Introducción
Hay una tradición significativa de estudios sobre la relación entre género y tierra en América Latina. Desde los estudios críticos agrarios, los estudios de género, el desarrollo rural, la economía, la sociología y la antropología, las preguntas por el papel del género en el acceso a la tierra, así como en su uso y control, han sido abordadas desde la década de 1980 (Deere 1986; Deere y León 2001; Farah Quijano 2008). Si bien hemos visto que el género ha ganado un lugar importante dentro de la producción de conocimiento y de las políticas públicas en torno a los recursos naturales, esto no significa que se hayan analizado lo suficiente cuestiones de fondo, como la desigualdad y las formas prevalentes de violencia; lo que se ha traducido, entre otras cosas, en acciones institucionales que dejan intactas dinámicas engendradas de despojo o terminan reforzándolas.
Este artículo propone una crítica a cómo ha sido entendida la relación entre género y tierra, reduciéndola a una cuestión de propiedad. En el contexto de procesos sostenidos de despojo en América Latina, considero importante situar el análisis más allá de esta mirada que, como sugiero, deja fuera espacios y prácticas que han sido históricamente feminizados. Al examinar el significado y el lugar que se le ha dado a la propiedad, me interesa ver cómo la producción de la tierra como un objeto femenino produce, a su vez, a sujetos masculinos como aquellos en capacidad de ser poseedores o dueños. En esta exclusión, se da por sentada la reproducción social y se invisibilizan prácticas políticas asociadas al trabajo de cuidado que ha sido históricamente asignado a las mujeres. Al mismo tiempo, la propiedad y su supuesto garante, el Estado, son construidos como formas de asegurar el acceso de las mujeres a la tierra y, a través de esta, a mejores condiciones de vida.
En la siguiente sección, propongo conceptualizar el género y la tierra desde la ecología política feminista; esto, con el fin de señalar el papel cohesionador de las relaciones, los roles y los estereotipos de género en el uso y control de los recursos. La tercera y cuarta sección examinan, respectivamente, cómo las prácticas y narrativas de la propiedad privada occidental están atravesadas por el género, y, de este modo, cómo terminan excluyendo sujetos, espacios y formas de relación que han sido históricamente feminizados. Por último, las conclusiones insisten en la necesidad de ir más allá de dicha exclusión -a lo que me refiero como el punto ciego de la propiedad- para así ampliar las nociones y los espacios de lo político en la región.
El género y la tierra desde la ecología política feminista
Siguiendo a Joan Scott, el género puede ser entendido como «un elemento constitutivo de las relaciones sociales» y «una forma primaria de relaciones significantes de poder» (Scott 1996, 289). Si tenemos en cuenta que estas relaciones se materializan en y a partir de espacios concretos, entre ellos la naturaleza, el género es un potente cohesionador del orden socioambiental. Esta forma de entender el género que planteo a partir de Scott puede verse a partir de tres aspectos: Primero, las construcciones hegemónicas de la naturaleza se basan en la subordinación de lo femenino, desde lo que autoras como Val Plumwood (1993) han señalado como «el modelo del amo». Esta perspectiva de la corriente de pensamiento ecofeminista plantea que la dominación de la naturaleza depende de dualismos como naturaleza/cultura, humano/no humano, mente/cuerpo, desarrollo/ atraso, blanco/negro y heterosexual/homosexual, entre otros, que se sustentan en jerarquías binarias de lo masculino y lo femenino. Esto incluye la representación de la tierra como femenina y, por lo tanto, disponible para ser explotada, o la infantilización de poblaciones locales (por ejemplo, LaDanta LasCanta 2019; Ojeda Ojeda 2019; Puleo, Segura y Cavana 2005).
Un segundo aspecto que deja en claro este poder cohesionador del género en relación con el orden socioambiental viene de la premisa de la geografía feminista de que la construcción mutua de sujetos y espacios está atravesada por el género. Esto aplica por supuesto para las distintas formas de producción de naturaleza, incluyendo espacios como la parcela, la mina y la plantación, que producen, a la vez que son resultado de, cuerpos, formas de trabajo y dinámicas de interrelación predominantemente masculinos; en contraposición a espacios como la huerta, el nacedero de agua y el fogón, atravesados predominantemente por lo femenino (Gutiérrez Aguilar, Linsalata y Navarro Trujillo 2017; Harris 2006; Nightingale 2006; Sultana 2011). Así, en relación con las actitudes, prácticas y concepciones diferenciadas de la naturaleza, como en el ejemplo de la plantación (masculino) vis a vis la huerta (femenino), y con la división del trabajo que plantean, el género es «una variable crítica que conforma el acceso de los recursos y su control» (Rocheleau, Thomas-Slater y Wangari 2004, 345).
