INTRODUCCIÓN
Desde la instauración del orden westfaliano que dio paso en el s. XVII al nacimiento del Estado moderno y a su posterior generalización en el mundo occidental contemporáneo, las fronteras han jugado un papel estratégico fundamental en las relaciones diplomáticas entre países, imponiéndose definitivamente el territorio como requisito de la soberanía estatal y como garantía de su independencia (González, Sánchez y Andrés, 1992; Villacañas de Castro, 2008).
Así pues, cuando se propagó la idea francesa de Nación, el Estado nacional que aglutinaría a los pueblos bajo un territorio común (Arriaga-Rodríguez, 2011) sustituyó definitivamente al Estado medieval, reflejando el símbolo de la hegemonía del poder soberano. De esta forma, las fronteras superaron su valor exclusivo de límite, para pasar a representar una realidad geopolítica donde las concreciones de las pugnas territoriales se materializaban en un lugar específico, y habrían de regirse por las normas jurídicas internacionales (Bigo, 2014; Díez-Torre, 2016). De ahí que los avances técnicos y científicos en el campo de la cartografía constituyeran un instrumento esencial a la hora de delimitar el espacio, pues expresaban visualmente hasta dónde alcanzaban los dominios de las naciones occidentales (Mendiola, 2012; Branch, 2014; Rodríguez Ortiz, 2014).
Las fronteras, por tanto, separan a dos soberanías territoriales definidas por el área de autoridad de cada nación, las cuales poseen la potestad de impedir que el resto de los países penetren en ella, gracias al monopolio exclusivo y legítimo de la fuerza (González et al., 1992); las fronteras, a su vez, revelan el deseo de seguridad frente al temor del estallido de una guerra (Mellor, 1989, p. 74). Esta necesidad de mantener el orden y el control dentro de un territorio compartido (O’Dowd, 2003), conlleva que las infraestructuras de las fortificaciones de las entidades soberanas (materializadas en muros, vallas y otras barreras físicas) organicen los paisajes psíquicos que conciben identidades políticas y culturales propias (Brown, 2015), pasando a formar parte de lo que se conoce como una “geografía imaginaria” (Said, 2008, p. 87).
En ese aspecto, las fronteras también habrán de comprenderse “dentro de los significados contextuales y discursivos que generan y que son generados por el entorno construido” (Brown, 2015, p. 76). Esto permite hacer una “interpretación fronteriza del mundo” (Sampedro Saez y Salvador Caja, 1991, p. 13), mediante la cual las civilizaciones puedan ser entendidas como estructuras de fronteras entrelazadas en el espacio y en el tiempo que determinan las relaciones de los actores en el sistema social, así como sus prácticas y discursos. Tales elementos, incorporados de manera natural en el imaginario espacial, han adquirido una significación diferente en cada etapa de su existencia (Braudel, 1993; Brown, 2015), cuyo discernimiento exige realizar un ejercicio de deconstrucción hermenéutica que permita descifrar la historicidad, el alcance de la retórica imperante o las ideas que han ido delimitando la capacidad de actuación de los Estados (Arriola, 2016).
Según afirma Castan Pinos (2014), actualmente las fronteras constituyen la máxima expresión de la magnitud del poder soberano, pero también evidencian sus límites a la hora de proteger los intereses nacionales. De hecho, a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI, el fenómeno de la globalización neoliberal, la internacionalización de los conflictos armados y la acción de los grupos terroristas u organizaciones criminales, así como los flujos migratorios, han añadido en su conjunto una nueva dimensión a la soberanía de los Estados (Beck, 2008; Hernando Nieto, 2008), exigiendo el establecimiento de otras formas de organización territorial (Newman, 2003).
Efectivamente, a mediados de la década de 1980, en las principales regiones del Norte Global receptoras de migración, comenzaron a desarrollarse políticas que integraban fórmulas de coordinación entre países para ampliar el control de sus fronteras frente a los peligros de seguridad reconocidos –incluyendo los desplazamientos irregulares de personas–, abriendo la puerta a innovadoras experiencias de cooperación policial transfronteriza.2 Dicho aspecto se agudizó después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando la movilidad humana fue elevada al rango de emergencia, asociando a aquellas personas que provenían de los territorios del Sur Global (especialmente de Oriente Medio) con estructuras del terrorismo internacional y del crimen organizado. Como resultado, los imperativos securitarios se antepusieron a los principios liberales- democráticos y la soberanía fue restablecida con un nacionalismo militarizado que reafirmó la defensa de las fronteras (Mbembe, 2005; Brown, 2015; Tapia Ladino, 2017), de tal suerte que éstas ampliaron su significado en términos políticos, estratégicos y simbólicos (Alvites Baiadera, 2019).
En este contexto, la elevación de más muros, el empleo de dispositivos de la industria castrense o la implementación de las normativas de extranjería que actúan como barrera legal, escenificaron el poder soberano que era desplegado tanto al interior como al exterior de los países, desplazando el control de las fronteras a lugares remotos por medio de mecanismos de vigilancia yuxtapuestos menos visibles que trascendieron las barreras físicas (Cooper y Perkins, 2014; Sánchez-Variloque, 2014).
