Los estudios que avanzan en el conocimiento suelen abrir preguntas que escapan a las respuestas que creíamos convincentes. ¿Cómo definir las relaciones entre empresas, trabajadores, consumidores y usuarios? ¿En qué sentido se están reorganizando los vínculos entre poder, hegemonía y contrahegemonía? ¿Qué entender por bienes comunes y explotación, servicios de las corporaciones y desposesión de los consumidores y ciudadanos?
Parece difícil abarcar estos nuevos procesos con las teorías sociales del siglo xx. Más aún si se quiere captar las ambivalencias de quienes ya no están en los lugares descritos por los métodos con que se analizaban las diferencias y desigualdades. Un recurso es multiplicar los enfoques. Si bien los textos reunidos en este dosier ponen el énfasis en la perspectiva antropológica, que valora las voces de los actores y la diversidad cualitativa de los fenómenos, nutren sus análisis en estadísticas económicas y sociológicas, exámenes discursivos y registros narrativos de los nuevos significados de la creatividad. Comparten maneras de explorar las novedades en las que el punto de vista etnográfico busca su lugar en indagaciones transdisciplinarias.
Servicios y secretos
Una buena parte del debate pasa por cómo denominar esta época. Gustavo Lins Ribeiro reconoce cierta utilidad del nombre de capitalismo cognitivo, pero sostiene que la expropiación del conocimiento y la centralidad de las innovaciones en la búsqueda de acumulación ya estuvieron presentes en el capitalismo industrial. Las novedades recientes, dice, derivan de la irrupción de las computadoras e internet, que generan nuevas prácticas lucrativas, otros modelos productivos y gerenciales, diferencias en los discursos y la construcción de hegemonía. Las formas inéditas de estar en el mundo de hoy requieren usar aparatos capaces de articular muchos modos de acceso a la información y la comunicación. En este capitalismo, que Lins Ribeiro prefiere llamar electrónico-informático, “dentro de no mucho tiempo, cada persona será un smartphone” (p. 19).
Sabemos que ese aparato condensa una multiplicidad de funciones, administradas por una empresa gigante: Google. Para comprender la veloz expansión del dispositivo hay que examinar el modo en que opera la empresa y cómo interactúa con los usuarios. Organiza grandes volúmenes de información y la hace universalmente accesible. La ofrece de manera gratuita en Gmail, Google Maps, Google Earth, Waze y YouTube. ¿Qué clase de servicio proporciona esta gestión de palabras, imágenes y sonidos? Lins Ribeiro se concentra en el primer elemento: muestra cómo las palabras se convierten en mercancías. Recuerda que antes ciertas palabras tenían valor comercial, por ejemplo, bajo la forma de libros, revistas o periódicos; ahora “cualquier palabra que pueda asociarse a mercancías o servicios tiene un valor. En la actualidad, el precio de las palabras se encuentra desencarnado: ya no supone una creación literaria” (p. 23). Sin embargo, al explicarnos que las palabras se transforman en signos de búsqueda y se articulan por medio de algoritmos en “un panóptico electrónico del mercado” (p. 23), señala cómo la información que damos a Google sobre nuestros comportamientos, deseos y opiniones nos convierte en insumos mercantilizados. Tal vez habría que hablar de formas nuevas de encarnar las palabras, que no refieren sólo la creación literaria sino el soporte corporal, vivencial, de cada usuario, cuando al activar signos de búsqueda, entrega lo que es, cree ser o desea ser.
La sugerente expresión con que Lins Ribeiro sintetiza el proceso de intercambio entre el regalo, o sea el servicio que Google suministra, y lo que le cedemos de nuestra información más personal -economía de la carnada- alude al modo en que este capitalismo electrónico nos lleva a encarnar: nos engancha, somete gustos y pensamientos íntimos a rastreos que quedan fuera de nuestro control. Esta economía laboral se sostiene gracias al trabajo no remunerado, incluso físico -clics, disposición corporal- de los usuarios.
Dada la opacidad de los algoritmos y la transparencia de nuestros datos, no sólo el vínculo laboral es asimétrico y desigual; queda en duda, como veremos después, nuestra capacidad de desempeñarnos como ciudadanos. Las utopías de pedir rendición de cuentas sobre el uso que los algoritmos hacen de nuestra información lleva a preguntas más extremas que en cualquier tiempo anterior sobre el tipo de hegemonía que se está instalando. En la antigua distinción gramsciana, la hegemonía se diferenciaba de la dominación al no ser simple imposición sino un control justificado por el consenso, tomando en cuenta las necesidades y los deseos de los subalternos. Maurice Godelier (1989) encontró en las sociedades africanas que la dominación se justificaba por los servicios que los jefes políticos o líderes religiosos ofrecían a los subordinados y trasladaba esa interpretación a las democracias occidentales. Ambos autores, como Raymond Williams (1988) y otros de los llamados estudios culturales, notoriamente en Latinoamérica (Grimson y Varela, 1999; Martín-Barbero, 2006; Sunkel, 2001), destacan el papel de los procesos culturales como escenas de persuasión y negociación entre dominadores y dominados, en las que los sectores subalternos o populares ejercen su resistencia y desarrollan iniciativas alternas a los grupos hegemónicos (Grimson y Varela, 1999; Martín-Barbero, 2006; Sunkel, 2001). Pero esta gestión del antagonismo social -y del lugar de la cultura en las mediaciones y la elaboración de los conflictos- está cambiando con la reorganización digital de las interacciones sociales. Nuevos entrelazamientos entre lo ideal y lo material, entre la información y las relaciones laborales, engendran construcciones distintas del poder hegemónico y el consumo.
¿Qué clase de servicio proporciona Google cuando lo que presenta como apertura a una información más abundante se cierra en un juego de selección de nichos, mutación de conversaciones en marketing, y lo que se publicita como colaboración es en realidad dependencia de una lógica que se nos oculta? Lins Ribeiro sospecha de quienes leen el googleísmo desde la economía del don y ve el crowdsourcing, la cocreación, como encubrimiento de una vaga noción de multitud creativa. Son desconfianzas que no se despejan al crear en las empresas una mística laboral cooperativa y tratar de contagiarla a los usuarios. Tampoco al mostrar fotos en las redes de las empresas de Silicon Valley para que todos admiremos un ambiente de trabajo con restaurantes gourmet de comida orgánica, albercas y mesas de ping-pong.
Astucias de la explotación
Para comprender qué se abre y qué se cierra en la interacción entre corporaciones y consumidores, Carmen Bueno Castellanos estudia cómo operan unos y otros en los procesos innovadores de la producción. La innovación no sería ya la sorpresa que las empresas ofrecen al anunciar un nuevo producto, un cambio de diseño, imagen o ampliación de funciones de los conocidos. La innovación abierta, basada en la conectividad que facilita interactuar con los usuarios, les comparte información sobre lo que la empresa hace y planea, los invita a proponer ideas creativas para resolver problemas o desarrollar nuevos productos.
