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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.65 México ene./abr. 2023  Epub 09-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v650.2129 

Artículos

Una ética de lo contingente: Judith Butler y el principio de la (no) violencia

An Ethics of the Contingent: Judith Butler and the Principle of (Non)Violence

Javier Agüero Águila1 
http://orcid.org/0000-0001-8990-9613

1Universidad Católica del Maule, Chile. jaguero@ucm.cl


Resumen.

El siguiente trabajo se organiza en torno a una cuestión fundamental: la manera en que podría articularse una reflexión sobre lo ético y lo político si consideramos la violencia como vector central de lo ético-político mismo. En otras palabras, doy cuenta de cómo la violencia se estabiliza como el fenómeno principal al interior de la vida social produciendo la instalación de un cierto ethos en las sociedades contemporáneas. Llevo a cabo esta búsqueda a partir de los trabajos de la filósofa judío-estadounidense Judith Butler y del rescate de los aspectos ético-políticos que se desprenden de su obra.

Palabras clave: Judith Butler; ética; violencia; no violencia; política

Abstract.

This article is built around a fundamental issue: the way in which a reflection on the ethical and the political could be articulated if we consider violence as a central vector of the ethical-political itself. In other words, I show how violence can be seen as the main phenomenon within social life, producing a certain ethos in contemporary societies. For this purpose, I use the works of the Jewish-American philosopher Judith Butler and the ethical-political aspects that emerge from her work.

Keywords: Judith Butler; ethics; violence; non-violence; politics

La famosa frase de Adorno necesitaría pues una

corrección: no es la poesía lo que es imposible

después de Auschwitz, sino más bien la prosa.

Slavoj Žižek

Introducción

Este artículo propone como hipótesis central, partiendo de las premisas de la filósofa judio-norteamericana Judith Butler, que en el mundo contemporáneo todo análisis relativo a la ética debe fundarse y refundarse sobre la base de una profunda y sostenida reflexión sobre la violencia. En términos más precisos, el objetivo es mostrar cómo una ética de la no violencia, en la actualidad, debe tener como punto de partida a la violencia misma en sus diferentes formas, tal como lo plantea Butler. En este sentido, el presente texto explorará, en primer lugar, el fenómeno de la agresión (la violencia) y cómo este debería transformarse en la materia misma del debate ético. En segundo lugar, nos detendremos en el lenguaje y la nominación como formas explícitas de ejercer y determinar la violencia. En un tercer momento, se hablará de la aporía ética y cómo, al final, no es posible pensar una ética de la no violencia sin considerar la violencia al origen. En el punto cuatro, se tratará de la violencia y su condición de iterabilidad, es decir, de cómo es capaz de independizarse de su contexto produciendo su propio espacio de reproducción permanente, despuntando a la generación sistemática de escenarios de guerra y al cómo, puntualmente, los estados favorecen y entienden que hay vidas que son más “dignas” de proteger que otras. Finalmente, y tomando como premisa la noción butleriana de “arriesgar el yo”, se propondrá una potencial salida a la violencia a partir de la idea de “desposesión” y de cómo únicamente es posible controvertirla desde una cierta idea de lo común.

1. La agresión

Comenzaré con esta cita de Butler, que bien puede ser entendida como una constatación y, al mismo tiempo, un imperativo filosófico-político de nuestro tiempo y desde el cual será necesario partir: “la agresión constituye la materia misma del debate ético” (2006, p. 20). Por sencilla que parezca esta afirmación, lo que plantea Butler en esta cita nos llevaría, asumiendo el riesgo, a una reconsideración de lo que hemos entendido por “ética” en la tradición filosófica occidental.1 En este sentido, no se trataría de la superación del hedonismo ni de la búsqueda de la felicidad propia de la época clásica, ni de su traducción en la filosofía medieval, sino más bien de una reflexión contemporánea que posiciona a la violencia -“la agresión”- como lo propio de la ética, como su misma posibilidad y, de igual manera, como el espacio en el que toda reflexión ética debe ser recuperada críticamente para proyectar, entonces, “una ética de la no violencia” (Butler, 2006, p. 20).

En esta perspectiva, entendemos la propuesta de Butler en relación con lo que Alain Badiou describe como ce qui se passe (‘lo que pasa’), es decir, una ética volcada sobre la contingencia, el acontecer, la realidad en su sentido coyuntural y determinante a la vez, en el vértice de un mundo estremecido por la violencia. Nos referimos entonces a una suerte de ética situada, mas no por esto menos dinámica ni política. En otras palabras, la ética debe responder a un aquí y ahora que se desvíe de lo puramente trascendental y nos conecte con la intensidad singular e inmanente de los cuerpos que sufren, de las vidas precarias y de los abandonados del mundo.

