Introducción
En el núcleo del movimiento feminista existe una variedad de desafíos, dilemas y no pocas controversias relacionadas con los programas de rehabilitación para autores de violencias hacia las mujeres (Dobash y Dobash, 1992). Históricamente, el agresor ha sido visto como un sujeto que no merece ayuda sino castigo (Domínguez, 2000). No obstante, la presión de las activistas en la consecución de una mejor actuación de los gobiernos orientada al fin de las violencias contra las mujeres, especialmente la producida en ámbito doméstico hacia la pareja, ha puesto de relieve la necesidad de desarrollar una intervención institucional, de la cual el hombre también forme parte (Tolman y Edleson, 2011).
Precisamente, a finales de los setenta se pondrían en marcha experiencias pioneras en suelo estadounidense con hombres autores de violencia hacia la mujer pareja o expareja. Desde el movimiento de mujeres, los programas vinculados al Sistema de Justicia pasarían a ser entendidos como parte de una respuesta coordinada que emergería en un contexto de cambio político y de prácticas institucionales, v.g. policía y justicia especializada (Pence y Shepard, 1999). El objetivo no sería tan sólo “cambiar” al hombre, sino la forma de pensar de una sociedad y de una cultura que apoya la violencia (Gondolf, 2002).
Hoy en día, existen un sinfín de intervenciones en vías de ejecución en distintos países, por ejemplo: Canadá, Australia, Inglaterra, España, México, Chile y Brasil. El movimiento de mujeres se encuentra frente a una nueva realidad en la que los acalorados embates entre activistas, juristas y criminólogas son una rica fuente de información sobre los desafíos que los programas rehabilitadores exigen de los Estados (Sordi-Stock, 2015).
Así pues, el presente artículo tiene por objetivo dar a conocer los principales avances entre movimiento de mujeres y programas de rehabilitación para autores de violencia hacia la pareja o expareja vinculados a la Justicia Penal, con particular énfasis en la realidad española. El análisis se justifica en que España ha experimentado un cambio radical en la prevención y represión de dicha violencia con la entrada en vigor de la LO 1/2004, al favorecer la puesta en marcha de intervenciones como pena/medida alternativa a la prisión y dentro de prisión, para delitos formalmente reconocidos como violencia de género. Algunas de las discusiones habidas en suelo español se produjeron anteriormente en países con mayor tradición rehabilitadora, o bien se repetirían en aquellos países cuyos programas se encuentran en fase inicial. La consecuencia es una necesaria relectura de la categoría género en el ámbito jurídico penal.
La polémica en el ámbito internacional
a. Los pioneros estadounidenses
A final de los años setenta se iniciarían en Norteamérica las primeras experiencias con (Batterers’ Intervention Program o BIPs): EMERGE (Boston), RAVEN (St. Louis) y AMEND (Denver). Bajo el entendimiento de que la violencia es un comportamiento aprendido y un método para mantener el poder y el control del hombre sobre la mujer, el objetivo principal de los programas sería el incrementar la seguridad de las víctimas (Hamby, 1998). En una segunda línea de actuación, buscaban alterar las actitudes de los hombres sobre la violencia, incrementar su sentido de responsabilidad personal y enseñarles alternativas no violentas de solución de conflictos (Tolman y Edleson, 2011).
Tras la puesta en marcha de estas iniciativas pioneras saldrían a la luz las primeras reticencias por parte del movimiento de mujeres. A pesar de que algunos de los trabajos eran impulsados por hombres o contaban con grupos feministas para su desarrollo, no serían pocas las voces que pondrían a prueba las intervenciones.
Los argumentos de los grupos feministas se entenderían fundamentalmente desde tres puntos de vista: la percepción social de la violencia de género, la inserción del matiz victimológico y los resultados de los programas. En relación a la percepción social de la violencia de género, las feministas argumentarían que aquellos que participaban de programas de tratamiento eran considerados enfermos. Las estructuras sociales que continuaban legitimando sus comportamientos pasaban a un segundo plano, es decir, la participación en programas ocultaba el contexto patriarcal en el cual se insertaba la violencia. Además, la no imposición de una pena de prisión transmitía la idea de que los delitos no eran graves. Desde el matiz victimológico, y en un primer plano argumentativo, afirmarían que los fondos reservados a los programas de tratamiento absorberían altas partidas presupuestarias que deberían ser destinadas a las víctimas. Estos desviaban fondos de quien realmente los necesitarían: las mujeres. Además, la participación de los agresores en programas contribuiría a que las mujeres siguiesen “atrapadas” en la relación violenta, una vez que dan esperanzas de que la pareja pudiese cambiar. Algunos grupos podrían aumentar la peligrosidad de los hombres o incluso hacerlos peligrosos de otra forma, contexto que dejaría a las mujeres desprotegidas. En lo relativo a los resultados del tratamiento, la realidad demostraba que los hombres abandonaban la intervención o bien eran reticentes a participar en la misma (Medina-Ariza, 2002; Mullender, 1996).
Este escenario pesimista se trasformaría paulatinamente, al ser el contexto estadounidense el gran motor del nuevo orden. Al tiempo que se incrementaban los programas, los tribunales se encontraban con un vertiginoso aumento de condenas por agresiones domésticas como consecuencia de la criminalización de nuevas conductas. Consiguientemente, el envío de algunos hombres a programas de rehabilitación se presentaba como una alternativa beneficiosa (Gondolf, 2002). La práctica también demostraba que muchas mujeres deseaban seguir con su relación de pareja, o bien que el agresor establecía relaciones afectivas con otras mujeres (Ibídem, 1988).