Internet -y la propia organización económica- aparecen como representantes del “bien común global de la inteligencia colectiva” (Moulier-Boutang, 2011: 26). Se convoca a los consumidores o usuarios a participar en esta feliz simbiosis entre las corporaciones que producen los bienes y las que gestionan las tecnologías de información. El crowdsourcing puede desplegarse en blogs, videos en YouTube y redes sociales: los trabajadores de base de las empresas ya no serían proletarios obligados a cumplir tareas y horarios para ejecutar lo inventado por las cúpulas ni los consumidores simples apropiadores de bienes sino usuarios que dan información y realizan, por medio de la empresa, sus aportes creativos. Las corporaciones captan las innovaciones, codifican los datos e ideas, toman decisiones sobre lo que se seleccionará para convertirlo en intervenciones de mercado.
Carmen Bueno Castellanos halla en estas estrategias de acumulación por innovación la puesta en práctica de lo que David Harvey (2006) denomina “acumulación por desposesión”. Distingue tres fases: la concepción de ideas creativas; la exploración, en la que se acompaña la evolución de esa idea, se diseñan prototipos, se prueban las innovaciones y se formula el plan de negocios, y la explotación, en la que se pondera la viabilidad de los proyectos según sus riesgos financieros, posicionamiento en el mercado y complejidad tecnológica.
En su artículo, examina dos casos en los que operó esta estrategia. La planta Fiat en Brasil lanzó, en 2009, una convocatoria para propuestas destinadas a “un automóvil compacto y ágil, confortable y seguro […] para el tráfico en grandes ciudades, un motor libre de contaminantes y la capacidad de recibir actualizaciones personalizadas, cambios de configuración y aportar interfaces entre el coche y el usuario” (pp. 59-60). Hubo 17 000 participantes que ofrecieron 11 000 propuestas, de las cuales seis pasaron a la fase exploratoria: llantas con una rotación de 90° para facilitar el estacionamiento, cámaras que sustituyen los espejos laterales y comunicación entre vehículos para evitar choques.1 Como señala Carmen Bueno, la respuesta masiva del público en los medios de comunicación se consideró un éxito, así como haber construido una imagen de consulta e integración de la empresa con las “comunidades creativas”. Nunca se dieron a conocer los procesos de la fase exploratoria en la cadena de valor, como la sincronización de las partes ingenieriles y de negocios, la colaboración con proveedores, etcétera.
El otro ejemplo es la invitación a “ser nuestro próximo socio” (p. 62), de Procter & Gamble, corporación dedicada a productos de limpieza y aseo personal, cuyo fin explícito es recibir innovaciones y al mismo tiempo “pastorear” su desenvolvimiento dentro de la compañía (p. 63). La empresa lo hace mediante “busca talentos”, que conectan la idea creativa con el cabildeo dentro de la firma, y “tutores”, que contribuyen al desarrollo conceptual en la fase de exploración. Al seguir los comentarios admirativos de los aportadores de ideas -“otro mundo es posible”, etc. (p. 64)-, no aparecen referencias a los intereses económicos de los participantes ni tampoco de la corporación, que se ahorra costos. Quedan invisibilizadas las técnicas con las que la marca “actúa” su proximidad con el consumidor.
El “trabajo”, dice Bueno, “se autoorganiza y autorregula sin la intervención de relaciones o compromisos laborales” (p. 66), pero la etnografía del proceso productivo mostró las funciones de decisión, selección y control de la empresa, por ejemplo, de los tutores como sujetos organizadores y reguladores. Se oculta la expropiación del valor aportado por los consumidores, se lo disfraza como práctica lúdica. Agregaría que el papel de los usuarios participantes tiene todo el aspecto de una autoexplotación con consenso. Si bien podrían hallarse en épocas predigitales procesos que correspondan a este concepto, su configuración en el capitalismo actual tal vez sea más decisiva para la reproducción de la explotación.
Una cuestión más es que se diluye el papel de los sujetos: tanto los que cooperan de manera externa y gratuita con la empresa, como el de la propia empresa como sujeto responsable de la explotación, así como el de sus empleados, busca talentos o tutores, disimulados en procesos de interacción social y económica que se autoorganizarían. El espacio de supuesta apertura, libre de jerarquías, se revela sometido a las decisiones jerarquizadas de las firmas que controlan los datos, los usos y la apropiación de los beneficios. El análisis concluye con una crítica a la idealización de los prosumidores y trendsetters que aportan innovaciones y quedan apresados en un proceso “colectivo” de producción de conocimiento, de cuyos réditos y orientación son excluidos. La fusión pretendida entre producción y consumo queda subsumida, para los innovadores, en la expropiación de su creatividad efectuada por la empresa. Es ésta, y no los individuos, la que marca tendencias.
Me parece que esta valiosa disección del proceso llamado de innovación abierta da elementos para disentir con una de las conclusiones. Carmen Bueno afirma que la innovación abierta es incluyente y democrática en la fase de concepción de ideas y después cierra la compuerta e interrumpe la participación masiva de los prosumidores para dar cabida a procesos de expropiación de propuestas creativas. De acuerdo con esta etnografía, y con la que realizamos en una investigación sobre jóvenes creativos o trendsetters en la Ciudad de México (García Canclini, Cruces y Urteaga, 2012), podríamos sostener que la expropiación de la creatividad comienza desde la convocatoria programada de manera masiva con conocimiento de que se eliminará la enorme mayoría de las propuestas. Pese al aspecto abierto de la invitación a innovar, los procedimientos ya previstos de exclusión son constitutivos desde el comienzo. La extracción de valor del trabajo de los innovadores, y por lo tanto su autoexplotación, recorren el proceso total.
Sospechas sobre YouTube y lo alternativo
La selección de la creatividad y la innovación, tan excluyente en los filtros de casi todas las empresas -seis propuestas elegidas de 11 000-, actúa de otro modo en YouTube. Mientras las editoras de música, videos y libros, según la lógica clásica de las industrias culturales y comunicacionales, sólo difunden una pequeña minoría de los materiales que reciben, los youtubers y booktubers suben sus productos a la plataforma de internet. Un gran número alcanza rápida visibilidad y algunos consiguen dinero e influencia. Los más exitosos trascienden las redes digitales y expanden su trabajo a espectáculos teatrales, promoción de libros y videos en las ferias. A diferencia de la prensa y la televisión, que pierden receptores sobre todo entre las nuevas generaciones, los youtubers logran interpelar a un número creciente de usuarios e interactuar con ellos (Pérez y López, 2015).
