. Ambas acuden, inicialmente, al argumento del contrato para representar el modo en que los individuos entablan relaciones. Pero si para la solución política el contrato es el acto constitutivo tanto del cuerpo político como de la autoridad política, para la solución económica el contrato instituye las condiciones de intercambio definiendo las leyes de la equivalencia de las magnitudes. (Méda, 1998: 70)6
En la visión económica, entonces, el orden social es el resultado espontáneo -en tanto no es buscado de modo voluntario- del juego emergido de los intereses egoístas de los individuos. En esta perspectiva, el trabajo aparece como relación social fundamental:
Por tratarse del medio concreto mediante el cual se alcanza la abundancia, por tratarse de un esfuerzo siempre orientado a los demás y, sobre todo, por tratarse de la medida de los intercambios y de las relaciones sociales en general, el trabajo es la relación social nuclear […] La respuesta de la economía política a la cuestión del orden social es por tanto: trabajo e intercambio, única manera de sustituir la vieja universitas por un orden igualmente sólido, con una inflexibilidad parecida a la natural, y sin presuponer que los individuos deban tenerse aprecio o deban perseguir otra cosa que sus particulares anhelos. (Méda, 1998: 72)
Así nace el concepto moderno de trabajo como relación social central con sus notas características y distintivas: abstracto y mercantil, en tanto modo de regular los intercambios de los individuos entre sí y con la sociedad; instrumental, en tanto medio de enriquecimiento y abundancia, y a la vez operación secular sobre una naturaleza desencantada.
El segundo momento de la genealogía de Méda tiene lugar en el siglo XIX, con Hegel como preludio y con Marx como protagonista. Si el siglo XVIII concibió al trabajo como factor de producción y relación social, el siguiente siglo lo valorizará como una fuerza creadora, incluso pensándolo como el elemento constituyente de la esencia del hombre.
Para Méda, una de las innovaciones clave de la filosofía hegeliana radica en haber introducido la historicidad en la idea de Dios o Espíritu. Él mismo ya no sería una idea eterna e inmóvil, separada del mundo, sino que su accionar consistiría en asimilar la exterioridad, haciendo consciente (para sí) lo que es en esencia (en sí). Aquí, conocer es actuar, asimilar lo exterior, humanizar lo natural y espiritualizar la naturaleza. Hegel denomina a este proceso justamente trabajo: “el acto mediante el que el Espíritu se conoce a sí mismo es un trabajo que realiza sobre sí mismo” (Méda, 1998: 78).
Postulado como actividad creadora, espiritual y humanizadora, Hegel analizaría el trabajo de la era industrial -el abstracto, inventado por la economía política- como un momento necesario, pero llamado a ser superado. Este trabajo encierra una contradicción, pues por un lado acerca a los hombres, los vuelve interdependientes y permite que expresen su potencia ante la naturaleza mediante la introducción de la maquinaria pero, por otro, embrutece a los trabajadores condenándolos a tareas repetitivas y sumergiéndolos en la pobreza. De esta manera, Hegel prefiguró -sin articularlo explícitamente- el esquema utópico del trabajo que después desarrollarían Marx y algunos socialistas: el trabajo industrial, abstracto, es un momento a ser superado y reemplazado por otro que sí correspondería con su esencia. Una vez liberado, el trabajo será creación y auto-rrealización (cfr. Méda, 1998: 79-81).
Marx partió del concepto hegeliano de trabajo, pero poniendo como sujeto del mismo al propio hombre y no al Espíritu. La clave estaría en la contradicción entre el trabajo verdadero -esencia del hombre- y el real -el desarrollado en el capitalismo- que sería una forma alienada del primero. Para Marx, la historia sería la humanización de la naturaleza por obra del trabajo humano. La característica distintiva de este último sería la autocreación y su modelo el homo faber -donde el hombre se expresa a sí mismo en su artificio, es decir, en el objeto creado por él (cfr. Méda, 1998: 81-83).7
Para Méda, el concepto central en los planteamientos de Marx sobre el trabajo es el de expresión: el hombre expresa a los demás su singularidad a través de los productos de su trabajo. Éste sería el elemento clave de su concepto utópico, el cual predominaría cuando el proceso histórico concluya en una sociedad libre (cfr. Méda, 1998: 84-85). El trabajo abandonaría el ámbito de la necesidad para ejercerse en el de la libertad, concordando con su esencia. Méda concluye que, con estos desplazamientos conceptuales, Marx no habría hecho más que dar una formulación precisa y coherente a la invención distintiva del pensamiento del siglo XIX, que compartirían desde los idealistas alemanes hasta los socialistas utópicos franceses, pasando por la mayor parte de los liberales: el trabajo se concebiría también como el vehículo por excelencia a través del cual se realiza la persona.
