Introducción1
La idea de que en esta fase del capitalismo global el Estado necesita cambios o reformas parece haberse convertido en un consenso prácticamente sin fisuras ni disidencias. En todo caso, la discusión versa en torno de la orientación que deberían adoptar esos cambios que algunos presentan como necesarios, otros como inevitables. La perspectiva sociológica nos obliga a desconfiar de cualquier pretensión de “necesariedad” o “inevitabilidad” y a proceder separando los fenómenos sociales y políticos tanto de lo dado por sentado como del aparente curso inexorable de la Historia. En este trabajo abordamos el proyecto de modernización estatal que impulsó el gobierno de la alianza Cambiemos en la Argentina (2015-2019),2 interrogándonos en particular acerca del sentido que buscó imprimir a esos cambios, desde el punto de vista de su narrativa y su finalidad política.
En marzo de 2016, durante el primer acto de apertura de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación y a tres meses de asumir, el presidente Mauricio Macri sostuvo que una de las tareas fundamentales de su gobierno era construir en la Argentina el “Estado del siglo XXI” (Presidencia de la Nación, 2015). La apelación a una noción tan general como difusa no pretendía justamente rehuir a su ambigüedad; por el contrario, con el uso de esta terminología el discurso oficial adoptaba la suficiente elasticidad para operar en la disputa político-cultural en torno a la cuestión del Estado que impulsaba el nuevo gobierno tanto en la esfera pública, de cara a la sociedad en su conjunto, como al interior de la administración pública, en pos de reescribir los códigos culturales que hacen posible la interacción de los agentes en el entramado burocrático-estatal.
Como en casi cualquier sociedad occidental contemporánea, en la argentina el Estado constituye una referencia ineludible, aunque la ciudadanía en su conjunto no comparta una forma única de concebirlo. Conviven en la sociedad diferentes representaciones acerca del Estado, a veces personificado como un actor con voluntad propia o, por el contrario, percibido como colonizado por intereses “espurios” y sin autonomía; otras veces imbuido de una orientación clara y deliberada, o caracterizado como un actor sin rumbo; dotado de una coherencia imaginaria o de una fragmentación extrema. Adicionalmente, como señala la literatura, el alcance y la intensidad que adopta el concepto Estado en determinada sociedad se ve influido por las características de la cultura política nacional (Mitchell, 2015; Lemperiére, 2007). Siguiendo a Philip Abrams (2015), distintas nociones de Estado son proyectadas y difundidas en la sociedad, e incorporadas a su vez en el pensamiento y la acción de los actores sociales. De la mano de las perspectivas teóricas que han llamado la atención acerca de la existencia del Estado como idea o abstracción, en este trabajo nos interesa examinar el discurso sobre el Estado que está presente en la propuesta oficial del gobierno de Cambiemos respecto de modernizarlo, teniendo en cuenta que esa operación de representación simbólica trama una serie de discursos que, vistos en conjunto y en el tiempo, pueden juzgarse de narrativa sobre el Estado (Gupta, 2015).
Consideramos que el auspicio y la promoción de una agenda de modernización estatal es un momento de intensa circulación en la esfera pública de nociones, presupuestos y valores asociados al Estado en particular rico para el análisis. Por tal razón, este trabajo se enfoca fundamentalmente en los primeros años de la presidencia de Macri, líder de la alianza Cambiemos en el Poder Ejecutivo nacional, cuando lograba establecer públicamente una agenda que asumía a la modernización estatal como un imperativo insoslayable, aunque la cuestión había estado ausente durante la contienda electoral y tampoco respondía a una demanda pública preexistente (Caravaca et al., 2020). En el mismo sentido, Gabriel Vommaro y Mariana Gené han destacado las tonalidades refundacionales del proyecto de centro-derecha de Cambiemos en aquellos primeros años de gestión, “sustentado en una visión de modernización gerencial de la política y el Estado, y de des regulación económica controlada”, no exento de tensiones (Vommaro & Gené, 2017, p. 231). Por otra parte, nuestro recorte temporal se extiende hasta la pérdida de vitalidad de dicha agenda de modernización estatal, expresada en la decisión presidencial de desjerarquizar el Ministerio de Modernización de la Nación (creado en diciembre de 2015) a secretaría y subordinarlo a la Jefatura de Gabinete en 2018. Sin embargo, ampliamos el periodo analizado algunos años hacia atrás, hasta diciembre de 2011, cuando inició la segunda gestión de Macri en el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por dos razones: en primer lugar, dadas las evidencias encontradas respecto de la continuidad de concepciones y principios vertebradores de la modernización estatal,3 así como la prolongación de los modelos e instrumentos de gestión pública promocionados; y, en segundo lugar, porque aquella experiencia de reestructuración de la administración pública a nivel local no solo marcaría la orientación de las reformas propugnadas desde 2015 a nivel de la administración pública nacional (APN), sino actuaría, a su vez, en el espacio público como un antecedente válido de legitimación de las mismas.
Si bien existen en la literatura aportes sumamente interesantes en relación con la política de modernización estatal del gobierno de Cambiemos, varios de esos trabajos se concentraron en identificarla con cierto paradigma de la función pública, por ejemplo, al subrayar su afinidad con los enunciados del new public management (Bernazza, 2016). Otros analistas exploraron el discurso político de Cambiemos, pero enfocados en otros tópicos específicos (Buonfiglio, 2016) o interrogándose acerca de su intensidad polémica (Caleri, 2019). La gestación y consolidación política del partido PRO y el encumbramiento de Cambiemos en el Poder Ejecutivo nacional también fue objeto de interés de los académicos locales (Vommaro, 2017; Vommaro & Gené, 2017). Por otra parte, los estudios acerca de la participación de ex gerentes de empresas privadas en el gabinete de Macri (Canelo & Castellani, 2016; García Delgado & Gardin, 2017; García Delgado et al., 2018) nos interesan en la medida en que, desde el punto de vista del gobierno, su desembarco en los cargos más altos del sector público suponía aportar una dosis de “experticia” y “eficiencia” al Estado que constituía por sí mismo una infusión de “modernidad” a la gestión estatal, mientras que, para quienes desconfiaron de ese proceso, el involucramiento de gerentes en la administración pública trajo aparejado conflictos de intereses y condujo al predominio del sesgo antiestatal, antipolítico y pro mercado que suele impregnar la ideología de los CEO en la Argentina (Canelo & Castellani, 2016). En esta clave analítica, fue estudiado el Ministerio de Modernización como un exponente de la captura de la decisión pública por parte de fracciones del poder económico, en su dimensión cultural, es decir, a raíz de la implantación de valores y creencias propias del sector privado en el público y la paulatina colonización del entramado estatal por parte de la racionalidad política empresarial (Castellani & Pierbattisti, 2019). A diferencia de estos antecedentes, en este artículo tomamos a la idea misma de Estado como objeto fundamental de estudio y examinamos la propuesta de modernización estatal en el escenario de una batalla cultural por definir los modos convencionales de entender al Estado en la sociedad argentina.