[…] ética designa hoy un principio en relación con “lo que pasa”, una vaga regulación de nuestro comentario sobre las situaciones históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones técnico‐científicas (ética de lo viviente, bio‐ética), las situaciones sociales (ética del ser‐en‐conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación), etc. (Badiou, 2003, p. 20).

2. Cuerpos nombrados, cuerpos amenazados

A partir de este considerar a la violencia como el terreno propio de la ética en las sociedades contemporáneas, Butler sostendrá que son los cuerpos los que están a la intemperie, cuerpos desprovistos de protección que se constituyen en el plano político. Dicho de otra forma, es nuestra corporalidad expuesta a la vulnerabilidad la que nos hace más o menos agentes en los asuntos de la polis. En este sentido, estos cuerpos abandonados, desahuciados políticamente en el centro del devenir social, comparten una dinámica, una carencia que los emparenta y que, de alguna forma, los vuelve parte de una comunidad en cuanto cuerpos desprotegidos. Sin embargo, siempre está el riesgo de que esta exposición y vulnerabilidad deshaga, incluso, este vínculo irreductible, el cual puede extraviarse en el transcurso del despliegue de la violencia, enfrentándose unos con otros. En esta línea, seríamos algo así como cuerpos residuales que, en la pérdida de un “nosotros”, naufragan doblemente expuestos a la violencia (cfr. Nancy, 1999, p. 11):2 “[…] cuerpos vinculados a otros, corriendo el riesgo de perder esos vínculos, cuerpos expuestos a otros, corriendo el riesgo de la violencia por el solo hecho de esa exposición” (Butler, 2003, p. 84).

De esta manera, según Butler, nuestros cuerpos dejan de ser necesariamente nuestros. No tenemos derecho de propiedad exclusiva sobre nuestra corporalidad puesto que esta se construye, también, en la dimensión pública, en un afuera que termina por definir el significado del cuerpo propiamente tal. Así, el cuerpo se organiza en un espacio tan íntimo como exterior, tan uno como múltiple, asumiendo esta suerte de bipolaridad y articulándose sobre la base de un ir y venir permanente que deja al individuo despojado de su mismidad y expuesto, en cuanto cuerpo en la intemperie social, a las consecuencias que la sociedad y la cultura le imponga. “El cuerpo tiene una dimensión invariablemente pública” (Butler, 2006, p. 52).

En este sentido y si el cuerpo es público, diremos al mismo tiempo que la vida y lo viviente son lo propio de la política, el lugar donde las disputas por el poder, finalmente, tendrán lugar. Siguiendo a Michel Foucault en esta dirección, al identificar al cuerpo como el lugar primordial en el que la disputa por el poder se llevará acabo es que se hace urgente la elaboración de una nueva teoría política y de una nueva ontología del cuerpo. Desde esta perspectiva, Foucault sostiene que, “[d]urante miles de años, el hombre ha permanecido siendo lo que era ya para Aristóteles: un animal vivo y, además, capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en la política cuya vida, en cuanto que ser vivo, está en cuestión” (Foucault, 1994b, p. 187).3 En este sentido el cuerpo, desde su condición de campo en disputa, nos abre, como Foucault y Butler, a la reconsideración política del cuerpo mismo, así como al espacio redescubierto, por parte de la Modernidad capitalista, de lo propiamente vital como dimensión propicia para la reproductibilidad del poder en esta dirección.

Ahora bien, siempre en la línea de entender al cuerpo dentro y fuera del individuo, pero insistiendo, sobre todo, en la dimensión pública de la corporalidad, Judith Butler plantea en Lenguaje, poder e identidad que: “El lenguaje preserva el cuerpo, pero no de una manera literal trayéndolo a la vida o alimentándolo, más bien una cierta existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en términos de lenguaje” (2004, p. 21). Esta cita nos precisa que un cuerpo, para ser reconocido socialmente, debe, imperativamente, ser objeto de un lenguaje que lo impacte y frente al cual el cuerpo responda;4 un cuerpo no puede ingresar al mundo si no es referido desde un habla que lo invoque y, entonces, lo haga “accesible”, identificable y, en consecuencia, monitoreable, gestionable, definitivamente nominado y por lo tanto sujeto de violencia política. Esta acción no “descubre al cuerpo, sino que lo constituye fundamentalmente” (2004, p. 21); es decir, el cuerpo preexiste al lenguaje y a su despliegue nominal, pero solo se activa social y políticamente desde el momento en que el lenguaje mismo -entendido como una convención ideológica y política que responde a los patrones específicos de un canon social determinado- se adhiere al cuerpo. De esta manera, el cuerpo queda constituido en cuanto el lenguaje lo atrapa.

