Introducción
Desde su aparición en los años sesenta, el concepto de marginalidad ha sido abordado principalmente a partir de un paradigma económico. Si bien la existencia de segmentos de la sociedad escindidos de la economía y la cultura hegemónicas ha sido una constante en la historia de la humanidad, la consolidación de un modelo político-económico dominante y las transformaciones geopolíticas de mediados del siglo XX dieron lugar a la investigación sistemática sobre los procesos de “desarrollo” e industrializaciones desiguales entre países (Delfino, 2012).
Las teorías de la modernización, surgidas en los años sesenta y ancladas a una concepción desarrollista de las sociedades, definieron la marginalidad como una condición de desarticulación entre sectores tradicionales y sectores modernos (Delfino, 2012). Desde esta perspectiva, los sectores tradicionales se mantienen al margen porque no han adoptado los valores propios del hombre moderno y se resisten a integrarse a los nuevos ritmos económicos (Germani, 1962).
Este punto de vista ha sido adoptado por instituciones como Desarrollo para América Latina (Desal) o la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y ha conducido a la construcción de políticas públicas enfocadas en ejes: la intervención -pública o privada- que garantice el pleno empleo y equilibre las condiciones en las que los individuos compiten en el mercado y un impulso a la organización de sectores marginales, asumiendo que su integración depende de: “la buena disposición de los incorporados para abrir sus puertas e integrar a todos y... la capacidad de presión que puedan ejercer las organizaciones de marginados” (Enríquez, 2007: 62).
En contraste, la concepción estructural-económica de la marginalidad, emanada de las teorías de la dependencia, asume el fenómeno como una consecuencia del modelo capitalista, en el que existe una distribución inequitativa de la riqueza que condena a las sociedades “subdesarrolladas” a la precariedad permanente (Delfino, 2012). En este sentido no se trata de una situación transitoria o coyuntural del sistema mundo contemporáneo, sino de una condición sine qua non del modelo económico dominante.
Sin embargo, en el interior de esta línea existen distintas opiniones respecto a si los segmentos marginales forman o no parte de la estructura social y económica. Algunos representantes de este enfoque han recurrido a nociones como la de ejército industrial de reserva para explicar el papel que ocupan los sectores marginales en el modelo productivo; pero autores como José Nun han preferido utilizar el concepto de masa marginal, y hacen énfasis en la imposibilidad del modelo para absorber a estos segmentos sociales que, de acuerdo con el autor, no cumplen con ninguna función en el esquema productivo (Bassols, 1990). Aníbal Quijano, por ejemplo, reconoce que la masa marginal no es parte del ejército industrial de reserva, pero sí cumple funciones intersticiales de la economía que permiten el sostenimiento del sistema (cit. en Enríquez, 2007: 63).
Un tercer momento en el análisis de la marginalidad en América Latina ocurrió durante los años noven ta, con el florecimiento del concepto de exclusión social. Con este giro, muchos pensadores latinoamericanos buscaron poner el acento en el papel del Estado en cuanto productor y reproductor de segmentos marginales, así como ampliar la mirada económica a una dimensión cultural, ecológica e incluso psicológica del fenómeno (Enríquez, 2007), lo que nos ha permitido complejizar la comprensión que tenemos del fenómeno.
Una mirada antropológica de la marginalidad urbana
Si bien el análisis estructural y económico de la marginalidad ha sido absolutamente necesario para en tender los andamiajes de la desigualdad, en las últimas décadas muchos autores se han aproximado al fenómeno a partir de las prácticas y significados asociados al margen. Un ejemplo clásico de estos abordajes es el trabajo de Adler (1998) en la Ciudad de México, que reveló las redes de supervivencia que se tejen en los sectores marginales para satisfacer las necesidades básicas y ocupar los espacios en los cuales el Estado no actúa, dando lugar a redes de compadrazgo y relaciones de reciprocidad fundamentales para el sos tenimiento de los corredores marginales.
