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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.43 no.173 Ciudad de México jul./sep. 2021  Epub 14-Feb-2022

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2021.173.59818 

Horizontes

Educación moral y ética de la acción en el aprendizaje-servicio universitario. La sombra de John Dewey

Moral education and action ethics in university service-learning: the shadow of John Dewey

Miguel A. Santos Rego* 

Ígor Mella-Núñez** 

Jesús García-Álvarez*** 

*Catedrático de Universidad del Departamento de Pedagogía y Didáctica de la Universidad de Santiago de Compostela (España). Doctor en Ciencias de la Educación. Líneas de investigación: pedagogía intercultural; complejidad y teoría de procesos educativos; aprendizaje-servicio y educación superior; educación cívica. Publicación reciente: (2021, en coautoría con M.J. Ferraces, M. Lorenzo y A. Godás), "Students’ Mediator Variables in the Relationship between Family Involvement and Academic Performance: Effects of the styles of involvement", Psicología Educativa, vol. 27, núm. 1, pp. 85-92. CE: miguelangel.santos@usc.es

**Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Pedagogía y Didáctica de la Universidad de Santiago de Compostela (España). Doctor en Educación. Líneas de investigación: formación universitaria; aprendizaje-servicio; rendimiento académico; desarrollo de competencias. Publicación reciente: (2021, en coautoría con M.A. Santos-Rego, C. Naval y V. Vázquez (2021), "The Evaluation of Social and Professional Life Competences of University Students through Service-Learning", Frontiers in Education, vol. 6, núm. 606304. CE: igor.mella@usc.es

***Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Pedagogía y Didáctica de la Universidad de Santiago de Compostela (España). Doctor en Educación. Líneas de investigación: pedagogía laboral; relación formación-empleo; estudio de los procesos de inserción laboral en la educación superior; análisis de competencias transversales en la universidad. Publicación reciente: (2021, en coautoría con J.E. Rodríguez F., M. Lorenzo y G. Míguez), "The Game of Skittles on the Northern Route of the Camino de Santiago", Frontiers in Psychology, vol. 11, núm. 588223, pp. 1-14. CE: jesus.garcia.alvarez@usc.es


Resumen

El propósito del artículo es analizar el modo en que las ideas de John Dewey han influenciado el origen y desarrollo del aprendizaje-servicio, especialmente respecto de su análisis de la dimensión moral de la educación, y cómo esa concepción ha ido impregnando el despliegue operativo de esta estrategia educativa en la educación superior. Realizamos una revisión bibliográfica de alcance de los textos originales del autor de interpretaciones posteriores que permiten analizar los vínculos existentes entre el pensamiento del filósofo estadounidense y las posibilidades éticas y morales del aprendizaje-servicio. Se resaltan los componentes deliberativos y axiológicos (participación, compromiso, responsabilidad, etc.) que es posible animar en los estudiantes universitarios con esta metodología, y se contribuye a la reconstrucción de una ciudadanía democrática basada en una ética de la acción desde la evaluación de necesidades comunitarias.

Palabras clave: Aprendizaje-servicio; Pensamiento reflexivo; Educación moral; Educación superior; Educación ética

Abstract

This article examines the way in which the ideas of John Dewey have influenced the origin and development of service-learning, especially with regard to his analysis of the moral dimension of education, and how this conception has permeated the operational deployment of this educational strategy in higher education. With this in mind, we carried out a comprehensive bibliographic review, both of the author’s original texts and of subsequent interpretations that, ultimately, allow us to analyze the existing links between the thoughts of the American philosopher and the ethical and moral possibilities of service-learning. Moreover, we highlight the deliberative and axiological components (participation, commitment, responsibility, etc.) that can be encouraged in university students with this methodology, and we delve on the possibility of reconstructing a democratic citizenship based on an ethics of action from a community needs assessment.

Keywords: Service-learning; Reflective thinking; Moral education; Higher education; Ethics education

Introducción

La habilitación para el ejercicio profesional no es posible sin la adquisición de habilidades que, si bien se logran a lo largo de toda la vida, fundamentalmente se adquieren en la juventud; así, el proceso de aprendizaje ha de nutrirse y disponerse según espacios y situaciones que hagan factible el desarrollo y afianzamiento de aquellas habilidades que convengan a la mejor preparación del graduado en su marcha académica y social.

El anterior aserto cobra toda su importancia en circunstancias críticas, como las que afrontan millones de jóvenes en las sociedades actuales, con trabajos efímeros y salarios miserables. Decía Joseph Stiglitz (2012), premio Nobel de Economía, que el activo más valioso en la sociedad, su capital humano, está siendo malgastado y hasta destruido. Los jóvenes, privados a largo plazo de un trabajo decente, acaban alienados y sus habilidades corren el riesgo de acabar atrofiándose ante tanta incertidumbre y desesperanza.