Metodología, estrategia analítica e hipótesis
En este trabajo nos enfocamos en la palabra pública de altos funcionarios del gobierno de Cambiemos para analizar cómo presentan discursivamente al Estado, qué consideran que debería o no estar bajo su órbita, qué roles o tareas le adjudican y qué tipo de instrumentos le asignan, teniendo en cuenta que, según sus principales analistas, un rasgo que distingue a Propuesta Republicana (PRO, uno de los partidos centrales de la alianza Cambiemos) de las derechas neoliberales tradicionales es que le reconoce un papel importante al Estado.4 (Vommaro, 2017, p. 77). Consideramos funcionarios de alto rango a ministros y secretarios, además del presidente. Es decir, aludimos a un conjunto de funcionarios políticos que, por un lado, tomó la voz en la esfera pública, es decir, accedió de manera privilegiada a la prensa ya que fue entrevistado y participó en actos de gobierno. Mientras que, por otro lado, es su identificación política con el proyecto de Cambiemos la que nos habilita a construir una narrativa que excede el plano personal y que da cuenta de la ideología compartida por los miembros de esa alianza de gobierno. Al enfocarnos en los funcionarios de carácter político dejamos de lado a subsecretarios y directores nacionales, con aparición mucho más esporádica en la prensa y mencionados por ella en un registro cercano a la crónica, es decir, sin tomar la voz pública.
Por otra parte, resulta claro que, con su discurso público, los funcionarios políticos del gobierno no solo revelaban modos más o menos estables de definir y entender al Estado que en algún punto compartían, sino que construyeron una posición de enunciación que localizaba su visión sobre el Estado como por fuera del lugar que entonces ellos ocupaban en su conducción, como una perspectiva gestada desde el ciudadano. La posición de “exterioridad” con respecto a la política, junto a su concepción de la dirección estatal como mera gestión o “solución de los problemas de la gente” aparecerían, como ya han advertido otros trabajos, como uno de los elementos centrales de su narrativa (Canelo, 2019, p. 175). Aunque nos centramos en la palabra pública de altos funcionarios, no olvidamos que la representación del Estado en la esfera pública es siempre un terreno en disputa, en el que están presentes también otros actores, voces a las que no podemos enfocarnos en este texto, pero serán parte de futuras indagaciones.5
Nuestra estrategia metodológica consistió en reunir las intervenciones públicas de los funcionarios políticos clave del gobierno, en su rol vigente o en su función previa en el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires durante la gestión de Macri (2011-2015), mediante la recopilación de artículos periodísticos publicados entre 2011 y 2018 en diarios de circulación nacional: La Nación, Clarín y Página 12, así como entrevistas difundidas por estos medios en su versión en línea.6 Consideramos las intervenciones mediáticas como recursos con los que Cambiemos creó e intentó imponer una narrativa sobre el Estado moderno.
Entendemos por narrativa un conjunto de discursos articulados entre sí, no tanto por un grupo predeterminado de actores sociales como por una temática, ciertos términos o nociones y formas argumentativas, que ofrecen una interpretación del pasado, generan cierto diagnóstico sobre un problema y una determinada atribución de sus causas. La narrativa se caracteriza además por estar orientada al futuro, de forma tal que esas lecturas interrelacionadas del pasado y del presente resultan generadoras de escenarios específicos y guían cursos de acción posibles. Es decir, se trata de un conjunto de esfuerzos por dar sentido al presente, inscribirlo en una secuencia histórica y vislumbrar un futuro marcando los pasos a seguir para alcanzarlo. Con esto, una narrativa puede plantear “cursos de acción estatal” (Visacovsky, 2017, p. 377). En este caso, nos interesa la narrativa de Cambiemos sobre la modernización estatal, no porque la misma no haya sido disputada, sino porque una vez en el poder esa fuerza política tomó acciones específicas en pos de la modernización basadas en esa narrativa, a través de la cual, además, se propició la legitimación pública de las mismas.
Nuestra estrategia analítica nos llevó a avanzar en dos pasos que ―aunque articulados entre sí― comprometieron operaciones de índole diferente. Primero, un trabajo de análisis inicial, más apegado a las notas de prensa recopiladas, para detectar y clasificar enunciadores, las características de su lenguaje, los términos utilizados por los propios actores -para nosotros, las nociones nativas que eran de nuestro interés comprender- para referirse a la modernización estatal o los adjetivos asociados a ella, el modo en que era enunciado el Estado como problema y los presupuestos subyacentes a esa construcción discursiva. En un segundo momento, reagrupamos el material a partir de ejes o conceptos que surgieron de esa lectura: la identificación modernización-ajuste; modernización-eficiencia; modernización-planificación; modernización-productividad; modernización-simplificación; modernización-tecnología (informática); modernización-transparencia; modernización-desburocratización; además, nos detuvimos analíticamente en la imagen de empleado público que era construida desde el discurso; el modo de vinculación Estado-actores privados que se avizoraba como deseable; los roles considerados legítimos para el Estado ―y aquellas áreas que le resultaban vedadas según la misma cosmovisión― y la noción de ciudadanía que se daba por sobreentendida. Es decir, las categorías analíticas surgieron de manera inductiva del propio material de prensa recopilado, y no de un marco teórico definido previamente.
Partimos de las siguientes preguntas: ¿de qué manera los funcionarios de alto rango del gobierno de Cambiemos procuraron legitimar su proyecto de modernización estatal? ¿Cuáles fueron los recursos argumentativos a los que apelaron? ¿En qué medida sus discursos se nutrieron de esquemas interpretativos vigentes en la Argentina desde hace décadas o introdujeron un lenguaje, términos o concepciones novedosas? ¿Qué imágenes forjaron de la estatalidad?
Entendemos que la agenda de modernización estatal tiene, entre otras finalidades, la de incidir en el modo en que la ciudadanía concibe al Estado ofreciéndole una serie de imágenes, términos y conceptos para pensarlo y describirlo, así como una escala de valores para evaluar su accionar. Sostenemos que, desde su impulso a fines de 2015, el proyecto modernizador de Cambiemos persiguió el objetivo de incidir en los modos convencionales de pensar al Estado, de considerar sus deberes y funciones legítimas.
Como otra hipótesis de trabajo, consideramos que los esfuerzos de justificación del proyecto modernizador de la administración pública tenían como horizonte reforzar en la dirigencia política y social, y en la sociedad en su conjunto, la idea de que las políticas de reforma del sector público eran “inexorables”, para que se volvieran, al mismo tiempo, social y políticamente viables. Una de las ideas fuerza motorizada por el discurso del gobierno era que la modernización venía a paliar o remediar los “vicios” adquiridos por el Estado durante una etapa (2003-2015) de crecimiento de la estructura del sector público a nivel nacional y de ampliación de la injerencia del Estado en diversos planos. El gobierno de Cambiemos proponía un modelo de Estado que se proclamaba como radicalmente diferente al gestado durante (lo que denominaba) la experiencia populista del Estado.
