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Problemas del desarrollo

versión impresa ISSN 0301-7036

Prob. Des vol.36 no.143 Ciudad de México oct./dic. 2005

 

Testimonios

 

El ser y la razón: Sergio Bagú, pasión y vida ejemplar en proyección histórica

 

Claudio Bagú*

 

* Profesor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Correo electrónico: cbagu@igo.com.mx

 

Fecha de recepción: 6 de mayo de 2005.
Fecha de aceptación: 14 de septiembre de 2005.

 

"El hombre es un ser social", repetía una y otra vez Sergio Bagú cuando buscaba el
cimiento último de su propio pensamiento y, por extensión, el de todas las ciencias sociales.
Es en sociedad como el ser humano alcanza su plenitud y su justificación. Y, sin
embargo, están las diferencias, los personajes de la historia y la vida cotidiana. Están la
evolución, el cambio, la mutación.

"El hombre es un ser social", repetía, no con el ánimo del descubridor, sino con el del
obrero de la construcción, al que una y otra vez observaba desde la ventana de su estudio
en la calle Bulnes, colando pacientemente los cimientos, los castillos, los encofrados y los
balcones del edificio que se construía enfrente. Ese, el hombre social, debía ser el punto
de partida y no todo aquel enredado discurso del individualismo, lleno de héroes de bronce y
villanos de barro, de excepciones y justificaciones.

 

Imágenes de niñez y juventud

El convencimiento de que el hombre debe interpretarse como un ser esencialmente social dominó toda la vida intelectual de Sergio Bagú. Su generación creció, vivió y murió discutiendo el punto, que no parecía resolverse entre los dos universos en expansión y colisión permanente característicos del siglo XX: el capitalismo y el socialismo; los partidarios del primero defendiendo la visión de Locke, Bentham y Smith, y los segundos inspirados por Rousseau, Marx y las revoluciones sociales del siglo XX. Sergio fue atraído desde joven por las figuras de Juan B. Justo, José Ingenieros y Alfredo L. Palacios —entre otros—, quienes formaron la primera constelación de pensadores argentinos que abrazaron las ideas socialistas a fines del siglo XIX, aunque supieron mantener siempre una perspectiva igualmente nacionalista y prudente espíritu crítico.

Siendo todavía un niño, oyó hablar de las luchas estudiantiles, cuya culminación fue la reforma universitaria de Córdoba, en 1918, y las luchas obreras que desembocaron en la Semana Trágica de 1919. Algunos años después, siendo estudiante universitario, llegó a conocer personalmente a Deodoro Roca, quien redactara el inspirado Manifiesto Liminar del movimiento estudiantil cordobés.

A los ocho años, de la mano de su padre, don Antonio Bagú, fue testigo de la brutal represión de las fuerzas armadas contra su propio pueblo —situación que luego habría de repetirse con tan lamentable frecuencia—. Sergio recordaría con claridad, hasta sus últimos años, cómo los soldados acuartelados en Palermo, a pocas cuadras de su casa, hacían tabletear las ametralladoras sobre un grupo de obreros refugiados en el patio de tranvías de Plaza Italia. Era difícil comprender, a dicha edad, cómo aquéllos podían ser los mismos soldados que en fechas patrias desfilaban orgullosos luciendo los vistosos uniformes del Regimiento Patricios, pero que ahora —en traje de fajina— disparaban sobre una multitud inerme que buscaba refugio desesperado entre los tranvías estacionados.

También resultaba difícil entender cómo aquellos milicianos podían proceder de esa manera contra la gente común, cuando en la propia familia Bagú se guardaba con veneración un sable y otros recuerdos que habían pertenecido a su bisabuelo, el coronel Mariano Bejarano, cartógrafo y héroe militar de mediados del siglo XIX, olvidado por la historia oficial, quien en forma solitaria había recorrido a caballo desde Carmen de Patagones hasta el Lago Nahuel Huapi, levantando los primeros mapas de la Patagonia.

Su padre, don Antonio Bagú, era uno de los socios de una modesta agencia familiar de negocios inmobiliarios, pero el dinero con frecuencia llegaba a escasear en la casa, hasta el grado en que, años más adelante, Sergio tendría que abandonar los estudios de abogacía —faltando sólo un año para terminarlos— para buscar empleo como periodista. En frases sutiles de sus primeros libros, y a lo largo de toda su vida, Sergio no dejaría nunca de resentir con amargura esta onerosa limitación impuesta a sus sueños de juventud y quizá por ello, mostró siempre una generosidad sin límites hacia quienes lo rodearon, particularmente cuando se trataba de apoyar económicamente a niños de condición humilde para que pudieran asistir a la escuela.

Entre una prolongada enfermedad y una profunda depresión causada por el recuerdo de su hermano Edgar, recientemente fallecido —víctima de meningitis a los 17 años—, Sergio estuvo a punto de perder su primer año de bachillerato. Debido a sus reiteradas faltas, Sergio y don Antonio fueron llamados por el maestro de historia —sobrino de un ministro de Educación de la época—, quien desde su pedestal expuso diáfanamente todo el alcance de su escolástica sabiduría: "¿Para qué lo hace estudiar? ¿No ve que el muchacho no sirve para estudiar? ¿No ve que no sirve para nada? Mejor póngalo a hacer algo útil. Mejor póngalo a trabajar".

De alguna manera, por fortuna, don Antonio decidió mantener a su hijo menor en la escuela —quizá considerando que era demasiado joven aún para ayudar en el negocio— y Sergio alcanzó a terminar, no sin sufrimientos, ese fatídico primer año. En el segundo, se produjo el cambio radical que habría de marcar su vida: su profesor de historia era ahora un joven maestro, entusiasta y dedicado, de nombre Juan Carlos García González, quien comenzó por apuntar que ningún estudiante estaba señalado por haber obtenido bajas calificaciones en alguna ocasión anterior; cualquiera podía, con el empeño suficiente, obtener las notas máximas. Fue el discurso preciso y oportuno que marcó el renacimiento tan esperado. Tanto así, que lo recordaría toda su vida. Fueron unas pocas palabras mágicas, pronunciadas por un sencillo maestro de escuela de nombre común, las que bastaron para operar la transformación. García González hizo más: les abrió a los jóvenes estudiantes el panorama de la historia social, una nueva y apasionante perspectiva que permitía ver con claridad los orígenes, las causas y las evoluciones de los grandes acontecimientos del pasado, a partir del contexto social en el cual se manifiestan, en oposición a la forma tradicional, litúrgica, en que la sabiduría convencional hacía desfilar héroes, fechas y batallas y cuyo gran protagonista anónimo, el pueblo, estaba casi siempre ausente. La historia —la vida misma— cobraba así sentido y transparencia.

El resto de sus estudios secundarios transcurrió sin mayor novedad. Sergio se convirtió en un alumno tan sobresaliente en historia como alérgico a las matemáticas y además desarrolló una extraordinaria destreza en el manejo del idioma escrito y oral, a tal grado que, 25 años después de su egreso del bachillerato —cuando ya era autor de varios libros— fue elegido por sus antiguos compañeros de clase para dar el discurso de ocasión.

A los 18 años preparó —junto con su compañero de escuela secundaria y quien sería su amigo de toda la vida, Epifanio Palermo— el examen de admisión para estudiar la carrera de medicina, aunque finalmente desistió e ingresó a la de derecho, en 1930; la de historia aún no existía en la Universidad. Tanto medicina como derecho le atraían por la posibilidad de ejercer la profesión con un firme sentido social.

En 1930, Alfredo L. Palacios acababa de ser nombrado decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, un cuarto de siglo después de haber sido electo como el primer diputado socialista de América. El joven Sergio —quien en ese momento definía su vocación profesional y su orientación política— se sintió atraído por la posibilidad de usar el derecho y la razón en la defensa de los oprimidos. Palacios mismo insistía: "La abogacía no es aprendizaje de trampas; a los jóvenes debe hacérseles amar a la justicia, sostén de los débiles, estímulo de los fuertes, base de la moral y fundamento de la patria".1

La presencia de Palacios en la Facultad de Derecho lo animó a intentar lo imposible: practicar el difícil sincretismo del derecho de los ricos con un alma socialista. La entrega a la empresa universitaria fue total: durante su vida estudiantil fue dos veces presidente de la Federación Universitaria Argentina, organización de los estudiantes liberales y progresistas, cargo en cuyo desempeño denunció el carácter fascista del régimen de Uriburu, así como la naturaleza oligárquica del gobierno de Agustín P. Justo.

Sergio fue siempre un apasionado, tanto de la justicia como del conocimiento. Ambas motivaciones lo dominaron desde muy temprana edad, quizás por los excesivos golpes rudos que recibió desde la infancia y durante su juventud. Fue el menor de ocho hermanos, tres de los cuales no sobrevivieron a su primer año de vida y otro —Edgar—, falleció de meningitis a los 17. De los ocho hermanos nacidos vivos, sólo quedaba la mitad en el momento en que Sergio ingresaba a la escuela secundaria. Buenos Aires, ciudad aluvional y caótica, donde se conjugaban simultáneamente los símbolos del progreso y del hacinamiento, hablaba de su turbulento crecimiento entre muertes infantiles, epidemias, movimientos sociales e insubordinaciones militares. Como toda su generación, Sergio fue testigo de la introducción y expansión de la red telefónica, la radio, el automóvil, el tranvía, el agua potable, el correo neumático, la pavimentación, los colectivos y el tren subterráneo —el popular subte—, así como también de los conventillos, los hospitales populares, las asociaciones mutuales, los primeros sindicatos, las primeras masacres de obreros y el primer golpe de Estado en la era democrática que apenas comenzaba.

 

La rebeldía

Se puede afirmar con certeza que el pensamiento de Sergio Bagú giró siempre alrededor de dos compromisos centrales: la denuncia de la desigualdad y la injusticia social y el señalamiento de las limitaciones de nuestra capacidad para enfrentarlas, y la defensa de la herencia cultural y la capacidad creativa de los latinoamericanos, así como de toda la raza humana, en quienes Bagú depositó siempre su enorme fe y todo su cariño. Pero en tercer plano, no menos relevante, su crítica apuntó sistemáticamente —desde sus primeros dos libros sobre Almafuerte hasta el último acerca de Catástrofe política y teoría social— a la necesidad de repensar "en libertad", como solía subrayar, no sólo el método histórico, sino el conjunto de todas las ciencias sociales. Si algo llama poderosamente la atención tanto en la obra como en la personalidad de Sergio Bagú, es su incondicional disposición a la búsqueda de ideas nuevas, al diálogo permanente, su apertura, su inagotable capacidad de asombro y su curiosidad sin límites y sin prejuicios.