Repensar su papel y el rumbo de su rol educativo en la esfera pública de una sociedad civil, que no se agota en sus lindes locales y/o nacionales, deberá ser tarea irrenunciable para las universidades, máxime si creen en su misión cívica -no sólo retóricamente inscrita en sus paneles publicitarios- como referente de una finalidad inexorable, conectada a un modus vivendi en los campus y a un modus operandi en las aulas. Lo anterior requiere de profesores conscientes de que su trabajo tiene que ver con la construcción de buenos profesionales, naturalmente, pero nunca al precio de olvidar que, antes de nada, han de ser ciudadanos responsables, a la altura del privilegio que su título les ha proporcionado.

La educación cívico-moral del estudiante universitario en un mundo de total conectividad, pero muy pobres consecuencias en los ámbitos de la política y, por descontado, de la economía, ha de ser objeto de seria reflexión, y de acción resuelta por los responsables de la educación superior, empujados -si fuese el caso- por las mismas asociaciones y consorcios de universidades, o de estudiantes y profesores a escala internacional, así como por agencias de la sociedad civil global.

Está en juego, no ya la consistencia interna de las democracias liberales en su más edificante acepción histórica, sino el mismo sentido de la formación (bildung) de millones de estudiantes universitarios de quienes se espera que posean juicio crítico y talante deliberativo. En esta coyuntura, el aprendizaje servicio (ApS) ha generado, como estrategia de acción pedagógica esencial en el sistema educativo, una expectativa razonable de que es posible configurar, y hasta modelar, dinámicas de desarrollo intelectual en los niños y jóvenes, de modo tal que los supuestos teóricos de un tema o dimensión del currículo pueden transferirse a un ámbito de realidad para su transformación; esto, desde luego, siempre de acuerdo con el grado de dificultad que plantee la necesidad previamente identificada por los estudiantes en una comunidad, independientemente de que por ésta se entienda el propio centro de enseñanza o una instancia externa al mismo. Más concretamente, podemos definir el ApS del siguiente modo:

Una propuesta pedagógica que se dirige a la búsqueda de fórmulas concretas para implicar al alumnado en la vida cotidiana de las comunidades, barrios, instituciones cercanas. Se conceptualiza dentro de la educación experiencial y se caracteriza por: a) protagonismo del alumnado; b) atención a una necesidad real; c) conexión con objetivos curriculares; d) ejecución del proyecto de servicio y e) reflexión (Naval et al., 2011: 88).

Se trata, pues, de afirmar (en términos constructivistas) que la pragmática del aprendizaje precisa, en su operativo cotidiano, de una cierta vertebración teoría-práctica, cuya mutua realimentación marcaría la diferencia según los contextos disciplinares y la manera de disponerlos de manera ajustada a los requerimientos didácticos de un enfoque metodológico que exige conocimiento, pero no menos compromiso, por parte del cuerpo docente y de quienes gestionan la educación -política y administrativamente-, en sus distintos niveles y/o modalidades. Establecer partenariados entre un centro, universitario o no, y un organismo de la sociedad civil, tenga éste o no fines lucrativos, supone abrir vías de oportunidad para que el aprendizaje sirva al mundo de la vida y el servicio del estudiante favorezca su andamiaje cognitivo, al tiempo que su responsabilidad cívica y su desarrollo moral.

La citada representación del aprendizaje puede, y hasta debe, plantearse unida a una concepción genérica de la educación moral que germinó fundamentalmente en Estados Unidos de América. No extraña, pues, la profusión en el estudio de las conexiones entre el aprendizaje-servicio y el pragmatismo estadounidense (González-Geraldo et al., 2017; Liu, 1995; Maddux y Donnett, 2015; Saltmarsh, 1996; Yoder, 2016). Es ésta una corriente en la que se entiende al individuo como un sujeto activo en la construcción de su propio mundo, proceso que se articula no sólo a partir de las ideas que recibe, sino también de su propia experiencia (Maddux y Donnett, 2015).

