El hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe mejor
lo que es bueno para su especie: ella quiere discordia.1
Immanuel Kant
El presente trabajo se propone examinar la interpretación realizada por Gilles Deleuze de la “Crítica de la facultad de juzgar estética” de Immanuel Kant.2 Para ello, se analizará el capítulo dedicado a la tercera Crítica presente en La philosophie critique deKant (1963), así como la conferencia del mismo año “La idea de génesis en la estética de Kant”, y ello con un triple objetivo. En primer lugar, mostrar la originalidad de la lectura deleuziana del proyecto crítico kantiano, según la cual el sensus communis aestheticus que Kant introduce en la Kritik der Urteilskraft (en adelante KU) es el fundamento oculto de las dos primeras Críticas y, en el mismo sentido, que la facultad de juzgar reflexionante es el fundamento de la facultad de juzgar determinante. En segundo lugar, que, de acuerdo con la interpretación deleuziana, Kant respondía por anticipado a las exigencias genéticas de los poskantianos, por quienes se debe entender en este contexto a Maimon y Fichte. Por último, que ello se debe a que Deleuze encuentra en la primera parte de la KU tres características necesarias para fundar el acuerdo a partir del desacuerdo, a saber: discordancia, contingencia y vivificación. En aras de demostrar dichas hipótesis, será necesario recorrer en detalle los textos mencionados.3 La elección de este corpus implica desde luego un recorte, puesto que la interpretación deleuziana de Kant ha recorrido un largo camino: Kant nunca dejó de estar presente en el pensamiento deleuziano. Sin embargo, la presente delimitación tiene una doble justificación: por un lado, desarrollar adecuadamente las nociones que aparecen más tardíamente en la obra de Deleuze referidas a la filosofía crítica implicaría un trabajo de otro aliento; por el otro, los textos elegidos nos permiten demostrar suficientemente las hipótesis propuestas.4
En su libro monográfico sobre Kant, Deleuze lee retrospectivamente las dos primeras Críticas a partir de la tercera, y consiguientemente esta última ocupa un lugar central en su interpretación del proyecto crítico kantiano. Se produce allí, con respecto a las dos primeras Críticas, un cambio en la naturaleza de la relación entre las facultades. Resulta de gran utilidad un pasaje de “La idea de génesis en la estética de Kant”, la conferencia pronunciada por Deleuze el año de la publicación del libro:
Las facultades no podrían mantener relaciones determinadas o dominadas por una de ellas si, de entrada, no fueran capaces por sí solas o espontáneamente de alcanzar una concordancia indeterminada, una armonía libre y sin proporciones fijas. […] La facultad que se torna legisladora en virtud de un interés dado, ¿cómo podría forzar a las demás facultades a desempeñar las indispensables tareas complementarias si todas las facultades no fueran, en su conjunto, capaces de alcanzar una concordancia espontánea, sin legislación, interés ni predominio? (Deleuze, [1963] 2002, p. 82).
En otras palabras, para que haya concordancias sujetas entre las facultades, es necesario que pueda haber concordancias libres. Esto implica sostener que la legislación, presidencia, dominio o sujeción es posterior a la existencia de la relación misma. Trasladada a un terreno político -pero ¿es necesario subrayar que es imposible no pensar la relación entre las facultades en términos políticos?-, esta afirmación es ciertamente problemática. La apuesta deleuziana va, no obstante, en este sentido. Si en Kant hay una repartición sedentaria de las facultades, para Deleuze ello requiere de una repartición nómade previa (cfr. Deleuze, 1968, pp. 53-55). Aboquémonos pues a la lectura deleuziana de esta “obra de vejez” de Kant, “detrás de la cual no dejarán de correr sus descendientes” y en la cual “todas las facultades del espíritu franquean sus límites, esos mismos límites que Kant había tan cuidadosamente fijado en sus libros de madurez” (Deleuze y Guattari, 1991, p. 8).
1. Relación entre las facultades en la Crítica de la facultad de juzgar
La tercera y última de las Críticas presenta de entrada una diferencia importante con las anteriores: esta vez, la forma superior de la facultad en cuestión no implica de modo directo un interés de la razón. Por el contrario, la investigación acerca de si existen representaciones que determinen a priori un estado del sujeto, lo que equivale a preguntar si existe una forma superior o trascendental del sentimiento de placer y displacer (Gefühl der Lust und Unlust), será respondida precisamente a partir de la noción de “desinterés”.
En cuanto a los candidatos para constituir tales representaciones, Deleuze descarta en primer lugar la sensación, aunque con un argumento un tanto apresurado: “el placer o el displacer [le plaisir et la peine] que ella produce (sentimiento) solo puede ser conocido empíricamente” (Deleuze, [1963] 2004, p. 67). Así formulado, el argumento no sería consistente puesto que todos los sentimientos, tanto como las representaciones que los causan, solo pueden ser conocidos empíricamente. Sin embargo, hay que determinar previamente cuál es la otra posibilidad -esto es, cómo ese sentimiento no sería empírico- para ganar claridad respecto de en qué sentido y en contraposición a qué la sensación es empírica.
El segundo candidato descartado es la ley moral en cuanto representación de una pura forma. Si bien el respeto provocado por esta podría pensarse como la forma superior del displacer, mientras que el contento intelectual negativo podría pensarse como la forma superior del placer, este último no constituye para Kant propiamente un sentimiento, sino un “análogo” de sentimiento. En cuanto al respeto, es solo un sentimiento negativo que se confunde con la relación de determinación por la ley moral. En esta reconstrucción, Deleuze no sigue a rajatabla el texto kantiano, donde el argumento principal para descartar la ley moral es que ella está basada en conceptos.
Un sentimiento de placer superior debe ser tal que no esté ligado “a ningún encanto [attrait, con lo cual traduce Reiz] sensible” (Deleuze, [1963] 2004, p. 68), lo cual equivale a decir: que no haya ningún interés empírico por la existencia del objeto de una representación. En segundo lugar, tampoco debe estar ligado a ninguna inclinación (Neigung) intelectual, es decir, a ningún interés práctico por la existencia de un objeto de la voluntad. La voluntad es, en efecto, la facultad de la causalidad a través de representaciones, con lo cual el interés es constitutivo en ella. “La facultad de sentir”, entonces, “solo puede ser superior siendo desinteresada en su principio” (Deleuze, [1963] 2004, p. 68). Un placer superior solo puede ser la expresión de un juicio puro, donde la existencia del objeto le es indiferente al sujeto, y lo único que cuenta es el efecto que la representación tiene sobre él.
El juicio que Kant encuentra ante todo como esencialmente desinteresado es el juicio “esto es bello”. ¿Pero ante qué tipo de representaciones producimos estos juicios? “Puesto que la existencia material del objeto permanece indiferente, se trata nuevamente de la representación de una pura forma. Pero esta vez es una forma de objeto” (Deleuze, [1963] 2004, p. 68). El sentido del término “forma de objeto” es problemático en este contexto, puesto que no se trata ni de la forma del objeto en cuanto producto del entendimiento ni de la forma de la intuición (espacio y tiempo): en cambio, significa ahora “reflejo de un objeto singular en la imaginación”, es decir, “lo que la imaginación refleja [réflechit] de un objeto, por oposición al elemento material de las sensaciones que este objeto provoca en cuanto existe y actúa sobre nosotros” (Deleuze, [1963] 2004, p. 68). En principio, esta forma será del tipo εἶδος (dibujo, composición, etc.), no abarcando las cualidades secundarias ligadas al material, como el color o el sonido, por estar demasiado arraigadas a nuestros sentidos “como para poder reflejarse libremente en la imaginación” (Deleuze, [1963] 2002, p. 84). En este sentido, hay que distinguir entre la forma intuitiva de la sensibilidad y la forma reflexiva de la imaginación.5
Mencionamos ya una diferencia importante de esta Crítica con respecto a las anteriores: la forma superior de una facultad no define ahora ningún interés de la razón. Una segunda gran diferencia es que “la facultad de sentir bajo su forma superior no es legisladora” (Deleuze, [1963] 2004, p. 69). En efecto, una legislación implica que haya objetos sometidos a ella; pero el juicio estético no somete objetos. En primer lugar, puesto que estos son siempre particulares y solo se puede legislar sobre lo general; y en segundo lugar, porque aún con respecto a estos objetos el juicio es indiferente en lo que hace a su existencia. “La facultad de sentir no tiene dominio (ni fenómenos ni cosas en sí); no expresa condiciones a las cuales un género de objetos debe estar sometido, sino únicamente condiciones subjetivas para el ejercicio de las facultades” (Deleuze, [1963] 2004, p. 70). Como dice Deleuze en “La idea de génesis…”, no podría ser de otra manera, puesto que solo hay “dos clases de objetos, los fenómenos y las cosas en sí, y los primeros remiten a la legislación del entendimiento según el interés especulativo”, mientras que los segundos remiten “a la legislación de la razón según el interés práctico” (Deleuze, [1963] 2002, p. 82). La tercera Crítica no tiene, por tanto, dominio propio, y la facultad de juzgar “no es ni legislativa ni autónoma, sino sólo heautónoma (solamente legisla sobre sí misma)” (Deleuze, [1963] 2002, pp. 82-83).