Lo importante aquí es subrayar que “[s]i el lenguaje puede preservar el cuerpo, puede también amenazar su existencia” (2004, p. 22). Esto implica comprender necesariamente que el lenguaje nos emparenta con el otro, nos hace dependientes en la medida que se reconoce como un puente hacia y con la alteridad, con lo alter-nativo. Es a través y en el lenguaje que nos agenciamos en el mundo; en este sentido, la amenaza de ser degradados por este es siempre posible, diremos más bien “real”, concreta y cotidiana como sujetos que experimentan el mundo y se constituyen sobre la base del reconocimiento mutuo. Es importante en este sentido sostener que el “reconocimiento” no está, necesariamente, del lado de la aceptación del otro en su absoluta singularidad ni en el respeto hacia una alteridad que define un espacio común o colectivo. El reconocimiento a través de un lenguaje degradante o del insulto puede, con la misma intensidad, descomponer al yo, hacerlo inútil, precario y obsoleto, confinarlo al páramo de la obsolescencia y refugiado en su marginalidad social y política. Esto es violencia pura, desencadenada y dinámica; violencia con toda la potencia que esta expresión puede contener.5

3. Violencia/no violencia: la aporía ética

Partamos de esta frase de Butler, que es tan precisa como estremecedora: “¿Y si el lenguaje tuviera en sí mismo la posibilidad de la violencia y de la destrucción de un mundo?” (2004, p. 22). Para este punto ya podemos conceder con cierta certeza que el lenguaje contiene a la violencia y que es solo a través de él que la vida y los cuerpos se gestionan en torno a dinámicas represivas y coercitivas. Sin embargo, Butler nos lleva a un lugar extremo: nos habla de que el lenguaje puede contener la “destrucción de un mundo”. Siendo precisos, no nos habla “del” mundo, sino de “un” mundo, es decir de uno singular, único e irrepetible, que es lo propio de la vida de un ser humano. El lenguaje degradante, fuera de sí, así como la manera en que se impregna en los bordes de una existencia particular, puede llevar a una vida (mundo) a extinguirse, ya sea social y simbólicamente, o bien, físicamente, es decir, morir, suicidarse, desaparecer. La frase es de un tremendo impacto porque nos sitúa en una concepción del lenguaje con capacidad mortífera, asesina, al tiempo que releva la pregunta de qué hacer frente al lenguaje mismo cuando emerge como potencia destructora de un mundo.6

Slavoj Žižek, en una línea similar a la propuesta de Butler, sostiene en Sobre la violencia que “[e]stamos hablando aquí de la violencia inherente al sistema: no sólo de violencia física directa, sino también de las más sutiles formas de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación, incluyendo la amenaza de la violencia” (2009, p. 20). Esto resulta al menos inquietante en la medida en que vivimos en un estado de coerción permanente, pero, aún más, en la amenaza de la violencia. Si este es el estado de la cuestión, la violencia como tal no requiere siquiera de ser desplegada, de agenciarse fácticamente, sino que es desde una suerte de acechante condición fantasmal o espectral que ya somos violentados. Decimos entonces que la violencia contiene una amenaza desde mucho antes de que la experimentemos, tejiendo en nosotros toda una madeja subjetiva que está definida por la violencia, ya sea en su traducción real o en su dimensión simbólica.7

Comprendemos entonces que la violencia en Butler emerge como el espacio para una suerte de ética de la no violencia, pero entendiendo desde el principio que es la violencia misma lo que permite y favorece la emergencia de esta ética. Los cuerpos vulnerables, las vidas precarias que no son materia de consideración por parte de los estados y, por tanto, susceptibles de quedar atrapados en el círculo abyecto de la violencia, son la ética. Lo que se formula en este momento es una aporía fundamental que -aunque parecería resumir la cuestión- es lo que está a la base del planteamiento butleriano. La aporía entonces conduce a pensar que cualquier ética de la no violencia es una ética de la violencia a la vez, aunque con la primera se intente, justamente, desactivar el protagonismo de la segunda.

Esta marca intensamente aporética en Butler -de habitar en la aporía- ratifica la idea de que es en la violencia que puede encontrarse el germen de una ética contemporánea de la no violencia nuevamente.8 Bien vale en este sentido pensar la aporía como una posibilidad para la política -y, entonces, para una ética-. “Ahora bien, ¿qué se puede hacer ante esta aporía? ¿O ante la aporía sin más? ¿No nos paraliza acaso? ¿No nos vuelve escépticos, nihilistas, apolíticos, amorales, irresolutos? La respuesta que podemos articular es que la experiencia de la aporía es la condición de posibilidad de la moral y de la política” (Contreras, 2010, p. 86). Sostenemos entonces que una ética de la no violencia sería imposible sin la impronta extensiva y extendida de la violencia propiamente tal. En el intersticio que se forma entre ambas emerge un aporético espacio de constitución que reclama, finalmente, una ética imprescindible para el mundo contemporáneo.