Tercero, como varias autoras han señalado desde el feminismo marxista, la producción capitalista requiere de la reproducción social, es decir, de un conjunto de recursos y relaciones que sostienen la vida y la sociedad, y que históricamente han sido asignados a las mujeres y otros sujetos feminizados, como niños(as), personas mayores y migrantes. Como señala Nancy Fraser (2020), el capitalismo se aprovecha de «los procesos naturales que sostienen la vida y proporcionan los insumos materiales para el aprovisionamiento social», así como de «los procesos socioculturales que aportan las relaciones de solidaridad, las disposiciones afectivas y los horizontes de valor que sostienen la cooperación social» (31). Como parte de este proceso, siguiendo a Silvia Federici (2015), la apropiación del trabajo y de los cuerpos de las mujeres es fundamental para la acumulación de capital. Así, los proyectos extractivistas que se han multiplicado en América Latina en las últimas décadas no solo han tenido efectos desproporcionados sobre las mujeres en términos de su carga de trabajo, salud y vulnerabilidad frente a distintas formas de violencia basada en género (Bermúdez Rico 2012; Erpel Jara 2018; Fondo de Acción Urgente de América Latina y el Caribe 2016; Leguizamón 2019; Ulloa 2016), sino que dependen de las desigualdades de género para su sostenimiento y expansión (Cabnal 2015; Ojeda Ojeda 2021; Silva Santisteban 2017).
Entender el género a partir de su poder cohesionador del orden socioambiental nos indica que este no puede ser asumido como un asunto subsidiario a otras experiencias de discriminación, explotación y subordinación que operan de manera articulada (Esguerra Muelle y Bello Ramírez 2014; Viveros Vigoya 2016). Tomando elementos de la ecología política feminista, este artículo propone entender el género como un elemento decisivo en los procesos y dinámicas a partir de los cuales se define quién accede a la tierra, cómo y para qué.
La ecología política es un campo interdisciplinario que estudia las problemáticas ambientales como necesariamente asuntos de poder, y viceversa (Arriagada Oyarzún y Zambra Álvarez 2019; Machado Araoz 2015; Peluso y Watts 2001; Rocheleau 2007). Propuesta en la década de 1980 desde la academia anglosajona, como un diálogo necesario entre la ecología y la economía política, la ecología política se convirtió en un importante referente para contrarrestar visiones generalizadas sobre el deterioro ambiental que dejan fuera los efectos devastadores de la acumulación de capital (Blaikie y Brookfield 1987). Luego, en la década de 1990, estudios que recogían elementos de la teoría feminista en relación con las responsabilidades y los derechos sobre la tierra, el agua y otros recursos (Carney 1992; Rocheleau 1995; Seager 1993) terminaron consolidando lo que hoy reconocemos como la ecología política feminista (Bolados García y Sánchez Cuevas 2017; Bonilla Elvira 2015; Merlinsky 2017).
Desde entonces, la ecología política feminista ha sido un campo creciente que explica cómo el género da forma a la manera en la que producimos y nos relacionamos con el medio ambiente (Bolados García et al. 2017; Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo 2017a; Harcourt y Nelson 2015; Navarro Trujillo y Gutiérrez Aguilar 2018; Rocheleau 2007). Esto exige preguntarse por dónde están las mujeres a la vez que se deben cuestionar las lógicas masculinistas y patriarcales detrás de proyectos hegemónicos de producción de naturaleza como aquellos implicados en el progresivo cercamiento de los comunes y la expansión del extractivismo.
Desde una perspectiva feminista, es posible, asimismo, conceptualizar la tierra más allá del suelo, el terreno o la parcela, sin reducirla a unidades estáticas, fijadas en parte gracias a la idea de propiedad. Comprender la tierra como un entramado de elementos sociales y ambientales capaces de sostener la vida requiere tener en cuenta los elementos simbólicos y materiales que la constituyen. La tierra puede ser fuente de comida, motivo de lucha, lugar de trabajo y mercancía, así como de sedimentos, microorganismos, pesticidas y minerales. Pensarla en relación con las disputas y negociaciones que la configuran de manera constante abre su comprensión en tanto construcción histórica y geográfica particular, es decir, en tanto proceso. En este sentido, la tierra es mejor entendida como «un ensamblaje provisional de elementos heterogéneos que incluyen sustancias materiales, tecnologías, discursos y prácticas» (Li 2014, 589, traducción propia; véase también Bakker y Bridge 2006; Ballestero 2019).1
Me pregunto entonces por el papel que juega el género en la configuración del ensamblaje de la tierra en tanto propiedad. En la siguiente sección, analizo cómo la determinación del uso, la tenencia o el manejo exclusivo de la tierra por parte de una persona o de un grupo de personas está definida a partir de relaciones de poder dentro de las cuales el género ocupa un lugar central.
