Tencahues. Ochenta familias.
Ambulantes entre el río de los Brazos y Béjar. Están en guerra con los comanches por lo que no tocan á la caza del cíbolo. Son muy estúpidos y miserables: he estado en un aduar de ellos.
Mier y Terán
En 1828 el joven general Mier y Terán redactaba su informe sobre los distintos pueblos salvajes que poblaban el distrito de Tejas, que pronto dejaría de ser mexicano. Sus descripciones de “estos salvajes” -algunas extraídas de la prensa de Nueva Orleans, según él mismo reconoce- combinan puntualmente caracteres positivos -como la industriosidad cherokee- con otros recurrentemente negativos. Así, se destaca la estupidez de los tencahues, la crueldad de los tarancahuases, la ferocidad de los kicapoos, la indolencia de los comanches, el canibalismo -recién abandonado- de los lipanes del sur, e incluso la zoofilia de los tahuácanos. Apenas seis años antes, Stephen F. Austin definía al mexicano como “ignorant, bigoted, and stupid and lazy, interested only in pleasure”.1 Las palabras de ambos héroes patrios -entiéndase, de sus patrias respectivas- exudan la descalificación extrema del otro en términos viscerales más allá de sus inexpresados aunque evidentes intereses políticos.2 Ese espíritu de superioridad étnica y cultural se acumula en una suerte de escalonamiento infinito.
Desde que hay memoria escrita, la caracterización del otro en Occidente ha recorrido los mismos temas. La cosificación del otro salvaje en las obras de Estrabón o Plinio está sujeta a la primaria y suficiente diferenciación ente lo civilizado y lo bárbaro: es la visión imperial grecorromana aunque sus raíces sean mucho más antiguas y se remonten a los salvajes babilónicos y hebreos (Bartra, 1996a: 90-91). Con posterioridad a la caída del Imperio romano esta imagen se multiplica y se modula desde la perspectiva moralizante de los pensadores cristianos altomedievales, con Beda e Isidoro de Sevilla a la cabeza (Vanoli, 2005). Es en este momento cuando Bartra sospecha que “se produce la simbiosis de las tradiciones judeocristianas, grecolatinas y bárbaras” (Bartra, 1996a: 213). La construcción estereotipada del otro también se producirá en el ámbito musulmán en términos no muy diferentes de como aparece en los textos cristianos.3 El otro se cosifica desde la plena Edad Media mediante el mecanismo del arquetipo hasta construir un verdadero mito, como es el caso que analiza Bartra. La alteridad articula la construcción del otro a través de un mecanismo tensionado que, a partir de Edward Said, se define hoy como “gramática orientalista” (Said, 1978; Clifford, 2001: 303-326; Gingrich, 2006) cuando se analizan las prácticas de identificación étnica (Brubaker y Cooper, 2000: 14).
Nuestro objeto no es trazar la genealogía completa de este tipo de construcciones míticas, sino reflexionar sobre el sustancial aporte de Roger Bartra a la construcción material y simbólica de la otredad4 y, por extensión, a la teoría antropológica. Para ello tomaré como referencia principal una de sus obras más originales y reconocidas: El salvaje en el espejo, libro magníficamente escrito e ilustrado,5 que traza la historia cultural de los homines sylvestres.6 Obviaré reseñar la vida y obra del académico mexicano,7 pero sí adelantaré que su antropología es, a mi juicio, “anatómica”, al modo taxonómico de los científicos ilustrados. En este sentido, cabe destacar que, en paralelo a sus estudios sobre el otro salvaje, Bartra ha dedicado no pocas páginas al análisis físico y metafórico del yo mexicano (Bartra, 1996c, 2002a y 2010).