4. Violencia, iterabilidad y guerra

En esta misma dirección, Judith Butler apunta que pensar la violencia, insistir sobre ella una y otra vez como el terreno para la formulación de una ética contemporánea, es también un intento por debilitar la reproducción de sus propios desplazamientos. Nos referimos en este punto, específicamente, a lo que la filósofa denomina “la justificación moral de venganza”. Esto quiere decir que la violencia permite, en cuanto se ejercita y se experimenta, ya sea como víctima o como victimario, una serie de movimientos posteriores que tienden a legitimarla y hacerla iterativa, repetible en ella misma y condicionada por su propia naturaleza reproductiva y endogámica. La violencia, como se ha sostenido, se autogestiona, se monitorea y se venga de sí misma, promoviendo en este brutal circuito las condiciones siempre deshumanizantes que posibilitan su contingencia reiterativa. Todo esto presenta a la violencia como el espacio primordial para repensar las implicancias de una ética en el mundo actual, como lo señala Butler: “Lo que me gustaría subrayar es que junto con la experiencia de la violencia surge un marco para poder pensarla -un marco que funciona tanto para prevenir cierto tipo de preguntas y de análisis históricos, como para producir una justificación moral de la venganza-” (2006, p. 28). Entendemos de esta forma que la experiencia de la violencia, su propio agenciamiento en un mundo empírico que la reconoce y la acoge sustantivamente, actúa como un velo que recubre de hipocresía todo lo que en su nombre puede llegar a constituirse. Bajo un sinnúmero de explicaciones históricas o de argumentos sociológicos, la violencia queda protegida, validada, y entonces dispuesta a ser arrojada sobre un cuerpo o sobre una comunidad. En este sentido, la violencia es argumentativa; posee, ciertamente, densidad y no es iluso pensar que desde ella se deriva una prédica perfectamente construida. Aquí, entonces, la venganza, tal como lo señala la filósofa, se justifica moralmente, identificando enemigos internos o externos que constituyen el ecosistema perfecto para su aplicación y despliegue. La violencia no es inocua ni menos vacía, se funda y se refunda constantemente sobre la base de argumentaciones tan abyectas como contundentes.

Diremos entonces, en esta ruta despejada por Butler, que la violencia se edifica sobre la base de su propia iterabilidad. Como sostiene Jacques Derrida:

Esta unidad de la forma significante no se constituye sino por su iterabilidad, por la posibilidad de ser repetida en la ausencia no solamente de su “referente”, lo cual es evidente, sino en la ausencia de un significado determinado o de la intención de significación actual, así como de toda intención de comunicación presente. Esta posibilidad estructural de ser separado del referente o del significado (por tanto, de la comunicación y de su contexto) me parece que hace de toda marca, aunque sea oral, un grafema en general, es decir, como ya hemos visto, la permanencia no presente de una marca diferencial separada de su pretendida “producción” u origen (Derrida, 1972, p. 377).

En relación con la violencia, siguiendo a Derrida y a su noción de “iterabilidad”, esta no necesitaría para activarse y reproducirse de un punto de partida, de un “hecho violento”; sería demasiado elemental intentar un análisis de la violencia como algo que se origina en un tiempo y espacialidad identificables, precisables. La violencia, desde esta perspectiva, excede por mucho su contingencia o su significación temporal, y su potencia no puede reducirse a algo así como un origen. La violencia como fenómeno articulador de las sociedades contemporáneas no requiere necesariamente de “ser vista”, identificada o mediatizada (la violencia que se muestra en los medios de comunicación, por ejemplo): ella misma, en su iterabilidad, se desprende de su punto original diseminándose y reproduciéndose intemporalmente, sin la urgencia de ser comunicada o evidenciada. La iterabilidad adherida a la violencia es, al final, todo lo que es suplemento de la violencia misma, prótesis de un origen9 que hace de la violencia un acontecimiento descarrilado, dislocado y fuera de sí mismo (cfr. Derrida, 1997, p. 24).

Esta noción de “iterabilidad” no quita, sin embargo, que una ética de la no violencia como la propuesta por Judith Butler no asuma de manera imperativa la violencia como un aquí y ahora, como “lo que pasa”, por recuperar las palabras de Alain Badiou. Si bien la iterabilidad siempre es un desplazamiento radical con respecto al origen, esta no es posible sin el reconocimiento del origen mismo; por lo tanto, la violencia conjuga su no presencia con su presencia, superando con este gesto aporético cualquier arraigo en una suerte de dogma metafísico.