No obstante, las redes mencionadas por Adler (1998) están asociadas a procesos de agremiación o reconocimiento de clase entre las personas que habitan un sector, una condición que según Wacquant (2001) se ha disuelto como resultado de la fragmentación de las identidades en estos sectores. Para este autor, la “nueva marginalidad urbana” recoge seis elementos característicos: inseguridad económica, desconexión respecto a las tendencias macroeconómicas, fragmentación de las identidades o disolución de las clases y gremios, fijación y estigmatización de territorios, disolución de los significados asociados a los lugares o alienación del espacio, y, por último, la pérdida de un país interno donde refugiarse ante la crisis (cit. en Giglia, 2016: 66-67).
Otra dimensión que debemos considerar para la comprensión de la marginalidad urbana es la étnico-racial. Autores como Bourgois (2010) y Quijano (2000) han puesto de manifiesto la necesidad de incluir esta categoría en la comprensión de la desigualdad, invitándonos a ir más allá del análisis sobre la distribución de los recursos y a pensar en que la dominación étnica es parte intrínseca de la explotación económica, que recrea un apartheid de las relaciones de producción, donde los escalones de la explotación están definidos racialmente.
Otros aportes recientes a la investigación de los sectores urbano-marginales han sido los de Auyero (2010) y Auyero y Berti (2013), quienes a través del estudio de las dinámicas de clientelismo y las formas de violencia que se desarrollan en las periferias bonaerenses -empezando por las escuelas y llegando al análisis de la “violencia privada”-, analizan el papel de los dispositivos institucionales en la subjetivación de los individuos que viven en condición de marginalidad; así como la manera en la que los segmentos sociales históricamente segregados adaptan y transforman estos dispositivos y discursos estructurales, convirtiéndolos en parte de su cotidianidad, bien sea para subvertir sus condiciones o para re producirlas.
Encontramos entonces que la investigación desde las ciencias sociales y humanas ha desplegado la discusión sobre la marginalidad en torno a dos ejes: el de la identidad, entendida como el proceso de identificaciones y diferenciaciones que los sujetos y grupos realizan frente a los marcos ideológicos en los que están inmersos y frente a su propia experiencia vital (Aguado y Portal, 1992); y el del territorio, entendido como el espacio dotado de significado (Giménez, 2005). Si esto se tiene en cuenta, podemos decir que la investigación actual sobre el fenómeno de la marginalidad nos llama a analizar las narrativas identitarias y las formas de territorialización de quienes habitan los sectores urbano-marginales que siguen existiendo y expandiéndose en todas las grandes ciudades de América Latina.
Esta investigación busca abordar ambos ejes, el de la identidad y el del territorio, a partir de un ejercicio de análisis de las narrativas identitarias de jóvenes habitantes de un corredor urbano-marginal en la ciudad de Cali, Colombia, con el objetivo de comprender cuáles son los núcleos de significado asociados a la experiencia de vivir en este margen urbano. Se trata de entender si existen elementos comunes en la experiencia de la ciudad que tienen estos jóvenes -nacidos en los años noventa, una vez consolidado el proceso de urbanización de este sector-; y, además, qué elementos están presentes en la caracterización que hacen del territorio que habitan.
Para esto, tomamos como fuentes: a) documentos institucionales y de archivo que describen el proceso histórico de conformación del corredor oriental de la ciudad, así como sus condiciones actuales; b) el diario de campo elaborado a partir de la participación en ac tividades específicas -en esencia eventos culturales y políticos- y visitas espontáneas a distintos sectores del oriente -a informantes, amigos y familiares-; c) las entrevistas en profundidad realizadas a nueve jóvenes habitantes de este corredor urbano; y d) material recolectado a través de redes sociales, relacionado con manifestaciones sociales en el marco de la pandemia por COVID-19, que tuvo efectos directos sobre el trabajo de campo.
En el proceso participaron, de manera constante, nueve jóvenes habitantes de distintas comunas del corredor oriental, con distintos niveles educativos, todos nacidos en los años noventa. Esto último con el objetivo de aproximarnos a la perspectiva de una generación nacida una vez consolidado el poblamiento del Conglomerado Oriente (González, 2012) y, por tanto, ubicada en un punto liminal en el proceso de incorporación de las oleadas migratorias a la ciudad de Cali. La información recolectada fue sometida a un análisis narrativo (Crossley, 2007; Capella, 2013) en el que fueron identificados los núcleos de significado relevantes en los relatos identitarios y aquellos acerca del territorio.