NUEVAS PERSPECTIVAS TEÓRICAS Y SUS LIMITACIONES
El proceso evolutivo de las fronteras contemporáneas (Konrad, 2015; Tapia Ladino, 2017), generado a partir de la reformulación de las esferas de la seguridad y de los agentes que participan en ella (Balzacq, Basaran, Bigo, Guittet y Olsson, 2017), contribuyó a un cambio de paradigma que originó el surgimiento de distintas corrientes teóricas que sugerían que las fronteras debían ser examinadas como procesos espaciales sociopolíticos superpuestos y no como simples líneas físicas geopolíticas (Cooper y Perkins, 2014). De ahí la necesidad señalada por Lapid de revisar la idea de frontera más allá de la “epistemología territorialista westfaliana” (2001, p. 8), la cual había dominado durante un largo tiempo el pensamiento occidental, extrapolando las innovaciones conceptuales, lógicas y los imaginarios que sirvieran para asimilar su perspectiva cambiante (Parker y Vaughan-Williams, 2009).
Precisamente, una de las contribuciones más relevantes en este campo es la realizada por los Estudios Críticos de Frontera (cuya área de interés es compartida por los Estudios Críticos de Seguridad),3 los cuales han desarrollado dos propuestas teóricas que abarcan la realidad fronteriza como un gran espacio securitario (Tabernero Martín, 2013; Sánchez-Variloque, 2014). La primera de ellas está sustentada en los principios de la filosofía política schmittiana y agambeniana, y se centra en la excepcionalidad de las acciones del poder soberano. Mientras que la segunda, de base foucaultiana, pone el foco en las prácticas securitarias rutinarias.
De acuerdo con la perspectiva schmittiana y agambeniana, la excepción aparece sólo cuando el orden existente es alterado (Hernando Nieto, 2002), de modo que el Estado, en virtud de su soberanía, determinará las medidas que han de ser implementadas para que éste sea reestablecido (Benavides, 2006). Sin embargo, como recuerda Korstanje (2014) en relación con el trabajo de Ignatieff (2005), si una de las obligaciones estatales prioritarias es movilizar todos los recursos posibles para salvaguardar los derechos de sus ciudadanos frente a los peligros externos que los atenazan –incluyendo la suspensión de sus garantías constitucionales–, esta acción defensiva simultáneamente generará otras víctimas colaterales sobre las que recaerán las formas más severas de dominación. A este pernicioso efecto se le conoce como la “paradoja de la soberanía” (Ignatieff y Gutmann, 2001, pp. 7-28), el cual implica que la violencia soberana va implícita al funcionamiento del régimen legal, formando parte inexorable de él (Benavides, 2006).
Al trasladar esta idea al campo del control fronterizo, el hecho de que las grandes instituciones estatales estén entrando en un proceso de disolución por la presencia de agentes trasnacionales que las sobrepasan (Brown, 2015), ocasiona que la excepción como estructura política fundamental se haya convertido en regla, generando una respuesta bélica al terrorismo global y a la migración internacional (Agamben, 2005; Mbembe, 2016). Así mismo, bajo esta premisa se han cimentado las bases de un discurso étnico-racial en el que las sociedades de los países desarrollados han de ser defendidas de las amenazas que los extranjeros representan (González Navas, 2013), justificándose así la aplicación de medidas urgentes de control migratorio que hacen de la frontera un ámbito donde el orden jurídico queda suspendido (Tabernero Martín, 2013; San Martín, 2019).
Dentro de este enfoque se posiciona Vaughan-Williams (2009a, 2009b), quien afirma que las nuevas prácticas fronterizas reflejan dinámicas excepcionales en el intento de crear un área de soberanía que se extienda más allá del territorio nacional, provocando un cambio de horizonte geopolítico a otro biopolítico. En este contexto, las fronteras no sólo se encontrarán en sitios territorialmente identificables como puertos, aeropuertos y otros puestos fronterizos, sino que cada vez serán menos perceptibles y estarán ubicadas en zonas que desafían la lógica puramente territorial (Vaughan-Williams, 2009a) proyectándose en múltiples ámbitos y conformando una red que interconectará numerosos lugares, dispositivos, políticas y actores diferenciados (Tabernero Martín, 2013; Mendiola, 2019).
Dicho entramado de vigilancia fronteriza opera como un imponente confín tecnológico, burocrático y diplomático (Campesi, 2012), donde las líneas de defensa estatales son desplegadas en tres niveles de intervención (Andrijasevic y Walters, 2010; Jerrems, 2012; González Navas, 2013; Sánchez-Variloque, 2014). Esto es, en un nivel perimetral (cuyo sistema de vigilancia migratorio estará sustentado en el control biométrico anticipatorio de las amenazas en los puntos de entrada de los países); en un nivel interno (líneas basadas en procedimientos de separación poblacional para detectar e identificar a personas indeseadas, una vez asentadas dentro de los confines del territorio estatal); y, finalmente, en un nivel externo (actuando de manera preventiva a través de políticas de acción exterior y de cooperación que incluyen misiones civiles y operaciones militares en terceros países, con el fin de frenar los flujos migratorios irregulares antes de que alcancen las fronteras físicas). Obviamente, como señala San Martín (2019), “el esquema de la excepcionalidad es insuficiente para dar cuenta de la juridicidad y las prácticas de gobierno de la frontera” (p. 25).
La segunda propuesta –de base foucaultiana– advierte que dentro de la gubernamentabilidad neoliberal el poder soberano no se mostrará en momentos excepcionales sino más bien por la cotidianeidad de las prácticas (Sánchez-Variloque, 2014).