Lo anterior nos permite, siguiendo a Butler, pensar a escala global lo que pasa en el mundo cuando la violencia se encarna y traduce en escenarios de muerte, así como los efectos de la violencia propiamente tal y su relevancia al momento de reflexionar una ética a su alrededor. Esto porque la violencia, en su gestualidad contemporánea, invisibiliza, desconoce, oblitera vidas que son menos importantes que otras. Hay vidas que no son pensadas, consideradas en la geopolítica de la guerra, y esto permite la guerra misma. Si los Estados consideraran toda vida como una vida sensible de ser protegida y sujeto de resguardo, en este caso, político, la guerra no sería posible. Sin embargo, al pasar por alto la vida, singular o de poblaciones enteras, la guerra se justifica a sí misma y permite el despliegue de su maquinaria de muerte: “Cuando una vida se convierte en impensable o cuando un pueblo entero se convierte en impensable, hacer la guerra resulta más fácil” (Butler, 2011, p. 24).

En este sentido, lo que es entendido por “vivo” o “muerto” es previo al despliegue de la violencia en su versión de guerra. En otras palabras, al identificar qué población humana puede ser destruida y cuál no, lo que se deja vivir y lo que se deja morir se transforma en un criterio ex ante, y es precisamente aquí que la vida obtiene un estatus diferente, el que se emparenta directamente con la selección arbitraria de aquello viviente que será destruido y de aquello viviente que seguirá vivo.10 De esta manera, algunas comunidades “aparecen desde el principio como muy vivas y otras como más cuestionablemente vivas, tal vez incluso como socialmente muertas” (Butler, 2010, p. 69).

5. Arriesgar el yo

Todo lo que hemos podido sostener en este texto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo es que en este mundo atravesado por la violencia en sus múltiples y variadas expresiones -lenguaje, estereotipos, justificaciones morales de la venganza, capacidad de decidir sobre la vida y la muerte, guerra, etc.- se hace posible o se vislumbra una ética de la no violencia? Cuando todo parece indicar que la violencia es un eje articulante de todo orden social, ¿de qué manera la ética de la no violencia invierte el principio brutal de la violencia misma recuperándose entonces como aquello ético fundamental.

Definitivamente no es fácil responder a preguntas de esta magnitud; no obstante, es a través de la misma filósofa que se posibilitan las respuestas. En Dar cuenta de sí mismo, Judith Butler nos hace una suerte de invitación. Esta tiene que ver con lo que ella misma define como “[p]oner en riesgo al yo” (2009, p. 40). ¿Qué significa este riesgo?, ¿hacia dónde nos dirige? Poner en riesgo al yo en esta línea implicaría desposeerse11 de lo que podemos comprender como unidad en la identidad: todo lo que nos confina atávicamente a una comprensión de sí como atomización, como diferenciación radical respecto del otro que constituye el espacio común. Poner en riesgo al yo es sacrificar una cierta idea de ipseidad o mismidad identitaria para ponerla al servicio de una dimensión colectiva que, en este mismo desplazamiento, construye las condiciones de posibilidad para arriesgar lo que somos, lo que creemos que somos o lo que se nos ha dicho que somos, esto es, sujetos, hombres y mujeres, que naufragan en el océano de la indeterminación y la desvinculación sin capacidad de conformar comunidad.

El mayor peligro para mí es el peligro del sujeto autónomo y monolítico que intenta establecer límites e impermeabilidades absolutas, porque ese es el sujeto que se niega a reconocer su carácter fundamentalmente social y su interdependencia. Y me parece que sobre este tipo de base no puede construirse ninguna ética o política sólidas (Burgos Díaz, 2008, p. 240).

Lo anterior nos desliza al terreno de la pura constatación de sí como yo único, sin capacidad de intersección con algo más que con su autoreferida articulación yoica. Butler nos dice entonces que es necesario abrir un espacio de confusión donde el yo y el otro se interpelen y sean cocreadores de algo común. Esta confusión, sin embargo, no es ajena al sí mismo ni tampoco a un yo intransferible, sino que se trata de “una imposibilidad de distinción entre el otro y el yo en el corazón de mi identidad” (2009, p. 107).

En esta ruta, abierta por Judith Butler y en la cual el yo debe arriesgarse a salir de su encierro autorreferente y autoidentitario, se juega una profunda desposesión de la identidad misma. Es un desarraigo, una suerte de desplazamiento radical hacia zonas donde lo común no es necesario ni inmediatamente explicativo de lo que ese desarraigo implica. Por el contrario, se construye una zona difusa, bizarra, donde los parámetros en los cuales el yo se amparaba y refugiaba quedan ahora sensibles a ser alterados por la proximidad con el otro, con aquella alteridad que también ha desarrollado su propia desposesión. Diríamos entonces que al arriesgar el yo, al sacarlo de su zona de confort, una ética de la no violencia comienza a revelarse, y por lo tanto también la política entendida como un imaginario colectivo que debería desactivar la violencia propiamente tal. Para que esto se produzca es necesario “que yo misma quede en entredicho para mí” (2009, p. 38).