La crítica feminista mudó de la posibilidad de los programas como condena al enfoque asumido por los mismos (Dobash y Dobash, 1992; Larrauri, 2004; 2008). Los programas no seguían orientaciones filosóficas y técnicas terapéuticas similares, un contexto que facilitó la práctica de diferentes modelos de intervención (Hamberger y Hastings, 1993). El movimiento de mujeres pretenderá que el hombre se responsabilice de sus actos y sugerirá que definir la metodología y la filosofía de los programas revelará el grado de connivencia con la negación y minimización de los hechos (Adams, 1990).
Se empiezan a criticar los programas que tendían a analizar los problemas de pareja en su conjunto, que apenas enfocaban el control de la ira del agresor o que estaban asentados en la perspectiva psicoanalítica. Los programas no pueden intentar “salvar” la relación de pareja, dando a entender que las mujeres son las causantes de su propio maltrato. Igualmente, la ira no es el problema central, una vez que ellos son capaces de controlarla cuando les conviene. Al final, muchos no son violentos y son emocionalmente dependientes e inseguros. También argumentan que los programas exculpan al agresor al intentar descubrir las razones del comportamiento violento en problemas tempranos del desarrollo, como los problemas con los progenitores. En última instancia, alegan que la influencia de la cultura y del género en el por qué y en el cómo el hombre expresa su violencia, resultan invisibles si no se trabaja desde un análisis feminista (Adams, 1990; Mullender, 1996).
Lo interesante del contexto descrito anteriormente, es identificar que en el entorno estadounidense las percepciones de las feministas sobre los programas dio un giro: del rechazo absoluto al intento de establecer cuáles eran admisibles (Larrauri, 2004). Los fórums de debates y conferencias realizadas a principio de los años ochenta, por ejemplo Working with men who batter, contribuyeron de forma decisiva a la aproximación entre la justicia y los programas con enfoque feminista (Dobash y Dobash, 1992).
Los debates llegarán a otros países, como el caso de los europeos, apenas en los años noventa. Incluso en aquellos de tradición anglosajona, como Gran Bretaña, los diálogos entre feminismos y programas para agresores eran tan incipientes que se cuestionaba la conveniencia de discutir la metodología y filosofía de base de los grupos y los recursos destinados a los mismos (Dobash y Dobash, 1992; Mullender, 1996). En el caso de España, Larrauri (2004) aclarará que la discusión ha quedado congelada en el tiempo. Por una parte, las experiencias prácticas eran muy primitivas para afrontar estas polémicas; por otra parte, las feministas españolas seguían rechazando las intervenciones con agresores a partir de argumentos ya superados en el ámbito internacional.
b. La expansión de los programas y el enfoque feminista
Cuando se compara con los servicios de atención a las víctimas, los programas de rehabilitación para agresores crecieron a mayor velocidad y en un corto espacio de tiempo (10-15 años). A medida que las experiencias se volvieron más sofisticadas durante los años ochenta y noventa en Norteamérica, los demás países incorporaron paulatinamente los programas en sus sistemas de justica (Dobash et al., 2000). La criminalización de la violencia doméstica contra la mujer y el aumento de condenas pasaron a ser una práctica en Canadá, Nueva Zelandia, Australia y algunos países de Europa y Latinoamérica. Al propio tiempo, las instituciones penitenciarias despuntaron como un ambiente viable para abarcar programas para agresores.
La reivindicación pasó a ser que todos los programas asumiesen una orientación sensible a las cuestiones de género y que la violencia fuese el centro principal de la intervención (Mullender, 1996). Dichos programas se asientan en la premisa política de que la violencia tiene sus raíces en la sociedad patriarcal y que asume múltiples formas, como psicológica, física y sexual (Mederos, 1999). Su propósito no es realizar cambios en la personalidad del agresor o en la relación de pareja, sino impedir que el hombre niegue/minimice/ distorsione la realidad o bien que culpe a la mujer víctima por su comportamiento (Hamby, 1998). Incluso se ha cuestionado la posibilidad de sustituir la nomenclatura tratamiento por intervención, entendida esta última como la forma de eliminar/mejorar un problema existente a fin de evitar futuras recaídas. En definitiva, son objetivos a alcanzar la asunción de la responsabilidad de los actos violentos por parte del agresor y el entendimiento de que la violencia es una elección suya2 (Adams, 1990; Mederos, 1999).1
Entre estos programas se encuentran los influyentes DAIP en EE.UU. y los británicos CHANGE y LDVPP. Puntualmente, el DAIP es mundialmente conocido como Duluth (Pence y Paymar, 1993). Este no es propiamente un programa, sino un modelo que ha servido de referencia para gran parte de los estándares de calidad o guías de intervención publicadas en Estados Unidos (Babcock, Green y Robie, 2004). En el ámbito internacional su influencia es innegable, sea en intervenciones realizadas en el medio abierto, sea en el ámbito cerrado (Connors, Mills y Gray, 2012).
Lo cierto es que el enfoque pro-feminista ha influenciado fuertemente los programas en el contexto internacional (Straus, 2009). Hoy existe un sin fin de intervenciones en marcha en distintos países. A pesar de no existir un registro nacional en EE.UU., se estiman más de 2.500 programas en funcionamiento (Price y Rosenbaum, 2009). En Canadá hay alrededor de 200 (Straus, 2009) y, recientemente, se ha publicado un Programa Marco en el ámbito cerrado (Correctional Service Canada, 2009). En la Unión Europea se han identificado al menos 170 que funcionan en 19 países (Geldschläger et. al., 2010), pluralidad que ha favorecido la publicación del documento Directrices para el desarrollo de estándares de calidad para los programas dirigidos a hombres que ejercen violencia doméstica (Programa Daphne II, 2008).