La hipótesis de partida de El salvaje es sumamente sugerente: ¿Por qué los conquistadores europeos llegaron a América acompañados de un hombre salvaje? Su premisa de trabajo es que esos homines sylvestres “no son una imagen de los indígenas americanos: son auténticamente europeos, originarios del Viejo Mundo” (Bartra, 1996a: 15). De hecho, una de las conclusiones de Bartra será precisamente que ese otro interior (el yo salvaje europeo) ocultará al otro exterior (el ajeno americano, el otro cultural) (Bartra, 1996a: 308). Estamos, por tanto, ante la historia de un mito que, si bien tiene acreditados precedentes en la Antigüedad, obedece a la construcción cultural de una sociedad, la feudal, compuesta, según la definición de nuestro autor, “por grumos sociales tan compactos que aprisionaban al individuo en una estrecha convivencia con los demás” (Bartra, 1996a: 166). No mucho después, Bartra continuaría su relato cronológico en El salvaje artificial, describiéndonos la evolución del mito desde el Renacimiento hasta el Romanticismo e incluso más acá (Bartra, 1996b). A pesar de que el tema no era en absoluto desconocido (Bernheimer, 1952), el enfoque de Bartra permite trascender el caso aparentemente marginal y erudito del Homo sylvestris al quedar elevado por él a la categoría de mito complejo y polivalente. Es más, Bartra desvela al hombre salvaje, en una sustancial paradoja que hace de un ser imaginario “una de las claves de la cultura occidental” (Bartra, 1996a: 302-303).
La primera aportación de la obra de Bartra es constatar que la otredad es contingente y está sujeta “a una historización radical” si empleamos las palabras de Stuart Hall (2003: 17). El caso de la conquista americana -y, en general, de la mirada colonial occidental sobre el mundo- ha sido bien trazado por distintos autores en paralelo o con posterioridad a Bartra (Bestard y Contreras, 1987; Goody, 2011; Earle, 2012). La caracterización de la sociedad occidental en términos de civilidad se modula, desde antiguo, por oposición a la entropía que se abre más allá de las fronteras propias, sean éstas étnicas o políticas (Bartra, 1996a: 51). Paradoja singular para una sociedad que, como la feudal occidental, se había ruralizado profundamente pero seguía autopercibiéndose -no sin tensión- en los términos de la cultura clásica.
Triunfaba en la Europa medieval una idea contraria al ideal naturalista aristotélico y así persistirá hasta que Rousseau da forma a la distinción ilustrada entre naturaleza y civilidad con una vocación moralizante (Bartra, 1996b: 165-191). Entonces nacerán otros monstruos, entre ellos el “buen -o noble- salvaje”. Esta construcción ideológica ya había sido calificada por Hayden White (1978b) como un eslabón más del fetichismo occidental tejido en torno a la idea de civilización.8 Un fetichismo del que todavía no nos hemos desprendido incluso en nuestras propias puertas cuando el otro es la parte temida del nosotros (Lagunas, 2006), o cuando ese otro se opone ferozmente -salvajemente- al mito no menos monstruoso del progreso (Espinosa de Rivero, 2009).
Porque si hoy la “civilización” la ciframos en Occidente, entre otros, en términos de avance tecnológico, en el pensamiento de la Antigüedad y del Medievo esta noción se articulaba sobre la superioridad del ager frente al saltus. De este modo se conformaban los cimientos de una geografía imaginaria destinada a la definición del espacio del que, posiblemente, sea el mito de legitimación más importante de Occidente: el de la civilización (Bartra, 1996a: 16). Así, la ciudad es precondición y rasgo de civilidad, aunque el cristianismo temprano va a construir de forma dialéctica y problemática su hybris contra algunos valores de la Antigüedad clásica (Bartra, 1996a: 95). Por oposición a la ciudad, el bosque es el espacio ontológico del salvajismo (Bartra, 1996a: 43). A través de su pormenorizado relato, Bartra apunta hacia la esencia de esta contradicción: la necesidad de establecer un límite frente a la contaminación de lo crudo, lo espontáneo, lo incontrolado y lo irrefrenable. Dicho en palabras de White, esta construcción ideológica de la civilización busca, en un primer momento, “a way of liberating man from nature” (1978a: 180). Bartra es plenamente consciente de esta cuestión hasta tal punto que su interés por monstruos históricos o de futuro, como los cyborgs, es una consecuencia natural de esta búsqueda moral y material de liberar al Hombre de sus aparentes limitaciones.