Este nuevo formato comunicacional, con un lenguaje narrativo y coloquial, con menos restricciones y censuras que las industrias culturales, logra cercanía y confianza con las audiencias, explican Israel Márquez y Elisenda Ardèvol. Los usuarios de YouTube encuentran mayor aceptación que los innovadores explotados por “otras” empresas; sus opiniones sobre los videos o los textos se difunden, pueden sugerir temas e influir en los líderes o en sus seguidores. La valoración pública, o al menos la repercusión de sus creaciones, parecen dar más consistencia en este caso a la idea de que son prosumidores.
Quienes pueden hacer con esta práctica o juego una nueva profesión logran sobreponerse a la exclusión laboral, al desempleo, cuyos porcentajes en las generaciones jóvenes duplican en las sociedades occidentales al del conjunto de la población. No es extraño, señalan estos autores, que ser youtuber se halle entre las diez profesiones más deseadas por los niños españoles, junto a otras ocupaciones propias del mundo digital, como gamers, blogueros o community managers: “si cualquier persona es capaz de subir videos a la plataforma, cualquiera puede, al menos de manera potencial, alcanzar el éxito y ganar dinero por ese medio” (p. 39).
Es comprensible también que, en una época en la que los productos audiovisuales están diseñados y manipulados por Hollywood y la televisión comercial desde lugares lejanos, esta ampliación de la oferta -que incluye lo que puedo crear, acceder a lo que elijo ver a la hora y en el lugar en el que lo deseo- dé a los circuitos digitales la apariencia de escenas democratizadoras.
Márquez y Ardèvol sugieren que distinga entre democratización y demotización. YouTube, como las demás redes, da visibilidad y oportunidades de participación, pero “no implica necesariamente una transferencia del poder mediático” (p. 40). Se redistribuye la celebridad, pero al final, la que alcanza la gente común es expropiada por los medios. Las industrias siguen controlando y administrando la economía simbólica y en beneficio de intereses cada vez más concentrados.
Si no puedo cambiar el sistema, ¿al menos puedo mostrar mi creatividad, mis ocurrencias, los intereses de crear comunidades alternativas y compartir información sin que me la vendan? Agrupo aquí actividades de valor social desigual porque una de las características del YouTube de después de Google es homogeneizar comportamientos diferentes, individuales y grupales, al ordenarlos o institucionalizarlos sin que afecten las reglas y el poder de los medios tradicionales. Más aún, vemos que muchas iniciativas independientes facilitadas por las tecnologías digitales son abducidas por editoriales de textos y músicas, cadenas televisivas o fusionadas con ellas. Desde que Google adquirió YouTube y la información de diarios y canales de televisión se nutre de las redes, los videos de aficionados que se mostraban en un entorno libre de anuncios son reincorporados a una lógica mercantil y colocados en competencia con los producidos por las corporaciones: “las grandes corporaciones mediáticas están colonizando internet y aprovechando sus ‘viejas’ estructuras de poder para apropiarse de ‘nuevos’ medios como YouTube y de ‘nuevos’ fenómenos de la cultura popular como el de los youtubers”, sostienen Márquez y Ardèvol (p. 42).
Ellos destacan, con más ejemplos de los que recojo aquí, que el destino de las comunicaciones disidentes y participativas -como los youtubers y las networks que los representan- está cayendo bajo el dominio de las mismas corporaciones capitalistas, “lo que da lugar a una situación de control y hegemonía mediática no muy diferente a la de la era -predigital- de la comunicación masiva” (p. 43). Concuerdo, en parte, con esta apreciación. Sin embargo, las formas de participar en la producción de programas, de producir datos sobre audiencias e interactuar entre emisores y receptores o entre receptores y usuarios han cambiado lo suficiente como para que esta reorganización del poder sea más que una simple continuación de la época controlada por las industrias comunicacionales masivas.
Márquez y Ardèvol tienen el cuidado de reconocer que la cultura hacker y las comunidades de software libre, como fuerzas contrahegemónicas, cuestionan la actual hegemonía tecnológica, política y económica. Mencionan a Anonymus como ejemplo de un modelo desafiante respecto al de la celebridad individual hollywoodense -que perpetúa, dicen, la mayoría de los youtubers (p. 45)-, que al construir una celebridad colectiva, produce “un seudónimo colectivo protector, que actúa como una identidad común compartida” (p. 45).
Me parece que la irrupción de las redes, más allá de las intenciones hegemónicas de las empresas y los deseos contrahegemónicos de los alternativistas, por su formato y flujos interactivos, está engendrando también modos de comunicación y asociación que no son hegemónicos ni contrahegemónicos. En la reconfiguración de las disputas de poder, aparecen combinaciones ambivalentes, híbridas, en las que se elaboran formas de sociabilidad en las que el poder no tiene una estructura binaria sino una complejidad dispersa. Coexisten muchos modos de estar juntos o comunicados y de compartir o disputar los bienes.
Gustavo Lins Ribeiro se ha ocupado en textos anteriores de un sistema mundial no hegemónico y ha mostrado que ciertas formas de la globalización popular no pueden llamarse contrahegemónicas; por ejemplo, las unidades de producción localizadas en puntos glocales y conectadas por agentes globalizadores populares -migrantes, redes ilegales-, que no crean alternativas radicales al orden prevaleciente (2014: 74-76).
Cooperación y competencia entrelazadas
El cuarto texto de esta serie, elaborado por Luis Reygadas, contribuye a alejarnos de las visiones monolíticas, de oposición binaria, al identificar los entrecruzamientos y la convivencia de organizaciones actuales de la comunicación y la economía virtual.
La pregunta sobre cómo denominar esta época no tiene una sola respuesta. La economía virtual no se presenta con un modelo único, se estructura con lógicas diversas en las que “intervienen actores muy dispares -personas, robots, empresas, organismos gubernamentales y no gubernamentales, etc.-” (p. 72). Los participantes establecen relaciones de colaboración y competencia, a veces buscan ganancias y otras reciprocidades, quieren innovación y rentismo. Además de vínculos entre personas, hay interacciones con artefactos y entre ellos -lo que ahora se nombra como internet de las cosas-, que confieren un nuevo aspecto a los procesos.
Quienes impulsan la colaboración hablan de una economía de los dones, en la cual las personas comparten información, conocimientos y recursos. En cambio, los investigadores que se refieren al capitalismo cognitivo se detienen en las ganancias obtenidas por las empresas al apropiarse de conocimientos generados en las redes digitales o que circulan por ellas. Nombran a los usuarios como un cognitariado al que las corporaciones explotan cuando extraen ganancias de esa información.