El género de la propiedad de la tierra
La propiedad es una relación entre personas a través de cosas (Verdery y Humphrey 2004, 5). Como concepto, la propiedad ha sido analizada etnográficamente, dando cuenta de los procesos y las dinámicas a través de los cuales se construye esta relación en momentos y contextos específicos (Camargo 2017; Hetherington 2009; Olarte Olarte 2019; Verdery y Humphrey 2004). Como señala Nick Blomely en su análisis de la propiedad occidental y moderna, esta es una entidad y un ejercicio que se configura a través de una serie de procedimientos de registro, medición e inscripción. Estos procedimientos no son simples ejercicios de transmisión o traducción, ya que «configuran en su funcionamiento a objetos y personas (e ideas y representaciones) de formas particulares» (Blomley 2008, 1838, traducción propia).
Cabe señalar que estos objetos y personas (e ideas y representaciones) están siempre atravesados por el género. Si concebimos la propiedad occidental y moderna como una construcción inacabada que tiene que ver con la distribución del poder, encontramos que la propiedad ha sido construida históricamente como un asunto masculino. Una de sus manifestaciones es que, hoy en día, las mujeres representan tan solo el 18 % de las personas propietarias de tierra en América Latina (FAO 2018; ver también Deere, Alvarado y Twyman, 2012). Los esfuerzos por ampliar la propiedad de la tierra a las mujeres siguen siendo importantes para alcanzar mayor equidad de género, pero es importante cuestionar la mirada generalizada de que esta funciona como una fórmula mágica que se traduce, entre otras cosas, en mayor poder de negociación dentro y fuera del hogar.
Las prácticas hegemónicas de la propiedad -el cómo- construyen tanto el sujeto de la propiedad -el quién- como su objeto -el qué- (véase Valverde 2009). En este proceso, las relaciones entre hombres y mujeres -así como entre adultos(as) y niños(as), humanos(as) y no humanos(as), o entre quienes acatan la cisheteronorma y quienes no- están en constante configuración. Su definición da forma, a su vez, a los derechos sobre la tierra y a las maneras de intervenirla. Contrario a la concepción generalizada del uso y control de los recursos como factores exógenos o preexistentes a los regímenes de propiedad, «las relaciones sociales de poder (tanto de conflicto como de afinidad) dan forma a, a la vez que están condicionadas por, la definición, distribución y control de la propiedad (ya sea privada, pública o “común”)» (Rocheleau y Edmunds 1997, 1351, traducción propia).
Para señalar las distintas formas en las que la propiedad de la tierra está atravesada por concepciones, estereotipos, roles y desigualdades de género, es útil ahondar en la noción occidental y moderna de propiedad privada que, desde la tradición liberal, se basa en la separación sujeto-objeto y opera a través de tres elementos fundamentales: posesión, exclusión y autoridad estatal. Por una parte, como afirma Carol Rose (1985), es la intención explícita de poseer -esto es, de privar a otras personas del uso y del valor de algo-, lo que subyace a la propiedad y, en particular, al título. Segundo, en relación con la posesión, la propiedad privada define el uso exclusivo de una cosa, la tierra en este caso, por parte de una persona. Por último, la propiedad requiere de una autoridad que la haga cumplir. Si bien esta autoridad no es siempre la del Estado, la propiedad es uno de los aspectos constitutivos del poder estatal y de las nociones de ciudadanía (Lund 2016). Estos tres elementos apuntan a cómo la propiedad occidental está basada en la distribución del poder y en el establecimiento de un dueño determinado, ya sea individual o colectivo. De allí que para distintos(as) autores(as), la violencia resulte inherente al establecimiento y legitimación de la propiedad (Blomley 2003; Mansfield 2007; Nichols 2018). Si bien la propiedad privada e individual no es la única existente frente a formas de propiedad pública, colectiva, corporativa, entre otras, es la forma que históricamente ha privilegiado tanto el Estado como el mercado en América Latina. Esto debido, en parte, a su concepción como requisito para el desarrollo -como ha criticado Arturo Escobar (1998), (2010)- y como institución necesaria y deseable ligada a ideas de sostenibilidad, empoderamiento y ef iciencia.
