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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.63 México may./ago. 2022  Epub 15-Ago-2022

https://doi.org/10.21555/top.v63i0.1645 

Artículos

Johan Ludvig Heiberg y su diagnóstico de la crisis de la época en la Edad de Oro de Dinamarca

Johan Ludvig Heiberg and his Diagnosis of the Crisis in Golden Age Denmark

1Universidad Panamericana, campus Aguascalientes. México fbravo@up.edu.mx


Resumen.

En este artículo examino el diagnóstico elaborado por Johan Ludvig Heiberg acerca de la crisis de su época, la llamada Edad de Oro de Dinamarca, en su obra de 1833 Sobre la importancia de la filosofía para la época presente. A pesar de que en los últimos tiempos se ha mostrado un mayor interés por el mundo intelectual de la Edad de Oro danesa, en gran parte debido a la vigencia de un pensador como Søren Kierkegaard, lo cierto es que se conoce poco o nada acerca de una de sus más importantes figuras, J. L. Heiberg. Con esto en mente, en el presente artículo intento arrojar luz sobre su figura y su pensamiento, especialmente su proyecto de utilizar la filosofía hegeliana para resolver la crisis cultural de su tiempo.

Palabras clave: J. L. Heiberg; crisis cultural; Edad de Oro de Dinamarca; nihilismo

Abstract.

In this article, I explore Johan Ludvig Heiberg’s diagnosis of the crisis of his age, Golden Age Denmark, in his treatise On the Significance of Philosophy, published in 1833. Although in recent times there is a renewed interest in the intellectual scene of Golden Age Denmark, in part due to the current relevancy of a thinker such as Søren Kierkegaard, it is a fact that one of its most important figures, J. L. Heiberg, has been more or less ignored by contemporary scholars. Thus, in this article I try to shed light on his figure and thought, especially on his attempt to use Hegelian philosophy to solve the cultural crisis of his time.

Keywords: J. L. Heiberg; cultural crisis; Golden Age Denmark; nihilism

Introducción

El objetivo general de este artículo es, como lo indica el título, ofrecer un análisis del diagnóstico y la solución propuesta por el poeta danés Johan Ludvig Heiberg (1791-1860) frente a lo que él mismo designó como la crisis de la época, es decir, la crisis del periodo histórico conocido como la Edad de Oro de Dinamarca.

Considero que esto es importante por varias razones. Johan Ludvig Heiberg es un escritor prácticamente desconocido en el mundo hispanohablante, pero incluso en Dinamarca se le conoce poco y de forma superficial. Usualmente se le identifica como un nombre más dentro de la lista de autores en la historia de la literatura danesa del siglo XIX y, fuera del campo de las letras, se le concede poca o ninguna importancia. Se le reconoce, quizá, como uno de los “adversarios hegelianos” de Søren Kierkegaard (1813-1855), lo cual significa que la imagen que recibimos de él está cubierta por una luz negativa e incluso caricaturesca. Como señala Jon Stewart (2009, p. 35), la asociación con Kierkegaard ha tenido la consecuencia desafortunada de que la posteridad ha descartado a Heiberg como un imitador poco original de Hegel.

Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XIX el nombre de Heiberg no solo era importante en Dinamarca: era toda una institución. Las figuras que reconocemos como los grandes de la literatura danesa -Søren Kierkegaard, H. C. Andersen, Henrik Ibsen- en algún momento anhelaron la aceptación de Heiberg y hubieran considerado un honor ser equiparados con él. Pero, como apunta de forma perspicaz Henning Fenger (1971, p. 17), un danés de la época hubiera sonreído con escepticismo si alguien hubiera colocado a Kierkegaard, Andersen o Ibsen en el mismo nivel que Heiberg.

Heiberg, entonces, es un pensador indispensable para comprender la Edad de Oro en Dinamarca. Su papel como crítico literario, poeta, dramaturgo y director del Teatro Real de Copenhague fue fundamental para la historia de la literatura escandinava. Como filósofo, Heiberg, es verdad, fue un hegeliano y se reconocía a sí mismo como hegeliano. No obstante, el hegelianismo heibergiano estaba lejos de ser una mera repetición de las tesis del gran filósofo alemán y resultaba incluso original. De modo parecido a los hegelianos de izquierda como Strauss o Feuerbach, Heiberg entendía la filosofía de Hegel no solo como un sistema abstracto de pensamiento, sino primordialmente como un instrumento para transformar la realidad. Pero a diferencia del hegelianismo de izquierda, Heiberg no entendía dicha transformación como la culminación necesaria de un extenso proceso histórico -que debía terminar, en lecturas como la de Marx, en un movimiento social revolucionario-, sino como un cambio cultural realizado por una filosofía -la hegeliana, desde luego- puesta al alcance de la gente a través del arte. Según Heiberg, solo una filosofía mediada por el arte es capaz de elevar la conciencia de la gente a fin de vencer el nihilismo y la frivolidad de la cultura, los elementos principales de la crisis de la época. Con esto en mente, en el presente artículo me propongo examinar esta novedosa visión del poder transformador de la filosofía y, de paso, ofrecer una imagen general de la figura y el pensamiento de Johan Ludvig Heiberg. Dado que uno de los propósitos fundamentales es dar a conocer al lector hispanohablante a un autor que ha pasado desapercibido, podría decirse que este trabajo desea contribuir a la historia de la filosofía. No existen en nuestro idioma artículos académicos dedicados a la obra de Heiberg. En este sentido, estoy convencido de que una introducción a su pensamiento como la que se ofrece a continuación es una aportación valiosa a nuestra literatura en castellano.