Reygadas propone un ordenamiento analítico de diez tipos ideales de interacción (pp. 73-83), según las características de lo que ocurre en la construcción de recursos informativos, los modos de compartir, intercambiar o apropiarse de ellos: dones; creación de bienes comunes del conocimiento; contiendas por prestigio; comercio electrónico; falsos dones, como la economía de la carnada; explotación del trabajo cognitivo; rentismo; expropiación para compartir -vandalismo social-; expropiación para comunicar -economía informal-, y expropiación para despojar -traficantes y contrabandistas-.
Sin entrar en detalles de las precisas diferenciaciones realizadas por Reygadas sobre estas modalidades, señalo su utilidad para distinguir la variedad de intercambios que ocurren en las redes: información para compartir con amigos; alertas que dan los usuarios de Waze; exhibición de fotos o memes para obtener prestigio; publicidad y venta de mercancías; rentismo, o sea, uso de las interacciones colaborativas para acumular y concentrar capital -por ejemplo, Uber-; expropiación de recursos de otros para compartirlos -crackers- o para obtener un beneficio económico -piratería-, y por supuesto, la economía de la carnada, según la expresión de Lins Ribeiro, o falsos dones, en términos de Reygadas, que ofrecen acceso gratuito o servicios a cambio de la información de los usuarios.
La argumentación del autor obliga a concluir que resulta difícil dividir bandos nítidos: prácticas lucrativas o no lucrativas, lícitas o ilícitas, de cooperación o competencia, hegemónicas o populares (pp. 84-87). En algunas interacciones prevalece una clase de conducta, pero a menudo se mezclan o abarcan actores con finalidades distintas. Así como no todo es altruismo, reciprocidad y creación comunitaria en las relaciones sin fines lucrativos, porque incluyen búsqueda de estatus, prestigio o poder, con frecuencia la economía formal se nutre de lo informal; las prácticas lucrativas o ilegales se enlazan con las de colaboración igualitaria.
El dinamismo de los cambios, además, mueve las fronteras entre lo lícito y lo ilícito: pensemos en los debates entre lo que empresas o abogados juzgan piratería y los usuarios conciben como descargas libres de textos, imágenes y músicas en internet. Por eso, Reygadas propone -en lugar de concebir como oposición y con distinciones tajantes lo lícito y lo ilícito- entenderlo como un continuum. Entre quienes defienden una concepción con fuerte énfasis en la propiedad y la privacidad en un extremo, y los que acentúan el uso compartido de lo que definen como bienes comunes, en el otro, se forman zonas grises, en las que se combinan interacciones variadas. Por ejemplo, la actividad de quienes trabajan en Wikipedia es a la vez creación de bienes comunes y contienda por prestigio (p. 87).
La disputa por la hegemonía, “quizá la más importante”, anota Reygadas, “ocurre entre los cientos de millones de usuarios de las redes […] y unas cuantas grandes corporaciones que obtienen ganancias exorbitantes mediante los falsos dones, la explotación del trabajo cognitivo, la apropiación del intelecto general y el rentismo” (p. 87). Como habíamos señalado, esta hegemonía obtiene consenso al presentar como servicio -la gratuidad de los navegadores y las aplicaciones- lo que en realidad se combina con la colaboración en redes y la entrega gratuita a las corporaciones del trabajo de los usuarios.
Múltiples economías, dispersión de los ciudadanos
Estos nuevos modelos de negocio y de construcción de la hegemonía exigen replantear, entonces, las concepciones de la ciencia económica, la sociología y la antropología que formularon las teorías modernas de la hegemonía, la acción política y las tareas de los ciudadanos en los regímenes democráticos. Llegan nuevas preguntas: ¿cuántas economías caben en la diversidad de usos socioculturales y políticos existentes en la contemporaneidad? ¿Cómo conviven y disputan sus lugares? ¿Qué papel es posible todavía para los ciudadanos, arraigados en naciones que corresponden a territorios delimitados, en un tiempo de economía, interconectividad e interculturalidad transterritoriales? Propondré algunas líneas posibles para reelaborar nuestro trabajo como científicos sociales.
Pensemos, primero, en el sentimiento de una cierta fatalidad histórica, que se extiende desde que el neoliberalismo se impuso como pensamiento único en la economía y con amplia adhesión en otras ciencias sociales. Queda poco lugar para que los ciudadanos, en tanto trabajadores y consumidores afectados, impulsemos sistemas alternativos de gestión. La expansión veloz de internet como difusor y articulador mundial de la información prometió una comunicación horizontal, con acceso democratizado y libre para todos, pero esa utopía se va retrayendo ante las coacciones de la algoritmización, el googleísmo y el dataísmo, controlados por muy pocas corporaciones. Se agrava la sensación de que los ciudadanos y consumidores somos impotentes.
La técnica, concebida antes como extensión del cuerpo y ampliación de la operabilidad de los sujetos, instaura nudos de gestión electrónica omniscientes, capaces de almacenar y analizar masas enormes de datos, conversar con los seres humanos, comprender nuestros deseos y desplazamientos por medio de sensores, encuadrar y regular los comportamientos en el espacio y con los otros humanos y nuestro propio cuerpo. Estas máquinas poseen una “facultad de juicio computacional” que les da autonomía, y los sujetos somos reducidos a delegar “aptitudes deductivas y proyectivas […]. Se desmorona entonces el poder político basado en la deliberación y el compromiso de la decisión” (Sadin, 2017: 27-29).
Sin embargo, como muestran los textos reunidos en este número de Desacatos, el desarrollo complejo y heterogéneo de economías materiales y simbólicas revela que no estamos ante una máquina monolítica, sino en medio de la coexistencia contradictoria de modos distintos de organizarnos. Esta diversidad interconectada no es desconocida para los economistas y antropólogos que hace medio siglo investigaban y discutían la coexistencia de modos de producción y actores sociales -indígenas, campesinos, obreros y empresarios, por ejemplo-, pero exhibe ahora una configuración expandida por la interdependencia global de las economías y las culturas, así como por procesos de producción material e informacional que se entrelazan. Ya no se trata de analizar, como en las décadas de 1960 o 1970, si formas de producción diversas podían integrarse en el desarrollo capitalista y con qué capacidad de gestión de los Estados nacionales; ahora nos preguntamos sobre el futuro de la interculturalidad y las desigualdades, sobre su globalidad o descontrol en un tejido de flujos con bajo arraigo territorial, cuya conflictividad desborda los Estados y los organismos internacionales.