En esta perspectiva teórica se sitúa Bigo (2008), quien señala que, después de los atentados de las torres gemelas, la necesidad de globalizar la seguridad propagó la idea de una (in)seguridad mundial causada por amenazas de destrucción en masa, mostrando la obsolescencia de las fronteras nacionales. En atención a esto, cada organización o país, de manera separada o conjunta, debería intentar desplazar el lugar del control policial del movimiento para disuadir los desplazamientos en el país de origen. Tales circunstancias hicieron necesaria la incorporación de otros actores, entre ellos, los agentes de policía, el ejército y los servicios de inteligencia, a los que se les exigiría colaborar e intercambiar información a nivel internacional, dando lugar a un proceso de transnacionalización de las burocracias.
Como resultado de todo ello, surgió una nueva forma de dominación con el propósito de reemplazar al Estado nación en las funciones de control y lograr que las fronteras sean vinculadas con la violencia y la fuerza a través de una lógica de excepcionalismo sustentada en acciones preventivas frente a los peligros que surgen más allá de ellas. Dentro de esta estructura, los propios agentes de (in)seguridad eran los que determinaban los criterios de inclusión/exclusión, al tiempo que los dispositivos de control fronterizo se centraban en la vigilancia de la minoría definida previamente como amenaza a partir de cálculos de riesgo, supuestamente racionales, pero cuyo fundamento era realmente sociopolítico (Tabernero Martín, 2013).
En esta “lógica de filtrado” (San Martín, 2019, pp. 22-23), la vigilancia del confín a través del empleo de tecnologías que fomentan la libre circulación de ciertas personas y la exclusión de las no deseadas, adquirieron carácter rutinario. Por ende, a las medidas de control biométrico, se sumaron las acciones públicas que incluían el uso de instrumentos reglamentarios, además del desarrollo de políticas migratorias y reguladoras del derecho de asilo (Bigo, 2011). Así nació el “Ban-Opticon” (Bigo, 2008, p. 32), como reflejo de un modelo de regulación de flujos de la población (y no de los territorios) en el que se superponen los elementos discursivos, institucionales, espaciales, jurídicos y administrativos (Mendiola, 2012).
No obstante, la dificultad que entrañan ambos enfoques teóricos es que se produce una confusión creciente entre el “estado de excepción” y el “estado de derecho”, dado que la norma puede suspenderse en aras de garantizar el régimen gubernamental (Mendiola, 2012, p. 449). Ciertamente, Balzacq et al., (2017) advierten que los estudios que se han centrado en las relaciones entre la ley, la seguridad y las libertades han sido enmarcados a través de la lente de la excepción, cuando, por ejemplo, las normas de extranjería no tienen ese carácter, sino más bien se producen dentro del marco del derecho común. Ergo los gobiernos utilizan este instrumento jurídico para designar e identificar de antemano a aquellos que van a ser tratados como problemas sociales.
Por esta razón, Campesi (2012) adopta una postura intermedia, ya que para él la excepcionalidad se normaliza sin dejar de ser excepcional, pues los discursos están orientados a enfatizar la amenaza invocando la suspensión del marco jurídico-político ordinario, el cual con las prácticas securitarias lentamente se va erosionando, dando lugar a un tipo de “estado permanente de emergencia de baja intensidad” (Campesi, 2012, p. 11). De lo anterior se deduce que las fronteras son aquellos espacios donde se institucionaliza y normaliza el control biopolítico del gobierno en el territorio del Estado nación, cuyas acciones, lejos de implicar que la ley quede suspendida, constituyen la expresión misma de su umbral (Salter, 2008).
La infraestructura securitaria de las fronteras en sus tres niveles de intervención
El fortalecimiento de la colaboración de los gobiernos dentro de los espacios globalizados, ha favorecido la consolidación de un modelo de gestión migratoria y de vigilancia fronteriza que recurre al uso de la tecnología de manera integral (Balzacq et al., 2017). El resultado es una superestructura de “fronteras inteligentes” (Bigo, 2011, p. 3) donde predominan los límites políticos y los instrumentos que incorporan las innovaciones técnicas al servicio del control. Se trata de herramientas que mecanizan la recolección de información y promueven el intercambio de datos digitalizados provenientes de fuentes corpóreas (Bigo, 2014; Schindel, 2018), tales como el reconocimiento facial biométrico, la huella dactilar, los lectores de tarjetas de identidad, los visados electrónicos o las inspecciones automatizadas.
Pese a que inicialmente la identificación biométrica había sido diseñada para ser aplicada con carácter exclusivo dentro del ámbito militar, tras los ataques terroristas de 2001 su uso se generalizó en los puntos de entrada de los aeropuertos estadounidenses (Cruz, 2016) por ser un método de identificación infalible que recurre a las características morfológicas y biológicas únicas de las personas. Evidentemente, como señala Schindel (2018), el reconocimiento del iris de los pasajeros mediante dispositivos fotográficos evita las falsificaciones, el fraude de documentos, el robo de identidad o el empleo de múltiples identidades. De este modo, el Departamento de Seguridad Nacional podría verificar inmediatamente si algún viajero está incluido en la lista de vigilancia de presuntos terroristas y de criminales e infractores de la legislación migratoria estadounidense. Este aspecto diferenciaría de los sistemas de detección temprana de vida orgánica empleados en las vallas, en los puestos de control o en las áreas de difícil acceso, entre los que se encuentran los drones, los aerostatos, los sistemas de infrarrojos, los radares fijos o móviles y de comunicación por satélite (Thales, s. f.).