Según la socióloga Paula Canelo, el trabajo hecho por Cambiemos en el plano simbólico y cultural fue fundamental para hacer viable, y sostener en el tiempo, un proyecto socioeconómico regresivo como el que implementó y habilitar profundas transformaciones sociales (Canelo, 2019, pp. 168, 176). Tomando en cuenta la relevancia política de ese trabajo simbólico, este artículo tiene como objetivo analizar la concepción del Estado que busca imponer Cambiemos en la cultura pública explorando la construcción discursiva que hace de él (Gupta, 2015). Siguiendo a Akhil Gupta, entendemos la cultura pública como “una zona de debate cultural que se lleva a cabo a través de los medios de comunicación, otros modos de reproducción mecánica y las prácticas visibles de instituciones tales como el Estado. Es el lugar y lo que está en juego de las batallas por el significado cultural” (Gupta, 2015, p. 101). Es en esta zona que las representaciones del Estado se constituyen, se cuestionan y se transforman o, por el contrario, se naturalizan. La relevancia del análisis de artículos de prensa se vuelve evidente a partir de esta concepción de la cultura pública, en tanto, según la misma, la prensa expresa en buena medida la forma en que el Estado llega a ser imaginado.
Modernización y construcción discursiva del Estado
Como cualquier otro problema público, la construcción de la cuestión del Estado supone cierta forma de categorizarlo y de definirlo.7 El modo en que se conceptualiza el problema afecta la manera de resolverlo, en la medida en que vuelve impensable cualquier definición o solución alternativa. Se trata, como dice Gusfield (2014), de una restricción poderosa que suele pasar inadvertida. Por esta razón es relevante iluminar la construcción discursiva del Estado que hizo Cambiemos. Al inicio de su gestión, la alianza gobernante fue hábil en establecer la definición de la cuestión estatal en la agenda. Al acceder a los resortes de la administración pública, y sacando provecho de la ausencia de datos consolidados que brindaran una dimensión objetiva de la estructura de la administración pública nacional, el gobierno se posicionó como autoridad casi excluyente sobre el tema. Aunque el contenido de la tarea de modernización distaba de ser preciso o estar claramente definido, el ministro de Modernización, Andrés Ibarra,8 era presentado como el especialista en la materia, dados sus antecedentes en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde Ibarra también había tenido a su cargo la primera cartera en la materia entre 2011 y 2015,9 pasando de ser fuente válida de definición del problema, a asumir legítimamente el rol de controlarlo, regularlo y proponer soluciones presentadas como innovadoras.
El Ministerio de Modernización de la Nación fue creado por decreto del presidente Macri el mismo día que inició su gestión en diciembre de 2015; hecho sin duda significativo que expresaba la relevancia otorgada por el nuevo gobierno a la reestructuración de la administración pública nacional. Poco después, en junio de 2016, un documento oficial titulado “El estado del Estado” fue presentado públicamente, aunque tuvo una circulación relativamente escasa. Este documento, que oficiaba de diagnóstico sobre la cuestión estatal, contemplaba en realidad el doble propósito de justificar las medidas de modernización estatal y desmarcar el proyecto de un mero ajuste fiscal. La amplia repercusión de ese documento no fue necesaria para generar cierto consenso en torno a la iniciativa que tomaba el gobierno de Cambiemos, ya que la imagen del “desborde estatal durante la gestión kirchnerista” ya se encontraba instalada en la esfera pública por un sector de la prensa nacional ideológicamente afín (La Nación, 2016, 3 de septiembre). Un núcleo duro de problemas ―no solo el del déficit fiscal― se consideraban transversales a todas las dependencias estatales: el sobreempleo, la existencia de regulaciones “kafkianas” ―según palabras del economista Nicolás Dujovne,10 más tarde nombrado por Macri ministro de Hacienda de la Nación (La Nación, 2016, 20 de junio) en la misma línea del ministro de Cultura, Pablo Avelluto,11 quien definió al Estado como una especie de “tortura burocrática y kafkiana” (La Nación, 2018, 24 de enero)― y la infiltración de la corrupción en la estructura de la administración pública. A las concepciones a esta altura tradicionales de un Estado demasiado “grande” o “pesado” ―propias de las décadas de 1980 y 1990, asociadas al paradigma neoliberal que orientó las decisiones de reforma estructural en la Argentina―, se sumaba ahora el énfasis puesto en la idea de un “deterioro ético” del Estado en su conjunto. Tal descomposición quedaba tanto vinculada a la supuesta capilaridad de la corrupción12 en la administración estatal, como ligada a la extensión de los subsidios estatales que, desde esta perspectiva, eran leídos en clave moral ―y no mediante el lenguaje de la ciudadanía, como derechos―. En la construcción de la cuestión del Estado en tanto que problema público (Gusfield, 2014), no podía estar ausente la faceta moral, articulada con datos u otros elementos cognitivos que suelen quedar entrelazados con juicios morales.
En la narrativa oficial, la figura de un Estado del siglo XXI comprendía una serie de adjetivos que se repitieron desde su enunciación por el propio presidente de la nación: se trataba de “un Estado integrado, eficiente, inteligente, transparente, participativo e inclusivo; un Estado que esté, sobre todo, al servicio de la gente” (La Nación, 2016a, 1 de marzo). Cada uno de los rasgos de este “modelo” de estatalidad se señalaba como el negativo del Estado previo, la antítesis de la experiencia populista, de manera de construir simbólicamente una distinción tajante entre una administración pública considerada arcaica y otra moderna. Ibarra lo presentaba directamente en estos términos: “Recibimos un Estado arcaico” (Clarín, 2017, 8 de abril). Dos funcionarios que lo acompañaron en el ministerio nacional (así como lo habían hecho en el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), Eduardo Martelli ―Secretario de Modernización Administrativa― y María José Martelo ―Subsecretaría de Gestión Administrativa― descansaban en este mismo clivaje de un pasado a superar y un futuro promisorio por construir al momento de presentar la transformación de la administración pública como el pasaje “De un gobierno obsoleto a un gobierno electrónico e inteligente” en la introducción de un libro digital que publicaron en 2019 junto a Pablo Clusellas, secretario legal y técnico de la Presidencia de la Nación (Clusellas et al., 2019, p. 11). Si, por un lado, llama la atención el uso de la noción de gobierno para hacer referencia a la modernización de la administración pública nacional, por el otro, su planteo se inscribe en la narrativa que contrapone un pasado decadente al provenir moderno que su propia gestión traería al Estado. Cada una de las expresiones que citamos era acompañada por distintas formas de impugnación del modo de acción pública desarrollada durante el gobierno kirchnerista; allí encontraban su fuerza política y simbólica en tanto representación con vocación hegemónica.