Para lo que interesa desde una perspectiva educativa, en esta corriente, John Dewey es el principal referente; en ella se acentúa el poder educativo asociado a la experiencia de los estudiantes en el entorno comunitario, con la expectativa de que los resultados derivados de dicha interacción sean positivos tanto para el alumnado como para el propio contexto social (Santos Rego, 2013; Santos Rego y Lorenzo, 2007). Existe un amplio consenso a la hora de declarar el aprendizaje-servicio como heredero de los principios pedagógicos acuñados por John Dewey y el pragmatismo estadounidense. Así, la filosofía de Dewey es, junto a otras corrientes, una fuente de legitimación a la que acudir para desarrollar una teoría del aprendizaje-servicio (Giles y Eyler, 1994), pero también, como proponen González-Geraldo et al. (2017), para fundamentar su práctica, especialmente en lo que respecta a procesos de aprendizaje activo y centrado en el estudiante o a la misión social de la universidad.

Es justo señalar, en este punto, que el pensamiento de John Dewey se vio profundamente afectado por Jane Addams y su trabajo en la Hull House a finales del siglo XIX (Saltmarsh, 1996). En 1889 Jane Addams, premio Nobel de la Paz en el año 1931, fundó en Chicago la Hull House, un centro con orientación socioeducativa en el que se potenciaba la vida cívica y comunitaria de una de las zonas más deprimidas de la ciudad; este centro procuraba empoderar a los individuos por medio de la creación de una comunidad y el contacto con las demás personas (Daynes y Longo, 2004). Para Dewey, esta experiencia fue la demostración de que la vida comunitaria, basada en principios democráticos y de justicia, es el fin último a conseguir; y la educación basada en la experiencia social, el medio para alcanzarlo.

Saltmarsh (1996) afirma que el pensamiento del filósofo estadounidense dio lugar a una pedagogía cultural y política crítica, que se orienta al desarrollo de una ciudadanía activa y de valores democráticos. Así, en el presente trabajo analizamos cómo las propuestas de Dewey, y más concretamente aquéllas relacionadas con la educación cívica y moral, están presentes en el aprendizaje-servicio en tanto que su finalidad última es la de mejorar los aprendizajes de los estudiantes por medio de la experiencia activa en los espacios de la comunidad, lo que supone también el desarrollo de principios cívicos y democráticos.

Ahora bien, el equilibrio entre los componentes nominativos de la metodología (aprendizaje y servicio) es su clave definitoria (Santos Rego et al., 2020). Precisamente, Bringle y Clayton (2012) diferencian al ApS de otras estrategias, en tanto que en ésta el aprendizaje de naturaleza social se convierte en un objetivo pedagógico de primer nivel, además del meramente académico y/o técnico. Consecuentemente, para los mismos autores, cuando se diseña un proyecto conviene afanarse en un tipo de focalización suficientemente equitativa a propósito de la comunidad y del aprendizaje. En esta línea insisten también Escofet et al. (2016), para quienes el trabajo en entornos comunitarios y el aprendizaje académico conforman dos espacios de reciprocidad y enriquecimiento mutuo.

Si bien las ideas educativas de Dewey son resumidas bajo la máxima "learning by doing", realmente los principios que él defiende van más allá del simple "hacer", pues suponen un compromiso activo de los estudiantes en la mejora de la comunidad y un análisis reflexivo sobre los hechos y sus consecuencias (Permaul, 2009), lo que directamente refiere las dos dimensiones principales del aprendizaje-servicio ya anunciadas: la social (que se asocia con el compromiso comunitario) y la pedagógica (con su reflejo en el aprendizaje basado en la experiencia y la consecuente reflexión). Hatcher (1997), aun consciente de que Dewey era más explícito cuando escribía acerca de la educación en general que cuando lo hacía sobre la educación superior, se atreve a señalar cinco principios de una buena educación universitaria, estrechamente relacionados con el aprendizaje-servicio, que emanan directamente de los escritos de John Dewey:

  • La integración de la experiencia personal con el aprendizaje académico.

  • La estructuración de oportunidades para la reflexión.

  • La afirmación del pensamiento y la investigación reflexiva.

  • La prevalencia de la comunicación cara a cara.

  • La conexión con la comunidad.

Así las cosas, el propósito de nuestro trabajo es estudiar el modo en que las ideas de Dewey han influenciado el origen y desarrollo del aprendizaje-servicio, especialmente en referencia a su análisis de la dimensión moral de la educación y a cómo esa concepción ha impregnado el despliegue operativo de esta estrategia educativa en la universidad.

La influencia de John Dewey en el aprendizaje-servicio

A fin de unir las ideas de Dewey con los fundamentos del aprendizaje-servicio, seguimos el planteamiento de Saltmarsh (1996). Pese a que, por obvias razones temporales, la expresión como tal nunca fue utilizada por el filósofo estadounidense, en sus escritos están presentes cinco ámbitos de influencia para lo que aquí nos importa:

  • El vínculo entre educación y experiencia.