En relación con lo expuesto, Judith Butler expone que:

Esta postulación de una opacidad primaria para el yo derivada de las relaciones formativas tiene una implicación específica para una orientación ética hacia el otro. En efecto: si somos opacos para nosotros mismos precisamente en virtud de nuestras relaciones con los otros, y estas son el ámbito de nuestra responsabilidad ética, bien puede deducirse que, precisamente en virtud de su opacidad para sí mismo, el sujeto establece y sostiene algunos de sus lazos éticos más importantes (2009, p. 34).

Esto nos parece muy relevante en el relato butleriano, en la medida en que únicamente arriesgando el yo, movilizándolo a una zona de total incerteza respeto de su formación identitaria, es que lo propiamente ético alcanza condiciones reales de posibilidad. No hablamos aquí de un juego puramente metafórico o de una novedosa retórica filosófica en la cual el yo y sus potenciales movimientos servirían para adornar un argumento. Tampoco se trata de una estética filosóficamente pretensiosa que busca alimentar una vez más otro discurso sobre la ética. Por el contrario, en este sacrificio del yo lo que está en juego es lo ético y lo político en el sentido más real del término, es decir, la capacidad de agenciarnos desde nuestra singularidad en un mundo donde la intersección en lo común sería el antídoto contra la violencia, la cual que atrinchera al yo, inhabilitándolo a cruzar sus propias fronteras y a entrar en el espacio ético-político de lo colectivo. “La distancia entre el yo y el otro es dinámica constitutiva, un vínculo del que no es posible rehuir, sino un cautiverio en el que tiene lugar la batalla ética” (Butler, 2016, p. 106).

En resumen, un yo cautivo y encerrado en sí mismo (autoposeído), que no toma riesgos ni se distribuye en la comunión con otros, es el blanco predilecto de la violencia, que lo identifica como su objeto y lo atrae -casi magnéticamente- al perímetro de su influencia. “Si la violencia es el acto por el cual un sujeto procura reinstaurar su dominio y su unidad, la no violencia bien puede ser resultado de vivir el cuestionamiento persistente del dominio yoico que nuestras obligaciones para con los otros inducen y requieren” (2009, p. 92).12

Conclusión

Se intentará dejar circulando algunas consideraciones finales que, más que concluir, persiguen dejar abiertas cuestiones que deberán ser exploradas en textos y reflexiones posteriores.

Lo primero es que, a partir del trabajo de Judith Butler, la noción misma de “ética” adquiere contornos singulares. Es una ética de lo contemporáneo que se sitúa en el centro del devenir histórico de las sociedades, interpelándonos una y otra vez, instalando a la violencia como eje articulador de la ética propiamente tal y desde la cual toda cuestión, pregunta o insistencia sobre ella debiera densificar una dimensión proclive a la no violencia, que en sí misma es la ética que propone Butler. No es posible entonces activar una zona ético-política si no reflexionamos de manera contingente y habilitamos el espacio para que la violencia sea rechazada aquí y ahora, sin por esto renunciar al análisis profundo de los elementos que le son constitutivos.

En este sentido, se pudo constatar cómo el lenguaje tiene un rol principal en la articulación de la violencia. Así, el lenguaje aparece como el dispositivo que distribuye sus condiciones de posibilidad, en el entendido de que es en y a través de él que se produce un espacio de afectamiento que incide y determina la ubicación -autopercepción- de un individuo en la cultura y la sociedad. No es posible entonces acercarnos a una ética de la no violencia si no se desactiva (en la cotidianidad del mundo) todo lo que es propio del lenguaje abyecto, descalificador e insultante. Esta es una tarea en extremo compleja; no obstante, no se debe dejar de impulsar el combate contra esta violencia lingüística que se propone y se impone como propulsora de la degradación humana.

Importante es sostener, además, que la ética en Butler queda de alguna manera evidenciada en la formulación de una aporía. Tal como se ha señalado, solo es en la constatación de la violencia y de todos aquellos aspectos que la configuran (lenguaje degradante, justificación moral de la venganza, estereotipos, cuerpos desprovistos de protección, guerra, etc.) que una ética de la no violencia es posible. Dicho en otros términos, sin violencia no hay no violencia, y es únicamente en la constatación de la violencia como elemento primordial que se gestiona y disemina en un tiempo y en un espacio determinados que un discurso de la no violencia emerge como el antídoto para la reproductibilidad infinita de la violencia misma.