Sobre ñoquis, o acerca de la artificialidad del empleo público
En la Argentina de la segunda mitad del siglo XX fueron situaciones de notable deterioro de las cuentas públicas (déficit fiscal) las que precedieron a propuestas de reestructuración estatal. Aunque análisis académicos posteriores concluyeran que las políticas de restructuración estatal y de “drástica” reducción del sector público arrojaban finalmente un saldo ambiguo, o incluso opuesto a lo esperado,13 esa experiencia dejó emparentada en el sentido común la transformación del Estado a medidas de racionalización o de reducción del gasto público. Por otra parte, en el frente externo, las propuestas de reestructuración del Estado constituyeron gestos de “austeridad” de los gobiernos frente a los acreedores externos y organismos financieros internacionales, aun cuando en ocasiones la profundidad de la crisis hacía inaplicables los planes modernizadores que eran anunciados, como en 2001. Desde el giro neoliberal de las sociedades capitalistas occidentales a finales de la década de 1970, la noción de “austeridad” se convirtió en una idea política poderosa (Harjuniemi, 2018, p. 3). En países en desarrollo como la Argentina esta idea se traducía en medidas concretas de recorte del gasto público o metas de déficit fiscal convenidas con organismos internacionales como el FMI. Aunque en la gestión Cambiemos el nuevo proyecto modernizador aparece ligado a la “herencia fiscal” recibida del gobierno anterior, no acudió a actores y condicionalidades externas para legitimarse. Como parte de la atribución de responsabilidades que supone la construcción de cualquier problema público (Gusfield, 2014), el nuevo gobierno consideraba que el gasto público era elevado debido a doce años de populismo, irresponsabilidad y corrupción. Durante aquellos años, el crecimiento del número de empleados públicos, la corrupción generalizada y los subsidios a la energía y el transporte eran los principales factores de incremento del gasto público desde la mirada oficial.
Aunque existió inicialmente la presunción de que el proyecto modernizador de Cambiemos era un mero programa fiscalista de reducción estatal, el tiempo demostraría que se trataba de algo más que eso. Esa sospecha se puso de manifiesto cuando, durante su primer año de gestión, el referente máximo de la cartera modernizadora, Andrés Ibarra, fue presentado públicamente por la prensa como el “ministro de la tijera”, el “gran auditor” o el “ministro que ajusta a los ministros”. En la narrativa que empezaba a construir Cambiemos en sus primeros meses de gobierno, la atribuida irracionalidad del gasto estatal quedó condensada en la figura del empleado ñoqui.14 Más allá de lo simbólico, esta idea abrió una primera etapa de la gestión que consistió en revisar los contratos de los empleados con el Estado (Decreto 254/2015). En este contexto, Cambiemos articuló un discurso que contribuyó a erosionar la figura ya socialmente desprestigiada del empleado público. Apelando a “lo que todo el mundo sabe”, a lo que es considerado parte del sentido común, se procuró instalar en la sociedad una sospecha generalizada relativa al ingreso de los empleados a la administración pública a raíz del amiguismo o del partidismo político.15 Se daba por sobreentendido que el kirchnerismo había convertido la administración pública en refugio político y en una máquina para el enriquecimiento personal, y que “nunca antes” el empleo público había tenido un crecimiento tan descontrolado. La tarea que encaraba el gobierno nacional, a través del Ministerio de Modernización, de revisar y evaluar la legalidad de los concursos en proceso y de los contratos de toda la administración pública, se planteaba entonces como obvia y necesaria, y no como producto de una decisión política (La Nación, 2016, 25 de enero).
En la narrativa de Cambiemos modernizar el Estado significaba entonces pasar de un Estado “superpoblado” a otro conformado por una “dotación óptima” de empleados públicos. La idea de que el empleo público estaba sobredimensionado es controvertida en un punto y en otro paradojal. Resulta difícil establecer una dimensión adecuada y precisa de la dotación de empleados necesaria sin especificar al mismo tiempo a qué fines debería orientarse la acción estatal o para qué tareas es valorado (y dimensionado) ese plantel. Resulta paradójico, además, establecer taxativamente una superpoblación de empleados cuando no existía una magnitud de referencia ―un dato consolidado oficial que tomara en cuenta los tres niveles de gobierno―, porque tampoco había un organismo estatal encargado de construir y publicar información fidedigna sobre el empleo público, razón por lo cual investigadores y especialistas tenían que recurrir a fuentes y estimaciones indirectas (Diéguez & Gasparin, 2016).
Pese a la laguna de información, el reordenamiento del Estado impulsado por el gobierno de Macri, como parte de su modernización, partió del supuesto de su “sobredimensionamiento”. Las intervenciones públicas de funcionarios continuamente apelaron a la imagen del “sobrepeso” del sector público, la que explicaban como consecuencia de la creación “artificial” de empleo público como estrategia del gobierno anterior para “esconder” la desocupación. En la apertura de sesiones ordinarias del Congreso de 2016, el presidente se refirió a que el gobierno que lo precedió había mentido “camuflando el desempleo con empleo público” (La Nación, 2016b, 1 de marzo). Algunos medios de prensa se hacían eco de esta idea, al sostener en sus líneas editoriales que, para construir una Argentina moderna, entre otras cosas, “se debería dejar de alimentar militantes y ñoquis” (La Nación, 2016, 6 de junio). En el lenguaje corriente, la palabra ñoqui ya cargaba con un sentido despectivo que se trasladaba también a la figura del militante político, cuando uno y otro eran asimilados como equivalentes en el discurso. En esta misma línea que emparentaba militancia política y empleo ñoqui se manifestó el ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, cuando sostuvo que “No vamos a dejar la grasa militante, vamos a contratar gente idónea y eliminar ñoquis” (La Nación, 2016, 13 de enero). La metáfora de un cuerpo al que le sobra grasa y que debe pasar a ser esbelto y ágil para definir al Estado y al empleo público puede considerarse heredera de aquella visión del mundo empresarial que, en los años noventa, apuntaba al objetivo de transformar las empresas en esbeltas, según la definición de Boltanski & Chiapello (2007). Desgrasarse, tanto en las empresas como en la concepción que presentó el ministro, era equivalente a quitarse de encima el peso burocrático que enlentece y resta calidad a la producción. En este sentido, como en otros que veremos, Cambiemos identificó al Estado, sus problemáticas y posibles soluciones, con aquellas propias del mundo de los negocios y las empresas privadas. Como ha sido señalado, la estrategia de legitimación de los miles de despidos de trabajadores de distintas dependencias estatales se valió del recurso retórico de tomar “la parte por el todo”, haciendo referencia a casos puntuales de personal de dudosa idoneidad o sin haber concursado el cargo que ejercían (Jaimes, 2016). En contraposición de la figura del ñoqui, el gobierno proponía reforzar la carrera en la función pública, reinstalar los concursos y la meritocracia. Por tanto, el diagnóstico de un Estado superpoblado de ñoquis era a la vez una prescripción: la necesidad de introducir el mérito individual como criterio.