  • El pensamiento reflexivo.

  • La comunidad democrática.

  • El servicio.

  • La educación para la transformación social.

Por su lado, Giles y Eyler (1994) establecen conexiones entre los principios defendidos por Dewey y el aprendizaje-servicio en torno a dos dimensiones principales en las que es posible incluir las propuestas por Saltmarsh (1996): en primer lugar, la relevancia para el aprendizaje, en la que podemos encuadrar el vínculo entre educación y experiencia y el pensamiento reflexivo; y, en segundo lugar, la relevancia para el servicio, que abarcaría las ideas de comunidad democrática, servicio y educación para la transformación social.

Educación y experiencia

Uno de los pilares de la filosofía de Dewey es su idea de conexión entre pensamiento y acción, lo que presupone una concepción del aprendizaje como un proceso activo, en el que el estudiante es quien crea y construye su propio conocimiento en relación directa con el entorno (Dewey, 1995). Esta idea se apoya en las conexiones establecidas entre teoría y práctica, por un lado, e instituciones educativas y comunidad, por otro; elementos centrales en la pedagogía del aprendizaje-servicio (Saltmarsh, 1996).

No obstante, para Dewey (2004a) la educación y la experiencia no están necesariamente unidas entre sí. Incluso puede haber experiencias anti-educativas si, por ejemplo, detienen o perturban el desarrollo de las experiencias posteriores, o si no están realmente unidas con dicha experiencia posterior. A este respecto señala dos características que han de estar presentes en toda experiencia si se pretende que tenga un impacto educativo (Dewey, 2004a; Giles, 1987; Giles y Eyler, 1994):

  • Principio de continuidad. Las experiencias tienen lugar a través de un continuum; se apoyan en experiencias anteriores y apuntan a fines de crecimiento y desarrollo, es decir, "toda experiencia recoge algo de la que ha pasado antes y modifica en algún modo la cualidad de la que viene después" (Dewey, 2004a: 79).

  • Principio de interacción. Se entiende que el aprendizaje es situacional y tiene lugar en el contacto entre el individuo y los demás miembros de la comunidad, de donde es posible adquirir un conocimiento transferible a nuevas experiencias. Se trata de equilibrar los elementos internos y subjetivos de la experiencia con aquéllos externos y objetivos, cuya interacción da lugar a lo que Dewey (2004a) denomina "situación".

Es así que Giles (1987) resalta la importancia que tiene la transferencia de estos dos principios a los proyectos de aprendizaje-servicio. La continuidad entre la experiencia pasada y la actual, así como la interacción entre el alumnado que ofrece el servicio y las personas que lo reciben, han de entenderse como medio de asegurar la calidad de los proyectos.

Pensamiento reflexivo

En Dewey, la actividad por sí sola no constituye experiencia; es por medio del pensamiento reflexivo en la resolución de problemas que se genera el aprendizaje (Saltmarsh, 1996). En este sentido, Dewey (1995: 128) define la reflexión como "el discernimiento de la relación que existe entre lo que tratamos de hacer y lo que ocurre como consecuencia". Es, por tanto, el pensamiento reflexivo que acompaña a las experiencias lo que las dota de sentido, al convertirlas en aprendizajes que determinarán las actividades y decisiones futuras de las personas. En palabras de González-Geraldo et al. (2017: 69), "el lado educativo de la reconstrucción continua de la experiencia no está en la experiencia en sí misma, sino en su reelaboración cognitiva".

Recordemos que, para Dewey (1995), una experiencia reflexiva se caracteriza por:

  • Perplejidad, confusión y duda, ya que supone estar envueltos en situaciones incompletas cuyas características no están totalmente determinadas.

  • Una anticipación motivada por conjeturas, es decir, la tentativa de realizar interpretaciones de los elementos dados, y atribuirles una tendencia a producir determinadas consecuencias.

  • Una revisión cuidadosa de todas las consideraciones posibles y asequibles que permitirán definir y aclarar el problema en que se está inmerso.

  • Una elaboración de la hipótesis presentada para hacerla más precisa y consistente, ya que se refiere a un campo de hechos más amplio.

  • Una hipótesis proyectada como un plan de acción a aplicar en el estado actual de las cosas, al hacer algo que permita producir el resultado anticipado, y comprobar o refutar la hipótesis.