En el contexto latinoamericano, las experiencias han sido mayoritariamente de carácter educativo/reflexivo y desarrolladas por el tercer sector (ONGs) con base en proyectos de cooperación desvinculados de la justicia (Toneli et. al., 2010). Pese a no existir criterios comunes para el trabajo con el agresor en Latinoamérica, el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, conjuntamente con otros órganos, ha publicado un manual para el tratamiento del agresor (Méndez, 2003). Este ha sido diseñado bajo influencia del programa estadounidense EMERGE (Boston) y pretende servir como una especie de guía para los profesionales que trabajan en el campo.
Lo que procuramos destacar aquí es que la indiscutible expansión de los programas vinculados a la Justicia Penal, en su mayoría diseñados bajo influencia del enfoque feminista, viene marcada por una fuerte confrontación entre ideología y práctica basada en la evidencia. Se arguye que la considerable influencia del movimiento de mujeres en las políticas públicas instauró un clima de aprensión dentro de la comunidad científica sobre quién sería tachado de “políticamente correcto”, paralizando u obstaculizado un sin fin de investigaciones que trabajaban desde otros marcos de interpretación (Hamel, 2005; 2007).
Siguiendo dicho razonamiento, Dutton (2006; 2007) apunta que se ha puesto excesiva energía en el enfrentamiento de las actitudes sexistas -de dudosos resultados científicos- como origen de la violencia. El patriarcado es asumido como la causa de la violencia y los programas utilizan la confrontación de forma desmedida. Según dicho autor, las consecuencias negativas son de distintos órdenes: en el plano teórico se ha extendido la falsa idea de que todo hombre pega para controlar y en el plano práctico se generan posturas de vergüenza, de defensión y de resistencia entre los participantes del programa, dejándose de lado las diferentes características asociadas al carácter abusivo.
La polémica en España
a. La desconfianza en el tratamiento y el intento apaciguador del Grupo 25
La rehabilitación del agresor de violencia de género también ha sido un tema neurálgico en España. Formalmente, la publicación de la LO 1/2004, el 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género ha sido el punto de inflexión acerca de la idoneidad de estos programas como respuesta penal. Dicha legislación prevé la necesidad de que la Administración Penitenciara realice programas específicos para reclusos por estos crímenes (art. 42). Además de adoptar medidas penales y penitenciarias, introduce una serie de propuestas de carácter social, educativo, asistencial, en el ámbito sanitario, judicial y en los medios de comunicación, entre otras, que tienen por objetivo combatir la subordinación específica de las mujeres.
Como no podría ser diferente, al Sistema de Justicia Penal le cabe responder preguntas como: ¿Qué es violencia de género? ¿Se puede hablar de género como categoría jurídico penal?
La paulatina inclusión de las violencias sufridas por las mujeres a manos de sus parejas o exparejas en la esfera jurídico penal fue el origen de un largo camino que se inicia como anécdota y finaliza como categoría: eran considerados casos aislados, pero el impulso del feminismo para que fuesen definitivamente contados (sumados) posibilitó el surgimiento de una definición nunca antes vista y la percepción de que se estaba tratando de un problema de carácter público (Amorós, 2008).
Al Código Penal se le incorpora una definición muy concreta de violencia de género,2 contra el sexo femenino con quien el acusado mantiene o haya mantenido relación de afectividad (art. 1.1). Esta nueva disposición legal tiene como consecuencia jurídica la existencia de los delitos relacionados con la violencia de género, es decir, delitos distribuidos por el Código Penal (no hay un tipo específico) que se caracterizan como tal porque poseen los siguientes elementos: 1) sujeto pasivo mujer; 2) sujeto activo hombre; 3) víctima y autor de las agresiones deben mantener o haber mantenido una relación conyugal o relación análoga de afectividad, aunque sin convivencia; 4) que la violencia producida sea una manifestación de la discriminación del hombre sobre la mujer.
La LO 1/2004 no toma en consideración todas las manifestaciones de violencia de género definidas por las Naciones Unidas, Consejo de Europa, Unión Europea y movimiento de mujeres, hecho que ha generado un gran problema conceptual y práctico (Bodelón, 2008). Por una parte, utilizar la nomenclatura violencia de género es oportunista y reduccionista. Por otra parte, su utilización en ámbito legal tiene una intrínseca concepción política. Hay que gestionar su uso y, al tiempo, evidenciar su abuso (Barrère-Unzueta, 2008).
Dentro de este intento de equilibrio, la validez de la categoría género en el ámbito jurídico penal se ha ido paulatinamente justificando ante las siguientes razones: 1) porque la violencia del hombre contra la mujer catalogada como género está marcada por una tolerancia social que legitima el uso de la violencia como parte de un sistema de dominación para dejar a la mujer en una posición de desigualdad en relación al hombre; 2) porque evidencia la perpetuación de determinados roles asignados al femenino como una estrategia de control y autoridad; 3) porque aclara que el uso de la violencia hacia la mujer no es natural, es decir, una estrategia válida de resolución de conflictos; 4) porque lo que no se nombra no existe, y por tanto es importante que el Derecho Penal formalmente reconozca esta violencia; 5) porque permite que el Sistema de Justicia Penal diseñe un catálogo de penas con efectos preventivo-especiales muy concretos y centrado en las necesidades de las víctimas; 6) porque la evidencia científica viene demostrando que en los espacios públicos, los hombres agreden a los propios hombres y a las mujeres, mucho más que las mujeres a los hombres o a otras mujeres; en la intimidad, los hombres agreden más y de forma más violenta a las mujeres en comparación con la violencia de la mujer dirigida al hombre; 7) las Naciones Unidas asocian el término género a la violencia producida hacia las mujeres; 8) el feminismo, como movimiento social, ha visibilizado esta categoría de análisis (véanse, entre otras, Larrauri, 2007; Laurenzo-Copello: 2008; Osborne, 2009).