En la primera sección del artículo haré una breve descripción del contexto histórico de la denominada Edad de Oro de Dinamarca. Después, en las secciones dos y tres, hablaré de la trayectoria intelectual de Johan Ludvig Heiberg, empezando con su primer contacto con el pensamiento de Hegel y los primeros años de su campaña para introducir el hegelianismo en Dinamarca, la formulación del concepto de “poesía especulativa”, el género artístico que, según Heiberg, sería capaz comunicar a la gente las verdades superiores de la filosofía hegeliana, hasta el final de su carrera como director del Teatro Real de Copenhague. En la cuarta sección examinaré el diagnóstico de la crisis elaborado por Heiberg en su obra Sobre la importancia de la filosofía para la época presente (Om Philosophiens Betydning for den nuværende Tid) (1833). En este controversial libro -originalmente concebido como una invitación para un curso de filosofía hegeliana-, el poeta danés describe el carácter transicional de la época. Para Heiberg, un torrente de ideas nuevas, las ideas modernas de la Ilustración, inundan la cultura de la época y comienzan a romper con los antiguos paradigmas. Sin embargo, tales ideas no han sido todavía asimiladas de una forma adecuada y, en consecuencia, la época se encuentra en un estado de confusión. Tan solo la filosofía (hegeliana) es capaz de enfrentarse a dicha confusión y superar la crisis. Por último, en la quinta sección analizo, a modo de conclusión, el concepto heibergiano de “poesía especulativa”, su propuesta definitiva para lidiar con la crisis de la época. Heiberg siempre estuvo convencido de que era posible transmitir las verdades superiores de la filosofía de forma clara y atractiva sin rebajar su contenido, y creía que esta comunicación podía tener un impacto decisivo en la cultura y en la vida de las personas.

1. La crisis de la Edad de Oro de Dinamarca

Desde un punto de vista externo, resulta a menudo desconcertante que el periodo conocido como la Edad de Oro de Dinamarca se haya caracterizado por transcurrir en un estado casi permanente de crisis. De hecho, el esplendor literario y artístico de la época fue en gran medida una reacción a dicha crisis y, en consecuencia, no puede entenderse sin ella. El pequeño reino de Dinamarca constituye una miniatura de las convulsiones que sacudieron a Europa durante las últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX. El príncipe heredero Federico (1768-1839), más adelante Federico VI, regente del reino desde 1784, era el modelo perfecto del autócrata ilustrado de la época: un monarca absoluto generoso y con inclinaciones liberales. Al igual que con sus coetáneos absolutistas, la ejecución de Luis XVI en 1794 obligó a Federico a abandonar sus antiguas ideas liberales y a dar un viraje político hacia un conservadurismo reaccionario (cfr. Bravo, 2013, pp. 11-12). Tal transformación, sin embargo, no impediría la desdichada alianza con Napoleón Bonaparte y, como consecuencia funesta, el terrible bombardeo sobre Copenhague por parte de la armada británica en 1807. Al desastre bélico siguió el desastre económico -la bancarrota en 1813, el año en el que nace Kierkegaard- y el desastre político -la cesión de Noruega al odiado rival, Suecia, en el Tratado de Kiel de 1814-, al tiempo que una efervescencia social y religiosa envolvía como un torbellino al ahora reaccionario Federico VI.

Este es el escenario que enmarca a la Edad de Oro. Como observa Bruce H. Kirmmse (1990, p. 26), la arruinada Copenhague, que poco antes había sido un próspero centro comercial, tuvo que consolarse con un apogeo cultural de las letras y las artes. Pero en medio de tal esplendor, también era posible apreciar la inminencia de un cambio radical en los distintos aspectos de la vida danesa. En la arena política, la creación de cuatro Asambleas representativas en Itzehoe, Slesvig, Viborg y Roskilde limitaban el poder absoluto de la corona y proporcionaban una base sólida para los grupos liberales que le exigían al monarca una constitución (cfr. Kirmmse, 1990, pp. 45-49), misma que les sería otorgada -de forma pacífica, a diferencia del resto de Europa- en aquel turbulento año de 1848. En lo religioso, la ortodoxia luterana de la Iglesia de Dinamarca, encabezada por el obispo Jakob Peter Mynster (1775-1854), debía enfrentarse a reformadores populares como Grundtvig (1783-1872) y otros grupos revivalistas cristianos (cfr. Toftdahl, 1969, p. 14). En el ámbito académico, los profesores de la escuela racionalista, la corriente predominante en la Universidad de Copenhague, miraban con recelo la creciente popularidad de la filosofía hegeliana entre los estudiantes (cfr. Stewart, 2007, pp. 2-3).

La intelligentsia de la capital danesa -poetas, filósofos, teólogos y artistas- era consciente del estado de crisis. El orden establecido había colapsado y algo nuevo estaba a punto de llegar. Era evidente que estaba ocurriendo un cambio de paradigmas radical e intempestivo, acentuado en lo material por el desastre financiero de Dinamarca, pero que también impactaba con fuerza las demás esferas culturales: la política, la religión y las artes. Era una tempestad para la que pocos estaban preparados, a pesar de que muchos la advirtieron. Pero ninguna denuncia de la crisis fue tan solemne y dramática como la de Johan Ludvig Heiberg.

2. Vida y trayectoria intelectual de Johan Ludvig Heiberg

Heiberg nació en Copenhague el 14 de diciembre de 1791.1 Desde la cuna estaba destinado al mundo de las letras. Su padre, Peter Andreas Heiberg (1758-1841), era el modelo perfecto del hombre de la Ilustración. Francófilo, Heiberg padre era un partidario fervoroso de la Revolución y, como figura pública, era un activista político incansable que impulsaba sus ideas liberales a través de dramas y sátiras políticas. La corona, cada vez más conservadora y recelosa, terminaría por exiliarlo en el 1800. Heiberg hijo heredaría de él su amor por las letras, por Francia y por la pulcritud estilística del clasicismo francés (cfr. Fenger, 1971).

La madre, Thomasine Buntzen (1773-1856), luego Thomasine Heiberg y, por último, Fru Gyllembourg, era también una figura peculiar. Casada a los dieciséis años con Peter Andreas, quien era quince años mayor que ella, Thomasine admiraba a su nuevo esposo, aunque no lo amaba. Cuando Heiberg padre partió al exilio a París en el 1800, Thomasine se enamoró de un barón sueco, el elegante Carl Frederik Gyllembourg-Ehrensvärd (1767-1815), uno de los amigos liberales de Peter Andreas. De forma inusitada y escandalosa, la madre del pequeño Heiberg, quien contaba en aquel momento con nueve años, le exigió el divorcio al exiliado Peter Andreas en su famosa lettre remarquable (Gyllembourg, 1882), ahora un texto clásico de la literatura danesa. El humillado republicano se negó, pero la solicitud fue aceptada finalmente por la corona danesa en 1801 (Nun, 2009: 152-153) y, ese mismo mes, para horror de la buena sociedad de Copenhague, contrajo matrimonio con Gyllembourg. De cierta manera, este episodio novelesco la conduciría al mundo de las letras y marcaría el tono de su actividad como escritora. Sus novelas cortas como La familia Polonius (Familien Polonius), La llave mágica (Den magiske Nøgle) y, de forma especial, Una historia cotidiana (En Hverdags-Historie) son piezas fundamentales en el realismo danés de la Edad de Oro.