2. Sensus communis aestheticus
En las dos primeras Críticas, había una facultad legisladora que sometía objetos bajo su universalidad, creando de ese modo un sensus communis en cuanto forma de ejercicio colaborativo y legislado entre las facultades: el entendimiento y la razón, respectivamente.6 Ahora, en cambio, no hay ya facultad legisladora y, sin embargo, hay un nuevo tipo de sentido común, dado por la concordancia libre e indeterminada entre imaginación y entendimiento en el juicio de lo bello.
La Crítica de la razón pura invoca un sentido común lógico, “sensus communis logicus”, sin el cual el conocimiento no sería comunicable de derecho. Asimismo, la Crítica de la razón práctica invoca frecuentemente un sentido común estrictamente moral, que expresa el acuerdo [accord] de las facultades bajo la legislación de la razón. Pero la libre armonía empuja a Kant a reconocer un tercer sentido común, “sensus communis aestheticus”, que plantea de derecho la comunicabilidad del sentimiento o la universalidad del placer estético (Deleuze, [1963] 2002, p. 84).
“El juicio de gusto ‘esto es bello’ expresa, en el espectador, un acuerdo, una armonía de dos facultades; la imaginación y el entendimiento”, dice Deleuze al comienzo de su conferencia sobre la estética kantiana (Deleuze, [1963] 2002, p. 79). El problema de la relación entre imaginación y entendimiento en el juicio estético se presenta en la KU a la hora de determinar si, en juicios de este tipo, es el sentimiento de placer el que precede al juicio del objeto o viceversa. Pero este problema de fondo, que Kant intenta resolver en § 9, viene en realidad arrastrándose de § 6, donde se postula en el juicio de lo bello la paradójica propiedad de portar una pretensión de validez universal, es decir, de unanimidad, al mismo tiempo que el juicio de gusto no refiere al objeto -esto es, no es un juicio de conocimiento-, sino únicamente al sujeto -más específicamente, a su sentimiento de placer o displacer-.7 Como bien dice Deleuze, es allí donde empieza el verdadero problema de la KU: “El juicio estético aspira a una universalidad y a una necesidad de derecho, representadas en un sentido común” (Deleuze, [1963] 2002, pp. 84-85). A este respecto, Zhengmi Zhouhuang ha señalado cómo la expresión sensus communis reúne estos dos aspectos en tensión: “la universalidad [del communis] y el sentimiento sensible [del sensus]”; de este modo, Kant combina “los dos niveles tradicionales del sensus communis, el externo y el interno, el intersubjetivo y el intrasubjetivo” (Zhouhuang, 2016, p. 77). ¿Pero cómo debe ser un sentido común tal para permitir a la vez que sea un juicio subjetivo y que pretenda la universalidad?
Dado que la satisfacción en el objeto bello se da sin interés, no se funda en una inclinación del sujeto o resorte empírico: esto es lo que distingue la belleza del mero agrado. En la concepción estética kantiana, tengo motivos para pensar la satisfacción que obtengo en una representación bella como no refiriéndose únicamente a mí; puedo suponer, por el contrario, que todo otro sujeto racional va a obtener dicha satisfacción en la misma representación.8 Desde este punto de vista, la pretensión de validez universal en el juicio estético puro es subjetivamente necesaria: más aún, el placer en lo bello se deriva de esta pretensión misma. Ahora bien, dado que el juicio no se refiere al objeto, sino que enlaza la representación dada con el sentimiento del sujeto, esta pretensión es objetivamente infundada y, por ende, el juicio estético incluye a priori, tácitamente, una cláusula als ob: al realizar un juicio de gusto no puedo sino pensar lo bello como si fuera una propiedad real del objeto.
El papel de la imaginación en el juicio estético consiste, entonces, no ya en reunir lo múltiple dado en la intuición como en un juicio determinante, sino en reflejar la forma del objeto sensible -entendiendo “forma”, como vimos, en un sentido distinto al de la primera Crítica-.9 Sería difícil sobreestimar su rol: dado que la materia de una intuición empírica, la sensación, no puede suponerse unánime (einstimmig) en cada sujeto, la forma es lo único de esas representaciones “que puede con certeza ser comunicado universalmente” (AA V, 224: 16-17; Kant, 1991, p. 140; Kant, 2007, p. 152). El entendimiento, por su parte, aporta la universalidad del concepto, aunque no se trata de ningún concepto en particular, sino más bien de un concepto vacío o de la mera forma indeterminada de la conceptualidad en general.
Sin embargo, la unidad de ambas facultades en cuestión en el juicio estético es aún mayor: la comunicabilidad universal de una representación solo puede ser tal a partir de una relación de dicha representación con el conocimiento en general, lo cual no puede ser realizado más que por el entendimiento.10 Dado que el juicio estético no se basa en conceptos, con lo cual la representación no se refiere al objeto, dicha comunicabilidad universal es subjetiva. Ahora bien, el fundamento de esta propiedad solo puede ser, entonces, el estado de espíritu (Gemütszustand) en el libre juego de imaginación y entendimiento en su concordancia recíproca. Dado que esa relación subjetiva es propia de todo conocimiento en general y, por ende, válida para cada sujeto, queda así garantizada la universal comunicabilidad subjetiva.
Al contrario de lo que ocurre con el juicio lógico, donde el entendimiento establece las reglas bajo las cuales se subsume la imaginación, y en el ámbito de la filosofía práctica, donde la ley moral da su veredicto desde el tribunal de la razón sin lugar a interposiciones de otras facultades, en el juicio estético hay entonces un libre juego entre imaginación y entendimiento. De este modo es posible una armonía o concordancia entre ambas facultades que da lugar a un sentimiento de placer. Este placer no es empírico en cuanto tiene una pretensión legítima de universalidad, algo a lo que ningún placer de la sensación puede aspirar. Por su parte, dado que tampoco hay conceptos que establezcan reglas a seguir, “el entendimiento no es avasallado por la imaginación ni ésta es constreñida por aquél, sino que ambas facultades operan en libre armonía” (Kogan, 1965, pp. 60-61).
Si tanto la imaginación (en la reflexión de la forma) como el entendimiento (dando la forma de la universalidad) no estuvieran presentes en el juicio estético, este no podría ostentar la propiedad de ser universalmente comunicable. En otras palabras, se perdería la pretensión de validez universal subjetiva. Así, los esfuerzos teóricos que debe realizar el filósofo de Königsberg para justificar esta propiedad tienen su razón de ser: sin ella, no habría especificidad del juicio de gusto, puesto que o bien sería un fenómeno meramente psicológico como en el empirismo, o bien quedaría relegada a ser una gnoseología inferior como en el racionalismo de Baumgarten.