Lo cierto es que el debate sobre el impacto de las reformas introducidas por la LO 1/2004 ha quedado diluido en el estudio de los tipos penales y en la discusión de la expansión del Derecho Penal en la regulación de estas conductas (Torres-Rosell, 2008). Sus consecuencias en la diversificación de los fines de la pena han sido relegadas a un segundo plano pese a que el Estado se encuentra frente a un nuevo reto como es la obligatoriedad de poner en marcha programas rehabilitadores dentro de prisiones para penados por violencia de género. En el ámbito comunitario, los programas han pasado a ser reglas de conductas obligatorias asociadas a la suspensión de la pena privativa de libertad y a la sustitución de la pena de prisión3 (Sordi, 2015; Sordi Stock, 2015a).
Este cambio en el escenario jurídico favorece la apertura a las experiencias anglosajonas sobre programas basados en el método cognitivo-conductual (Echeburúa, Amor y Fernández-Montalvo, 2002). Sin embargo, la ínfima cantidad de penas comunitarias previstas en el Código Penal español que sirviesen de alternativa a la prisión para los casos de violencia de género (Larrauri, 2010) y los indicios de un verdadero colapso en los juzgados especializados en razón de las nuevas propuestas punitivas (Maqueda, 2007) también son realidades incontestables.
Consiguientemente, y al igual que en el contexto internacional, las manifestaciones de desconfianza en los programas como pena abren espacio a la reivindicación de un enfoque feminista de los mismos (quizá porque perciben que se trataba de un camino sin retorno). El diagnóstico de que una importante cifra de mujeres manifestaba el deseo de seguir con el agresor contribuye a dicha toma de posición (Instituto Andaluz de la Mujer, 2012).
Téngase como punto de partida el 2001. En estos momentos, las representantes de Themis, Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, Federación Asistencia a Mujeres Violadas y Enclave Feminista firmaron conjuntamente un documento criticando las propuestas del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de imponer los programas de rehabilitación como medida cautelar y pena alternativa a la prisión (Themis, 2001). El movimiento de mujeres afirmaría que los mismos transmiten la idea de que las conductas violentas son de menor entidad o se entienden como normalizadas en las relaciones de pareja y que “nada tendríamos que oponer a la actuación propuesta si se lleva como la rehabilitación penal en los centros penitenciarios y extendida a todos los penados cualquiera que sea el tipo de delito cometido” (Themis, 2001). Las trabas estaban dirigidas, principalmente, a la imposición de programas como medida alternativa y no en el medio penitenciario.
Dicho posicionamiento se reafirmaría en 2004, cuando Themis hace pública sus consideraciones sobre el anteproyecto de la LO 1/ 2004 (Themis, 2004). La Asociación de Mujeres Juristas afirmaría preferir que se impusiesen penas más cortas de cumplimiento efectivo, e inmediatas a la agresión, que se eliminase la posibilidad de suspensión de la pena y que no se impusiesen trabajos en beneficio de la comunidad. No obstante, la realización de programas específicos de reinserción en el marco del régimen penitenciario se recibiría con buenos ojos, aunque el colectivo de mujeres destaca la necesidad de limitar los beneficios penitenciarios que puedan conllevar la participación del penado en el mismo y los resultados obtenidos con los programas.
A principios del año 2005, tras la puesta en marcha del primer programa de rehabilitación como pena comunitaria en España, Comunidad de Alicante, Themis se pronunciaría en los medios de comunicación calificando el programa de “imprudente y peligroso” (El País, 2005). Según el colectivo, en la práctica los agresores acuden de forma “pasiva a conferencias”, circunstancia que les proporciona una coartada de impunidad. La Asociación haría hincapié sobre la necesidad de que los programas se diseñasen y fuesen impartidos por especialistas bajo el fundamento de que de lo contrario “serán peligrosos para las víctimas”.
Aproximadamente un año más tarde, los medios de difusión feminista españoles expondrían la experiencia de 15 años en rehabilitación con agresores de la organización irlandesa National Domestic Violence Intervention Agency, que sugiere que algunos grupos victimizan aún más a las mujeres. Según la Agencia, distintas organizaciones han tomado conciencia de que existen “intervenciones bienintencionadas que terminan convirtiéndose en confabulación con un sistema que minimiza la importancia de los delitos por violencia de género [...]” (Agencia Nacional de Intervención en Violencia Domestica, 2006).
Dichas organizaciones entienden que la respuesta pública a la violencia contra las mujeres debe tener como premisa básica el mantenimiento de la responsabilidad de los agresores en la autoría de sus actos violentos. Por consiguiente, nutren la idea de que hay que abandonar los comportamientos o políticas que minimicen o justifiquen los actos violentos, acción que significa que el maltrato debe “enmarcarse en el ámbito penal que le corresponde por su carácter delictual” (Agencia Nacional de Intervención en Violencia Domestica, 2006). Las organizaciones feministas españolas, como la Fundación Mujeres, junto a la agencia irlandesa reivindicarán públicamente que los programas en España sean “regularizados y armonizados” y que no ignoren las evidencias ya acumuladas acerca de la intervención psicosocial con agresores de mujeres (Agencia Nacional de Intervención en Violencia Domestica, 2006).
Al tiempo que los periódicos publicitan el incremento de las subvenciones públicas para los programas de rehabilitación (El País, 2006), las asociaciones de mujeres parecen mantener su desconfianza ante esta repuesta penal. Esta, por lo menos, es la opinión de la representante de la Comisión para la Investigación de los Malos Tratos publicada por la prensa: “No estamos en contra de la reeducación, pero que nunca se haga en sustitución de una pena [...] un maltratador no se educa de un día para otro” (El País, 2011).