El establecimiento de la propiedad privada individual es un elemento central de lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha denominado «el horizonte colonial de larga duración» (1993, 58). Con esto, Rivera Cusicanqui apunta a la manera en la que las formas coloniales de despojo, explotación y disciplina se recrean de manera constante en América Latina. A pesar de que la historia de la región ha sido contada como un proceso ascendente de transición del régimen colonial a uno republicano, autores como Rivera Cusicanqui (2010a), (2010b) y Fernando Coronil (2000) insisten en las continuidades entre estos regímenes, en particular en relación con la captura de la tierra y el trabajo por parte de las élites locales. La construcción de un orden liberal en América Latina estuvo basada, en parte, en formas violentas de establecimiento de la propiedad. Como señala Rivera Cusicanqui (2010b) para el caso de Bolivia, la imposición de una territorialidad masculina y letrada, para la cual la propiedad resultaba esencial, significó la pérdida del control sobre los recursos por parte, sobre todo, de las personas indígenas y de las mujeres. Siguiendo este análisis, la propiedad privada como un principio liberal que aplicaba solo a hombres (CIS) blancos y letrados fue entonces un determinante de las nociones de ciudadanía y progreso, que siguen rondando aún hoy en día el sentido común sobre la posesión, la exclusión y la autoridad.
Esta exclusión histórica de las mujeres se mantuvo, incluso, luego de las distintas reformas agrarias del siglo XX en América Latina. Trabajos como los de Carmen Diana Deere y Magdalena León (2002) han sido fundamentales en esa dirección. Las autoras analizan las tres primeras reformas del siglo -México (1910), Bolivia (1953) y Cuba (1959)- señalando cómo fueron las de mayor alcance al ser resultado de revoluciones sociales. Para el caso de México, los derechos de herencia de las mujeres en los ejidos se fueron fortaleciendo como resultado de organizaciones feministas que desde los años 30 demandaban igualdad en los derechos a la tierra. A pesar de esto, solo hasta 1971 hubo igualdad formal de acceso a la tierra entre hombres y mujeres, y fue el primer país de la región en hacerlo. Por su parte, la reforma agraria en Bolivia definía a los beneficiarios como hombres mayores de edad y viudas con hijos(as), condicionando así la participación de las mujeres. Como señalan las autoras, la gran mayoría de las indígenas de los departamentos de la sierra fueron excluidas de la reforma por no ser jefas de hogar o porque no eran consideradas agricultoras. De igual forma, la reforma agraria cubana benefició sobre todo a los hombres y la adjudicación se dio a los jefes de hogar, limitando la participación de las mujeres en las organizaciones campesinas.
Luego, en los años 60, los esfuerzos llevados a cabo en el marco de la Alianza para el Progreso estuvieron orientados hacia la ampliación de la frontera agrícola, con gran resistencia por parte de los terratenientes. En países como Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador y Honduras, se trató sobre todo de estrategias de colonización dirigida que no afectaron a la propiedad privada, sino que se valieron de tierras estatales. Estos procesos de reforma agraria no lograron desestabilizar la definición de los beneficiarios en términos masculinos, a la vez que la expansión de la frontera agrícola estaba basada en visiones masculinistas de la tierra como un espacio vacío dispuesto para ser controlado y explotado. La mayoría de los códigos civiles de los países en la región asumían que «los hogares campesinos estaban representados por un jefe varón y que, si se beneficiaba al jefe de hogar, todos los miembros de la familia también se beneficiarían» (Deere y León 2002, 84). Solo hasta después de los años 80, las mujeres fueron incluidas de manera significativa por estas reformas.2
De las reformas agrarias de los años 60 y 70, las de mayor impacto fueron las de Perú -bajo el gobierno militar progresista de Velasco Alvarado- y de Chile -bajo la presidencia socialista de Allende-. En Centroamérica, las de El Salvador -tras la guerra civil de 1975- y de Nicaragua -con la revolución sandinista en 1979- fueron también significativas. Si bien las reformas de Perú y Chile «fueron notables en términos de su alcance, ninguna tuvo en cuenta consideraciones de equidad de género y terminaron siendo tan patriarcales como las demás reformas» (Deere y León 2002, 116-17). Si bien en el caso chileno, el gobierno de Allende amplió la definición de beneficiarios para incluir a mujeres jefas de hogar; en la práctica, las mujeres no eran vistas como agricultoras. Por su parte, la reforma agraria sandinista fue la primera en América Latina que incluía dentro de sus objetivos la participación de las mujeres. A pesar de esto, en la práctica, las cifras nicaragüenses no son muy distintas a las de El Salvador o Costa Rica. En El Salvador, las mujeres tampoco accedieron en gran medida a la tierra e, incluso, algunas de las expropiaciones se hicieron a viudas, bajo el supuesto de que no podían trabajarla.
En términos generales, las mujeres fueron excluidas de las reformas agrarias latinoamericanas. En particular, el agricultor y el jefe de hogar como los beneficiarios de estas reformas subordinaban el papel de las mujeres y las reducían a las ayudantes de sus compañeros. En algunos casos, las mujeres podían acceder a la tierra si enviudaban, pero en la mayoría de los países se daba prioridad de herencia a los hijos hombres. Como demuestran Deere y León (2002), las mujeres estaban drásticamente subrepresentadas como beneficiarias de estas reformas y, si bien hubo avances legislativos en los años posteriores, el acceso de las mujeres a la propiedad de la tierra sigue siendo muy limitado en la práctica aún hoy en día.
