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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.19 no.59 Toluca may./ago. 2012

 

Artículos científicos

 

Recomposiciones: el PRI de la primera década del milenio

 

Re-composition: the Institutional Revolutionary Party of the first decade of the millennium

 

Rosa María Mirón-Lince

 

Universidad Nacional Autónoma de México, México. Correo electrónico: rosamariamiron@prodigy.net.mx

 

Recepción: 28 de junio de 2010.
Aprobación: 28 de marzo de 2011.

 

Abstract

The Institutional Revolutionary Party (PRI) of revolutionary nationalism, of mandatory consensuses and of the institutional foundation of modern Mexico, is today a party of control-rooted actions. These activities forced the appearance of new leaderships that without the leading figure of the almighty president, have taken the lead. There has been a do over of order and forced authority redistribution, both inside and out the party. Undoubtedly this is another issue that adds to the multiplication of epicenters and influence platforms wherefrom power is exercised. This way, the paper has the purpose of unveiling some of the fundamental changes of PRI, focusing mainly on: 1) the institutional come-and-go, leading to the strengthening of the party as one of broader openness and transversality; 2) the promotion of local leaders and chief executives as bastions for the decision making of the party; and 3) the tactical practice in the rearrangement of parliamentary seats.

Key words: leadership, parliamentary seats, governors, party rearrangement.

 

Resumen

Al priísmo del nacionalismo revolucionario, de los consensos forzados y la fundación institucional del México moderno, hoy le prosigue un partido de prácticas arraigadas al control, en el que sin el viejo referente de un jefe máximo encarnado por la figura presidencial, nuevos liderazgos han tenido que tomar la batuta. La recomposición de los flancos de orden y la obligada dispersión del poder al interior y al exterior del partido tricolor, ahora se suma indudablemente a la multiplicación de los epicentros y plataformas desde donde se ejerce el poder. De tal manera, este texto tiene el propósito de situar algunos de los cambios torales del PRI centrándose de forma particular en: 1) el tránsito institucional hacia el fortalecimiento de un marco partidista de mayor apertura y transversalidad; 2) el ascenso de los mandatarios locales como bastiones de la toma de decisiones al interior del partido; y 3) los reacomodos vinculados directamente con el uso táctico de los espacios parlamentarios.

Palabras clave: liderazgos, espacios parlamentarios, gobernadores, recomposición partidista.

 

Introducción1

Tradiciones ya clásicas de la ciencia política han demostrado, una y otra vez, el factor dinámico de cambio que envuelve a los partidos políticos. Autores como Robert Dahl (1971) han remarcado en innumerables ocasiones el peculiar sentido de simbiosis que rodea la construcción transitiva de democracias plurales, en las que los cuerpos partidistas están siempre obligados a transformarse, derivando en instituciones que, sin abrirse al cambio radical, modifican sus estructuras, sus liderazgos y sus métodos de competencia por el poder.

El fin de la era hegemónica del priísmo marcó el comienzo de una nueva etapa de la vida partidista en nuestro país. Quizá, del espectro del sistema de partidos en México, no exista un referente más amplio de cambio que el otrora reaccionario y recalcitrante priísmo que imperó durante buena parte del siglo XX. Y es que el Partido Revolucionario Institucional y el sabor de derrota que le sobrevino después del descalabro electoral del año 2000, se han acompañado de una impresionante época de reacomodos y convergencias que lo colocan como un objeto de estudio tan atractivo por sus resabios autoritarios como por sus alientos de transformación.

Para abordar al PRI e intentar comprenderlo, hay que tener bien presente que un partido político puede ser visto, de manera general, como "una estructura en movimiento que evoluciona, que se modifica a lo largo del tiempo y que reacciona a los cambios externos, al cambio de los 'ambientes' en que opera y en los que se halla inserto" (Panebianco, 1990: 442). Así, al priísmo del nacionalismo revolucionario, de los consensos forzados y la fundación institucional del México moderno, hoy le prosigue un partido de prácticas arraigadas al control, en el que sin el viejo referente de un jefe máximo encarnado en la figura presidencial, nuevos liderazgos han tenido que tomar la batuta. A la recomposición de los flancos de orden y la obligada dispersión del poder al interior y al exterior del partido tricolor, ahora se suma indudablemente la multiplicación de los epicentros y plataformas desde donde se ejerce el poder.

Motivado por ello, el presente texto tiene el objetivo de situar algunos de los cambios torales del Revolucionario Institucional en el plano de su organización, centrándose de forma particular en tres líneas de investigación que se complementan entre sí. En primer lugar, el tránsito institucional hacia el fortalecimiento de un marco partidista de mayor apertura y transversalidad.

En segundo término, el ascenso de los mandatarios locales como bastiones de toma de decisión al interior del partido. Y finalmente, los reacomodos vinculados directamente con el uso táctico de los espacios parlamentarios.

En este sentido, las preguntas que guiarán la investigación serán las siguientes: ¿qué acontecimientos obligaron a una reestructuración en el interior del PRI?, ¿qué papel jugaron las asambleas de este partido en la recomposición partidista?, ¿cuáles fueron los resultados, cualitativos y cuantitativos, después del 2000?, ¿cuál ha sido el desempeño del priísmo en su calidad de oposición? y, ¿cuáles han sido las consecuencias de la renovación priísta? En el texto pretendo resolver dichas interrogantes a partir de una metodología que incluye hechos, documentos y resultados electorales del periodo que va de la derrota de 2000 al éxito de 2009. Desde ahí, busco apuntar a la necesidad de reaprehender el dinamismo priísta bajo una óptica que considere las nuevas polaridades que se construyen al interior del partido y la manera en que dicho fenómeno lo sitúa frente a los renovados cambios y aperturas que acompasan la democratización en México.

 

Las coordenadas teóricas

Con el propósito de brindar al lector una ubicación, si bien general, sobre los asuntos que me interesa abordar en este trabajo, en las líneas que siguen presento lo que podría considerarse una ruta de navegación, estructurada sobre la literatura existente y a partir de preguntas que permiten la problematización y, también, posibilitan la reflexión.

¿El cambio en los partidos obedece a razones necesarias o contingentes? Autores como Michels, cercanos a una visión evolucionista de los partidos, postulan el cambio partidista como algo inevitable; los partidos, impelidos a aumentar su tamaño, viven su propio cambio como algo necesario y casi determinístico (Michels, 1971). Pensadores como Crozier (1990) o Mayntz (1996), por el contrario, han descreído de esta hipótesis. Para ellos, el cambio organizacional obedece más bien a coyunturas; es contingente antes que necesario; las alianzas entre los actores predominantes, y no alguna ley o evolución inaplazables, lo propician.

Un segundo dilema lanza esta interrogante: ¿el cambio es producto de decisiones deliberadas o la consecuencia no calculada de la propia dinámica organizativa?; esto es, ¿el cambio se planea o se enfrenta? La organización, ante estos dos tipos ideales, parece procesar su transformación conjugando, para decirlo con Panebianco (1990: 454), decisiones deliberadas y presiones anónimas, es decir, reuniendo como agentes transformadores a la planeación y la emergencia.

Finalmente, vale preguntarse por la fuente del cambio organizativo. ¿Es su origen exógeno o endógeno? O con otras palabras: ¿el cambio opera por exigencias externas o es función exclusiva de mecanismos internos de la organización? O, más bien, será algo inherente a los partidos políticos por cuanto son, como dice Kitschelt (1989: 47) sistemas de conflictos.