Así, el programa US-VISIT4 recopilaba, clasificaba y examinaba dicha información hasta que fue sustituido en febrero de 2013 por la Oficina de Gestión de Identidad Biométrica (OBIM)5 [U. S. Department of Homeland Security (DHS), 2020]. Igualmente, este repositorio, que es el más extenso del gobierno de Estados Unidos, ha facilitado las funciones de inspección llevadas a cabo en la frontera por los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP). De esta manera, tienen la potestad de determinar la admisibilidad o inadmisibilidad de las personas extranjeras, dirimiendo quiénes pueden acogerse al retorno voluntario6 (con posibilidad de volver a entrar a Estados Unidos), qué personas serán procesadas para su deportación expedita7 por un oficial del DHS (en los casos de entrada sin documentos válidos, fraude y falsificación de hechos materiales) o, en su defecto, ser expulsadas por orden de un juez de inmigración (Simanski y Sapp, 2012).
Dentro del ámbito europeo se dieron experiencias similares. Por ejemplo, el sistema “Eurodac” [Reglamento (CE) 2725/2000]8 fue ideado a finales del año 2000 y su puesta en marcha fue aprobada dos años más tarde con el objeto de facilitar la aplicación del Reglamento Dublín II9 [Reglamento (CE) 343/2003; Reglamento (UE) 2021/1152]. A través de este sistema los países comunitarios podían ejercer el control sobre los solicitantes de asilo y sobre las personas interceptadas al tratar de atravesar de manera irregular las fronteras exteriores de la Unión Europea, recurriendo al intercambio de bases de datos dactiloscópicos para agilizar la comparación de huellas [Ministerio del Interior, 2002; Reglamento (UE) 1077/2011]. A posteriori, con el propósito de mejorar la efectividad y la eficiencia de las inspecciones dentro del espacio Schengen, se incorporaron los dispositivos de información de segunda generación SIS II10 y el VIS11, los cuales promueven la interacción entre agentes aduaneros, agentes encargados de la expedición de visados y de los miembros de las fuerzas y los cuerpos de seguridad [Reglamento (CE) 2725/2000].
Otro proyecto reciente que servirá al propósito securitario de control de entradas y salidas mediante el futuro Servicio Biométrico SES12, es el sBMS13 (IDEMIA, 2020), encargado a la agencia eu-LISA14 (Jurviste, 2018) para el registro de las huellas dactilares y de las imágenes faciales de más de 400 millones de personas procedentes de terceros países (Carrizo Aguado, 2020; EuroEFE, 2020; IDEMIA, 2020). Así mismo, a fin de identificar posibles amenazas y peligros asociados, se ha fomentado la interoperabilidad15 de todos estos mecanismos comunitarios [Reglamento (UE) 2019/817], y se ha ampliado su campo de acción mediante el SEIAV16 que controla a los viajeros exentos de visa, y el Sistema Europeo de Información de Antecedentes Penales (ECRIS-TCN),17 que permite evaluar si la presencia de extranjeros en el territorio de los Estados miembros puede representar un riesgo para la seguridad, si es una fuente de inmigración “ilegal” o pudiera elevar el riesgo de una epidemia [Reglamento (UE) 2021/1152; ETIAS, 2021].
El resultado es que solo en 2020 la Unión Europea logró recabar los datos biométricos de 218 millones de personas migrantes, solicitantes de asilo y de visados, a los que se sumó la información derivada de la movilidad de 500 millones de ciudadanos europeos. Del mismo modo, está previsto que los registros de más de 350 millones de personas sean unificados en un único sistema denominado Depósito Común de Identidades (CIR)18 los cuales estarán a disposición de todas las autoridades fronterizas y policiales comunitarias (Berrio et al., 2020).
En resumen, estos sofisticados entramados de infraestructura para la comunicación y el intercambio de datos sirven de “filtro selectivo de la movilidad” (Mezzadra y Neilson, 2014, pp. 14-15) en los confines del territorio y operan como muros discriminatorios de separación fundamentados en criterios clasificadores definidos por las relaciones de poder que controlan y vigilan, atribuyendo así a la autoridad soberana “la prerrogativa de incluir, [y] de proteger, o no, a quien cruza” (Schindel, 2018, p. 13). Dichos entramados luego serán politizados y estarán sujetos a distintas escalas del racismo sociocultural o a determinados imperativos económicos que, bajo el marco de la excepcionalidad, serán altamente visibles para quienes sean reconocidos como amenaza (caracterizándolos como “indeseables”), mientras que se invisibilizarán para aquellos sujetos que sean considerados más productivos (Jerrems, 2012, p. 175; Brown, 2015).
Pero una vez alcanzado el interior del territorio estatal, la tecnología también sirve para categorizar a las personas extranjeras dentro de una misma esfera político-legal, aplicando criterios de orden público (Vaughan-Williams, 2009a) que inciden especialmente sobre quienes estén sujetos a condicionamientos étnicos y raciales (Jerrems, 2012; Sánchez-Variloque, 2014), y que implican la imposición de barreras burocráticas, reglamentarias o normativas reguladoras de la extranjería.
Estas fronteras internas que delimitarán las diferencias entre ciudadanos y extranjeros (Rodríguez, 2016), permitirán al Estado nación reafirmar y reproducir la soberanía territorial a través de procedimientos extraordinarios de control, como los operativos y dispositivos policiales para la ejecución de redadas selectivas y detenciones por perfil étnico/racial, además de las deportaciones masivas (Cornelisse, 2010). De esta suerte, los gobiernos configuran sujetos “deportables” (De Genova, 2002, p. 420), transformándolos automáticamente en individuos externos con el doble propósito de disuadir la migración irregular (Cassarino, 2004) y fortalecer la confianza de la opinión pública en las instituciones estatales (Walters, 2002).