Más allá del impacto efectivo en el gasto público que tuvieron esas medidas ―evaluado como nulo, en el mejor de los casos―,16 es importante destacar la tensión entre el señalamiento de los funcionarios sobre el tamaño exagerado de la planta de empleados públicos y el ensanchamiento del organigrama del nuevo Ministerio, que, siguiendo una línea general de aumento del tamaño de la administración pública nacional durante esta gestión, absorbió dependencias y creó en su interior direcciones, secretarías y oficinas. Es decir, mientras desde el propio Ministerio se intentó establecer discursivamente que el tamaño de la planta de empleados públicos era un problema, su responsable agrandó ostensiblemente la cantidad de dependencias y funcionarios, siguiendo una tendencia general. Esta decisión condujo a otra paradoja: la creación de una nueva dirección dedicada, justamente, al planeamiento de la dotación estatal considerada óptima.17 Los criterios para decidir el número óptimo de empleados nunca transcendieron públicamente, aunque los documentos mencionan que tras el análisis de cada repartición centralizada y descentralizada del Poder Ejecutivo nacional se sugeriría la “adecuación de sus dotaciones a las óptimas”, a través de jubilaciones, movilidad trasversal entre áreas y programas de retiros voluntarios, lo que los gremios denunciaron como un intento de flexibilización laboral que era presentada públicamente como “movilidad consentida por el trabajador”.18
La diferencia entre un área del Estado que crecía sostenidamente con otra a la que se acusaba de su hipertrofia parecía radicar en quiénes ocupaban uno y otro espacio. Mientras que las gerencias ocupadas por cargos políticos se multiplicaban sin que eso supusiera una revisión crítica, los cargos de menor jerarquía eran sometidos a juicio. Es decir, el mérito que se daba por sentado en algunos agentes ―los de la cúspide de la pirámide―, se analizaba y evaluaba en otros bajo la hipótesis de que en los sectores rasos del empleo público era necesario ordenar y adecuar, es decir, reducir, el número de empleados. Un ejemplo más de la meritocracia asimétrica propuesta por Cambiemos sobre la que echó luz Canelo (2019).
Modernizar, o cómo romper las cadenas de la rigidez burocrática
Para desmarcarse del rótulo neoliberal y tomar distancia de las reformas estatales de los años noventa, el ministro de Modernización subrayaba que el objetivo del gobierno no era achicar el Estado, “sino que éste pueda prestar mejores servicios” (La Nación, 2016, 16 de mayo). Mientras el Estado era reducido a su rol de proveedor de servicios, el discurso oficial ―en la voz del ministro― destacaba que “A la gente hay que darle un Estado moderno que le sirva” (Página 12, 2016, 12 de enero). En esa simplificación de las diversas funciones que ejerce el Estado, el paradigma modernizador establecía, al mismo tiempo, una jerarquía: por un lado, privilegiaba el rol estatal como prestador de servicios por sobre sus otras funciones de regulación, prevención, fiscalización o control, en tanto garante de derechos y del cumplimiento de las leyes; por el otro, fomentaba una relación fundamentalmente utilitaria de la ciudadanía con el Estado ―basada en la utilidad o no de lo que el Estado está en condiciones de ofrecerle―. La ciudadanía quedaba identificada en su rol de usuaria/cliente y su vínculo con las agencias estatales imbuido de la lógica mercantil de responsabilización individual.
Según Ibarra, la dimensión del desafío modernizador se cifraba en que “Recibimos un Estado arcaico, con herramientas del siglo XIX, con algunas soluciones para el siglo XX y para satisfacer demandas y necesidades del siglo XXI. Hay una brecha que el ciudadano lo ve y lo sufre” (Clarín, 2017, 8 de abril). Aunque el ciudadano era colocado en el centro ―en términos de una demanda a satisfacer― se lo priorizaba desde una racionalidad que mercantilizaba al Estado (como un mero proveedor de servicios), que daba primacía a los intereses individuales por sobre las articulaciones colectivas, y que descansaba en una concepción apolítica de la sociedad. En este plano, la modernización consistía en convertir un aparato administrativo vetusto y rígido en una estructura eficiente y ágil, marco en el que cobraba sentido la generación de un plan para “desburocratizar” al propio Estado. Aquella forma de administración racional gestada para los desafíos que imprimía la administración de masas a principios del siglo XX, habría perdido su racionalidad en la actualidad, debido en buena medida a las características atribuidas a esa estructura, o a su forma idealizada: rigidez, verticalidad, una organización jerárquica compuesta por “una maraña burocrática”, según palabras del presidente Macri del 29 de enero de 2018.19 La tarea modernizadora era planteada en los términos de una casi refundación: “el objetivo del gobierno es crear y refundar un Estado que funcione”, decía Ibarra a los medios (La Nación, 2016, 5 de febrero). Se procuraba una reconfiguración profunda de las instancias estatales: su propósito, su composición, sus prácticas, etcétera, basada en la concepción de que el Estado debía funcionar con la lógica “eficiente” de una empresa privada.
Como nos recuerda Gupta (2015), la construcción simbólica del Estado siempre se realiza en un contexto y por actores socialmente situados, es decir, desde una posición en la estructura social. En este sentido, el espíritu gerencial del grupo social que accedió a la conducción del Estado con Cambiemos prestó nociones y esquemas interpretativos a su modo de entender al Estado (Canelo & Castellani, 2016; García Delgado & Gardin, 2017; García Delgado et al., 2018; Vommaro, 2017). La razón por la cual la administración pública debía ser reestructurada se relacionaba con los efectos negativos que este grupo suponía había tenido la burocracia estatal en la economía argentina, entre ellos su baja competitividad. Se trataba en realidad de un conjunto de problemas que, en la esfera pública, fueron sintetizados por la prensa en la noción de los “costos ocultos” de la burocracia (La Nación, 2016, 15 de marzo). Reparar o hacer frente a estos problemas era la tarea asignada por el presidente al ministro de Modernización. En esa lectura, subyace una concepción negativa del Estado visto como escollo para el desarrollo económico nacional, o como una carga que el país venía arrastrando. Tal vez aquí anida el componente más antiestatal y liberal de la cosmovisión de Cambiemos. El Estado aparecía como un actor cuya conducta había desincentivado la producción, que interfería negativamente en el ciclo de la inversión privada o en la productividad de este sector, como supo señalar Triaca, el ministro de Trabajo20 (La Nación, 2017, 22 de enero). La desburocratización -la contracara de la implementación de tecnología en los procesos de la administración pública- era valorada como el principal medio para facilitar el comercio exterior o remover obstáculos a la importación de productos extranjeros. La reforma de la administración pública era parte de la tarea que se impuso Cambiamos de conducir el país a un modelo más afín a una sociedad de mercado (Vommaro, 2017, p. 309); estaba vinculada de manera directa al propósito del gobierno de generar un clima de negocios amigable a los mercados, atraer a un capitalismo inversor y optimizar ―desde la propia conducción del Estado― las relaciones público-privadas (Vommaro, 2017, p. 265). Para Cambiemos, la modernización estatal constituía un instrumento para mejorar la competitividad de la economía y un incentivo para las inversiones externas. Modernizar significaba convertir al Estado de un lastre a una ayuda o un complemento del sector privado.