Lo anterior no puede ser posible si no damos cuenta de la iterabilidad que le va adherida a la violencia. Esta se produce y reproduce sin manifestar un origen, un principio. Desde esta perspectiva, la violencia es fruto de la violencia misma y no requiere más que de prótesis o injertos (hechos) que extiendan sin cesar su perímetro de alcance. Apoyándonos en Derrida en esta línea, se vio cómo la violencia es hacía sí y de por sí su propia condición de posibilidad. Esto será algo que debemos seguir explorando, probablemente desde las rutas abiertas por la filosofía de la deconstrucción.

La salida a esta violencia y a todo lo que la constituye requiere de un riesgo, de una desposesión del yo hacia un lugar en que el encuentro y reconocimiento con el otro puedan invertir la dinámica de la violencia. El yo resguardado, sitiado por su propia identidad y enclaustrado en los contornos de la ipseidad, no puede generar comunidad y, por lo tanto, tampoco resistir al impacto y al efecto de la violencia. La dimensión yoica, entonces, debe emanciparse respecto de este encuartalemiento y arriesgarse en aquel espacio en el que lo común se abre como regla y norma de la no violencia.

En definitiva, la potencia del análisis butleriano, y más allá de todo lo que se ha trabajado en este artículo, radica en que su filosofía permite visibilizar la crueldad, la injustica y el desprecio por el y lo otro. En un mundo que se ve atravesado de punta a punta por la degradación singular y por la desolación de la guerra (interna o externa), una ética y una filosofía de la no violencia no puede sino ser relevada a un lugar principal. Más allá de que los Estados y la cotidianidad mundana no se afecten por el sufrimiento y el despojo de lo propiamente humano por parte de la violencia, el ir tras una ética que resista a esta tendencia siempre en acecho y en los hechos debe ser motivo de la filosofía y un aspecto central en el discurso filosófico contemporáneo.

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Žižek, S. (2009). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. A.J. Antón-Fernández (trad.). Paidós. [ Links ]

1 Haciendo un breve recorrido, recordamos cómo en la obra de Platón, por ejemplo, la ética expresa y adquiere connotaciones diversas dependiendo de los textos. Si nos concentramos en el Gorgias, encontraremos que la noción de “ética” opera particularmente como una estrategia de superación del hedonismo. Por otra parte, en el Fedón aborda aquellos elementos que podrían darse después de la muerte y que gestionarían el comportamiento de los vivos, una suerte de ética post-mortem utilitarizada para moralizar el mundo animado. Ya en República, Platón desarrolla la idea de la ética individual y la ética pública, la primera en relación con una suerte de justicia dentro del alma (Critón, 49a-e), y la segunda emergida de una heterogénea y compleja teoría sobre el Estado, que estaría a cargo de la regulación de las leyes, las relaciones sociales y las diferentes instancias institucionales que configurarían la ciudad-Estado ideal. Finalmente, para Aristóteles, en su Ética nicomáquea (I) fundamentalmente, encontramos una definición de la ética que tiene que ver con la búsqueda de la felicidad y la plena realización del hombre en cuanto reconoce sus potencialidades y talentos. Para profundizar en una suerte de linealidad del tratamiento de la noción de “ética” en el pensamiento clásico, cfr. Sacristán y García Bacca (2013) y Platón (1983).

2 Jean-Luc Nancy (1999) sostiene que “el individuo no es nada más que el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad” (p. 11). Desde esta perspectiva, lo sostenido por Butler puede ser entendido como esta experiencia de la descomposición de lo común que nos deja sometidos y descubiertos de cara a la arremetida de la violencia.

3 Para profundizar en las nociones de “biopoder” y “biopolítica” de Foucault, cfr., entre otros, (1994, 2001 y 2004).

4 Sobre la idea de que se existe en la medida que se es reconocible, se sugiere profundizar en Butler (2001).

5 En la teoría social y en la filosofía contemporánea no es posible referirse al “reconocimiento” sin dar cuenta, al mismo tiempo, del trabajo de Axel Honneth. Sin embargo, y más allá de esta suerte de imperativo, lo desarrollado por Honneth en torno al reconocimiento está estrechamente ligado al planteamiento butleriano (aunque la filósofa no se detenga especialmente a analizar las implicancias de esta teoría). De manera muy general, para Honneth solo es posible una idea de “sociedad” si los individuos se reconocen mutuamente. Aquí se encuentra, además, la posibilidad para que el individuo pueda desplegar sus proyectos y anhelos al amparo de una normativa que recubra esta idea de “interacción” fundamental. Al respecto, Honneth señala que “[l]a reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco, ya que los sujetos solo pueden acceder a una autorrealización práctica si aprenden a concebirse a partir de una perspectiva normativa con sus compañeros de interacción” (1997, p. 158).

