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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.116 México may./ago. 2023  Epub 09-Jun-2023

https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i116.2042 

Artículos

Una fórmula similar ante situaciones diferentes. Las leyes de defensa del orden en El Salvador: 1952 y 1977*

Same Formula, Different Circumstances. The Laws to Guarantee Law and Order in El Salvador: 1952 and 1977

Luis Gerardo Monterrosa Cubías1  **
http://orcid.org/0000-0002-5846-7418

1Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur (CIMSUR) Universidad Nacional Autónoma de México, México gerardomonterrosa20@gmail.com


Resumen:

En la mayor parte del siglo pasado, El Salvador permaneció gobernado por regímenes cívico-militares de corte autoritario que, en dos ocasiones, sancionaron leyes de defensa del orden para justificar y facilitar la persecución violenta de los opositores. En este artículo analizo y comparo los contextos políticos en los cuales se promulgaron las normativas de 1952 y 1977, la respuesta de los disidentes y las consecuencias de su aplicación. La comparación de estas coyunturas, estudiadas hasta la fecha de forma aislada, permite abordar un factor que condujo a la guerra civil de los años ochenta, a saber, la confianza invariable de las clases dirigentes y sus aliados en la represión como fórmula para acallar las exigencias de la sociedad civil, aunque los tiempos hubiesen cambiado.

Palabras clave: autoritarismo; persecución violenta; anticomunismo; oposición política; leyes de defensa del orden

Abstract:

For most of the last century, El Salvador was governed by authoritarian civil-military regimes which, on two occasions, enacted laws to guarantee law and order to justify and facilitate the violent persecution of opponents. In this article, I analyze and compare the political contexts in which the 1952 and 1977 laws were passed, the response of dissidents, and the consequences of their enactment. The comparison of these situations, so far studied in isolation, makes it possible to explore a factor that led to civil war in the 1980s: the unwavering confidence of the ruling classes and their allies in repression as a formula for silencing the demands of civil society, even though times had changed.

Keywords: authoritarianism; violent persecution; anti-communism; political opposition; laws to guarantee law and order

INTRODUCCIÓN

A principios de la década de 1980, El Salvador cobró notoriedad en la prensa internacional. Sus corresponsales informaban sobre los ataques de la guerrilla a los cuarteles del Ejército y el magnicidio de monseñor Óscar Romero. Los presagios de una guerra civil eran entonces una realidad, convirtiendo el istmo en un polvorín. En este artículo, me remonto a las décadas que antecedieron al conflicto armado salvadoreño para analizar y comparar los contextos políticos en los que se sancionaron dos leyes que, distantes en el tiempo, buscaron el mismo objetivo: combatir las doctrinas que sus promotores tildaron de contrarias a la democracia y afianzar el orden establecido. Asimismo, examino la reacción de los opositores ante estas normativas y las consecuencias de su aplicación.

Es preciso señalar que las coyunturas estudiadas, 1952 y 1977, se ubican en el periodo de los regímenes cívico-militares en El Salvador. Desde los años treinta hasta finales de los setenta, el Ejército tomó las riendas del ejecutivo y sus personeros, entre los que se contaban también civiles, ejercieron el poder de forma autoritaria. En este lapso se instauraron diversos proyectos políticos con sus respectivos partidos oficiales. Y aunque la primera magistratura cambió de manos en diversas ocasiones y se ejecutaron programas sociales, la represión y la persecución violenta hacia los disidentes constituyeron prácticas habituales. De hecho, en los episodios que revisaré a continuación, estos recursos alcanzaron niveles elevados. Por ende, su definición en esta introducción es pertinente.

Eduardo González Calleja, estudioso de la violencia política y su desarrollo histórico en la España contemporánea, definió la represión como el “conjunto de mecanismos dirigidos al control y la sanción de conductas desviadas en el orden ideológico, político, social o moral” (González, 2006, p. 554). Este concepto, cercano a la noción de violencia política, se engloba en un abanico de actuaciones que pueden ir desde la eliminación física de los opositores hasta el dirigismo de conductas públicas y privadas (González, 2006). Siguiendo las reflexiones de Talcott Parsons (1982) , González planteó que el uso de la fuerza puede tener tres intenciones: la disuasión, el castigo y la demostración. Por otro lado, adujo que esta no siempre es ejercida por agencias estatales especializadas, sino también por ciertos grupos en conflicto, los cuales se organizan para hacer “el trabajo sucio de los grupos dominantes”.

En el mismo terreno teórico se ubica el trabajo de Ralph Sprenkels y Lídice Melara (2017) , quienes analizaron la categoría de persecución violenta a la luz del conflicto armado salvadoreño de la década de 1980. Estos académicos definieron el concepto como la violencia física ocasionada “por un grupo o individuos a otro grupo o individuos, fundamentalmente indefensos, bajo motivaciones o justificaciones políticas” (p. 82). Este recurso es practicado principalmente por actores políticos amparados o inscritos al aparato estatal; y aunque viola los derechos humanos, a veces la legislación es manipulada para justificarlo y facilitarlo.

Esto último fue lo que sucedió en El Salvador, precisamente, con las leyes de defensa del orden dictadas en 1952 y 1977. En el plano académico, varios autores han hecho alusión a estas normativas (Acevedo, 1999; Huezo Mixco, 2017; Turcios, 2019), pero sin comparar los escenarios políticos en los que se promulgaron y dilucidar desde ahí el resultado dispar de su aplicación. Los únicos que sugirieron esta ruta sin desarrollarla fueron Paul Almeida (2011) y Sara Gordon (1989) . Ambos, al momento de examinar la Ley de Defensa del Orden Público de 1977, trajeron a colación el dispositivo aprobado en la década de 1950 y señalaron sin mayor detenimiento similitudes y diferencias.

En este artículo retomo estos aportes, pero desarrollo la ruta que Gordon y Almeida solo trazaron. Como he apuntado, las similitudes de las leyes son palpables, pero su eficacia requiere una investigación. En 1952 la organización opositora fue reducida a escombros por la represión oficial, mientras que a finales de los setenta la Ley de Defensa del Orden Público solamente aceleró el estallido de la guerra civil. Ahora bien, ¿por qué se gestó esta diferencia? O, escrito con mayor precisión, ¿por qué la persecución violenta justificada con la normativa de 1977 no rindió los frutos que el gobierno salvadoreño obtuvo en los años cincuenta?

El problema de investigación contenido en estas preguntas puede dilucidarse desde la relación paradójica entre violencia del régimen y protesta popular abordada por el politólogo Charles Brockett (2002) . A menudo, los académicos enfrentan el desafío de explicar las dos expectativas contradictorias -he ahí la paradoja- de los efectos de la coerción estatal sobre la protesta y la rebelión: o esta disuade a la gente, o bien incentiva una conducta contestataria. Desde la perspectiva de Brockett, la resolución de esta paradoja pasa por su localización en el ciclo de protesta, el cual surge cuando la estructura de oportunidad política se vuelve más favorable e impulsa a los colectivos a exigir reivindicaciones antiguas o de reciente aparición. Al vincular este concepto con el de violencia estatal, Brockett (2002) esbozó el siguiente “argumento esencial”, que sustentó con datos empíricos de Guatemala y El Salvador: “es probable que la represión indiscriminada provoque más movilización solo durante la fase ascendente del ciclo de violencia. Por el contrario, antes del comienzo del ciclo, la represión indiscriminada disuade la acción colectiva y puede poner (y pone) un final abrupto a los ciclos de protesta” (p. 155).

En las páginas que siguen, comprobaré la validez de esta hipótesis en las coyunturas seleccionadas. El artículo contiene tres partes. En la primera, examino el escenario político en el cual se sancionó la Ley de Defensa del Orden Democrático de 1952. Además, analizo las consecuencias de su aplicación para los disidentes. Un procedimiento similar efectúo con la normativa de 1977, pero en este caso incluyo un breve estudio de la apertura política gestada en la década de 1960, medular para explicar la beligerancia de los opositores un decenio más tarde. Por último, en la tercera parte, comparo los escenarios políticos en los que se dictaron ambas leyes, indicando similitudes y diferencias. A nivel de fuentes archivísticas, el artículo está sustentado en el fondo del Ministerio de Gobernación del Archivo General de la Nación de El Salvador y en el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI), ubicado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).