Solo hasta la década de los 90 se produjeron modificaciones en los códigos agrarios de la mayoría de los países de la región que, en el papel, posibilitaron la titulación por parte de las mujeres. Sin embargo, con la entrada del neoliberalismo, la percepción de la propiedad privada afianzó su sesgo en contra de los procesos de redistribución. Si bien en los años 60 la visión de la propiedad estaba más centrada en su servicio al cuerpo social como un todo, al menos en el discurso, esto cambió para los años 90. Desde entonces, la producción de conocimiento y la política pública en torno a la propiedad ha estado saturada por los planteamientos de Hernando de Soto (2000), bajo el supuesto instrumentalista de que la institucionalización, formalización y regularización de la propiedad privada es un requisito para el mejoramiento de las condiciones de vida de poblaciones marginalizadas y una garantía para alcanzar mayores estadios de desarrollo.3
Esta perspectiva impulsada por organismos como el Banco Mundial y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha informado esfuerzos estatales de titulación que buscan esclarecer la propiedad fuera de las formas consuetudinarias, privilegiando derechos individuales y exclusivos por encima de formas de propiedad que resultan a menudo superpuestas y complementarias, así como de otras múltiples formas de relacionamiento con la tierra, el agua, el cultivo y el monte, entre otros espacios que sustentan la vida. Asimismo, la inclusión de las temáticas de género se dio en el marco de políticas de género y desarrollo que buscaban incluir un análisis del sistema económico, político y social como un todo. Sin embargo, su enfoque en la ampliación de los derechos legales de las mujeres terminó centrado en la propiedad de la tierra (versus derechos como al trabajo o a una vida digna) y se dio articulado a los procesos de privatización, deslaboralización y desregulación estatal en la región.
Esta configuración de la relación entre género, tierra y propiedad en América Latina se ha mantenido hasta el día de hoy y la exclusión de las mujeres se ha visto acentuada con la implementación y expansión de proyectos extractivistas en la región, sobre todo desde finales de los 2000. Con el aumento de la demanda global por combustible, forraje y comida en el marco de la crisis financiera y las dinámicas de acaparamiento de tierras que desató, se ha dado una nueva ola de contrarreforma agraria en la región y los esfuerzos redistributivos se han detenido. Al mismo tiempo, el acaparamiento de los recursos no pasa necesariamente por el control de la propiedad, ya que los procesos de acaparamiento se dan a menudo a través de contratos de arrendamiento o del control de distintos momentos en la cadena de producción (Ojeda Ojeda et al. 2015). En este nuevo panorama de mayor presión por los recursos, la propiedad privada como un asunto masculino, basado en la exclusión de las mujeres como dueñas o poseedoras ideales, no se ha transformado de manera significativa. A pesar de los avances legales, estos no se han traducido en mayor acceso real a la tierra por parte de las mujeres.
Un ejemplo de esto es la política de restitución de tierras en Colombia, implementada a partir del 2011 en el marco del proceso de justicia transicional.4 La restitución abrió legalmente la posibilidad de titular la tierra a las mujeres, ya sea individualmente o bajo titulaciones dobles (marido y mujer). Sin embargo, como ha documentado en detalle Donny Meertens, esto no se ha hecho realidad en la práctica. En su estudio, Meertens (2017) muestra que las mujeres siguen accediendo al título de propiedad sobre la tierra primordialmente a través de un hombre. De igual forma, las decisiones productivas y el control sobre los recursos han solido estar en manos de los hombres, mientras que los aportes económicos y sociales del trabajo productivo y de cuidado de las mujeres han sido ampliamente desconocidos. Esto tiene que ver, en parte, con el enfoque familístico de la ley, pero, más allá de eso, responde a la noción de propiedad que construye al propietario como un sujeto masculino. Como señala la autora, los(as) jueces(zas) no adjudican títulos a las mujeres porque la posesión es definida en el Código Civil colombiano como «la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño» (artículo 762), lo cual excluye de manera tajante a las mujeres y las relaciones de pertenencia, cuidado y trabajo que establecen con la tierra.