6 Esta idea de la vida como única y singular, como aquella que en sí misma es un mundo y que es un fin de mundo cuando desaparece, se emparenta fuertemente a lo sostenido por Jacques Derrida. Para él, cuando alguien muere no muere alguien en particular: lo que desaparece y termina, al igual que en cualquier muerte, es el mundo; hacemos el duelo por el fin del mundo (cfr. 1994, p. 200).

7 Žižek reconoce fundamentalmente dos tipos de violencia: una simbólica y otra sistémica. La primera habita principalmente en el orden del lenguaje; la segunda se relaciona con la generación de una geopolítica global orientada a la destrucción derivada de la imposición de órdenes económicos y políticos (cfr. Žižek, 2009, p. 10).

8 Derrida sostiene, en relación con la aporía, que esta es “el no pasar, o más bien la experiencia del no pasar, de la experiencia de lo que pasa y apasiona en este no-pasaje, paralizándonos en esta separación de manera no necesariamente negativa […] [;] este lugar donde no sería posible constituir un problema (1996, p. 31). En este sentido, la violencia identificada como el paso a una ética de la no violencia resulta una aporía en cuanto es un no problema, algo que no tiene solución, pero que sin embargo es emancipatorio respecto de la tradición en torno a la violencia. En otras palabras, toda violencia -sujeta a su propia deconstrucción- conduce a un espacio en el que la no violencia, su opuesto, tiene condiciones de posibilidad.

9 Noción desarrollada especialmente por Derrida (1997) y que refiere, sintéticamente, a la manera en que el origen de algo (en este caso, de la lengua) es capaz de desprenderse de su significación originaria para tener vigencia y temporalidad en el presente. No obstante, y a pesar de que la lengua se acople a los imperativos específicos de un contexto, siempre reproduce de manera protética ese impulso originario; injerto de un principio que es imposible descartar por más que la historia o la violencia lo atrincheren en lo contingente.

10 Resulta clara -tal como Butler misma lo reconoce- la cercanía del argumento butleriano con la noción de “necropolítica” (o “tanatopolítica”) creada por el gran filósofo camerunés Achille Mbembe, que describe cómo los Estados o el poder político tienen la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte, o, más específicamente, el poder de resolver quien vive y quien muere. En esta línea, Mbembe se refiere al término no solamente como el derecho a decidir, sino también a exponer a un ser humano o a una población a la permanente amenaza de muerte. En esta dirección, no es solamente el hecho de dejar vivir o morir, sino de poner al centro de la vida social y política un dispositivo amenazante que determina la vida de hombres y mujeres, que son blanco, en este sentido, de una política de la muerte: “[…] la expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién debe vivir y quién debe morir” (Mbembe, 2006, p. 30).

11 La noción de “desposesión” nos interesa especialmente; sin embargo, se considera que será materia específica de otro artículo en el que pueda ser analizada a profundidad, relacionándola, por ejemplo, con la idea de “soberanía” en la obra de Jacques Derrida. No obstante, entendemos que en la noción de “desposesión” se encuentra implícita una crítica al sujeto moderno, caracterizado por una suerte de individualismo racional, proponiendo en esta línea una posibilidad emancipatoria de este mismo sujeto respecto del sistema capitalista que nos posee, organizando nuestra subjetividad y dinamizando ciertas lógicas proclives al sistema. Aquí es donde se juega lo que Butler llama “agencia crítica” (cfr. Butler y Athanasiou, 2013, p. 11).

12 Ciertamente, en esta reflexión se deja ver en Judith Butler la importancia de Levinas para su filosofía. Justamente en Levinas no hay ontología previa toda vez que el otro nos interpela y nos hace conscientes de que habitamos un mundo común. El otro, en su absoluta alteridad, no es objetivable y se abre hacia el infinito, radicalizando esa otredad que lo constituye. Esto nos hace responsables de no pretender abarcar ni poseer lo que habita en un tiempo y en un espacio infinitos; sin embargo, reconocemos en esa total infinitud la filial posibilidad de lo común que se da fuera del yo estancado en su mismidad. Para Levinas, el otro permite comprender “el hecho inverosímil en el que un ser separado, fijado en su identidad, el mismo, el yo contiene sin embargo en sí lo que no puede contener, ni recibir por la sola virtud de su identidad. La subjetividad realiza estas exigencias imposibles: el hecho asombroso de contener más de lo que es posible contener” (1977, p. 52).

Recibido: 26 de Enero de 2021; Aprobado: 20 de Abril de 2021

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