La “etnografía del salvaje medieval” que ofrece Bartra se recrea en los lugares comunes de la iconografía y literatura sobre el hombre salvaje que, por momentos, vincula al ser imaginario con los arquetipos de la alteridad aplicados por Occidente a diversas culturas. Estos lugares comunes son la omofagia (Bartra, 1996a: 28, 40), la violencia (Bartra, 1996a: 163), la desnudez y la sexualidad (Bartra, 1996a: 150 ss. ). También se detiene en la limitación de códigos, entre ellos el lingüístico (Bartra, 1996a: 133 ss., 182),9 para constatar que el salvaje es un yo incompleto, inacabado. Pero estos aspectos narrativos van mucho más allá de los motivos: conforman lo que podríamos definir como sintaxis mitológica. Una sintaxis ya descrita por Hayden White (1978a), sintetizada por Bartra a través de una brillante cita de Giuseppe Cocchiara: “antes de ser descubierto el salvaje tuvo que ser inventado” (Cocchiara, 1948: 7; Bartra, 1996a: 23). En este punto Bartra recurre a la conformación del mito en términos estructuralistas, siendo el mito del hombre salvaje el fruto o mecanismo de construcción lógica que trata de ofrecer una respuesta a una contradicción (Bartra, 1996a: 133). A pesar de su deuda expresa con Lévi-Strauss, Bartra pone en jaque el planteamiento de un mythos opuesto al logos10 y ello es debido, precisamente, a que su análisis del mito del Homo sylvestris revela una profunda tensión entre la repulsión y la fascinación occidental por el otro (Said, 1978; Bartra, 1996a: 304-306).
Por otro lado, Bartra se aleja de los planteamientos dumezilianos que apuntan a una ahistórica existencia de los mitos occidentales. Éstos, para él, están sujetos a largos procesos de apropiación, revitalización y reubicación (Bartra, 1996a: 40, 54, 249). De un modo más general, algunos de estos mecanismos ya fueron descritos con precisión por Julio Caro Baroja (1989), y lo que hallamos en la obra de Bartra es el desmenuzamiento de una genealogía mítica concreta. Sin que el árbol oculte el bosque, Bartra encuentra las conexiones entre este y otros mitos que vetean la cultura occidental tales como los del tiempo y espacio perdidos. Viejas y nuevas Arcadias, Edades de Oro que son intrínsecas a la cultura occidental (Bartra, 1996a: 24). Un ejemplo paradigmático, el del Paraíso Terrenal, ha sido visto por Hayden White como el territorio de los primeros salvajes, Adán y Eva (White, 1978a: 158 ss. ), aunque Bartra rechaza esta reducción (Bartra, 1996a: 212-213). Cierto es que Adán y Eva comparten algunos rasgos exteriores del salvaje, como la desnudez, pero los distinguen de aquél otros fundamentales, en particular el ser posesores de códigos: el nombre, el habla y la norma. Además, el mundo primigenio de Adán y Eva no tiene límites, y una de las características del hombre salvaje para Bartra es precisamente la liminariedad (Bartra, 1996a: 32). Esta cuestión, la de la liminariedad, ayuda a comprender cómo la otredad se moltura sobre los límites -percibidos- del yo, materializados en términos culturales tanto en códigos como en cuerpos (Douglas, 1973) y espacios (Barth, 1976). El bosque en el que penetra el caballero -o a cuyo borde se asoma el hombre salvaje- manifiesta unas fronteras sutiles. A pesar de su desnudez, Adán y Eva son poseedores de sus respectivas almas, mientras que a los homines sylvestres no se les reconoce con certeza tal atributo (Bartra, 1996a: 138-139). Y eso que, en relación con esto último, tuvieron más suerte que los indígenas americanos a quienes Américo Vespuccio negaba tal cualidad en 1502 (Díaz de Rada, 2015: 434-435).