Como dice Deleuze, “la imaginación en su libertad pura concuerda con [s’accorde avec] el entendimiento en su legalidad no especificada”, y este “acuerdo en sí mismo libre e indeterminado entre facultades” define “un sentido común propiamente estético (el gusto)” (Deleuze, [1963] 2004, p. 71). Si bien Kant sostiene en el § 35 que la imaginación en lo bello “esquematiza sin concepto”, en rigor -subraya Deleuze- tampoco puede hablarse de un esquematismo, puesto que esta operación ya supone que el entendimiento tome las riendas. “En verdad la imaginación hace otra cosa que esquematizar: manifiesta su libertad más profunda reflejando la forma del objeto” (Deleuze, [1963] 2004, p. 71).
Deleuze enfatiza el hecho de que este tercer sentido común no completa a los dos anteriores: la relación es más bien de fundamentación.11 El error sería creer que mientras que en el sentido común lógico el entendimiento legisla y determina la función de las otras facultades, y en el sentido común moral la razón hace lo propio, lo mismo sucede ahora con la imaginación. Pero ese no puede ser el caso:
La facultad de sentir no legisla sobre objetos; no hay entonces en ella una facultad […] que sea legisladora. El sentido común estético no representa un acuerdo objetivo de las facultades (es decir, una sumisión de objetos a una facultad dominante, que determinaría al mismo tiempo el rol de las otras facultades en relación con esos objetos), sino una pura armonía subjetiva, donde la imaginación y el entendimiento se ejercen espontáneamente, cada uno por su cuenta. Desde entonces, el sentido común estético no completa los otros dos; los funda o los hace posibles. Jamás una facultad tomaría un rol legislador y determinante, si todas las facultades conjuntamente no fuesen de antemano capaces de esta armonía libre subjetiva (Deleuze, [1963] 2004, p. 72).
La armonía subjetiva del sentido común estético se distingue entonces del acuerdo objetivo del sentido común lógico. Ahora bien, el problema que plantea Deleuze en este punto se retrotrae a la cuestión por excelencia del poskantismo: la pregunta por la génesis.
Explicamos la universalidad del placer estético o la comunicabilidad del sentimiento superior por el libre acuerdo de las facultades. Pero ese libre acuerdo, ¿basta con presumirlo, con suponerlo a priori? Es decir: el sentido común estético ¿no debe constituir el objeto de una génesis, génesis propiamente trascendental? (Deleuze, [1963] 2004, p. 72).
Deleuze señala que este problema domina la primera parte de esta tercera Crítica -la “Crítica de la facultad de juzgar estética”-. La respuesta que encuentra en Kant a esta pregunta consistirá en cuatro pasos -el primero de los cuales ya repasamos-: 1) la exposición de la Analítica de lo bello, 2) la exposición y deducción de la Analítica de lo sublime, 3) la deducción de la Analítica de lo bello, y 4) la teoría del genio. En lo que sigue, no obstante, abordaremos la cuestión genética despegándonos ligeramente de la letra deleuziana. Así, analizaremos tres aspectos que consideramos sintetizan con mayor claridad conceptual lo que Deleuze busca en una explicación genética (génétique).
3. Los tres requisitos de la exigencia genética
Esta exigencia de una génesis por parte de Deleuze no es en absoluto menor. En efecto, siempre que sigamos su lectura retrospectiva del proyecto crítico, el sentido común libre es el fondo y fundamento de los sentidos comunes presididos o sujetos.12 Por tanto, sin él no podría haber ni conocimiento ni moral. Ahora bien, afirmar categóricamente su existencia implicaría recurrir a conceptos determinados del entendimiento, y por ende nos devolvería al sentido común lógico. Por su parte, postularlo implicaría que se trata de un conocimiento que se puede determinar prácticamente. Ninguno de los dos puede entonces ser el caso.
Parece, pues, que el sentido común puramente estético no podemos más que conjeturarlo o presuponerlo. Pero es fácil notar la insuficiencia de esta solución. El acuerdo libre e indeterminado de las facultades es el fondo, la condición de cualquier otro acuerdo, así como el sentido común estético es el fondo y la condición de cualquier otro sentido común. ¿Cómo podría bastarnos con presuponerlo, confiriéndole una existencia meramente hipotética, cuando debe servir de fundamento a toda relación determinada entre nuestras facultades? ¿Cómo podríamos escapar a la pregunta: de dónde viene el acuerdo libre e indeterminado de nuestras facultades entre sí? ¿Cómo explicar que nuestras facultades, que difieren por su naturaleza, entren espontáneamente en una relación armónica? No podemos contentarnos con presumir ese acuerdo, tenemos que engendrarlo en el alma. Esa es la única salida: construir la génesis del sentido común estético, mostrar cómo el acuerdo libre de las facultades es necesariamente engendrado (Deleuze, [1963] 2002, p. 85).
La Analítica de lo bello, según Deleuze, no es capaz de responder a esta pregunta. El resto de la “Crítica de la facultad de juzgar estética” será precisamente el camino para dar cuenta de la génesis del sentido común estético. Sostendremos que para Deleuze hay tres características que debe tener una explicación genética: 1) engendrar la concordancia a partir de la discordancia, 2) dar cuenta de la contingencia de dicha concordancia, y 3) ofrecer un principio de animación o vivificación de esta. Deleuze va a encontrar estas tres condiciones en tres momentos subsiguientes de la “Crítica de la facultad de juzgar estética”: 1) la Analítica de lo sublime, 2) la Deducción de los juicios estéticos puros, y 3) la teoría del simbolismo y del genio, respectivamente.
Es preciso señalar, sin embargo, que, si bien esta operación de lectura deleuziana es original, tiene ciertamente una inspiración poskantiana. En la breve “Bibliografía sumaria” que se encuentra al final del libro, una de las secciones es “Los problemas kantianos en el poskantismo”, de los cuales la exigencia genética sea acaso el principal.13 El propio Deleuze lo dice con gran claridad en “La idea de génesis…”:
Los poskantianos, especialmente Maimon y Fichte, dirigieron a Kant una objeción fundamental: Kant habría ignorado las exigencias de un método genético. Esta objeción tiene dos sentidos, objetivo y subjetivo: Kant se apoya en los hechos, y busca únicamente sus condiciones; al mismo tiempo, invoca unas facultades ya hechas, y determina la relación o proporción entre ellas, suponiéndolas capaces de cualquier armonización. Si consideramos que la Filosofía trascendental de Maimon es de 1790, hay que reconocer que Kant, en parte, prevenía la objeción de sus discípulos.14 Las dos primeras Críticas invocaban hechos, buscaban condiciones de posibilidad para esos hechos, [y] las hallaban en facultades ya formadas. De este modo, remitían a una génesis que ellas mismas eran incapaces de asegurar. Pero, en la Crítica del Juicio estético, Kant plantea el problema de una génesis de las facultades en su libre acuerdo primero. Así, descubre el fundamento último, que aún faltaba en las otras Críticas. La Crítica en general deja de ser, entonces, un simple condicionamiento, y se convierte en una Formación trascendental, una Cultura trascendental, una Génesis trascendental (Deleuze, [1963] 2002, p. 86).
La ruptura entre Kant y el poskantismo, en efecto, se ubica en el desplazamiento del punto de vista del condicionamiento hacia el punto de vista de la génesis. Frente a ello, Deleuze defiende a Kant con respecto a la tercera Crítica, viendo allí en cierto modo cumplidas las exigencias de Fichte y Maimon.15 Veamos, entonces, cómo se da según él dicha Génesis trascendental en la “Crítica de la facultad de juzgar estética”.
