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Frontera norte

versión On-line ISSN 2594-0260versión impresa ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.12 no.23 México ene./jun. 2000

 

Reseña bibliográfica

 

El sabio de la fiesta: música y mitología en la región cahita-tarahumara

 

Lawrence Taylor Hansen*

 

Miguel Olmos Aguilera México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1999, 172 pp.

 

* Investigador del Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte. Dirección electrónica: Itaylor@colef.mx

 

Los estudios académicos en el campo particular de la etnomúsica mexicana se iniciaron esencialmente, como el autor de este libro nos señala, a finales de la década de los ochenta. Por lo tanto, constituyen un área de investigación en gran parte inexplorada.

El propósito fundamental del libro de Miguel Olmos consiste en analizar la música ritual de tres grupos indígenas del noroeste de México —los yaquis, mayos y tarahumaras— que conjuntamente forman el subgrupo lingüístico taracahita. Desde luego, no pretende ser, el autor nos aclara, un estudio exhaustivo sobre el tema, sino más bien de algunas de sus características más notables o representativas.

Uno de los aspectos más sobresalientes del trabajo consiste en su conceptualización y delineación de la región estudiada. Los grupos indígenas que la habitan constituyen una misma familia lingüística. Si bien las áreas o zonas en que viven poseen diferentes características geográficas, comparten similitudes históricas y culturales, sobre todo con respecto a la música.

Al señalar las peculiaridades de esta región, Olmos nota la carencia de centros de población específicos. Esto era común durante la época prehispánica en México. No existía una diferenciación entre las áreas rurales y urbanas ni una jerarquización entre los centros poblacionales. Tales características surgieron a partir de la conquista y del establecimiento de un sistema de límites, centros administrativos y rutas de enlace entre ellos por parte de los colonizadores españoles.

El autor señala la importancia que tuvo en la historia de estos grupos el "rompimiento" del proceso de evangelización regional, con la expulsión de la orden de los jesuitas en 1767 y el abandono subsecuente de las misiones. Destaca el factor del estado de aislamiento en que estos grupos vivían. Frente a las agresiones de los blancos, los indios se refugiaron en la sierra. De esta manera, lograron conservar la mayoría de sus prácticas religiosas y de los elementos musicales prehispánicos. Un ejemplo de estos últimos es el caso del instrumento musical conocido como el raspador o jucha-co, como lo llaman en lengua cahita.

Olmos indica que la estructura política de estos grupos no era tan monolítica como la de los otros pueblos indígenas, como en el caso de los mexicas o los incas. Un ejemplo que ilustra este hecho ocurrió en mayo de 1887, con la muerte del jefe rebelde yaqui José María Leyva, o Cajeme. En tal ocasión los indios yaquis no se rindieron, sino que simplemente surgió entre ellos otro jefe, Juan Maldonado, o Tetabiate, para encabezar nuevamente la lucha contra los blancos. Los pueblos tratados en el libro de Olmos eran particularmente bélicos. Los yaquis, por ejemplo, se encontraron en un estado de rebelión casi permanente desde tiempos del virreinato hasta su último enfrentamiento con los blancos durante la campaña que duró de 1926 a 1929. En aquella ocasión, el gobierno federal tuvo que enviar contra los indios rebeldes una fuerza expedicionaria de aproximadamente 20 mil hombres, apoyados con algunos escuadrones de aviones bombarderos, antes de lograr la derrota y sumisión de la tribu.

Al discutir las relaciones entre la mitología y la música, Olmos hace hincapié en el carácter unitivo de la cultura indígena. La danza y la música se encuentran ligadas al pensamiento mítico y cosmogónico. Existen, por ejemplo, los estruendos de los cohetes que se lanzan para espantar al Diablo; el arpa y el violín, que tienen un origen celeste; la flauta y el tambor, que indican una ascendencia terrestre, etc. Asimismo, entre la música y la letra de los cantos existen ciertos símbolos centrales, tales como la Virgen, Dios, el venado, el pascola (quien es el sabio de la fiesta) y el matachín, que también se encuentran relacionados los unos con los otros.

El autor revela que el sistema musical cahita-tarahumara también constituye un complejo de símbolos y referencias con respecto al mundo natural. Esto no es sorprendente, dado que la cultura de la cual forma parte estaba antiguamente vinculada a la veneración de animales —por ejemplo, el venado, el guajolote, el oso— , así como a ciertas plantas propias de la región, entre las cuales se destaca el peyote. Esta complejidad se refleja con una gran diversidad de tonalidades y afinaciones musicales. Las diferentes tonalidades se relacionan con la hora del día en que se esté tocando, y con ciertos animales y plantas. Algunos sones y voces musicales, por ejemplo, corresponden a aquellos animales que se manifiestan a determinada hora de la noche, así como al ciclo vital del venado.