Finalmente, el tercer momento en la genealogía del concepto de trabajo se da en el siglo xx. Méda señala que, a diferencia de los dos anteriores, este momento carece de una articulación teórica exhaustiva; antes bien, se deriva pragmáticamente del conjunto de instituciones establecidas por el Estado social o de Bienestar consolidado en el periodo de posguerra. Responde fundamentalmente a la visión emergente de la política socialdemócrata, que renunció a la utopía socialista de suprimir el trabajo asalariado para reemplazarla por un programa reformista de mejora gradual de las condiciones laborales y de retribuciones materiales a los trabajadores. El trabajo se hace aquí sinónimo de empleo, y en este punto surge la paradoja que Méda le imputa al pensamiento socialdemócrata, la cual retomaré más adelante: “sigue proyectando las energías utópicas en la esfera del trabajo pero no cuestiona la relación salarial” (1998: 109).
Estos serían los tres momentos que atravesó dicho concepto hasta su configuración actual. Resulta claro que son inconsistentes entre sí. Así, el segundo momento niega al primero: el esquema utópico del trabajo supone que para coincidir con su esencia, debe superarse el primer momento, esto es, como mero factor productivo y relación social mercantil -trabajo abstracto-. El tercer momento, a la vez que recupera la dimensión de autorrealización del segundo, niega la relación crítica que este último mantenía con el trabajo realmente existente. Méda no disimula estas tensiones, más bien asume la tarea de ponerlas de manifiesto: su objetivo es mostrar hasta qué punto el concepto actual de trabajo encierra sentidos heterogéneos poco coherentes entre sí (siendo fuente de confusiones) que la genealogía puede diferenciar (cfr. 1996: 693).
Méda entiende que asumiendo este complejo recorrido estaríamos en mejores condiciones de afrontar algunas de las interrogantes planteadas por la crisis actual del trabajo, por ejemplo: ¿Se debería seguir revalorizando moralmente al trabajo o, más bien, se tendría que relativizar su valor? ¿Convendría insistir en la política de crear más empleo o, por el contrario, habría que buscar modos alternativos de retribuir a las personas? ¿Se necesita fomentar la autonomía en el trabajo o más bien buscar esta autonomía en otros ámbitos? Méda intenta contestar estas interrogantes desde su genealogía, contrarrestando aquellas perspectivas que mantienen indefectiblemente el valor y la centralidad del trabajo en la actualidad. Se verán algunos de los argumentos planteados a estos efectos; los mismos proveerán elementos para mostrar las limitaciones de su análisis.
LA CRÍTICA DE MÉDA AL TRABAJO: HACIA UN CONCEPTO REDUCIDO
Méda critica los posicionamientos actuales que mantienen la idea de realización personal de los sujetos a través del trabajo, nacida en el segundo momento de la genealogía (siglo XIX). Los cuestiona por olvidar la dimensión puesta de manifiesto por el primer momento de la genealogía:
[...] estos planteamientos son radicalmente contradictorios. Olvidan la forma bajo la cual nació el trabajo y con la cual sigue existiendo. Olvidan, en efecto, su dimensión económica y la consiguiente lógica detrás de su aparición y de su pervivencia. Sostienen que el trabajo es obra, cuando su determinación económica precisamente impide que pueda ser eso. (Méda, 1998: 114-115)
En primer lugar, esta crítica se aplica a los planteamientos que la autora revisa en el tercer momento de su genealogía. En efecto, éstos daban por supuesto al trabajo asalariado tal como existe en el capitalismo manteniendo, al mismo tiempo, la dimensión de realización personal inventada por el segundo momento de la genealogía. Es decir, a diferencia de los del siglo XIX, estos planteamientos no proponen un esquema utópico: aquí y ahora, en el mismo capitalismo, el trabajo resultaría liberador para la persona y una fuente de autonomía. Méda responde señalando que el trabajo realmente existente en las actuales sociedades capitalistas está atravesado por tres lógicas que resultan incompatibles, o al menos entran en tensión con la posibilidad de realización personal: 1) la lógica del capital, que supedita el trabajo a la acumulación; 2) la lógica del trabajo asalariado, que subordina al trabajador a su empleador; y 3) la lógica del desarrollo técnico, cuyo trabajo está condicionado por la necesidad de ordenar el mundo para maximizar las riquezas obtenidas de él (cfr. Méda, 1998: 114-124). Las tres lógicas condicionarían la forma y el contenido del trabajo: en tanto los fines y el modo de alcanzarlos se encuentren determinados por ellas, el trabajo no podrá ser un vehículo de realización personal.