PRIMERA PARTE EN PROCURA DE LOS PRINCIPIOS DE SANA DEMOCRACIA

En noviembre de 1952, los secretarios de la Asamblea Legislativa recibieron el proyecto de Ley de Defensa del Orden Democrático y Constitucional de manos del ejecutivo. En la misiva de presentación expresaron que habían recibido instrucciones del presidente de la república, Óscar Osorio, para promover la iniciativa, y luego explicaron los motivos de la misma. Según los signatarios, entre quienes se encontraba el ministro de Gobernación, José María Lemus, el gobierno garantizaba el libre ejercicio de las libertades, pero encaraba desde hacía meses los embates de los enemigos del orden, quienes se empeñaban en socavar la institucionalidad del país. Por desgracia, las disposiciones adoptadas no habían frenado los ataques, y por eso era urgente la sanción del proyecto de ley que presentaban. “Ya es hora que en El Salvador -escribieron-, al igual que otros países civilizados, se dicte una ley de defensa y garantía de la paz social y del régimen instaurado sobre principios de sana democracia.”3

La petición del ejecutivo fue atendida con prontitud en el seno legislativo y verificada en la Corte Suprema de Justicia. Una semana después de recibir el proyecto, los diputados cumplieron los designios presidenciales. De esta forma, los “principios de sana democracia” cobraron vigencia con una legislación especial en la cual quedaron proscritas las doctrinas fascista, comunista y anarquista por considerarlas totalitarias y disolventes. Entre los delitos se contempló la sedición contra el gobierno y el fomento de la desobediencia en el Ejército, los vínculos con organizaciones extranjeras de las doctrinas señaladas, la negligencia de los empleados públicos en el cumplimiento de la ley y la remisión al extranjero de noticias falsas que perturbaran el orden constitucional. Además, serían sancionados quienes dieran cabida a dichas notas en los medios de comunicación y las divulgaran fuera de las fronteras. A todos les esperaba una condena de prisión que iba desde los dos hasta los cinco años.

Los delitos establecidos y la dureza de las sanciones hacen pertinentes las siguientes preguntas: ¿en realidad era apremiante la amenaza que enfrentaba el gobierno salvadoreño?, ¿existía, en efecto, una actividad febril de sus disidentes que justificara estas disposiciones? Un estudio sucinto del escenario político otorgará elementos de juicio.

LA POLÍTICA SALVADOREÑA EN LOS ALBORES DE LA DÉCADA DE 1950

En diciembre de 1948, un grupo cívico militar asumió las riendas del poder en El Salvador gritando a los cuatro vientos que encabezaban una revolución. Después del golpe de Estado que los entronizó, crearon un Consejo de Gobierno y publicaron una Proclama de principios y objetivos.4 Ahí prometieron dictar una nueva Constitución, asentar un sistema democrático, un código electoral que garantizara la libertad del voto y restituir la apoliticidad del Ejército. De la avalancha de ofrecimientos sólo cumplieron el primero, olvidando los demás una vez se consolidaron en el poder. Pocos movimientos políticos en el siglo XX tuvieron tanto apoyo en sus principios como el de 1948, pero también ninguno lo perdió con tanta facilidad.

El desencanto inició a tejerse en 1949 cuando el ejecutivo convocó simultáneamente a la elección de la Constituyente y el presidente de la república, desoyendo a los opositores que pidieron elegir primero a los diputados. Semanas más tarde asestaron un nuevo zarpazo: dos miembros del Consejo de Gobierno, Óscar Osorio y Reynaldo Galindo Pohl, pisotearon la promesa de no buscar cargos públicos y engrosaron la campaña proselitista.5 Esas acciones fueron evaluadas por el mayor Humberto Villalta, antiguo aliado del oficialismo exiliado en Guatemala. El militar declaró que los principios del movimiento habían sido defraudados por las ambiciones personales y el caudillismo (Mendoza, 1950). La crítica de Villalta develó las fisuras al interior del Ejército, pero no fueron las únicas. También los opositores radicados en el país alzaron su voz contra el cierre progresivo de los espacios políticos.

Ya en el poder, los funcionarios organizaron el Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD), dictaron una Ley de Partidos Políticos Permanentes (1949) y crearon el Consejo Central de Elecciones (CCE). Sin embargo, mientras presumían estas medidas en los rotativos, pusieron los candados necesarios para que sus rivales compitieran cuesta arriba en los comicios.6 Desde entonces, el partido oficial encarnó al movimiento político de 1948 y, como repitieron hasta la saciedad en la campaña presidencial de Osorio, era el único medio para impulsar la revolución.7

En 1950, los resultados de la jornada electoral suscitaron pocas sorpresas y algunas denuncias. Osorio derrotó al candidato presidencial del Partido Acción Renovadora (PAR), Asensio Menéndez, y la Asamblea Constituyente quedó integrada en su mayoría por cuadros oficialistas. Y aunque los paristas denunciaron que la coerción y el fraude habían entorpecido los comicios, obtuvieron catorce diputaciones y algunas alcaldías (Turcios, 1993). No obstante, esta fue la última vez que los opositores entraron al palacio legislativo. En adelante, el oficialismo activó una red de espionaje para boicotear su proselitismo. Por este motivo, la dirigencia del PAR se abstuvo de participar en las elecciones municipales y legislativas de 1952.

El retiro de los paristas inauguró la asamblea de partido y le dio al gobierno el control de todas las alcaldías, ante la debilidad de los otros partidos (Turcios, 2017). Los dirigentes, que prometieron instaurar un sistema democrático, urdieron pronto un discurso más apegado a sus intereses: la sociedad salvadoreña lucía inmadura para la democracia y, por esa razón, era prioritario que ellos abonaran el terreno para que esta germinara. Así justificó Osorio esta postura: “si por seguir esta línea de conducta apegada a nuestra realidad se nos hace dura crítica, por severa que sea la aceptamos y la Revolución sigue su marcha” (Osorio, 1956).

El gobernante sabía bien de lo que hablaba, y los disidentes que sufrieron las torturas en las cárceles del régimen también. En marzo de 1951, los diputados dictaron el estado de sitio arguyendo que estaban en marcha dos conspiraciones contra el gobierno. Sin dilación, los cuerpos de seguridad arrestaron a los implicados, golpeando por igual a los miembros del Comité Reorganizador Obrero Sindical (CROS) y a los partidos opositores. Las acusaciones se publicaron en los periódicos, pero las pruebas brillaron por su ausencia. En realidad, eran otras las inquietudes oficialistas. Entre estas estaba el cuestionamiento que el líder del PAR, Asensio Menéndez, hizo sobre la legalidad de los diputados electos antes de que se aprobara la Constitución de 1950, y el impulso del CROS de un sindicalismo independiente. Empero, cualquier medida para que esto no prosperara resultó idónea, incluyendo la criminalización de los disidentes.

Al desatarse la represión oficial en 1951, los opositores apenas se movían en los pocos espacios que les dejaba la red de espionaje. Los paristas eran intimidados por los elementos policiales y los otros partidos, como el Demócrata, creado en 1952, encajaban una campaña de desprestigio promovida por el oficialismo. En una hoja volante que circuló antes de los comicios de ese año, el Comité Pro Defensa de los Derechos Laborales acusó a su dirigencia de pretender defenestrar el capítulo del trabajo de la Carta Magna de 1950: “¡Ay de nosotros -señalaron- si por colaboración o indiferencia nos prestamos a que estos señores lleven su planilla de diputados a la próxima Asamblea! Esto sería imperdonable”.8

En síntesis, los opositores no representaban ninguna amenaza durante este periodo. La red de espionaje tenía controlados a los partidos legalizados, y los comunistas, debilitados después de la matanza de 1932, estaban inmersos en disputas de orden táctico (García, 1971). Aun así, Osorio extirpó de tajo el embrión de la disidencia. Acabó con sus actividades antes de que iniciara el ciclo de protestas, disuadiendo la acción colectiva popular (Brockett, 2002). Por eso promulgaron la Ley de Defensa del Orden Democrático: reforzando la trama regional contra el gobierno de Guatemala y faltando a su promesa de acabar con el autoritarismo.9

EL DESPLIEGUE DE LA REPRESIÓN

Con la Ley de Defensa del Orden Democrático se institucionalizó la irregularidad jurídica y política que había provocado la suspensión de las garantías constitucionales en 1951. Para el gobierno era imperioso regirse por una normativa que les permitiera actuar sin miramientos contra las sediciones que veían en todas partes. La criminalización de los opositores propició una embestida justificada con la bandera del anticomunismo.