Su latinoamericanismo y su compromiso social inclaudicables fueron el resultado de un largo proceso que comenzó en su juventud y continuó desenvolviéndose y reafirmándose hasta los últimos días de su vida. No fueron sólo declaraciones de principio, sino búsquedas y redescubrimientos permanentemente renovados. No fueron el resultado de una adhesión repentina o impuesta, de una adopción más o menos conveniente o de una empatía circunstancial, sino un genuino compromiso desde una perspectiva racional que buscaba siempre rescatar lo mejor del pensamiento occidental, tamizado y enriquecido por la capacidad interpretativa y creativa del conjunto latinoamericano.

Si algún rasgo de personalidad sobresalió en su conducta, fue —junto a la sencillez de su carácter y a una generosidad sin límites— una rectitud intachable en todos los órdenes de la vida —comenzando por el intelectual—, que lo condujo a defender celosamente su derecho a la independencia de criterio y a la objetividad científica, en todo momento, en todo lugar y en cualquier circunstancia. Este compromiso moral plenamente asumido, que formaba parte indisoluble de su carácter, en más de una ocasión lo llevó a renunciar a empleos seguros, a mejores ingresos e, incluso, a círculos académicos o de amistad que le ofrecían conveniente protección al inaceptable precio de la incondicionalidad o la subordinación espiritual.

Sergio Bagú se consideró siempre a sí mismo —sin dudarlo— como un hombre de izquierda, pero mantuvo constante y celosa vigilancia sobre su derecho a ver en forma crítica a la izquierda misma. Además, no sólo cuestionaba las expresiones políticas e intelectuales que le fueron contemporáneas, sino incluso a los propios padres fundadores del socialismo, tanto de las ideas seminales como de los que impulsaron diversos movimientos políticos en América Latina, que le ocasionó no pocas fricciones con amigos, colegas o simples simpatizantes de las diversas corrientes progresistas, poco propensos a la autocrítica y al pensamiento creativo y, mucho menos, a poner en tela de juicio las interpretaciones oficiales que llegaban por la vía de la militancia partidaria. En su juventud participó en las filas del Partido Socialista durante un breve periodo, pero aunque simpatizó siempre con las grandes ideas del socialismo y mantuvo un gran respeto por sus figuras históricas, las batallas políticas cotidianas imponían condiciones demasiado restrictivas para quien la necesidad de comprender desbordaba irremediablemente los cánones de la disciplina partisana.

La lucha permanente e irrenunciable a la libertad de pensamiento no era conflictiva con su profunda convicción socialista. Por el contrario, Sergio Bagú perteneció a esa secuencia de generaciones latinoamericanas que crecieron con la idea básica de que el pensamiento científicamente fundado —es decir, objetivo y autocrítico— no sólo no era contradictorio, sino que era esencial en una forma de organización social superior que debía estar basada tanto en la justicia como en la razón. Para Sergio Bagú —como para toda una generación de latinoamericanos—, socialismo, ciencia y libertad constituían una trilogía indisoluble de valores irrenunciables que no podían comprenderse uno sin el otro ni subordinarse a las necesidades políticas de la circunstancia.

Sergio Bagú estuvo entre los primeros latinoamericanos de izquierda que reconocieron la importancia de los movimientos cristianos progresistas, los cuales luego convergieron hacia la llamada teología de la liberación. Criticó siempre la tendencia endémica de la izquierda argentina y latinoamericana a la atomización y a los continuos enfrentamientos internos, tan fratricidas como estériles. Con Economía de la sociedad colonial elaboró una fuerte crítica a la consigna de "transición del feudalismo al capitalismo", que no podía aplicarse —según él— en un subcontinente donde las llamadas "formas feudales" —como la hacienda y la encomienda, por ejemplo— eran sumamente cuestionables si se entendían como simple repetición de sus antecedentes europeos. Con Marx-Engels: Diez conceptos fundamentales: génesis y proyección histórica, publicado en 1972, defendió la tesis de que aún las categorías y métodos del marxismo debían ser escudriñadas con relación al contexto histórico en el cual fueron elaborados y no asumirlos en forma acrítica y litúrgica como verdades absolutas, tal como parecía desprenderse de los manuales estalinianos y neoestalinianos, los cuales circulaban profusamente en la época, particularmente entre los universitarios de izquierda. En 1989 publicó La idea de Dios para demostrar que el pensamiento religioso había sido una poderosa fuerza transformadora en la antigüedad y que, por lo tanto, podía serlo también en el mundo actual, particularmente en el contexto del auge de los movimientos cristianos progresistas en América Latina.

Aunque era un admirador confeso de la magnitud, originalidad y profundidad de la obra de Carlos Marx y Federico Engels —a quienes consideró un equipo integrado, en el cual era difícil distinguir quién había sido el origen de muchas de las ideas que lanzaron—, no dejaba de señalar los defectos de alguno o de ambos en la apreciación de la historia latinoamericana del siglo XIX o el hecho de haber pasado por alto la consideración de importantes formas capitalistas tempranas de la propia historia europea, la cual contradecía claramente la hipótesis autoasumida de la transición del feudalismo al capitalismo. Bagú justificaba parcialmente a ambos autores, reconociendo que en su tiempo no dispusieron de la magnitud de información e investigaciones históricas —a pesar de su gran esfuerzo y talento— hoy disponibles. Pero, en la visión de Bagú, ello significaba una nueva responsabilidad en el historiador actual y en el teórico de los procesos sociales, los cuales debían incorporar la nueva información al marco interpretativo y corroborar o descalificar —como corresponde al método científico— la visión antigua, incluyendo, si fuera el caso, también la obra de los dos colosos. La admiración y el respeto por los grandes pensadores y filósofos —de todas las épocas— no debía obnubilar la capacidad del historiador de generar nuevo conocimiento, así como tampoco debía descartar por autocensura toda aportación que proviniera de un intelecto honesto.

Tales actitudes fueron perfectamente congruentes con el hecho de haber escogido, desde temprana edad, a sus escritores y personajes preferidos entre los autores heterodoxos del pensamiento progresista latinoamericano y universal: Juan B. Justo, Pedro B. Palacios (Almafuerte), José Ingenieros, Aníbal Ponce, José Carlos Mariátegui, José Martí. Incluso, manifestó siempre un profundo respeto por la obra y la figura de pensadores como Raúl Prebisch, Joseph A. Schumpeter, Bertrand Russell, Gunnar Myrdal, C. Wright Mills, John K. Galbraith o Franz Fanon y, entre los pensadores antiguos, Giambattista Vico, caracterizados todos por su brillantez intelectual, honestidad científica y desafío al saber convencional de cada época y circunstancia. Así, Bagú tampoco justificó el mensaje contestatario per se —mucho menos las frecuentes modas académicas que periódicamente invadían las universidades—, sino sólo en función de su proyección histórica, capacidad de propuesta alternativa y, sobre todo, su solvencia intelectual. Por ello, no obstante su incuestionable atracción por figuras como Almafuerte o Ingenieros, jamás convalidó las ideas más extremas o poco justificadas de éstos.

 

La primera trilogía

Bagú publicó un libro —en dos tomos— antes que su primer artículo. La primera autoridad moral a la cual hace mención en las páginas preliminares de la compilación de la obra en prosa de Pedro B. Palacios (Almafuerte) es Santiago Ramón y Cajal, el eminente biólogo y naturalista español, referencia obligada con un doble propósito: por una parte, sus lazos aún frescos con el tema de la muerte y las enfermedades, que tanto lo había afectado en su niñez y que dejaría rastros indelebles; por otra, una forma velada y muy sutil de desafío a la sabiduría convencional que Sergio Bagú usaría muchas veces a lo largo de toda su obra: recurrir a fuentes no tradicionales de autoridad para apoyar sus propios puntos de vista. Ramón y Cajal no era ni literato ni ensayista, sino un eminente biólogo quien, aunque muy respetado, era totalmente ajeno al mundo de las ciencias sociales; Almafuerte —su primer biografiado—, ensayista, literato y poeta pero, sobre todo, rebelde. Ingenieros, médico y anarquista. Eran, precisamente, contrafiguras que se oponían diametralmente a los prototipos de autoridad convencionales, pertenecieran éstos al pensamiento conservador o al mundo de las ideas socialistas.

Su oposición inveterada a toda ortodoxia —a la cual identificaba siempre con la arteriosclerosis intelectual— se ve claramente expresada en este párrafo temprano, escrito a los 22 años:

Quien solemnemente afirma que el problema halló su solución y el filón se agotó, apenas luego de vacilantes tanteos y algunos encontronazos de polémica bizantina, revela una ineptitud lamentable para el uso de un instrumental cuyo perfeccionamiento se va logrando gradualmente.2

La elección de Almafuerte no fue casual. Almafuerte —más recordado por su poesía incendiaria que por sus ensayos y discursos— es un autor controversial e iracundo, prototipo del incipiente romanticismo criollo, quien incitó a los jóvenes a rebelarse contra el destino y a construir el futuro con sus propias manos. Representaba el grito de rebeldía contra el opresivo orden del régimen conservador, que se manifestaba en el gobierno, en la sociedad y en la Universidad, instituciones que operaban en abierto contraste con una sociedad caracterizada por el masivo flujo inmigratorio, la amplia diversidad cultural y la continua reinvención de lo cotidiano. Aunque este primer ensayo no constituyó un éxito de librería, Sergio se había descubierto a sí mismo como escritor y ese aliento le duraría toda la vida.

El aluvión inmigratorio, así como el contraste que ello producía en el interior del país, había generado, entre otros muchos efectos, una gran discusión acerca del concepto de nacionalidad. ¿Quiénes eran los argentinos? ¿Sería cierto aquello que decía Borges, de que los argentinos no descendían del mono sino de los barcos? Ricardo Rojas se cuestionaba la argentinidad. Los grupos de nacionalistas brotaban por doquier. En medio de las intensas luchas políticas de la época y en una ciudad fundada por los españoles, pero donde el principal idioma popular era el italiano, mientras la burguesía se regodeaba con el francés y el inglés, el pensamiento de carácter nacional parecía convertirse poco a poco en patrimonio de los conservadores, que realzaban con letras de bronce, tan grandilocuentes como vacías, las figuras de los héroes militares y de algunos líderes políticos del siglo anterior, todos con vínculos directos o indirectos con la oligarquía. La realidad nacional, luego de cincuenta años de flujos masivos de inmigración, parecía contar otra historia. Pero el sector progresista no encontraba todavía sus héroes nacionales y se refugiaba en exceso en la literatura política europea.