Los argumentos de Méda no parecen agregar demasiado a los de Marx y otros socialistas del siglo XIX, para quienes efectivamente el trabajo asalariado subordinado al capital resultaría incompatible con la posibilidad de realización personal. No obstante, ¿no sería posible, como habría imaginado Marx, su superación en otro tipo de sociedad? La respuesta de Méda a esta pregunta es tajantemente negativa:
Parece que Marx no ha comprendido la causa de la alienación del trabajo, o más bien que habría percibido las dos primeras causas -la lógica capitalista y la subordinación- sin comprender que se deben, en última instancia, a la tercera lógica: la del deseo de abundancia o de humanización, auténtico fundamento del productivismo. (1998: 130)
Una prueba fáctica de esto sería el caso del socialismo real, que aun estatalizando los medios de producción mantuvo inalterada dicha lógica:
El carácter alienante del trabajo no desaparece con la apropiación colectiva de los medios de producción. El que el capital esté en manos de los trabajadores y no de los capitalistas, apenas modifica las condiciones de trabajo […] Con independencia de si viene dictada por el Plan o por el mercado, la producción estará igualmente determinada desde afuera y será ajena a los trabajadores […] Porque el problema no radica en la propiedad de los medios de producción, sino en el carácter del trabajo y en el hecho de que la eficacia productiva siga siendo su objetivo […] la organización del trabajo se rige por el principio de eficacia y éste deriva del imperativo absoluto de incrementar la riqueza. (Méda, 1998: 130-131)
Evidentemente, frente a esto podría aducirse que de la adopción de una lógica productivista por sistemas no capitalistas, tampoco deriva un argumento definitivo respecto a la imposibilidad de su superación en otro tipo de sociedad. La Unión Soviética es un modelo que, a pesar de su importancia histórica, no deja de responder a un contexto particular. Con una herencia de atraso económico respecto al occidente capitalista, y después de dejar en el camino el ideal democrático de otorgar todo el poder a los soviets, la dirigencia decidió -no sin resistencias- emprender un proceso de industrialización forzada dirigido burocráticamente bajo el principio fundamental de incrementar la producción.
Méda supone que el ideal de eficacia productiva -incrementar la riqueza lo más posible por todos los medios a disposición- operaría como un regulador de la producción económica del cual ya no cabría desembarazarse. Por eso, la principal conclusión crítica que pretende derivar de su genealogía estriba en que quienes legitiman el valor-trabajo se inspiran en las utopías del siglo XIX, pero suelen olvidarse del origen del concepto en el siglo XVIII, momento en el cual recibió su sello -aparentemente indeleble- de raigambre productivista. La confusión conceptual fue desencadenada, entonces, por los socialistas del siglo XIX, quienes insertaron un elemento utópico a un concepto económico secular y aparentemente realista. Siguiendo la prescripción habermasiana que guía toda su empresa, para Méda desencantar el trabajo consiste, en términos positivos, en una reducción del concepto:8 aceptar como inevitable el carácter económico-productivista del trabajo (siglo XVIII) y rechazar las fantasías utópicas del siglo XIX.9
La crítica de Méda al vínculo social establecido por medio del trabajo se mueve en la misma dirección. Por un lado, señala que cumple esta función de modo accesorio respecto a su finalidad principal, la cual sería la producción eficiente de riquezas: esto explica el carácter precario del vínculo a que da lugar, pues los imperativos a los cuales se encuentra sujeto el trabajo se rigen por una lógica totalmente distinta a la del fortalecimiento de la cohesión social. Por otro lado, sostiene que el vínculo social establecido por medio del trabajo es frágil, pues parte del individuo y vuelve a él: como ya planteaba Adam Smith, no es la búsqueda de establecer una relación con el otro, sino el interés egoísta el que motiva la compra y venta de productos, actividades y capacidades. Trabajo e intercambio dan lugar a redes de interdependencia que, en realidad, no son buscadas ni controladas de modo consciente y voluntario, sino que son resultado del interés de individuos comprendidos como átomos egoístas (cfr. Méda, 1998: 135-138).