El 26 de septiembre de 1953, la policía procedió a detener a los “enemigos del orden”. Un contingente se dirigió a la vivienda de Salvador Cayetano Carpio, un panadero vinculado al CROS.10 Los agentes irrumpieron cuando despuntaba el alba sin ninguna orden de captura. La pareja de Carpio los distrajo increpándolos por el abuso, mientras este escapaba de prisa oyendo los disparos de sus persecutores, pero sus piernas no le dieron para tanto. Finalmente, los dos fueron capturados y conducidos al cuartel de la Policía. Ese día desfilaron ante Carpio algunos paristas, sindicalistas, estudiantes y profesionales, “No hay duda -meditó- ¡se ha desencadenado la represión contra el pueblo!” (Carpio, 1980, p. 18).

Horas más tarde, Osorio dirigió un mensaje radial. Expresó que el futuro de la nación estaba amenazado por la subversión roja infiltrada en los sindicatos para realizar sus planes.11 Además, dio cuenta de la incautación de imprentas, libros, hojas volantes y, lo más peligroso, del descubrimiento de elementos del Ejército coludidos. Sin embargo, calmó a la población indicando que la situación estaba controlada. De inmediato, el ministro del Interior le escribió a los gobernadores y ediles para notificarles del estado de sitio decretado. En la justificación revivieron el fantasma del comunismo, afirmando que las células clandestinas de ese partido diseminadas en el país se aprestaban a ejecutar diversos motines.12

Mientras los funcionarios leían la misiva, Carpio experimentaba en carne propia el ímpetu de los torturadores. Su testimonio hizo famosa “la capucha”, un complemento de las técnicas de tortura que los agentes usaban para obtener información de los detenidos (Carpio, 1980). Nada detuvo las acciones ilegales que se realizaban en el cuartel de la Policía -mejor conocido como el palacio negro-: ni las denuncias interpuestas por los familiares y amigos de los detenidos, y menos las pesquisas de los jueces de instrucción, cuyas visitas al recinto policial resultaron infructuosas porque los agentes, al enterarse de las diligencias, conducían a los detenidos fuera de San Salvador (Méndez, 1967).

El testimonio de Carpio y el de otros presos políticos muestran la arbitrariedad con la que actuó el oficialismo. No obstante, el respaldo que el régimen obtuvo de una parte de la población es menos conocido. Sus piezas van desde las adhesiones enviadas a Osorio por los concejos municipales hasta la creación de asociaciones anticomunistas.13 En estas es palpable la base social del gobierno, la cual abrazó con entusiasmo su cruzada.

En efecto, las adhesiones llegaron al palacio nacional a las pocas horas de que entrara en vigencia el estado de sitio. Algunos alcaldes lo hicieron por medio de telegramas y otros, acaso para impresionar al gobernante, enviaron extensas cartas en las que informaron de la celebración de cabildos. En todas imperó la gratitud hacia Osorio y el rechazo de la “actitud antipatriótica de los extremistas que pretenden implantar la doctrina nefasta del comunismo soviético”.14 Pero el presidente no revisó únicamente adhesiones, sino también misivas que contenían iniciativas concretas. Entre estas destacan la marcha llevada a cabo en San Julián, Sonsonate, y la creación de comités anticomunistas en Usulután y Morazán.15

Como se puede observar, el fantasma que justificó la matanza de 1932 y la represión subsiguiente fue resucitado 20 años más tarde (Gould y Lauria, 2014). Nuevamente se difundieron noticias alarmistas acerca de la incautación de pertrechos bélicos, del objetivo de los comunistas de tomar rehenes para chantajear a las autoridades e informes que daban cuenta del avistamiento de hombres fuertemente armados que se desplazaban sigilosamente entre los poblados aprovechando la oscuridad nocturna.16

EL ESCENARIO POLÍTICO UNIPARTIDISTA

Osorio se quitó la banda presidencial con la satisfacción de haber impuesto a su sucesor, José María Lemus, en septiembre de 1956. El primer gobierno del PRUD dejó a los comunistas paralizados y a la oposición legal excluida del entramado estatal. Frente a la proscripción del primero, sólo los últimos externaron su malestar. Así lo hizo la dirigencia del PAR en 1954 al retirarse de los comicios municipales y legislativos de ese año, arguyendo que los alcaldes usaban la Ley de Defensa del Orden Democrático para boicotear su proselitismo.17

En adelante, los forcejeos por los cargos públicos tuvieron lugar exclusivamente en el seno del partido oficial, reduciendo las elecciones a un mero trámite para legalizar las planillas únicas. Durante este periodo, el gran elector siguió siendo el señor presidente, quien revisaba las cartas que le enviaban sus correligionarios proponiendo candidatos u objetando una designación. Muchos se sumaron al andamiaje oficialista para conseguir prerrogativas, pocos permanecieron en la oposición y la mayoría, como se informó en la prensa, siguieron su rutina sin prestarle atención a los comicios.18

A pesar del desinterés, lo cierto es que el escenario descrito prueba la contundencia de la estrategia oficial. Esta no se forjó únicamente con la represión -aunque fue un factor relevante-, sino también a través de las concesiones y la cooptación. En los años cincuenta, el gobierno invirtió en la edificación de viviendas para los trabajadores, reguló los precios de la canasta básica, impulsó el turismo y organizó el seguro social (Pérez, 2015). En definitiva, la bonanza cafetalera fue aprovechada por Osorio para legitimarse con obras, abriendo paso a un influjo modernizador. Sin embargo, estas iniciativas convivieron con una imposición política artera. Ahora bien, ¿por qué la amenaza coercitiva y la represión fueron tan efectivas en esta coyuntura?

En la respuesta se deben considerar el entusiasmo de las agrupaciones anticomunistas de la sociedad civil, la pericia de los cuerpos de seguridad y de un ejército incorporado desde los años treinta al escenario político (Guidos, 1988). No obstante, desde mi perspectiva, los factores decisivos fueron un contexto internacional favorable para este tipo de normativas y la oposición contra la que arremetieron: débil y personalista, que apenas despertaba de una prolongada noche autoritaria y, por ende, estaba fuera de un ciclo de protestas.

Cuando las bartolinas fueron colmadas de disidentes a finales de 1952, los sindicatos independientes daban sus primeros pasos aprovechando la libertad de organización que el régimen otorgó en sus inicios. En similares condiciones estaba el Partido Comunista, el cual, lejos de contemplar acciones de gran envergadura, procuraba adeptos en los sindicatos y en los barrios capitalinos. Ni que hablar de los partidos políticos de raigambre liberal, los cuales se formaban en torno a una figura del escenario nacional -como Asensio Menéndez en el caso del PAR- u organizaban comités locales para competir por la vara edilicia.

Por lo explicado hasta aquí es evidente que los funcionarios agrandaron a sus rivales para justificar una empresa en la que tenían todas las de ganar. De hecho, cuando tomaron el poder, la sociedad salvadoreña venía de experimentar una larga noche autoritaria iniciada en 1931, la cual pareció disiparse con las promesas esbozadas en 1948. Sin embargo, todo quedó en letra muerta. La Ley de Defensa del Orden Democrático definió la tendencia política de los años cincuenta. Lo curioso del caso es que dos décadas más tarde, los círculos oficiales y sus aliados copiaron al dedillo esta fórmula, criminalizando a sus opositores. Tenían la confianza de alcanzar el éxito de sus antecesores, pero en esa ocasión las condiciones sociopolíticas que rodearon su aplicación probaron ser más complejas.