Sirva de ejemplo el Programa Comunidades Seguras (2008-2014/2017-2021), 19 que transformó y modernizó los procesos y los sistemas de detección y remoción de extranjeros criminales en Estados Unidos, al autorizar al Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) 20 el uso de consultas biométricas automatizadas para identificar, clasificar y priorizar las deportaciones, basándose en el riesgo que representaban estas personas según sus tres niveles de peligrosidad (ICE, 2009).21
En este caso, la interoperabilidad nuevamente jugó un papel esencial, dado que las agencias estatales y locales autorizadas dentro del marco del Programa 287(g) (ICE, 2021) para la detención de personas migrantes que hubieran cometido un delito penal, debían intercambiar con los agentes federales de inmigración datos sobre su situación migratoria antes de ser trasladadas a la cárcel (DHS, s. f.). Una vez internadas, se les tomarían las huellas dactilares, las cuales se digitalizarían y remitirían a la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), para ser almacenadas en una base de datos de delincuentes. Posteriormente, este organismo verificaría la existencia de antecedentes penales y dicha información sería devuelta a la policía estatal o local; mientras tanto, las huellas digitalizadas se enviarían al DHS para que el ICE constatara si esa persona era susceptible de remoción (ICE, 2009).
Como es conocido, este programa fue desarrollado durante la crisis económica (2008-2014) y sirvió para ejecutar una estrategia de asedio contra las personas extranjeras con un perfil racial determinado, especialmente contra trabajadores migrantes mexicanos en situación irregular, quienes, en su mayoría, habían cometido infracciones de tránsito y/o delitos menores (Alarcón y Becerra, 2012). Esto trajo grandes beneficios para los presidios federales de gestión privada, cuyos centros de detención son subcontratados para la retención de migrantes y solicitantes de asilo antes de ser deportados, donde sus derechos humanos corren el riesgo de ser gravemente vulnerados (Naciones Unidas, 2021).
Para Cornelisse (2010) y Barone (2015), la detención y el encarcelamiento en los centros de internamiento para extranjeros son medidas que replican las fronteras al interior del territorio estatal, las cuales actúan como remedio contra la anómala presencia de personas indocumentadas, por lo que constituyen la expresión de su prolongación (cuando son aprehendidas debido a un intento de entrada irregular), o de su umbral (si son interceptadas una vez en el interior del país). Además, en estos espacios la vigilancia del perímetro fronterizo se complementa con el control social, como forma de exclusión y negación de sus derechos fundamentales, lo que significa que estas políticas y prácticas de opresión sistémica que atentan contra los principios básicos de la dignidad humana, constituyen instrumentos que proscriben a las personas migrantes y solicitantes de asilo, sometiéndolas a una continuada violencia desde un punto de vista legal, psicológico y físico (Rodríguez, 2016; Kalir, 2020).
Ahora bien, la detención masiva se da por igual en otras zonas de espera (Balzacq et al., 2017; Kalir, 2020), como en los campos de recepción y de registro de migrantes que son gestionados por organismos internacionales dentro de territorio soberano. En ellos, debido principalmente a las condiciones de acogida (situaciones de hacinamiento por las altas concentraciones de personas y la carencia de infraestructura), y a los deficientes sistemas de asilo (que dilatan los procesos durante meses e incluso años), las personas quedan aprisionadas viviendo sin expectativas y/o en una situación de extrema vulnerabilidad (Campesi, 2020).
Esto es lo que sucede en los hotspots22 griegos e italianos que fueron creados en 2015 durante la llamada “crisis de los refugiados sirios” para la reubicación temporal de los solicitantes de asilo (European Comission, s. f.), donde además se les restringe el derecho a la libre circulación, a la residencia o al trabajo. Tales prácticas de contención se reproducen igualmente en establecimientos públicos gubernamentales en los que se presta la primera acogida humanitaria a personas migrantes sin recursos que atraviesan las fronteras de manera irregular y son susceptibles de protección internacional. Lo mismo sucede en los Centros de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de las ciudades de Ceuta y Melilla, ubicadas en la frontera hispano-marroquí, donde las personas son retenidas hasta que se autorice su traslado a territorio peninsular; o en los Centros de Acogida Temporal de Extranjeros (CATE) de la zona costera mediterránea y de las Islas Canarias, un territorio en el que quienes arriban en embarcaciones quedan inmediatamente bloqueados23 (Iniseg, 2019; Europa Press, 2020; Vargas, 2021).
Dicha estrategia de almacenamiento de migrantes y desplazados forzados a vivir en campamentos de refugiados formales (Sassen, 2015), puede extenderse más allá del territorio soberano mediante operativos de carácter diplomático que recurren a fondos como la Ayuda Oficial al Desarrollo y a políticas de cooperación para ser financiados, las cuales llevan aparejadas prácticas paralelas de control migratorio. Entre ellas, las aprehensiones a pie de frontera, el establecimiento de centros de detención para extranjeros en puntos de entrada y de tránsito migratorio, la suscripción de convenios de readmisión de personas repatriadas, la configuración de “fronteras avanzadas” (Colectivo Utopía Contagiosa, 2016, p. 37) y el diseño de “fronteras marítimas imaginarias” (Rodríguez, 2021, s. p.).
Efectivamente, en virtud de los pactos migratorios alcanzados con la U. E., estos establecimientos se han dispersado por la franja mediterránea, incluyendo a países como Turquía, Jordania y Líbano, que perciben fondos comunitarios y de la comunidad internacional para acoger y retener a estas personas en territorio extracomunitario (Europa Press, 2021). De una manera similar, se han instalado centros de asistencia humanitaria y estaciones migratorias a lo largo de la frontera sur mexicana al amparo de los acuerdos de colaboración formalizados en los últimos años entre los gobiernos estadounidense y mexicano con el fin de frenar la migración de tránsito procedente en su mayor parte del Triángulo Norte Centroamericano (Honduras, Guatemala y El Salvador).