3.1. Discordancia
Lo sublime va a ser, junto con la paradoja del sentido interno y las anticipaciones de la percepción, uno de los momentos más importantes de la filosofía crítica de Kant para Deleuze, que volverá a ellos una y otra vez a lo largo de su obra. No sería exagerado decir inclusive que le va a permitir a Deleuze pensar un modo de romper con la Imagen del pensamiento o, lo que viene a ser lo mismo en Deleuze, con la doxa, constituyendo de este modo un antecedente de conceptos como el de “línea de fuga”.16 En su reconstrucción y crítica de la imagen del pensamiento en el tercer capítulo de Diferencia y repetición señala que es el único momento en el que Kant se libera del sentido común (cfr. Deleuze, 1968, p. 187) y, si vemos las singularidades constitutivas de este concepto, se comprueba que es de hecho el modelo para pensar una fisura en la representación, lo cual en Deleuze equivale a decir: para pensar.
El juicio “esto es sublime” expresa “un acuerdo entre la imaginación y la razón”, pero “esta armonía de lo sublime es harto paradójica” (Deleuze, [1963] 2002, p. 87). “Imaginación y razón sólo concuerdan [s’accordent] en el seno de una tensión, de una contradicción, de una desgarradura [déchirement] dolorosa. Hay acuerdo, pero acuerdo discordante, armonía en el displacer. Y es sólo el displacer el que hace posible un placer” (Deleuze, [1963] 2002, p. 87). La imaginación “sufre una violencia”, por la cual “ya no puede reflexionar la forma del objeto” y se ve confrontada a su límite; de este modo, sin embargo, “accede a su propia Pasión” (Deleuze, [1963] 2002, p. 87). Sufrir una violencia, verse confrontada con el límite que la concierne exclusivamente y, por esa vía, acceder a su propia Pasión, serán las características del encuentro de la sensibilidad con la intensidad en Diferencia y repetición, al igual que descubrir un fuera de campo absoluto que comunica los distintos flujos, pero sin legislación, presidencia o sujeción. Así como en su propia teoría de las facultades, dice Deleuze respecto de lo sublime kantiano que “un acuerdo [accord] nace en el seno de ese desacuerdo [désaccord]” (Deleuze, [1963] 2002, p. 88). Tomando por objeto su propio límite, en lo sublime la imaginación “se eleva a un ejercicio trascendente” (Deleuze, [1963] 2002, p. 88). En Kant, “la imaginación despierta a la razón como la facultad capaz de pensar un substrato suprasensible para la infinidad de este mundo sensible” (Deleuze, [1963] 2002, p. 88); en Deleuze, la sensibilidad despertará del mismo modo al pensamiento, pasando por la memoria y haciendo nacer el pensamiento-que no es nunca para Deleuze otra cosa que el pensamiento de la discordancia, de la diferencia o del desgarramiento, y de la línea tortuosa que lo recorre, engendrando en su seno una concordancia paradójica-.
Así como en lo bello se descubría un placer superior en la concordancia libre e indeterminada entre imaginación y entendimiento, en lo sublime se descubre un displacer superior “experimentado ante lo informe o lo deforme (inmensidad o potencia)” (Deleuze, [1963] 2004, p. 73). Deleuze alude con ello a los dos tipos de sublime caracterizados por Kant: lo sublime matemático y lo sublime dinámico. Todo sucede, dice Deleuze, “como si la imaginación fuese confrontada con su propio límite, forzada a alcanzar su máximo, sufriendo una violencia que la lleva a la extremidad de su poder” (Deleuze, [1963] 2004, p. 73). Se retoman aquí conceptos de la Deducción trascendental de la primera edición de la Crítica de la razón pura, la llamada “Deducción A”: la imaginación es ilimitada en cuanto a su capacidad de aprehender, pero no así de reproducir las partes precedentes a medida que llega a las siguientes. De este modo, la experiencia nos presenta ciertos fenómenos como irreproducibles, en el sentido de que ponen de manifiesto la finitud de nuestra capacidad para la síntesis reproductiva. Ante ellos, la imaginación busca ampliar sus límites, pero al chocar inevitablemente con su propia finitud, el espíritu se percata de que lo que empuja a la imaginación a expandirse de ese modo no está afuera, en la naturaleza, sino en sí mismo: es la razón, que, con su afán totalizante, “nos fuerza a reunir en un todo la inmensidad del mundo sensible” (Deleuze, [1963] 2004, p. 74). El espíritu siente, así, que no sólo es la finitud de su imaginación y su entendimiento, sino sobre todo la infinitud -aunque sea potencial- de la razón y de sus Ideas. La imaginación “se ve forzada a confesar que toda su potencia no es nada en relación con una Idea racional” (Deleuze, [1963] 2002, p. 88).
Lo Sublime nos pone entonces en presencia de una relación subjetiva directa entre la imaginación y la razón. Pero más que un acuerdo [accord], esta relación es en primer lugar un desacuerdo [désaccord], una contradicción vivida entre la exigencia de la razón y la potencia de la imaginación (Deleuze, [1963] 2004, p. 74).
Ello genera el sentimiento de displacer (Unlust), que sin embargo va acompañado de un placer (Lust), puesto que en el fondo de la discordancia aparece la concordancia. “Cuando la imaginación es puesta en presencia de su límite por algo que la sobrepasa por todas partes, ella misma sobrepasa su propio límite” (Deleuze, [1963] 2004, p. 74). Este traspaso es ciertamente negativo, en el sentido de que la imaginación no puede de ninguna manera representarse la Idea racional; sin embargo, sí puede representarse su inaccesibilidad, y de este modo hacer presente su ausencia en la naturaleza sensible. Deleuze cita a Kant:
La imaginación, que fuera de lo sensible no encuentra nada de dónde agarrarse, se siente sin embargo ilimitada [unbegränzt] gracias a la desaparición de sus limitaciones [bornes, que traduce Schranken]; y esta abstracción es una presentación de lo infinito que, por esta razón, sólo puede ser negativo, pero que, no obstante, amplía el alma (AA V, 274: 15-20, citado en Deleuze, [1963] 2004, p. 74).
Paradójicamente, entonces, la confrontación de la imaginación con su propio límite genera al mismo tiempo una desaparición de estos mismos límites, elevando a la imaginación a un ejercicio trascendente. Tal es la concordancia discordante entre la razón y la imaginación, que revela que también la imaginación tiene una destinación (Bestimmung) suprasensible. En esta concordancia, dice Deleuze, “el alma es sentida como la unidad suprasensible indeterminada de todas las facultades” (Deleuze, [1963] 2004, p. 75). Este acuerdo encontrado en el fondo del desacuerdo, entonces, da cuenta de la génesis de la concordancia misma, puesto que esta ya no es presupuesta, sino engendrada en la discordancia.
Sin embargo, Deleuze afirma que en esta génesis de la concordancia a partir de la discordancia “aprendemos lo esencial en lo que concierne a nuestro destino”, puesto que, si las Ideas de la razón son especulativamente indeterminadas pero prácticamente determinadas, entonces lo sublime dinámico -al poner en juego la razón desde el punto de vista de la facultad de desear, y no, como lo sublime matemático, desde el punto de vista de la facultad de conocer- nos revela la destinación suprasensible de nuestras facultades “como la pre-destinación de un ser moral. El sentido de lo sublime es engendrado en nosotros de tal manera que prepara una finalidad más alta, y nos prepara a nosotros mismos para el advenimiento de la ley moral” (Deleuze, [1963] 2004, p. 75).
3.2. Contingencia
Vimos que en lo sublime se engendraba la concordancia entre la imaginación y la razón a partir de su discordancia. Esto constituía ya un primer paso en la respuesta a la exigencia genética, pero aún no daba cuenta de esta suficientemente. La explicación de Deleuze para esta insuficiencia es que lo bello “reclama un principio cuyo alcance sea objetivo”, mientras que en lo sublime “todo es subjetivo” (Deleuze, [1963] 2004, pp. 75-76). Por eso requiere de una deducción trascendental, que es para Deleuze el segundo paso en esta argumentación que da cuenta del punto de vista de la génesis. ¿Pero en qué sentido en lo sublime “todo es subjetivo” y por ende no hay necesidad de una deducción, mientras que lo bello reclama un principio objetivo? Deleuze no da cuenta de ello en La filosofía crítica de Kant, pero sí en “La idea de génesis…”: mientras que en lo sublime proyectamos nuestro propio estado de ánimo en lo informe o deforme de la naturaleza, “el placer de lo bello resulta de la forma del objeto” (Deleuze, [1963] 2002, p. 90). Lo bello requiere de una deducción trascendental puesto que, por indiferente que nos sea la existencia del objeto, “no deja de haber un objeto con respecto al cual, con ocasión del cual experimentamos la libre armonía de nuestro entendimiento y nuestra imaginación” (Deleuze, [1963] 2002, p. 90).