SEGUNDA PARTE LA LEY DE DEFENSA Y GARANTÍA DEL ORDEN PÚBLICO DE 1977

Un intenso movimiento de tropas se registró en San Salvador el 1 de julio de 1977. Cientos de soldados custodiaban las plazas públicas, conminaban a los transeúntes a mostrarles sus documentos de identidad y detenían a los conductores para registrar sus vehículos. El aire se cortaba con un cuchillo. A media mañana asumía la presidencia de la República el general Humberto Romero. Era el cuarto en hacerlo consecutivamente bajo la bandera del Partido de Conciliación Nacional (PCN), el segundo de esa lista en ganar unas elecciones fraudulentas, el primero en inaugurar su administración sin la presencia del jerarca de la Iglesia católica y en medio de un conflicto social ascendente. En definitiva, no había lugar para las fiestas que engalanaban los traspasos presidenciales. El oficialismo necesitaba redoblar las medidas de seguridad para que su imagen no se viera empañada.

A pesar de todo, Romero fue optimista en su alocución. Se presentó como el paladín de la unidad nacional, pero aclaró que no le temblaría el pulso para castigar a aquellos que infringieran la ley. Como muestra de su determinación, ensalzó la figura de su antecesor, el coronel Arturo Molina, afirmando que había tomado las decisiones más sabias para afianzar el principio de autoridad. Era evidente que el nuevo presidente pertenecía a la línea dura del Ejército, esa que enfrentó con balas las protestas que estallaron a inicios de los años setenta. Empero, la ponderación del diálogo en su discurso hizo que algunos entrevieran dos posibles escenarios en su gestión. El primero, una convivencia pacífica llena de cambios estructurales y, el segundo, la réplica de los métodos de su antecesor, que provocaría un caos sangriento. (Análisis de la coyuntura, 1977, pp. 515-519). Desde julio de 1977, Romero manipuló una bomba de tiempo que él había ayudado a fabricar como parte del gabinete del coronel Molina. Desactivarla era su desafío principal.

Ahora bien, ¿por qué se vivía en El Salvador un conflicto sociopolítico tan acentuado cuando Romero asumió la presidencia? La respuesta requiere un tratamiento que desborda el objetivo de este artículo, pero gracias a las obras de Héctor Lindo y Erik Ching (2017), Paul Almeida (2011) y Luis Huezo Mixco (2017) es factible dibujar un boceto. En este se deben incluir acontecimientos y procesos de la década anterior que los autores consideraron clave. Por ejemplo, la apertura política gestada por el primer gobierno del PCN, el surgimiento de una red de organizaciones civiles y el fortalecimiento de los partidos opositores, las secuelas de la guerra contra Honduras de 1969 y los magros resultados del proyecto desarrollista.

UNA MIRADA RETROSPECTIVA

Los años sesenta adquirieron nuevos bríos en El Salvador con la reforma política impulsada por el gobierno de Julio Rivera (1962-1967). Criticado por la imposición de su candidatura y en procura de los fondos de la Alianza para el Progreso, que Washington otorgaba a cambio de las medidas que evitaran revoluciones violentas, Rivera efectuó ciertos cambios. Adoptó la representación proporcional como principio de elección de los diputados y se sancionaron derechos laborales como la asociación y agremiación de los trabajadores públicos y urbanos. En el plano partidista, el principal beneficiado fue el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el cual ganó la alcaldía de San Salvador y algunas diputaciones en 1964 (Webre, 1985). Ese mismo año crearon junto al clero católico una serie de “ligas campesinas”, que serían más tarde el núcleo de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) (Arriola, 2019), y organizaron la Unión Nacional de Obreros Católicos (UNOC). Por otro lado, el magisterio formó la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños (ANDES, 21 de junio) y un sector desafecto del oficialismo estableció la Federación Unitaria de Sindicatos de El Salvador (FUSS).

La nueva era con Rivera -como rezaba el eslogan oficialista- fue sustentada a nivel económico por el proyecto desarrollista, cuyo pivote era el mercado común centroamericano. Mientras tanto, en el ámbito político, los diputados opositores se convirtieron en portavoces de las agrupaciones de la sociedad civil, avivando los debates legislativos con sus mociones. En pocas palabras, el gobierno garantizaba elecciones competitivas y acceso institucional, aspectos que lo diferenciaron de la administración de Osorio.

Es palpable que la apertura política contribuyó para que la sociedad civil se organizara e incursionara en los asuntos públicos, pero también existieron factores intrínsecos que los motivaron. Entre estos destacan el espíritu contestatario que la juventud salvadoreña absorbió de la revolución cubana y del movimiento contracultural en boga.19 Asimismo, la conciencia social promovida por una parte del clero católico que se desmarcó del anticomunismo para promover la organización comunitaria (Chávez, 2017). Con esta visión renovada, fue creado en 1967 el Centro de Estudios Sociales y Promoción Popular, donde se formaron jóvenes que trabajaron luego en las zonas marginales alfabetizando y difundiendo los derechos sindicales. Todo esto fue ejecutado bajo el influjo del Concilio Vaticano II, cuyas directrices pastorales fomentaron espacios de sociabilidad entre los campesinos (Pirker, 2012).

Sin embargo, no todo fue miel sobre hojuelas durante este periodo. Primero, porque los derechos laborales nunca se extendieron al campo, donde residía el 60% de la población (Bataillon, 2008). Segundo, porque la Ley del Salario Mínimo, implementada en el área rural en 1965, fue incumplida por unos propietarios que le aplicaron siempre el mote de comunista. Tercero, porque las ganancias de la modernización económica jamás llegaron a los sectores menos favorecidos que labraban la tierra, aunque permitió la eclosión de una incipiente clase media y obrera (Rouquié, 1994). En resumen, las condiciones de vida en el campo siguieron siendo precarias y el gobierno, para impedir que sus moradores las cuestionaran o prestaran oídos a los opositores, organizó un aparato contrainsurgente desde inicios de los sesenta.

Lucrecia Molinari (2013) ha establecido dos momentos en el funcionamiento de esta estructura. El primero (1963-1967) atañe a su instalación con programas como Acción Cívica Militar, la creación de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN) y las actividades conjuntas que los ejércitos del istmo efectuaron bajo el Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA). En este primer momento la asesoría estadunidense fue constante y auspiciada por la doctrina de seguridad nacional.20 No obstante, la administración de Rivera empleó este aparato como base clientelar: con los miembros de la ORDEN colaborando para que su partido obtuviera más votos en el campo. Esto cambió en el segundo momento (1967-1972) cuando los preceptos contrainsurgentes sirvieron para contener la movilización sindical. Este giro se dio durante la gestión del general Fidel Sánchez Hernández, quien asumió el poder en medio de huelgas y protestas que amenazaban con extenderse al interior del país. A pesar de ello, el aparato represivo cumplió su tarea, aunque alcanzó también a los opositores que comenzaron a encajar el acoso de los cuerpos de seguridad.

Los años sesenta acabaron en El Salvador en medio de sobresaltos. A la movilización social de 1968 se sumó la guerra contra Honduras del siguiente año que, si bien encumbró la unidad nacional, tuvo graves consecuencias (Pérez, 2014). Luego del conflicto, la válvula de la emigración hacia el país vecino fue cerrada de tajo y el mercado común centroamericano entró en una depresión irreversible. Sánchez Hernández encaró entonces un reto formidable: convencer a la oligarquía de la necesidad de una reforma agraria para entregarles parcelas a los miles de salvadoreños expulsados de Honduras.21 Empero, todo fue en vano. Los círculos de poder abandonaron el Congreso de Reforma Agraria de 1970, rehusándose en adelante a tocar el tema. Mientras esto sucedía, las primeras organizaciones político-militares se habían organizado y los partidos opositores diseñaban estrategias para competir en las elecciones municipales, legislativas y presidenciales de 1972.

Las expectativas y temores que generó esta contienda fueron acentuados. El gobierno y sus aliados encararon el mayor reto que habían tenido desde 1944, y la oposición la mejor oportunidad de hacerse con el poder desde 1931(Turcios, 2012). Al final, la apertura política instaurada nueve años antes no resistió su prueba de fuego. El régimen obturó la alternancia en el poder y Molina se colgó finalmente la banda presidencial en julio de 1972. Este fraude representó un hito en la historia política salvadoreña. En adelante los comicios competitivos y la confianza en las instituciones estatales dieron paso a una confrontación que subió de tono conforme avanzó la década (Baloyra, 1987).