Al mismo tiempo, se ha priorizado la detención y la deportación masiva de las personas que integran las marchas de refugiados centroamericanos o se ha forzado a las personas solicitantes de asilo a “permanecer en México”24 bajo los Protocolos de Protección al Migrante (MPP), haciendo del territorio mexicano la frontera avanzada de Estados Unidos (Bobes, 2019; Ortega Velázquez, 2020; Ruiz Soto, 2020). Una posición parecida es la adoptada por Marruecos, que debido a su “estatuto avanzado” dentro de las relaciones con la Unión Europea (Rodier, 2013, p. 93), ha asumido la función de controlar las fronteras de Ceuta y Melilla. Esta medida ha conllevado la persecución de las personas migrantes y refugiadas subsaharianas que se concentran en los asentamientos urbanos y en los campamentos forestales cercanos a las vallas, así como la legitimación por parte de las autoridades españolas de la práctica de las devoluciones en caliente y las expulsiones colectivas sumarias, actuando en contra de los principios y las directrices de protección de los derechos humanos recomendadas en las fronteras internacionales [Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), 2015; El Bakkali, 2019].
Así mismo, la militarización de los protocolos españoles para coordinar las operaciones de rescate de embarcaciones bajo un mando único comandado por la Guardia Civil en la zona del Estrecho de Gibraltar, ha llevado a fijar una línea fronteriza invisible de no intervención en el paralelo 35º 50 del Mar de Alborán, ubicado entre las costas peninsulares y africanas del norte de Marruecos. Como resultado, no solo se han dificultado y/o impedido las tareas de auxilio de Salvamento Marítimo más allá de esa área (delegando estas funciones a la marina marroquí), sino que también ha sido un factor de reactivación de la peligrosa ruta atlántica hacia las costas canarias (Dirección General de la Guardia Civil, 2018; Rodríguez, 2021).
Desde la perspectiva de la doctrina de la seguridad nacional, la variada interrelación de los desafíos geoestratégicos actuales obliga a los Estados nación a combatir con múltiples métodos los riesgos y las amenazas transnacionales que evolucionan en los espacios abiertos interconectados, con el propósito de evitar su propagación y la potenciación de sus efectos adversos [Departamento de Seguridad Nacional (DSN), 2013]. Esto explica, por ejemplo, la presencia del mando militar estadounidense para África (AFRICOM) y la de las fuerzas armadas españolas o francesas en el Sahel, que participan a su vez en las misiones de la Unión Europea o de las Naciones Unidas con la idea de frenar el avance del extremismo islámico, al tiempo que se disuaden y contienen los flujos migratorios irregulares africanos mediante el combate de las redes de criminalidad vinculadas a la trata de personas, el tráfico de drogas y de armas (Bordonado, 2016; Departamento de Seguridad Nacional [DSN, 2020).
Estas acciones de intervencionismo militar retrotraen a las clásicas tácticas de expansión colonial, pues buscan eludir el enfrentamiento directo con el “enemigo” por medio de la disposición y el desplazamiento de destacamentos de soldados y cuarteles que operan como una muralla de contención imaginada, inobservando en consecuencia los principios reguladores de las relaciones internacionales (Bauman, 2001; Colectivo Utopía Contagiosa, 2016; Balzacq et al., 2017). Es por ello por lo que los operativos de control migratorio en el extranjero proyectan de igual forma las fronteras hacia el exterior, recurriendo al establecimiento de corredores de fuerzas sobre terceros países soberanos. De ahí que se pueda afirmar que, dentro de la historia del imperialismo, la externalización del confín se ha consolidado como un elemento fundamental que “ha hecho [también] posible la producción del ‘tercer mundo’ como una zona de excepción” (Biswas y Nair, 2009, pp. 181-182).
El homo sacer y las vidas migrantes atravesadas por las fronteras
Como se ha visto hasta ahora, las fronteras se han convertido en un dispositivo de control universal que integra una gran diversidad de prácticas y artefactos (Velasco, 2020), los cuales representan complejas infraestructuras securitarias que escenifican la batalla mantenida por el Norte Global contra la migración irregular y masiva procedente del Sur Global. Consecuentemente, la continua necesidad de erigir nuevas fortificaciones o de desarrollar innovaciones tecnológicas o estrategias diplomáticas para ejercer un mayor control sobre las personas no deseadas a nivel interno y externo, ha generado una situación de “generalización del estado de excepción” (Brown, 2015, p. 104) que revela un régimen carcelario que se opone a la promesa de cohabitar un mundo globalmente conectado y liberal.
El panorama actual en el ámbito de la seguridad ha transformado tanto la lógica territorial del poder soberano del Estado nación, que la frontera ahora “es (…) cualquier lugar en el que un indeseable es identificado” (Agier, 2011, p. 4). Por ende, los cuerpos de las personas migrantes irregulares y las refugiadas por desplazamiento (o aquellas que han sido detenidas y deportadas), también “experimentan forzosamente las fronteras” (Agier, 2014, p. 71), pues están condenadas a llevar una vida errante en la clandestinidad antes (y después) de atravesarlas, adquiriendo por paralelismo la condición de homo sacer (González Navas, 2013, p. 11; Andersson, 2014, p. 142).