De acuerdo con esas características, la reflexión alude al esfuerzo intencional para conocer las relaciones existentes entre lo que un individuo hace en un escenario concreto y las consecuencias derivadas de dichas acciones (Saltmarsh, 1996). Ahora bien, en Dewey (2007) el pensamiento reflexivo pasa por cinco fases, pues de lo que se trata es de transformar una situación de duda y conflicto, en otra clara y coherente:

  • Sugerencia. La mente sigue adelante, busca posibles soluciones. La tendencia a actuar persiste pese a la situación confusa y desordenada, si bien es inhibida al adoptar la forma de una idea o sugerencia que sustituye a la acción directa ante un aprieto.

  • Intelectualización. Es el momento en que se define el problema o la dificultad que se ha experimentado y las posibles soluciones.

  • Hipótesis. Mientras la primera sugerencia aparece espontáneamente, de un modo casi automático, la posterior definición del problema nos permite comprender, modificar y expandir dicha sugerencia original, sobre todo por medio de la observación.

  • Razonamiento. La observación se corresponde con lo que existe en la naturaleza, creando ideas e hipótesis en nuestra mente. Por tanto, si las ideas tienen lugar en la mente, también en ella tienen posibilidades de desarrollarse gracias al conocimiento y la información que contiene.

  • Comprobación de la hipótesis en la acción. Se trata de la comprobación y verificación por medio de una mayor observación o experimentación de la idea conjetural o hipótesis.

No obstante, según Maddux y Donnett (2015), las ideas de Dewey acerca de la reflexión han sido imperfectamente adaptadas al aprendizaje-servicio en numerosas ocasiones. Lo que estos autores plantean es que la reflexión debe avanzar y mejorar el modo en que el alumnado entiende su mundo y lo vincula a su propio aprendizaje, y no simplemente reportar la satisfacción con la experiencia. Es por ello que las actividades de los estudiantes han de implicar situaciones problemáticas, así como condicionar en positivo el debate entre ellos y con los miembros de la comunidad para explorar posibles soluciones. Entenderlas consecuencias de tales problemas por medio de la reflexión será, por tanto, el mejor modo de potenciar un aprendizaje significativo:

La experiencia como ensayo supone cambio, pero el cambio es una transición sin sentido a menos que esté conscientemente conectada con la ola de retorno de las consecuencias que fluyen de ella. Cuando una actividad se continúa en el sufrir las consecuencias, cuando el cambio introducido por la acción se refleja en un cambio producido por nosotros, entonces el mero fluir está cargado de sentido. Aprendemos algo (Dewey, 1995: 124).

En este sentido, el pensamiento reflexivo deviene en vector clave de las prácticas educativas experienciales y, en el caso del aprendizaje-servicio, se convierte en el elemento que permite establecer una conexión crítica entre las actividades de servicio y el aprendizaje que a tales actividades ha de asociarse (Saltmarsh, 1996).

Comunidad democrática

Democracia y comunidad, junto a las relaciones de ambas con la educación, conforman el basamento sobre el que Dewey articuló su pensamiento. Así lo demuestra la que se configura como su obra más reconocida, Democracia y educación. Es más, tal era la fe que él depositaba en la democracia que, en palabras de Giles y Eyler (1994), constituye tanto el objetivo como el medio que orienta todos sus pensamientos e ideas. De su visión de la democracia se deriva su percepción sobre la comunidad, su confianza en la ciudadanía como una empresa compartida que se orienta a la solución de problemas sociales, así como su idea de las instituciones educativas como potenciales modelos de democracia. Como él mismo menciona, "la democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros principios de vida asociada: es la idea misma de vida comunitaria" (Dewey, 2004b: 138).

Hoy en día, el afán por el desarrollo de una sociedad genuinamente democrática propicia la apreciación de que la educación es uno de los mejores medios en los que sustentar dicho proceso, anhelo que se puede materializar en la implementación de iniciativas como el aprendizaje-servicio. Pero estas ideas no son nuevas. Ha pasado ya más de un siglo desde que Dewey (1995) abogaba por convertir a la comunidad local en el entorno apropiado para que los estudiantes pudiesen desarrollar sus experiencias, en el entendido de que el medio social es un agente formador de los individuos, por ser donde tienen lugar sus actividades. Es más, defendemos que democracia y aprendizaje han de avanzar en mutua sintonía.

Para Dewey, anota Saltmarsh (1996), la educación ha de modificar su propósito, en el sentido de que las instituciones educativas no sólo deben estar en la comunidad, sino ser parte activa de la misma, toda vez que hablamos de organizaciones en las que se articula, en parte, la construcción social. Naturalmente, su parecer no era ajeno a las condiciones del momento histórico, pues entendía que la industrialización ponía en peligro a la comunidad cuando se traducía en una sociedad impersonal y poco comprometida (Giles y Eyler, 1994; Hatcher y Erasmus, 2008). Lo que hizo, finalmente, fue abogar por la configuración de "grandes comunidades", en forma de Estados genuinamente democráticos.