Lo cierto es que no existe una vía única sino una pluralidad de vías por las cuales el cambio sucede. La historia de cada partido, su construcción y consolidación, determina, en definitiva, los caminos de éste. A partir de ello, el cambio organizativo sintetiza, por un lado, decisiones deliberadas y reacciones circunstanciales y, por otro, reúne motivaciones endógenas y exógenas a la manera de una transformación que, contando con condiciones internas propicias, es impulsada por estímulos externos.

Aclarada la imposibilidad de ver el cambio organizativo como un proceso de fácil operación, observemos ahora el análisis específico de Panebianco (1990). El cambio organizativo de los partidos es una modificación en su estructura de autoridad, esto es, un cambio en la configuración de su coalición dominante o dirigencia. El cambio partidario, conceptualizado así, tiene que ver con la alteración del reparto de poder interno. Ahí donde la reestructuración del poder intrapartidista y de sus detentores acontece, el cambio organizativo es real y palpable.

Con el cambio organizativo, siempre que éste alcance sus últimas consecuencias, cambian no sólo los integrantes de la coalición dominante, sino también sus relaciones internas y las que sostienen con otros elementos de la organización. Esta es una dinámica compleja. Quienes ejercen el poder, aun en su declive, insisten en conservarlo. La sustitución radical de una élite partidista por otra emergente es, salvo en casos extremos, bastante extraña.2 Entre la oligarquía de un grupo minoritario y la circulación amplia de sus miembros, los partidos, por su propia necesidad de supervivencia y estabilidad, practican una renovación estrecha del grupo dirigente sin grandes trastornos en la correlación interna de fuerzas (Panebianco, 1990). Así, concluyo enfatizando que los partidos, organizaciones resistentes a transformaciones espectaculares, limitan, con mayor o menor éxito, su propia reestructuración orgánica. Veamos ahora lo que ha pasado con y en el Partido Revolucionario Institucional.

 

Situaciones límite

Las lecturas sobre la alternancia política del año 2000 en México han sido muchas y muy variadas. Quizá uno de los aspectos que mereciera a la fecha mayor relevancia atraviesa propiamente por fincar la mirada sobre las transformaciones institucionales suscitadas. El inicio del siglo significó, además del agotamiento de las viejas formas políticas, la inminente advertencia de transformación partidista que autores como Sartori (1976) ya señalaban como clave desde los años setenta, pues es sabido que la transición a la democracia hace forzosas modificaciones en el sistema de partidos, no sólo para los partidos hegemónicos cuyo cambio de piel debe ser radical, sino también para todo partido que, aun acostumbrado a la democracia, debe constantemente actualizarse en ella.

Los efectos de la mecánica del cambio en México, introducida por la complejidad de las presiones sociales y la espiral reformista que aconteció hace ya cuarenta años, dieron cuenta de los nuevos rasgos que venían entintando al sistema de partidos, las prácticas ciudadanas y los hábitos del régimen. El PRI, en ese sentido, fue decantando en un partido con grandes retos, con miras a afrontar cambios, por lo menos en dos acepciones: una vinculada con las consecuencias de sus fracasos electorales, y otra relacionada con las propias divergencias que ocurrían al interior del priísmo.

Respecto de los primeros, era claro que tras la derrota electoral que diera el triunfo al candidato de Acción Nacional, el PRI debió afrontar la ausencia de un centro gravitacional interno, consecuencia ineludible tras la pérdida de la silla presidencial. En la figura del titular del Ejecutivo, el priísmo veía encarnado el eje de articulación de sus diversos grupos y orientaciones ideológicas. Los distintos intereses sectoriales y de clase fueron subsumidos desde el origen a la voluntad de un jefe máximo que, ubicado en la más alta plataforma de ejercicio del poder, se constituyó como instancia para dirimir diferencias y orientar las atribuciones de la autoridad.

De tal manera que al perder la presidencia, el tricolor hubo de repensarse fuera del terreno primigenio de operación. Desde las entidades federativas y el Congreso de la Unión, el PRI encontró en sus gobernadores y legisladores nuevos bastiones de protagonismo político nacional, decididos a recuperar lo perdido, comportándose como una oposición con suficiente peso y manejo táctico para incidir en la agenda y en la toma de decisiones en los sexenios panistas. En términos de Panebianco (1990), el "centro fuerte" en donde se deja ver una integración vertical de las élites y el cual distribuye los incentivos del partido, quedaba formado, justamente, por gobernadores y legisladores, cuando antes ese papel lo había jugado el presidente.

Sin duda, el arrebato de la presidencia al priísmo trajo como consecuencia el acabose de un conjunto de circunstancias desgastantes que se arrastraban desde la disociación que Ernesto Zedillo marcara con el partido bajo la nomenclatura de una "sana distancia". Ese estado bruto de orfandad traería como consecuencia que el PRI tuviera que recomponer sus espacios y aceptar la activación de liderazgos que desde hacía décadas se habían mantenido en un estado constante de latencia (Becerra et al., 2000). Al compás de esos nuevos protagonismos, el PRI complementaba sus retos exógenos con una demanda de fueros internos, que obligaban a replantear el tránsito de la toma de decisiones hacia dentro del partido, así como las formas a partir de las cuales se definían los liderazgos, las dirigencias, los repartos cupulares y las estructuras de ejercicio del poder (Katz, 1986: 42).

Bajo la amenaza, siempre presente, de perder más espacios de interlocución, el PRI se condujo en un clima plagado de escenarios críticos, divisiones y errores tácticos. Si bien, pese a perder la presidencia en 2000, el PRI aún conservaba un 36.1% de las preferencias electorales, 132 distritos de mayoría relativa en la elección de diputados federales, 58 escaños de senadores y una importante presencia estatal materializada en 19 gubernaturas, 1,034 presidencias municipales y 525 diputaciones locales (Alcocer, 2000: 9). A partir de ahí, los años por venir plantarían a dicho instituto político en diversas situaciones límite que fungieron como detonante de una transformación institucional. Por eso, cuando muchos creyeron que la muerte del Revolucionario Institucional era inminente, con esas posesiones el otrora partido hegemónico inició un proceso de recomposición que si bien no fue suficiente para reconquistar las plazas perdidas, sí le permitió sobrevivir con decoro. En los años del gobierno de Vicente Fox, lejos de desaparecer, el tricolor aprendió a participar en condiciones de opositor y se fortaleció electoralmente.

Entre 2000 y 2006, el Revolucionario Institucional daría cuenta de la ambivalencia de su condición institucional. En efecto, durante ese sexenio, y ya sin el Ejecutivo federal, el PRI concentró 40% de los más de 160 millones de votos emitidos en ese lapso. Con ellos, acrecentó su presencia legislativa, recuperó las gubernaturas de Nayarit y Nuevo León, mantuvo el gobierno de importantes capitales estatales y amplió su cobertura municipal reafirmando así su presencia a nivel nacional (Consulta Mitofsky, 2007). De tal manera, con 17 gubernaturas, 620 ayuntamientos y 438 diputaciones a nivel local, el Revolucionario Institucional se implantó como una fuerza política que evidenció que la pérdida de la presidencia se tradujo más en un severo golpe a la estructura institucional que en una declaratoria abierta de fracaso en el ámbito electoral (Conago, 2010; e-local.segob, 2010).