Frente a esto, la pensadora francesa sostiene la existencia de otros modos más atinados de pensar y construir el vínculo social, sin relación alguna con la producción y con el trabajo. De esta manera, reivindica una tradición que incluiría a autores como Aristóteles, Habermas y Arendt, pasando por Hegel,10 la cual habría buscado un fundamento más sólido para el vínculo social en la comunidad política -y no en la economía-.11 En consecuencia, la autora recupera varias de las distinciones célebres de estos autores: entre poíesis y prâxis (Aristóteles), entre labor y acción (Arendt), o entre trabajo e interacción (Habermas). En los dos términos de estas dicotomías, se trataría de reducir el lugar de los primeros y extender el de los segundos (cfr.Méda, 1998: 139-144).12 Su idea central es que en lugar de propagar el campo del trabajo y la producción -como sostienen tanto quienes buscan asiduamente nuevos yacimientos de empleos como aquellos que inspirándose en Marx exigen la realización de la esencia del trabajo más allá de su forma fenoménica de empleo- habría que reducirlo para dar mayor lugar a actividades que no se guían por un imperativo de eficacia ni se apoyan en el atomismo, y por tanto podrían ser fuentes más sólidas de cohesión e integración social.
Nuevamente, puede verse cómo la pensadora francesa busca reducir el concepto de trabajo: luego de recortar su dimensión de realización personal (momento utópico del siglo XIX), restringe su función de vínculo social, enfatizada por el liberalismo del siglo XVIII en términos meramente mercantiles y también recuperada en el siglo XX, aunque, en este último caso, con el encuadre de las instituciones vinculadas al Estado social. Con esta operación de sustracción, el trabajo se reduce a mero factor económico-instrumental.
EXCURSO: EL CONCEPTO REDUCIDO DE TRABAJO EN HABERMAS
Esta reducción conceptual aparece en otros autores en los que Méda indudablemente se inspira, cuyos planteamientos, a su vez, refuerza y clarifica mediante su genealogía. Cabe detenerse, aunque sea someramente, en el caso de Habermas para ampliar la perspectiva del artículo y a su vez clarificar la discusión del próximo apartado.13
En Teoría de la acción comunicativa, Habermas articula una teoría de la sociedad distinguiendo analíticamente dos niveles: el sistema y el mundo de la vida. Este último constituye el acervo del saber común que funciona como trasfondo y horizonte de la llamada acción comunicativa: una acción simbólicamente mediada y orientada por normas consensuadas de manera intersubjetiva por los actores sociales (Habermas, 1992: II, 196).
Habermas plantea que en la Modernidad algunas funciones sociales, en particular aquellas vinculadas con la reproducción material, se independizan de los contextos simbólicos del mundo de la vida. Para estas funciones, la búsqueda de entendimiento resulta cada vez más onerosa y tiende a ser reemplazada por otros mecanismos de coordinación de la acción: el dinero para el subsistema económico y el poder para el subsistema político-estatal. A estos dos niveles -sistema y mundo de la vida- ya diferenciados netamente como resultado del proceso de modernización corresponden, según el autor, dos formas de integración de los sujetos modernos: la social, ejecutada mediante mecanismos que armonizan las orientaciones de acción de los participantes, y la sistémica, que por el contrario se realiza por mecanismos que entrelazan funcionalmente las consecuencias agregadas de la acción independientemente de las motivaciones de los sujetos actuantes (Habermas, 1992: II, 167).