El respeto relativo obtenido a una temprana edad impulsa, entonces, al joven Sergio a continuar en el camino emprendido. En contraposición a las tendencias más generalizadas en la izquierda local, excesivamente propensa a buscar sus referentes en Europa, la misión que se traza el joven Sergio consistiría en demostrar no sólo la existencia, sino el valor de importantes figuras locales, como José Ingenieros primero, y más tarde Mariano Moreno, quienes pertenecían al patrimonio de la historia nacional y en cuyas obras también podían encontrarse los abrevaderos que ansiosamente buscaba el pensamiento progresista de la época. El mensaje comienza a ser dirigido, entonces, no sólo a confrontar al pensamiento conservador, sino también a mostrar las riquezas ocultas del pensamiento autóctono a las propias fuerzas de izquierda, más proclives a la importación y a la repetición que al descubrimiento. De Ingenieros tomaría numerosas ideas, comenzando por aquella invitación al pensamiento crítico en donde sostenía que "la curiosidad intelectual es la negación de todos los dogmas y la fuerza motriz del libre examen". El ensayo de Bagú de 1959 en torno a la necesidad de la heterodoxia y la responsabilidad de los intelectuales claramente se inspira en estas ideas de Ingenieros.

En ese tenor, mientras desempeñaba su oficio periodístico, publica primero, en 1936, Vida ejemplar de José Ingenieros y luego, en 1939, Mariano Moreno: pasión y vida del hombre de Mayo. La elección de Ingenieros no es casual, como tampoco la de Moreno. Ingenieros representa un escalón intelectual mucho más alto que el poeta incendiario de la primera compilación. Es también médico, con lo cual Bagú tiene ocasión de volver a sus antiguas inclinaciones sociales vistas desde el ángulo de la salud. Ingenieros es un pensador original, crítico, punzante, provocativo pero, sobre todo, nacional. Su pensamiento se enlaza fácilmente con las ideas socialistas de la época, aunque con frecuencia arriesga opiniones propias que van mucho más allá de las consignas habituales de la izquierda.

Con el Ingenieros, Sergio Bagú se convierte en autor pleno y supera su primera aparición como simple compilador y comentarista. Para realizar este trabajo, utiliza intensamente su reciente oficio de periodista y, así, deja definitivamente sellada su vocación de escritor, en tanto que el periodismo pasaría a ser el instrumento necesario para vivir. Trabajó en varios periódicos de circulación local y, finalmente, consiguió un empleo estable en Radio Splendid, donde en muy poco tiempo fue ascendido a jefe de noticieros. Su nueva profesión le permitía mantenerse permanentemente actualizado acerca de los acontecimientos nacionales y mundiales, supliendo con ello el forzado retiro de las aulas universitarias y abriendo un nuevo cauce a su inagotable curiosidad: el orden internacional.

Mariano Moreno... implica para el joven autor un nuevo desafío. La biografía de Ingenieros había sido el intento de mostrar que el país poseía talentos propios para aportar al pensamiento progresista, tanto nacional como internacional. Era la negación de que el nacionalismo sólo pertenecía a la derecha o que el socialismo debía ser importado. Ni una cosa ni la otra. Pero, hasta ese punto, escribir acerca de Ingenieros no implicaba necesariamente reescribir la historia nacional.

La década de los treinta había sido escenario de grandes confrontaciones entre sectores ultranacionalistas, simpatizantes del fascismo, y los movimientos democráticos, tanto radicales3 como de izquierda. La discusión llegó a ser muy dura y cobró muchas vidas a lo largo de más de medio siglo, en particular durante las dictaduras militares que asolaron el país. En ese contexto, Sergio Bagú se propone demostrar que la historia nacional es suficientemente rica en pensamiento progresista propio desde sus orígenes mismos, que el conservador había menospreciado y subestimado. Mariano Moreno, cuyo nombre la historia oficial sólo mencionaba fugazmente como un partícipe circunstancial de las jornadas de mayo de 1810, representaba exactamente el tipo de figura proporcionada por la historia nacional para tal efecto. Moreno es un jacobino criollo que actúa y promueve intensamente el movimiento revolucionario de 1810, confrontando al sector conservador que encabezaba Cornelio Saavedra. Muere prematuramente en alta mar, a los 33 años, mientras se disponía a cumplir una misión diplomática para el nuevo gobierno revolucionario. Con su muerte, los conservadores de Mayo ven facilitado el camino para impulsar su versión del proyecto nacional, que nunca llega a concretarse del todo debido a la dinámica del propio proceso histórico. Las ideas de Moreno son verdaderamente revolucionarias para la época y muestran no sólo el gran temple del personaje, sino la visión profunda que tenía de la organización necesaria para el nuevo país. La investigación acerca de Moreno le permite a Bagú desmentir la versión difundida por algunos historiadores conservadores, en el sentido de que el héroe de Mayo habría sido el autor del Plan de operaciones, un libelo extremista que propone medidas de exterminio sangriento contra la oposición de su tiempo y que sirvió al pensamiento conservador —durante mucho tiempo— para descalificar el carácter visionario y revolucionario de Moreno, al acusarlo injustamente de extremista, sanguinario y pasional.

De esta forma, Bagú completa una trilogía —Almafuerte, Ingenieros, Moreno— cuya intención es doble: por una parte, frente a la historiografía oficial, demostrar que existía otra Argentina distinta a la tradicional relación de héroes de bronce; por otra, de frente a las corrientes de izquierda, hacer un llamado de atención sobre las figuras nacionales que también habían sabido generar ideales tan libertarios y progresistas como sus contrapartes europeas.

 

Transición

Pasarían diez años antes de la publicación de su siguiente libro. En esta etapa publica sólo escasos artículos acerca de diversos temas. Su concentración está puesta en la supervivencia y la definición de una carrera profesional, en la cual sería sucesivamente periodista, traductor y profesor universitario. En 1942, el mismo día que cumplía 31 años, se casa con Clara Barnad, joven artista egresada de la Escuela de Artes Prilidiano Pueyrredón, quien ya había ilustrado la primera edición de su biografía de Mariano Moreno.

Al año siguiente recibió una carta que resultaría decisiva en su carrera y en la vida familiar. El remitente era el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, quien entonces estaba impulsando un programa de acercamiento a los jóvenes intelectuales de América Latina, en el contexto de su política de "buen vecino". Sergio Bagú —cuya biografía de Ingenieros había recorrido el continente— fue favorecido con una de tales invitaciones. La oportunidad de conocer de primera mano a uno de los más importantes centros de la cultura, la política y la economía occidentales era sumamente tentadora. La joven pareja decide entonces aceptar la invitación.

Partieron en un avión bimotor desde Buenos Aires y, en un épico viaje que hizo sucesivas escalas en Córdoba, Salta, La Paz, Lima, Quito, Bogotá y Barranquilla, llegaron finalmente a Miami, desde donde tomaron el tren que los llevó a Washington, para entrevistarse con el presidente Roosevelt.

Los Bagú aprovecharon intensamente su primer año de estancia en Estados Unidos para recorrer y conocer amplia y profundamente ese país. Sergio dio conferencias en diversos centros universitarios acerca de temas de historia y cultura latinoamericanas, desde Los Angeles hasta Nueva York. De este periplo surgieron varias invitaciones a permanecer allá, en especial en la región de Nueva Inglaterra donde, además, trabajó un tiempo como locutor en español en la cadena radial NBC —corresponsal norteamericana de Radio Splendid—, con un programa orientado al público de habla hispana.

De esta forma, tuvo ocasión de observar la segunda guerra mundial desde el corazón mismo de uno de los principales actores y en contacto directo con las noticias en el momento en que se producían y con las fuentes de información y los comentaristas más importantes. Entró en contacto con la comunidad latina residente en ese país —portorriqueños, cubanos y mexicanos en su mayoría, y también algunos argentinos—, así como con republicanos españoles. Reconoció en Roosevelt un gran talento político, que había logrado sacar a Estados Unidos de la Gran Depresión y que enfrentaba al nazismo, aliándose con la Unión Soviética para este fin. El conocimiento detallado de la realidad norteamericana —tan importante para entender la propia realidad argentina— le abrió nuevas perspectivas.

Participó en el Congreso de Escritores celebrado en Los Angeles en 1943, y tuvo ocasión de viajar también a Canadá, México y Cuba. Observó cómo repercutían los efectos de la guerra en la sociedad estadounidense y llegó a convertirse en un verdadero experto en asuntos de ese país, analizados desde la perspectiva de un latinoamericano. Sin embargo, su interés se orientaba siempre hacia el sur, hacia Argentina, donde gobernaban directa o indirectamente los militares, muchos de ellos confesos admiradores del fascismo y del régimen nazi.

Mientras se desempeñaba como periodista radial y hacía algunas traducciones, comenzó a escribir un nuevo ensayo acerca de Argentina. El tema giraba alrededor de la formación de la clase media y la pesada influencia del fascismo en su ideología. La pregunta que se hacía entonces el joven autor, en medio de la guerra, era por qué Argentina, que había recibido tanta inmigración de origen popular y donde el socialismo había crecido políticamente en forma tan relevante hasta 1945, había sido capaz de generar grupos de clase media tan marcadamente reaccionarios. Este ensayo, titulado "Hombres en el camino", recibió el Premio Farrar & Rinehart a la selección argentina del concurso que, en toda América Latina, había organizado dicha editorial en 1943. No obstante la distinción, el texto nunca fue publicado por el autor y permanece inédito.

En 1947 la guerra había terminado hacía dos años. En ese momento se presentó para el joven matrimonio Bagú la oportunidad de establecerse definitivamente en suelo estadounidense, cuando el Middlebury College, en Vermont, le ofreció a Sergio una tenure, una plaza permanente. En esa institución, especializada en la enseñanza de idiomas extranjeros y donde él había dictado varios cursos de historia y cultura de América Latina, conoció a numerosos latinoamericanos y a algunos españoles republicanos. Comenzó a comprender, entonces, que muchas de las características que los argentinos atribuían a su argentinidad eran, en realidad, atributos que compartían también otros latinoamericanos e hispanohablantes. Podría decirse que, de alguna forma, el latinoamericanismo de Bagú nació, en realidad, en Estados Unidos y, más específicamente, en dicho colegio.

Sergio Bagú comenzó, entonces, a investigar y a tomar notas acerca del origen de la formación social, no ya exclusivamente argentina, sino latinoamericana. En Estados Unidos era habitual convivir simultáneamente con un grupo numeroso de latinoamericanos provenientes de diversos países del continente y, de esa manera, se generaba un intenso intercambio de ideas y experiencias con muchos denominadores comunes. En el propio college y en otras universidades de Estados Unidos comienzan a difundirse en esa época los estudios sobre América Latina, principalmente enfocados a sus aspectos históricos, idiomáticos, literarios y culturales. Sergio observa que, no obstante la disponibilidad de una vasta bibliografía acerca de los países de América Latina, eran casi inexistentes los trabajos que ofrecieran una perspectiva de conjunto, en particular en las áreas de historia y ciencias sociales.