Expresión de una evidente toma de posición, y quizás como intento apaciguador entre el mandato legal de rehabilitación del agresor (LO 1/2004) y la preocupación del movimiento de mujeres en la protección de las víctimas, el Grupo 25 (Montero y Bonino, 2006), formado por un conjunto de profesionales relacionados con la intervención e investigación en violencia de género, publica un estudio monográfico en el cual plantea una serie de criterios que deberían ser cumplidos por los programas en España.
Este grupo afirma enfáticamente que las intervenciones deban contemplar una “orientación de género”, o sea, tomar en cuenta las siguientes cuestiones: 1) la especificidad de la violencia vertebrada por un eje ideológico caracterizado por ideas sexistas, vinculadas a las relaciones de poder y de dominación de la mujer (social y personal); 2) las creencias derivadas de la socialización masculina, el control y el contexto sexista. Por tanto, no son estrictamente terapias sino intervenciones psicoeducacionales que requieren un formato con diferentes pasos (diagnóstico pre-tratamiento, intervención psicoeducativa, evaluación de eficacia y seguimiento); 3) el modelo multidimensional con perspectiva de género, es decir, que incluye dimensiones cognitivas, conductual, emocional e histórica del comportamiento violento; 4) que los hombres son responsables del ejercicio de la violencia y pueden cambiar; 5) que las víctimas no pueden ser culpabilizadas de la violencia y la intervención no puede poner en riesgo su vida y bienestar; 6) son una estrategia de prevención terciaria y/o de reinserción que pueden hacerse en distintos contextos (como judicial, servicios sociales y sistema sanitario) pero no deben ser una alternativa a la sanción penal.
El Grupo 25 aclara que las intervenciones con orientación de género sugeridas por ellos no sirve para parejas del mismo sexo, violencia familiar o de pareja y la agresividad puntual interpersonal particularmente, ya que están centradas en un abordaje específico de los hombres que la ejercen y su objetivo primario es garantizar la seguridad de la mujer.
Las aludidas discusiones se han visto reforzadas por juristas y criminólogas sensibles a las lecturas feministas y que intentan compatibilizar las ansias del movimiento de mujeres con el sistema de penas del Código Penal español (entre otras, Villacampa, 2010; Larrauri, 2008, 2010; Herrera, 2009, 2010; Maqueda, 2007). Lograron demostrar que el colectivo feminista español continuaba fundamentando la objeción a la implementación de los programas en dos puntos diferentes de análisis: la benevolencia de la respuesta y la ineficacia de los mismos (Larrauri, 2008).
No obstante, juristas y criminólogas refutarán dichas tesis al explicar que la obligación de asistir a un programa de rehabilitación no significa que se esté tratando de una respuesta de menor intensidad a lo que sucede habitualmente, sino de gran intensidad a la práctica jurídica actual (Vide Larrauri, 2004, 2008 y Herrera, 2010). Las penas deben estar de acuerdo con los delitos para los cuales estén dirigidas, es decir, atribuir un programa a esta clase de delitos significa entender que esta respuesta penal es capaz de afrontar las circunstancias específicas que presenta la conducta censurada. Además, la prisión no es el único castigo adecuado para todos los crímenes previstos en el Código Penal y el haber pasado por un proceso penal (etiquetamiento e impacto en la vida personal), haber sido detenido (en algunos casos), tener antecedentes tras la condena y tener que acudir a sesiones de rehabilitación bajo amenaza de prisión son igualmente parte del castigo.
Enviar a un agresor a programas no implica que sea tratado como un enfermo mental o que no cumpla con sus responsabilidades ante la justicia penal. Otro indicativo de que las críticas del movimiento de mujeres exijan un análisis más sereno es que las propias personas que desarrollan las intervenciones aseguran que, sin responder propiamente al perfil de enfermos mentales, los penados por violencia de género con frecuencia cuentan con antecedentes psicopatológicos. En otras palabras, su comportamiento en muchos casos está relacionado con la impulsividad y trastornos aditivos (Echeburúa, Amor y Fernández-Montalvo, 2002; Echeburúa y Fernández -Montalvo, 2009).
Es posible que entre los maltratadores existan hombres que, puntualmente, sean enfermos mentales, pero los programas rehabilitadores hacen frente a la “normalidad” de las conductas de los varones. Aún más lejos, ningún grupo de orientación feminista sensible al tratamiento de los agresores defiende que sean un grupo de enfermos mentales (Por ejemplo, el Grupo 25 en Montero y Bonino, 2006). Por si no fuese suficiente, la simple afirmación de que los programas son ineficaces como medida alternativa, exige que también se digan cuáles son las penas que se entienden como eficaces para la violencia de género. Asimismo, es del todo incoherente afirmar que los programas son eficientes dentro de prisiones y no lo son en el ámbito de las penas/medidas alternativas (Larrauri, 2008).
En última medida, los planteamientos feministas requieren del respeto a la autonomía de la mujer y por tanto no pueden obviar lo que muchas de ellas esperan del Sistema Penal: que contribuya al cese de la violencia. Los programas pueden auxiliar en este sentido, según los resultados empíricos que empezaban a salir a la luz en España (Echeburúa y Fernández -Montalvo, 2009). La prevención de la violencia de género recién daba sus primeros pasos y todo indicaba que los programas fuesen un buen camino.
b. ¡Hay que trabajar bajo la perspectiva de género!
A pesar de las resistencias presentadas por algunas ramas del movimiento de mujeres, los últimos años están marcados por un viraje a favor de los programas de rehabilitación: los grupos de rasgo cognitivo-conductual son aceptables siempre que respeten la perspectiva feminista y formen parte de una respuesta comunitaria coordinada (Larrauri, 2008; 2010). Al tiempo que los servicios sociales y de atención a las víctimas son indispensables, los programas para agresores también lo son (Echeburúa y Corral, 2010; Instituto Andaluz de la Mujer, 2012).