La marginalidad urbana en Cali, el puerto seco
Para aproximarnos a la comprensión de la experien cia marginal en Cali, Colombia, es importante señalar algunos elementos que contextualicen histórica y culturalmente a la ciudad. Primero debe decirse que, pese a haber sido fundada desde 1536, la ciudad de Cali es un proyecto reciente, iniciado en la segunda década del siglo XIX, a raíz de intereses comerciales, y cuyo mayor grado de crecimiento se dio entre los años setenta y noventa (Cabrera, Nieto y Giraldo, 2001; Escobar, 2009). En segundo lugar, debemos reconocer que, desde su constitución y en razón de su ubicación geográfica en el suroccidente colombiano (véase mapa 1), Cali ha sido significada como un lugar de tránsito y un punto de intersección de redes comerciales (Martínez-Toro, 2018).
Este último hecho implicó que el crecimiento de la ciudad estuviera impulsado por flujos migratorios de gran diversidad étnica, sobre todo comunidades negras del litoral pacífico colombiano y población indígena y campesina del macizo caucano y la cordillera central (Urrea y Quintín, 2000). Todos estos elementos han hecho que en Cali no exista una narrativa común en torno a la tradición, que cohesione a la ciudad desde un punto de vista identitario, lo cual ha provocado una configuración urbana fracturada y en constante tensión (Martínez-Toro, 2018).
Uno de los corredores urbanos más representativos de las lógicas expuestas anteriormente es el corredor oriental de la ciudad (véase mapa 1), popularmente co nocido como Oriente o Distrito de Aguablanca. Aunque los documentos oficiales más recientes (alcaldía de Cali, 2006, 2015 y 2019) y los dos últimos planes de ordenamiento territorial no utilizan la denominación Distrito de Aguablanca, “Distrito” y “Oriente” son categorías que se mantienen vivas entre las formas no convencionales de ordenamiento del espacio que utilizamos los caleños y que, con algunas variacio nes, agrupan a las comunas1 6, 7, 13, 14, 15, 16 y 21 (véase mapa 1); es decir, a casi un tercio de la ciudad.
El poblamiento de este segmento de la ciudad pue de describirse en tres grandes oleadas migratorias ocurridas entre los años cuarenta y noventa del siglo XX (González, 2012), en las que encontramos desplazamientos desde zonas rurales por motivos laborales, forzados por el conflicto armado y otros por catástrofes naturales. Todos estos desplazamientos conduje ron a procesos de autoconstrucción en el oriente de Cali, que originalmente era parte del valle de inundación del Río Cauca y que fue desecado para abastecer los grandes monocultivos de caña que cercan a la ciudad de ese lado. En este sentido, el oriente de la ciudad ha sido, desde tiempos de la Colonia, una zona con una connotación marginal, dadas las peculiaridades de sus suelos inundables (Martínez-Toro, 2018).
Estas circunstancias hicieron que el oriente de Cali se convirtiera en un corredor urbano marginal que -según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) y al igual que otros en América Latina- presenta las mayores tasas de densidad poblacional, desempleo, desescolarización, violencia intrafamiliar, criminalidad, embarazo adolescente, altos índices de homicidios (DANE, 2019) y, del mismo modo que las ciudades brasileñas de Salvador de Bahía y Río de Janeiro (Alves, 2020), registra una concentración de población afrocolombiana de alrededor de 70%, proveniente en su mayoría del litoral Pacífico colombiano (Barbary, 2004; Barbary y Hoffmann, 2004).
Teniendo en consideración estos elementos podemos comprender los grandes núcleos de significado surgidos durante las entrevistas y visitas: primero, el fenómeno de la migración en la experiencia vivida de los jóvenes, que nos lleva a la pregunta sobre la articulación de la ciudad a la región; luego, el tema de la de limitación del espacio, es decir, la definición de las fronteras entre la ciudad marginal y la ciudad central; en tercer lugar, la aparición de la incertidumbre económica y, más ampliamente, la incertidumbre por la integridad; y, por último, el componente étnico-racial como una dimensión que está latente.
El relato de la impermanencia y el movimiento
Como decíamos, el primer elemento común en los relatos de los jóvenes entrevistados es el movimiento permanente. A diferencia de lo esperado, la migración no aparece como un evento remoto y fundador, sino como una experiencia vigente en esta generación.