Ávido lector desde su adolescencia, tenía entonces a su disposición una rica infraestructura de bibliotecas públicas, las cuales utilizó intensamente. Sergio comienza a desarrollar la hipótesis de que las raíces de la problemática argentina eran mucho menos específicas de lo que los argentinos suponían y, en cambio, tenían muchos elementos en común con el resto de la región latinoamericana. Si bien la vinculación de la historia argentina con la de Uruguay y la de Chile siempre fueron evidentes, Bagú comienza a observar que existen semejanzas importantes con otros países más distantes y diversos, como Brasil, Colombia y México. Más aun, comienza a vincular las características del desarrollo argentino con algunas hipótesis planteadas por Gunnar Myrdal en la década de los cuarenta,4 en las cuales el autor sueco criticaba el positivismo europeo y norteamericano, afirmando que la pobreza entre las comunidades negras en Estados Unidos generaba un círculo vicioso, que las sociedades no necesariamente atravesaban etapas sucesivamente ascendentes y que la pobreza visible provenía de una involución del mismo presente. La pobreza reciente, pues, no constituía un rezago de un proceso histórico inevitable y universal, sino un efecto de la desigual distribución de riquezas y oportunidades entre la población contemporánea.

Sergio Bagú comienza a denominar infradesarrollo a este fenómeno de generación de nueva pobreza por el sistema social. Posteriormente lo llamaría neoarcaísmo organizativo, poniendo de relieve tanto su origen reciente como su capacidad de continuar generando y profundizando el fenómeno. Se trataba de una enfermedad social contraída en el presente, no de un rezago histórico ni de un código genético hereditario o inevitable.

De estas inquietudes toma abundantes notas y comienza a elaborar los originales de un nuevo libro. Sin embargo, dado que decide declinar la generosa oferta del Middlebury College y regresar, en cambio, al Río de la Plata, sus esfuerzos culminarán durante su estancia en Montevideo. Ya en Uruguay, donde disfrutaba caminar por las playas de Pocitos en compañía de Clari, termina Estructura social de la Colonia, en el cual inquiría acerca del origen y evolución de la formación social latinoamericana. Podríamos decir que su intención allí es doble: por una parte, resaltar el origen y las características comunes de América Latina vistas como un conjunto histórico; por otra —siguiendo la hipótesis trazada por Myrdal—, poner de relieve que los problemas contemporáneos de pobreza no necesariamente se habían generado en el periodo colonial, sino en el sistema actual, el capitalismo. Esto, en 1947 y en América Latina, era una novedad. Un tercer elemento, implícito en el título, es más sutil, pero desde entonces constituye una constante en el pensamiento de Bagú: la sociedad está estructurada: el hombre es un ser social.

No obstante, dado que Estructura... era de naturaleza fundamentalmente sociológica, decide incorporar un prólogo en el cual añadiría algunos comentarios acerca del carácter de la economía colonial en la que se fundaba el orden social del periodo. La necesidad de profundizar en algunas hipótesis e investigaciones fue convirtiendo al pretendido prólogo en un libro independiente que vio la luz en 1949, aún antes que su predecesor, con el título de Economía de la sociedad colonial. Buscó editor en Buenos Aires, pero el tema no atrajo la atención de las casas editoriales, ni siquiera de aquellas que lo habían apoyado en el pasado. La economía de dicho periodo no parecía prometer un éxito de librería y el régimen peronista ejercía fuerte censura en los medios periodísticos, editorial y cultural en general, que hacía que los editores y libreros dieran preferencia a títulos de carácter más comercial y menos ambiciosos. Finalmente, El Ateneo convino en publicar la obra como edición de autor, esto es, financiada por el propio interesado. En un principio fue, tal como se esperaba, un trabajo de difusión lenta, pero una década después el tiraje ya estaba agotado y su autor comenzaba a gozar de cierta fama en los círculos intelectuales argentinos y a ser citado también en otros países de América Latina.

En Economía de la sociedad colonial —uno de sus libros más recordados—, Bagú demuestra, en forma sencilla, cómo la experiencia de la colonización en América Latina generó mecanismos novedosos y distintivos de explotación que no resultaban ni feudales ni plenamente capitalistas, pero que indudablemente constituían modos de producción orientados al mercado. A este esquema híbrido, propio de las colonias españolas, lo denominó capitalismo colonial.

Al terminar la segunda guerra, la confrontación entre el capitalismo occidental y el socialismo soviético rápidamente había ido generando choques cada vez más duros en todos los terrenos, desde la discusión puramente ideológica hasta la carrera espacial, incluyendo episodios armados como la guerra de Corea. En ese ambiente, muchos grupos de izquierda —en particular los más ligados a los partidos comunistas— comenzaron a difundir grandes cantidades de manuales y literatura política en los cuales la base de una teoría de la transición estaba dada por el conocido esquema de las etapas de los modos de producción.

Esto, a su vez, tenía inmediatas y serias consecuencias políticas. Adoptar la tesis de la transición del feudalismo al capitalismo para América Latina implicaba asimilar los regímenes latifundistas heredados del periodo poscolonial con las formaciones feudales europeas. Consecuentemente, no podía plantearse para regiones atrasadas como América Latina una revolución plenamente socialista si primero no se completaba el ciclo de la revolución antifeudal, para lo cual se requería el concurso de la burguesía industrial nacional y de las clases medias. Es decir, primero había que invitar a la naciente burguesía criolla a aliarse con la clase obrera en contra del latifundismo, para después extenderle una cordial invitación al suicidio. Por una parte, buscaría el apoyo de la clase obrera contra la explotación de la burguesía capitalista; por otra, procuraba atraer a sectores nacionalistas de la burguesía a quienes decía combatir. El discurso era claramente esquizofrénico.

Contrario sensu, otros grupos de izquierda y sectores progresistas independientes planteaban que la transición al socialismo en América Latina no sólo era necesaria, sino posible, si se advertía que el esquema de las etapas únicamente era aplicable a unos pocos casos limitados a Europa Occidental en el siglo XIX y que los propios países del bloque socialista no habían pasado por esas etapas. La revolución cubana de 1959 vino a dar un nuevo aire a la discusión y a reforzar las posiciones de quienes criticaban la ortodoxia del PC, ya que en la isla la transición al socialismo se había dado indiscutiblemente por la vía revolucionaria y sin atravesar las etapas señaladas por la ortodoxia. Para más abundancia, en esos años se publica y se difunde ampliamente el libro de W. W. Rostow Las etapas del crecimiento económico: un manifiesto no comunista (México, FCE, 1963), el cual se traduce al español en 1963 y ofrecía una teoría de corte funcionalista de las etapas históricas del desarrollo mundial, sin distinción de sistemas económicos ni consideración del papel de las clases sociales. En ese contexto, una de las escasas fuentes bibliográficas que trataba el tema para el caso específico de América Latina era, precisamente, el trabajo de Bagú acerca de la economía del periodo colonial.

Esta discusión continuó hasta mediados de los setenta y sus ecos no se han apagado completamente. A mediados de los cincuenta, comienza a surgir, paralelamente, la teoría de las relaciones desiguales entre centro y periferia, generada a su vez a partir de los estudios realizados en la CEPAL con la conducción de Raúl Prebisch. En estos estudios se demostraba contundentemente un continuo y sistemático deterioro de los términos de intercambio entre América Latina y el mercado internacional —dominado por Gran Bretaña— a lo largo de la primera mitad del siglo XX, a partir de condiciones desiguales en los respectivos sistemas productivos. La tesis del capitalismo colonial, sustentada por Bagú en su libro de 1949, proveía un claro antecedente de esta última posición, al afirmar que en América Latina se había verificado un desarrollo capitalista primitivo y subordinado y no una simple réplica de las instituciones y formas de organización social del feudalismo europeo.

Hacia 1950, los escasos ahorros de los Bagú estaban a punto de extinguirse pero, gracias a un amigo de la numerosa colectividad de argentinos exiliados en Montevideo —Isidro Odena—, Sergio se enteró de un concurso internacional para traductores, organizado por Naciones Unidas. Gracias a su larga estancia en Estados Unidos y a su inagotable avidez por la lectura, la información y la cultura, Sergio tenía excelentes condiciones para competir en dicho concurso en el cual, finalmente, obtuvo el segundo lugar en toda América Latina. De este modo, la joven pareja inicia una segunda etapa en ese país, esta vez radicando en Nueva York, no sin antes recibir fuertes críticas de sus amigos de la izquierda ortodoxa vernácula, quienes los recriminaron por irse a vivir al país del macartismo y principal enemigo de la Unión Soviética.

Lleva consigo el inédito de Estructura..., el cual logra publicar —a control remoto—, también en El Ateneo, de Buenos Aires, en 1952. Durante esta segunda estancia, se concentra en su nuevo trabajo profesional, que le permite conocer íntimamente los entretelones de Naciones Unidas y los manejos de la política internacional de las grandes potencias, así como de muchos otros países, Argentina, entre ellos. Tiene ocasión de conocer Brasil y Francia y sentir de primera mano importantes y variados aspectos de la realidad, tanto cotidiana como histórico-cultural, de esos países. Y, por supuesto, se convierte en un profundo conocedor de la política y la historia contemporánea de Estados Unidos, en una época en el cual no era frecuente encontrar latinoamericanos con esa preparación.

 

La madurez

Su retorno a Estados Unidos coincide con el inicio de las incriminaciones macartistas, las cuales generaban intensos debates y persecuciones políticas en ese país y provocaban no pocas inquietudes entre los extranjeros residentes. En ese clima de zozobra, se desempeña como funcionario internacional —lo cual le brindaba cierta protección— y continúa sus investigaciones y lecturas, incluyendo El capital, de Carlos Marx, que adquiere y lee íntegro por vez primera en inglés. Como reconocería años después, sus libros acerca del periodo colonial, ampliamente difundidos décadas más tarde, que le darían reconocimiento y prestigio, fueron escritos antes de haber leído la obra de Marx y la de Marc Bloch.