El homo sacer constituía un ritual de expulsión ejercido durante el período arcaico del Derecho Romano (Barrio de la Fuente, 1994) que fue recuperado por Agamben (2006) como figura paradigmática de la nuda vida apresada en la interdicción de la autoridad soberana (O’Donoghue, 2015). Bajo la ley romana, la declaración pública de “hombre sagrado” era la pena aplicable a todo aquel que hubiera cometido un delito poniendo en peligro las bases estructurales de la sociedad y de la armonía en la comunidad religiosa. De este modo, dicha condena conllevaba la expulsión del grupo y el rechazo social del individuo, siendo éste despojado de su condición humana y abandonado literalmente a su suerte. Así que, aunque no implicaba su ejecución sumaria ante el pueblo, podía ser asesinado impunemente en cualquier momento y el único modo de evitar su fatal destino era huyendo hacia tierras extrañas (Barrio de la Fuente, 1994; Schindel, 2017).
De forma análoga, el régimen actual de vigilancia de los movimientos migratorios replica esta lógica ancestral que excluye ciertas vidas del sistema político, mediante su inclusión en el ordenamiento jurídico (Agamben, 2006; Biswas y Nair, 2009; Arroyo, 2016). Por consiguiente, esta situación liminal donde el poder se sitúa al extremo de la legalidad manteniendo simultáneamente su pertenencia a la misma (Mendiola, 2019), muestra cómo es posible que en las fronteras internacionales se legalice la violencia ejercida sobre las personas migrantes y refugiadas (Browne, s. f.), convirtiéndolas en “zonas de exclusión o excepción de las obligaciones de derechos humanos” (ACNUDH, 2015, p. iii).
Este posicionamiento es compartido por Andersson (2014), para quien las políticas de control de entradas revelan la vulnerabilidad de las personas que traspasan furtivamente las fronteras al ser sometidas al arbitrio de la decisión soberana de “dejarles morir” (por inacción u omisión del deber de socorro cuando son puestas en peligro) o “dejarles vivir” (por las intervenciones gubernamentales y no gubernamentales de rescate y ayuda humanitaria sustentadas con financiación estatal y supranacional). Es decir, la vida desnuda y sin derechos es expuesta al riesgo y salvaguardada a la par por los mismos mecanismos de seguridad (Pereyra Tissera, 2011). Pero tal excepcionalismo que conduce al binomio agambeniano “exclusión/inclusión” también se propaga en los centros de detención para extranjeros, ya que se les deja fuera del marco legal normal del estado liberal, aunque sus vidas al interior estén estrictamente determinadas y restringidas por la ley (Cornelisse, 2010, p. 244).
No obstante, una de las críticas más importantes que se le atribuye a la propuesta teórica de Agamben es que cae en una excesiva abstracción al adoptar una visión eurocentrista, ahistórica y despolitizada de las complejas redes que se tejen en torno de la gobernabilidad migratoria. En consecuencia, desde este enfoque no se profundiza en los distintos niveles de poder que operan en las fronteras, ni se explora la raíz colonial de las prácticas racistas subyacentes de exclusión selectiva que deshumanizan y privan de derechos a determinadas personas por su pertenencia a un grupo étnico/racial determinado, haciendo del internamiento y la deportación su herramienta de control esencial (Mezzadra y Neilson, 2017; Mellino, 2021).
Según afirma Mellino (2021), traer al presente la figura del homo sacer ciñéndose exclusivamente al marco del Derecho Romano como paradigma occidental, elude la importancia que tuvo el colonialismo en la producción de distintos modos de disposición de la vida basados en criterios raciales. Claro ejemplo de ello es lo sucedido durante las guerras imperialistas de expansión de las grandes potencias en el continente africano, en las que se emplearon mecanismos de reclusión como los campos de concentración establecidos en los territorios ocupados. De hecho, éstos sirvieron como dispositivos de contención y separación de seres humanos, donde además se recurría a sistemas de eliminación mediante la extradición o el sometimiento de los prisioneros a condiciones extremas de vida (Zauritz Sepúlveda, 2019). Mbembe (2016) subraya que estas políticas de represión ahora han sido reemplazadas por otras formas de racismo redefinidas en el marco de una geografía global, cuyos brutales métodos son ejecutados a través de instituciones que actúan como proyección del Estado nación, implicando la suspensión de los derechos y las garantías protectoras de las personas migrantes y refugiadas, que son categorizadas a priori como sospechosas.
Por otra parte, si bien es cierto que existen rasgos que revelan una dimensión teológica de la soberanía estatal en el seno de las instituciones modernas (Brown, 2015), este aspecto no implica que éstas sean su prolongación o signifiquen lo que ostentaron en la antigüedad (Mellino, 2021, p. 152). Es más, conviene recordar que, debido a la laicización del Derecho Romano, el elemento sacro de la lex horrendi carminis que implicaba la interrupción de todas las garantías procesales del reo declarado homo sacer, fue perdiendo importancia en el ámbito penal hasta caer en desuso con la llegada de la República (Pérez Carrani, 2019, 2020).