Con esta familia, Johan Ludvig tenía marcado el camino hacia la gloria literaria. En 1809 se matriculó como estudiante de filología y filosofía en la Universidad de Copenhague. Su mente inquieta lo llevaría a probar suerte dos años estudiando medicina, luego estética, griego y latín, hasta graduarse, por último, con una tesis acerca del drama español y Calderón de la Barca. Tras dejar la universidad, Heiberg se mudó a París, en donde vivió con su padre, el exiliado Peter Andreas. En la capital francesa, Heiberg añadió una habilidad más a su singular repertorio: aprendió a tocar la guitarra y, como maestro de este instrumento, se ganó la vida durante aquellos años. El mismo Heiberg (1861, pp. 491-492) apunta de forma jovial en sus Fragmentos autobiográficos (Autobiographiske Fragmenter): “En 1819 se representó una obra mía (La profecía de Tycho Brahe) con motivo del cumpleaños de Su Majestad el rey y, a pesar de todo, no sabía aún si debía ser poeta y un teórico de la estética, o doctor, historiador de la naturaleza, diplomático o incluso inspector de tierras”.

Su siguiente destino fue Kiel, la capital del ducado de Holstein, entonces todavía una posesión de la corona danesa. En la universidad de esta ciudad, Heiberg fue nombrado profesor de literatura danesa y mitología nórdica. Fue durante este periodo que el poeta danés entró en contacto por primera vez con Hegel: un colega germano le prestó una copia de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.2 Perplejo en un comienzo por la oscuridad del texto, Heiberg tuvo la oportunidad de viajar a Berlín en el verano de 1824, donde conoció no solo a eminentes discípulos de Hegel, sino al mismísimo maestro. El legendario profesor no solo lo recibe en su hogar y le presenta a su familia, sino que también responde de buena gana a sus “inmaduras observaciones” (Heiberg, 1861, p. 500). Aunque es posible que el entusiasmo de Heiberg le hiciera exagerar las atenciones de Hegel, es bastante probable que en efecto lo conociera en persona (cfr. Stewart, 2004-2005, p. 147).

En el camino de regreso a casa, se detiene en Hamburgo. Ahí tiene una revelación, una experiencia casi sobrenatural. Escribe Heiberg:

[…] repentinamente, de un modo que ni antes ni después he experimentado, fui capturado por una momentánea visión interna, lo mismo que si un rayo de luz hubiera iluminado para mí la región entera y despertara en mí el pensamiento central hasta ahora oculto. A partir de ese instante, el sistema [de Hegel] en sus lineamientos generales me resultó claro y quedé absolutamente convencido de que lo había comprendido en su esencia más íntima, sin importar los muchos detalles que aún no he entendido y que tal vez nunca entenderé. En verdad puedo decir que ese singular instante ha sido la más importante coyuntura en mi vida, pues me dio una paz, una seguridad y una confianza en mí mismo que hasta entonces jamás había conocido (1861, pp. 500-501).

Gracias a esta revelación, Heiberg pudo ver su vida bajo una luz nueva. Incluso su labor dramática se transformó. Según su propio testimonio, jamás habría escrito vodeviles si no hubiera sido por Hegel. Sin la ayuda de la visión total del sistema hegeliano, Heiberg no hubiera sido capaz de descubrir “la relación de lo finito con lo infinito ni ese respeto por las cosas finitas que antes no poseía” (1861, p. 502).

A partir de ese momento, Heiberg se consideró un converso hegeliano y asumió con solemnidad la misión de llevar la nueva filosofía a su país natal. Así, de regreso a Kiel, Heiberg escribió su primer tratado hegeliano, Sobre la libertad humana (Om den menneskelige Frihed). En una carta a H. C. Ørsted, Heiberg expresa con candidez su admiración por Hegel, a quien considera uno de los más grandes genios de la historia, aunque también se percata de una gran dificultad: “Su estilo [el de Hegel] tiene ciertamente algo de inaccesible; en efecto, a menudo es incluso gramaticalmente incorrecto y, en consecuencia, resulta imposible de entender” (1947, p. 165).

Heiberg estaba de vuelta en Copenhague el 18 de abril de 1825. Si bien era consciente de que su público lector potencial solo podría encontrarlo en la población urbana, aun así se propuso ir más allá de la “élite cultural”, es decir, los estudiantes y profesores universitarios. Su idea era impactar en todas las esferas de la clase burguesa: “hombres o mujeres, artesanos o aprendices, funcionarios públicos o criados, estudiantes o no académicos” (Vinten-Johansen, 2003, p. 347). Y, por supuesto, no perdía de vista su misión hegeliana. Parecía una quimera, pero Heiberg no se amedrentó.

Aunque aspiraba a obtener un puesto como profesor en la Universidad de Copenhague, las posibilidades de que esto ocurriera eran pocas. Heiberg concentró entonces sus esfuerzos en lo que era su especialidad: la composición de dramas. Jonas Collin, quien era entonces el director del Teatro Real, apoyó su proyecto de crear un vodevil danés, el género burlesco que había conocido en París (cfr. Heiberg, 1861, pp. 502-503). En el periodo entre 1825 y 1828, Heiberg compuso sus mejores vodeviles, obras que se convertirían en clásicos de la literatura danesa, pero que desde sus respectivos estrenos gozaron de una popularidad inmensa. Gracias a este éxito espectacular en escena, Heiberg recibió en 1829 un puesto oficial permanente como poeta y traductor del Teatro Real de Copenhague (cfr. Heiberg, 1861, p. 503).

Heiberg estaba creando toda una escuela literaria y ahora necesitaba un órgano de divulgación. Con esto en mente, en 1827 fundó el famoso Kjøbenhavns flyvende Post (cfr. Heiberg, 1861, p. 503). Se trata de la publicación periódica literaria más importante y representativa en la Edad de Oro de Dinamarca. Por sus páginas pasaron los autores más importantes del momento, como Kierkegaard o Andersen. El ascenso vertiginoso de Heiberg llegó a su cúspide cuando en 1831 contrajo matrimonio con la bella y talentosa Johanne Luise Pätges, la primera actriz de la escena danesa.