Los aires reconciliadores entre feminismos y rehabilitación alcanzan su expresión máxima en el actual Programa Marco Violencia de Género: Programa de Intervención con Agresores, popularmente conocido como PRIA y publicado por la Administración Penitenciaria española (Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, 2010). Hasta 2010, los programas desarrollados como pena/medida alternativa a la prisión, así como los desarrollados en prisión, estaban marcados por la pluralidad, heterogeneidad y dispersión (Boira, 2010).
Con el propósito de congregar las experiencias anteriormente ejecutadas y el enfoque cognitivo-conductual desde la perspectiva de género, la Administración Penitenciaria publicó un Programa Marco que recoge directrices generales para el desarrollo de programas con distintas intensidades: un programa básico, de aproximadamente 25 sesiones a lo largo de 6 meses, y un programa extenso, que cuenta con 50 sesiones a lo largo de aproximadamente un año. Por tanto, el PRIA presenta como características diferenciales la mezcla de aspectos clínicos y la perspectiva de género, el énfasis en la motivación inicial y el análisis de las distintas conductas que integran la violencia.
El Programa expresamente define “perspectiva de género” como un enfoque de trabajo que toma en cuenta las diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres existentes en la realidad. Textualmente explica que el mismo “permite visualizar y reconocer la existencia de relaciones de jerarquía y desigualdad entre hombres y mujeres, expresadas en opresión, injusticia, subordinación, discriminación hacia las mujeres en la organización genérica de las sociedades”, cuyas consecuencias serían condiciones de vida inferiores de las mujeres en comparación con las de los hombres (Secretaria General de Instituciones Penitenciarias, 2010: 36 y 37).
España, pues, da un paso adelante en el aspecto ideológico-político. Los programas anteriormente desarrollados se caracterizaban esencialmente por una orientación clínica y no partían de una concepción de violencia de género apoyada en las diferencias de poder que gozaban de respaldo cultural e institucional (Expósito y Ruiz, 2010).
Una mirada internacional revela que esta postura guarda íntima relación con la publicación de las Directrices para el desarrollo de estándares de calidad para los programas dirigidos a hombres que ejercen violencia doméstica (Programa Daphne II, 2008). Las Directrices expresamente recogen como precondición para el trabajo con el agresor la “teoría de género”, entendida como “comprensión de la jerarquía y las masculinidades, incluyendo las influencias social, cultural, religiosa, étnica, y política” en la producción de la violencia. Más recientemente el Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica-2011, conocido como Convenio de Estambul,4 vino a amparar la propuesta española de trabajo con el agresor.
Esta herramienta jurídica confiere notabilidad5 a la adopción de medidas de intervención y tratamiento para los agresores (art. 16) en el ámbito internacional al prever expresamente que los Estados establezcan o apoyen programas para autores de violencia enfocados a la adopción de conductas no violentas, a hacerse responsables de sus acciones y a examinar sus actitudes hacia las mujeres víctimas. La seguridad y el apoyo hacia ellas, así como sus derechos humanos, se definen como prioritarios dentro de estos programas. Al propio tiempo, refuerza que los programas deberán estar en estrecha cooperación con los servicios especializados a las víctimas.
A modo de desenlace, señalamos que la inclusión de la categoría género en el ámbito jurídico penal español ha marcado todo el proceso de consolidación de la LO 1/2004, incluyéndose el diseño de penas más adecuadas a lo que pasó a entenderse por delitos relacionados con la violencia de género. El enfoque adoptado por el actual Programa PRIA es una buena prueba de lo afirmado.
Tendencias actuales
El presente artículo viene demostrando una variedad de desafíos, de dilemas y de controversias relacionadas con los programas de rehabilitación para agresores en el seno del movimiento de mujeres. Con el incremento de los diálogos interdisciplinares, se fueron superando paulatinamente algunas cuestiones problemáticas. Otras, sin embargo, se encuentran en pleno proceso de discusión.
El interrogante sobre los reales resultados atribuidos a los programas con abordaje feminista ha favorecido, por ejemplo, el reemplazo y/o complemento de estas intervenciones. Esta inclinación no es nada más que el resultado de una discusión más amplia sobre la práctica basada en la evidencia y que acaba por retomar una mirada clínica sobre los programas (Gondolf, 2012).
Babcock, Green y Robie (2004) señalaron, tras examinar los resultados de 22 estudios experimentales y casi experimentales, que los efectos debidos al tratamiento independientemente del modelo adoptado (Duluth u otro modelo) se daban en número pequeño. En otras palabras, las intervenciones evaluadas tuvieron un impacto mínimo en la reducción de la reincidencia a pesar de los enfoques adoptados. Igualmente, constataron que los programas considerados en principio como más cualificados se revelaban ineficaces ante la ausencia de una fuerte respuesta legal, ya sea en la sentencia, o en sancionar infractores que no cumplan con la intervención. No obstante, llamaron la atención sobre el hecho de que, al tiempo que el programa no era necesario para ciertos agresores, otros fueron capaces de transformar radicalmente sus vidas.
Más optimista es la evaluación (multisite design) de Gondolf (2004), con 840 hombres. Subraya el autor los efectos positivos de los programas para evitar la reincidencia. En aquellos casos en que hubo reincidencia, los hechos violentos se cometieron durante los primeros meses de intervención (15 meses). Completado el periodo de seguimiento (4 años), aproximadamente el 90% de los sujetos no habían agredido a la pareja en el último año. Pone de manifiesto que los programas sí contribuyen al incremento de la seguridad de las víctimas y su bienestar, pero sólo “marcan la diferencia” si los mismos se encuentran en estrecha conexión con la Justicia, servicios para víctimas u otros servicios comunitarios. Nótese que no se constató influencia del diseño (formato, duración, etc.) y el mandato legal de participación en los resultados del programa.
