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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.34 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2023.34.2/0023s01x7930 

Reseñas

Raquel Mosqueda Rivera (responsable, edición, estudio preliminar y notas). Luis G. Urbina. Cuatro columnas para El Universal (1925-1929). México: Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filológicas, 2022.

Antonio Villarruel Oviedo* 

*Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, México. mavillarruel@colmex.mx

Mosqueda Rivera, Raquel. Luis G. Urbina. Cuatro columnas para El Universal (1925-1929). México: Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filológicas, 2022.


La vida de Luis Gonzaga Urbina (1864-1934) fue azarosa y en no pocos momentos triste y solitaria. Su alejamiento forzoso de México acaso explique el talante decididamente melancólico de sus crónicas y poesía, que beben tanto de un romanticismo impresionista -el esmero y la fijación por la luz, el aire afligido de la observación del clima- como de un modernismo que escucha y recoge los fueros internos y los contrasta con una mirada fascinada con la vida de las ciudades.

Alumno de la reputada Escuela Nacional Preparatoria, Urbina nació en la Ciudad de México y frecuentó, a tierna edad, a Manuel Gutiérrez Nájera y Justo Sierra, a quien consideraría su mentor. De hecho, fue Sierra quien acogió al joven Urbina y lo nombró su secretario personal durante los últimos años del porfiriato. Las amistades que el escritor trabó con gente vinculada al mundo de la cultura, las artes y la educación le sirvieron para desempeñarse como columnista en varios medios impresos y a asegurarse temporalmente un lugar en la administración pública. Comenzó publicando para el rotativo El siglo XIX, pero con los años llegaría a colaborar como cronista y crítico teatral para El Mundo Ilustrado, El Imparcial y la Revista Azul. Coeditó, junto con Pedro Henríquez Ureña, Nicolás Rangel y el propio Sierra, la conocida Antología del centenario, de 1910. De la misma manera, ejerció como profesor en la Escuela Nacional de Altos Estudios y en la Nacional Preparatoria, de la que salió, en 1913, con el cargo de Director de la Biblioteca Nacional.

En 1915, a causa de las revueltas políticas y el inminente cambio que traía consigo la Revolución, cuyas fuerzas habían tomado la Ciudad de México y nombrado a Venustiano Carranza como presidente, Urbina decidió exiliarse, primero en Cuba, donde fue profesor y periodista, y luego en España, donde se dedicó a tareas diplomáticas y de investigación -fue Primer Secretario de la embajada en Madrid, desde 1918 hasta que lo cesaron, en 1920; fue, también, administrador del legado del historiador Francisco del Paso y Troncoso-, además de continuar colaborando para diarios en México. Pese a haber realizado algunos viajes por dentro y fuera de Europa, de los que caben resaltar su estancia como profesor en la ciudad de Buenos Aires y dos regresos a México, el cronista y poeta no volvería a vivir de manera permanente en su país natal. Murió en Madrid en el año de 1934, después de casi dos décadas de altibajos económicos y con una nostalgia por el terruño perdido que se deja atisbar de forma permanente en su obra.

Como apunta Raquel Mosqueda Rivera en su edición anotada de las Cuatro columnas para El Universal (1925-1929), libro publicado en 2022 por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, la colaboración regular de Urbina con este medio inició el 11 de mayo de 1924 y terminó el 9 de febrero de 1930, arrojando un total de doscientas cincuenta y dos crónicas en distintas columnas. De este total, Mosqueda reúne cuatro columnas completas, tituladas “Bocetos de la vida española”, con siete textos; “De la vida española”, con once; “Apuntes de color”, con siete crónicas; y “Guía de un soñador”, con once. Explica la académica mexicana que este proyecto de edición crítica continúa la estela dejada por Lourdes Franco Bagnouls por recuperar y editar críticamente algunos de los principales trabajos de Urbina, y que esta nueva compilación busca recoger textos afines en temática, a saber: el retrato de las costumbres y la vida cotidiana del pueblo español (p. IX). Queda por agregar, además, que el material presentado, tanto de recuperación textual como de análisis crítico, complementa con creces los estudios previos sobre la vida y obra de Urbina, conocido poeta y uno de los cronistas más destacados de su época.

Así pues, el lector se encuentra ante una porción relativamente pequeña de las colaboraciones de Urbina para El Universal. No obstante, esta selección le permite a la compiladora, y a su equipo editor, ofrecer una edición anotada de vasta erudición y coherente, de cuya lectura se desprenden varios beneficios. Entre ellos, no menor, está la adquisición de una visión global de la escritura de Urbina, así como el disfrute de una contextualización sociohistórica muy precisa para valorar la prosa del cronista y no caer en dictámenes anacrónicos. La convulsa España de los años veinte requiere permanentemente de una mediación precisa y sincrónica para con la labor del escritor venido de México, algo en lo que Mosqueda repara y por lo que ensambla un aparato de notas clarividente y acabado. Finalmente, y quizá más importante, Mosqueda ofrece cada una de las treinta y seis crónicas como un texto que puede leerse de manera separada y cuyas características de singularidad están explicadas de forma pormenorizada. El resultado, como podrá leerse y se evidencia en el sólido y detallado estudio preliminar que abre el libro, es la captura de un tercer momento creativo de la vida de Urbina, en que España es ya un territorio conocido, un país sobre el que el autor puede permitirse críticas fundadas, y una defensa del espíritu hispánico ante la amenaza de lo que llama “modernidad”, y que no es otra cosa que la americanización de la rutina y los espacios que transitan los habitantes de la península (xix).