Para el PRI, la derrota de 2000 representó, además de la pérdida del gobierno federal, la llegada del partido a una nueva etapa donde el quehacer político se daba desde las periferias del poder presidencial; la senda del renacimiento implicó acostumbrarse a nuevas fórmulas. Sin dejar de ser gobierno en varias latitudes locales, el tricolor debía reconstruir su espacio de influencia en el debate y el quehacer político. El cambio ya no era opcional; la transformación se convirtió en una necesidad de supervivencia, por lo que, tras la derrota, el PRI se vio obligado a impulsar su metamorfosis e incrementar sus esfuerzos por modificar su rediseño institucional sin abandonar, en esencia, el arraigo de sus formas. Así, el tránsito del partido a la oposición le haría revalorar las normas y regular su vida interna. ¿Cómo pretendió alcanzar tal objetivo?

El primer gran paso fuera ya de Los Pinos, fue su XVIII Asamblea Nacional Ordinaria. Realizado en noviembre de 2001, dicho cónclave dio paso a la pugna entre dos proyectos de orientación partidista: uno encabezado por Francisco Labastida, y otro por Roberto Madrazo. Los intereses reflejados en las deliberaciones de dicha asamblea se orientaron hacia el diseño de mecanismos y procedimientos que claramente buscaban atajar dos problemáticas generales: 1) la elección de candidatos para cargos de alto nivel y 2) los métodos para la integración de las listas plurinominales y la Convención de Delegados (Reveles, 2003). Se mantuvieron los candados y requisitos para la asignación de candidaturas, con lo cual se garantizó que el partido fortaleciera sus instancias de decisión interna, con el propósito de no volver a depender de una figura unívoca. Como consecuencia de ello, el poder de decisión y operación recaería de manera particular sobre gobernadores y legisladores, quienes en adelante tendrían el control al interior del partido.

Lograda parte de la conversión del PRI, siguió la elección de la dirigencia nacional en 2002. Las vetas de discusión dentro del partido exponían las dificultades para definir las nuevas líneas de mando. En este proceso se hizo patente que el PRI había dejado de funcionar como un bloque monolítico y exhibió una intensa vida interna.

Un año antes del segundo descalabro electoral, el PRI ya venía tematizando sus prioridades en el mediano plazo. Bajo la consigna de identificar los puntos de crisis, en marzo de 2005 se llevó a cabo la XIX Asamblea Nacional, que habría de servir para delinear el perfil del partido de cara a los comicios de 2006, pero que más bien fue utilizado por su presidente para avanzar en la consolidación de la hegemonía madracista. El diagnóstico revelaba, de un lado, la ausencia de liderazgo; y de otro, la necedad recalcitrante de sustentar la unidad bajo el arrebato de las distintas facciones políticas (Espinoza, 2007). Así, en la XIX Asamblea se manifestaron dos posiciones encontradas. Una primera que buscaba generar un conjunto de soluciones en el corto plazo con miras a enfrentar la elección de 2006, y otra que implicaba la rearticulación del partido desde la base de sus estatutos, su proyección ideológica y sus mecanismos de funcionamiento interno. De ello, se obtuvo una nueva normatividad con alcances limitados, preponderando una frágil unidad sobre la tentativa de cualquier replanteamiento serio y toral.

A pesar de los conflictos domésticos y las fisuras internas en el PRI, antes del inicio del proceso electoral de 2006, parecía que su retorno a la presidencia era viable. De hecho, un año antes de las elecciones, los estudios de opinión mostraban que cualquiera de los tres partidos grandes podía ganar la presidencia (Alduncin, 2006). El patrimonio del PRI, sin embargo, pronto fue dilapidado. Según es fama, la intención del voto para el tricolor fue cayendo al definirse las candidaturas y conforme se iban desarrollando las campañas.

Con una estructura partidista mermada por las fracturas, los resultados de la contienda, que para el PRI fueron desastrosos, lo dejaron con sólo un 22% del total de la votación para presidente y 28% en las legislativas. Aunado a ello, el tricolor sufrió graves tropiezos en el nivel local, donde estuvieron en juego cuatro gubernaturas en manos del PAN y el PRD, que refrendaron su fuerza conservando cada quien sus espacios. En Guanajuato, Jalisco y Morelos, el PAN se mantuvo como el partido con mayor presencia y conservó esas gubernaturas; mientras que el PRD aseguró de nueva cuenta su predominio en la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal. En los congresos estatales, el PRI padeció severos descalabros, pues abandonó su posición de primera minoría en entidades como Jalisco, Nuevo León y San Luis Potosí, además de perder municipios importantes como Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá (en Jalisco); Monterrey (en Nuevo León); y Milpa Alta, la única delegación priísta en el Distrito Federal.

No hay duda de que 2006 representó para el PRI la llegada a un punto crítico en su vida partidista y electoral. Como nunca, los resultados fueron devastadores, pero a la vez bastante indicativos de la nueva situación del tricolor frente a las transformaciones del sistema de partidos y de sus añejos espacios de influencia (Sartori, 1988; Hermet, Linz y Rouquié, 1982; Panebianco, 1990). El destino del PRI se fraguaba conforme a dos vetas: 1) la definición de nuevas formas y métodos de acción y presencia política del priísmo; y 2) la supervivencia del otrora partido hegemónico en un sistema de partidos tendiente al pluralismo limitado.

Tres fueron los elementos que el 2006 dejó a cuestas. En primer lugar, la auténtica necesidad por generar mecanismos que pudieran sosegar los impulsos divisionistas al interior del priísmo, reconociendo la presencia y el protagonismo de otros actores a los que el añejo presidencialismo había concedido un papel marginal. En segunda instancia, que a falta de árbitro, las legitimidades partidistas obligaban a promover métodos de deliberación y participación que tendieran a hacer de la toma de decisiones un ejercicio más horizontal y transversal que pasara necesariamente por recoger las visiones de los distintos flancos partidistas. Y finalmente, la urgencia por replantear la conducción priísta por la senda de una nueva espacialidad política que reconociera que el partido tendría que reconfigurarse fuera del aura presidencial y aprovechar su presencia desperdigada en otras esferas.

Esas circunstancias, que trastocaban los límites de la institucionalidad y pervivencia del PRI, se tradujeron en cambios importantes que obligan a centrar la mirada en la recomposición de dicho instituto político. Por un lado, los preceptos de organización política tuvieron que ser adecuados a los nuevos tiempos y compases de la apertura democrática; mientras que, por otra parte, el poderío político de los grupos convergentes en el partido se expresó en una nueva capacidad de deliberación y operación para construir el protagonismo electoral que el tricolor ha mantenido desde entonces.

 

Composturas institucionales

Ciertamente, las elecciones de 2006 fueron un golpe muy fuerte para el Revolucionario Institucional, pero todavía no mortal. El PRI había perdido ya dos elecciones presidenciales consecutivas, pero no estaba terminado; no era un partido en ruinas, sino una organización poderosa, una extensa red de intereses y una formidable coalición de gobiernos (Silva Herzog, 2008: 10).

Tras el segundo fracaso por recuperar la presidencia, el PRI tuvo que redefinir una nueva senda de rearticulación. El primer gran reto atravesaba necesariamente por la renovación de la dirigencia. Bajo una lógica peculiar de acuerdos entendidos, el nuevo rostro priísta comenzó a hacerse cada vez más explícito. La institucionalidad y los márgenes normativos para desahogar el proceso electivo de la cúpula partidaria fueron revestidos por una pugna que en todo momento procuró guardar las formas pero, al mismo tiempo, demostrar las rutas inexploradas que seguían las fuerzas vivas al interior del priísmo.