Ya la evaluación del Programa Marco PRIA (Secretaria General de Instituciones Penitenciarias Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad, ca. 2012) desarrollado como pena/medida alternativa en España sugiere un cambio terapéutico significativo: las tasas de reincidencia policial en violencia de género de aquellos que participaran de un programa impuesto por la justicia pueden ser consideradas bajas, concretamente del 4.6%.
Si bien es cierto que la literatura sobre los resultados de los programas para agresores no ofrece datos concluyentes sobre los mismos, también es cierto que acredita que tuvieron un impacto positivo no sólo en aquellos hombres que lo completaron, sino también en la vida de las víctimas (Sordi, 2015; Sordi-Stock, 2015). Es más, en sentido distinto de lo afirmado por el movimiento de mujeres, las investigaciones con agresores han indicado que estos no son un grupo homogéneo y por ello es necesario intervenir de diferentes formas a fin de potenciar los éxitos del programa (Holtzworth Munroe y Meehan, 2004; Loinaz, 2009).
Una buena parte de los individuos que cumplen pena por un delito de violencia de género no son personas con un estilo de vida considerado “normal” y cuya violencia surge en la intimidad del hogar o la relación de pareja. Es creciente, pues, el volumen de investigaciones que afirman que el sistema patriarcal no es el único responsable de la violencia hacia la mujer, aunque es cierto que en una sociedad cuya violencia se sustenta en pilares socio-políticos patriarcales, los niveles de agresión contra la mujer tiendan a ser más elevados (Loinaz, 2009).
Lo que pretendemos demostrar aquí es que pese a la inclusión de la categoría género en ámbito jurídico penal, las modernas investigaciones con agresores impugnan la tesis de que la violencia hacia la mujer pareja o expareja se explica solamente de acuerdo a valores culturales/machistas o como estrategia de poder/control (Loinaz, 2009). En líneas generales, favorecen la idea de que para que los programas alcancen una aplicación satisfactoria, primeramente es necesario que se supere el clima de rechazo propuesto por algunas asociaciones feministas, particularmente de corte conservador (Hernández, 2007).
Al tiempo que se deben fomentar las alternativas a la vía penal y la intervención temprana sobre la violencia, no se puede obviar o minimizar las variables psicológicas del hombre que agrede (Loinaz y Echeburúa, 2010). Se pone el acento en la importancia de diseñar programas rehabilitadores a partir de las distintas tipologías de agresores y, consiguientemente, en apostar por un Sistema de Justicia Penal que recoja demandas victimológicas y respuestas preventivo especiales de efectos empíricamente comprobados.
Las contribuciones del Sistema de Justicia Penal no están necesariamente en la mayor o menor duración de la pena impuesta al agresor, sino en el abanico de respuestas que el Estado puede organizar desde distintos actores. Por ejemplo, asegurar programas de atención a las víctimas y favorecer que los hombres también cuenten con programas de rehabilitación en medio comunitario, como pena alternativa a la prisión y en medio cerrado. Es clave entender que los programas de rehabilitación están inmersos en un sistema de intervención elaborado que incluye las prácticas policiales, actuaciones judiciales, supervisión, servicios de víctimas, servicios adicionales comunitarios, entre otros (Gondolf, 2002; 2004).
Por todo lo dicho no sorprende que, a día de hoy, se busque comprender cómo los programas funcionan mejor y no sólo si funcionan (Connors, Mills y Gray, 2012). Del mismo modo, se remarca la ineludible modernización que viene ocurriendo en los estudios con agresores, aunque no del todo incorporadas en las políticas de Estado (Hamel, 2007). La apertura a otros conocimientos no tiene por propósito eclipsar los aportes feministas, sino que aspiran a aumentar las bases de conocimiento teóricas y compartir las experiencias empíricas. Los programas esencialmente terapéuticos v.g. no tienen por qué ser menos comprometidos con la protección de víctimas y con el cese de la violencia (Hamel, 2007). La idea es que se adopten instrumentos, programas y estrategias realmente capaces de reducir la violencia (Hamel y Nicholls, 2007).
En definitiva, la propuesta es trabajar bajo la inclusión de género, perspectiva que pone en entredicho las políticas públicas que encaran fundamentalmente a “ellos” como agresores y a “ellas” como víctimas y que han tenido como resultado programas apenas para agresores del sexo masculino de dudosos efectos preventivos (Hamel, 2005; 2007). Cuando la violencia contra la mujer pareja o expareja se hizo visible a mediados de los años setenta y ochenta, existían razones suficientes para que se pusiera el énfasis en programas centrados en los varones. En la sociedad contemporánea, estas políticas pueden mostrarse anacrónicas y requieren una revisión que implicaría trabajar desde otros puntos de análisis (Mills, 2003), como la heterogeneidad de la violencia y la multiplicidad de factores de riesgo involucrados en su producción (Straus, 2009).
Hay una mayor aproximación a otros modelos que explican la violencia, como el ofrecido por las teorías de las masculinidades (Messerschmidt, 2005), que abren espacio para sentar las bases sobre programas de distintos enfoques para los varones y para que se realicen nuevos programas como los dirigidos a las mujeres agresoras y parejas del mismo sexo (Babcock et al., 2007). La reivindicación está centrada en que la Justica Penal acepte otras modalidades y enfoques de programas y no en el debate sobre si los mismos son una respuesta penal posible o adecuada.