Hemos de tener claro que en Dewey (1995; 2004b) lo que de verdad importa son las relaciones directas en la comunidad, donde los individuos interactúan cara a cara. Es ahí donde han de enriquecerse las experiencias del alumnado y convertirse en auténticamente educativas. El sentido individual del "yo" se construye por medio de la asociación y la interacción con los demás, por lo que no conviene marcar una división entre el individuo y la sociedad.

Servicio

Lo que nos ha ocupado hasta ahora tiene que ver con la experiencia en la comunidad, junto al correspondiente proceso de reflexión, orientado a fortalecer el aprendizaje de los estudiantes y sostener las bases de una educación para la democracia. El interrogante que se planteaba Dewey era el de cuáles serían las mejores actividades de asociacionismo para materializarlo (Saltmarsh, 1996). Sintéticamente, en su filosofía educativa, el desarrollo por parte de los estudiantes de un espíritu de servicio a los demás es la mejor garantía de una sociedad y una ciudadanía dignas. Por eso advierte sobre los excesos de la competencia entre estudiantes, a modo de efectivo cauce para la medida del éxito, porque el resultado puede ser nefasto, y agrietar el sentido de la ayuda y de la cooperación en el proceso de aprendizaje:

Cuando la escuela convierta y adiestre a cada niño de la sociedad como miembro de una pequeña comunidad, saturándole con el espíritu de cooperación y proporcionándole el instrumento para su autonomía efectiva, entonces tendremos la garantía mejor y más profunda de una sociedad más amplia, que sería también más noble, más amable y más armoniosa (Dewey, 1929: 48).

Pero, en palabras de Saltmarsh (1996), Dewey sabía que las actividades de servicio y asociacionismo podrían contribuir a fortalecer las divisiones de clase. Por tanto, de lo que se trata es que el asociacionismo y el servicio generen avance social desde una óptica de justicia; que busquen el bienestar de la sociedad en su conjunto, y no desde una perspectiva de caridad, en el entendido de que existen individuos de estatus superior e individuos de estatus inferior.

Se trata, en definitiva, de un servicio que ha de empoderar a los destinatarios, y no simplemente paliar o minimizar sus necesidades. Esta idea está presente en el aprendizaje-servicio, en el cual los efectos derivados de los proyectos dependerán, entre otros, de la orientación del programa, y tendrán como óptimas aquellas acciones que apunten hacia algún tipo de cambio social, lejos de toda identificación con un enfoque caritativo (Moely e Ilustre, 2014).

Educación para la transformación social

La última de las dimensiones entronca directamente con la perspectiva de Dewey acerca de la educación y la participación social ya esbozada. Se trata de una concepción que llama a romper las divisiones sociales, evita que el estatus y las jerarquías dominantes se perpetúen, y apunta hacia una genuina transformación social articulada en torno a la construcción de una ciudadanía democrática. Su interés por situar la educación como elemento de reconstrucción social es bien visible en Democracia y educación, donde diferencia entre sociedades estáticas y progresivas, en función del mantenimiento o transformación de las costumbres propias como una fuente de valor (Dewey, 1995). Así, las sociedades progresivas entienden la educación como el medio que ha de ofrecer a la juventud las experiencias necesarias para transformar los hábitos tradicionales en otros más proclives al logro de una sociedad mejor:

Desde hace tiempo, los hombres han tenido alguna sospecha de la medida en que la educación puede emplearse conscientemente para eliminar los males sociales y encauzar a la juventud por caminos que no produzcan esos males; y también han tenido siempre alguna idea de la medida en que la educación puede convertirse en un instrumento para realizar las mejores esperanzas de los hombres (Dewey, 1995: 75).

De acuerdo con Hatcher y Erasmus (2008), el desafío no era otro que el de convertir a la educación en palanca de una inteligencia social, tanto individual como colectiva, a los efectos de un mejor todo social. De ahí su adjetivación de "filosofía pragmática", aunada al conocimiento y la acción.

Si trasladamos la idea de trasformación social por medio de la educación a la pedagogía del aprendizaje-servicio, conviene tomar en consideración las ideas (políticas) de Butin (2003), para quien el aprendizaje-servicio debe suponer una vía transformadora y crítica del sistema tradicional. Para este autor, no se trata de ofrecer un servicio benéfico a quienes no se sientan amparados por la estructura social; el aprendizaje-servicio ha de tener un poder de cambio en la comunidad. En contra de tal planteamiento se sitúa Speck (2001). Desde su punto de vista, el peligro del aprendizaje-servicio es, precisamente, el de presentarlo a modo de paradigma adoctrinante. Se comprende, por ello, su propuesta de libertad total para que los estudiantes seleccionen el servicio y/o la entidad con la que deseen colaborar.