Hasta aquí, la teoría habermasiana de la sociedad moderna se mueve en un nivel de abstracción que, aparentemente, no permite sacar conclusiones sobre su visión del trabajo. Sin embargo, en las consideraciones finales de la obra, resulta evidente que para él la diferenciación de los subsistemas -en particular el económico- conlleva en el mundo laboral que las acciones de los sujetos pierdan su anclaje en el mundo de la vida y sean integradas de un modo funcional-sistémico, independientemente de sus motivaciones y su participación dialógica. En este punto, Habermas critica a Marx por reducir el fenómeno moderno de la integración sistémica del trabajo a un mero resultado de la dominación burguesa. Según él, Marx observó en la separación entre sistema y mundo de la vida una unidad ética desgarrada que sería necesario recomponer. El problema presentado por Habermas es que:
[...] este enfoque interpretativo impide que aflore la cuestión de si las esferas sistémicas que son la economía capitalista y la moderna administración estatal no representan también un nivel de integración superior y evolutivamente ventajoso frente a las sociedades organizadas estatalmente. (Habermas, 1992: II, 479-480)
Parece que para Habermas la regulación de los procesos laborales por medios de control autonomizados respecto a las expectativas de los sujetos (dinero/mercado) resulta más eficaz desde el punto de vista del sostenimiento de la producción material. No se trata de una cuestión contingente para él, sino de un imperativo evolutivo derivado del aumento de complejidad de la producción material, independiente incluso del modo de producción capitalista. Del mismo modo que Méda, Habermas acepta la eficacia para incrementar la riqueza como criterio último para determinar la dirección de los procesos productivos.
Desde la perspectiva habermasiana, en Marx subyace todavía una visión romántica que no comprende correctamente la ventaja evolutiva que significa la aparición de las esferas de integración sistémica. Nótese también cómo la crítica se mueve en el mismo andarivel que la de Méda: el acento está en el carácter utópico del concepto marxista de trabajo. De hecho, también Habermas refiere al modelo expresivista de la productividad creadora, con el cual Marx evocaría históricamente ambiguas formas de vida premodernas -artesanado, campesinado, entre otras-. A esto apunta su segunda crítica, según la cual “Marx carece de criterios con que distinguir entre la destrucción de las formas tradicionales de vida y la cosificación de los mundos de la vida postradicionales” (1992: II, 481). Hay que considerar estas ideas para evaluar la exhortación de Habermas (1988) de abandonar la utopía de la sociedad del trabajo.
Más allá de la cuestión de si interpretan adecuadamente a Marx -tema por demás discutible-,14 lo incómodo de las críticas de Habermas y Méda es que llevan la reflexión a una encrucijada simplista: o se acepta la preponderancia de un criterio economicista de regulación de los procesos laborales, o se recae en una visión romántica que evoca formas tradicionales de vida aparentemente ya superadas. ¿Se puede pensar el tema más allá de esta dicotomía? En el próximo apartado trataré de responder esta cuestión.
HACIA UNA CRÍTICA DEL CONCEPTO REDUCIDO DE TRABAJO
Formularé algunas observaciones críticas al concepto reducido de trabajo que, según demostré, es el resultado del recorrido seguido por Méda. El punto de vista adoptado a dichos efectos no será historiográfico, por lo cual se dejará de lado la cuestión de si la interpretación propuesta por la autora es fidedigna con la historia intelectual del concepto. Tomando como punto de partida esta genealogía, me ocuparé ahora de las posibles consecuencias ético-políticas de la adopción de un concepto de esta índole.
El libro de Méda pretende proveer un apoyo conceptual a aquellas propuestas que apuntan a relativizar la importancia del trabajo en el conjunto de la vida social del capitalismo contemporáneo.15 Considerando este marco más amplio, aunque sin pretender impugnar estas propuestas en todos sus aspectos -lo cual exigiría exceder los límites de este artículo-, me limitaré a realizar algunas observaciones sobre los problemas que trae la aceptación de un concepto reducido de trabajo.
La reducción conceptual de Méda implica comprender el trabajo como mero factor productivo utilizado del modo más eficaz posible. Así, el imperativo central del trabajo abstracto es la necesidad de producir la mayor cantidad de riqueza en el menor tiempo posible. Este criterio no se ve afectado por el hecho de proponer como finalidad de su aplicación la disponibilidad de tiempo libre para actividades no laborales ni mercantiles. En definitiva, Méda critica al liberalismo económico la finalidad otorgada a esta economía del tiempo, manteniendo sin embargo la idea de trabajo como medio a ser racionalizado.
Este concepto de trabajo tiende a borrar del horizonte la posibilidad de una economía regulada por criterios diferentes a la mera eficacia: por ejemplo, la autorrealización en el trabajo, la participación de los trabajadores y la ciudadanía en la producción, así como en los fines de la economía en general. Si bien Méda promueve la intervención de tipo política en la economía, tiende a restringirla a la distribución de bienes,16 dejando de lado la propia actividad de producción. Cabe notar cómo reproduce de manera implícita la escisión -que sugestivamente Marx cuestionaba-17 entre una producción regida por reglas económico-técnicas y una distribución regida por reglas sociales.