De hecho, la práctica estadounidense viene admitiendo, aunque tímidamente, intervenciones con mujeres agresoras y con parejas homosexuales (National Institute of Justice, 2009). Paralelamente, parece haber una reorientación, más que necesaria, de los servicios a las víctimas más allá de la atención sólo a las mujeres (Price y Rosenbaum, 2009) y el surgimiento de una nueva generación de programas por mandato judicial, que cuenta con métodos de tratamiento alternativos como los basados en la justicia restaurativa (Mills, Barocas y Ariel, 2013).
En Europa hay países que también han dado paso a otros programas y enfoques. Es posible contar con ejemplos como Suiza, donde se pusieron en marcha programas exclusivos para mujeres agresoras y asistencia a las víctimas masculinas (Geldschläger et al., 2010), y como Inglaterra, que ha puesto en funcionamiento un servicio de soporte a parejas del mismo sexo y que ofrece formación especializada a las instancias formales (policía, servicios de libertad condicional, por ejemplo) en torno a las especificidades de la violencia de pareja entre los que se identifican como homosexuales, bisexuales y transexuales (véase Domestic Violence Support Services Same Sex Relationships).
A nuestro entender, las propuestas explicadas anteriormente enlazan con la problematización del género como categoría de análisis en la Justicia Penal. En primer lugar, género como categoría de análisis es una reconocida lucha de las feministas contemporáneas para reivindicar un territorio definidor específico, denunciando la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para explicar la desigualdad entre mujeres y hombres (Scott, 1986). Al mismo tiempo, su construcción se encuentra inmersa en un abanico de críticas, como las realizadas por el movimiento LGBTI que cuestionan su carácter fijo y de naturalización (Delgado, 2015).
Llegados a este punto, quisiera subrayar dos cuestiones: 1) la existencia de una auténtica pena para los delitos de violencia hacia la mujer pareja o expareja titulada Programa de Rehabilitación desde la perspectiva de género que sí fortaleció la inclusión de la categoría género en la esfera penal. Si bien el enfoque de trabajo que el programa propone puede ser considerado un avance, pues toma en cuenta las diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres existentes, sería un equívoco considerar que su significado fuera auto-evidente y libre de ambigüedades. 2) La responsabilidad científica requiere que el diseño, implementación y evaluación de una respuesta penal en violencia contra las mujeres no niegue la extensa discusión de género como categoría realizada en otros ámbitos, a todas luces incipiente en el Sistema de Justicia Penal. No se puede obviar el papel dinamizador y plural de los feminismos ante el Sistema de Justicia Penal y, por tanto, que el hilo conductor ha de seguir siendo la desnaturalización (al poder genérico hegemónico masculino y heterosexual).
En este contexto, es clave recordar el pensamiento de Scott (2010), que propone que género sigue siendo una categoría útil de análisis no por la palabra en sí, sino por el uso crítico que seguimos haciendo de ella. Al Sistema de Justicia Penal le aguarda el desafío de seguir incorporando esta mirada crítica. El resultado no puede ser otro que una mayor aproximación a la concepción bidimensional de género propuesta por Fraser (2015). Para esta autora, género emerge como eje categorial que abarca tanto una dimensión de distribución como de reconocimiento; en la perspectiva distributiva, como una diferenciación arraigada en la estructura económica (subraya el principio organizador del trabajo productivo remunerado y no remunerado), mientras que en la perspectiva del reconocimiento codifica padrones culturales de interpretación y evaluación considerados dominantes (se privilegia los rasgos asociados con la masculinidad y se devalúa lo codificado con lo femenino). La justicia, a su vez, también asume una concepción bidimensional que abarca distribución y reconocimiento, incluyendo aquí temas como representación, identidad y diferencia, entre otros.
A modo de conclusión
Los Estados han incorporado una serie de políticas e instituciones para hacer frente a la violencia hacia las mujeres parejas o exparejas, propiciando un tejido de conocimientos especializados nunca visto anteriormente. El presente artículo ha demostrado que los programas de rehabilitación para agresores también conforman dicho mosaico de acciones. Su paulatino desarrollo ha sido fundamental para comprender las causas multifactoriales de la violencia entre íntimos y el efecto limitado que la Justicia Penal tiene para su contención.
Al propio tiempo, la reflexión que realizamos sugiere que la mirada atenta y legítima del movimiento de mujeres sobre las intervenciones con agresores ha desembocado en un escenario confuso y paradójico: por una parte, ha puesto en evidencia la necesidad de que los Estados no obvien la categoría género en el ámbito de la justicia; por otra parte, ha favorecido un discurso reduccionista sobre las causas y el enfrentamiento de la violencia hacia la mujer.
En esta línea de razonamientos, no sorprende la reproducción de enfrentamientos muy semejantes entre activistas, juristas y criminólogas en países de distintas tradiciones jurídicas. Las demandas feministas, sin embargo, no equivalen a un playgroud de extremistas, como si el grado de feminismo que a una se otorga estuviera relacionado con la mayor incidencia penal. La propuesta debe ser una sola: incrementar la seguridad de las víctimas sin violar los derechos fundamentales de los penados. Para tanto, es necesario ceder en favor de una justicia más creativa y menos intrusiva. El propósito es equilibrar la confrontación de la violencia con el cuidado de los sujetos y a la postre fomentar una alianza más sólida junto con el Sistema de Justicia Penal, perspectiva todavía desafiante en los programas asumidos como respuesta penal.
En definitiva, ubicar los programas como estrategias de prevención terciaria es percibir que estos pueden ser una respuesta judicial proporcionada, que afrontan las causas de la violencia de género y que pueden reducir los efectos de este problema social. En otras palabras, los programas de rehabilitación son la mejor solución que se ha encontrado hasta el momento (y no la solución), sea desde un punto de vista victimológico, sea preventivo especial, siempre y cuando se trabajen desde un matiz interdisciplinar y se fundamenten en la evidencia científica.