Antes de ir a eso, podemos ya sacar una conclusión a partir del análisis de lo sublime, y es que, si para Deleuze dar cuenta de la génesis es dar cuenta de la concordancia a partir de la discordancia, ello supone a su vez que la concordancia no es primera, sino que necesariamente la precede una discordancia. “La concordancia de la imaginación y de la razón se encuentra efectivamente engendrada en la discordancia” (Deleuze, [1963] 2002, p. 88). El texto kantiano ciertamente se deja leer de esta manera, pero el énfasis aquí está puesto por Deleuze, siguiendo sus aprendizajes de la filosofía poskantiana. En este punto -que, por otra parte, es el punto principal del libro-, Deleuze intenta responder desde Kant a las exigencias poskantianas.
El problema de la deducción de los juicios puros de gusto es presentado por Deleuze del siguiente modo: el placer estético en lo bello es en sí mismo desinteresado, pero puede estar unido sintéticamente a un interés de la razón. Según él, “el interés al cual está unido puede servir de principio para una génesis de la ‘comunicabilidad’ o de la universalidad de ese placer”. De este modo, “lo bello no deja de ser desinteresado, pero el interés al cual está unido sintéticamente puede servir de regla para una génesis del sentido de lo bello como sentido común” (Deleuze, [1963] 2004, p. 76).
Ahora bien, ¿cómo podría un interés de la razón unido sintéticamente al placer desinteresado de lo bello servir de principio de la génesis de la universalidad del juicio de belleza? ¿Y en qué se interesa este interés? Este interés se interesa, no en lo bello mismo -de otro modo se perdería el desinterés característico del juicio de belleza-, sino en la aptitud de la naturaleza para producir formas bellas, es decir, formas capaces de ser reflejadas en la imaginación. Este interés unido a lo bello no se relaciona entonces con la forma misma reflejada en la imaginación, sino con la materia utilizada por la naturaleza para producir esas formas bellas. Si bien Kant había excluido de la forma bella cualidades como el color y el sonido precisamente por estar demasiado ligadas a lo material, añade en un segundo momento que estas son objeto de este interés unido a lo bello; más aún, hay una “materia fluida” -es decir, ya no una cualidad secundaria, sino una cualidad primaria- que viene a ser el material con el cual la naturaleza crea formas bellas, y que por ende nos interesa en cuanto da cuenta del proceso de producción de lo bello en la naturaleza, nos deja entrever el taller en el cual lo bello natural es creado. En este sentido, y retomando la pregunta por la génesis, dice Deleuze que “el interés de lo bello no es parte integrante de lo bello ni del sentido de lo bello, pero concierne a una producción de lo bello en la naturaleza, y puede como tal servir de principio en nosotros para una génesis del sentido de lo bello mismo” (Deleuze, [1963] 2004, p. 77).
Habíamos visto que los intereses de la razón correspondían a la forma superior de una facultad, lo cual implicaba que esta legislaba sobre ciertos objetos que quedaban así sometidos a esta legislación. Sin embargo, en el caso de la facultad de sentir, ella no legisla sobre ningún tipo de objeto, sino que su forma superior consiste en “la armonía subjetiva y espontánea de nuestras facultades activas, sin que una de esas facultades legisle sobre objetos” (Deleuze, [1963] 2004, p. 78). Esta ausencia de legislación es la condición de posibilidad de un acuerdo contingente:
Cuando consideramos la aptitud material de la naturaleza para producir formas bellas, no podemos concluir de allí la sumisión necesaria de esta naturaleza a una de nuestras facultades, sino sólo a su acuerdo contingente con todas nuestras facultades juntas (Deleuze, [1963] 2004, p. 78).
Podemos concluir de estas palabras una segunda condición que para Deleuze debe tener una explicación genética: en primer lugar, como veíamos respecto de lo sublime, debe tomar la discordancia como punto de partida, mientras que, en segundo lugar, la concordancia debe ser contingente. Como se ve en la cita previa, la contingencia aquí se opone al factum del acuerdo; en otras palabras, la concordancia (tanto en nuestras facultades entre sí como entre la naturaleza y nuestras facultades) no puede ser supuesta como necesaria. La discordancia y la contingencia, entonces, son supuestas por Deleuze en su argumentación como condiciones necesarias de una génesis. Como sostiene en “La idea de génesis…”, “la Crítica del Juicio nos introduce ya en un elemento nuevo que es una suerte de elemento de fondo; acuerdo contingente de los objetos con todas nuestras facultades a la vez, en lugar de sumisión necesaria a una de ellas por parte de las demás” (Deleuze, [1963] 2002, p. 83).
Lo que prueba la deducción trascendental de los juicios estéticos puros es que “el acuerdo interno de nuestras facultades implica un acuerdo externo entre la naturaleza y esas mismas facultades” (Deleuze, [1963] 2002, p. 90). Así, este tercer interés de la razón, luego del especulativo y el moral, se define “no por una sumisión necesaria, sino por un acuerdo contingente de la Naturaleza con nuestras facultades” (Deleuze, [1963] 2004, p. 78). El placer del ejercicio armonioso de nuestras facultades en lo bello es en sí mismo desinteresado, pero “experimentamos un interés racional por el acuerdo contingente de las producciones de la naturaleza con nuestro placer desinteresado” (Deleuze, [1963] 2004, p. 78). Puesto que en principio el funcionamiento de la materia en la producción de lo bello puede explicarse de modo puramente mecánico -en contraposición a teleológico-, es una bella coincidencia que la naturaleza termine produciendo formas que se ajustan perfectamente a nuestras facultades. Es esto lo que nos interesa: que esta coincidencia parece mostrar una inexplicable adecuación entre nosotros y la naturaleza. Más aún, del modo en que lo piensa Kant, pareciera como si la naturaleza produjera, mediante sus propios mecanismos, formas bellas para nosotros. Si esto fuese así, significaría que tenemos un lugar en el cosmos y que hay un Creador que hizo la naturaleza en vistas del rol que el hombre debe cumplir en ella.
3.3. Vivificación
El siguiente paso en esta argumentación es el simbolismo. Cuando vemos, por ejemplo, una flor de lis blanca, no la relacionamos solamente a través del entendimiento con los conceptos de “flor” y de “color”, sino también con la idea de “inocencia” o de “pureza”, ideas que en sí mismas son incapaces de presentarse empíricamente en cuanto tales. Si bien no pueden tener una presentación directa en la naturaleza, pueden, sin embargo, a través del procedimiento simbólico, tener una presentación indirecta.17 El objeto de la idea de “inocencia” no se da jamás, pero “es un análogo reflexivo del blanco de la flor de lis” (Deleuze, [1963] 2002, p. 93). Otro ejemplo kantiano es el molino como presentación sensible analógica de la idea de Estado despótico: entre el molino y dicha idea no hay un parecido (Ähnlichkeit), “pero sí entre la regla del reflexionar sobre ambos y su causalidad” (AA V, 352: 21-22).
Cabe destacar asimismo que las “libres materias de la naturaleza” -estos flujos de colores, sonidos, etc.- “‘dan a pensar’ mucho más de lo que está contenido en el concepto” (Deleuze, [1963] 2004, p. 78). Por ello la intervención del entendimiento en lo bello es extraña: busca un concepto que se adecúe a ese sensible, pero sin nunca encontrarlo, y de allí que se dé una vivificación mutua entre lo que la imaginación le presenta al entendimiento, que siempre lo sobrepasa, y el entendimiento que realiza todos sus esfuerzos para estar a la altura de la circunstancia. Este juego es una especie de entrenamiento, o, mejor, de afinación mutua entre ambas facultades. Como el concepto de “color” no llega ni con mucho a dar cuenta de toda la riqueza del blanco de una flor, buscamos otro concepto -ya no del entendimiento, que se aplicaría directamente a la intuición- impresentable en cuanto tal, pero relacionable analógicamente con la intuición: así, el blanco y la idea de “pureza”.