A comienzos de 1955, luego de cinco años de ausencia de su país, solicita un permiso temporal y se dirige a Buenos Aires, con su familia, adonde llega en febrero de ese mismo año. En junio, los aviones de la Marina bombardean la Plaza de Mayo, episodio sangriento que augura la intensificación en las luchas políticas internas. En septiembre, cae derrocado el régimen de Perón y el panorama político argentino cambia drásticamente. Durante el gobierno transitorio, se nombra interventor en la Universidad de Buenos Aires (UBA) a uno de los intelectuales argentinos de mayor prestigio nacional e internacional, José Luis Romero, quien de inmediato comienza la reorganización de la máxima casa de estudios.

Ante estas circunstancias, Bagú decide cambiar de planes y busca la forma de establecerse nuevamente en su país natal. Al principio, continúa realizando algunas traducciones en forma independiente para las oficinas de Naciones Unidas en Buenos Aires y pronto entra en contacto con los medios periodístico e intelectual argentinos. La UBA estaba en plena reestructuración y Bagú se presenta a concurso para ocupar una plaza de profesor adjunto en historia económica, en la Facultad de Ciencias Económicas, que le es asignada a pesar de la reticencia de algunos jurados, quienes objetaban su falta de título universitario.

A partir de ese momento, la carrera profesional de Sergio Bagú se vuelve plenamente académica. Publica numerosos artículos en diversas revistas y él mismo funda, junto con Enrique Barba, Gregorio Weinberg y Juan Carlos Ferreira, la Revista de Historia —la cual sólo llegaría a publicar tres números—, que alcanzaría un gran prestigio en el medio cultural argentino y latinoamericano por la calidad de sus contribuciones y el cuidado general de la edición. Bagú desarrolla una intensa actividad académica, crea la cátedra de sociología económica y asume, en 1961, la jefatura del Departamento de Humanidades de la Facultad. Entre tanto, continúa siempre con sus investigaciones y, en forma paralela, es electo consejero profesor por la facultad, lo cual le asigna una curul ex officio en el Consejo Superior universitario.

Todos estos cambios se producen en forma vertiginosa, en medio de un entorno universitario y cultural que estaba creciendo y cambiando aceleradamente. Entre 1956 y 1966, la UBA conoce el periodo de su máximo esplendor y proyecta sus actividades y su prestigio fuera de fronteras nacionales. Risieri Frondizi —nuevo rector y filósofo de talla internacional— lo invita a dirigir la Segunda Escuela Internacional de Temporada, proyecto tripartito en el cual participaban, además, las Universidades de Chile y de Uruguay y que, en 1959, tocaba coordinar a la UBA. Bagú no desperdicia la oportunidad para introducir los enfoques críticos más importantes del momento y, para hablar del nuevo pensamiento estructuralista latinoamericano, el cual ya estaba en plena gestación, invita al joven profesor Aldo Ferrer, quien luego se convertiría en uno de los economistas latinoamericanos más reconocidos.

Frente a este panorama de grandes transformaciones, Bagú se pregunta cuál es el papel que corresponde desempeñar a los intelectuales universitarios. Produce así un breve ensayo —"Acusación y defensa del intelectual"— en el cual asienta su posición y retoma algunas ideas que ya había publicado poco antes en forma de artículo. En ese pequeño trabajo, Bagú anticipa una serie de características temáticas que serían desarrolladas más adelante, en especial en Tiempo y en Catástrofe. Tanto la huella de Ingenieros como su leitmotiv personal se dejan ver con claridad: "el hombre es un ser social". A decir de Bagú, pueden reconocerse varios déficit de orden cultural, político, organizativo, social e ideológico. De todo ello se desprende que, aun en el mejor de los casos, la herencia de todo intelectual será imperfecta y cada nueva generación cultural deberá reclamar, ante todo, su derecho a ampliar el horizonte de la verdad, para lo cual deberá —en primer lugar— comenzar por revisar y criticar a sus propios maestros. El primer derecho y deber de todo intelectual será, pues, el derecho a la heterodoxia. En 1959 escribe:

[...] Queda una [condición mínima] que, por su omnipresencia, requiere capítulo aparte. Es el reconocimiento del derecho a la heterodoxia.

Tan auténtico y específico, tan indispensable es para el intelectual, que defenderlo y practicarlo se transforman en su deber preponderante. Ya sea que lo ponga en práctica o no, el intelectual se empequeñece o naufraga si la sociedad o el poder político no se lo reconocen.

La posibilidad de cruzar cualquier frontera, de experimentarlo todo, de examinar la verdad de cualquier proposición es la condición primaria de su oficio. Los resultados de su experiencia le irán colocando, después, en su actitud más o menos definitiva pero, mientras tanto, habrá cumplido su misión de la manera más auténtica.

Y concluye así:

En el intelectual, la obligación social de la heterodoxia va mucho más lejos que el inconformismo de los grandes liberales del siglo 19. No es el puñetazo en el vacío, ni el gesto individualista. Es la obligación de mantener encendida la llama de la curiosidad científica y filosófica; expedito el camino de la duda, que es el único que conduce al progreso ideológico; elástico y vigoroso el espíritu crítico, con el cual el hombre puede sopesarlo todo y acercarse a veces a la relativa verdad de su época. Es la obligación de no morir glosando el pasado escolástico; la capacidad de revivir, con cada aurora, la vitalizante pasión del descubrimiento.

Ése —el derecho a la heterodoxia— sigue siendo en todos los tipos de organización social, desde la Unión Soviética a los Estados Unidos, la condición del progreso cultural y técnico. El poder político que lo inhibe siembra un germen de decadencia cuya cosecha, aunque de fecha y circunstancia imprecisas, es inevitable.

Proclamar en esos términos el derecho a la heterodoxia en 1959, cuando el pensamiento occidental era indiscutiblemente liderado por las ideas de Keynes y el pensamiento de izquierda era disciplinado por las dos grandes potencias socialistas, era definitivamente ir contra la corriente, de un lado y de otro. También en el contexto argentino, las adhesiones se dividían en forma polarizada entre los partidarios de la nueva dictadura liberal y el retorno al peronismo, y con ninguno de ellos comulgaban las ideas expresadas en ese pequeño ensayo.

El tema recurrente en Bagú y destino último de sus reflexiones es el análisis de la formación social argentina. A partir de un cuestionamiento permanente para entender la situación contemporánea, al menos con la claridad con la cual parecía ser comprensible la realidad de otros países, se van desprendiendo vínculos con su producción inmediata. Luego del ensayo acerca del papel del intelectual, retoma su interés principal y comienza a preparar lo que después sería su siguiente trabajo, La sociedad de masas en su historia, el cual publicaría la Universidad Nacional de Córdoba. Con éste, como su nombre lo indica, Bagú vuelve a retomar su interés por replantear el enfoque histórico desde la perspectiva de la historia de masas, en oposición a lo que él denominaba la historia de bronce, es decir, la de los héroes y las efemérides. Casi simultáneamente recibe una invitación de Arnaldo Orfila Reynal —entonces director del Fondo de Cultura Económica— para participar con un libro original en una nueva colección que lanzaba esta editorial acerca de "La realidad argentina en el siglo XX". A partir de allí, Orfila y Bagú trabaron una estrecha amistad, la cual se consolidaría con el paso del tiempo y se renovaría luego en México, hasta el fallecimiento del primero. Convinieron en que Bagú desarrollaría el análisis de la actuación argentina en el ámbito internacional, terreno que había tenido oportunidad de conocer profundamente durante su permanencia en Naciones Unidas. Bagú, sin embargo, no se limitó a un simple recuento de las gestiones diplomáticas y a los magros triunfos de la diplomacia argentina, sino que realizó una profunda investigación documental previa —como era su costumbre—, revisando nó sólo los archivos del Centro de Documentación Internacional de la UNESCO en Buenos Aires —que entonces dirigía su entrañable amigo y colega Gregorio Weinberg—, sino además otras fuentes. Así, en 1961 llega a publicar dos libros: el ensayo ya mencionado y Argentina en el mundo, en los cuales realiza un recuento de la ubicación de Argentina en el concierto internacional —uno de sus temas predilectos— desde la época colonial hasta la contemporánea y se aventura a elaborar algunas hipótesis acerca del devenir inmediato. Su perspectiva, como siempre, es la de la historia de masas, tema que estaba trabajando en ese momento.

A mediados de los sesenta su prestigio personal se consolida y amplía. Escribe gran cantidad de artículos, dicta numerosas conferencias y participa en múltiples actividades académicas, nacionales e internacionales, así como en programas de radio y de la naciente televisión nacional. Ello le quita tiempo para sus propias investigaciones, las cuales siempre constituían su mayor pasión. La renovada UBA también crecía y se multiplicaba y, en cierto momento, el rector Risieri Frondizi le ofrece dirigir un nuevo y ambicioso proyecto: la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Luego de considerar seriamente la tentadora oferta, decide declinarla respetuosamente, dándole preferencia a sus intereses de investigación.

Es en esas fechas que el gobierno de Arturo Frondizi —el presidente de la República era hermano del rector de la UBA— propone la candidatura de Sergio Bagú a un alto puesto directivo en la UNESCO. En la ronda final, Argentina pierde la votación decisiva y, de esa forma, la candidatura de Bagú no se materializa.

A mediados de la década, Bagú comienza a dictar cursos en la Universidad Nacional del Litoral, en su sede de Rosario. El viaje en tren dura cuatro horas y Bagú las aprovecha para continuar sus lecturas y sus apuntes, mientras escudriña intermitentemente por la ventanilla la inmensidad de la región pampeana. La experiencia de Rosario lo llena de satisfacciones y traba relación con un pujante grupo de académicos de provincia. A pesar de su origen y desarrollo porteños, Bagú siempre tuvo el mayor interés por abarcar también la perspectiva del interior.

El Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras de Rosario le ofrece albergar un proyecto —en el cual Bagú ya se encontraba comprometido con su colega y amigo Ricardo M. Ortiz—, que consistía en realizar una profunda investigación acerca de los aspectos económicos de la gestión del primer presidente argentino Bernardino Rivadavia. Desde la fundación de la Revista de Historia, Sergio Bagú se había interesado en el llamado proyecto unitario el cual, durante el siglo XIX, había sido motivo de enconadas y hasta sangrientas disputas entre unitarios y federales. El tema no sólo era retórico —ya que a mediados de los sesenta había habido un intempestivo y controversial resurgimiento de una corriente revisionista de la historia nacional; la defendía el papel desempeñado por los caudillos del interior y de la propia provincia de Buenos Aires, en contra de la perspectiva de la historia oficial, ligada esta última a la defensa del papel jugado por la clase dirigente de la capital—, sino que el asunto tenía ramificaciones polémicas, por cuanto los ultranacionalistas (muchos de ellos con vínculos en organizaciones fascistas) y otros sectores políticos comenzaron a apoyarse en la versión de la historia nacional contada por los revisionistas, en tanto que la perspectiva unitaria, de carácter liberal en esencia, reunía a un grupo heterogéneo que abarcaba desde los historiadores liberales tradicionales hasta otros de posiciones más progresistas.