Conviene detenerse en esto con más detalle. Si bien la prosa de Urbina no prescinde de la melancolía romántica, también existe rastro en su obra de un afán modernizador y cosmopolita. Al asumir que España se encuentra en un estado de franco retraso social y económico, comparado con la modernización que han vivido la mayoría de los países de Europa occidental, Urbina opera como un puente de entendimiento entre tradición y presente. Sí, el país vive con una dictadura, pero a pesar de ello no puede evitar actualizarse. Asimismo, las crónicas del escritor mexicano no dan por sentada la relativa inmadurez de la sociedad española en pleno siglo XX; más bien se conectan a una veta conservadora del propio autor, que no está convencido de las bondades de todos los procesos modernizantes:

Lo que digo es que está bien progresar, pero no a costa de las cosas sagradas. Que una de estas ciudades arqueológicas, legendarias, llenas de misterios, de consejas, de milagrerías y de supersticiones, intente convertirse de la noche a la mañana en centro de actividad, en foco de modernismos innovadores, en émula de esas ciudades norteamericanas que parecen recién desempacadas, como las casas de las jugueterías, una ciudad tradicional que trata de remozarse, sin ton ni son, es para mí tan absurda, como lo sería ver que el poseedor de un retrato del Greco daba en la flor de cambiar la indumentaria a la figura, sustituirle la gorguera por un cuello de pájaros y el jubón por un chaqueta de trabilla (95).

Esto también es advertido por Mosqueda (xxxi), y bien vale profundizar en la ciudad como teatro central donde se llevan a cabo las manifestaciones populares ibéricas. A manera de un flâneur decimonónico, Urbina observa la ciudad desde su depósito de melancolía, pero también como el territorio en que el progreso, la modernización y el individualismo se asientan de modo irremediable. De hecho, el mejor Urbina acaso no sea el crítico de arte o el calibrador de las libertades de opinión que puede permitirse un exiliado en la España de los años veinte. La más lograda prosa del cronista ocurre cuando aflora la sensibilidad moderna del hombre que comenta la ciudad y los individuos que la pueblan, como ocurre con la que quizá es la mejor crónica del libro, “El ‘Gordo’ de Navidad”, una historia sobre un hombre anónimo que espera los resultados del tradicional juego especial de la lotería en diciembre. Escribe Urbina:

Después de fijarme indiscretamente en este hombre sufrí, como castigo de mi insistencia, un raro trastorno. La imagen se había adueñado de mi retina y se empeñaba en reproducirse por donde quiera. Y me sucedió que, como el Goliadkin, en El doble de Dostoievski, empecé a ver una muchedumbre incontable, una verdadera turba de estos hombres, todos absolutamente idénticos que, a semejanza del loco novelista ruso, cruzaban estrepitosamente ante mí (13).

El escritor asiste melancólico e imaginativo a una escena cualquiera de una ciudad moderna: un hombre, que al final son muchos hombres, espera ser escogido de entre la masa de semejantes, que a su vez anhela lo mismo: ser único entre sus pares, obtener el beneficio que le posibilitará salir de la multitud a la que pertenece.

Al contrario de esta actitud pesimista, el cronista que escribe desde Sevilla en la segunda parte del libro disfruta a plenitud de los nuevos aires de la ciudad andaluza. La melancolía tiende a desvanecerse, el clima se obsequia agradable a los viandantes y el ánimo del escritor entra en sintonía con la ciudad en primavera. Lo que queda de corolario es la voz de un sabio descifrador de las ciudades, y más precisamente, en el caso de Urbina, de un maestro en reunir en un escrito el clima interior con el exterior, es decir, con lo que le ofrece la ciudad. Otro ejemplo que ilustra esta habilidad aparece en “Los jardines burgueses y los recreos populares”, una narración escrita a propósito de la transformación de un parque boscoso, la Dehesa de la Villa, en un “bello carmen artificial y artístico” (33). Con soltura y perspicacia, Urbina observa cómo este espacio se llena de gente perteneciente a los estratos populares y de la necesidad de recreación de toda la ciudad en espacios no necesariamente intervenidos por la mano del hombre. De ahí su rechazo al cambio de aspecto e intervención del parque “La Dehesa -sostiene el autor- es otra cosa. Es -¿cómo lo diré?- el real sitio de la honradez humilde, de la vida sana, de la virtud sencilla y laboriosa” (37).

Cuatro columnas para El Universal resulta un texto ideal para acercarse no únicamente a la obra de Luis G. Urbina, sino a un momento preciso de la historia de España, de sus ciudades y de sus habitantes. El encomiable trabajo crítico de Raquel Mosqueda Rivera acentúa las virtudes del sabio y sensible cronista mexicano, que escribía sobre España pensando en México, y sobre la ciudad pensando en su propia circunstancia. Urbina es un diáfano ejemplo de la riqueza de la experiencia urbana, tan voluble y cambiante que puede hacer aflorar las más ingeniosas de las interpretaciones posibles.

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