El hombre salvaje se articula en una liminariedad cultural y espacial bien definida. Su espacio por antonomasia, el bosque, es confrontado con el espacio antrópico, la ciudad. El hábitat del salvaje, de Homo sylvaticus, es, así, un espacio de exclusión. Expresa o implícitamente, al menos en el periodo medieval, este espacio implica un sufrimiento moral, como ocurre con el desierto en la tradición judía. Ese sufrimiento se cifra en la amenaza de una naturaleza desordenada (Bartra, 1996a: 73-77). Por eso en Occidente -“un mundo que triunfa, se instala y se civiliza”, en palabras de Le Goff (1999: 162)- irá recayendo sobre el anacoreta una sospecha: si para aquél el “desierto” implicaba la redención, para el conjunto de la sociedad feudal suponía una amenaza (Bartra, 1996a: 83 ss.). Toda la panoplia de eremitas medievales, con el modelo inicialmente exitoso de san Juan Crisóstomo, van siendo percibidos como seres anacrónicos y marginales, asociales en todo caso. En consecuencia, el eremita acabará por ser considerado en el Renacimiento como una “fiera de Dios” (Rodríguez de la Flor, 1992: 21). Es en este momento, en el cual Europa se asomaba violentamente a otros mundos, cuando el mito vive una evolución concretada en un cambio de hábitat del salvaje, adaptado a la lógica de la incipiente era colonial (Bartra, 1996a: 244). Si el indígena americano no fue asimilado al Homo sylvestris medieval fue, entre otras razones, porque el hombre salvaje se encuentra dentro de nuestras fronteras, mientras que el bárbaro -a quien se asimiló el indígena (Bartra, 1996a: 241)- se sitúa fuera de ellas.11 Posiblemente eso se deba a que en la construcción de la otredad hacia el indígena hace falta trazar un espacio entre el yo y el otro y, también, una distancia temporal, esto es, percibir al otro como un ser anacrónico, de otro tiempo (Díaz de Rada, 2015). El salvaje, así lo destaca Bartra, no cumple estrictamente esos requisitos toda vez que su imagen no está modulada por la traducción cultural, sino que es fruto de la imaginación medieval.
Otro aspecto destacado de la liminariedad que caracteriza al salvaje es la sexualidad, que se sintetiza materialmente en la desnudez y en el hirsutismo que caracteriza a los hombres y mujeres salvajes (Bartra, 1996a: 32; Pedraza, 2009). Sin embargo, esta frontera fue progresivamente matizada al final de la Edad Media mediante dos mecanismos: la domesticación de esa hipersexualidad a través de la erótica cortesana, y la contaminación del arquetipo con la idea de familia (Bartra, 1996a: 150-157). Esto nos lleva a otra de las esencias que desvela Bartra: la de la relación entre otredad y socialización. El tema es de una amplitud enorme así que me limitaré a destacar algunos de sus rasgos. La aludida hipersexualización del salvaje no es sino la traducción de una idea de fertilidad descontrolada y ésta, a su vez, constituye una de las características esenciales de la naturaleza en la construcción del mito (Bartra, 1996a: 51). Por oposición al hombre salvaje, el hombre civilizado es un ser social (Bartra, 1996a: 146 ss.). De ahí que, en la definición de la otredad, operen necesariamente “redes mediadoras” (Bartra, 1996a: 307). De hecho, la socialización destruye la otredad. El caso de los niños salvajes es recurrente desde la Ilustración (García Alonso, 2009). Bartra no se detiene aquí, al menos no en esta obra (Bartra, 1996b), sino en uno de los arquetipos más potentes que ofrece la literatura medieval: Merlín, personaje liminar, catártico y complejo al ser partícipe de ambos mundos (Bartra, 1996a: 112 ss.). No obstante, su nacimiento monstruoso y salvaje (Dacosta, 2016a: 295 ss.) está modulado por su destino heroico, todo lo cual conforma su extraordinario poder (Gracia Alonso, 1991). El salvaje, ser liminar, no siempre se civiliza, como ocurre con las distintas melusinas medievales. Una de ellas, la Dama de Pie de Cabra, no tolera la ruptura del tabú impuesto a su esposo, el Señor de Vizcaya; por ello huye al monte, lugar donde éste la había encontrado. Aún así, la Dama contribuye directa e indirectamente a la construcción del linaje: primero, al mantenerse como protectora del mismo en cuanto referente de fertilidad y asistente material en las hazañas bélicas de los Señores de Vizcaya; segundo, al permitir que su primogénito varón permanezca al otro lado del espejo y, así, dé continuidad al linaje por vía agnática, mientras su hermana, en principio heredera, es recluida en el mundo salvaje y maternal del hada (Dacosta, 2016b). Este caso, como otros muchos, demuestra que la mujer salvaje es doblemente salvaje en cuanto metáfora de una Naturaleza necesaria pero peligrosa (Pedraza, 2005).