A la vez que la propiedad privada produce al propietario como un sujeto masculino, produce al objeto de la propiedad, eso que controla, como femenino. Esto puede verse a través de los procesos de fragmentación y fijación que resultan en la construcción de la tierra como estática y bidimensional. Por un lado, según la definición que propone María Carolina Olarte Olarte, la ley opera fragmentando la naturaleza en distintos elementos. De este modo, «áreas y porciones de tierra son concebidas como fragmentos que son estables e independientes entre sí» (Olarte Olarte 2019, 29, traducción propia). Por el otro, la tierra se produce como estática, fijando los sujetos a esta. En su apuesta por entender la propiedad como un fenómeno geográfico a través del cual se ensamblan humanos y no humanos, Alejandro Camargo (2017) critica la concepción de la tierra que, como objeto de propiedad, emerge como una entidad estática en términos espaciales y temporales. Por el contrario, según propone el autor, «la tierra nace, se expande, se contrae y cambia bajo diferentes temporalidades, ya que interactúa con otros elementos como el agua» (2017, 1, traducción propia).5 De este modo, en el proceso de configuración de la propiedad emergen a la vez el propietario -como sujeto racional que detenta la posesión, el derecho de exclusión y la autoridad- y la tierra -como un objeto estático, explotable y disponible-. La propiedad de la tierra sella así la construcción del sujeto como siempre ya masculino (blanco, cisgénero y heterosexual), un aspecto ampliamente explorado por los estudios feministas (Butler y Scott 1992).
Como mostraré en la siguiente sección, este proceso de producción del cómo, el quién y el qué de la propiedad privada de la tierra implica la borradura de sujetos, espacios, prácticas y formas tanto de producción, interrelación y pertenencia, como de despojo y acción política.
Lo que queda fuera de la propiedad
Poner la propiedad privada en el centro de la relación entre la tierra y el género no permite dar cuenta de las complejas relaciones que determinan el uso y acceso a ecologías fundamentales para el sostenimiento de la vida. A esto me refiero como el punto ciego de la propiedad. Argumento que tras él se ocultan procesos y dinámicas a través de los cuales se configuran mutuamente subjetividades, espacios y relaciones de poder.
La propiedad privada ha sido criticada por ocultar los procesos de superposición, competencia, correlación y complementariedad que existen entre distintos derechos y entre distintas formas de relacionamiento con la tierra. Ir más allá de su punto ciego es desafiar los mapas bidimensionales de la propiedad para tener en cuenta «sus realidades multidimensionales, caracterizadas por la diversidad social y ecológica, así como por las complejas redes de conexión entre varios grupos de personas y los recursos que los sostienen» (Rocheleau y Edmunds 1997, 1351, traducción propia). Si bien muchos de los esfuerzos de reforma agraria en la región en la década de 1960 adjudicaron propiedades colectivas a grupos de campesinos, trabajadores asalariados o cooperativas -y hoy en día existen esquemas de propiedad colectiva, como la política de restitución de tierras en Colombia, que permiten que ciertas comunidades étnicas reclamen derechos territoriales-, la propiedad individual de la tierra sigue siendo la forma principal de entender la relación entre las personas, los grupos sociales y las ecologías que sostienen la vida. Como se demuestra en distintas investigaciones, las diferentes formas de tenencia de los recursos y los modos en que se complementan superponen y compiten las formas de uso y control de la tierra, el subsuelo, la ciénaga, los árboles y el monte, por mencionar algunos, en un mismo espacio (Camargo 2017; Carney y Watts 1990; Leach 1994; Rocheleau 1991).
Otro tipo de crítica ha señalado que la propiedad no es suficiente garantía de otros derechos. La insistencia en el título como elemento fundamental del uso y posesión de la tierra ha sido examinada al menos en dos aspectos: el primero, relacionado con el hecho de que la propiedad en sí misma no se traduce necesaria ni inmediatamente en derechos sobre un recurso. Estos dependen, más allá del título, de roles, estereotipos y arreglos, entre ellos los de género, que no se definen solamente dentro de los espacios formales de la ley o del mercado (Agarwal 1994; Rocheleau 1991). Como muestra Donny Meertens (2017) para el caso de Colombia, las mujeres que han recibido títulos continúan estando en condiciones de vulnerabilidad e inseguridad que hacen que prefieran vender la tierra. Esto desafía la idea de que el título formal sobre un terreno se traduce de manera directa en mayor capacidad para definir qué sembrar, cómo sembrarlo y qué hacer con la cosecha. El título de propiedad puede ser necesario, sobre todo en espacios de privatización, cercamiento y despojo como los que caracterizan la ampliación del extractivismo en América Latina, pero es claramente insuficiente (Ojeda Ojeda 2016).