La presentación del Plan de Simplificación (Decreto PEN 891/2017) en noviembre de 2017 puso de manifiesto la contraposición narrativa entre dos modelos: el añejo, oscuro y burocrático, versus el propuesto por Cambiemos: simple, transparente y ágil. El ministro de Producción, Francisco Cabrera,21 fue preciso al momento de definir el objetivo del Plan: “La intención es que esos fondos dejen de destinarse a la burocracia y se conviertan en recursos [disponibles para el sector privado]” (La Nación, 2017, 2 de noviembre). Se asumía casi de manera lineal que la economía argentina ganaría en productividad gracias a los trámites a distancia, el ahorro de costos, traslados y, lo más importante, la reducción del tiempo y esfuerzo de los agentes privados. En este sentido, la ciudadanía a la que se dirigía la agenda modernizadora resultaba clara: el sector de negocios; emprendedores y pequeños productores, importadores y exportadores que, a partir de ese momento, se vincularían con el Estado de una manera “ágil”, lo que significaba, entre otras cuestiones, una reducción del tiempo que le demandaba a esos agentes económicos entablar relaciones con él. La desburocratización suponía la promesa de una relación amena y dinámica con el Estado; por ejemplo, al momento de iniciar el trámite para crear una sociedad por acciones simplificada (SAS) (Ley 27.349/2017), una de las medidas que más destacó la gestión Cambiemos. Así se interpelaba al ciudadano individual: “Si tenés un emprendimiento, creá una sociedad de manera fácil, rápida y económica […] podés hacerlo sin ayuda, desde tu computadora, y no tenés que presentar ninguna documentación adicional.”22 La rapidez del trámite era rescatada como esencial. Y esto tenía sentido cuando el tiempo tenía un valor, incluso monetario, para el sector al que iba dirigido, pero también para los funcionarios políticos (antaño empresarios). El Estado se planteaba como la institución que, antes que entorpecer, alentaba la inversión privada, facilitaba su desarrollo y establecía un trato más igualitario con ese sector de la ciudadanía al que concebía motor del cambio que el gobierno evaluaba como indispensable. Como sostuvo el presidente Macri en ocasión del lanzamiento de la normativa de la SAS, su propósito era “facilitar, remover todos esos obstáculos absurdos que han sido creados a partir de una sociedad que siempre desconfió, que siempre se atrincheró en la especulación, en vez de dar rienda suelta a la creación” (La Nación, 2017, 29 de septiembre). El nuevo modelo de Estado confiaba en la ciudadanía, adoptaba la presunción de buena fe de quien iniciaba un trámite de este tipo con el Estado, lo que se reflejaba tanto en los artículos del decreto que establecía la validez de las declaraciones juradas como documentación suficiente para los trámites frente al Estado, como en la narrativa construida alrededor de las medidas tomadas como incentivo a la producción. El ministro Cabrera sostuvo que la política de Ventanilla Única de Comercio Exterior (VUCE) buscaba convertirse para las pequeñas y medianas empresas (pymes) en “un antes y un después, ya que durante muchos años el Estado les complicó la vida” (La Nación, 2017, 13 de julio). La simplificación, presentaban las autoridades, no implicaba pérdida de las facultades de control, porque, como sostuvo Ibarra, “con sistemas electrónicos el control es mucho mejor” (La Nación, 2017, 29 de septiembre). Se trataba de hacer del Estado un espacio amigable para el capitalismo inversor y ponerlo al servicio de los actores que, de acuerdo con esta narrativa, podrían empujar la construcción de una economía de mercado moderna. En este sentido, voceros del Ministerio de Producción lo dejaban en claro frente a la prensa: “Las empresas son nuestros clientes. Si queremos que lleguen inversiones, un costo muy grande que tienen es la burocracia” (La Nación, 2017, 9 de agosto).
Desde el discurso de Cambiemos, evolucionar hacia una administración sin papeles constituía el camino para potenciar “la agilidad y la interoperabilidad del Estado” (Clarín, 2017, 1 de noviembre).23 La expresión “un Estado ágil” no es un vocabulario nuevo que Cambiemos haya traído a la discusión pública, de hecho, la noción venía madurando en la esfera pública a través de la prensa desde hacía más de una década (La Nación, 2003, 4 de marzo, 16 abril). Tampoco resultaba novedosa la idea de eficiencia que Cambiemos sumaba a la noción de agilidad en su fórmula modernizadora.24 La eficiencia supone la aplicación de una racionalidad técnica como criterio en la toma de decisiones respecto de hacia dónde orientar los recursos del Estado y su modo de implementación. Desde hace décadas, cómo alcanzar esa eficiencia viene siendo objeto de interés de académicos y especialistas, e incluso eso explica el desarrollo de formas expertas de medir la eficiencia estatal y compararla internacionalmente.25 Sin embargo, con el propósito de convertir ese valor técnico (la eficiencia) en un interés de todos, antes que apelar a un conjunto sistemático o coherente de ideas, el discurso de Cambiemos apeló a imágenes de la experiencia cotidiana mucho más arraigadas en el sentido común. Acudiendo a un imaginario bastante extendido en la sociedad argentina, colas permanentes y largas esperas en las oficinas públicas fueron presentadas como el indicador más claro y fehaciente del cuadro de ineficiencia estatal prevaleciente. Según los dichos del presidente Macri, la modernización estatal posibilitaría “terminar con los trámites eternos, el maltrato y las largas colas, recuperando tiempo, calidad de vida y respeto desde el Estado al ciudadano” (Página 12, 2016, 22 de febrero). Una vez más, el ciudadano aparecía como el cliente de los servicios estatales, cuyas únicas necesidades eran sacar turnos, hacer trámites, pagar impuestos, etcétera. El énfasis estaba puesto en la satisfacción de las necesidades de ciudadanos asimilados a consumidores de un mercado, y no concebidos en tanto portadores de derechos. El ciudadano también emergía en su rol como usuario de servicios en línea, en clave del modelo de ciudadanía digital, sobre la confianza de que las nuevas tecnologías le permitirían mejorar la gestión privada de la vida cotidiana, en su continua búsqueda de bienestar individual. De acuerdo con las propias formulaciones de los altos funcionarios de Cambiemos, el ciudadano pensado -y al que apuntaba su gestión- era un individuo que exigía “información relevante”, “en tiempo real”, de forma de “poder anticipar [sus] decisiones” (Guillermo Dietrich, subsecretario de Tránsito y Transporte de CABA, citado en Clarín, 2011, 28 de diciembre). Se asemejaba bastante al agente racional (abstracto) del mercado (también abstracto) postulado por la teoría económica ortodoxa o neoclásica, pero trasladado a los múltiples planos de la vida urbana ordinaria. Por entonces ministro de Modernización de CABA, Ibarra consideraba al gobierno “como una plataforma de información y servicios que le mejoren la vida al ciudadano” (Clarín, 2014, 28 de noviembre). Su rol, en tanto propulsor de la modernización estatal, era el de convertir al Estado en un gestor de la cotidianeidad, un removedor de los obstáculos que asiduamente se presentan en el discurrir de la vida cotidiana (Canelo, 2019, p. 38).
Además de sinónimo de modernidad, la actualización tecnológica aparecía en el discurso de altos funcionarios de Cambiemos como el modo de acortar distancias entre la administración pública y el ciudadano individual, creando puentes entre ellos. La promoción de las nuevas tecnologías de la comunicación en el Estado tuvo uno de sus impulsos iniciales hacia el cambio de siglo, cuando se las valoró como un instrumento para facilitar el contacto del gobierno con “la gente”, en el marco de una profunda crisis de representación política que se arrastraba desde mediados de la década de 1990, pero que se agudizó con la crisis económica y social de 2001.26 A fines de ese año, en un contexto profundamente crítico, incluso de crisis de la propia autoridad estatal, la tecnología era promovida como una forma de recomponer los nexos “perdidos” entre el Estado y los ciudadanos. La misma línea sostenía, una década más tarde, el representante del PRO, actual jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, respecto a la necesidad de “acercar el gobierno a la gente, con herramientas más modernas, más tecnológicas y más amigables” (Clarín, 2011, 28 de diciembre).