En la construcción occidental de la otredad es fundamental la negación de la humanidad total o parcial del otro para afirmar el yo. Ese proceso de deshumanización abarca desde la caracterización física hasta la moral, algo que en no pocas ocasiones abarca también a los campesinos desde la Edad Media. Así se sienten, deshumanizados, los rebeldes ingleses de 1381 ya que, a pesar de ser hijos de Cristo, son tratados como “bêtes sauvages”, según refleja Froissart (Le Goff, 1999: 270).12 La denominada cultura popular medieval se ha venido percibiendo en ambientes académicos (Bajtin, 1970; Huizinga, 1979) desde el otero de la culture savante o, lo que es lo mismo, desde la ortodoxia y el cronocentrismo (Schmitt, 1992). Sin embargo, todo tiene una dimensión contingente de forma que lo ajeno, lo salvaje, tiene que estar regulado ritualmente, estar bajo control; en caso contrario, su existencia sería intolerable para el poder (Bartra, 1996a: 60). Es lo que ocurre con los ritos dionisiacos y con el carnaval medieval, donde se conjura esa parte salvaje del imaginario social (Bartra, 1996a: 60 ss.). Bartra destaca la paradoja de que a finales de la Edad Media el Homo sylvestris conserve sus caracteres medievales en el seno de la alta cultura, mientras se adaptaba entre las clases populares dentro de los flexibles marcos del cristianismo (Bartra, 1996a: 271). La conjunción de distintas tradiciones, algunas muy antiguas como la celta o la grecorromana, convergen en el Renacimiento -si no antes- en la ritualización festiva del control del salvajismo. Aún hoy en toda Europa -con especial concentración en el noroeste de la península ibérica- se conservan vestigios folclorizados de teatralizaciones donde el Homo sylvestris todavía puede intuirse bajo la máscara de hombres salvajes o diablos finalmente sometidos al poder de la Cruz (Flores Arroyuelo, 2004). También en numerosos cuentos populares como el de Juan Oso (Martínez y Lugo, 2009). En el otro extremo de la pirámide feudal, los caballeros hacían suyo el mito en la heráldica, en el roman courtois (Bartra, 1996a: 178-180) o, incluso, en representaciones como la que se realizó en México en 1538 y narra Bernal Díaz del Castillo (Bartra, 1996a: 9-15). Todavía en la actualidad se celebran en España algunas de esas fiestas vinculadas al Corpus, como la de los Hombres de Musgo de Béjar (Salamanca), cuyo origen podría estar en una de esas fiestas caballerescas, convenientemente historizada (Sánchez Marcos, 2002).
Otra de las grandes aportaciones de El salvaje en el espejo es constatar que la construcción de un arquetipo de alteridad no tiene necesariamente que articularse sobre el conocimiento de un grupo humano distinto del propio (Bartra, 1996a: 16). Esta idea ha sido desarrollada más tarde por él mismo en una de sus más influyentes teorías, la del exocerebro, formulada en su obra Antropología del cerebro y en otras posteriores (Bartra, 2007, 2013). La conexión entre ambas obras radica en que, en un cierto nivel de comprensión, la otredad obedece a un mecanismo psicosocial de análisis de la realidad que hace que su conformación sea “independiente del conocimiento de los otros” (Bartra, 1996a: 302-303). De manera más concreta, habilita al ser humano para construir socialmente su yo personal en negativo: “la conciencia del Yo, del Ego, del individuo, no puede aparecer sin las redes que construyen la otredad” (Bartra, 2011: 5).
Esta consideración de la otredad se traslada al ámbito de lo social entendiendo que es un producto endógeno de toda sociedad (Bartra, 1996a: 16). El mito, pues, y ésta es una aportación fundamental de El salvaje, se construye de adentro hacia afuera en un mecanismo fácilmente reconocible, donde primero se define el motivo, y después se aplica al otro (Bartra, 1996a: 33). Bartra no rechaza los mecanismos funcionales de la alteridad, ya descritos por Bajtin y resumidos por Josep Fontana en el principio de que “todos los hombres se definen a sí mismos mirándose al espejo de los otros, para diferenciarse de ellos” (Fontana, 2000: 107). Sin embargo, su teoría es más compleja, y propone una alternativa muy potente a la planteada, por ejemplo, por Tzvetan Todorov (1982) en relación con la conquista de América, criticable tanto por su sesgo eurocentrista (Subirats, 1994: 79; Garduño, 2010) como por su mecánica descripción de los mecanismos de la alteridad. A diferencia de él, Bartra nos ofrece una teoría mucho más desasosegante toda vez que sitúa al individuo social en la centralidad de la otredad. También le separa del problema de traducción lingüística (y cultural) del otro que propone Padgen en atención a “the problem of recognition” (Padgen, 1999: 10-14). Siendo plenamente consciente de la funcionalidad de ambas perspectivas, la de Bartra apunta al hecho de que la otredad es, en el fondo, una forma de comunicación esencial para un ser liminar: el Hombre. El salvaje es construido por nosotros y al mismo tiempo nos construye en un mecanismo tan sencillo como poderoso. Debe desvelarse, ser mostrado, para cumplir su eficaz misión. Así lo revela un espeluznante y práctico anuncio de finales de 1782 sobre la exhibición pública de un “maravilloso” hombre salvaje hallado en las islas Orcadas: “His terms of teaching will be moderate. To be seen gratis”.13
Más allá del apabullante despliegue erudito de Bartra, y de que hallemos en su obra uno de los clásicos para la historia cultural, El salvaje en el espejo nos confronta con algunos de los problemas más acuciantes de la posmodernidad. En primer lugar, bucea en aquel de la recognición, en planos más profundos que los conceptualizados por Anthony Padgen o Axel Honneth. Ni la sociedad ni sus mitos piensan: son los individuos los que construyen las imágenes del yo y del otro (Bartra, 2002b). En este sentido, es necesario reclamar la responsabilidad individual en la definición y manifestación de la otredad, en la reconceptualización moral de nuestras relaciones sociales.