Incluso en las sociedades capitalistas siempre han existido experiencias de producción alternativas. Por ejemplo, las cooperativas con regímenes de propiedad colectiva de sus asociados o las empresas vinculadas con la economía popular y solidaria donde la distribución del trabajo y los recursos se realizan mediante reglas de reciprocidad -cualitativamente distintas al principio de equivalencia mercantil-. En ellas, la eficacia puede ser uno de los criterios considerados, pero nunca el único. Así, en una cooperativa la participación de los trabajadores en las decisiones puede ser importante, en tanto la cooperación y cohesión del colectivo sea parte inmanente de su fin. Igualmente, en una empresa vinculada con la economía popular lo que se produce y el modo de hacerlo no se decide sin considerar cuestiones como su impacto en el medio local, a nivel social y ambiental, entre otras.
Se trata de simples ejemplos de experiencias que en la práctica resultan ser fuertemente heterogéneas y, en muchos casos, mantienen relaciones ambiguas con la economía de mercado; sin embargo, no faltan autores que hoy las reivindican como alternativas al interior del sistema, así como gérmenes de una posible nueva economía, diferente tanto del capitalismo y su lógica mercantil como del llamado socialismo real y su lógica centralista, estatalista e igualmente productivista (cfr. Dussel, 2014: 260-267). De hecho, en los últimos años -en especial con la expansión de modos colaborativos de producción en internet- parece haber un creciente interés por las prácticas centradas en la posesión y gestión colectiva de los bienes llamados comunes (cfr. Laval y Dardot, 2014; Ostrom, 2011; Rifkin, 2014). La complejidad institucional y normativa invocada en la discusión acerca del uso de los bienes comunes muestra el carácter reduccionista de los criterios meramente mercantiles o técnicos para la regulación de la producción económica. Está claro que desde la adopción de un concepto reducido de trabajo estas experiencias merecerían escaso interés o se les reservaría un lugar marginal.
La existencia de estas alternativas, junto con otras, y la posibilidad de fomentarlas o no, plantea la siguiente pregunta: ¿el concepto reducido de trabajo está a la altura de los desafíos del siglo XXI? Cabe traer a colación la sensible cuestión en el debate público del problema ecológico. Aceptar el primado tecnocrático de la eficacia en la organización de la producción (aunque se plantee la reducción de su dominio) no parece lo más apropiado en un momento donde los límites de un modelo peculiar de desarrollo, basado en fuentes de energía no renovables, empiezan a hacerse patentes. Ahora bien, este modelo ha permitido ahorrar trabajo. En este punto resulta pertinente la reflexión del ecologista y sociólogo español Jorge Riechmann:
En una sociedad ecológica, en la misma medida en que vamos a tener menos sobreabundancia energética, tendremos que recurrir más al trabajo humano. Entonces, resulta contraproducente para el movimiento ecologista un tipo de crítica destructiva del concepto de trabajo, en lugar de una reformulación de una ética del trabajo en sentido ecológico. Si denigra el trabajo, el ecologismo tira piedras contra su propio tejado. (Citado en Abasolo, 2009: 151)
Este ejemplo resulta interesante porque cuestiona, desde un punto de vista ético-político, el postulado según el cual el desarrollo tecnológico en el campo productivo es ineluctable y sólo cabe propiciar la liberación de tiempo social a través del mismo -idea implícitamente aceptada por Méda.
En la misma línea, se piensa en los dilemas que en muchos de los países latinoamericanos genera la expansión de modelos como la agricultura con base en transgénicos (la soja particularmente) o la extracción minera, justificados por principios unidimensionales de rentabilidad y eficacia. Las comunidades que resisten estos modelos -en muchos casos, vinculadas con los llamados pueblos originarios- defienden formas alternativas de relacionarse con la naturaleza (las cuales cuestionan la propiedad privada de la tierra y su instrumentalización) y de estructurarse (frente a los principios mercantiles e individualistas); proponen, entonces, modelos distintos de trabajo, regidos por principios alternativos a los de rentabilidad y eficacia.18 Nuevamente: la crítica que acepta como inevitable el primado de la eficiencia en la organización productiva parece más un obstáculo que un camino apropiado para responder a estos problemas y articular conceptualmente estas demandas sociales.