Yo soy hijo de migrantes hijos de migrantes. Mi mamá migró de su tierra a Cali, los papás de mis papás migraron en su momento a Cali, a Puerto Mallarino… Mi mamá es de Buenaventura, nacida en Buenaventura y criada en el Bajo Calima, hija de un paisa que migró a esa zona del país a montar un negocio e hija de la partera del pueblo. Mi mamá, por razones familiares, conoce a mi papá en el pueblo y deciden migrar a Cali huyendo de sus problemas familiares… como en el 89 o 90. La familia de mi papá es de Puerto Mallarino. Mi abuela también migró a Cali. Mi abuela ha viajado por muchas partes trabajando en casas de familia, en restaurantes y demás. La familia, casi toda de ella es del Cauca. Su papá es del Cauca, de un corregimiento de Florida que se llama Chocosito. Mi abuela decide migrar a Cali buscando trabajo. En Puerto Mallarino conoce a mi abuelo que venía del Chocó, y de esa unión nace mi papá. Y fuera de eso soy una mezcolanza de muchas cosas, de muchísimas [Camilo, 27 años].
El desplazamiento es mencionado para describir movimientos intraurbanos (Urrea y Murillo, 1999); migraciones de carácter centrífugo, en las cuales la familia o miembros de ella se desplazan de Cali a zonas rurales o a otras ciudades en busca de oportunidades laborales o para salvaguardar su integridad; o migraciones centrípetas que se dan por lo que Adler (1998) denominó redes de paisanaje, en las que constantemente miembros de una misma familia o comunidad se desplazan y convocan a sus parientes, lo cual ocasiona cadenas de poblamiento en la ciudad, que mantienen la composición de las comunidades en los territorios originarios.
Nosotros primero vivimos en el Rodeo, donde íbamos al Juan Pablo (refiriéndose a la escuela primaria), de ahí nos fuimos a Calimio, donde mataron a Che, volvimos al Rodeo, primero a la casa de mi abuela; luego vendieron la casa de mi abuela y nos pasamos a la palomera; luego a la casa de la tienda y luego aquí a La Paz. ¡Sí que hemos volteado! [Fabián, 27 años].
Nací aquí en Cali, mi mamá se fue a vivir a M… en Nariño, en ese irse a vivir entre mares y selvas, allá viví un año. Tenía cinco, pero yo me acuerdo perfectamente de todo lo que había y todos los árboles que cortaba. Me encantaba coger pescados vivos, echarlos a un platón y al otro día llorar porque se morían. Volví a Cali, acá viví otro año. Mi mamá decidió volver a irse cerca de dos años. Mi mamá ya había dejado a mis hermanas en una fundación, ella nos cuenta que no quería que creciéramos en el lugar donde nacimos, porque los que nacieron con nosotros ya están muertos o encarcelados, por eso mi mamá creo que lo hizo. Mi mamá se volvió a ir y me quedé con mi madrina, porque se hicieron vínculos y amistades. En ese vivir con mi madrina terminé viviendo con la hija de mi madrina que era muy joven y me fui a vivir con la hija a Florida (municipio del Valle del Cauca), porque pues… maltratos y cosas que uno no quiere ver. Ya estaba grande, tenía siete años, casi ocho. Mi mamá regresó porque, afortunada o desafortunadamente, nunca logró conseguir los recursos ahí. Volví a ver a mi mamá. Estuve tres años con ella en el resguardo y lo recuerdo como una época muy feliz. Yo me iba de temporada de vacaciones a Cali, donde mi madrina, y llegaba una o dos semanas después de que habían iniciado clases [David, 27 años].
A diferencia de las narrativas de generaciones anteriores de este mismo sector donde los relatos de vida versan casi siempre sobre el proceso de domesticación físico del espacio (Quintín, 1999) -construcción de las viviendas, adecuación de servicios públicos, apertura de vías-, los jóvenes entrevistados para este trabajo, nacidos todos en los años noventa, no se presentan a sí mismos como colonizadores del Oriente, sino como testigos o protagonistas del movimiento perpetuo y la búsqueda permanente de una oportunidad.