A comienzos de los años treinta, Heiberg no solo se había consolidado en Copenhague, sino que se había convertido de forma inadvertida en la autoridad absoluta en todas las cuestiones estéticas y literarias en Copenhague. Este era un buen momento para iniciar su campaña de proselitismo hegeliano. En 1832 publicó Elementos fundamentales de la filosofía de la filosofía o la lógica especulativa (Grundtræk til Philosophiens Philosophie eller den speculative Logik), una síntesis de los principales planteamientos de la Ciencia de la lógica de Hegel. Aunque el texto pasó desapercibido, preparó el terreno para su siguiente obra hegeliana, Sobre la importancia de la filosofía para la época presente, publicada en 1833 y en la que Heiberg anuncia y describe la crisis de la época. En la siguiente sección examinaremos con más detenimiento este libro. En 1837, Heiberg inició la publicación de una revista específicamente hegeliana, Perseus, la cual, a pesar de tener una corta vida, tuvo un impacto notable en la comunidad académica.

En aquel momento apareció en la escena universitaria de Copenhague un joven y brillante teólogo, Hans Lassen Martensen (1808-1884), quien relevaría a Heiberg en su misión de dar a conocer la filosofía hegeliana en Dinamarca. Martensen había conocido a Heiberg en París (cfr. Martensen, 1882, pp. 219-226; Heiberg, 1973, p. 281) y, a partir de ese encuentro, se convenció de que el sistema de Hegel era la construcción racional más perfecta en la historia del pensamiento. Como profesor en la Universidad de Copenhague, las lecciones de Martensen entre 1837 y 1839 fueron inmensamente populares. Los estudiantes comenzaron a sentir entusiasmo por la filosofía de Hegel y, de esta manera, en el transcurso de dos años Martensen consiguió lo que Heiberg no había podido hacer a lo largo de una década: hacer que el hegelianismo echara raíz en la cultura académica danesa.

Libre de una labor profesoral que no se acomodaba bien con su estilo, Heiberg pudo consagrarse a su especialidad, la poesía, y, de manera específica, a un nuevo género inventado por él, la poesía especulativa, una forma de drama ligero diseñado para transmitir con sencillez mensajes filosóficos complejos. Así, en 1838 publicó Fata Morgana y, dos años después, los Poemas nuevos (Nye Digte), que es a menudo considerada como la obra máxima de Heiberg (cfr. Fenger, 1971, p. 157; Borup, 1947, p. 30).

El último triunfo de Heiberg llegó en 1849, cuando su exitosa trayectoria en la dramaturgia fue recompensada con la posición de director del Teatro Real, misma que ocuparía hasta 1856. Durante este periodo su carrera comienza un proceso de declive que coincide con el final de la Edad de Oro en Dinamarca. Aun así, todavía tuvo tiempo para impulsar la carrera de una de las últimas estrellas literarias de este periodo, el joven dramaturgo Henrik Ibsen, quien había acudido a Copenhague para aprender de él.

Heiberg murió el 25 de agosto de 1860. Como se mencionó en la introducción, la figura de Johan Ludvig Heiberg se ha desdibujado con el tiempo, especialmente fuera de Escandinavia, y quienes la recuerdan la colocan con cierta indiferencia en el amplio nicho de la historia de la literatura danesa. Heiberg, es verdad, forma parte de esa historia. Fue sin duda el principal crítico literario de la época y, con ayuda de sus artículos y reseñas, contribuyó a consolidar y darle forma a la corriente literaria predominante de aquellos años: el realismo danés. A través de sus publicaciones periódicas hizo despegar las carreras de los principales escritores del momento, de quienes fue, de forma alternativa, mentor, colega o rival. Al frente del Teatro Real de Copenhague le dio vida nueva a la escena danesa y contribuyó a crear un teatro nacional. Pero dicha imagen estaría incompleta si no incluyéramos también su labor como filósofo. Incluso en esto era especial. Sus tratados filosóficos no eran, en sentido estricto, trabajos académicos, pero tampoco eran meros panfletos de divulgación. Con ellos, Heiberg tenía la esperanza de transformar la cultura de Dinamarca y, de esta forma, terminar con la crisis de la época.

3. El diagnóstico de la crisis: Sobre la importancia de la filosofía para la época presente

En 1833 Heiberg sorprendió al público lector con la publicación de su tratado Sobre la importancia de la filosofía para la época presente, en donde se plantea desde el comienzo la cuestión de la crisis de la época. Eran tiempos de intensa transformación:

Cualquiera que haya observado con mirada atenta a la presente generación tal como se muestra en las naciones más civilizadas y de la que, en consecuencia, podría decirse que representa a la humanidad en su actual etapa de desarrollo, sin duda habrá comprobado que dicha generación -enriquecida con la experiencia que los siglos pasados le ha concedido y armada con las fuerzas que solo el instante vivo puede proporcionar- avanza con vigor en una multiplicidad de nuevas direcciones. Sin embargo, ella misma no conoce a dónde la conducirán muchas de esas direcciones y, por lo tanto, no sabe tampoco si todas ellas conducen a una meta en común ni sabe cuál podría ser tal meta. Esta generación está dispuesta a sacrificarse por ideas de las que ella misma no es consciente. Es un soldado valiente que lucha hasta su último aliento sin conocer los planes de su general (Heiberg, 1833, p. 3).

Al igual que muchos de sus contemporáneos, Heiberg era consciente de que su generación vivía en tiempos de gran efervescencia. Era evidente que Dinamarca se encontraba en un estado de crisis desde un punto de vista político y económico. Las guerras napoleónicas acarrearían un desastre tras otro para el pequeño reino de Dinamarca. Más adelante, la agitación política en el ducado germanoparlante de Holstein llevó a la creación de las Asambleas representativas en 1831, lo cual a su vez condujo al ascenso del liberalismo en Dinamarca y a la creación en 1834 del primer diario liberal, Fædrelandet, una tendencia que conduciría en última instancia al final de la monarquía absoluta en 1848 y la promulgación de una constitución. No obstante, estos cambios externos no eran tan importantes para Heiberg como las transformaciones culturales que estaban ocurriendo en el interior de la sociedad danesa.