Por otro lado, los desarrollos de numerosos autores (cfr.Boltanski y Chiapello, 2002: caps. 1 y 4; Hardt y Negri, 2002: cap. 13; Virno, 2003: cap. 2) muestran que en el capitalismo contemporáneo el concepto reducido de trabajo es cuestionado en el marco de los nuevos dispositivos posfordistas de gestión empresarial. Así, hoy se demandaría de los trabajadores el involucramiento activo y afectivo en las tareas, el mejoramiento de los procesos y productos, la cooperación y comunicación con los otros empleados, el autocontrol y la capacidad de tomar decisiones con cierto grado de autonomía. Si se otorga cierto crédito a estos planteamientos, el concepto reducido de trabajo se torna problemático no sólo para analizar formas de producción alternativas, sino también algunas modalidades en las propias empresas capitalistas, las cuales parecen tender hacia la subsunción19 de nuevas capacidades y actividades laborales.
Méda reconoce esta reconfiguración del concepto de trabajo cuando refiere al advenimiento de la llamada sociedad de servicios:
En semejante sociedad la diferencia entre trabajo y no trabajo se desdibuja: todo viene a ser trabajo, pero no ese trabajo aburrido, material y mensurable; ahora el trabajo es interesante, incluso propicio al desarrollo personal, o quizás una actividad asimilable a cualquier otra. (1998: 236)
Sin embargo, ante esta perspectiva se limita a denunciar la extensión del trabajo a toda actividad humana, reafirmando nuevamente su prescripción fundamental:
El problema no está en extender la forma del trabajo a cuantas más actividades, sino, por el contrario, en reducir el peso del trabajo y permitir que puedan desarrollarse aquellas actividades que sean fuente de autonomía y de cooperación, aun siendo radicalmente ajenas a las lógicas del trabajo. (1998: 239)
Este resguardo en la dicotomía clásica entre trabajo y acción no deja de ser sintomático de lo que a mi juicio es una estrategia argumental políticamente defensiva: ya no se trata de cuestionar al sistema capitalista como un todo, sino de ponerle límites a su expansión. Esta idea subyace a la denuncia habermasiana de la “colonización del mundo de la vida por el sistema” (cfr. Habermas, 1992: II, cap. VIII). Se concede, entonces, que una dimensión de la vida social (trabajo) sería apta para ser regulada de un modo mercantil-tecnocrático, frente a otra esfera (acción), la cual debería mantenerse separada de esa lógica. Esto plantea al menos tres interrogantes. En primer lugar, hasta qué punto se han indagado y discutido las implicaciones de aceptar la colonización tecnocrática de una parte considerable de la vida social. En segundo lugar, y si no se quiere caer en un naturalismo esencialista, surge el problema de cómo debería (y podría) establecerse la frontera entre una dimensión y otra. Finalmente, cabe formular la pregunta pragmática sobre las posibilidades de éxito de esta tentativa, más bien defensiva, ante un capitalismo que busca subsumir nuevas actividades y esferas de la vida bajo su lógica.20
Para concluir: no se trata de subestimar la pertinencia de propuestas como disminuir la jornada laboral, repartir de manera más equitativa el tiempo de trabajo o favorecer el desarrollo de actividades no directamente económicas (cfr. Méda, 1998: 238-243). Sin embargo, se entiende que estas propuestas en sí mismas no resultan incompatibles con la perspectiva de pensar y fomentar formas alternativas de producción económica -lo cual exigiría no reducir, sino reconfigurar el concepto actual de trabajo-. En el capitalismo, el trabajo tiende a funcionar como un mero recurso a economizar en vistas de aumentar las ganancias empresariales; el llamado socialismo real mantuvo una idea similar, aunque con otros objetivos. En ambos casos, el trabajo es pensado bajo un prisma unidimensional de tipo productivista, el cual Méda pretende limitar en su alcance, sin cuestionarlo.
Frente a esto, se entiende que los desafíos actuales están interpelando la necesidad de pensar los criterios para la organización del trabajo en términos no sólo multidimensionales, sino también democráticos. Las cuestiones referidas al reparto de bienes, pero también las vinculadas con aquello que debería producirse y los modos de hacerlo (con qué recursos humanos y naturales, por ejemplo), no deberían delegarse sin discusión a evaluaciones meramente tecnocráticas.21 Se trata de asuntos que entrañan costos y beneficios de alcance general (a nivel humano, ecológico), cuya evaluación no puede ser independiente de los valores y prioridades sobre los cuales siempre habrá diferencias y conflictos que una comunidad determinada esté dispuesta a defender y fomentar.