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Investigaciones geográficas

versión On-line ISSN 2448-7279versión impresa ISSN 0188-4611

Invest. Geog  no.63 Ciudad de México ago. 2007

 

Reseñas

 

Castro Morales, E. (2004), Alameda Mexicana. Breve crónica de un viejo paseo

Eulalia Ribera Carbó

 

Museo Mexicano, México, 154p., ISBN 968-5795-04-5

 

 

Instituto de Investigaciones. Dr. José María Luis Mora

 

Alameda Mexicana es, tal y como reza su título, una crónica breve que nos cuenta la historia de la Alameda de la ciudad de México desde sus orígenes en el siglo XVI. Pero no cuenta únicamente la historia del paseo, de su suelo, de sus árboles y sus calzadas, o la historia sobre las infraestructuras, el adorno, la administración y los usos sociales de sus espacios a través de las centurias, la crónica alcanza de refilón también a los acontecimientos políticos, y nos cuenta con cierto detalle la estructuración de ejidos, huertas, calles, casas, iglesias, conventos, hoteles y museos alrededor del jardín. El autor logra con acierto, y en apenas 154 páginas, integrar el interior y los marcos de un espacio geográfico emblemático de la capital de México, en un relato interesante y ameno que, por si fuera poco, se nos entrega en un volumen de hermosa edición.

Debemos señalar que el libro adolece de algunos errores mecanográficos y otros tantos de sintaxis, aunque no bastantes como para demeritar un trabajo que, sin aparentes pretensiones de rigor académico, es suficientemente riguroso y llena uno de los tantos vacíos en la historiografía urbana mexicana. Hablamos de rigor por estar el trabajo bien fundamentado en un número importante de documentos del Archivo Histórico de la ciudad de México, además de una considerable lista de bibliografía que incluye títulos del siglo XIX, otros tantos contemporáneos y, desde luego, a algunos de los que se consideran textos clásicos sobre la historia de la ciudad.

Alameda Mexicana toma forma con catorce capítulos cortos, cuyos sugerentes y literarios títulos invitan de inmediato a su lectura. La fundación formal de nuestra Alameda en 1592 está antecedida en el libro por la narración sobre la historia primera de la calzada de Tlacopan, llamada de Tacuba por los españoles, y las tierras aledañas repartidas para levantar casas o convertirse en huertas que habían de beneficiarse con el agua del acueducto de Chapultepec. Al mediar el siglo XVI el virrey Antonio de Mendoza inició el reordenamiento de la ciudad imbuido del espíritu humanista y el urbanismo utópico del Renacimiento, y en sus preocupaciones por extender la traza urbana fuera del islote de México-Tenochtitlan, prolongó el trazado reticular hacia el poniente con una calle que continuaba a la de San Francisco. Con dinero de la Corona el virrey adquirió el área comprendida entre esta nueva calle y la calzada de Tacuba, entrando inevitablemente en conflicto con los conquistadores y funcionarios, lugartenientes de Cortés, a quienes habían sido asignados muchos de los solares.

También se nos narra la historia de la iglesia de San Hipólito, de la ermita de los Mártires, de la iglesia y el hospital de la cofradía de la Santa Veracruz, y del convento de Santa Isabel aportando nuevos datos y corrigiendo errores de los historiadores. Iglesias, conventos, calzadas, casas de conquistadores, tenerías, huertas, acequias, tianguis y ejidos ocupaban o bordeaban el suelo que a principios de 1592 fue designado por el cabildo para convertirse en alameda, en aras del ornato de la ciudad y la recreación de sus vecinos. El virrey Luís de Velasco, de quien había sido entonces la iniciativa, autorizó el uso de los recursos necesarios y otorgó facilidades para dar inicio a la obra. Fueron plantados los primeros álamos, se proyectaron las trazas de los jardines y la fuente, pero los problemas no se hicieron esperar. La fragilidad y saturación de agua de aquel terreno chinampero ganado al lago dificultaba los trabajos, que penosamente fueron avanzando como nos explica prolijamente el autor.

En este tenor continúa el texto, describiéndonos los progresos y los tropiezos de la obra pública de la Alameda y las cuitas en torno a su administración. El suelo saturado de agua, el paso de los ganados que pastaban en los ejidos, la basura que azolvaba las acequias, las muchedumbres del tianguis, todo, contribuía a la destrucción del incipiente jardín. Y a pesar de todo la Alameda prosperó.

Al iniciar el siglo XVIII la Alameda era ya, en toda forma, el paseo público de la ciudad. Se llevaban a cabo obras para su mantenimiento, se rehacían trazos con nuevas calzadas, se instalaban cañerías, y el suelo acababa de secarse y quedar consolidado. El cabildo elegía cada año a un alcalde encargado de hacer cumplir las ordenanzas vigentes. La Alameda era escenario privilegiado de buena parte del calendario festivo, desde las Carnestolendas, San Juan y el Corpus Christi, hasta el boato con que se festejaba la llegada de virreyes o arzobispos.