En una dirección paralela cabe destacar el trabajo de Morton (1995), quien diferencia dos modelos opuestos en el aprendizaje-servicio: por un lado, el basado en la caridad, donde el servicio es una actividad puntual y de ayuda, con bajos niveles de relación comunitaria; y, por el otro, el que tiene como ejes el cambio y la transformación social. Este último es el que se considera óptimo, pues no en vano se acentúa la relación con la comunidad y la preocupación por sus necesidades, amén de tratar de empoderar a las personas situadas en el centro del servicio. Chiva-Bartoll et al. (2018) proponen otros tantos modelos, con sus diferencias; en este caso se trata del modelo asistencial, centrado en el aprendizaje curricular que se asocia a las experiencias vividas en contextos de servicio a la comunidad; y del modelo crítico, más interesado en el afrontamiento del poder y el combate a la injusticia social.

Como parece claro, tales modelos y paradigmas ponen de manifiesto diferentes representaciones de la naturaleza educativa y social del aprendizaje-servicio. Es posible, desde luego, que esa representación acabe por modular, si no lo ha hecho ya, la manera de ver la misma metodología en la perspectiva de una educación superior comprometida con la transformación social.

La educación moral y cívica en el pensamiento de Dewey

En nuestro referente teórico, es inequívoca la idea de que todo proceso educativo tiene una dimensión moral. De hecho, una de las vetas más ricas en la filosofía educativa de Dewey radica en su exquisita atención a las responsabilidades morales de la educación en una democracia (Hatcher, 1997). De nuevo, el contexto histórico importa si queremos entrar de lleno en los resortes morales de su filosofía. No es baladí su continua observación de los cambios sociales derivados de la industrialización junto con las consecuencias de dos conflagraciones mundiales, además de su cercanía a los conflictos sociales en el Chicago de su tiempo y la dialéctica asociación entre urbanización e inmigración.

No obstante, un primer punto a destacar en las ideas de Dewey sobre la educación moral y cívica es su crítica al modo en que la moral y la ética estaban siendo introducidas en las escuelas, especialmente porque consideraba poco efectivos los textos que se empleaban y la concepción de ética y moral bajo la que se amparaba este fenómeno (Pietig, 1977). Así, Dewey (1926) calificó el adiestramiento moral que tenía lugar en las escuelas como "formal", al entender que los hábitos morales que se potenciaban en las mismas eran creados, en cierto modo, ad hoc:

…la educación moral queda inevitablemente reducida a una especie de instrucción catequística o lecciones sobre la moral. Las lecciones sobre "moral" significan, de hecho, lecciones sobre lo que otros piensan acerca de las virtudes y los deberes… En realidad, la instrucción directa en la moral sólo ha sido eficaz en los grupos sociales en que constituía una parte de control autoritario de la mayoría por una minoría (Dewey, 1995: 295).

Su perspectiva era radicalmente contraria a una escuela sin proyecto educativo y, por lo tanto, incapaz de conducir a una sociedad más humana y moral. La educación no puede estancarse en el clásico rol de trasmitir conocimientos y desentenderse de la posibilidad de aplicar el conocimiento a las necesidades sociales (Hatcher, 1997). Dewey (1926) presenta lo que tiene por la trinidad moral de la escuela, en alusión a tres elementos desde los que ejercer su responsabilidad moral con la sociedad. Estos aspectos son un reflejo del soporte ético presente en la organización de las instituciones educativas:

  • La vida de la escuela como institución social, en tanto que representa una genuina vida de comunidad.

  • Los métodos de aprendizaje y de trabajo, en referencia al papel activo y constructivo.

  • Los estudios en sí mismos, o programas organizados de modo que puedan ofrecer al estudiante el conocimiento que le permita crear una conciencia del mundo.