Así, fue en febrero de 2007 cuando Beatriz Paredes y Enrique Jackson se enfrentaron para dirigir al PRI. Similares en sus formas de negociar, y conocedores de la nueva dinámica del tricolor, ambos candidatos plantearon su debate como el desencuentro de dos posiciones antagónicas. Una, la de Jackson, nostálgica del viejo liderazgo priísta que se perdió tras la alternancia en el 2000. Otra, la de Paredes, urgiendo a un replanteamiento que llevara al PRI a remover sus fundamentos políticos e ideológicos de cara al futuro. Es decir, la oferta de los contendientes no exclamaba por sí misma la nueva personalidad del partido. Fue en los recursos empleados por cada candidato a la dirigencia donde se mostraron los pulsos grupales de ese instituto político, definiendo mecanismos pertinentes para evitar las rupturas que tanto habían aquejado al tricolor.

Con un método inédito, acotado, pero más seguro para evitar los riesgos de fracturas, los consejeros nacionales y estatales eligieron a Beatriz Paredes y Jesús Murillo Karam como presidenta y secretario general para los siguientes cuatro años. La Comisión Nacional de Procesos Internos demostró ser capaz de proveer una contienda civilizada, con garantías de transparencia que permitieran en esta ocasión no detonar las fracturas entre proyectos divergentes. El proceso no resultó tan desaseado, lo cual ante la opinión pública dio la impresión de un partido civilizado y unido. Sin abandonar sus reglas no escritas, ni la vigencia de los poderes fácticos, esa contienda sirvió para demostrar también las habilidades y nuevas facultades de los gobernadores.3

Paredes llegó a la presidencia del PRI cuando éste se encontraba en mala condición y las especulaciones sobre su futuro eran inciertas. Su estrategia fue contundente: desligarse del pasado inmediato y desmarcarse de la lucha por la candidatura presidencial; con esas premisas, desde la dirigencia partidista impulsaría una transformación que privilegiara la cohesión y la idea de renovación partidista.

Al margen del método, la otra gran novedad se suscitó en el propio desahogo de la votación. Por primera vez en la historia priísta, se había realizado una competencia plural y abierta por la dirigencia del partido, en la cual quedaba claro que los arreglos ya no sólo se formulaban desde las jerarquías partidistas, sino desde la multiplicidad de espacios donde el PRI aún ejercía una fuerte presencia y protagonismo.

Exento de divisiones y exabruptos, el PRI estaba listo para debatir nuevamente los cauces de su profunda transformación. La IV Asamblea Nacional Extraordinaria del PRI, celebrada en marzo de 2007, serviría mucho para confirmar la senda de una recomposición dual: la de las reglas y la de los espacios; el fortalecimiento interior se buscaba a través de la congruencia entre la norma y la práctica. La nueva oportunidad de encuentro serviría como el primer ejercicio de la novel dirigencia para echar a andar su proyecto de renovación. El cauce adecuado para ello sería el establecimiento de mecanismos de participación de los distintos grupos intrapartidarios, tal y como se había hecho en el proceso a partir del cual resultó electa la fórmula Paredes-Karam.

La tónica del cónclave se avocó a la recuperación de los espacios políticos perdidos y la renovación de la imagen partidista. De esa forma, en la IV Asamblea Extraordinaria, se aprobaron: la declaración de principios, el programa de acción, los estatutos y el código de ética. Todos ellos en su conjunto colocaban un énfasis particular sobre la necesidad de sumar esfuerzos, promover la unidad sin sacrificar el pluralismo de los grupos intrapartidistas, y poner al servicio del partido los diversos recursos con que se contara en las múltiples dimensiones del quehacer político.

La siguiente prueba fue la realización de su XX Asamblea Nacional Ordinaria, en agosto de 2008. Llama la atención la celeridad con la que se llevó a cabo el cónclave, la tersura con la cual se adoptaron decisiones muy relevantes y los resultados, positivos todos, pero que tuvieron que ver con la consolidación de la unidad partidista, más que con su adaptación al entorno político.

La asamblea concluyó con modificaciones relevantes a los documentos básicos pero no tan sustantivas como era deseable. Se aprobó una serie de adecuaciones muy puntuales que respondieron a la necesidad de hacer frente a coyunturas específicas generadas en los últimos tiempos, y se desahogaron deliberaciones en torno al nuevo perfil ideológico del partido y su organización, entre otros.

Lo más vistoso de la XX Asamblea fue, sin duda, el intento de readaptación ideológica que llevó a los priístas a sustituir el nacionalismo revolucionario por un renovado perfil socialdemócrata. Garantizada la unidad, resultaba obvia la necesidad de establecer una ideología que permitiera al PRI conseguir un nicho dentro del espectro partidista actual, ya que si bien durante sus años como partido hegemónico una definición ideológica salía sobrando, pues todos cabían en el Revolucionario Institucional, en los tiempos de competencia que hoy se viven pareciera indispensable acabar con la ambigüedad y redefinir el rumbo ideológico del partido. Se requería de una postura que permitiera al priísmo distinguirse de las polaridades establecidas por el panismo y el perredismo en el espectro nacional del sistema de partidos. "Hay un espacio en el centro izquierda que nadie ha podido ocupar plenamente y que el PRI intenta hoy ocuparlo, dado que necesita poner mayor distancia programática con el PAN, su verdadero rival en los próximos comicios" (Crespo, 2008).

A partir de entonces, el PRI se define a sí mismo como "un partido político nacional, popular, democrático, progresista e incluyente, comprometido con las causas de la sociedad; los superiores intereses de la Nación; los principios de la Revolución Mexicana y sus contenidos ideológicos plasmados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que se inscribe en la corriente socialdemócrata de los partidos políticos contemporáneos" (artículo 1 de los Estatutos, 2008).

Respecto del ámbito orgánico, se aprobó conceder mayores facultades a la dirigencia nacional sobre los Comités Ejecutivos Estatales, a través de la capacidad de intervención y remoción de las dirigencias locales. Ese mayor margen de atribuciones respondería a la necesidad del tricolor de evitar decisiones descentralizadas que debilitaran a la dirigencia cupular, y al interés de algunos sectores partidistas, como los gobernadores, por tener mayor beligerancia respecto de la operación política en sus espacios de influencia.

En materia normativa se aprobó un endurecimiento sobre las reglas de admisión y ejercicio de derechos, con el objetivo de sancionar y reprobar la conducta de aquellos militantes que colaboraran con otras fuerzas políticas, impulsaran candidatos de otros partidos e incurrieran en conductas ofensivas hacia el PRI o cualquiera de sus miembros y representantes.

Los cambios, ciertamente, no fueron de gran calado, pero sí suficientes para tomar nuevos bríos. Sus documentos básicos rescatan el origen revolucionario del PRI, destacan el importante rol que jugó en las principales instituciones políticas del país y ofrecen a la ciudadanía experiencia de gobierno e institucionalidad, para así desmarcarse de la ineficiencia de los gobiernos panistas y de la violencia de los perredistas.