La idea de la sociedad como una máquina, o sea, una estructura que funciona por sí misma y genera acciones, con indiferencia de la subjetividad, es antigua. El desarrollo industrial, al sustituir gran parte del trabajo humano, acentuó el sentido objetivado y objetivador de las máquinas. Dos fuertes movimientos enfrentaron esa tendencia. Uno fue la crítica de los artistas y escritores a la industrialización capitalista porque limitaba la libertad, autonomía y creatividad de los individuos al someterlos a un régimen de inautenticidad desencantado. El otro cuestionamiento provino de los socialismos y marxismos que atacaron la opresión económica y la sumisión de los trabajadores a los intereses egoístas de la burguesía, porque condenan a los sectores populares a una miseria creciente.
Esas dos líneas críticas, que gestionaron las revoluciones culturales de las vanguardias y las revoluciones sociales en la política y la economía, se agotaron y nunca lograron soldar sus alianzas de manera duradera. El análisis que de ambos movimientos hacen Luc Boltanski y Ève Chiapello (1999), muestra que la crítica artística es antimoderna cuando insiste en el desencanto y moderna cuando se preocupa por la liberación. La crítica socialista intentó profundizar el sentido de la modernidad ilustrada y buscar la autoorganización de los oprimidos para lograr una emancipación que resolvería las contradicciones del capitalismo (1999: 89).
Estos movimientos críticos nacieron en Europa, aunque tuvieron sus mayores logros -y fracasos- en otros continentes. Más allá de la baja viabilidad histórica que sugiere la corta duración de los artísticos y los fallidos desenlaces de las revoluciones sociales, lo que ha cambiado es el carácter de la máquina, de la sociedad entendida como tal. La globalización agigantó la máquina y la hizo menos manejable que cuando funcionaba a escalas nacionales o en las limitadas relaciones coloniales e imperiales: un centro nacional en vínculo radial con ciertos países -Londres con unas partes del mundo, Washington con otras-. El actual poder maquínico es más abstracto, más indiferente a las singularidades subjetivas, étnicas o nacionales. Se impone, cuando es indispensable, mediante la fuerza que le da su superioridad material y comunicacional, y todos los días por la opacidad de sus operaciones. Para los que parecen ser ocasionalmente sujetos de ese poder - los gerentes, los tecnócratas-, es más difícil manejar ahora el conjunto diverso, desorganizado, de las sociedades implicadas.
También lo que antes llamábamos resistencia ha cambiado de formato y de sentido. Si en el pasado los oprimidos se organizaban como sujetos -naciones, etnias, regiones- para lograr su emancipación, ahora esos actores, y el sistema político en general, se muestran impotentes, corruptos, ineficaces. ¿Quién perturba más a la máquina: los movimientos sociales o los dispersos hackers? ¿Qué tienen que ver éstos con lo que llamábamos ciudadanos? Veamos cómo describe Teju Cole, en una entrevista, en qué consistirían ahora las disrupciones del sistema:
-Usted tiene doble nacionalidad. Como norteamericano, ¿qué piensa de un sistema político que es capaz de producir tanto a Trump como a Obama?
-Obama fue producto de lo que en tecnología de la información se conoce como “máquina capaz de aprendizaje”. El sistema político norteamericano funciona como esas máquinas. Con el tiempo se fue refinando y llegó un momento en que generó a alguien como Obama, un negro alto, guapo, elocuente, cuya visión política se ciñe estrictamente al sueño del imperialismo americano. El problema es que, como cualquier sistema informático, puede aparecer un hacker que conozca el punto flaco de la máquina y la haga saltar por los aires. Trump es perfectamente consciente de que el punto flaco del sistema es el resentimiento de los blancos. Por supuesto, los negros están peor, pero eso no importa. A eso se suma su habilidad para servirse de los medios de comunicación, que son incapaces de crear una narración, tan sólo tienen poder para amplificarla. Funcionan igual que un altavoz, y los altavoces carecen de ética. Se limitan a aumentar el volumen de la señal que entra (Lago, 2016).
De los medios masivos a internet: reconfiguración de la política
La posibilidad de ser ciudadanos ¿residirá hoy en ser hacker, en formar movimientos sociales o apoyar a líderes que hackeen el sistema? ¿O acaso existen aún oportunidades para desarrollar economías alternativas, organizaciones de consumidores críticos que logren cambios, redes de internautas eficaces para reorganizar las comunicaciones en beneficio de los usuarios?
Puede servirnos incluir aquí la simple observación de que las industrias culturales y los medios masivos predigitales siguen existiendo. Se van digitalizando la prensa, la radio, la televisión y el cine, pero su estructura empresarial y sus modos de gestión conservan estrategias del siglo xx. La concepción de que la hegemonía de esos medios se conseguía al ofrecer servicios es un precedente de lo que examinamos en el capitalismo cognitivo, o como se llame. Algo podemos aprender de los comportamientos de esos medios y del fracaso de los políticos y movimientos sociales que les dieron poca atención durante la primera expansión mediática en la segunda mitad del siglo XX.
En verdad, ya desde las crisis de las formas de representación política del siglo pasado vimos emerger nuevas demandas a partir de las identidades étnicas, de género o de edad, y de las laborales con menor fuerza a medida que avanzó la flexibilización de los trabajos y la desindicalización. Hace tiempo que no se defiende sólo la igualdad de todos, sino también el derecho a ser diferentes. Más que como ciudadanos en general nos afirmamos como jóvenes, mujeres, homosexuales, ancianos, ambientalistas, discapacitados o minorías étnicas. Se habla de ciudadanías culturales basadas en formas distintas de emancipación (Miller, 2007).
En la medida en que muchos partidos políticos fueron incapaces de incorporar estos intereses sectoriales, perdieron capacidad de convocatoria, aumentó la desafección a la política y el ejercicio de la ciudadanía se desplazó de las grandes instituciones a movimientos o grupos, a organizaciones locales o comunitarias. A veces este proceso se interpreta como despolitización, pero recuerdo lo que decía Norbert Lechner: lo que ocurre es que se deposita el interés en organizaciones más próximas a la experiencia, que pueden operar como grupos de autoayuda (1998). Las inercias de la política quedan descolocadas cuando los que se llamaban públicos se experimentan como participantes en el uso de las redes, que se agrupan de otra manera y modifican incluso el acceso a los medios tradicionales (Silverstone, 2010; Winocur y Sánchez, 2015).
Estos nuevos modos de ocupar la vida social y asumir agendas públicas sectoriales convergen con el creciente papel de la prensa, la radio, la televisión e internet como canalizadores de quejas, denuncias, críticas a las autoridades y expansión de las opiniones. Se discute mucho el poder formador de lo social y lo político de Televisa en México, Globo en Brasil y Clarín en Argentina, pero esas corporaciones no se limitan a capturar audiencias y negociar con distintos gobiernos la orientación ideológica de los ciudadanos a cambio de favores económicos. La televisión, como ahora las redes sociales, también capta insatisfacciones sociales, ofrece información con estilos persuasivos apropiados a las comunidades afectivas y las diferentes identidades.