La crisis residía precisamente en este proceso de transición. Según Heiberg, una época transicional, como la suya, no es más que devenir y, por lo tanto, carece de una condición estable, puesto que no tiene una existencia fija. Ha habido otros periodos transicionales de esta clase en la historia de la humanidad (por ejemplo, durante la introducción del cristianismo en el mundo romano), aunque las generaciones que viven en ellas no son conscientes de que se encuentran en medio de una crisis. Surgen ideas nuevas que superan y rompen los antiguos paradigmas, y solo cuando las aguas se calman y la historia sigue su curso es que la humanidad se hace consciente de este proceso. Entonces la crisis termina. Mientras tanto, sin embargo, esta nueva ordenación de cosas -la nueva cultura, por decirlo de algún modo- permanece en un “estado embrionario” (Heiberg, 1833, pp. 3-4). Pero no toda la “humanidad” es igual. Para Heiberg, el género humano tiene:

[…] sus representantes, aquellos individuos en los que la consciencia de la humanidad ha despertado a una claridad superior, mientras que, en el caso de las masas, sigue más o menos dormida. A estos representantes los llamamos “artistas”, “poetas”, “maestros de religión” y “filósofos”. También los llamamos “maestros de la humanidad” y “educadores”. Y lo son, pero en virtud de su propio poder individual. Se han ganado tales títulos proporcionando el espejo en el que la humanidad se mira a sí misma y se hace consciente de sí en cuanto objeto de sí misma (1833, p. 11).

En esta etapa transicional hay algunos elementos que son obsoletos y que, por lo tanto, deberían quedar en el pasado, pero hay otros que pertenecen al presente. Por otra parte, Heiberg afirma también que no es posible hacer este tipo de distinción de forma definitiva. Lo que una persona puede considerar impropio y anticuado, otra lo verá como moderno y valioso. De forma previsible, los “representantes” de la humanidad, aquellos que han alcanzado la madurez intelectual, poseen una perspectiva superior y estiman como obsoletas esas mismas cosas que las masas ignorantes consideran de gran importancia. Heiberg formula una segunda distinción al respecto:

Si se desea considerar una vez más las diferencias dentro de esta multiplicidad desde dos puntos de vista principales, podríamos entonces dividir a los individuos entre los cultivados [de Dannede] y los incultos [de Udannede]. A los segundos se les puede también considerar representantes de la humanidad, aunque, por así decirlo, en una cámara más grande y popular -una especie de cámara baja-, a diferencia de la cámara aristocrática y menos numerosa que está conformada por aquellos a los que, de hecho, se les otorga el título de representantes. Los incultos, por el contrario, al haberse circunscrito meramente a sus propias personas, quedan excluidos de toda otra representación que no sea la de sus propias personas (1833, p. 14).

La división heibergiana entre los “cultivados”, de Dannede, y los “incultos”, de Udannede, tiene poco que ver con la acumulación de conocimientos en un sentido libresco o académico, es decir, con aquello que nosotros solemos asociar con una persona “culta” o, en su ausencia, con una persona “ignorante”. Se trata más bien de la posesión o carencia de Dannelse, “formación”, el equivalente danés del término alemán Bildung. La Dannelse, en este contexto, es un proceso no solo educativo, sino existencial, en el que el individuo adquiere una comprensión superior del carácter orgánico de las cosas, esto es, de las relaciones de las partes con el todo. En este sentido, el “inculto”, que carece de esta Dannelse, es un individualista que no puede ver más allá de su propia persona, está anclado en lo inmediato y, por consiguiente, es incapaz de comprender el papel de cada cosa particular (su propia persona, la religión, el arte, etcétera) dentro de la totalidad. En este sentido, para Heiberg alguien inculto puede ser, sí, un campesino analfabeta, pero también un doctor en teología, un científico o un político.

Por otra parte, los cultivados tienen mayor autoridad para determinar qué cosas deberían pertenecer al pasado y qué cosas se mantienen vigentes. Su perspectiva superior -esa mirada que comprende el carácter orgánico de las cosas- los hace merecedores del título de “representantes” del género humano, pues son capaces de ver una verdad que está oculta para los demás, los incultos que permanecen cautivos por cuestiones que los cultivados ya han superado. El mejor ejemplo de esto, señala Heiberg, son las disputas teológicas de la época (1833, pp. 14-20).

Según Heiberg, el racionalismo de la Ilustración ya ha vuelto obsoleta la creencia religiosa pura y ha demostrado que Dios se encuentra más allá del alcance del conocimiento humano (1833, p. 16). No obstante, las masas ignorantes se aferran a su antigua fe en búsqueda de edificación. Desde un punto de vista histórico, esto podía observarse en el surgimiento y auge de los grupos revivalistas religiosos y otros tipos de movimientos pietistas alejados de la ortodoxia. Los campesinos habían comenzado a alejarse de la Iglesia tradicional y se sentían cada vez más atraídos por el grundtvigianismo y el herrnhutismo (cfr. Kirmmse, 1990, pp. 28-39). Si bien los más cultivados, los “representantes”, estaban convencidos de que esta clase de religiosidad pertenecía al pasado, también eran conscientes de que se trataba de un asunto importante para una gran mayoría y, en consecuencia, se sentían obligados a participar en el debate teológico general, por lo regular defendiendo la postura racionalista. Esto no significaba que en lo personal fueran racionalistas, observa Heiberg, ya que el racionalismo había demostrado ya el carácter inescrutable de Dios, pero el racionalismo al menos “esparce semillas de linaza frente sus puertas [strøer Hørfrø for deres Døre] a fin de mantener fuera a los fantasmas” (1833, p. 15),3 es decir, los fantasmas de la superstición y el fanatismo. En otras palabras, los individuos cultivados recurrían al racionalismo en un intento desesperado por preservar la religión a cualquier costo, incluso cuando esto significaba caer en incongruencias. Heiberg concluye:

No sirve de nada ocultar o disimular la verdad; hay que confesar que la religión en nuestra época es en gran parte un asunto para los incultos, mientras que para la gente cultivada es algo del pasado y pertenece a un camino ya recorrido. Ya se había llegado a este triste resultado incluso antes de la Revolución francesa, la cual no hizo sino dejarlo en claro y lograr que una gran multitud de los incultos se pasara a la clase de los cultivados, ya que estos en los últimos tiempos se dedican a la política y, con la Revolución, ahora prácticamente todos se han vuelto políticos. En efecto, la política es en nuestros tiempos la actualidad en la que el mundo cultivado se desenvuelve (1833, p. 16).