Desde la perspectiva personal de Bagú, la investigación en torno al periodo de Rivadavia —crucial en la formación de la república argentina durante el siglo XIX— le permitía continuar ahondando su interés principal de esclarecer el origen y el proceso histórico que llevó al país a formar sus estructuras y características contemporáneas.

A mediados de 1966 el libro quedó terminado, pero reducido en volumen a la mitad, esto es, sólo a poco más de quinientas páginas, recibiendo finalmente el título de El plan económico del grupo rivadaviano (1811-1827). Hasta hoy, se considera que este trabajo es uno de los más completos acerca del tema; sin embargo, tuvo poca fortuna política: se terminó de imprimir en marzo de 1966 y en junio se produjo el golpe militar encabezado por el general Onganía quien, al mes siguiente de tomar el poder, ordenó la intervención de todas las universidades del país. El interventor militar nombrado en la UNL ordenó, entre otras cosas, que se suspendiera la publicación y distribución de numerosos textos, entre ellos el Rivadavia. El tiraje, virtualmente completo, fue puesto en cajas y guardado en los sótanos de alguna dependencia universitaria. Con el tiempo y, al parecer, algunas inundaciones, se perdió gran parte de aquellas ediciones universitarias, entre ellas casi la totalidad del libro mencionado.

 

El exilio sin fin

El 28 de junio de 1966 el gobierno civil del presidente Arturo Illia es derrocado por el golpe militar que encabeza el general Onganía. Un mes después, el 29 de julio, se ordena la intervención de todas las universidades del país con despliegue de fuerzas y agresiones brutales contra profesores y estudiantes, en lo que se conoce como la noche de los bastones largos. Estudiantes y profesores, desde la semiclandestinidad, organizaron distintas formas de protesta para denunciar el atropello, la violación de la autonomía universitaria y la conculcación de los derechos más elementales. En ese ambiente opresivo, aproximadamente 1 500 profesores e investigadores de todas las universidades del país presentaron su renuncia en forma masiva, denunciando así la falta de garantías para el ejercicio de la docencia y de las actividades académicas. El golpe militar acabó con todo el extraordinario proyecto cultural que se generaba desde las diversas instituciones universitarias y dio comienzo a una era de oscurantismo y represión que se agravaría en forma dramática diez años más tarde.

Poco a poco comenzó una migración de intelectuales e investigadores que fueron encontrando asilo en diversos países, en su mayoría en América Latina, pero también en Estados Unidos y Europa. En un primer momento, muchos académicos se organizaron en múltiples institutos privados, los cuales ofrecían toda gama de cursos. Bagú participó de algunos de ellos, durante aproximadamente un año, tanto en Buenos Aires como en Rosario. Sin embargo, con muy escasas excepciones, la mayoría de esos institutos tuvo una vida efímera y desaparecieron en poco tiempo. Una de esas excepciones fue el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), del cual Bagú fue miembro fundador y titular de la credencial número 1.

En 1967, Sergio Bagú recibió una invitación de la Universidad Central de Venezuela —mediante la gestión de Germán Carrera Damas— para incorporarse a su plantel académico. Partió en septiembre de ese año, pasando previamente por Santiago de Chile y Piura —en el norte de Perú—, lugares donde había sido invitado a dictar conferencias en las universidades locales. En Caracas permaneció poco más de un año, para regresar a Buenos Aires. Durante su estancia venezolana, publicó la Evolución histórica de la estratificación social en la Argentina, trabajo que recién había publicado en forma de monografía en Buenos Aires y continuaba la línea emprendida por La sociedad de masas en su historia y que, una vez más, pretendía ayudar a dilucidar el origen y la naturaleza de la formación argentina, vista desde la perspectiva de la historia social.

Entre 1969 y 1970 las investigaciones de Bagú dan un giro importante, aunque siempre apoyado en sus temas recurrentes. Ya de regreso en Buenos Aires, aún bajo el régimen dictatorial y sin un empleo fijo, comienza a elaborar su siguiente libro. En la reflexión profunda y en la publicación de ideas encontraba Bagú la manera no sólo de expresar sus propias inquietudes intelectuales, sino el instrumento de batalla contra la ignorancia, la arbitrariedad y el oscurantismo que impulsaba la dictadura. Había también mucho de una actitud de resistencia frente a hechos consumados en los cuales no podía ejercer un control directo. En la lectura y en la investigación —pero, ante todo, en la escritura y en la publicación—, Sergio Bagú encontraba el mejor medio de sentirse vivo y útil, en especial cuando el techo del universo inmediato parecía desplomarse. La intensa investigación autodidacta era la manera de resistir y superar esas carencias de formación juvenil, las cuales resintió tanto en la vida intelectual madura y que ya denunciaba con amargura —aunque siempre con estilo mesurado— desde las páginas de Almafuerte pero, sobre todo, en Ingenieros. Cuando la dictadura en turno volvía a pronunciar el mismo discurso de justificación y alabanza del atraso, la sumisión al orden pretérito y la negación del progreso y la cultura, instintivamente Bagú reaccionaba siempre con energía y actitud de confrontación y denuncia. Esto podía suceder en una mesa redonda de carácter académico, al oír las noticias en la radio o al enfrentarse al burócrata de turno en una ventanilla cualquiera. Sergio fue siempre un empedernido defensor de la idea del progreso con justicia y atacaba indefectible, instintivamente, todo intento de establecer parámetros fijos e inmutables en la interpretación del universo, provinieren de donde provinieren.

En 1969, esos valores negativos estaban encarnados en la dictadura de turno, responsable de la intervención a las universidades y de una intensa persecución política, así como de un acelerado deterioro del tejido social. Como en los casos del Ingenieros, de Economía..., de Estructura... y de Acusación y defensa..., Bagú sabe, por experiencia, que la mejor defensa de un intelectual es un buen ataque... con libros nuevos, especialmente en momentos de transición personal. La dictadura de Onganía significó un retroceso en gran escala no sólo en el funcionamiento político de la Universidad, sino también en el coartamiento de la libertad académica y de expresión, además en la censura impuesta a los programas de estudio, con criterios verdaderamente inquisitoriales y retrógrados. Las medidas llegaban a restringir hasta la circulación por los pasillos y a reglamentar el modo de vestir y expresarse. Por supuesto, las áreas más atacadas fueron las ciencias sociales. Los estudios de psicoanálisis fueron suprimidos y los psicoanalistas perseguidos. La carrera de sociología fue eliminada y la de historia fue severamente censurada y mutilada. Las materias de ciencias sociales que se dictaban en otras carreras desaparecieron o se convirtieron en apéndices ideológicos de cursos acerca de moral y buenas costumbres. La única historia que se enseñaba era, por supuesto, la historia de bronce. El concepto de clases sociales fue desterrado y prohibido. En un episodio grotesco, hasta las matemáticas "modernas" fueron suprimidas, con el argumento de que la teoría de conjuntos fomentaba el comunismo.

Frente a ese panorama desolador, la respuesta de Bagú es una crítica a fondo del saber convencional "comúnmente aceptado". Cuando la dictadura pretende imponer su propio discurso autoritario, precisamente a quienes se encargan de analizarla y cuestionarla sistemáticamente como forma de vida, Sergio Bagú contesta con la pregunta de fondo: ¿y qué es la realidad?, ¿quién puede asumirse como juez universal para dictaminar acerca del bien y el mal?, ¿podremos llegar algún día a conocer realmente todo lo que hay que conocer? En el contexto argentino de 1970, éstas no son preguntas vacías, retóricas o existenciales; son un desafío a quienes pretenden erigirse en jueces inquisitoriales sobre el ser y el deber ser, a quienes proclaman la universalidad del paradigma occidental y cristiano, según el eslogan oficial del momento. El ataque, claro, no se dirige a la persona de los resurrectos inquisidores, sino a los fundamentos mismos del discurso que dicen sostener.

Nuevamente, como aquel muchacho de 22 años que desafió a la autoridad que afirmaba la llegada del saber eterno y el fin del progreso, vuelve a aparecer uno de los leitmotiv del autor, sólo que ahora —ya en la etapa madura de su vida y su pensamiento— lo hace como pregunta sistemática, fundamentada y explícita. Ya no sólo promueve, ahora también cuestiona, tarea que había iniciado modestamente en el ensayo titulado Acusación y defensa del intelectual.

"Existe un universo de la realidad y existe un universo del conocimiento de esa realidad y el elemento fundamental para percibir la existencia de la realidad es el transcurso del tiempo", fueron sus palabras más o menos textuales en aquel momento, pronunciadas con un gozo casi infantil. Pero, más aun, subrayando una característica constante en el pensamiento de Bagú, él pondría el acento en las carencias del "estado del arte" en el conocimiento occidental, disciplina por disciplina, con ejemplos precisos y contundentes.

De te fabula narratur. Para el lector desprevenido, Tiempo, realidad social y conocimiento es una crítica al estado en el cual estaba entonces el pensamiento occidental. Sin embargo, más en el fondo, yace una dura acusación contra la filosofía social y política que impulsaba la dictadura militar —principal, aunque elíptico destinatario de su crítica—, que no era más que la forma particular de atraso general de las ciencias sociales y del conocimiento universal que le tocaba en desgracia sufrir a los argentinos, pero que tenía raíces más profundas en la propia cultura occidental. Su discurso, pues, aunque motivado por la circunstancia inmediata, se dirige en realidad a las causas últimas.

Además de una crítica severa y sistemática a todas y cada una de las ciencias sociales, este trabajo tiene el valor particular de llamar la atención acerca de la importancia que tiene el transcurso del tiempo en no sólo el análisis social, sino científico en general. Los fenómenos naturales son descritos habitualmente por la ciencia en términos de espacio y tiempo, pero las ciencias sociales —en la perspectiva de Bagú— parecen haberse olvidado de esta última dimensión para concentrarse en la formulación de relaciones eternas, inmutables, y tal perspectiva era particularmente favorecida por la dictadura. El rescate del análisis temporal era, pues, prioritario para una revitalización y reformulación de las ciencias sociales. La perspectiva necesaria, pues, no podrá prescindir del análisis histórico. Aunque esta crítica está principalmente dirigida a la historia de bronce, al análisis funcionalista estadounidense y al estructuralismo francés, tiene también un claro matiz de crítica contra los manuales de la izquierda neoestaliniana —muy en boga en aquellos años—, propensos a formular categorías y definiciones tan absolutas como los textos de las corrientes a las que supuestamente se oponen.