Podríamos decir que la experiencia de la ciudad narrada por estos jóvenes no consiste en un único movimiento desde el campo a la ciudad, sino en múltiples desplazamientos realizados por miembros de sus familias nucleares o por ellos mismos, desde y hacia otros puntos de la región. En este sentido, la experiencia de la ciudad no ocurre de manera progresiva y constante, sino que se da a través de rupturas y en cuentros que dan lugar a una narración fragmentada de la experiencia urbana.
La maleabilidaddel margen
Anudado a esta experiencia fragmentada o impermanente de la ciudad encontramos un segundo núcleo de significado relacionado con la delimitación del margen urbano que hacen quienes habitan el corredor oriental de la ciudad. Como vemos, las concepciones de este corredor urbano son diversas, empezando con sus muchas denominaciones: “Distrito de Aguablanca”, “Distrito”, u “Oriente”. Las dos primeras denominaciones, de tradición popular, suelen referirse de manera específica a las comunas 13, 14, 15 y 21. La segunda, extendida sobre todo entre personas con algún grado de formación política y/o académica, incluye, además de las anteriores, a las comunas 6, 7 y 16.
Por consiguiente, tanto las delimitaciones elabora das por los informantes como las contenidas en los documentos oficiales de la ciudad de Cali son ambiguas y circunstanciales. La alcaldía de Cali (2006, 2017) ha realizado definiciones del corredor oriental en función de intereses económicos o de cobertura de políticas sociales, mientras sus habitantes lo han definido en términos de su experiencia (véase mapa 2).
Cuando yo transito en bicicleta hacia el oriente por la ciudad de Cali (Avenida Ciudad de Cali)… cuando llegás al terminal del mío (transporte masivo) de Andrés Sanín, ahí termina todo, hay un vacío, no ves muchas casas… De alguna u otra manera se nota que ese sector estuviera cercado… Como si hubiese ahí algo en la forma de las calles que separa al Distrito del resto de Cali [Camilo, 27 años].
Cali y el corredor oriental aparecen en los relatos como ciudades distintas. Encontramos indicadores comunes: las referencias a la desconexión, donde se mezclan alusiones a elementos físicos y de acceso a los espacios legítimos de la cultura, e imaginarios diferenciados acerca de algo que los informantes llaman el “ritmo” entre estas dos partes de la ciudad. Los relatos crean fronteras que solapan un nivel material y uno simbólico (Grimson, 2011), y que se convierten en elementos de identificación socioterritorial (Giménez, 2005).
La Simón Bolivar era pa’acá era Distrito y pa’allá era Cali… es que el Distrito está encerrado. El Distrito la única salida [que tiene] es por el Puente de los Mil Días, o por la Troncal, y ahora está la salida pal’sur, porque antes la otra salida era por la escombrera y la escombrera es un puente de dos carriles…. Si usted tiene en cuenta que en el Distrito no hay absolutamente nada, o sea, usted tiene su casa y de ahí pa’lla todas las demás son casas, a menos que usted vaya a ir a otra casa de otra persona no tiene nada más que ir a hacer al Distrito o ¿qué tiene que ir a hacer allá? [Rocky, 14 años].
Esta desconexión física que los habitantes del Oriente describen a partir de la ineficiencia de las vías se convierte a su vez en una desconexión cultural, explicada en los múltiples obstáculos que encuentra un habitante del Oriente para participar en los espacios legítimos de la cultura: salas de cine, parques, museos, conciertos, eventos deportivos, etcétera. No obstante, la mayor parte de los informantes transitan a menudo entre la ciudad integrada y la marginal -por razones laborales, educativas o, justamente, porque las instituciones del Estado se encuentran en la ciudad central-. Este tránsito, esta experiencia de atravesar la frontera física o simbólica, como lo asegura Grimson (2011), no equivale a disolverla, pues, más allá de los intercambios prácticos con el centro, parece no ocurrir un encuentro subjetivo, como lo explica Jirón (2007: 181): “las personas vivan [viven] en ciudades paralelas, superpuestos pero sin encontrarse, y sin la necesidad de hacerlo tampoco”.
Ocurre, además, que las emociones asociadas a la experiencia del espacio permiten a los habitantes del oriente establecer distinciones entre el margen donde viven y la ciudad integrada, en función de un cambio de ritmo.