Aunque en palabras de la presidenta del tricolor, la XX Asamblea fue más un encuentro por la unidad que por la nueva arquitectura (Paredes, 2008), algo quedó probado respecto de las nuevas formas de democratización interna. Y es que pese a los acuerdos sobre la ideología, la normatividad y la jerarquía orgánica, lo más destacado fueron los métodos de abordaje de los temas estratégicos del futuro priísta. Las discusiones no sólo fueron más ecuánimes en un sentido general, sino que, a su vez, se contó con una plataforma abierta que mostró al PRI atravesando por una fuerte recomposición en donde, a diferencia de otros tiempos, su estructura corporativa y su cúpula central no fueron los principales ejes de articulación de la negociación. "Ni ruptura ni renovación. La cita del PRI con su XX Asamblea fue cumplida siguiendo los más añejos cánones, la diferencia es que el culto reverencial y la férrea disciplina a un solo hombre fue sustituida, al menos por ahora, por el pacto de la cúpula que vela armas para las batallas por venir, adentro y afuera" (Alcocer, 2008).

Quedó de manifiesto en esta asamblea que el poder deliberativo de los gobernadores y los legisladores cobró márgenes inusitados, al punto en que si bien no se plasmó del todo en la base estatutaria, se acordó la urgencia de enriquecer los procesos de selección de candidatos, garantizando la legitimidad de quienes fueran ungidos para competir por un cargo público y, sobre todo, su respaldo partidista, sin el cual sería imposible no sólo recuperar las posiciones perdidas en el pasado, sino mantener el capital político vigente a nivel local, regional y nacional.

En estas circunstancias, el PRI abrió brecha para lo que sería instrumentado el año siguiente, de cara a las elecciones intermedias de 2009. Después de múltiples encuentros entre la dirigencia y los sectores de mayor protagonismo, se definió que el PRI celebraría distintas convenciones con cerca de 120 mil delegados para llevar a cabo la elección de los abanderados. De forma inédita, se determinó que 50% de esas convenciones tendría que estar integrado por delegados electos de los sectores obrero, agrario y popular, así como de las organizaciones y el movimiento territorial, sin dejar de lado a los consejeros políticos nacionales, estatales y municipales residentes en el distrito correspondiente. El 50% restante se decidiría en asambleas territoriales abiertas tanto a militantes como a simpatizantes del partido en cada unidad distrital. Para el caso específico de los candidatos a gobernador, se introdujo una cláusula especial sobre la metodología del proceso interno, señalando que si se presentasen dos o más candidatos a dicho cargo popular, el contendiente sería decidido mediante estricta elección abierta (Comisión Electoral del PRI, 2009). El tema de la democratización del partido prevalecía; una democratización que, en términos de Katz y Mair (2002), pugnaba por la participación de los militantes en la selección de candidatos y dirigentes, así como en la aprobación de políticas y programas.

La suerte estaba echada. El priísmo había dado un viraje importante hacia una apertura de carácter interno. La pluralidad era reconocida; y más aún, allende las nuevas reglas discutidas una y otra vez en asambleas ordinarias y cónclaves extraordinarios, algo resultaba innegable, el pulso de las arenas políticas del juego ya operaba bajo una nueva lógica de acomodo partidista. De la falta de liderazgo y el caos tras la pérdida de la hegemonía, el PRI pasó a un escenario de reposicionamiento de sus protagonistas, donde el predominio de los gobernantes sobre los dirigentes sufriría un reacomodo (Katz y Mair, 2002: 122-126).

Tal y como los ejercicios de las asambleas priístas habían puesto en claro, dos arenas venían tomando mayor preponderancia al interior del partido. De un lado, las entidades federativas se habían erigido como ámbitos primigenios a partir de los cuales la base del priísmo mantenía y acrecentaba su presencia de manera estratégica. Mientras que de otro, los espacios deliberativos de las trincheras legislativas ofrecían al tricolor dos aparadores a partir de los cuales los liderazgos, los cuadros técnicos y las grandes líneas de conducción partidaria se conjugaban de manera explícita.

Los gobernadores, beneficiados por una espiral incompleta de descentralización y por procesos inmanentes que hacían de los estados parajes en creciente desarrollo, habían adquirido desde mediados de los años noventa una presencia de menor opacidad frente al mandato incuestionable del presidente de la República. Tras la orfandad acaecida por las derrotas electorales, los titulares de los ejecutivos estatales terminaron por expandir su papel como operadores locales del juego político hasta convertirse en figuras clave del control partidista, la proyección de candidaturas y la articulación electoral. De ello, las contiendas posteriores a 2006 reafirmaron el escenario que se venía construyendo desde la llegada de Vicente Fox a la presidencia.

De ser el gran perdedor de los comicios de 2006, en apenas tres años el PRI se convirtió en la fuerza con más alto rendimiento electoral. Ya para estos momentos, quizá, se vivía una institucionalización fuerte del partido en términos de Panebianco, pero también una institucionalización del sistema de partidos (Mainwaring y Torcal, 2005: 146).

Ya desde 2007 el PRI parecía impedido para salir de la dinámica política mexicana. El otrora partido protagonista del régimen autoritario reorientaba sus bases y su quehacer político en el clima democrático de una transición que no lo excluía, sino por el contrario, lo necesitaba y contaba con él como parte del nuevo esquema de reacomodo en el sistema de partidos (Camou, 1997: 37-58). Una redefinición entintada bajo los síntomas de la crisis (Schedler, 2004) demostraba que el PRI no había carecido de estructura, sino de unidad suficiente para competir frente a sus rivales del blanquiazul y el PRD en la lucha por la presidencia.

En tales circunstancias, 2007 se presentó como un año de resurgimiento para el Revolucionario Institucional. Estuvieron en juego 15 procesos electorales que se celebraron en 14 entidades distintas. Y entonces, luego de la peor derrota en su historia, el PRI pudo cosechar alrededor de 42% del total de votos, se colocó como la primera fuerza en 10 de los 14 estados donde hubo comicios y, lo más importante, ganó la mayor proporción de los cargos en disputa: 9 de 14 capitales estatales (destacando la reconquista de las ciudades de Aguascalientes y Morelia), recuperó la gubernatura de Yucatán, obtuvo más del 59% de las presidencias municipales y casi 48% de las diputaciones locales en juego (Consulta Mitofsky, 2008a). En suma, de los puestos a elegir, el PRI conquistó una gubernatura que no tenía, 14 diputaciones locales y 100 presidencias municipales más de las que había ganado tres años antes.

El año de 2008 presentó una historia similar. Brindó una agenda electoral de baja intensidad y sin sobresaltos, tal como se había previsto. No hubo elección de gobernador en ningún estado, cinco entidades tuvieron comicios de autoridades municipales y diputados, y Coahuila renovó únicamente su Congreso.

El PRI aprovechó la oportunidad. Recibió el 45% del total de sufragios; se ubicó como primera fuerza en cinco de los seis estados en donde hubo elecciones; obtuvo la mayor proporción de los cargos en disputa: 52% de las diputaciones (92) y 59% de las presidencias municipales (116), destacando en particular Acapulco, tradicional bastión perredista; y cinco de las seis capitales estatales (Saltillo, Chilpancingo, Pachuca, Tepic y Chetumal). Asimismo, el tricolor logró consolidar su fuerza en Quintana Roo, Nayarit, Hidalgo y Coahuila, y avanzó sustancialmente en Guerrero, donde el gobierno estatal es del PRD (Consulta Mitofsky, 2008b).