La anterior es una de las afirmaciones -que la religión es para los incultos- que provocaron escándalo en la sociedad danesa, en particular en aquel grupo de “gente cultivada” que estaba involucrada todavía en el debate teológico.

Es claro que este pasaje responde a la polémica contemporánea en torno a la postura de Hegel frente a la religión. Si bien el filósofo alemán escribió sobre el fenómeno religioso a lo largo de toda su carrera -hay capítulos dedicados a la religión en la Fenomenología del espíritu y la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, solo por mencionar los casos más notables-, la muerte sorprendió a Hegel en noviembre de 1831 sin que hubiera publicado un tratamiento más sistemático sobre esta cuestión. Si bien Philipp Marheineke compiló y publicó las Lecciones sobre filosofía de la religión en 1832, apenas unos cuantos meses después de la muerte del maestro, esta edición, basada en los cursos sobre filosofía de la religión impartidos por Hegel en la Universidad de Berlín en 1821, 1824, 1827 y 1831, de inmediato fue motivo de controversia.

El debate giraba en torno a tres cuestiones fundamentales: (1) si Hegel contaba con una doctrina de la inmortalidad del alma compatible con el cristianismo, (2) si la concepción hegeliana de Dios armonizaba con la idea cristiana de un Dios personal, y (3) si Hegel subordinaba la religión a la filosofía. La postura frente a tales preguntas fue el punto determinante para decidir si un discípulo pertenecía a los “hegelianos de derecha” o a los “hegelianos de izquierda”, términos acuñados por David Friedrich Strauss, quien encendió la polémica con su obra La vida de Jesús. El hegelianismo de izquierda -en cuyas filas militaban, por ejemplo, Strauss, Ludwig Feuerbach y Bruno Bauer- sostenía la oposición con la ortodoxia cristiana. El hegelianismo de derecha -defendido por Carl Friedrich Göschel, Carl Daub y Marheineke- defendía la postura contraria. La discusión se extendió a lo largo de los años treinta y culminó con una segunda edición de las Lecciones sobre filosofía de la religión, editada también por Marheineke, aunque en colaboración con Bruno Bauer.

Al igual que muchos otros intelectuales daneses, Heiberg estaba al tanto de la controversia. Conocía la edición de 1832 de las Lecciones y, si bien en muchos otros puntos Heiberg seguía a Marheineke y Daub, en la cuestión específica de la religión parece que colocó del lado del hegelianismo de izquierda, postura que produjo escándalo entre el clero y la academia danesas y que podemos ver reflejada en estos pasajes de Sobre la importancia de la filosofía para la época presente.

Por otra parte, Heiberg también se había percatado de que un sector considerable de la gente cultivada se había ahora volcado a la política. La observación era precisa, ya que, después de la Revolución de 1830 en Francia, la clase media alta había empezado a interesarse en las vicisitudes de la política, especialmente de la política liberal. Ahora bien, dado que el carácter finito de la lucha política se encuentra atado al presente y posee, en consecuencia, una naturaleza transicional, en realidad no puede contribuir a terminar con la crisis de la época, la cual reside precisamente en ese elemento transicional.

El racionalismo moderno había creado una brecha entre la época y la religión. Como reacción frente a este fenómeno, las masas se aferraban con desesperación a prácticas religiosas anacrónicas, mientras que el sector de clase media, la gente cultivada, o bien perdía el tiempo en debates teológicos bizantinos, o bien, si es que se convencía de que la religión no constituía ya una alternativa legítima, se consagraba de lleno a la política, es decir, se entregaba a la finitud, olvidándose de lo infinito. En este sentido, la situación del arte y la poesía no era muy diferente. Así como la religión había perdido su puesto central en la cultura danesa, convirtiéndose en un artículo para el ignorante, del mismo modo el arte, al haber perdido su conexión con la infinitud, había terminado por degenerar en un mero objeto de lujo, un producto para el entretenimiento y diversión de la burguesía (cfr. Heiberg, 1833, pp. 20-21).

Ahora bien, si la política o la religión no pueden acabar con los males y la confusión de la época, ¿qué es lo que terminará con la crisis? Heiberg pensaba que el remedio era la filosofía. Dado que la causa del estado transicional (la crisis) de la época son las ideas -o una sobrepoblación de ideas, en palabras de Heiberg-, la responsable de despertar la conciencia de la generación tiene que ser la filosofía:

La filosofía no es más que el conocimiento de lo eterno o de la Idea especulativa, la razón o la verdad; todos estos términos diferentes designan la misma sustancia. La filosofía expone a la idea como la causa única y, en consecuencia, descubre a la idea en todos los efectos finitos (Heiberg, 1833, pp. 5-6).

A diferencia de la política, la cual evoluciona en medio de la etapa transicional de la crisis, la filosofía puede observar, con su perspectiva superior, lo infinito dentro de lo finito y, por lo tanto, es capaz de reconciliar ambas partes:

Solo la filosofía puede penetrar en los múltiples detalles de nuestras metas finitas, especialmente nuestras metas políticas. Solo ella puede ver su tendencia hacia lo infinito y, con este conocimiento, arrojar luz sobre sus aspectos oscuros. Así, solo ella es capaz de abolirlos [at ophæve dem] sin destruirlos por completo [tilintetgjøre dem]; por el contrario, en su rescisión con respecto a lo infinito [i deres Ophævelse til det Uendelige] afirma su validez.4 De esta manera, nuestro esfuerzo finito se inserta en lo infinito, lo humano en lo divino, y la limitación desaparece; nuestras ciencias se convierten en filosofía y nuestro Estado recupera su forma ordenadora (Heiberg, 1833, pp. 26-27).

Es también a través de la filosofía que el arte y la religión recuperarán su puesto justo, ya que expresan la misma verdad que la filosofía, a saber, la manifestación de lo infinito en lo finito, o la reconciliación entre lo ideal y lo real, aunque lo hacen a través de una forma distinta y más imperfecta.

La conexión entre estas tres formas de conocimiento humano -la religión, el arte y la filosofía-, así como la convicción de que la religión y el arte solo pueden recuperar la dignidad que les corresponde a través de la filosofía, son nociones que Heiberg toma del pensamiento de Hegel y, de manera más precisa, de su doctrina del espíritu absoluto tal como se expone en la Enciclopedia de la ciencias filosóficas. El espíritu absoluto constituye la última triada del sistema, la cual consiste, precisamente, en la unificación dialéctica del arte, la religión y la filosofía. En la estructura del idealismo hegeliano, la verdad reside en el Concepto filosófico abstracto, es decir, en el movimiento dialéctico que va de la universalidad a su opuesto, la particularidad, y, por último, a su unidad, la individualidad (Hegel, VI, 358-361).