Yo lo digo por mi experiencia saliendo del oriente en la bici. Vos salís por la troncal y seguís, pasás Villanueva y llegas al Prado y todo eso es lo mismo, la gente en las calles, el comercio, la bulla, todo el mundo se pasa los semáforos, sabés que tenés que andar pilas, pendiente de no parar mucho tiempo en un punto pa’que no te roben. Cuando llegás a la autopista y agarrás esa zona de la ciudad el ritmo cambia, ya no es agitado [Gabriela, 27 años].
Esta referencia al ritmo como una experiencia subjetiva ligada a emociones como el miedo o la agitación abre un vasto panorama de exploración sobre la experiencia marginal y nos obliga a abordar la dimensión afectiva del espacio en la cotidianidad (Bailly, 1989), y a indagar también por los imaginarios que, desde la ciudad central, se construyen en relación con el margen.
La domesticación de la incertidumbre
El corredor oriental de la ciudad de Cali es, al igual que los diferentes corredores urbano-marginales de las grandes ciudades latinoamericanas, uno de los segmentos sociales con menores índices de calidad de vida y empleabilidad (alcaldía de Cali, 2014). En términos generales esto quiere decir que los niveles económicos de la población que habita el corredor oriental son precarios, sobre todo si hablamos de las comunas 14 y 21, seguidas por la 13 y la 15 y, finalmente, las comunas 6, 7 y 16. Uno podría aventurarse a decir que, a mayor grado de separación de la ciudad central, las desventajas socioeconómicas se agudizan, pero ésta es sólo una afirmación descriptiva.
Como ya sabemos, la incertidumbre económica crónica es uno de los elementos que define a los corredores urbano-marginales (Adler, 1998; Wacquant, 2001, 2007). Uno de los factores más evidentes son las bajas tasas de escolaridad y, por consiguiente, menores niveles de experticia en el manejo de las tecnologías digitales, lo cual es determinante en la incorporación a los nuevos ritmos económicos, como lo señala Wacquant (2001). No obtante, esta incertidumbre no se refiere exclusivamente al terreno económico, sino también, como pusieron de manifiesto las entrevistas, se extiende a la incertidumbre sobre la vida, la seguridad y la integridad de la propiedad privada.
Uno va pasando y en la arepería mataban uno. Vos decís que eso no es feo, pero ¿por qué nos tenemos que ir temprano? Porque a tu casa no se puede entrar tarde ¿cierto? Allá ni entran los taxis [Rocky 14, 29 años].
No obstante, el núcleo en verdad significativo de los relatos analizados para esta investigación no fue la incertidumbre, sino las estrategias de domesticación de la incertidumbre. Los jóvenes habitantes del oriente de Cali narran las múltiples estrategias que les permiten sortear las situaciones de incertidum bre que ocurren viviendo al margen: horarios y rutas privilegiadas para el tránsito, relaciones estratégicas con personas que representan figuras de autoridad; adopción de valores, corporalidades y formas de hablar que les facilitan minimizar el riesgo, etcétera.
Como lo aseguran Guber y Casabona (1985), los márgenes están signados por un imaginario de informalidad e ilegalidad que va desde las formas de poblamiento, el acceso a servicios y las modalidades de empleo, hasta la participación en redes ilegales; permeando casi por completo la cotidianidad, y conduciendo a los habitantes de los márgenes a una doble participación en estructuras formales e informales, y a una narración mucho más resiliente frente a episodios violentos -entendiendo la violencia en un sentido amplio: estructural, delincuencial, privada.
-¿Te irías de aquí?
-No… porque es que uno ama el lugar donde vive, uno se siente seguro, o sea, por más inseguro que sea el barrio uno se siente seguro, porque vos ya conocés quién es el amigo que roba, vos sabés a qué hora podés entrar, a qué horas no, uno se siente seguro. No, yo no me iría, a otro sector puede ser que sí [Ana, 25 años].
No se trata, sin embargo, de una naturalización de la violencia, como suele afirmarse, pues hablar de naturalización implicaría que estos eventos, por cotidianos, ni siquiera serían mencionados. La violencia para estos jóvenes sigue siendo excepcional, merecedora de un lugar en sus narraciones, pero el relato se concentra en las formas de sobreponerse a la violencia. Son estas estrategias las que se convierten en elementos de identificación con el margen y diferenciación del resto de la ciudad: no se trata de que vivir al margen sea “estar expuesto a la incertidumbre”, sino de “haber aprendido a dominar la incertidumbre”.