Olmos también analiza las maneras en que la música indígena se diferencia de la música occidental. Un rasgo principal es el hecho de que la primera constituye un factor directo y determinante en la reproducción o continuidad de su sociedad. Tocar un instrumento musical es hacerlo hablar. Tanto la música como la danza son partes integrales de las fiestas religiosas, las de la siembra, de la cosecha, del trabajo colectivo, etc. De allí se deriva la importancia de la música para el registro y preservación de la historia de estos pueblos. Como el historiador inglés Moses I. Finlay comentó en su libro El uso y abuso de la historia: "La evidente dificultad de descubrir el pasado de las sociedades ágrafas no constituye una excusa para suponer que las tales [sic.: mismas] no tengan pretérito o que éste carezca de interés".

La música indígena también se diferencia de la música occidental en que su comercialización no se manifiesta de manera lucrativa. El autor indica que si bien existe un intercambio de pagos efectuados a los músicos con dinero o bienes de un tipo u otro, y que pueden adquirir cierta fama o prestigio con el tiempo, sus fines o metas no son puramente comerciales.

Uno de los fenómenos más interesantes descritos en el libro es el de los cambios en la música de estos grupos indígenas a través del tiempo. El autor muestra que el mismo factor del regionalismo a menudo influye en las modificaciones que ocurren en la música. En la región tarahumara, por ejemplo, es evidente la influencia musical de yaquis y mayos. También revela la manera en la cual, con el tiempo, se pierde el carácter regional o local de la música. La danza del pascola, por ejemplo, que se bailaba en ciertos lugares de la región tarahumara, se encuentra cada vez más generalizada en la región.

A veces ocurre, como indica Olmos, que se adopten las costumbres o usanzas musicales de la cultura occidental, con cambios en el significado. Tal es el caso de la danza de matachines, de evidente origen europeo. Este baile tradicional, que se practica en muchas regiones de México, lo practican dos filas de danzantes intercambiándose de un lado a otro, de tal forma que los movimientos asemejan los de un combate. Simboliza, en la tradición europea, la guerra entre cristianos y moros —la lucha entre el bien y el mal—, con el triunfo de aquellos. Aunque fue introducida al noroeste de México a través de los jesuitas, para los pueblos indígenas no tiene este mismo significado. Con toda probabilidad, este tipo de danzas se deriva de los bailes moriscos, en los que no se manifiesta esta lucha entre el bien y el mal. Tales diferencias entre la música y la danza europea y la indígena también representan dos maneras distintas de ver el mundo.

Con una mirada hacia el futuro, sería interesante, con base en estas observaciones de Olmos, llevar a cabo otras investigaciones con el objeto de ver cómo las costumbres y usanzas musicales se transforman de una generación a otra. De especial importancia es hacer notar hasta qué punto y de qué manera llegan las influencias de afuera. Un análisis particularmente significativo en este sentido incluiría la medición del efecto de los cambios sobre los jóvenes, dado que en otras regiones de México es precisamente en este grupo donde se reflejan los cambios referentes a los estilos de baile, los instrumentos musicales tocados, etc. también se podría plantear el problema, así como las posibles soluciones incluso, respecto a la conservación de la esencia de la música y las danzas indígenas originales.

El estudio también tiene la utilidad práctica de llenar un hueco importante en lo referente a la investigación y difusión de la música indígena. En México existe una insuficiente difusión de las culturas indígenas y de sus manifestaciones artísticas. Esta desvalorización cultural tiene una larga historia, que data desde tiempos de la colonia y que sigue vigente en muchos sentidos en el presente. El libro de Olmos nos recuerda que la música indígena forma parte integral de la propia cultura mexicana y, por lo tanto, tiene un papel potencial como parte de la enseñanza de las artes en las instituciones académicas.

El estudio también nos hace conscientes de la necesidad no sólo de estudiar y aprender de la herencia musical indígena, sino también de preservarla. Existe un gran número de archivos y bibliotecas con material musical en forma escrita o publicada en México y el extranjero que ha sido poco consultado por los historiadores y otros investigadores. Como el autor indica, esta labor de rescate no sólo consiste en consultar las fuentes escritas, sino también en el trabajo de campo. El trabajo de campo del etnomusicólogo es, además, bastante agotador, con una serie de complejidades propias del oficio. El investigador tiene que superar primero la desconfianza de los habitantes de las comunidades y establecer contactos con aquellas personas que tienen conocimiento sobre lo que uno busca, para luego aplicar las técnicas adecuadas y con ello conseguir e interpretar los datos. Existen, como el autor comenta, casos de personas que conservan la música en forma de una tradición oral, pero quienes no saben escribir una sola nota de música.

En conclusión, el libro de Miguel Olmos constituye una valiosa aportación a nuestra comprensión de la historia y la cultura del noroeste de México. Los especialistas en la materia encontrarán útiles los resultados de su investigación, así como valiosas las sugerencias para futuras indagaciones en este campo.

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