Los públicos participantes, decepcionados de las burocracias estatales, partidarias y sindicales, acuden a la radio y la televisión para lograr lo que las instituciones no proporcionan: servicios, justicia, reparaciones o simple atención. No se puede afirmar que los medios masivos de comunicación con teléfono abierto, o que reciben a sus receptores en los estudios, sean más eficaces que los organismos públicos, pero fascinan porque escuchan y la gente siente que no hay que…
atenerse a dilaciones, plazos, procedimientos formales que difieren o trasladan las necesidades [...]. La escena televisiva es rápida y parece transparente; la escena institucional es lenta y sus formas (precisamente las formas que hacen posible la existencia de instituciones) son complicadas hasta la opacidad que engendra la desesperanza (Sarlo, 1994: 83).
El protagonismo de los medios, sobre todo de la televisión en la segunda mitad del siglo pasado, sigue vigente, pero comparte su hegemonía con las empresas de producción material y simbólica que ofrecen servicios mayores y más accesibles en internet. Las interacciones con los ciudadanos y los movimientos sociales se complejizan ahora por cuatro razones:
Los partidos aprendieron a usar algunos recursos mediáticos y entregan buena parte del diseño de sus campañas electorales o de promoción gubernamental a empresas mercadotécnicas.
Los medios, instrumentalizados por los políticos y los gobiernos, saben que necesitan mostrar una independencia relativa ante ellos para no perder la confianza de sus audiencias. Además, en medio del desprestigio de las instituciones de gobierno y justicia para esclarecer crímenes, corrupción y enriquecimientos irritantes, las pantallas mediáticas aparecen -con la potencia de sus filmaciones y grabaciones- como testigos privilegiados, veloces, capaces de ocupar el vacío de la credibilidad pública. Reemplazan a la justicia en la declaración de culpables, sin importar que manejen evidencias o pseudoevidencias.
La irrupción de las redes sociales con sus diversas funciones: a) redistribuyen el micrófono y la cámara, y generan la sensación de que cualquiera puede actuar como ciudadano, como denunciante y eventual juez; b) vuelven a todos inseguros al mostrar que los comportamientos personales, desde el choque en una esquina hasta la entrega y la recepción de sobornos, pueden ser filmados y difundidos de manera masiva; c) la vulnerabilidad e impotencia de los ciudadanos aumenta cuando sentimos no sólo que nuestras comunicaciones pueden ser grabadas y expuestas en público, sino que la suma de nuestros comportamientos y deseos serán combinados en algoritmos y ese saber, que incluye lo más íntimo, será organizado por fuerzas secretas, globalizadas, que usarán esos conocimientos para inducir nuestros actos como consumidores y ciudadanos. El espacio público en el que debería ejercerse la ciudadanía, pese a mostrarse tan visibilizado, aparece opaco y lejano.
El correlato entre la “colaboración” prestada por los usuarios al dar información gratuita sobre sus opiniones a los diseñadores de campañas políticas, y en tanto consumidores, a las corporaciones cuando buscan productos innovadores o nuevas ideas. Compartir información y compartir innovaciones productivas son dos recursos complementarios para generar riqueza en el capitalismo conectivo y poder en la competencia política. Se disimula el papel subordinado de usuarios, ciudadanos e innovadores cuando se les denomina prosumidores, produsuarios, “muchedumbre creativa” o comunidades inteligentes en red. Pero el análisis económico y simbólico de la apropiación que las empresas hacen del valor creado en redes sociales, blogs, videos en YouTube e iniciativas productivas, como mostraron los textos precedentes, deja claro que la neutralización de la disidencia torna problemáticas las acciones contrahegemónicas. La información que subimos a Facebook, las fotos compartidas en Instagram y las alertas con que los usuarios de Waze avisan que hay tráfico excesivo o una manifestación, son reconvertidos en servicios de Waze para otros conductores y también en datos para que la policía controle una protesta (Reygadas, en este volumen). Las potentes revelaciones de los hackers han creado francotiradores-mártires - Julian Asange, Edward Snowden-, pocos movimientos sociales - Anonymus y algunos más que vienen empleando de manera creativa las redes digitales para lograr repercusión y solidaridad: el neozapatismo, #YoSoy132, el 15M español, los estudiantes chilenos que luchan por la gratuidad de la enseñanza, los indignados de la primavera árabe y Nuit Débout-. La mayoría son movimientos de alta intensidad y corta duración.
Vivir en este tiempo, de masas de información almacenada y combinada en unas pocas centrales de inteligencia artificial, provoca sospechas mayores que en cualquier momento anterior de que seamos ciudadanos libres. Dos ejemplos que resultarán familiares a muchos lectores: cada vez que me invitan a un congreso, en seguida comienzo a recibir ofertas turísticas para la ciudad en la que se realiza; le escribo un correo electrónico a un amigo con opiniones sobre un candidato electoral y luego me llegan tweets de su partido y de otros dirigidos a complacer mis expectativas. ¿Queda algún espacio o intersticio para acciones no previstas ni teledirigidas?
Sirven poco a esta altura las defensas idealistas de la libertad última de los sujetos, algún resto impenetrable de la intimidad. Tampoco invalidan el poder del big data sus fracasos al prever cómo se comportarían los votantes en las encuestas preelectorales recientes en Argentina, Estados Unidos, Reino Unido con el Brexit o Colombia sobre los acuerdos de paz. La pregunta principal no es cómo mejorar las encuestas, sino saber si estamos condenados a entender la política como ingeniería de datos.
Una tarea productiva puede ser tratar de comprender la atracción de la visión tecnófila del mundo. Retomo un punto que desarrollé en un artículo reciente (García Canclini, en prensa), en diálogo con otro texto de Gustavo Lins Ribeiro (en prensa).
Los promotores de la economía compartida, alentados por la expansión de Uber y Airbnb, imaginan cómo extender este modelo que ahorra personal y costos a servicios de limpieza, diseño gráfico y abogados: la combinación de software, internet y multitudes, nos dicen, facilitará automatizar y redistribuir en el mundo entero millones de microactividades. El futuro del empleo se anuncia como un sistema que combina procesos realizados por computadoras con tareas efectuadas por humanos.
Una línea seductora de esta reducción de la complejidad social e intercultural es la que confía en que nuestros diferentes modos de pensar y sentir, de producir, consumir y tomar decisiones, se vuelvan uniformables o al menos comparables al convertirlos en algoritmos. Las variaciones entre culturas, y entre sujetos dentro de cada cultura, estarían perdiendo importancia en la medida en que las distintas lógicas sociales se traduzcan en códigos genéticos y electrónicos: la biología se fusionará con la historia, predice Yuval Noah Harari (2016). ¿Dudan de que esto ocurrirá? Recuerden, dice este historiador, “que la mayor parte de nuestro planeta ya es propiedad legal de entidades intersubjetivas no humanas, es decir, naciones y compañías” (2016: 355).