Abundan ejemplos relativos al cómo el discurso modernizador de Cambiemos puso énfasis en la tecnología, que era idealizada como una llave cuasi mágica, capaz de resolver múltiples cuestiones relativas a la administración pública. Como observaron otros analistas, en la visión de Cambiemos la cuestión estatal quedaba prácticamente restringida a problemas de orden tecnológico relacionados con la administración del Estado, en el que no cabían interrogantes ni discusión sobre sus fines y prioridades políticas (García Delgado, 2017, p. 94). “La reducción de la modernización a una cuestión técnica supone Estados sin historia, alejados de su pasado y de su identidad” (Bernazza, 2016, p. 29). Desde nuestro punto de vista, la valorización de las herramientas tecnológicas en la justificación pública del proyecto de modernización estatal es sumamente importante porque contribuyó a mostrar, ante la ciudadanía, el proceso de reforma estatal como si este fuera ideológicamente neutro.
Aunque ya existía normativa sobre ello, el gobierno de Cambiemos implementó una política activa de acceso a la información pública acompañada de metas en términos de gobierno abierto. En una entrevista para La Nación, Ibarra sostenía que “La meta es estar entre los diez países más transparentes” (La Nación, 2016, 18 de octubre). La consecución de esos objetivos pasó a formar parte del compromiso que el presidente Macri adoptó con la Alianza para el Gobierno Abierto (OGP) a la que visualizaba como un trampolín para el ingreso del país a la OCDE27 (La Nación, 2016). La Argentina participaba del ranking global de “Datos Abiertos” que elabora la fundación Open Knowledge International.28 Los rankings tienen una gran eficacia simbólica en el plano de la construcción de problemas públicos y la definición de agendas de gobierno; son instrumentos que sirven para normativizar la discusión pública (Morresi & Vommaro, 2011). La asociación del proyecto modernizador con el lenguaje de los rankings internacionales fue, si se quiere, un elemento novedoso y, por tanto, singular de la propuesta modernizadora de Cambiemos. Nos recuerda también que la construcción discursiva del Estado se da en la intersección de culturas públicas nacionales y circuitos o redes trasnacionales de experticia.
Para entender la fuerza simbólica y la utilidad del ranking es importante distinguir las audiencias a las que se dirigía el discurso de la modernización estatal. Su mensaje tenía múltiples destinatarios, tanto internos como externos. Mientras invitaba a algunos actores a la conversación, excluía a otros. Por un lado, cuando echaba mano al lenguaje de los rankings y del gobierno abierto, el discurso de la modernización se orientaba a la comunidad internacional con el objeto de captar recursos financieros. En este plano, la propia creación del Ministerio de Modernización encontraba uno de sus fundamentos en la premisa del gobierno de “volver a integrar” a la Argentina al mundo. Asimismo, el perfil de funcionarios que convocó Cambiemos al gobierno se caracterizaba por su estrecha conexión con grupos de élite globales (Vommaro, 2017). Las metas de modernización estatal anunciadas por el gobierno, más allá de que lograran concretarse o no, operaban ante ese auditorio externo como un recurso en la búsqueda de generar confianza y apoyos. Como señaló André Orlean (2006) acerca de los actores principales del capitalismo financiero, su lógica residía fundamentalmente en afectar la opinión, antes que en realizar cambios concretos en la realidad material.
La potencia del discurso modernizador: su asociación con la agenda de la transparencia
En paralelo a la simplificación y la agilidad, analizadas en el apartado anterior, otro atributo de la tecnología destacado discursivamente por Cambiemos fue su supuesta capacidad de limitar la discrecionalidad al interior del Estado. Según Ibarra, la “Modernización significa evolucionar hacia el uso de nuevas tecnologías de una manera sostenida en el tiempo, para lograr más actividad y transparencia en la gestión” (La Nación, 2011, 4 de diciembre). En este sentido, el discurso de Cambiemos operó articulando dos temas de la agenda pública que, aunque nacieron separados, ahora parecen solaparse: la cuestión del Estado y de la corrupción como problemas públicos.29
Durante la campaña política de 2015, Cambiemos supo movilizar la indignación social por la corrupción en el ámbito de la administración pública. Una vez en el gobierno, Macri planteó que llegaba: “a saldar una enorme deuda de años que tiene el Estado con los argentinos: la deuda de la transparencia” (La Nación, 2016, 8 de abril). Es decir, desde la gestión capitalizó el problema de la corrupción como recurso de justificación de la transformación política que procuraba hacer al interior del Estado. Consideramos que la legitimación de la gesta modernizadora cobra mucha más fuerza a partir de su alianza con un discurso de tipo moral.
En marzo de 2016, en ocasión del lanzamiento de un portal de datos públicos, Ibarra planteó la necesidad y la importancia de salir de un “Estado oscuro”, imagen forjada sobre la idea de que el gobierno anterior no publicaba ningún tipo de información (La Nación, 2016, 9 de marzo). “Éramos un ‘Estado oscuro’ que ocultaba su información o la manipulaba”, sostenía meses más tarde (La Nación, 2016, 18 de octubre). Construía así la contraimagen de aquello que dejaba de ser el Estado a partir de la nueva gestión de gobierno al plantear el objetivo de lograr un Estado transparente, orientado a mejorar la vida a la gente antes que la posición o riqueza personal de algún funcionario, desplazando un poco más la cuestión al terreno moral. En estos términos, Ibarra delineaba el propósito del gobierno: “hemos venido para hacer una transformación, no puede ser que el Estado sea la caja boba al servicio de la política mal entendida” (La Nación, 2016, 3 de febrero). Según esta visión, la estructura estatal a transformar era aquella que actuaba como “un aguantadero de la política” (Clarín, 2016, 22 de febrero) y se encontraba “al servicio de la militancia política” (Página 12, 2016, 23 de febrero). De este modo, se abonaba a la imagen de un Estado “(hiper)politizado”. Además, apelando nuevamente al recurso de la generalización, la sospecha del delito o de la conducta reñida con la legalidad se extendían a todos los espacios de la administración pública nacional. Como otros ya han señalado, los dichos de los funcionarios de Cambiemos generaban una identificación entre agrupación política y foco de corrupción, como si la práctica política fuera en sí misma una actividad deleznable (Jaimes, 2016). Así, de modo semejante a la protesta social de la década de 1990, el vocabulario de la modernización estatal también se vio organizado en función de una crítica moral de la práctica política (Pereyra, 2014).