Para Deleuze, dos consecuencias se siguen de esta presentación indirecta de Ideas en las materias libres de la naturaleza: por una parte, “el entendimiento ve sus conceptos ampliados de manera ilimitada”; por otra, “la imaginación se encuentra liberada de la constricción del entendimiento que sufría aún en el esquematismo” y “deviene capaz de reflejar la forma libremente” (Deleuze, [1963] 2004, p. 79). De lo cual se sigue otro elemento de respuesta a la exigencia genética: “La concordancia de la imaginación como libre y el entendimiento como indeterminado no es ya entonces simplemente presunta: es de alguna manera animada, vivificada, engendrada por el interés de lo bello” (Deleuze, [1963] 2004, p. 79). De esta frase podemos extraer el tercer requisito deleuziano para una génesis: la vivificación. Es preciso que haya una fuerza vital que transmita un movimiento.
“Las libres materias de la naturaleza sensible simbolizan las Ideas de la razón; así, permiten al entendimiento ampliarse, a la imaginación liberarse” (Deleuze, [1963] 2004, p. 79). Es como si el espíritu se desperezara, permitiendo y animando la libre circulación de sus flujos. Esta vivificación, a su vez, pone de relieve la unidad que liga las distintas facultades subjetivas, es decir, la unidad espiritual: “El interés de lo bello atestigua una unidad suprasensible de todas nuestras facultades, como de un ‘punto de concentración en lo suprasensible’, de donde se desprende su libre acuerdo formal o su armonía subjetiva” (Deleuze, [1963] 2004, p. 79). “La unidad suprasensible indeterminada de todas las facultades, y el libre acuerdo que de allí se deriva”, dice Deleuze, “son lo más profundo del alma” (Deleuze, [1963] 2004, p. 80).
En efecto, cuando el acuerdo de las facultades se encuentra determinado por una de ellas (el entendimiento en el interés especulativo, la razón en el interés práctico), suponemos que las facultades son de antemano capaces de una armonía libre (según el interés de lo bello), sin la cual ninguna de esas determinaciones sería posible (Deleuze, [1963] 2004, p. 80).
Hasta ahí, la armonía libre e indeterminada en lo bello como fundamento de la armonía legisladora, súbdita y determinada en lo verdadero y en lo bueno. Sin embargo, para Deleuze hay aún más allí, dado que, “por otra parte, el acuerdo libre de las facultades debe ya hacer aparecer a la razón como llamada a jugar el rol determinante en el interés práctico o en el dominio moral” (Deleuze, [1963] 2004, p. 80). En efecto, tanto en lo sublime como en el simbolismo vemos que la imaginación apela a la razón.
Es en este sentido que la destinación suprasensible de todas nuestras facultades es la pre-destinación de un ser moral; o que la idea de lo suprasensible como unidad indeterminada de las facultades prepara la idea de lo suprasensible tal como es prácticamente determinada por la razón (como principio de los fines de la libertad); o que el interés de lo bello implica una disposición a ser moral (Deleuze, [1963] 2004, p. 80).
Recalquemos que no es este el caso, empero, de la exposición de lo bello, y de allí que dicha exposición, para Deleuze, suponga lo sublime y el símbolo. Mientras que lo sublime y el símbolo -o mejor: lo bello como símbolo del bien moral (cfr. AA V, 353: 13)- afinan el espíritu para la moral -interés práctico de la razón-, lo bello lo afina para el conocimiento -interés especulativo de la razón-; es solo el interés unido a lo bello lo que predispone para la moralidad. Deleuze señala que, para Kant, no hay ninguna relación analítica entre lo bello y lo bueno, sino una relación sintética dada en el símbolo a través del interés unido a lo bello: es esta relación sintética la que hace que también lo bello, mediatamente, involucre nuestro destino suprasensible, que solo puede ser moral.
A través de este rodeo por el símbolo, “la unidad indeterminada y el libre acuerdo de las facultades no sólo constituyen lo más profundo del alma”, esto es, aquello que funda la posibilidad de los acuerdos en las dos primeras Críticas, “sino también lo más alto, es decir, la supremacía de la facultad de desear, y hace posible el paso de la facultad de conocer a la facultad de desear” (Deleuze, [1963] 2004, p. 80). Cabe señalar que las loas deleuzianas al símbolo deben tomarse con cautela. El símbolo puede ser la presentación sensible indirecta de una Idea, pero su procedimiento no deja de ser analógico. En este sentido, no existe nada más alejado en términos estéticos de la univocidad ontológica deleuziana: veo una rosa, pero en realidad significa amor, es decir, mi facultad de juzgar reflexiona sobre la rosa y la convierte, analogía de por medio, en el objeto de la idea de “amor”. Un cuerpo animado representa un Estado regido por leyes populares (cfr. AA V, 352: 16-17). Todos los mecanismos de la trascendencia, del estrato de la significación y del yugo de la representación están en el máximo esplendor de su funcionamiento en el símbolo (cfr. Deleuze, 1968, p. 180; Deleuze y Guattari, 1980, p. 197).
4. Creación
Según Kant, existen casos de simbolismo no solo en la naturaleza sino también en el arte. ¿Pero cómo es tal cosa posible, si el punto era precisamente que nos producía interés la capacidad de la naturaleza para producir formas bellas? La célebre respuesta kantiana es que la naturaleza también obra a través de determinados individuos para producir símbolos adecuados a las Ideas: los genios. “El Genio es precisamente esta disposición innata por la cual la naturaleza da al arte una regla sintética y una materia rica. Kant define el genio como la facultad de las Ideas estéticas” (Deleuze, [1963] 2004, p. 81). La Idea estética, “en vez de presentar indirectamente la Idea en la naturaleza”, como lo hace el símbolo, “la expresa secundariamente, en la creación imaginativa de otra naturaleza” (Deleuze, [1963] 2004, p. 82). Si bien podría parecer que existe solamente una relación de contraposición entre las Ideas racionales y las Ideas estéticas, siendo las primeras conceptos a los cuales ninguna intuición les es adecuada (conceptos sin intuición), y las últimas, intuiciones a las cuales ningún concepto les es adecuado (intuiciones sin concepto), Deleuze sostiene que existe no solo una complementariedad, sino incluso una identidad entre ambas:
La Idea de la razón sobrepasa la experiencia, sea porque no tiene objeto que le corresponda en la naturaleza (por ejemplo, seres invisibles); sea porque hace de un simple fenómeno de la naturaleza un acontecimiento [événement] del espíritu (la muerte, el amor…). La Idea de la razón contiene entonces algo inexpresable. Pero la Idea estética sobrepasa todo concepto, porque crea la intuición de otra naturaleza que la que nos es dada: otra naturaleza cuyos fenómenos serían verdaderos acontecimientos espirituales, y los acontecimientos del espíritu, determinaciones naturales inmediatas. Ella “da a pensar”, fuerza a pensar. La Idea estética es lo mismo que la Idea racional: ella expresa lo que hay de inexpresable en esta (Deleuze, [1963] 2004, pp. 81-82).
Esta cita condensa una serie de nociones que reaparecerán en la obra de Deleuze: el concepto de “expresión”, pero muy especialmente el de “inexpresable” en Lógica del sentido; la Idea en Diferencia y repetición, metamorfoseada en una constelación de acontecimientos ideales; cierta noción de “encarnación” como modo de ser del arte (¿Qué es la filosofía?), esto es, el arte como aquello que da cuerpo a lo posible y encarna acontecimientos incorporales.18 Mediante la presentación de Ideas estéticas, en efecto, “toman cuerpo los seres invisibles, el reino de los bienaventurados o el infierno; y así también la muerte o el amor alcanzan una dimensión que los hace adecuados a su sentido espiritual” (Deleuze, [1963] 2002, p. 95). Cabe aclarar que no es el objetivo del presente artículo desarrollar estas conexiones con la obra tardía de Deleuze, lo cual podría ser el tema de otro trabajo de mayor extensión; a este respecto, aquí se pretende solamente señalar dichas conexiones como posible punto de partida de ulteriores investigaciones.