Heiberg sugiere que hay una especie de poesía diseñada específicamente para comunicar el mensaje filosófico que él considera necesario para la época. El poema didáctico (Lærdigt), como Heiberg llama a esta composición especial, “designa la máxima evolución de la poesía” (1833, p. 40). Esto significa que no es simplemente otro género poético, sino el género supremo, puesto que hace realidad la verdadera vocación filosófica de la poesía. Para Heiberg, hay tres ejemplos de esta rara especie de poetas especulativos (speculative Poeter): Goethe, Calderón y Dante. Acerca del último dice lo siguiente:

El famoso poema de Dante es un poema didáctico en el sentido verdadero y especulativo del término; su propósito es exponer de forma consciente aquello que todos los demás tipos de poesía exponen de manera inconsciente: la asimilación [Ophævelsen] de todo lo finito en lo infinito. En las tres partes que lo componen, Infierno, Purgatorio y Paraíso -las cuales de ningún modo responden a las limitadas concepciones morales que la gente asocia por lo regular con estas palabras- [Dante] ilustra el mundo del pensamiento, la naturaleza y el espíritu o, para expresarlo desde el punto de vista de la lógica, el mundo de la inmediatez, de la reflexión y del concepto en su diferencia y en su unidad (Heiberg, 1833, p. 41).

Años más tarde, Heiberg intentará componer un “poema didáctico” dantesco de este tipo: “Un alma después de la muerte” (cfr. Bravo, 2020). Aquí es importante señalar que si bien Heiberg emplea las categorías dialécticas del pensamiento hegeliano (inmediatez, reflexión, concepto) y, en ese sentido, parecería atribuir esta teoría estética sobre los poemas didácticos a Hegel, las Lecciones sobre estética de Hegel no se publicarían sino hasta 1835-1838 y, por lo tanto, es imposible que Heiberg las incorporara en este trabajo de 1833. De hecho, el puesto exaltado que Heiberg le otorga a Goethe como “poeta especulativo” parece armonizar poco con la crítica que Hegel hace del arte moderno y del puesto ocupado por Goethe en esta corriente (cfr. Hegel, XIII, 226-240).

En 1833, al publicar este pequeño tratado, Heiberg estaba convencido de que la única solución para la crisis de la época era la filosofía especulativa de Hegel. Si la esencia de la crisis era su inestabilidad y la ruptura que había creado, con su sobreabundancia de nuevas ideas, entre la temporalidad y la eternidad, lo finito y lo infinito, creando una brecha entre la gente y lo divino, y degradando el arte y la religión, elementos centrales en la cultura de Dinamarca, era comprensible que Heiberg sintiera confianza en los beneficios de un sistema como el hegeliano que insistía en la permanente relación dialéctica entre lo real y lo ideal. No obstante, Heiberg era en primer lugar un poeta y se había hecho dolorosamente consciente de que la filosofía especulativa no era -ni podía ser- tan popular como sus vodeviles. Por consiguiente, no tardaría en percatarse de que la poesía, no las lecciones filosóficas, era la mejor arma que tenía a su disposición.

4. La poesía especulativa

Como se ha visto, para Heiberg la crisis no era la serie de desastres económicos o políticos sufridos por Dinamarca durante las primeras décadas del siglo XIX. La crisis verdadera tenía un aspecto cultural y residía en lo que él denominaba el “carácter transicional” de la época. La sobreabundancia de ideas de la Ilustración -religiosas, políticas, artísticas, etcétera- habían penetrado rápidamente en Dinamarca, desplazando los paradigmas antiguos de manera intempestiva y violenta, pero sin conceder el tiempo necesario para que la cultura local asimilara los paradigmas nuevos.

Por ejemplo, el racionalismo de la Ilustración había declarado de forma abrupta que la religión era un fenómeno cultural obsoleto, cortando así de tajo el vínculo entre lo humano y lo divino, y reemplazando el fervor religioso por el fervor político. El resultado de esto fue un estado generalizado de confusión, según Heiberg. Aquellos que insistían en preservar la religiosidad cristiana incurrían o bien en el fanatismo supersticioso o en la racionalización excesiva del fenómeno religioso. El resto de la gente miraba con indiferencia estos acontecimientos y continuaba asistiendo a la Iglesia con desgana e impulsada por la fuerza del hábito. En todos estos casos, la religión sufría una degradación.

Algo semejante había ocurrido en el caso de las artes. El proceso secularizador de la Ilustración había convertido el arte, un elemento central de la cultura danesa, en un mero producto de consumo para el entretenimiento de las masas ignorantes. Heiberg presenciaba con inquietud a una burguesía filistea que asistía al Teatro Real no para enriquecer el espíritu, sino para pasar el tiempo. En cambio, aquellos que habían optado por el activismo político -la lucha entre liberales y conservadores alrededor de las cuestiones, por ejemplo, de la libertad de prensa y el constitucionalismo- se entregaban con entusiasmo a su lucha, pero eran incapaces de ver más allá de la inmediatez de sus circunstancias.

La inestabilidad de este proceso transitorio tenía como consecuencia que la gente perdiera la perspectiva más amplia de la naturaleza orgánica de la realidad. Desde su punto de vista hegeliano, Heiberg estaba convencido de que la totalidad de la realidad finita -cada cosa particular, por trivial que fuera- estaba imbuida por la “Idea”, es decir, por lo eterno, lo infinito. La crisis había provocado justamente que se perdiera de vista esa infinitud. Tras la ruptura, la cultura danesa se había estancado, según Heiberg, en la trivialidad de lo finito. A ese fenómeno cultural le llamó -al igual que otros contemporáneos como Poul Martin Møller o el mismo Kierkegaard- nihilismo.

Para Heiberg, la solución consistía, por supuesto, en recuperar para la cultura esa mirada especulativa y filosófica capaz de captar lo infinito dentro de lo finito y de comprender la organicidad del todo. Tal perspectiva superior la ofrecía el sistema de Hegel. Sin embargo, Heiberg, como hombre de letras y divulgador profesional, era consciente de que la oscuridad de la filosofía hegeliana representaba un obstáculo para comunicar su mensaje. Se percató, pues, de que era necesario emplear un medio más accesible, sin que eso significara la degradación de los conceptos filosóficos fundamentales. Con esto en mente, concibió primero la idea del poema didáctico, que ya se ha comentado en la sección anterior, y, más adelante, la noción de poesía especulativa.