Entre el prototipo de acciones que harían al Estado más transparente estaba también la puesta en marcha de sitios web para la publicación de los datos de la gestión de las distintas dependencias estatales. Las herramientas del “gobierno abierto” que fueron presentadas por Ibarra en la ciudad de Buenos Aires como “un salto de calidad institucional” (La Nación, 2013, 18 de septiembre), pasaron a ser una “filosofía de gestión” del Estado nacional bajo el signo de Cambiemos, también en términos usados por Ibarra (La Nación, 2016, 5 de enero). En la narrativa de Cambiemos, lograr mayor transparencia en la acción estatal aparecía como una consecuencia necesaria y automática de implementar herramientas de acceso de los ciudadanos a la información, digitalizar documentos o utilizar expedientes electrónicos, aunque el concepto de gobierno abierto no se reduce a la publicación de información, sino involucra también el fomento de la participación activa de los diversos miembros de sociedad en las decisiones públicas. Una participación que Cambiemos no alentó si no era en el registro del ciudadano individualizado, dando la espalda a sus formas de representación colectiva.
Así, en el discurso de Cambiemos, la modernización era presentada como un sinónimo de transparencia. Según altos funcionarios, expresaba la respuesta ética a la opacidad adjudicada al Estado durante los gobiernos kirchneristas. La tecnología aparecía allí como una herramienta capaz de neutralizar por sí misma la corrupción en la administración pública. Era convertida así en una especie de vacuna ética aplicada a la acción estatal.
Reflexiones finales
Según palabras del presidente Macri, al asumir el gobierno, él y sus funcionarios adoptaron “el compromiso de construir el Estado del Siglo XXI, basado en la recuperación de recursos humanos, en la tecnología y en los procesos abiertos” (La Nación, 2016, 22 de febrero). En este artículo, nos ocupamos de analizar la construcción simbólica del Estado que realizó Cambiemos durante su gestión, a través del discurso de sus principales referentes políticos en ocasión de la promoción de su agenda de modernización estatal. Además de señalar sus creencias acerca del Estado y los modelos de estatalidad que promovieron, este recorrido nos permitió adentrarnos en la realidad política de la idea misma de Estado.
Si Cambiemos priorizó mostrar la propuesta de modernización a través de su cara supuestamente más innovadora ―la actualización tecnológica―, se rigió también por principios conservadores en virtud de sus objetivos de ajustar el sector público a una dimensión (juzgada como) óptima, por los estereotipos sociales sobre los empleados públicos que movilizó y por su vocación de ejercer mayor control sobre ellos. En este trabajo mostramos que, desde el inicio de la gestión, mientras el empleo público era objeto de una reestructuración interna enmarcada en un nuevo proyecto de modernización estatal, se convirtió en motivo de una batalla cultural en la opinión pública.
En virtud de caracterizar la operación de representación simbólica del Estado que llevó adelante Cambiemos, en este artículo destacamos la visión utilitarista del Estado que desplegó, el modelo de ciudadanía individual y fragmentada al que interpeló, así como los principios de eficiencia y agilidad que propuso como rectores de la administración pública. En síntesis, dimos cuenta de una narrativa sobre el Estado que se apoyó en una dicotomía, no por básica menos fundamental: la de un Estado arcaico, representación del pasado a superar, versus un Estado del siglo XXI, como el futuro deseable a construir.
Resulta evidente la inclinación del gobierno de Macri por mantener cierta opacidad respecto de la dimensión política del plan de modernización estatal que decidió conducir. Para ello, apeló continuamente a reivindicar su apuesta tecnológica como un modo desideologizado, e incluso deshumanizado, de llevar adelante el proceso de modernización del Estado. Pero también resulta imposible negar la naturaleza política de las organizaciones públicas y de las finalidades a las que se orientan tales estructuras; y aun la aplicación de tecnologías resulta un instrumento de una construcción política de una forma de estatalidad.
Al comienzo de este trabajo nos interrogamos sobre si en su narrativa Cambiemos se nutrió de esquemas preexistentes o introdujo términos o conceptualizaciones nuevas. Ahora podemos decir que las novedades que aportó respecto de promesas anteriores de modernización estatal no aparecieron tanto en el lenguaje como en algunos de los recursos utilizados: la apelación al ranking y el respaldo de campos de experticia internacionales, como los conformados por las consultoras y fundaciones internacionales. Pero, para hacerse más fuerte, la construcción discursiva del Estado de Cambiemos fue vinculada de manera directa con la agenda de la transparencia y lucha contra la corrupción, es decir, apeló a principios de orden moral que robustecieron su narrativa.
Sin embargo, la fortaleza de una representación simbólica del Estado puede también tener que ver con las condiciones existentes para su verosimilitud en la cultura pública. No se trata de una mera construcción simbólica “suspendida en el aire”, aislada o descontextualizada; las imágenes forjadas de estatalidad necesitan resonar, como el eco, en la percepción de que ellas se ajustan a “la realidad”. En este sentido, resulta interesante tener en cuenta que, a diferencia de otros momentos de la historia argentina, la promesa de modernización del Estado no se presentó luego de años de vaciamiento y de erosión de su papel, sino de una etapa de reivindicación oficial de una intervención estatal activa, pero que fue valorada de manera negativa por ciertos grupos de la sociedad. Entonces, ¿sobre qué terreno operó la construcción discursiva del Estado que apuntaló Cambiemos? Aunque restan análisis que permitan dilucidar a fondo esta cuestión, podemos decir que la preexistencia de una sociedad individualizada, la crisis de las solidaridades y la preferencia por la desigualdad ―como caracterizó Canelo (2019) a la sociedad argentina contemporánea―, una sociedad que ya había “girado” a la derecha, según la socióloga, resulta un zócalo de recepción propicio para esa propuesta simbólica de representación de la estatalidad que, por otra parte, se ajustaba muy bien a sus expectativas y valores.
Por otro lado, aunque la construcción discursiva del Estado que realizó Cambiemos partió de la dicotomía entre un Estado arcaico ―el heredado― y una administración pública moderna ―en construcción―, debería ser colocada en el horizonte más amplio de la edificación de consensos políticos en torno a la necesidad y el contenido de la modernización estatal. Como vimos en este trabajo, la estrategia discursiva de Cambiemos se apoyó más en imágenes preestablecidas en cierto sentido común ―el empleado ñoqui, la ineficiencia estatal, la maraña burocrática, etcétera― que en un conjunto articulado de nociones teóricas o una matriz ideológica cohesionada que brindara respaldo a la iniciativa de modernización estatal. Sin embargo, es posible inscribir esa apuesta en un consenso internacional guiado por organismos como la OCDE, al que Cambiemos se adhirió abiertamente en su afán por ser miembro y “volver al mundo” (Belloni & Wainer, 2019). Pero mientras es posible dar cuenta de la adhesión a ese consenso por parte de la nueva gestión de gobierno que asumió en diciembre de 2019 y marcó el fin de la hegemonía de Cambiemos a nivel nacional, el lugar otorgado al mismo en el discurso oficial es ahora mucho menos protagónico. Aun cuando el escenario de la pandemia de covid-19 dejó en evidencia la necesidad y la utilidad de las herramientas tecnológicas para el diseño y la gestión de políticas públicas, la voz oficial acerca del nuevo modelo de Estado no puso el eje en la cuestión de la modernización, sino que la asumió como una herramienta imprescindible para llevar adelante políticas, antes que como un fin en sí mismo.