El coronel Molina, de hecho, adoptó medidas que atizaron más las llamas. El ejército intervino la Universidad Nacional, masacró una manifestación estudiantil el 30 de julio de 1975 y acusó a la oposición de estar coludida con el comunismo internacional. Mientras esto sucedía en la capital, los altercados entre paramilitares y campesinos organizados empezaron a invadir las páginas de los periódicos. A finales de 1974, pobladores del cantón La Cayetana, en el departamento de San Vicente, fueron asesinados por efectivos del Ejército (Kerr, 2012). En pocos años, la clausura de los espacios políticos, los agravios contra las organizaciones populares y la radicalización de algunos de sus cuadros colocaron a la sociedad salvadoreña en un ambiente explosivo sin precedentes.

Para tranquilizar los ánimos, Molina se jugó una carta reformista. Anunció con bombo y platillo un proyecto de reforma agraria que ciertos sectores apoyaron, pero que fue objetado por la oligarquía y los grupos de izquierda. Finalmente, la iniciativa fue engavetada ante la presión de la empresa privada y la elite agroexportadora, defraudando a quienes la evaluaron como una medida inmejorable para contener la escalada de violencia (Ellacuría, 1991a).

Los últimos meses de la administración de Molina se caracterizaron por una inflación galopante, otro fraude electoral y el recorte de la ayuda estadunidense. Desde enero de 1977, el nuevo inquilino de la Casa Blanca, James Carter, usó el respeto de los derechos humanos como parámetro para evaluar a sus aliados. Y en el caso salvadoreño, como se estableció en un informe del Departamento de Estado, su gobierno tenía numerosas cuentas qué aclarar. La decisión estadunidense fue aprobada por el arzobispo Óscar Romero, quien condenó el asesinato del jesuita Rutilio Grande, acaecido en marzo de 1977 (Cardenal, 1985). Desde el púlpito, el prelado le exigió al gobierno que esclareciera este crimen y el de otros sacerdotes acribillados por los paramilitares. Molina prometió tomar cartas en el asunto, pero cuando se aprestaba a dejar su investidura nada se había resuelto y la represión hacia el clero continuaba. Por eso el arzobispo ignoró la carta de invitación para el traspaso presidencial, exhibiendo la difícil situación que el general Romero heredaba.

LA APUESTA DEL NUEVO GOBERNANTE

Romero tenía dos objetivos fundamentales al asumir las riendas del ejecutivo: recuperar la confianza de Washington y construir la legitimidad de su gobierno después del fraude que lo entronizó. Para alcanzarlos, entabló un diálogo con la Iglesia católica, suspendió las acciones represivas de gran envergadura y derogó el estado de sitio. La estrategia rindió sus frutos en el plano internacional. Los estadunidenses designaron un nuevo embajador en El Salvador y restablecieron la ayuda económica y militar. Empero, la situación probó ser más compleja en el ámbito doméstico. Ahí el oficialismo, pese a su discurso de unidad nacional, carecía de la voluntad política para satisfacer las demandas de la sociedad civil. Por esta razón, cuando la ayuda estadunidense fue restaurada, la apertura política se hizo innecesaria y la represión hacia los disidentes reapareció con fuerza.

Desde que Romero asumió el poder, las organizaciones político-militares de izquierda arreciaron sus acciones. Las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) “ajusticiaron” al rector de la Universidad Nacional, Carlos Alfaro, y a dos oficiales del Ejército en Chalatenango. Por otro lado, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) multiplicó sus incursiones en las escuelas y los centros de transmisión radiofónica para efectuar propaganda. Rápidamente, la tesis de un complot comunista orquestado en el extranjero ganó terreno entre los círculos empresariales, los cuales le exigieron mano dura al gobierno para salvar al país del asedio “despiadado y sistemático del terrorismo” (Gordon, 1989, p. 233). Días más tarde, a finales de 1977, el secuestro fallido en el que fue acribillado el empresario Raúl Molina recrudeció la campaña de la derecha en la que evocaron los tiempos del general Martínez.22

La respuesta gubernamental no se hizo esperar. El 24 de noviembre de 1977, Romero presentó ante la Asamblea Legislativa el proyecto de Ley de Defensa y Garantía del Orden Público. El dispositivo penalizaba las acciones armadas, las actividades reivindicativas y la mera expresión política. Con esta fórmula, se emularon los pasos que Osorio había dado 25 años antes. Ciertamente, el nombre de la ley había cambiado, pero su objetivo era el mismo: criminalizar a los opositores y castigar a quienes profesaran doctrinas ajenas a la democracia. De los delitos incluidos algunos habían sido contemplados en 1952. Entre ellos, el acopio de armamento, el llamado a la sedición y los vínculos con agrupaciones foráneas. No obstante, la consideración del secuestro y el allanamiento masivo de los lugares de trabajo evidenciaron la convulsión política que se vivía en 197723 (véase cuadro 1).

Cuadro 1 Cuadro comparativo de las leyes 

Ley de Defensa del Orden Democrático y Constitucional (1952) Ley de Defensa y Garantía del Orden Público (1977)
Considerando Fundamentado en el artículo 3 constitucional.ª Buscaba resolver y castigar delitos especiales. Considerando Fundamentado en el artículo 3 constitucional Prevenir y castigar acciones terroristas y de la subversión internacional, para asegurar el ejercicio de los derechos individuales.
Delitos imputables Rebelión, sedición, sabotaje, propagación de noticias falsas, fabricación y distribución de explosivos, vinculación con organizaciones extranjeras e incitar la desobediencia de los efectivos del Ejército. Delitos imputables Se mantuvieron los de 1952 y se agregó el allanamiento masivo a lugares de trabajo, asalto a mano armada de instituciones públicas y atribuir a los acusados su participación en el delito por cualquier medio de difusión.
Condenas De 3 a 5 años de prisión Condenas Sin modificaciones
Autoridades competentes para juzgar Cámaras de Primera y Segunda Instancia de lo Criminal, sección Centro. Autoridades competentes para juzgar Sin modificaciones.
Procedimientos Las menciones de un acusado sobre la participación de otra persona en la Comisión de Delito podrán dar base a un nuevo indicio. Procedimientos Sin modificaciones.

ª El artículo 3 de la Constitución de 1950 reza de la siguiente manera: “El gobierno es republicano, democrático y representativo”. Además, un lacónico inciso escondido al final del art. 158 sustentó la aprobación de esta ley: “Queda prohibida la propaganda de doctrinas anárquicas o contrarias a la democracia”. Es preciso señalar que la Ley de Defensa y Garantía del Orden Público, dictada en 1977, se fundamentó en la Carta Magna de 1962, la cual “no fue más que una reproducción de la Constitución de 1950” (Fortín, 2005, p. 41).

Fuente: elaboración propia con base en las normativas jurídicas.

Con esta disposición, el régimen apostó por su capacidad coercitiva y represiva. Cifraron su estrategia en el trabajo del Ejército, de los cuerpos de seguridad y los grupos paramilitares. Contaban con el apoyo del empresariado, los terratenientes y, por supuesto, con los recursos provenientes de Washington. Al final, estos factores reforzaron la línea dura del oficialismo, quienes se indignaban por las protestas callejeras sin indagar sus causas y veían preocupados las noticias de Nicaragua, donde sectores ajenos al sandinismo se habían sumado a la lucha contra Somoza (Ayerdis, 2014). Para evitar que esto pasara en El Salvador, Romero recurrió a la estrategia que tanto éxito le deparó a Osorio. Quería demostrarles a sus aliados que podía doblarle el brazo a la insurgencia y controlar la situación sin adoptar ninguna reforma.

De hecho, la represión se intensificó en 1978. Invocando la Ley de Defensa del Orden, fueron desalojados violentamente campesinos que habían tomado parcelas en Zacatecoluca, Tecoluca y Cinquera. Además, en marzo de ese año, los cuerpos de seguridad atacaron a unos campesinos que se desplazaron a la sede capitalina del Banco de Fomento Agropecuario para externar sus necesidades (Martín-Baró, 2001). Pero la acción más contundente la efectuaron en San Pedro Perulapán, departamento de Cuscatlán, donde el Ejército montó un operativo en el que fustigaron a sus pobladores por varios días.24 Como puede apreciarse, los esfuerzos por restablecer el orden estaban en marcha, pero surgieron voces que los interpelaron.