Las estructuras locales evidenciaron que en realidad los fracasos de 2000 y 2006 poco habían trastocado sus preceptos y lógicas operativas. La coordinación promovida desde el seno de los Consejos Estatales y las redes tejidas por el PRI a nivel regional habían expuesto una maquinaria que antes no se apreciaba a todas luces por la centralidad misma de la figura presidencial sobre el aparato de partido en su conjunto. La dinámica itinerante de los apoyos políticos, el trazado de estrategias para incentivar el voto y la capacidad de agrupación de sectores y cuerpos colectivos, tanto estatales como regionales, parecía seguir siendo una ruta privilegiada por los hacedores priístas de la política al interior de la República.

Sin embargo, si el desempeño electoral en 2007 y 2008 había parecido sorprendente, 2009 se mostró como el gran colofón de la recuperación priísta. El ganador de los comicios de ese año fue, sin ninguna duda, el Partido Revolucionario Institucional. Las cifras muestran una contundente tendencia de predominancia de este partido a lo largo y ancho del país. Los resultados de su desempeño electoral a nivel federal lo colocan como la primera fuerza política nacional, con una cómoda ventaja sobre su más cercano competidor (PAN), lo cual lo convierte en el grupo parlamentario más numeroso de la LXI Legislatura, con cuantiosos recursos financieros y con el control de las comisiones más importantes, además de interlocutor privilegiado con el gobierno federal. En el ámbito local, se consolidó como triunfador incuestionable, pues se hizo de una gubernatura más; ganó un buen número de municipios, y su fuerza en los congresos locales lo convierten, a través de sus gobernadores, en un factor determinante en la política nacional.

En cuanto a las gubernaturas, el PRI obtuvo cinco de las seis posiciones en juego, confirmando su presencia en Nuevo León, Campeche y Colima, y arrebatando Querétaro y San Luis Potosí al Partido Acción Nacional. Respecto de los congresos locales, el PRI logró conservar una importante presencia en Nuevo León, Campeche, Colima, México, Sonora y sorpresivamente Morelos (donde obtuvo 15 de las 30 diputaciones locales en juego). Por lo que se refiere a Querétaro, San Luis Potosí y Jalisco, logró equilibrar fuerzas parlamentarias, pues en los primeros dos estados sólo quedó una curul por debajo de su rival más próximo, el PAN, siendo para ambos casos una distribución de nueve diputados tricolores y 10 diputados del blanquiazul; mientras que para el Congreso jalisciense, obtuvo 18 de las 39 curules en disputa, una más que el PAN.

En cuanto a la integración de ayuntamientos, el priísmo ganó con gran ventaja en Nuevo León (donde obtuvo 32 alcaldías frente a sólo 16 del PAN), Estado de México (con 97 de las 125 alcaldías disputadas) y Colima (7 de 10). En Campeche, el PRI obtuvo 6 de los 11 ayuntamientos, aunque perdió la capital a manos del PAN. En Morelos logró hacerse de 16 de las 33 posiciones municipales en disputa. Mientras que en Sonora y Guanajuato ganó sólo 31 de 72, y 14 de 46 presidencias municipales, respectivamente. Jalisco y San Luis Potosí se caracterizaron por ser escenarios donde el PRI arrebató la capital.

A nivel federal, los resultados fueron también favorables. Con más de doce millones de sufragios (37%), el PRI se hizo de la bancada más grande en la Cámara de Diputados, integrada por 184 diputados por el principio de mayoría relativa y 53 por el de representación proporcional, sumando un total de 237 curules.

Las cifras resultan más que alentadoras si se toma en cuenta que el PRI logró remontar la caída de 2006 en la integración de la Legislatura. La recuperación era clave, pues además del papel estratégico de las arenas locales, las instancias parlamentarias se habían tornado en el principal aparador del ejercicio político del PRI. Si bien la labor política en los estados le permitía al partido mantener una presencia relevante a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, el trabajo legislativo hizo posible que el tricolor estableciera las líneas generales de su conducción como partido en la oposición.

En cuanto a su institucionalización como organización, la sobrada capacidad priísta para mantener sus espacios tanto en el Congreso federal como en las entidades federativas, le ha permitido articular distintos circuitos de incidencia en el escenario político nacional como para asegurar que liderazgos como los de Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa, Enrique Peña Nieto, Humberto Moreira, Fidel Herrera, Beatriz Paredes, Francisco Labastida o Emilio Chuayffet, por mencionar tan sólo algunos, logren coexistir sin suscitar un alto grado de conflicto y disenso (Panebianco, 1990: 459). El priísmo aprendió, a costa de sus derrotas presidenciales, la importancia de reconstruir sus mecanismos de disciplina partidista a partir del rediseño de los espacios de confluencia. De ahí que lo que antes sólo dirimía el presidente en tanto jefe máximo, hoy pase por los diferentes centros de poder que el tricolor mantiene tanto en el Legislativo como en los gobiernos estatales y en el Comité Ejecutivo Nacional.

En suma, los resultados de las intermedias de 2009 para el PRI constituyeron una suerte de prueba superada, pues se demostró que la capacidad de operación priísta lejos de haberse perdido, se ha venido modelando y recuperando de los grandes tropiezos suscitados desde el debilitamiento gradual ocurrido a partir la década de 1990. Sin embargo, para el tricolor el futuro es incierto, ya que persiste la eventualidad de que las disputas de las distintas fracciones del partido puedan aflorar de cara a la elección presidencial de 2012.

En complemento al buen desempeño electoral de los últimos años, el PRI también ha contado con importantes posiciones parlamentarias que le han permitido incidir en la configuración de la agenda nacional. Asimismo, logró posicionar interlocutores con una gran capacidad de operación y manejo político como Emilio Gamboa, quien fuese coordinador de la bancada del PRI en la Cámara de Diputados durante la LX Legislatura, y Manlio Fabio Beltrones, coordinador del Grupo Parlamentario del tricolor en la Cámara de Senadores.

No obstante, más allá del factor numérico en la distribución de escaños es importante señalar que los equilibrios partidistas se han venido configurando a la luz de dos circunstancias. En primer lugar, es preciso considerar los pesos ponderados de los partidos como resultado de su capacidad para generar bloques de negociación (Fiorina, 2002). Cuestión que ha derivado en que, bajo las condiciones actuales de gobierno de minoría, el partido que tiene una mayoría relativa requiera forzosamente de otras fuerzas para la aprobación de sus proyectos e iniciativas. En ese sentido, es claro que la transición ha traído consigo arreglos complejos, en donde la situación más provechosa se presenta para el partido que posea más y mejores cualidades para articular alianzas en el campo legislativo. En tales condiciones, los partidos han venido definiendo ciertas afinidades, ubicando bloques que generalmente se constituyen en alianzas (PAN-Panal y PRD-PT-Convergencia) y partidos que casi siempre se sitúan como determinantes en la construcción de mayorías (PRI-PVEM) (Loza, 2003).

En segundo lugar, se debe señalar que, de igual manera, se han ido delimitando espacios importantes para la toma de decisiones, los cuales se vinculan directamente con el estilo que ha privado en el reparto de comisiones durante las últimas cinco legislaturas. Y es que, por una parte, si bien el PRI había perdido protagonismo en el número de curules, esa situación no se reflejó de manera directa en las líneas de debate, pues el tricolor conservó en buena medida las comisiones estratégicas, tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados.4 Y este posicionamiento priísta en las presidencias de las comisiones se dio precisamente en la Legislatura que siguió a su peor desempeño electoral, aquel que tuvo lugar en 2006.