Harari avisa que el dataísmo, esta “religión de los datos”, exige repensar qué entendemos por público y privado, sistemas democráticos y autoritarios, e incluso de los gobernantes y los Estados sujetos al espionaje y la alteración de campañas políticas y resultados electorales. Pero, si todos los que podríamos ser sujetos estamos condicionados por este juego anónimo de algoritmos, pregunta el autor: ¿la libertad de información no se concede a los humanos sino a la libertad de información? Quizá estemos ante una simulada transferencia del poder: así como los capitalistas lo asignaban a la mano invisible del mercado, los dataístas creen en la mano invisible del flujo de datos.
En ese texto que publicará Encartes Antropológicos, Lins Ribeiro (en prensa) reflexionaba sobre la importancia del trabajo científico -en especial del antropológico, o sea, la investigación a largo plazo, atenta a la diversidad cualitativa de los procesos- para no quedar atrapados en la tendencia a esperar de los algoritmos todo el saber necesario para tomar decisiones. También es importante esa tarea de largo aliento de las ciencias para no perder el sentido histórico en el ritmo atolondrado de enfrentamientos y catástrofes que se sustituyen a diario en los medios y las redes. Coincide con advertencias que hacen periodistas de investigación.
Jorge Zepeda Patterson sostiene en un artículo reciente que los periodistas y miles de comentaristas “hemos sido cómplices en el espectáculo de pornografía política que ha desplegado Donald Trump” (2017), cuando se da resonancia diaria excesiva a sus tweets, provocaciones y mentiras; así como las redes, al hacerlos virales. Medios y redes se vuelven “codependientes” con el magnate al frivolizar la conversación pública y disminuir el derecho de la comunidad a estar informada sobre los temas y las decisiones que están detrás de los reflectores (Zepeda, 2017).
En contraste, vemos crecer acciones ciudadanas que exigen calidad informativa a los medios y servidores digitales. Las protestas contra Google porque las páginas que niegan el Holocausto o lanzan mensajes denigrantes a mujeres ocupan puestos preferentes en sus búsquedas ha llevado a la empresa a controlar sus contenidos. Del mismo modo, las quejas contra Facebook por transmitir informaciones falsas en las campañas de Brexit y de las elecciones presidenciales en Estados Unidos los incitó a evaluar los datos que difunden. ¿Pueden los algoritmos controlar la veracidad de la información e instruir a los usuarios para que aprendan a contrastarla? Expertos como Walter Quattrociocchi (citado en Doménech, 2017) sostienen que es preciso alfabetizar a los usuarios, también a los periodistas, a fin de que operen como mediadores críticos y dar un papel protagónico a las instituciones académicas con sentido público. Es obvio que en todos estos campos hay tareas ciudadanas por desarrollar (Doménech, 2017: 24).
Algunos organismos internacionales, como la Unión Europea, comienzan a hablar de que los Estados nacionales, en acciones colaborativas, deben regular las comunicaciones y los contenidos que circulan en sus sociedades. Ya lo hacen en la videovigilancia urbana, en los controles biométricos de entrada y salida a los países, o cuando proveen wifi gratuito. Pero la mercantilización transnacional de la información personal aún hace difícil que los poderes públicos nacionales limiten el espionaje de los correos electrónicos, las tarjetas de crédito y la instalación en los dispositivos digitales de cookies, esos microprogramas que recaban datos de nuestra actividad online sin que lo autoricemos para luego venderla a empresas.
Las contradicciones económicas, sociales y políticas agudizadas por el neoliberalismo y exasperadas por las acciones destructivas de la convivencia pública en la manipulación algorítmica están despertando críticas novedosas hacia el capitalismo electrónico o cognitivo. ¿Qué otras relaciones entre Estado, empresas, sociedades y culturas podrían proteger nuestros derechos laborales y nuestra propiedad sobre los datos? Es una pregunta, sobre todo, para los Estados y los ciudadanos. Hay que decir que los gobiernos latinoamericanos no tienen casi ninguna iniciativa en estos campos, como no la han tenido en las instancias internacionales, como la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, desde que comenzaron a debatirse a escala global la propiedad intelectual y los derechos de información. Las acciones críticas surgen de defensores de las audiencias, asociaciones por el derecho a la información -Asociación Mexicana por el Derecho a la Información-, organizaciones de periodistas y observatorios ciudadanos.
Preguntas pendientes por el sentido
La reducción regresiva del papel de los Estados es codependiente del avance depredador de los mercados materiales y simbólicos administrados por algoritmos. La confianza desmedida en la organización digital de la información es funcional para una concepción en la que los Estados y las empresas se ocupan sólo de llevar la contabilidad, no de gobernar, gestionar el sentido de la vida pública, evitar las catástrofes sociales, atajar los robos y asesinatos masivos, ni siquiera de investigarlos.
Hay una oscura zona estratégica en la que se puede indagar la contradicción entre el papel emancipador de las redes sociodigitales y la fuerza de sumisión de la hipervigilancia: ¿por qué la organización algorítmica de los mercados no resuelve los desafíos inciertos de la interculturalidad? Las respuestas a los conflictos ofrecidas por la sociometría y la biotecnología no pueden evitar que la geopolítica internacional se haya convertido en una interdependencia de miedos. Los otros lejanos con los que incrementamos el comercio, el turismo y los intercambios académicos, de los que tomamos músicas y recursos médicos para ampliar nuestro horizonte cultural, son todavía fantasmas amenazantes. Los intercambios están cargados de sospechas. Junto con la interdependencia económica y cultural crecen los nacionalismos y etnicismos, los intentos separatistas de regiones y la devastación bélica de los diferentes. Esta dolorosa conflictividad actual no parece gestionable con programas de gubernamentalidad robotizada.
¿Qué pueden aportar la filosofía y la antropología a estos dilemas entre la pretendida organización de los mercados, los consumos y la ciudadanía mientras se agravan los conflictos políticos y bélicos entre culturas? Sería útil retomar un debate sobre la última gran narrativa hegemónica en las ciencias sociales antes del neoliberalismo y el dataísmo -o sea, el estructuralismo-, que pretendió hallar leyes universales para el parentesco, los mitos y otros sistemas simbólicos, y aun para los órdenes económicos y políticos, sin que se le escaparan restos, residuos, para otro tipo de interpretación.