A finales de 1977, la oposición legal y una parte de la Iglesia católica, con monseñor Romero a la cabeza, emprendieron una campaña de denuncia a nivel internacional contra la Ley de Defensa del Orden. La Unión Nacional Opositora (UNO) manifestó en un comunicado que la medida respondía a las demandas de una minoría obcecada en obtener su tranquilidad a costa de la voluntad popular (Unión Nacional Opositora, 1978). Por su parte, el arzobispo denunciaba dicha normativa en sus homilías y programas radiales. Nunca antes un jerarca de la Iglesia había impugnado al gobierno en materia de seguridad; pero también, en detrimento del general Romero, por primera vez la represión legalizada no surtía el efecto esperado.

A los operativos del ejército y las tropelías de los paramilitares en el campo, siguió la reacción inmediata de los comandos urbanos, los frentes de masa y campesinos organizados. En febrero de 1978, huelguistas del ingenio Izalco se tomaron la catedral metropolitana y la iglesia El Calvario como respuesta a los ataques sufridos en días previos. Un mes más tarde, pobladores de San Pedro Perulapán ocuparon las embajadas de Suiza, Panamá, Venezuela y Costa Rica para denunciar la masacre que el Ejército efectuó en su municipio (Gordon, 1989). Mientras tanto, los secuestros de empresarios y el asesinato de agentes policiales continuaron acaparando las portadas de los periódicos. Con estas acciones, los disidentes evidenciaron la ineficacia de la Ley de Defensa del Orden y empañaron la imagen del gobierno. En síntesis, la desobediencia civil rozaba cimas impensables 25 años antes, cuando Osorio criminalizó a los disidentes, y se expresaba en los rotativos de izquierda: “Soy responsable de no soportar las injusticias de la dictadura”, escribió Guadalupe Martínez, militante del ERP.

y de unirme a los que están dispuestos a combatirla hasta las últimas consecuencias, y considero que todo esto es un acto de justicia que se identifica con los más preciados intereses y aspiraciones de nuestro pueblo. Es por eso que ahora, liberada de las cárceles de la Guardia Nacional, declaro mi reincorporación a la heroica lucha de los miles de hombres y mujeres que en nuestro país están alzados en armas contra la dictadura, y junto a ellos sostengo la inquebrantable decisión de seguir luchando.25

Cuando faltaban pocos días para recibir el año nuevo, Ignacio Ellacuría, jesuita y catedrático universitario, elaboró un juicio sobre 1978. En su escrito no podía faltar la mención de la Ley de Marras. Como primer punto, explicó que su aprobación había respondido a un diagnóstico equivocado de la línea dura que mandaba en el gobierno, quienes estimaban que aplastando a la insurgencia propiciarían un clima de tranquilidad. Después, señaló que su aplicación era totalmente arbitraria, pues con el pretexto de combatir al terrorismo castigaban también a las organizaciones sociales. Por último, observó que su vigencia no había erradicado las acciones de los grupos paramilitares (Ellacuría, 1991b, p. 356).

Ante los embates de la campaña que lideraba monseñor Romero y tratando de evitar otro recorte de la ayuda estadunidense, el presidente tuvo que adherirse a la política en pro de los derechos humanos de la administración Carter (Cavalla, 1980). El primer paso lo dio, de hecho, el mismo general Romero, solicitando a la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) que enviara una misión de observación al país. Al mismo tiempo, sus delegados en los foros internacionales secundaron resoluciones en las que se condenaba la tortura y la desaparición forzada (Gordon, 1989). Con estas iniciativas, el gobierno salvadoreño se puso contra las cuerdas, pero no tenía otra alternativa. La fuga de capitales y las acciones rebeldes hicieron del dinero de Washington un recurso indispensable, aunque fuera risible ocultar la impunidad con la que actuaban sus cuerpos de seguridad.

En 1978, una comisión de la OEA recorrió el país entrevistando a los miembros de la Iglesia católica, los partidos opositores y las organizaciones sociales. Su informe se publicó a inicios de 1979, coincidiendo con otro del Departamento de Estado acerca de la condición de los derechos humanos en El Salvador. En ambos documentos se denunció “la progresiva restricción de las libertades, y el hecho de que las detenciones arbitrarias, la desaparición de opositores y los casos de tortura se habían vuelto cada vez más frecuentes” (Gordon, 1989, p. 256). Estos informes constituyeron un duro revés para la gestión de Romero. Sus hallazgos reforzaron las denuncias del arzobispo y sus recomendaciones mostraron las peticiones que el régimen había ignorado de forma obstinada.26

Transcurrido un año desde la aprobación de la Ley de Defensa del Orden Público, el conflicto sociopolítico lucía acentuado. La persecución legal y encubierta no logró detener las protestas sociales ni las acciones de los grupos de izquierda. En este punto, cobra validez la hipótesis de Charles Brockett (2002) , pues, como he expuesto en este apartado, la represión indiscriminada se implementó durante la fase ascendente del ciclo de protesta. Esta ineficacia hizo que algunos empresarios y oficiales del Ejército se acercaran a los líderes de la oposición legalizada para solventar el impase sin la participación del general Romero (Menjívar, 2008). Finalmente, la Ley de Defensa del Orden Público fue derogada en febrero de 1979.

TERCERA PARTE ENTRE SIMILITUDES Y DIFERENCIAS EN LA APLICACIÓN DE LAS LEYES

Cuando se estudia la historia política salvadoreña de la centuria pasada, es posible identificar ciertas tendencias. Por ejemplo, el predominio de partidos oficiales con sus redes clientelares, el protagonismo de los militares en la política, el corporativismo de los poderes estatales, las elecciones fraudulentas, las luchas de la sociedad civil por ganar espacios de participación y, por supuesto, la persecución violenta. Como el lector habrá notado, estas tendencias irradian las coyunturas analizadas. Sin embargo, lo que las singulariza es la vigencia de normativas que justificaron y facilitaron la represión estatal. Al respecto, Osorio y Romero compartieron algo más que la silla presidencial, ya que ambos promovieron sendos proyectos de ley para castigar a los que profesaban “doctrinas ajenas a la democracia”. Al comparar los contextos políticos en los cuales se aplicaron estas disposiciones, se aprecian similitudes y diferencias. Las primeras exhiben el modus operandi del régimen en materia represiva; las segundas, por su parte, los resultados disímiles de su observancia.

La primera similitud atañe al objetivo que persiguieron los personeros con la sanción de las normativas. En ambos casos la clausura de los espacios políticos estaba en marcha, por lo tanto, estas sirvieron para justificar y facilitar la represión violenta. Por eso no fue extraño que las iniciativas presidenciales llegaran a un congreso formado únicamente por diputados oficialistas, y menos que se transformaran de forma expedita en ley. Otro de los aspectos que compartieron los gobiernos fue el respaldo de algunos sectores de la sociedad civil. En 1952 surgieron colectivos que avivaron la cruzada anticomunista en los municipios más recónditos del país, y décadas más tarde estos esfuerzos tuvieron como protagonistas a los empresarios que pedían acabar con la anarquía. Esta colaboración resultó clave para el régimen en ambos episodios, ya que reforzó su legitimidad, propaganda y control territorial.

Además, destacan en este listado las operaciones clandestinas que se desencadenaron con la aprobación de las normativas. Tanto en 1952 como en 1978, los cuerpos de seguridad irrumpieron en las viviendas de los disidentes sin una orden de captura y los apiñaron en las bartolinas sin el debido proceso. Cayetano Carpio describió las torturas que le infligieron en el palacio negro, y decenios más tarde lo hizo también Reynaldo Cruz, un democristiano que estuvo a punto de morir en las celdas de la Policía de Hacienda (Cruz, 1978). Ambos tuvieron la fortuna de sobrevivir a esta experiencia, narrando en sus testimonios el modus operandi de sus captores.