Tres años después, tras el repunte electoral de 2009, el PRI haría de su protagonismo sustantivo también un liderazgo numérico. Consolidada su presencia mayoritaria, el PRI logró obtener 20 de las 44 Comisiones Ordinarias de la LXI Legislatura. Además de acaparar prácticamente la mitad de los espacios, el priísmo le apostó a colocar a interlocutores de amplia experiencia en cada una de sus comisiones.

Los resultados de las elecciones intermedias de 2009 conllevan la recomposición de las fuerzas políticas, pues el priísmo recuperó mucho en la Cámara de Diputados, lo cual implica un viraje importante, dado que si bien el PRI conserva sus atributos como fiel de la balanza en la polarización del espectro ideológico entre PAN y PRD, también es cierto que en el nuevo escenario donde posee la mayoría relativa, el tricolor adquiere un mayor margen de maniobra, ya que ahora puede abrogarse la capacidad de control de la agenda a desahogar en el Legislativo (Chaires y Lam, 2009).

De esa manera, el PRI habrá de buscar ejercer su oposición, fungiendo no sólo como contrapeso en la discusión de los proyectos de reforma más relevantes, sino también como plataforma propositiva que impulse parte de los preceptos programáticos del partido rumbo al escenario electoral de 2012. Así, el tricolor aprovecha que como consecuencia de los gobiernos de minoría, el Congreso ha adquirido un papel imprescindible en el desahogo de la agenda nacional, lo que para los partidos protagónicos se ha traducido en un mayor dinamismo, que de primera instancia no sólo refleja una mayor pluralidad y complejidad, sino importantes costos para la construcción de apoyos y la aprobación de proyectos específicos (Herron, 2000).

El protagonismo priísta encuentra un espacio ejemplar en la práctica parlamentaria en tanto ha logrado proyectar su trabajo legislativo como un esfuerzo incidental y estratégico para el desahogo de la agenda política nacional. Desde el Congreso de la Unión, el PRI ha sido capaz de operar bajo una dinámica unitaria de bloque que ha incidido en el fortalecimiento partidista y en la proyección de sus liderazgos. Siguiendo la lógica descrita por Mainwaring y Shugart (2002), la disciplina partidaria priísta ha sido fundamental para la consolidación de nuestra democracia. El PRI, al manejar adecuadamente las diferencias, internas y con otros partidos, ha logrado acuerdos parlamentarios que lo posicionan como el partido de oposición dominante.

Recapitulando. La labor emprendida desde el trabajo electoral de las entidades federativas y la tarea de ejercer el poder desde la arena legislativa han permitido que el PRI no sólo haya remontado sus escenarios de quiebra; sino que, yendo más allá, se haya posicionado como una oposición productiva, capaz de jugar bajo nuevas reglas, en contextos de mayor apertura y de mucha mayor pluralidad. Los cambios reflejados tanto en la dinámica interna, como en el desempeño externo se han traducido en un reposicionamiento del tricolor que ha generado colateralmente el repunte de nuevos liderazgos cuya naturaleza, a diferencia de épocas anteriores, no está ligada de manera primigenia a esquemas jerarquizados y centralizados donde todas las decisiones eran tomadas por un "jefe máximo".

Para el caso del PRI, los reacomodos han sido complejos, siendo que éstos han respondido a la manera en la que el tricolor ha intentado sortear el replanteamiento fuera de la presidencia de la República. Así, ante la orfandad existen dos plataformas a partir de las cuales los ha sorteado.

El Poder Legislativo, desde donde se ha venido construyendo el fuerte liderazgo de actores relevantes como Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa, Heladio Ramírez y Francisco Labastida en la LX Legislatura. En la LXI Legislatura, y al amparo de una mayoría relativa recuperada por el priísmo, ese protagonismo ha sido aprovechado por relevos en la Cámara de Diputados como Emilio Chuayffet, Francisco Rojas, la propia Beatriz Paredes (aún dirigente del PRI), Luis Videgaray y Alfonso Navarrete.

Las gubernaturas se han vuelto estratégicas en el impulso de candidaturas tanto a nivel estatal como hacia otras esferas de poder como el Congreso de la Unión. En ese sentido, fue claro el peso del liderazgo de personajes como Natividad González Parás en Nuevo León, Eduardo Bours en Sonora, Miguel Alemán en Veracruz, Arturo Montiel en el Estado de México o Enrique Martínez y Martínez en Coahuila, entre otros mandatarios de la generación que les tocó vivir la alternancia con Vicente Fox.

Esos liderazgos se replicaron en las figuras de sus sucesores. Tal es el caso de Fidel Herrera en Veracruz, Enrique Peña Nieto en el Estado de México, Humberto Moreira en Coahuila, y otros tantos que han servido para demostrar que parte del poder que antes recaía en la figura central del presidente, ahora se ha repartido entre quienes hacen la política desde lo local, espacios que han permitido al PRI rearticular parte del poder presidencial que perdió en 2000 y volvió a perder en 2006.

No resulta fortuito que la figura de Beatriz Paredes como presidenta del partido, la de legisladores como Manlio Fabio Beltrones o Francisco Rojas, tan sólo por mencionar algunos, y la presencia de mandatarios estatales como Enrique Peña Nieto y Fidel Herrera Beltrán, hayan cobrado una gran relevancia si se reconoce que el PRI de hoy ha fortalecido los circuitos de su operación y superado los viejos enconos que le impedían adaptarse a un poder cada vez más centrífugo y dinámico.

Detrás del resurgimiento, el priísmo esconde grandes transformaciones, que pese a preservar la naturaleza de los modos que lo acompañan desde su hegemonía, sugieren una apertura gradual a su interior, una sutil democratización interna que lo ha llevado a diversificar la fuente de su protagonismo y de los liderazgos al interior de sus filas, reflejado en prácticas políticas pero sobre todo en documentos básicos. Ya en la oposición, el Revolucionario Institucional siguió conservando ciertos rasgos del partido que fue; sin embargo, prevalecen las transformaciones tendientes a la democratización de sus procesos internos, características de los partidos opositores (Katz, 1986: 31-45).

El PRI, pragmático como es su costumbre, ha sabido conjugarse con las formas democráticas incipientes del contexto mexicano; pero, sobre todo, ha aprendido que su recuperación va de la mano de aprovechar un capital político, que sin dejar de lado la pérdida de la presidencia en dos ocasiones, parece marcarlo como un partido no sólo perdurable sino necesario.

 

A manera de conclusión: la evolución como clave del resurgimiento priísta

Para la corriente organizativa de estudio de los partidos, el tema del cambio interno es de mucho interés. Las transformaciones funcionales y orgánicas que han venido sufriendo los partidos son el mayor acicate para este análisis (Katz y Mair, 1994). Entre los distintos intentos por explicar esas transformaciones hay un denominador común: la consideración de los partidos, no como organizaciones aisladas, sino vinculadas con un entorno; esto es, un conjunto de elementos que desde el exterior influyen, o pueden influir, en el desenvolvimiento intrapartidario.

De tal manera, nada obligó más al PRI a transformarse que la crisis de perder el centro de gravedad que lo había dotado de rumbo desde su fundación. Tras las derrotas presidenciales, el priísmo se topó con la necesidad de replantear su dirección, no sólo frente al escenario crecientemente democrático, sino también en relación con las fracturas padecidas en su interior.