Aquel siglo de aires nuevos, de ciencia, de ilustración y reforma administrativa, sería para la Alameda también, un tiempo de innovaciones importante. Una nueva Alameda "ilustrada", promovida por los virreyes Marqués de Croix y Antonio María de Bucareli, se ensanchó incorporando a sus espacios las plazuelas de Santa Isabel y San Diego, y partes de las calzadas de Tacuba y el Calvario.

Efraín Castro, además de basarse en los documentos municipales para contarnos sobre las cercas, las portadas, las rejas, las acequias, las fuentes, las plantaciones, el riego y los gastos del proyecto para el jardín, echa mano, con bastante buen tino, de algunas pinturas y planos de la época, para redondear la descripción de una Alameda amplia, frondosa y ornamentada. Cabe decir que, a lo largo de su trabajo, Castro hace un uso cuidadoso de una fuente de información que, las más de las veces, los historiadores invocan con mayor o menor grado de menosprecio, cuando no de irresponsabilidad. Imágenes como pinturas, grabados, litografías, fotografías y planos suelen aparecer en los trabajos de aquéllos como simples ilustraciones a un texto discursivo que no las analiza ni las discute para incorporarlas a sus planteamientos. Aunque en la edición que nos ocupa no se reproducen todas las imágenes que se citan, el autor se apoya en algunas para suponer el estado de la Alameda en diversos momentos de su historia, poniendo cuidado en darnos a conocer el contenido de la imagen, sus características físicas, indicando el acervo depositario del original y, en algún caso, el contexto artístico en el que puede inscribírsele.

Como ya se dijo líneas atrás, otro acierto del libro es el énfasis, no siempre explícito, que se pone al hecho de que la historia de la Alameda no se entendería con la sola descripción de los proyectos, las obras y las políticas para administrarla. La consolidación, las formas y el uso del paseo tienen también su explicación en los ritmos de una ciudad que crece y se transforma, exigiendo la adecuación de sus espacios a nuevas circunstancias económicas y modas estéticas.

En la segunda mitad del siglo XVIII los barrios y ejidos que circundaban a la Alameda habían perdido mucho de su carácter rural, y la edificación y la reconstrucción de edificios, de iglesias y conventos en torno al jardín se hacían eco del esplendor vivido durante los últimos tiempos del virreinato de la Nueva España. Arquitectos y urbanistas de la talla de Ignacio Castera y Manuel Tolsá proyectaban para la Alameda fuentes, portadas, cercas, edificios, ampliaciones y derribos, que aunque no fueran llevados todos a la práctica, eran la expresión de los aires neoclásicos que pretendían barrer la exhuberancia del barroco.

El cuidado que las autoridades municipales ponían en el paseo predilecto y más elegante de la ciudad de México, quedó interrumpido al terminar las guerras de independencia que, de por sí, le habían provocado graves destrozos. Algunas obras de reforma, terraplenado y reforestación pudieron hacerse, pero al mediar el ochocientos la Alameda se encontraba muy abandonada.

No fue sino hasta la restauración de la república, una vez pasadas las zozobras políticas de la guerra civil y contra la intervención extranjera, cuando parecen retomarse más intensamente los trabajos para acicalar la imagen y mejorar las infraestructuras del jardín. Y a partir de entonces todo fueron las innovaciones de la modernidad que iba de la mano de unas oligarquías cada vez más poderosas a la sombra de la "paz" porfiriana. En el jardín, por qué no, también podía manifestarse la "grandeza" del Estado liberal en consolidación. Desparecieron las acequias y se introdujeron sistemas modernos de riego con bombas y tuberías metálicas. Las especies de árboles y las flores se sustituían al compás de los nuevos gustos. Se instalaban fuentes y monumentos de temas clásicos, bancas de hierro fundido, columnas de chiluca y banquetas de cemento Portland. Música, teatro, aparatos mecánicos desmontables, puestos de comida y bebida. Una pajarera, una torre con un reloj eléctrico, kioscos, el famoso pabellón morisco, un tren infantil, carpas y jacalones provisionales para títeres, acróbatas, prestidigitadores, bailes y zarzuelas. Y para rematar, el fastuoso hemiciclo clasicista como monumento al máximo prócer liberal Benito Juárez.

Esa era la nueva cara del "viejo jardín". No faltaba en ella ninguno de los elementos de los que en todo el mundo definían la modernidad urbana.

El texto acaba de la forma en que empezó, poniendo atención, al recorrer quizá demasiado someramente los años de la posrevolución hasta pasado el gran terremoto de 1985, en la Alameda, pero también en el entorno de la Alameda porque, como bien nos ha sugerido la pluma de Efraín Castro, no se explican la una sin el otro.

Así este viejo jardín virreinal, imperial y republicano, en permanente decadencia y renovación, ruina y novedad, siempre grato a todos los mexicanos, nostalgia de viejos y asombro de niños, alegría de pobres y gozo de ricos, siempre rodeado por los testimonios de México, cambiante, tradicional y moderno, permanecerá, alameda sin álamos, perpetuo actor y espectador, contemplando el largo devenir de la historia de una antigua y gran ciudad, donde aún se puede soñar en el pasado, pero también en el futuro (p. 135).

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