De modo semejante al estructuralismo, se conciben ahora los intercambios sociales como sistemas de lenguaje, información y comunicación estructurados con independencia de las acciones de los sujetos. La computación permite capturar, clasificar y operar sistemas de datos mucho más vastos que en la época en que Claude Lévi-Strauss descodificaba los mitos. Estudiar y resolver los problemas urbanos o comunicacionales se facilita, en parte, después de Google, pero surgen nuevas dudas y perplejidades desde que la biología, la medicina y la psicología no sólo aspiran a curar a los enfermos sino a descifrar y modificar los genes, las sensaciones y las emociones, entendidos como algoritmos.
Regresa entonces, en este nuevo proceso de conocimiento, la pregunta de Paul Ricoeur a Lévi-Strauss: admitamos que la descodificación permite captar el sentido de las estructuras biológicas, sociales y también de las estructuras simbólicas con que imaginamos nuestros comportamientos y las relaciones con los otros. Pero, ¿cuál es el sentido del sentido (Ricoeur, 1967), el que damos a las estructuras al comprendernos como sujetos individuales y colectivos, al diferenciarnos de los otros y elegir entre distintas maneras de convivir con ellos? No se trata de regresar a ningún subjetivismo o a la ilusión de una conciencia descondicionada. Se trata de reconstruir una teoría de los actores que, al desprenderse de la absolutización maquínica, sepa distinguir, en palabras de Éric Sadin, entre quienes mercantilizan todas las esferas de la vida y quienes experimentan “lo sensible, la contradicción, la imperfección, el miedo al contacto con el otro y el conflicto” (Vicente, 2017). Las desigualdades, contradicciones e incoherencias de nuestras sociedades no autorizan -en esta época en la que tantas estructuras caducan- la ingenuidad de creer que el pasaje de los viejos órdenes a otros sucede sin intervenciones de actores privilegiados. Ni los mercados materiales ni los simbólicos se autorregulan.
En el proceso de robotización y concentración económica que anula derechos y seguridad social, la precariedad de las nuevas generaciones parece no importar a las elites que reparten la acumulación y la escasez. Se están tomando decisiones que no son mero efecto de una lógica de mercado al excluir de los hospitales a quienes no pueden pagar, del acceso a la banda ancha o internet a quienes no pueden suscribirse, de muchas universidades a los que no garantizan la expansión lucrativa de esas instituciones.
Un reto muy exigente de esta situación inédita de la ciudadanía es que tenemos que reformularla mientras también necesitamos redefinir qué entendemos por lo público, lo privado y la intimidad. Una evidencia de que no estamos muy seguros de qué significan hoy esos conceptos es que muchos jóvenes que adoptan Snapchat para hacer desaparecer los mensajes segundos después de ser leídos, al mismo tiempo aceptan cookies sin prevenciones con tal de acceder a los servicios deseados. Pienso en los militantes que participan en movimientos para empoderarse -mujeres, homosexuales, jóvenes, indignados de distinto tipo-, que se preguntan cómo oponerse a las antiguas opresiones de género, económicas y generacionales sin ser sujetados de otro modo por las redes. Unos pocos millones se han borrado de Facebook al perder su trabajo o su pareja después de ser espiados, aunque sepan que al dejar esa red se perderán unas cuantas fiestas. Nadie quiere salir por completo de internet, pero requiere un fino trabajo -colectivo- aprender a ser ciudadanos: cómo controlar lo que quieren saber de nosotros y qué hacer con lo que desconocemos que hacen.
Sabemos que la escena contemporánea no es homogénea, ni siquiera dentro de una nación. Coexisten modos diversos de participar en la información y la deliberación. A veces, en las mismas personas. No acabamos de aprender qué derechos defender al conectarnos y descubrimos que existe el derecho a desconectarnos: del trabajo, del móvil, poder no estar disponibles todo el tiempo. En Francia, por ejemplo, desde el 1 de enero de 2017, los empleados tienen derecho a 11 horas de desconexión entre dos jornadas de trabajo. No se trata sólo de aprender a convivir con las pantallas, sino con los demás. Hay otros recursos -junto a los correos electrónicos, los mensajes de WhatsApp y los tweets- para no estar solo, para encontrar sentido.
Podemos acumular ejemplos de estos procesos de control, acceso libre y resistencia, que por cierto apenas comenzamos a investigar en su actual conformación. Pero prefiero finalizar este texto con una ubicación histórica y transdisciplinaria de lo que estamos viviendo hoy.
Hay analogías entre la literatura científica y no científica que se produce en estos días y la que se escribió en las décadas de 1960 y 1970 sobre la interacción entre medios y audiencias. Dicho con brevedad, en aquellos años la irrupción de las televisoras y su concentración monopólica llevó a magnificar el poder manipulador de los medios. Fueron necesarios los estudios empíricos sobre consumo, recepción y apropiación para descubrir que los medios no eran omnipotentes y que sucedían procesos de interacción complejos, ambivalentes, entre lo que los medios querían hacer con las audiencias y lo que las audiencias hacían con ellos (Orozco, 2009; Rosas, 2002).
Ahora ocurre, en cierto modo, lo inverso: nos fascinamos primero con las oportunidades de participación desde abajo de internet y las redes sociales hasta que las revelaciones sobre la potencia intrusiva de los emisores, captadores de información y administradores de la comunicación digital erosionaron esa utopía. Sin embargo, muchas escenas políticas -Brasil, México y Estados Unidos, con singular estridencia- muestran que lo más novedoso no es que se espíe a políticos opositores, periodistas y miembros de los gobiernos, sino que también los espiados, sobre todo los periodistas, activistas y organizaciones independientes, investiguen la procedencia de las escuchas ilegales, las operaciones corruptas de los gobernantes, los sobornos y sus redes político-económicas. Reaparece, en un escenario más intrincado, aquella pregunta sobre lo que pueden hacer las audiencias y los profesionales democráticos de la información con las operaciones escondidas de las cúpulas.
Las tramas de ida y vuelta que suceden en este mundo algorítmico revelan que no es sólo una cuestión de algoritmos. Hay crisis del sistema económico y del sistema político globalizados con orígenes lejanos, y por eso, en parte, diferentes de su administración electrónica, que adquieren otras configuraciones bajo la digitalización comunicacional. Del mismo modo, existe una descomposición nacional e internacional de los partidos políticos y un cierto agotamiento de los actores contrahegemónicos clásicos -pueblo, sociedad civil, movimientos sociales- en los que confiábamos para emanciparnos. Estas dos crisis -del sistema político-económico y de las organizaciones de representación social- se están remodelando en este periodo tecnoneoliberal. Pero las peripecias de las crisis económicas, políticas y sociales no desaparecerán por el impacto de la vigilancia, el espionaje y la resistencia electrónicas. Al pensar en la reconceptualización del capitalismo, importa trabajarla y considerar cómo se entrelazan zonas diversas de la incertidumbre contemporánea.