De ahí que se considerara que el cambio del priísmo se desenvolvió sobre dos pistas paralelas: 1) su lógica institucional y 2) la construcción y dinamización de su liderazgo en el terreno electoral y legislativo.

Respecto de la primera pista del cambio, quedó demostrado que las asambleas ordinarias y extraordinarias del partido jugaron un papel clave en la redefinición. Más allá de los procesos de encuentro en sí mismos, la deliberación se mostró con importantes innovaciones por cuanto la cúpula partidista abrió mayores espacios de injerencia a otros actores provenientes de la vida local y de las arenas de ejercicio del poder, tales como las gubernaturas y las plataformas legislativas.

El cinismo autoritario que caracterizó al PRI durante sus tiempos de hegemonía fue reemplazado por un cuidado más sutil y deliberado de las formas, que lo llevó a delimitar gradualmente nuevos parámetros de competencia en el ámbito institucional interno que habrían de tener serias repercusiones en la consecución de fines electorales en lo exterior. Las modificaciones estatutarias que atacaron de forma directa el problema de la selección de candidatos significaron, por un lado, un blindaje partidista para lograr definiciones más certeras de los personajes que habrían de aspirar a un cargo público, y por otro, la posibilidad de equilibrios más participativos en los cuales las decisiones fueran menos centralizadas y jerarquizadas. La lección aprendida sobre candidaturas impuestas con un muy bajo grado de legitimidad se tradujo en una voluntad compartida por articular esquemas que tendieran a fortalecer tanto los procedimientos electivos como los resultados mismos de las contiendas.

Así, si bien el viraje ideológico y la refundación de los preceptos no fue lograda, sí cuando menos se alcanzó el gran objetivo de redefinir la unidad en términos de un poder más dinámico y heterogéneo que se desprendió de la ausencia abrupta del líder máximo que encarnaba el presidente de la República.

Respecto de la segunda pista del cambio, los descalabros de 2000 y 2006 sirvieron para acelerar una tendencia que se conformaba desde el sexenio de Ernesto Zedillo. A partir de esa época, el PRI ya venía incorporándose a una dinámica de contrapesos que le exigía comportarse más como una oposición que como un poder absoluto. La fuerza de gravedad que se perdió al no ganar las contiendas presidenciales demostró que el PRI todavía contaba con otros espacios para la arquitectura de equilibrios y liderazgos.

En primer lugar, la arena del juego local se develó como un ámbito donde la tarea de las estructuras estatales partidistas y de los gobernadores resultó clave para mantener y acrecentar los recursos políticos del tricolor. El ejercicio y la competencia por el poder, desde las entidades federativas, terminó por llenar parte del aparente hueco que el PRI padecía como consecuencia de sus grandes fracasos. Sin embargo, tal y como se mostró en páginas anteriores, el PRI, además de remontar, fue capaz de concretar su consistencia, manteniéndose como una fuerza con presencia en prácticamente todas las latitudes del país y como el partido que gobierna la mayor cantidad de estados, municipios y habitantes.

En segundo lugar, la arena legislativa se consolidó como un espacio de toral importancia por cuanto permitió al priísmo definir la senda de su accionar político en tanto oposición y como elemento clave de la deliberación y el diseño de la agenda política nacional. Desde el trabajo parlamentario, el PRI supo desplegar estrategias para tensar o distender las relaciones con el Ejecutivo en el contexto prevaleciente de gobierno dividido; se volvió clave en la discusión y eventual aprobación de propuestas en materia reformista, y echó a andar proyectos propios respecto de temas y asuntos de interés particular.

En perspectiva, el PRI reubicó sus centros de convergencia para situar en las arenas locales y legislativas dos canteras políticas a partir de las cuales se vienen perfilando importantes liderazgos a través de un protagonismo cada vez más evidente de sus interlocutores. Hoy, gobernadores, diputados y senadores gozan de una capacidad de injerencia nunca antes vista tanto al interior del partido, en la definición de candidaturas y la determinación de procesos, como al exterior, mediante la orientación del quehacer político electoral y deliberativo a través del cual el PRI logra su afianzamiento.

Los horizontes del PRI parecen estar guiados, entonces, por una inquietud evolutiva que ha sido el elemento central del resurgimiento. Al priísmo, cuando menos en el tiempo que le reste como oposición, no parece viable situarlo alejado de las dinámicas estatales y de los espacios de desarrollo de la labor legislativa. Si algo es claro es que a este PRI la democratización y la pluralidad no le han hecho mella para conservar su protagonismo. A diez años del primer descalabro, el PRI parece cambiar sus formas, pero no su preeminencia en el escenario nacional.

 

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NOTAS

1 Agradezco el apoyo de Stephanie Porto y Ninfa Hernández en la elaboración de este texto.

2 Los trabajos de Ostrogorski (1964), Michels (1971) y Duverger (1957) ya apuntaban este hecho que, en el estudio de Panebianco, pese a una mayor complejización y finura, reitera el mismo argumento: la naturaleza oligárquica de las direcciones partidistas.

3 Como ejemplo, basta decir que en Sonora, donde Eduardo Bours apoyó a Jackson, éste obtuvo 492 votos contra 68 de Paredes; mientras, en el Estado de México, la tlaxcalteca obtuvo 549 votos, contra sólo 37 del sinaloense (Revista Cambio, 25 de febrero de 2007).

4 Tan sólo como ejemplo, vale la pena recordar el reparto en la LX Legislatura, donde el PRI presidió las siguientes comisiones ordinarias: en la Cámara de Senadores: las Comisiones de Comercio, Comunicaciones, Distrito Federal, Energía, Gobernación, Puntos Constitucionales, Relaciones Exteriores, Trabajo y Previsión Social, Defensa Nacional, Vivienda, Desarrollo Rural, Federalismo y Asuntos Fronterizos Sur (Senado, 2009). En la Cámara de Diputados: las comisiones de Hacienda y Crédito Público, Comunicaciones, Desarrollo Social, Seguridad Pública, Agricultura y Ganadería, Recursos Hidráulicos, Régimen, Reglamentos y Prácticas Parlamentarias, Vivienda, Justicia y Jurisdiccional (Cámara de Diputados, 2009).

 

Información sobre la autora

Rosa María Mirón Lince. Socióloga, maestra y doctora en Ciencia Política. Profesora-investigadora titular "B" de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, con adscripción al Centro de Estudios Políticos. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2. Responsable del Proyecto PAPIIT IN307209 "Partidos, reformas y elecciones 2006-2011". Líneas de investigación: el PRI, partidos políticos, procesos electorales, Poder Legislativo y Distrito Federal. Publicaciones recientes: El Código Electoral del Distrito Federal: ¿Legislación a la medida?, en Peschard, Jacqueline [coord.], El federalismo electoral, México (2009); "Elecciones 2006. ¿Qué pasó con el PRI?", en Alarcón, Víctor et al. [coords.], Elecciones y partidos políticos en México, 2006, México (2009). Actualmente se encuentran en prensa sus libros El PRI y la transición política en México, Gernika-UNAM (2010) y Los Estados en el 2010. Un nuevo mapa de poder regional (coordinadora junto con Gustavo López Montiel y Francisco Reveles), Gernika-UNAM (2011).

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