El segundo aspecto de los limitantes de la propiedad que ha sido ampliamente abordado tiene que ver con el hecho de que el título es a menudo el primer paso para el despojo. Como señalan varios estudios, la titulación formal puede funcionar como una estrategia de acaparamiento de tierras o de su legalización (Grajales 2011; Hetherington 2009; Mansfield 2008). Para casos como el colombiano, el esclarecimiento y la definición de los títulos de propiedad han permitido en muchos casos que empresas, latifundistas o, incluso, el mismo Estado sepan con precisión a quién deben sacar de qué predios para adelantar proyectos extractivos asociados a plantaciones agroindustriales, hidrocarburos, represas, minería, turismo o conservación. Esto sin mencionar las conexiones estrechas entre actores armados ilegales y el reforzamiento de los derechos de propiedad en países como Colombia (Ballvé 2012), Guatemala (Devine 2014) y México (Rocheleau 2015).6
En particular, mujeres y niños(as) pueden ver reducido su acceso a espacios comunes como bosques, nacederos de agua y pastizales «luego de que procesos de titulación formal o de reforma en la tenencia de la tierra les otorguen a los y las terratenientes mayor poder de exclusión» (Rocheleau y Edmunds 1997, 1354, traducción propia). Asimismo, la inclusión de las mujeres en estos regímenes de propiedad puede traducirse en menor capacidad de toma de decisiones debido a que, en muchos casos, su lugar es marginal dentro de las lógicas del Estado y del mercado, lo que les permite tener mayor rango de maniobra. Distintos estudios muestran cómo el cultivo de arroz, el mantenimiento de huertas o el cuidado de árboles por parte de las mujeres es posible, en parte, debido a la ausencia de derechos formales de propiedad sobre la tierra (Agarwal 1994; Carney 1992; Leach 1992; Rocheleau y Ross 1995).
Además de señalar estas críticas, me interesa profundizar en aquello que queda oculto tras el punto ciego de la propiedad. Por una parte, las nociones generalizadas de propiedad privilegian el trabajo productivo frente al trabajo reproductivo asignado usualmente a mujeres, niños(as) y personas mayores, entre otros sujetos feminizados. El trabajo de ir por agua, recoger leña, cuidar animales, cultivar plantas medicinales, desyerbar o recolectar frutos se da por descontado. Cultivar la tierra, «ponerla a producir», parecería traducirse mejor a la voluntad explícita de poseer un pedazo de tierra, lo que parecería descontar otros tipos de trabajo que se llevan a cabo en espacios rurales. Estos tipos de trabajo incluyen, por supuesto, el cuidado -cocinar, criar, limpiar, cuidar de las personas enfermas, etcétera-, pero van más allá, como en el caso de trabajos que no se registran dentro de visiones agraristas del campo y los campesinos -ventas ambulantes, trabajo temporal en las ciudades, minería artesanal, trabajo sexual, etcétera-. Esto aplica no solo para concepciones neoliberales de la propiedad, sino también para algunos análisis críticos que se basan en la propiedad como el trabajo robado por el capitalista, pero ignoran el trabajo reproductivo que lo sostiene (compárese con Federici 2015; Fraser 2020; Gutiérrez Aguilar 2015).
Incluso la vieja consigna de los movimientos agrarios latinoamericanos de «la tierra para el que la trabaja» da por sentado el trabajo reproductivo, usualmente asignado a las mujeres. Como hemos visto, el acceso a la tierra por parte de las mujeres ha sido una larga historia de exclusiones. Diversas organizaciones de mujeres rurales en la región señalan cómo ellas son dueñas de tierras solo a través de un hombre, esto debido a su invisibilización como parte importante de las luchas campesinas y los procesos de reforma agraria, así como a la ausencia de reconocimiento de sus aportes económicos y políticos, incluso hoy en día.
Junto con estas formas de trabajo, la propiedad parecería borrar los espacios feminizados de producción y reproducción. Por ejemplo, vista a través de la propiedad, la huerta es desestimada en cuanto a su extensión, cuando en realidad constituye un espacio agrario esencial para el sostenimiento y la identidad de campesinos(as) en espacios tanto rurales como urbanos (Cohen 2010; Henríquez Chacín 2020; Rodríguez Carreño 2018). De igual modo, la centralidad en la propiedad al pensar las múltiples y complejas formas de relacionamiento con la tierra da por descontados espacios comunes y, con ellos, prácticas de comunalización que permiten hacer frente a la expansión del extractivismo y sostener la vida en medio de dinámicas de despojo sostenido. Esta constante construcción de lo común tiene que ver con prácticas cotidianas de reproducción social (Federici 2011, 2019), que son la base de complejas economías morales, tan importantes en espacios rurales a lo largo de la región, incluso en (o debido a) la expansión de economías monetizadas donde los regímenes de propiedad privada se han hecho imperantes (Berman-Arévalo 2019; Flórez Flórez, Ramón y Gómez 2018; Wolford 2005).
El enfásis en la propiedad para leer la relación entre tierra y género conlleva también a una definición reduccionista del despojo como pérdida de la propiedad sobre un bien. El despojo es un proceso violento de configuración socioespacial que pone en riesgo la capacidad misma de sostener la vida (Fernandez 2018; Ojeda Ojeda 2016; Rocheleau 2015) 2015). De este modo, el despojo puede ser definido a partir de dos aspectos: 1. Este proceso no es neutral en términos de género, ya que tiene efectos desproporcionados siguiendo sus líneas de diferenciación (Elmhirst et al. 2017; Leguizamón 2019; Meertens 2016) y, quizás más importante, está basado en dinámicas profundamente engendradas (Berman-Arévalo y Ojeda Ojeda 2020; Carney y Watts 1990; León Araya 2017).