La relación entre genio y gusto es de complementariedad. Por un lado, la presencia del genio en el gusto es su elemento vivificador: “El genio no es el gusto, pero anima el gusto en el arte dándole un alma o una materia. Hay obras que son perfectas desde el punto de vista del gusto, pero que son sin alma, es decir sin genio” (Deleuze, [1963] 2004, p. 82). El gusto es “el acuerdo formal de una imaginación libre y de un entendimiento ampliado”, pero “permanece lúgubre y muerto, y solamente presunto, si no reenvía a una instancia más alta, como a una materia precisamente capaz de ampliar el entendimiento y de liberar la imaginación” (Deleuze, [1963] 2004, p. 82). “El acuerdo de la imaginación y el entendimiento, en las artes, solo es vivificado por el genio, y sin él permanecería incomunicable” (Deleuze, [1963] 2004, p. 82). Sin embargo, por otro lado, el gusto es la línea de puntos ordinarios que es necesario recorrer hasta la aparición de una nueva singularidad: “El genio es una apelación [appel] lanzada a otro genio; pero entre los dos el gusto deviene una suerte de medio; y permite esperar, cuando el otro genio todavía no ha nacido” (Deleuze, [1963] 2004, p. 83). Esta espera parece un tanto tortuosa y yerma, ya que “hay que atravesar desiertos enteros antes de que un genio pueda responder a otro” (Deleuze, [1963] 2002, p. 96); este desierto, no obstante, está poblado por “los hombres de gusto, los discípulos y los admiradores” (Deleuze, [1963] 2002, p. 97). Esta dualidad entre excepcionalidad y norma en el genio es explicada por Deleuze del siguiente modo:
Por una parte, crea, es decir, produce la materia de su obra, da a su imaginación una función libre y creadora mediante la invención de una segunda naturaleza adecuada a las Ideas; pero, por otra parte, el artista forma: ajusta su imaginación liberada a su entendimiento indeterminado, de modo que confiere a su obra la forma de un objeto de gusto […] (Deleuze, [1963] 2002, p. 96).
Lo inimitable del genio es el primer aspecto, la deformidad genial; en cuanto al segundo, puede ser imitado y dar lugar a una escuela de seguidores. El genio expresa entonces la unidad suprasensible de todas las facultades en tanto que unidad viviente, y provee “la regla bajo la cual las conclusiones de lo bello en la naturaleza pueden ser extendidas a lo bello en el arte” (Deleuze, [1963] 2004, p. 83). Asimismo, da cuenta de la identidad entre las Ideas estéticas y las Ideas racionales: “en el genio, la intuición creadora como intuición de otra naturaleza y los conceptos de la razón como Ideas racionales se unen de un modo adecuado” (Deleuze, [1963] 2002, p. 95). Es de este modo que puede haber también lo bello como símbolo del bien en el arte y no solo en la naturaleza.
El genio no es, empero, la última palabra del principio de vivificación, sino que más bien da cuenta de él: el principio de vivificación mismo es “lo que Kant llama el Alma, es decir, la unidad suprasensible de todas nuestras facultades, ‘el punto de concentración’ […] a partir del cual cada facultad es ‘animada’, engendrada en su libre ejercicio y en su libre concordancia con las demás” (Deleuze, [1963] 2002, p. 98). El resultado de esta génesis a partir del principio vivificador es una liberación de las facultades:
Una imaginación libre original, que no se conforma con esquematizar bajo la coacción del entendimiento; un entendimiento ilimitado original, que ya no se pliega al peso especulativo de sus conceptos determinados y que no está sometido tampoco a los fines de la razón práctica; una razón original que aún no ha contraído el gusto de gobernar, que se libera a sí misma liberando a las otras facultades […] (Deleuze, [1963] 2002, pp. 98-99).
Hay, para concluir, cuatro modos de presentación de las Ideas de la razón en la naturaleza sensible: 1) una presentación directa pero negativa en lo sublime, realizada por proyección; 2) una presentación positiva pero indirecta en el simbolismo natural, realizada por reflexión; 3) una presentación positiva pero secundaria en el simbolismo artístico (genio), hecha por creación de otra naturaleza; por último, 4) una presentación positiva, primaria y directa a través de la teleología (cfr. Deleuze, [1963] 2002, pp. 93-94). Con respecto a la cuarta, se trata de la naturaleza concebida como sistema de fines, pero esto concierne a la “Crítica de la facultad de juzgar teleológica”.
5. La facultad de juzgar
Antes de pasar a la teleología, sin embargo, Deleuze introduce un apartado -hay que decir que su ubicación es sorprendente, puesto que se trata de un tema de la introducción de la KU- sobre el concepto de “facultad de juzgar” (jugement, que traduce Urteilskraft). El autor repasa allí la distinción kantiana entre juicios determinantes y juicios reflexionantes, subrayando que hay arte e invención en ambos casos: en los primeros, el concepto está dado y se procede a aplicarlo, mientras que en el segundo se tiene el particular y se debe buscar el concepto.
En el juicio determinante, el arte está como “escondido”: el concepto está dado, sea concepto del entendimiento, sea ley de la razón; hay entonces una facultad legisladora, que dirige o determina el aporte original de las otras facultades, de modo que este aporte es difícil de apreciar. Pero en el juicio reflexionante, nada está dado desde el punto de vista de las facultades activas: solo una materia bruta se presenta, sin ser propiamente hablando “representada”. Todas las facultades activas se ejercen entonces libremente en relación con ella. El juicio reflexionante expresará un acuerdo libre e indeterminado entre todas las facultades. El arte, que permanecía escondido y como subordinado en el juicio determinante, deviene manifiesto y se ejerce libremente en el juicio reflexionante (Deleuze, [1963] 2004, p. 86).
La mención al arte escondido es una referencia implícita al pasaje de la primera Crítica en el que Kant escribe que el esquematismo del entendimiento “es un arte escondido en las profundidades del alma humana, cuyas verdaderas operaciones difícilmente le adivinemos alguna vez a la Naturaleza, y las pongamos en descubierto a la vista” (AA III, 136: 18-21; Kant, 2006, p. 240 [A141, B181]). Pero esto que Kant atribuía a cierta actividad de la imaginación dirigida por el entendimiento lo aplicará Deleuze al funcionamiento de las facultades en general, sosteniendo que todas ellas se liberan, que ya no están subordinadas a otra facultad que ejerza el rol soberano. Sin embargo, lo más curioso de la cita es que Deleuze hable de una presentación de la “materia bruta” que no es representación. Esta tesis debe atribuirse a la interpretación deleuziana, si bien puede decirse en su apoyo que Kant habla de una Darstellung artística, que se distingue de las Vorstellungen cognoscitivas.
“Es lo mismo decir que el juicio determina un objeto, que el acuerdo de las facultades es determinado, que una de las facultades ejerce una función determinante o legislativa” (Deleuze, [1963] 2004, p. 85). Esa función legislativa, no obstante, vale para todos los juicios determinantes, aunque no para los reflexionantes. “El juicio reflexionante manifiesta y libera un fondo que permanecía oculto en el otro. Pero el otro, ya, no era juicio sino por ese fondo viviente” (Deleuze, [1963] 2004, p. 87). El argumento que sostiene esa afirmación es que de otro modo no se entendería el título de la Crítica del Juicio, que trata sin embargo no de los juicios en general, sino de los juicios reflexionantes en particular. Una vez más, se ve aquí esta tesis central deleuziana según la cual la tercera Crítica fundamenta las dos anteriores: en este caso, el juicio reflexionante allí tematizado pone en juego el fondo sobre el cual puede erigirse, en un paso ontológicamente posterior, el juicio determinante: “todo acuerdo determinado de las facultades, bajo una facultad determinante y legisladora, supone la existencia y la posibilidad de una concordancia libre indeterminada” (Deleuze, [1963] 2004, p. 87).