El silenciamiento de lo étnico
Para hablar del componente étnico en la experiencia de la marginalidad entre los jóvenes habitantes del Conglomerado Oriente es necesario señalar que Cali es la segunda gran ciudad con mayor cantidad de población negra en América Latina. Esto se debe, como decíamos, a que está emplazada en un punto central entre dos de los tres corredores afropoblacionales del país (Urrea, Ramírez y Viáfara, 2004). Aunque no podemos hablar del corredor oriental como un “guetto negro”, pues existe una participación considerable de mestizos y migrantes indígenas (Barbary y Hoffman, 2004), esto no significa que el factor racial no tenga un efecto sobre la segregación residencial y económica de este segmento poblacional.
Si bien la alcaldía de Cali (2009) reconoce que la mayor parte de la población negra de la ciudad se concentra en el corredor oriental, encontrar datos estadísticos oficiales diferenciados por comuna que aborden la dimensión étnica es una labor titánica; lo que el Proceso de Comunidades Negras (PCN) denomina un genocidio estadístico (Castillo, Grueso, Rosero y Cifuentes, 2013). Esto se convierte no sólo en un problema para definir en términos estadísticos la cantidad de población negra en el país y sus principales ciudades, sino en una eliminación simbólica que se materializa en hechos contundentes, por ejemplo: la ausencia de lo étnico como elemento de identificación en las entrevistas realizadas para este trabajo.
En los relatos identitarios de los jóvenes entrevistados no aparece de manera explícita la pertenencia étnica en cuanto componente significativo, mucho menos en aquellos jóvenes con menor nivel de formación escolar o de participación política. Entre sus narraciones se solapa este “sentido cultural que viene desde el pasado” (Quintín, 1999: 252), aunque no podríamos asegurar que desaparezca.
Cambiar lo que me han enseñado mis padres, cambiar mi acento, mi forma de caminar, para tratar de homogeneizarme a la cultura caleña. Nos han dicho toda la vida que ser como somos está mal, usar un tono de voz alto está mal [Camilo, 27 años].
Podríamos decir que existe un esfuerzo de los jóvenes del oriente por desprenderse de los rasgos que los vinculan a sus comunidades de origen, con la intención de incorporarse a la cultura dominante. Por desgracia, como lo explica Wacquant (2007: 100) para el caso de los guetos estadounidenses: “los negros que intentan escapar del perímetro que les está asignado encuentran malestar y reticencia, cuando no generan franca hostilidad y una resistencia violenta”. Un ejemplo de lo anterior fueron las manifestaciones de odio surgidas en redes sociales durante el periodo de aislamiento obligatorio decretado en Colombia durante los meses iniciales de la pandemia (Valencia, 2020), cuando la denominada “indisciplina social” del oriente de Cali desató numerosos comentarios xenófobos y racistas dirigidos a los habitantes de este corredor.
Siguiendo la propuesta de Carman (2007), podríamos hablar en este caso de una máxima intrusión socialmente aceptada, donde existe una relación de repudio e invisibilización cotidiana de los habitantes de este corredor marginal y, al mismo tiempo, una explotación cultural del folclor afropacífico durante algunos días del año, en el marco de festivales y celebraciones locales. Este intercambio cultural se da además de forma asimétrica (Chan y Goldthorpe, 2010), pues la misma población que ha traído consigo la cultura afropacífica es aislada en su cotidianidad de los espacios legítimos de la cultura.
Conclusiones y nuevos interrogantes
Los elementos expuestos en los apartados anteriores nos hablan sobre la necesidad de ahondar en la comprensión del fenómeno de la marginalidad desde la experiencia de quienes la viven, es decir, de acercarnos a la categoría en su dimensión práctica (Mosse, 2013). Si bien el concepto ha surgido principalmente desde las teorías desarrollistas y en el imaginario popular parece estar asociado a condiciones de precariedad y miseria, no debemos olvidar que su etimología remite, en esencia, a aquello que se encuentra en el borde, a la orilla, lo que es fronterizo. Retomar el concepto de marginalidad, alejándonos del paradigma desarrollista, posibilita comprender el margen en su carácter definitorio. Se trata de invertir el análisis y pensar el margen como aquello que da sentido al centro, en este caso, pensar en los corredores urbano-marginales como aquellos que nos permiten entender qué es la ciudad central y, además, dónde termina la ciudad en su totalidad.