Un primer experimento en esta dirección fue el estreno del drama filosófico titulado Fata Morgana el 29 de enero de 1838.5 La obra fue un fracaso rotundo. Fue abucheada por el público y su primera temporada fue cortada de forma abrupta después de solo cinco representaciones. La causa del rechazo era que su simbolismo filosófico resultaba demasiado abstracto y oscuro para la audiencia en el Teatro Real. Heiberg había intentado sin éxito plasmar de forma dramática la intuición de que era posible descubrir verdades eternas a través de apariencias finitas.

Un segundo intento, con un resultado mucho más afortunado, fue la publicación en 1841 de sus Poemas nuevos, especialmente la comedia dantesca “Un alma después de la muerte (En Sjæl efter Døden)”. La obra fue un éxito inmediato. Hans Lassen Martensen, el colega de Heiberg que lo había apoyado en su misión para divulgar el hegelianismo, declaró en aquel momento que la obra debía estar inspirada por “el espíritu de la nueva época” (1841, col. 3205). La posteridad también fue unánime con relación a la importancia de esta pieza: se trataba de la obra máxima de Heiberg (cfr. Fenger, 1971, p. 157). El gran mérito de “Un alma después de la muerte” era que su trama no solo era sencilla, sino divertida, y sus alusiones satíricas eran fácilmente reconocibles por los lectores daneses contemporáneos, características que le ganaron el aplauso general; pero, al mismo tiempo, era profunda en un sentido filosófico: denunciaba a través del verso y la broma esa misma crisis que había sido diagnosticada conceptualmente en Sobre la importancia de la filosofía (Bravo, 2020, p. 28).

Conclusiones

El “remedio hegeliano” de Heiberg para la crisis cultural de su época, la Edad de Oro de Dinamarca, puede parecerle al lector contemporáneo anticuado y extravagante, algo que tiene poco que ver con nuestra realidad. Quizá tiene razón. Heiberg echó mano de un recurso, la filosofía de Hegel, que en aquel momento resultaba original y revolucionario, pero que en nuestra época ha palidecido frente a otras escuelas filosóficas “perennes” como el aristotelismo o el kantismo. Sin embargo, me gustaría argumentar que el enfoque heibergiano todavía tiene interés para nosotros. Nuestra cultura posmoderna presenta características sorprendentemente parecidas a las que Heiberg detectó en su propia época: la transformación del arte en un producto superficial de consumo masivo; el desprestigio de la religiosidad por parte del afán cientificista contemporáneo, seguido a su vez por una reacción fanática, sectaria y virulenta; el consumismo desbocado que, en su momento, Heiberg llamó filisteísmo. El individualismo, subjetivismo y nihilismo que el poeta danés atribuyó al estancamiento de la cultura en la finitud son aspectos con los que también estamos familiarizados. Un ejemplo elocuente de esto en el terreno de las artes es la oferta de películas y programas de televisión en servicios de streaming como Netflix, en los que el público espectador estima como elemento principal la oferta masiva de contenido y el factor entretenimiento más que el valor artístico en cuanto tal. La experiencia contemporánea del fenómeno religioso y espiritual ofrece una imagen semejante. El individuo posmoderno se enfrenta a un menú interminable de ofertas religiosas, desde las grandes religiones tradicionales hasta las opciones personalizadas de espiritualidad New Age: lo religioso en la era del consumismo. Asimismo, las creencias del consumidor contemporáneo oscilan de un extremo a otro en el debate, heredado de la modernidad, entre razón y fe, desde el cientificismo que niega todo fenómeno que no cuadre con su paradigma hasta la suspicacia poco ortodoxa de los terraplanistas y activistas anti-vacunas.

Para escapar de la crisis de su tiempo, Heiberg recomendó adoptar una nueva perspectiva, una perspectiva filosófica, que le permitiera al individuo moderno escapar de la trivialidad y comprender el carácter orgánico de la realidad. Si bien podemos no estar de acuerdo en que esa perspectiva filosófica sea la del sistema hegeliano, hay que admitir que es una intuición interesante la idea de que la filosofía no solo es capaz de resolver problemas culturales, sino también que puede impactar al público en general a través de una presentación artística, no solo a una reducida elite intelectual. En este sentido, como sugiere Jon Stewart (2015, p. 291), Heiberg y la Edad de Oro de Dinamarca tienen todavía mucho por enseñarnos.

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1La principal fuente contemporánea para la vida de Heiberg es la autobiografía de su esposa, la actriz y escritora Johanne Luise Heiberg, Et Liv genoplevet i Erindringen (1973). Los textos “canónicos” sobre Heiberg son J. L. Heiberg og hans Slægt paa den danske Skueplads (1891), de Arthur Aumont, y Johan LudvigHeiberg (1947-1949), de Morten Borup. Textos más recientes son el ya citado The Heibergs (1971), de Henning Fenger, y Tankens Våben. Johan Ludvig Heiberg (2001), de Vibeke Schrøder.

2En cambio, según el testimonio de este colega, Johan Erik von Berger, la obra que le prestó a Heiberg no fue la Enciclopedia, sino la Ciencia de la lógica. Cfr. Von Berger (1947, p. 153) y Fenger (1971, p. 72).

3Heiberg se refiere a un conocido ritual apotropaico de la época. En el folclor danés del momento, la linaza servía para ahuyentar a los malos espíritus.

4En Heiberg, el término danés Ophævelse, “abolición” o “supresión”, intenta reflejar el sentido del término técnico hegeliano Aufhebung, que se refiere a la abolición de algo, pero preservándolo o asimilándolo. Se trata, sin embargo, de un uso forzado, pues el término danés solo posee el sentido negativo de “abolición”. Es quizá por este motivo que en el pasaje citado Heiberg contrasta Ophævelse, que sería una cierta destrucción que admitiría la preservación de algo, con Tilintetgjørelse, la aniquilación completa.

5Para un análisis más detallado de la recepción de Fata Morgana, cfr. Stewart (2012).

Recibido: 16 de Diciembre de 2019; Aprobado: 04 de Abril de 2020

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