En pocas palabras, ambas normativas representaron cartas blancas para la persecución violenta, dispositivos hechos al dedillo para acosar sin distingos ideológicos a los disidentes. Ahora bien, si los gobiernos contaban con los recursos legales y materiales para concretar estas cruzadas, ¿por qué Romero y sus aliados no alcanzaron el éxito del gobierno de Osorio?, ¿por qué no disuadieron a sus opositores como aconteció en la década de 1950? Diversos factores deben ser considerados para brindar una respuesta.

Paul Almeida (2011) explicó esta diferencia aludiendo al crecimiento sin precedentes de las organizaciones de la sociedad civil durante los años sesenta, lo que incidió en la escasa efectividad de la Ley de Defensa del Orden Público promulgada en 1977. La tesis es acertada porque incluye la beligerancia que diversos sectores desarrollaron con la apertura política del gobierno de Julio Rivera (1962-1967), así como las estrategias de lucha que implementaron de manera creativa cuando los espacios políticos fueron clausurados en la década siguiente. A pesar de estos aciertos, falta incorporar las condiciones de ambos regímenes y el contexto internacional que rodeó la aplicación de dichas normativas. Escrito en otras palabras, se debe considerar la posición del príncipe (ex parte principe) para completar la parte del pueblo (ex parte populi), expuesta por Almeida en su investigación.27

Pues bien, lo primero que resalta es el desgaste político que el régimen del Partido de Conciliación Nacional (PCN) acusaba cuando Romero asumió el ejecutivo. Su partido tenía quince años en el poder, y desde principios de los años setenta su legitimidad estaba seriamente cuestionada por los fraudes electorales y la represión orquestada. Osorio y sus aliados no se quedaron atrás en estos desmanes, pero la revolución tenía poco recorrido cuando la Ley de Defensa del Orden Democrático fue sancionada. Además, otra diferencia capital es que habían implementado programas sociales financiados con los buenos precios del café en el mercado internacional. Esto les granjeó el apoyo o la indiferencia de gran parte de la población frente a la cruzada anticomunista, puntos que Romero no sumó porque aún pagaban el costo elevado de una reforma agraria abortada.29 En este sentido, Almeida puntualizó que la cúpula militar que gobernaba el país a mediados de los setenta había acabado con las reformas económicas que las facciones modernizadoras adoptaron desde 1948. En síntesis, el desgaste político que conlleva el ejercicio prolongado del poder y la represión sin atenuantes le pasaron factura al general Romero, quien encajó también la crítica vehemente de un antiguo aliado.

En efecto, la Iglesia católica fue uno de los sectores que más influyó para que la Ley de Defensa del Orden Público fuera derogada en 1979. El mismo arzobispo lideró la campaña de denuncia, abogando por el respeto irrestricto de los derechos humanos y conversando con funcionarios estadunidenses que estaban preocupados por la escalada de violencia que dicha normativa había propiciado. Además, el Socorro Jurídico Cristiano documentó los casos de torturas, detenciones ilegales y desaparición forzada que sustentaron las denuncias leídas por Romero en sus homilías y programas radiales (Juárez, 2017).

Este tipo de iniciativas -retomando el ejercicio comparativo- eran impensables en los años cincuenta frente a un clero anticomunista y una jerarquía católica que tenía cordiales relaciones con el gobierno. Esto los llevó a sumarse a la cruzada que Osorio dirigió en 1952: dictando charlas y exhortando a los feligreses a contener la infiltración comunista, como lo hizo el arzobispo Luis Chávez y González.29

Sin embargo, esta colaboración sufrió alteraciones durante los años sesenta cuando algunos sacerdotes y laicos, influidos por el Concilio Vaticano II, se acercaron al marxismo y echaron a andar una pastoral de acompañamiento en la que privilegiaron la organización comunitaria (Lara Martínez, 2018). En definitiva, varios sectores de la Iglesia habían experimentado un cambio de mentalidad cuando el general Romero asumió el poder. No eran más los aliados incondicionales del presidente de turno, sino los que denunciaban las tropelías de los cuerpos de seguridad, los paramilitares y el Ejército.

Finalmente, se puede hablar también de un escenario internacional desfavorable para la Ley de Defensa del Orden Público aprobada en 1977. Desde el inicio de su administración, Romero tuvo que lidiar con la presión de algunos congresistas estadunidenses que exigían detener la violación de los derechos humanos, bajo la amenaza de suspender la ayuda militar y económica. Y aunque el general calmó el incendio que heredó de su antecesor, esta presión hizo que le abriera las puertas a una comisión especial de la OEA, cuyo informe estropeó aún más su imagen ante el Congreso estadunidense. Muy diferente fue el contexto internacional en el cual se ejecutó la cruzada de 1952. Por ese tiempo, Washington conspiraba contra el gobierno de Árbenz agitando la bandera del anticomunismo y Osorio, como socio perspicaz de la trama regional, aprovechó para matar dos pájaros de un tiro: criminalizó a sus rivales y estimuló la campaña contra sus vecinos. En suma, la Ley de los años cincuenta fue evaluada por la Casa Blanca como una herramienta eficaz contra el gobierno guatemalteco, mientras la de los setenta encumbró la imagen represiva que Carter quería mitigar de sus aliados.30

CONCLUSIONES

Cuando la Ley de Defensa del Orden Público fue derogada en ١٩٧٩, la imagen del general Romero estaba desprestigiada y el país al borde de la guerra civil. Su decisión de desactivar la bomba que heredó de su antecesor con la persecución violenta resultó contraproducente. El régimen atendió el llamado de los empresarios y desplegó sus aparatos de seguridad para combatir lo que consideraban una agresión comunista. Sin embargo, esta escalada represiva solo sacudió el avispero, ya que fue implementada cuando el ciclo de protestas se hallaba en su fase ascendente. El veredicto contrario se puede entablar en el caso de Osorio y sus aliados. La Ley que dictaron en 1952 generó un escenario unipartidista forjado con programas sociales y bartolinas colmadas de disidentes. Estas diferencias encuentran una corroboración más en el epílogo de ambos gobernantes: Osorio se despojó de la banda presidencial ante un Estadio Nacional abarrotado en septiembre de 1956; mientras que Romero fue derrocado en octubre de 1979, cuando faltaban tres años para que finalizara su periodo presidencial.

Los factores que incidieron en estos desenlaces los expuse en el apartado anterior, y considero innecesario repetirlos. Antes bien, quiero referirme en estos últimos párrafos a un aspecto común de las coyunturas examinadas, que influyó en el estallido de la guerra civil de los ochenta, a saber, la convicción de los círculos dirigentes y sus aliados de que la violencia indiscriminada acallaba cualquier reivindicación o reclamo de la sociedad civil.

Muchas cosas habían cambiado en los años setenta desde que Osorio gobernó el país. Los sindicatos independientes lucían fortalecidos, una parte del clero católico desarrollaba una pastoral renovada, los campesinos engrosaban la arena pública y los partidos opositores tenían la fuerza suficiente para exigir la alternancia en el poder. Un campo de organizaciones cívicas sin precedentes había surgido en los sesenta, y en la década siguiente, incluso, hasta agrupaciones que proclamaban la vía armada. Pero en medio de estas transformaciones que cimbraron a la sociedad salvadoreña, la clase dirigente y la oligarquía continuaron confiando en la represión como la fórmula idónea para disipar las inconformidades de sus gobernados. Su mentalidad no se movió un ápice en este renglón durante el siglo pasado. Por este motivo, cuando las protestas se desbordaron en los años setenta, invocaron los tiempos de Martínez, exigiendo mano dura y una ley que defendiera el orden público.

Esta fórmula resultó exitosa en los cincuenta cuando Osorio y sus aliados agrandaron a sus rivales para alzarse con un triunfo contundente. Sin embargo, los adversarios de Romero no tenían nada de imaginario y la represión, en detrimento de la imagen oficialista, sólo hizo que se radicalizaran más. Así lo exhibieron los frentes de masa y las organizaciones político militares, las cuales le reiteraron al gobierno que le plantarían frente. Quizás la figura que mejor ejemplifica esta radicalización que muchos experimentaron sea la de Cayetano Carpio. Este sindicalista fue capturado con cierta facilidad en 1952 y torturado en el palacio negro por José Urías Orantes, uno de los agentes enjuiciados por estas acciones en 1960 (Turcios, 2017). Lustros más tarde, Carpio encabezaba una de las organizaciones político militares más beligerantes, las FPL, bajo el seudónimo de Marcial (Martín Álvarez, 2014). Sus llamados a la guerra popular prolongada contrastan con el comentario del político anticomunista Sídney Blanco -citado como preámbulo de este ensayo-, quien cifraba sus esperanzas de restaurar la paz y la tranquilidad forjada con la matanza de 1932 en las acciones represivas del Ejército y los cuerpos de seguridad.