A mediados de 1970, todavía durante el gobierno democristiano de Eduardo Frei en Chile, Sergio Bagú recibe una invitación para incorporarse a la recién creada Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), con sede en Santiago, la cual acepta gustosamente. La posibilidad de radicar en Chile, un país vecino que, además, presentaba una perspectiva social y política tan diferente a la argentina pero, a la vez, con una historia común, fue sumamente tentadora. A poco de haberse instalado, triunfa en las elecciones de ese año el candidato socialista Salvador Allende y se transforma así su residencia chilena en una experiencia invaluable, profunda e inolvidable.

Ya antes de partir hacia Santiago, había decidido elaborar un trabajo acerca de las categorías fundamentales de Marx y Engels con dos características: en primer término, partir únicamente de lo expresado por éstos, en forma excluyente respecto de las interpretaciones de terceros; en segundo lugar —pero no menos importante—, retomar el hilo metodológico de su libro inmediato anterior —Tiempo— en cuanto a analizar el marco interpretativo de dichos autores desde una perspectiva histórica y no absoluta.

La posibilidad de realizar ese estudio en Chile, en medio de un proceso político extraordinariamente dinámico, fue una experiencia única y vigorizante. Desde Buenos Aires llevó abundantes notas e ideas escritas. Ya en FLACSO, produjo una primera monografía, la cual sólo incluía los siete conceptos fundamentales de esos autores, pero poco después decidió ampliar la primera versión hasta completar diez. Nace así otro de sus trabajos más difundidos, Marx-Engels: diez conceptos fundamentales. Génesis y proyección histórica, el cual publicaría Ediciones Nueva Visión, en Buenos Aires.

El clima político transandino resultó extraordinariamente inspirador y motivante. El libro de Bagú, publicado por primera vez en 1972 en un medio mucho menos estimulante que el chileno, más preocupado entonces por la transición al peronismo que al socialismo, se difundió en forma moderada. En el último capítulo, denominado "Razón de ser de este libro", Bagú explica con claridad su propósito. Luego de hacer un pormenorizado recuento de las peripecias del marxismo durante el siglo XX, señala:

A partir de 1945, la exégesis y la polémica entraron por otros canales. El desprestigio del manualismo posterior a Lenin y los agudos conflictos entre los movimientos de izquierda en Europa abrieron las compuertas para una proliferación de interpretaciones heterodoxas. [...] Una ortodoxia —aquella posterior a Lenin— evidentemente había naufragado en el terreno de la exégesis. Era una actitud anquilosada y esquelética, que no podía ya responder a las nuevas exigencias culturales ni dar cuenta de los originales que habían sido radicalmente ignorados. [...] Un Marx para la cátedra erasmista y otro para que un sector de la izquierda intelectual pudiera pulverizar en la polémica a otro sector de la izquierda.

Así las cosas, la respuesta sobrevino en la forma del más refinado esoterismo académico de inspiración escolástica. A partir de un elenco instrumental recientemente renovado en lingüística y antropología cultural [...] Marx pasó a ser el objeto de una verdadera proeza epistemológica. Se lo examinó no para descubrir lo que dijo sino lo que quiso decir. O, en rigor, lo que pudo haber dicho. O, mejor aún, lo que debió haber dicho. [...] Marx fue así juzgado él mismo [...] en función de su fidelidad al marxismo y a nadie sorprenderá que la mayor parte de su legado haya sido condenado al menosprecio por antimarxista. [...] La consecuencia fue inevitable. El argumento supremo quedó suspendido en un nivel tan abstruso que resultó materialmente imposible descender sobre los concretos conflictos que la sociedad humana se crea y que debe resolver un día sí y otro también. [...] En vano, pues, querer refutar esta escuela a partir de la experiencia social que es —reconozcamos— gris y poco elegante.

Sergio Bagú disfrutó ampliamente su residencia en la tierra de Salvador Allende, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, por quienes el matrimonio guardaba profunda admiración y respeto. Tal como había sucedido años atrás en Estados Unidos, fue sumamente intensa la convivencia con latinoamericanos de casi todos los países del hemisferio, en particular del Cono Sur. Los académicos y estudiantes se concentraban en varias instituciones, principalmente la Universidad de Chile, la CEPAL y FLACSO. Así, tuvo ocasión de intercambiar opiniones y actividades con personalidades como Theotonio Dos Santos, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, André Gunder Frank, Ricardo Lagos, Ruy Mauro Marini, Marcos Kaplan, Pedro Paz, Osvaldo Sunkel, José Serra, Lucio Geller, Eric A. Calcagno, Ricardo Cibotti, Tomás A. Vasconi y numerosos colegas, amigos y funcionarios de todo el mundo que pasaban con frecuencia por Santiago en aquellos días.

La animada y dinámica experiencia chilena fue violentamente truncada por el sanguinario golpe de Pinochet el 11 de septiembre de 1973. A fines de ese mes, luego de incinerar numerosos libros y papeles de trabajo que a los ojos de la dictadura resultarían inevitablemente comprometedores, la familia Bagú se dirigió a la embajada argentina en Santiago, dejando atrás casi todas sus escasas pertenencias pero, sobre todo, el corazón destrozado y las ilusiones humilladas. No pasarían muchos días antes que, junto con los demás asilados, comenzaran a recibir las desgarradoras noticias de los asesinatos en masa ocurridos en el Estadio Nacional, las persecuciones en las calles y las historias heroicas de resistencia popular. Luego de varias semanas en condiciones de incertidumbre, humillación y restricciones extremas pasadas en la sede diplomática junto con varios centenares de refugiados de todas las nacionalidades, el gobierno argentino envió un avión militar que trasladó a los asilados, poco a poco, a Buenos Aires.

Por fortuna, otra vez en Buenos Aires, Sergio pudo conservar su empleo en FLACSO, a pesar de la debacle chilena, gracias a que esta institución abrió rápidamente un programa de emergencia en la capital argentina. Sin embargo, el apoyo brindado a esta iniciativa por el tercer gobierno de Perón fue magro y la institución no tenía facilidades para impulsar la absorción de todos los académicos que venían de Chile. En estas circunstancias, tanto universitarios como autoridades mexicanas se movieron diligentemente para ofrecer la hospitalidad de tierras aztecas a numerosos académicos del Cono Sur. Bagú recibió dos generosas invitaciones, ambas de la UNAM, y optó por aceptar la que provenía del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, entonces dirigida por Víctor Flores Olea. Se trasladó a México en compañía de Clari en noviembre de 1974 y se incorporó a sus labores universitarias de inmediato, en donde permaneció hasta el día de su muerte.

 

México

En tierras mexicanas publicaría aún tres libros más y dejaría los apuntes muy avanzados de un cuarto. Desde 1976, Argentina había entrado en la dictadura más cruel y sanguinaria que conociera su historia. La eterna pregunta acerca del destino de su país volvía a primer plano. Sergio se concentra, así, nuevamente, en el tema que mejor conocía y que más desvelos le daba. Pero, en lugar de escribir un libro de historia o de sociología política, decide, una vez más, bucear en las raíces de la explicación necesaria. Como ya era su costumbre, lo hace desde una perspectiva histórica e interdisciplinaria. Compila un conjunto notable de fuentes comentadas para el estudio de la historia argentina, el cual publica en 1978 en Argentina: 1875-1975. Población, economía, sociedad. En parte inspirado por el monumental O que se deve ler para conhecer o Brasil, de Nelson Werneck Sodré, Bagú retoma en este trabajo no sólo su eterna inquisición sobre Argentina, sino que intenta rescatar, aunque en un plano diferente, aquella intención demostrativa de sus trabajos juveniles: un camino para el estudio de la historia nacional diferente al de la historia oficial, a la historia de bronce.

En México, Sergio y Clari encuentran el remanso y la hospitalidad tan anhelados. El Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) no sólo es un centro de investigaciones, es una comunidad académica y espiritual, donde el intercambio con colegas y estudiantes de las nacionalidades más diversas le insufla continuamente el aliento y la inspiración para continuar investigando. Logra desarrollar, así, su carrera académica más continua y prolongada, dedicado fundamentalmente a la docencia y a la publicación de artículos de diversos temas. Recibe varias distinciones y reconocimientos —nacionales y extranjeros—, entre ellas el Premio Universidad Nacional, otorgado por la UNAM a sus académicos más distinguidos y, poco antes de cumplir 90 años, la UBA lo reconoce con el doctorado honoris causa el cual, irónicamente, resultó su primer y único título universitario.

Pasarían, sin embargo, once años antes de la publicación de su siguiente libro (1989). Debajo de un título y un tema un tanto sorprendentes —La idea de Dios en la sociedad de los hombres—, Sergio Bagú continúa indagando una de sus mayores inquietudes de fondo: los tipos organizativos, denominación un tanto críptica que usa para referirse a las formaciones sociales. Lo mueve aquella vieja inquietud no resuelta desde su trabajo acerca de la economía colonial. Si las etapas del desarrollo humano no son las enunciadas por Marx y Engels ni tampoco las propuestas por otros autores, ¿en qué criterios básicos pueden proponerse líneas divisorias y qué tan universales serían dichos criterios? En otras palabras, esto es lo que los historiadores conocen como el "problema de la periodización". En este ensayo, Bagú no propone nuevos criterios de división histórica, pero sí llama la atención acerca de la naturaleza de algunos factores que impulsan tanto la organización, como el cambio en las sociedades humanas y subraya explícitamente:

La creación social tiene, asimismo, su propia historia. Siempre fue fruto de un proceso integral, jamás de una sola idea, pero en la sociedad de los hombres la idea siempre ha actuado como uno de los agentes que van transformando las estructuras de lo social.

La pregunta que aquí surge es cuándo y cómo ese planteamiento filosófico que llamamos religión ha actuado como pauta activa de creación social; es decir, como norma para las relaciones entre individuos y, a la vez, como objetivo para configurar estructuras globales de la sociedad.