En segundo lugar, nos confronta con uno de los desafíos de la globalización, inasible instrumento de transformación de la realidad a una escala nunca vista en la historia. Dicho desafío no es otro que la extensión de una manera de pensar, nacida en Occidente, que oculta bajo la pretendida superioridad intelectual de una civilización las miserias de la construcción mítica de un pensamiento destinado a dominar al otro. ¿Cómo es posible construir un mundo distinto, fundado en la igualdad real de todo ser humano, sobre las bases de una epistemología perversa? Una epistemología que sólo ha permitido “soluciones extremas (identidad o antítesis)” (Bartra, 1993); una manera de pensar para la que no parece haber repuesto, o mejor, cuyas alternativas -no todas por imaginar- se cercenan a pesar del esfuerzo de no pocos movimientos sociales y destacados científicos en ambos lados del Atlántico (De Sousa Santos, 2011). Dicho de otra forma, ¿es posible construir un mundo globalizado sobre las bases de pensamiento y los modos de acción de una civilización, la occidental, incapaz histórica y conceptualmente de abrirse a la otredad?
En las descripciones etnocéntricas y coloniales del otro que exponíamos al principio de este trabajo, los tejanos exhiben su superioridad frente a los mexicanos, quienes son mejores que los cherokees, detrás de los cuales quedan los savanaus, al ser “inferiores en cultura” (Mier y Terán, 1982:58). Bajo las palabras de Austin o en la descripción etnográfica de Mier y Terán no es difícil percibir la emergencia de la lógica del Estado o de la nación que aspira a serlo. Estos procesos identitarios han sido bien revelados desde distintas disciplinas para Europa Occidental (Hobsbawm y Ranger, 1983; Brubaker, 1992:1-17; Juaristi, 2000) y también para el caso mexicano en términos fundamentalmente dialécticos (Bartra, 1996c; Villoro, 1998; Gleizer y López Caballero, 2015). Ciertamente es imposible el análisis de la otredad sin atender a sus contextos de producción, algo que Bartra hace de forma exhaustiva en su análisis del hombre salvaje surgido de la “cultura medieval”. La perspectiva de El salvaje en el espejo es construccionista (Jacorzynski, 2004) -obsesivamente, añadimos nosotros-; sin embargo, si algo se evita en esta obra es la búsqueda de “el otro real” toda vez que Bartra se centra en un “producto de la imaginación europea” y, sobre todo, evita caer en el cómodo recurso de identificar al hombre salvaje con el indígena.
Los procesos de ficcionalización del otro -como su cosificación o deshumanización a la que hemos aludido antes- obedecen a sus respectivos contextos culturales pero también a mecanismos menos expresos o, si se prefiere, antropológicamente más profundos cuya revelación es, en suma, la gran aportación de El salvaje en el espejo. Dicha aportación puede resumirse en un sencillo axioma: “El Yo y el Otro son inseparables” (Bartra, 1996a: 250). Por ello parece oportuno reclamar la interpretación de la identidad (junto a la alteridad) como si fuera un ajolote: un monstruo mítico, resbaladizo y anfibio.