Por último, Schindel (2017) sostiene que la categoría agambeniana de nuda vida ha de extenderse más allá de la arbitrariedad del poder soberano, pues las personas migrantes y refugiadas en tránsito, y las deportadas que quedan bloqueadas en los espacios fronterizos, son conducidas por la vía del abandono a ámbitos en los que deben enfrentarse a situaciones de indefensión, extrema pobreza y marginación, las cuales solo son aliviadas por la acción solidaria de algunas entidades de la sociedad civil. Ahora bien, considerarlos como simples sujetos pasivos tampoco permite reconocer en estos lugares la existencia de esferas de renuencia, donde se desarrollan estrategias de adaptación y movimientos de lucha que retan a los sistemas de soberanía nacional (Mezzadra y Neilson, 2017). Es decir, “el deslizamiento hacia la nuda vida no resulta solo de una estrategia desde el poder, sino que es reusada y resignificada en términos de desafío y resistencia” (Schindel, 2017, p. 26).
Con todo, y a pesar del reconocimiento de sus límites epistemológicos (Mellino, 2021), el concepto de homo sacer constituye una contribución fundamental en el análisis del régimen del control fronterizo, pues gracias a éste se cuestionan las categorías sobre las que el Estado nación moderno se sustenta en función de y obligado por los principios del derecho internacional para “proteger, respetar y hacer efectivos los derechos humanos de todos los migrantes en las fronteras” (ACNUDH, 2015, p. v). Ergo estas categorías fundamentales requieren que la nuda vida no esté separada y exceptuada del ordenamiento jurídico, debiendo ser renovadas mediante el amparo protector de los derechos humanos (Agamben, 2006). Dicha cuestión se convierte en una quimera, pues para alcanzar este objetivo de manera global, habrían de ser obviados los componentes nacionales y a las propias naciones (Ignatieff y Gutmann, 2001).
CONCLUSIONES
Como se ha podido constatar, la comprensión del significado actual de las fronteras requiere tener en cuenta los recientes contextos económicos, políticos y sociales en los que éstas se encuentran imbricadas. Sin duda alguna, la retórica del miedo y la doctrina de la seguridad nacional surgida tras los atentados de las torres gemelas en Nueva York que se propagó a escala mundial, hizo que las fronteras adquirieran nuevos significados políticos, simbólicos y estratégicos. Así mismo, el fenómeno de la globalización y la transnacionalización económica contribuyeron a la consolidación de un régimen securitario cuyas líneas de actuación operan en una dimensión interna, perimetral y externa, ampliando así el consagrado concepto westfaliano de frontera que era vinculado exclusivamente al territorio nacional.
Por este motivo, las perspectivas teóricas de los Estudios Críticos de Frontera ofrecen un marco de análisis más amplio al observar la realidad fronteriza como un espacio integral de seguridad, ya sea desde una óptica schmittiana y agambeniana (centrada en la excepcionalidad de las acciones del poder soberano), o foucaultiana (fundamentada en las prácticas securitarias cotidianas). En este sentido, cabe adoptar una posición intermedia, dado que en las fronteras se han normalizado distintas formas de violencia, gracias a que la posición liminar del poder político le permite actuar al margen de la ley inobservando los principios rectores de protección de los derechos humanos de las personas migrantes en situación de vulnerabilidad, bajo el amparo del ordenamiento jurídico.
A su vez, la concepción belicista de las fronteras ha llevado implícita la proyección de una imagen de salvaguardia frente a las amenazas que representan los extranjeros, encarnados en la figura del enemigo, el delincuente o el terrorista. Con base en esto, la estrategia de anticiparse a su entrada por medio de la externalización del control migratorio indica que la excepción se ha conformado como una estructura política sustancial al controlar la movilidad humana, intensificando el uso de la tecnología militar, la incorporación de mecanismos preventivos de contención tanto de carácter policial y administrativo, como de acciones diplomáticas. Por tanto, a las barreras arquitectónicas, los dispositivos defensivos, burocráticos o normativo-punitivos habituales, se han sumado el desarrollo de políticas y programas de acción exterior, formalizados mediante la firma de acuerdos bilaterales y memorándums de cooperación entre países limítrofes, favoreciendo la consolidación de modelos de expansión colonial mediante el desplazamiento de las fronteras hacia áreas de gran importancia geoestratégica.
Del mismo modo, los imperativos securitarios y de la economía han conllevado el diseño de modelos de gestión migratoria que utilizan sistemas de cribado de personas que son tratadas como mercancías o como excedentes, prescindiendo legalmente de aquellas consideradas “no deseables”, a las que no se les reconoce el derecho a entrar o establecerse dentro de sus territorios. Así, una vez volcadas hacia una vida desnuda y sin derechos, a las personas se les priva de la libertad, consumando la exclusión social mediante la inclusión en lugares que sirven de umbral o prolongación de las fronteras, pero también de su sufrimiento. Además, la normalización de la medida excepcional de detención migratoria y de deportación ha impulsado el modelo de negocio de la seguridad, de la industria de defensa y del sector carcelario, los cuales acometen labores de vigilancia fronteriza y de control migratorio por delegación de los Estados.
Por último, estas circunstancias discriminatorias igualmente se prolongan en las zonas de espera creadas en los países de tránsito, que son destinadas para la contención de las personas migrantes irregulares sin recursos que son susceptibles de protección internacional, generando recurrentes situaciones de bloqueo y de merma de sus derechos humanos. Este aspecto se exacerba en los casos de las personas que se encuentran en tránsito migratorio o han sido deportadas, ya que quedan atrapadas en una especie de limbo en los espacios fronterizos, donde, salvo por la acción solidaria de organizaciones promigrantes y de ayuda humanitaria, sus expectativas quedan reducidas a la mera supervivencia, exponiendo sus cuerpos a la indigencia, a la violencia por parte de las entidades criminales, de las fuerzas policiales y del control de las fronteras, o son empujadas a escapar arriesgando lo único que les queda, sus propias vidas.