A diferencia de los conceptos de exclusión o segregación, la noción de marginalidad puede convertirse en una categoría ontológica que no remite de manera irremediable a la acción de un otro. Con esto quiero decir que, si denominamos a los habitantes de estos sectores excluidos o segregados, de inmediato parece que nos referimos a una entidad que es la causante de esta condición. Es cierto que la posibilidad de señalar los procesos globales y locales a partir de los cuales se genera la desigualdad ha arrojado luz sobre el papel de los actores institucionales y el modelo político-económico capitalista en la profundización de las desigualdades sociales; pero también ha parcializado la investigación, privilegiando el análisis económico y una concepción pasiva de los ciudadanos marginales.
Encontramos entonces, para el caso de los jóvenes del corredor oriental de la ciudad de Cali, cuatro núcleos de significado que actúan como ejes de los procesos de identificación y territorialización: a) el movimiento permanente; b) la maleabilidad del margen; c) la construcción de estrategias para domesticar la incertidumbre; y d) la pertenencia étnico-racial latente. Estos cuatro componentes nos conducen a varias conclusiones sobre la marginalidad urbana en el caso de la ciudad de Cali.
En primer lugar, como lo mencionan Rodríguez y Sánchez (2002), existe una urgencia por pensar a Cali como una ciudad-región y comprender las redes no sólo económicas, sino culturales que la constituyen como un punto de intersección. En este sentido, los márgenes podrían entenderse como membranas socioculturales donde tienen lugar procesos de intercambio simbólico y material (Portal y Zirión, 2019). Estas membranas no sólo mantienen viva la relación con la región, sino que brindan los recursos para el sostenimiento de la ciudad central, que es, podríamos decir, el lugar donde se materializa el proyecto urbano moderno (Castells, 2014).
Con todo, en la ciudad de Cali resulta complejo delimitar los espacios de la ciudad central, puesto que el margen parece extenderse con amplitud hacia adentro. Como veíamos, el margen urbano es maleable y los criterios utilizados para definirlo son múltiples e incluyen referencias a la infraestructura -vías que conectan o aíslan-, la presencia de población negra, referencias históricas al proceso de autoconstrucción y, con mayor frecuencia, un criterio basado en la experiencia sensible de la ciudad, expresado en particular en un “ritmo” que se transforma conforme se llega a la ciudad central. Esta multiplicidad de definiciones del margen, más que hablarnos de una alienación del territorio (Wacquant, 2001), nos remite a la necesidad de profundizar en la experiencia subjetiva, si se quiere psicológica, del espacio, para lograr entender cómo se configura (Bailly, 1989).
Asimismo, hallamos que las formas de territorialización (Giménez, 2005) están asociadas a la domesticación del espacio ya no en un plano físico, sino práctico, lo que llamamos la domesticación de la incertidumbre: el diseño de rutas seguras, construcción de relaciones estratégicas y establecimiento de fronteras físicas y simbólicas frente a la ciudad central, que no desaparecen pese a ser difusas y constantemente atravesadas por los habitantes de los márgenes (Grimson, 2011). Como precisamos, los relatos de los jóvenes revelan una relación de extranjería con la ciudad central, donde suponemos que se expresa el proyecto urbano, pero que no logramos ubicar por completo. Como dice Jirón (2007), hablamos de dos ciudades que se solapan, se cruzan, pero parecen no encontrarse.
Esta situación nos conduce a pensar que más que una disolución de las identidades o una fractura a los sistemas simbólicos que permiten la cohesión de los grupos sociales marginales (Wacquant, 2001), lo que ocurre es un desplazamiento de las referencias identitarias desde elementos aparentemente sólidos como la clase, el oficio o la pertenencia étnica, hacia otros núcleos basados en el movimiento, la mutabilidad y la impermanencia. Lo mismo ocurre con los procesos de territorialización, donde podríamos hablar de un margen escalonado basado en experiencias diferenciadas de la ciudad que, a su vez, nos dan una definición mucho más reducida de lo que sería la ciudad integrada y la experiencia urbana moderna, y nos lleva a preguntarnos dónde está la ciudad central.