De igual forma, la mirada centrada en la propiedad privada borra distintas formas de resistencia a procesos de despojo y avance del extractivismo, como en el caso de la expansión de proyectos mineros, hidroeléctricos o de plantaciones, ya que tiende a prestar atención sobre todo a luchas políticas por la titulación, formalización y regularización de la propiedad de la tierra. En este sentido, la propiedad, al operar como metáfora de la tierra (Rose 1985), termina suplantándola. Los esfuerzos históricos de lucha por la tierra terminan siendo reducidos a la asignación de un área y confunden la obtención del título con la garantía sobre el control de los entramados biológicos y sociales que ensamblan la tierra. Como ha sido ampliamente documentado, distintos movimientos sociales a lo largo de América Latina han contrarrestado esta reducción desde la movilización de la defensa del territorio (véase Devine, Ojeda y Yie Garzón 2020 para una discusión; Olarte Olarte 2019), reclamando a la vez que desafían regímenes bidimensionales de propiedad, ya sea privada (como la finca o la parcela), comunal (como el consejo comunitario, el ejido o el resguardo) o estatal (como terrenos baldíos o parques naturales). Al mismo tiempo, desde feminismos populares, comunitarios, indígenas y del Abya Yala, se ha enfatizado en la imposibilidad de separar cuerpo y territorio, incluyendo territorio-tierra y territorio-agua (Tamara de Gracia 2013; Cabnal 2018; Carrillo Rodríguez 2020; Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo 2017b; Cruz Hernández y Bayón Jiménez 2020; Guzmán 2019; Zaragocín 2018).
De este modo, la propiedad deja fuera las geografías ordinarias, es decir, las espacialidades de las relaciones y prácticas cotidianas a través de las cuales la gente habita y transforma el mundo, y que tienen que ver con la reproducción social las prácticas de cuidado (Berman‐Arévalo y Ojeda Ojeda 2020). En y a través de estas espacialidades de las geografías ordinarias -como lo son la huerta, el fogón, el pozo de agua y el monte- se disputa buena parte del uso y control de la tierra, configurando en el proceso muchas otras relaciones que no pasan por la propiedad y que tienen que ver con economías comunitarias, lazos de solidaridad y formas de intercambio. Ignorar estas relaciones y estos espacios, así como la manera en la que pautan las relaciones, los roles y los estereotipos de género, hace que se ignoren múltiples prácticas -como aquellas de cuidado y comunalización- en tanto prácticas políticas que albergan la posibilidad de cuestionar e interrumpir formas de violencia, incluyendo la violencia extractivista, la violencia política y la violencia basada en género, que hemos visto profundizarse en la región (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo 2017a; Erpel Jara 2018; Ulloa 2016).
Conclusiones: más allá de la propiedad
En este artículo, sigo el hilo de la propiedad para entender cómo se ha conceptualizado la relación entre tierra y género. Argumento que los complejos procesos que resultan en, a la vez que son resultado de, la producción de sujetos, objetos y las relaciones entre estos no pueden ser reducidos a la propiedad. Al mismo tiempo, al dar cuenta de cómo el género pauta estos procesos, examino cómo se constituye lo que llamo el punto ciego de la propiedad y lo que queda fuera de él.
Desde la ecología política feminista, este artículo plantea un análisis de las relaciones engendradas de poder y su papel central en el ensamblaje de la tierra en tanto propiedad. Esto no busca descontar el lugar que juega la propiedad dentro de las luchas por definir qué es la tierra, cómo y para quién en distintos lugares de América Latina. Sin embargo, en diálogo con planteamientos marxistasfeministas, argumento que la propiedad privada, vista como una cualidad masculina de un sujeto masculino sobre un objeto femenino, borra importantes formas de trabajo -mayormente asociadas al cuidado- y de relación entre personas y de estas con las ecologías que sostienen la vida -mayormente asociadas a procesos de comunalización-.
En el contexto actual de agudas crisis ambientales, expansión del extractivismo y profundización de las desigualdades en la región, propongo ver más allá de la propiedad para incluir sujetos, espacios y prácticas que deben ser entendidas en su dimensión y potencia políticas. Descentrar la propiedad en el análisis de las cuestiones entre género y tierra puede, así, contribuir al esfuerzo por desestabilizar la confianza en instituciones patriarcales como el título, la ley y el Estado, que están profundamente implicadas en las dinámicas históricas de despojo sostenido en la región.