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Voz Popular, 1979. [ Links ]

* Este trabajo forma parte del proyecto de investigación IG400120 “Centroamérica, ¿por qué la crisis? De las guerras civiles a las caravanas migrantes”, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT 2020) de la UNAM.

3Carta del poder Ejecutivo a la Asamblea Legislativa. 19 de noviembre de 1952. Fondo Gobernación, serie Política, 1952, caja 13, carpeta 3. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), El Salvador.

4“Establecimiento de un sistema de gobierno democrático”, El Salvador al Día, 2 de abril de 1949, p. 1.

5Entre los dirigentes revolucionarios, Osorio ejercía definitivamente el liderazgo. Días después del cuartelazo de 1948 regresó de México ante el júbilo de sus simpatizantes. “Aclamado el mayor Osorio al llegar ayer”, La Prensa Gráfica, 18 de diciembre de 1948. p. 3

6Uno de los candados era el férreo y antojadizo control que se ejecutaba desde el Ministerio del Interior en la inscripción de los partidos políticos y la vigencia de la representación territorial que proporcionaba todos los diputados asignados a un departamento al partido que obtuviera la mayoría de votos (Cáceres, Guidos Véjar y Menjívar, 1988).

7“Todos deben unirse al PRUD para la victoria definitiva”, PRUD, 24 de diciembre de 1949, pp. 4-5.

8¡Alerta compañeros trabajadores! Comité Pro Derechos Laborales. s/f. Fondo Gobernación, 1952, caja 13, carpeta 4. AGN, El Salvador.

9El gobierno de Osorio coincidió con el de Jacobo Arbenz en Guatemala (1951-1954) y la operación orquestada por la CIA para derrocar al segundo (Schlesinger y Kinzer, 2013). Luego del decreto 900, con el cual se echó a andar la reforma agraria en Guatemala, aparecieron en los periódicos salvadoreños notas que alertaban sobre la instauración del comunismo en la vecindad. Osorio reforzó la seguridad en la frontera y albergó a los disidentes guatemaltecos. Sin embargo, falta aclarar su participación en la trama regional contra Arbenz (García, 2017).

10Años más tarde, Carpio se convirtió en el secretario general del Partido Comunista Salvadoreño, y después, tras defender la lucha armada como vía para la toma del poder, creó las Fuerzas Populares de Liberación (FPL).

11“Mensaje presidencial al pueblo salvadoreño”, El Diario de Hoy, 27 de septiembre de 1952. p. 9.

12Comunicación del ministro del Interior a los alcaldes y gobernadores departamentales. 26 de septiembre de 1952. Fondo Gobernación, serie Política, 1952, caja 8. AGN, El Salvador.

13Agradezco a Vilma Martínez, directora del Archivo General de la Nación de El Salvador, por facilitarme estas fojas que me permitieron continuar con el trabajo académico en tiempos de pandemia.

14Carta del alcalde de Metapán al ministro del Interior. 29 de septiembre de 1952. Fondo Gobernación, serie Política, 1952, caja 8. AGN, El Salvador.

15Información sobre la organización de comités anticomunistas. 20 de octubre de 1952. Fondo Gobernación, serie Política, 1952, caja 8. AGN, El Salvador.

16Comunicación del ministro del Interior al director general de la Guardia Nacional. 3 de octubre de 1952. Fondo Gobernación, serie Política, 1952, caja 8. AGN, El Salvador.

17“Manifiesto del PAR a la ciudadanía”, La Prensa Gráfica, 23 de marzo de 1954. p. 3

18“Escaso número de votantes en el primer día de las elecciones”, El Diario de Hoy, 3 de mayo de 1954, p. 3. “Invitación sin sentido”, Patria Nueva, 17 de mayo de 1954, p. 4.

19Esto coincidió con el incremento significativo de la matrícula universitaria de 1960 hasta 1971, la cual se quintuplicó en gran parte por la inauguración de dos sedes regionales de la Universidad Nacional de El Salvador (Almeida, 2011; Baldovinos, 2020).

20Un análisis sugerente sobre el concepto de enemigo interno y la caracterización que se realizó de la población en el marco de la doctrina contrainsurgente de seguridad nacional aparece en Lucrecia Molinari (2017).

21Se trataba de una empresa compleja debido al poder que acumulaban los terratenientes como resultado de la distribución inequitativa de la tierra y las ganancias que esto les daba. Según Ricardo Ribera (2014), 63% de la población rural carecía de tierras y gran parte de la superficie cultivable era acaparada por 1 027 latifundios.

22En esta campaña participaron 25 empresas adscritas a la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP) y otras creadas al calor de la coyuntura, como el Comité de Patriotas Salvadoreños, el Comité de Defensa de la Patria y la Agrupación Central Pro Defensa de la Libertad (Gordon, 1989).

23“Ley de defensa y garantía del orden público”, Diario Oficial, 25 de noviembre de 1977. p. 2.

24En la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, UCA, se publicaron tres versiones de estos incidentes: la de los campesinos, la oficial y de la prensa. Su cotejo muestra la polarización existente, y el informe de la Comisión de Solidaridad de la Arquidiócesis de San Salvador, que incluyeron, la campaña que la Iglesia había emprendido contra la Ley de Defensa y Garantía del Orden Público (Consejo de Redacción, 1978, pp. 223-247).

25“Mensaje-testimonio de la compañera Guadalupe Martínez, ex prisionera política de la dictadura”, Prensa Comunista, septiembre de 1978, pp. 1-5. Disponible en el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (en adelante CIDAI).

26Entre estas se hallaban el reconocimiento de la organización campesina, la disolución de ORDEN, la reforma del sistema electoral y la investigación de los casos de tortura y desaparición forzada. “OEA acusa a régimen salvadoreño de violación a derechos humanos”, Voz Popular, febrero de 1979, p. 4. CIDAI.

27Tomo este esquema dual del pensador italiano Norberto Bobbio (2005).

28Para contrarrestar este efecto, el gobierno de Romero puso en marcha el plan económico “Bienestar para todos”, en el cual se contemplaron algunos programas sociales. Empero, el objetivo prioritario, que radicaba en contener las acciones reivindicativas en la capital y la zona norte del país, no fue alcanzado (Gordon, 1989, pp. 238-245). El descuido sostenido por años en esta materia y la ausencia de reformas estructurales propiciaron el fracaso del plan.

29“Arzobispo pide ensanchar la lucha contra el comunismo”, La Prensa Gráfica, 24 de abril de 1954, p. 3. Agradezco a Ricardo Ribera los comentarios y sugerencias que me formuló en esta segunda parte del artículo. Asimismo, a Óscar Meléndez por el material que me proporcionó del CIDAI y de la biblioteca Florentino Idoate de la UCA de El Salvador.

30Uno de los objetivos que persiguieron los estadunidenses con su política en pro de los derechos humanos, diseñada por el consejero de seguridad Zbigniew Brzezinski, era acorralar ideológica y propagandísticamente al bloque soviético, tomando distancia de los gobiernos autoritarios que habían ayudado a entronizar en América Latina. Para una discusión crítica de esta política, véase Luis da Vinha (2004).

1Arturo Zeledón y Manuel Castro, “Editorial”, Diario Latino, 15 de diciembre de 1952, p. 2.

2Sidney Mazzini, “¿Un enfrentamiento es inevitable?”, El Diario de Hoy, 17 de noviembre de 1977, p. 4.

Recibido: 11 de Octubre de 2021; Aprobado: 26 de Abril de 2022

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Doctor en Ciencias Sociales y Humanísticas. Líneas de investigación: historia política de Centroamérica, exilio centroamericano en México y migración laboral guatemalteca hacia Chiapas durante las décadas de 1920 y 1930.

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