Lo más digno de mención del apartado en cuestión, no obstante, es sin lugar a duda la ambigua noción de “facultad de juzgar” que presenta. Dice Deleuze que “el juicio es irreductible y original” y que por eso puede ser llamado “‘una’ facultad (don o arte específico)” (Deleuze, [1963] 2004, p. 87) y, sin embargo, acto seguido agrega:
No consiste nunca en una sola facultad, sino en su acuerdo, ora en un acuerdo ya determinado por una de ellas que juega el rol legislador, ora más profundamente en un libre acuerdo indeterminado, que constituye el objeto último de una “crítica del juicio” en general (Deleuze, [1963] 2004, p. 87).
La pregunta que se plantea entonces es: ¿en qué sentido es el Juicio o la facultad de juzgar una facultad? De acuerdo con la introducción del libro, existían dos sentidos del término. Según el primer sentido, una facultad es un tipo de relación con una representación, y en este sentido son facultades 1) la facultad de conocer (una representación se relaciona con un objeto desde el punto de vista de la concordancia), 2) la facultad de desear (establece una relación causal entre una representación y su objeto), y 3) el sentimiento de placer y displacer (relativo al efecto de una representación sobre el sujeto). De acuerdo con el segundo sentido, una facultad es una fuente de representaciones de un determinado tipo: 1) sensibilidad (intuiciones), 2) imaginación (esquemas), 3) entendimiento (conceptos), 4) razón (Ideas). Deleuze planteaba así una doble tríada respecto de esta segunda definición: en un primer momento, presentaba la sensibilidad, el entendimiento y la razón, pero de inmediato reemplazaba la sensibilidad por la imaginación siguiendo el criterio de la división entre pasividad y espontaneidad.
Ahora bien, aunque la facultad de juzgar mantenga una relación cercana con el sentimiento de placer y displacer, no puede decirse en rigor que le quepa ninguno de los dos sentidos. ¿Hay entonces un tercer sentido de “facultad”? Si tenemos en cuenta que Deleuze define la Urteilskraft por el acuerdo o la concordancia, todo parece indicar que este es el caso; más aún, parece ser el caso que Deleuze está identificando facultad de juzgar con sensus communis: cada una de las concordancias o acuerdos que menciona, en efecto, es un tipo de sentido común (lógico, moral y estético). Una crítica de la facultad de juzgar, entendida en este sentido, es entonces una crítica del sentido común en cuanto concordancia libre e indeterminada o fondo que fundamenta toda concordancia dirigida.19 Esta hipótesis se ve apoyada por un pasaje conclusivo en el que Deleuze establece una correspondencia entre los dos sentidos por él estipulados del término “facultad”:
Cuando la facultad de conocer es aprehendida bajo su forma superior, el entendimiento legisla en esta facultad; cuando la facultad de desear es aprehendida bajo su forma superior, la razón legisla en esta facultad. Cuando la facultad de sentir es aprehendida bajo su forma superior, es el juicio el que legisla en esta facultad (Deleuze, [1963] 2004, pp. 87-88).
Ahora bien, si hubiésemos de pensar en qué sentido el juicio sería una facultad de acuerdo con las definiciones deleuzianas, deberíamos pensar en el primer sentido, esto es, como “tipo de relación con una representación”. Sin embargo, según el propio Deleuze, es siempre una facultad en el segundo sentido (como “fuente de representaciones”) la que legisla en la forma superior de una facultad en el primer sentido. Además, como vimos, Deleuze identifica el juicio con el sentido común, con lo cual habría que pensar que el sentido común mismo es una facultad. Para resolver el problema, podemos forjar una tercera definición del término “facultad”, a saber, como fuente de flujos, y de este modo pensar la acción del sentido común sobre la facultad de sentir en su forma superior como una organización de las facultades tendiente a producir un flujo concordante de representaciones. De este modo, el sentido común es tanto lo que provoca la concordancia como el flujo concordante que resulta de este proceso.
6. Conclusiones
Es preciso señalar que la lectura que Deleuze realiza de Kant es una interpretación y apropiación propiamente filosófica, lo cual tiene dos implicaciones dignas de mención. En primer lugar, no pretende ser un estudio histórico-filológico, sino que, en este sentido, su abordaje de la obra kantiana se acerca más al de filósofos como Heidegger o Arendt que al de un especialista.20 Con ello no queremos restar, valga la aclaración, ningún mérito al especialista, sino subrayar que se trata de dos tipos de abordaje muy distintos. En segundo lugar, esta obra pertenece al llamado “período monográfico” de Deleuze, cada una de cuyas piezas servirá para construir el engranaje de su propia ontología en Diferencia y repetición (1968).21 Así, en dicho libro Deleuze retomará la exigencia genética poskantiana que no acepta partir de hechos, sino que reclama principios constitutivos del campo trascendental.
Deleuze cambiará de parecer con respecto al hecho de que Kant hubiese satisfecho dicha exigencia en su tercera Crítica, y utilizará elementos de su lectura de Kant como materia prima para la elaboración de conceptos, a su entender, superadores. La imaginación trascendental del esquematismo kantiano se convertirá en un “método de dramatización” al entrar en contacto con Nietzsche y liberarse del yugo impuesto por el entendimiento. Las Ideas kantianas dejarán de ser meramente regulativas para devenir estructuras diferenciales constitutivas, una vez metamorfoseadas bajo el influjo leibniziano de Maimon. La sensibilidad, confrontada con aquello que la excede, dejará de apelar a la Razón, descubriendo la unidad del alma y su superioridad frente al mundo natural; sin embargo, se mantendrán los rasgos esenciales de la dinámica de lo sublime en aquello que Deleuze nombrará “encuentro”: un shock sensible que desencadenará un movimiento en las distintas facultades, despertando a cada una de su “uso empírico” a un “uso trascendental” correspondiente al “empirismo trascendental” que el autor pretende forjar, y descubriendo una “síntesis disyuntiva” entre los objetos de las distintas facultades que Deleuze no dejará de describir como un acuerdo discordante (cfr. Deleuze, 1968, pp. 190 y 250); con ello, el sensus communis pasará a ser un “para-sentido” (cfr. Deleuze, 1968, pp. 190, 250-251 y 276) que determina la comunicación entre facultades heterogéneas.
Como vimos, la lectura deleuziana partía del supuesto de que los acuerdos determinados entre facultades eran ontológicamente derivados; en Diferencia y repetición intentará, precisamente, delinear la figura de ese momento previo en el cual las facultades se ejercen independientemente de un sentido común. Paradójicamente, será mediante la experimentación -y no a través de la reflexión- que se dará con dicha instancia, y de ahí el empirismo propiamente trascendental. Sin embargo, en este trabajo no hemos pretendido trazar en detalle las líneas de continuidad y ruptura entre las herramientas conceptuales que Deleuze toma de Kant y los conceptos que Deleuze forjará en su filosofía “en nombre propio” (cfr. Deleuze, 1990, p. 16). Más bien hemos procurado mostrar las peculiaridades de la lectura deleuziana de la “Crítica de la facultad de juzgar estética”, subrayando su importancia en lo que concierne a la introducción del problema genético en la filosofía trascendental, esto es, a la transición desde un principio de condicionamiento a un principio genético, o, en otras palabras, desde las condiciones de la experiencia posible a las condiciones de la experiencia real. Asimismo, hemos mostrado en qué sentidos la Crítica de la facultad de juzgar no venía, según Deleuze, meramente a completar la trilogía crítica, sino a fundamentarla mediante la exposición de acuerdos “libres” entre las facultades ontológicamente previos a los acuerdos sujetos del conocimiento y la moral.