Ante preguntas expresas, Bagú insistía siempre en aclarar que este trabajo no era acerca de religión, sino de religiosidad. Llama la atención en cuanto a lo que considera una ausencia temática importante de la teoría social: la religiosidad como vehículo para la organización social. Si bien su indagación se refiere fundamentalmente al pasado de la humanidad, lo mueven las experiencias relativamente recientes de América Latina: la teología de la liberación, el papel de los cristianos por el socialismo, la actuación de ciertos sectores cristianos y de la Iglesia misma en las luchas de resistencia contra las dictaduras en Chile y Argentina, la actuación de sacerdotes y de sectores cristianos en los movimientos de liberación en Colombia, Nicaragua y El Salvador, así como el sorprendente episodio del derrocamiento del Sha de Irán, en 1979, por un movimiento religioso de gran arraigo popular. Estos temas no habían sido abordados sistemáticamente ni desde una perspectiva funcionalista ni desde la ortodoxia marxista, para la cual la canalización de los movimientos de resistencia popular por medio de organizaciones de signo religioso, y no clasista, no estaba prevista en los respectivos manuales de doctrina. Como historiador y sociólogo, Sergio Bagú siente la responsabilidad de llamar la atención y reflexionar el punto. La religión —en tanto filosofía de lo social— es también una herramienta —y muy poderosa— no sólo de conservación, sino también de transformación. El interés del autor, sin embargo, no está centrado en el papel que cumple la religiosidad en la psiquis del individuo, sino en su potencialidad como fuerza social.

A los 68 años de edad, lejos de pensar en retirarse, Sergio Bagú se encontraba en plenitud. Leía e investigaba con la misma pasión con la cual había comenzado más de medio siglo atrás. La urgencia no proviene de satisfacer requisitos de su carrera, que se encuentra ampliamente reconocida y, para más abundancia, desligada —por voluntad propia— de obligaciones respecto de los sistemas de estímulos económicos. La necesidad nace, más bien, de contemplar cotidianamente cómo el mundo de los seres humanos se dirige cada vez más hacia la inequidad, mientras las explicaciones racionales que se pretenden esgrimir alcanzan cada vez menos para entenderlo y, menos aun, para transformarlo.

Mientras mantiene sus actividades académicas regulares, continúa tomando copiosas notas y archivando recortes periodísticos. Continuamente subraya las noticias que aparecen en la prensa, en las cuales los principales organismos financieros y los voceros más destacados del establishment internacional reconocen su propia incapacidad para elaborar una propuesta económica —y, por ende, política y social— que garantice mayor justicia equitativa, desarrollo y paz.

En diciembre de 1995 fallece su esposa Clari, víctima de cáncer. El golpe fue devastador para Sergio. Ella había sido su compañera inseparable desde que había ilustrado las páginas de la primera edición del Moreno. Ella lo había acompañado en aquellas increíbles aventuras internacionales que los llevaron por tantos países, conociendo a tanta gente alrededor del mundo, desde Buenos Aires hasta Montreal, de Santiago a Caracas, de Los Angeles a París y de Montevideo a Dakar. Cuando el dinero escaseó, sacrificó su propia carrera artística para procurar ingresos adicionales. Sergio siempre consideró que, en realidad, sus libros eran el resultado de un estrecho trabajo de equipo. Las numerosas dedicatorias que le otorgó no eran sólo simbólicas o meramente afectivas; lo hacía en reconocimiento sincero a quien consideraba parte indisoluble de su propia actividad creativa.

Apenas iniciado 1996, Sergio entra en una febril actividad intelectual, autoimpuesta como terapia laboral frente a la dolorosa pérdida de Clari. Una vez más, la muerte llamaba demasiado temprano en puertas muy cercanas a sus afectos más íntimos. Vuelven las memorias de los tres hermanos que nunca conoció: de su hermano Edgar; de María, su madre; de Roger, su hermano, todos de una forma u otra arrebatados de su entorno afectivo mucho antes que su ánimo hubiese estado resignado a lo inevitable.

Recopila las notas elaboradas en los últimos años y decide publicar un libro. Una vez más, acerca de nuestra incapacidad para comprender racionalmente el mundo de lo social. Una vez más, dirigido a señalar temas simples capaces de alterar el mundo, pero absolutamente no previstos por el espíritu positivista decimonónico ni por la historia de bronce ni por sus críticos.

En gran medida, Catástrofe política y teoría social, el cual se publica en 1997, continúa la línea comenzada por Tiempo, realidad social y conocimiento, pero tiene dos diferencias sustanciales con éste: en primer lugar, el recuento de carencias en las ciencias sociales no se hace por disciplinas, sino por casos temáticos —la guerra, el fascismo, el colapso de la Unión Soviética, la pobreza en Estados Unidos—; en segundo término, pero quizás más significativo, Sergio Bagú señala su inquebrantable optimismo en la capacidad creadora de la "multitud anónima". El mensaje es claro y contundente: a pesar de las fallas y ausencias de la teoría imprescindible —a la cual, no obstante, hay que seguir construyendo incansablemente— la última esperanza siempre radica en el pueblo, en ese incansable actor principal de la historia que, de una u otra manera, con o sin teoría, con líderes o a pesar de ellos, con o sin historiadores de bronce o de corcho, encuentra un camino. Y ésa, ésa es precisamente la forma como se hace la historia.

Catástrofe... es, conscientemente, su despedida, aunque no su última publicación, ni mucho menos, su último interés. Una lectura cuidadosa de sus páginas deja numerosas pistas para continuar el camino señalado. En los últimos años, Sergio Bagú se había interesado profundamente por el vínculo entre los conceptos de estructura y sistema y no deja de llamar la atención la perspicacia con la cual logró aprehender los fundamentos de este último, a una edad ya muy avanzada y a pesar de sus fuertes limitaciones en matemáticas. Aunque había oído mencionar el término muchas veces y tenía una vaga noción de lo que una teoría de sistemas podía involucrar, fue su antiguo colaborador y amigo Daniel Vila —a quien visitó en Argentina en su viaje de mediados de los ochenta—, quien lo interesó en profundizar más en esta perspectiva. Posteriormente, tuvo oportunidad de colaborar en un trabajo coordinado por Rolando García —notable científico argentino y ex decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA—, donde aprovechó la ocasión para estudiar más a fondo el tema, que ya se convertía en su pasión intelectual más reciente.

En los últimos dos años de su larga y fecunda vida estaba dispuesto a escribir todavía un último trabajo y dejó numerosas notas y apuntes de temas diversos que giraban, como siempre, alrededor de observaciones puntuales referentes a ausencias y contradicciones fundamentales en las ciencias sociales. Conservó su cátedra como un templo hasta el último aliento, donde se juzgaba a sí mismo sólo como un intermediario entre sus estudiantes y un conocimiento que no consideraba de su patrimonio particular, sino de toda la humanidad. Nunca se vio a sí mismo como historiador o sociólogo sino, acaso, como un modesto revelador o un señalador. Nunca pretendió hacer escuela ni erigirse en poseedor de la verdad última —criticaba siempre severamente a los que pretendían autoasumirse en esta actitud— y su deseo íntimo fue, siempre, que sus observaciones y análisis sirvieran para que otros recogieran el testimonio y llegaran más lejos. Fue toda su vida un convencido de que el mejor discípulo no es aquel que imita a la perfección a su maestro, sino quien es capaz de superarlo. Y era siempre el primero en reconocer las ideas originales y los testimonios valiosos de alumnos y colegas, de los cuales tomaba nota con frecuencia, para citar puntillosamente en sus propios trabajos, dando siempre escrupuloso crédito a quien correspondía.

En su vida y en su obra, Sergio Bagú mantuvo una transparencia y una humildad extremas, siempre dispuesto a ayudar tanto al estudiante universitario como al menesteroso de las calles. Su identificación con la clase popular fue incuestionable y profunda, así como su compromiso con el estudio de la historia, la demografía, la antropología, la geografía humana, la psicología social, la filosofía y la sociología, en las cuales esperaba encontrar esas urgentes respuestas a las pronunciadas desigualdades del mundo que le tocó vivir. Sin embargo, encontraba a cada paso importantes contradicciones y ausencias que ponían en tela de juicio el valor de esas monumentales construcciones del ingenio humano cuyas bondades, no obstante, también sabía reconocer. Su preocupación fue siempre que aún no disponemos de la sabiduría mínima necesaria, no sólo para transformar adecuadamente el mundo, sino siquiera para interpretarlo. Entre sus líneas de estilo suave y mesurado, siempre con claro sentido didáctico, palpita una férrea denuncia de nuestras miserias culturales y una firme defensa de la autonomía del pensamiento, no sólo como derecho, sino como deber de todo aquel que se llame intelectual. Junto a ello, su fe estuvo y estará permanente, incuestionable e inequívocamente, junto a la capacidad creativa del pueblo y, en particular, de la juventud latinoamericana, a la cual dedicó su vida.

 

Sergio Bagú: libros, ensayos y compilaciones como autor único

1933-1934 Recopilación de la obra en prosa de Almafuerte, con estudios previos y notas, 2 vols., Buenos Aires, Claridad.         [ Links ]

1936 Vida ejemplar de José Ingenieros, Buenos Aires, Claridad.         [ Links ]

1939 Mariano Moreno: pasión y vida del hombre de Mayo, Buenos Aires, Claridad.         [ Links ]

1949 Economía de la sociedad colonial, Buenos Aires, El Ateneo. En 1992 el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y Grijalbo publicaron en México una nueva edición, ampliada y actualizada.         [ Links ]

1952 Estructura social de la colonia, Buenos Aires, El Ateneo.         [ Links ]

1959 Acusación y defensa del intelectual, Buenos Aires, Perrot.         [ Links ] 1961 Argentina en el mundo, Buenos Aires, FCE.         [ Links ]

1961 La sociedad de masas en su historia, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba.         [ Links ]

1966 El plan económico del grupo rivadaviano: 1811-1827, Rosario, Instituto de Investigaciones Históricas- Universidad Nacional del Litoral.         [ Links ]

1969 Evolución histórica de la estratificación social en la Argentina, Caracas, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales-Universidad Central de Venezuela.         [ Links ]

1970 Tiempo, realidad social y conocimiento, México, Siglo XXI.         [ Links ]

1972 Marx-Engels: diez conceptos fundamentales. Génesis y proyección histórica, Buenos Aires, Nueva Visión.         [ Links ]

1978 Argentina: 1875-1975. Población, economía, sociedad, México, Centro de Estudios Latinoamericanos-UNAM.         [ Links ]

1989 La idea de Dios en la sociedad de los hombres, México, Siglo XXI.         [ Links ]

1997 Catástrofe política y teoría social, México, Siglo XXI.         [ Links ]

 

Notas

1 Cf. http://www.argiropolis.com.ar/ameghino/biografias/palac.htm

2 Sergio Bagú, Almafuerte: discursos completos. Reflexiones sobre el estudio de su vida y de su obra, Buenos Aires, Claridad, 1933.

3 En Argentina, se denomina radicales a los simpatizantes e integrantes de la Unión Cívica Radical, movimiento de clase media de orientación liberal, fundado en 1890 por Leandro N. Alem y que llevó a Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la República en 1916.

4 Gunnar Myrdal, An American Dilemma: The Negro Problem and Modern Democracy, 1944.

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