Lo que defendía era una lógica procedimental que se amparase en una teoría moral donde la ética germinara en un contexto de relaciones humanas en la acción, es decir, no se trata de estudiar principios de conducta y sentimientos morales inalterables, sino de construirlos en interacción con los demás y explorar el modo en que los individuos conviven y se relacionan (Pietig, 1977). En Dewey (1926) no son concebibles dos principios éticos diferentes, uno dentro de la escuela y otro fuera de ella; no comprende, pues, las discusiones sobre una moral para la escuela diferenciada de otra para fuera de la escuela. Es por eso que, en su obra, escuela y comunidad acaban por mimetizarse:

El niño que se educa en ella [la escuela] es un miembro de la sociedad, y debe ser como tal miembro cuidado e instruido. La responsabilidad moral de la escuela y de los que la conducen se contrae ante la sociedad. La escuela es, fundamentalmente, una institución, erigida por la sociedad, para ejercer una cierta labor específica, manteniendo la vida y haciendo avanzar el bienestar de la sociedad. El sistema educativo que no reconociese este hecho de la responsabilidad moral que le incumbe sería incompleto y caduco (Dewey, 1926: 11).

El hecho de que Dewey entienda la educación como un fenómeno que se produce en la comunicación e interacción social muestra una comprensión de la educación moral que se trasmite, y que hace que los principios cívicos y morales de una comunidad sean compartidos y tengan continuidad gracias a su trasvase intergeneracional:

La sociedad existe mediante un proceso de transmisión tanto como por la vida biológica. Esta transmisión se realiza por medio de la comunicación de hábitos de hacer, pensar y sentir de los más viejos a los más jóvenes. Sin esta comunicación de ideales, esperanzas, normas y opiniones de aquellos miembros de la sociedad que desaparecen de la vida del grupo a los que llegan a él, la vida social no podría sobrevivir (Dewey, 1995: 15).

Esta idea de la educación moral en directa relación con el ambiente social provoca la discriminación entre moral y religión. Lo recoge Dill (2007), cuando afirma que Dewey se esforzó por despojar a la moralidad de sus orígenes religiosos. Si para el filósofo estadounidense la educación es, como ya dijimos, una función social, la moralidad se configura como un proceso social distintivo; esto le hace rechazar la religión como fuente moral y proponer la experiencia y la sociedad como los gérmenes de la misma, de modo que los principios éticos y morales se encuentran en constante evolución (Dill, 2007).

El desarrollo moral por medio de la experiencia llevó a Dewey a hablar de la aparición de una fe común, o una consciencia moral común a toda la sociedad que finalmente da lugar a la democracia en sí misma; termina por suponer que esta última es fuente de estándares morales de conducta (Dewey, 1965; Dill, 2007). Por su parte, Kohlberg y Berkowitz (2008), tomando las ideas de Dewey y Piaget, confían en que la participación en comunidades escolares democráticas pueda contribuir al crecimiento del razonamiento moral de un modo mayor al que contribuyen las escuelas con un tipo de gestión y dirección más tradicional, hipótesis que comprobaron en su estudio, aunque no de un modo tan consistente como les habían llevado a considerar sus teorías iniciales sobre gobierno democrático. Lo que nos ofrece este estudio es una prueba empírica de los vínculos que establece Dewey entre la experiencia de los estudiantes en un entorno comunitario que, bajo principios democráticos, contribuye a la educación en general, y al desarrollo moral en particular, pues "la devoción de la democracia a la educación es un hecho familiar" (Dewey, 1995: 81).

Dicho en pocas palabras, lo que defendía Dewey (1926) es que el valor social que tiene la experiencia de los individuos en la escuela va más allá de una preparación para la ciudadanía entendida en sentido estricto, y se extiende a toda actividad social posterior sin dejar de lado cuestiones morales como la obediencia y el mando en una sociedad democrática.

Hatcher (1997) se refiere a La opinión pública y sus problemas de Dewey (2004b) como muestra de su preocupación ante la probabilidad de que una sociedad de máquinas llegue a destrozar la comunidad y amenazar seriamente a la democracia. Lo que hace es remarcar una conexión entre democracia y comunidad mediante la identificación de tres dimensiones morales explícitas en su filosofía de la educación:

  • La educación debe desarrollar las capacidades individuales de cada sujeto.

  • La educación debe de implicar y comprometer a los ciudadanos en asociación con los demás, para así desarrollar las capacidades individuales además de preservar una democracia participativa.

  • La educación debe proporcionar condiciones humanas, pues las capacidades individuales deben de orientarse al bien común, bajo la premisa de comprender el conocimiento como instrumento capaz de crear una sociedad justa.

No obstante, a pesar de la claridad con la que el filósofo estadounidense establece el papel de la moral en la educación, también reconoce la existencia de un sentimiento de escepticismo en torno a la misma. Creer en las reglas morales no exime de su visión arbitraria, razón por la que reclama una mayor claridad a la hora de establecer tales principios (Dewey, 1926).

La educación moral en Dewey y el aprendizaje-servicio

Ya hemos dicho que Dewey depositaba una gran confianza en el contexto social de los individuos como elemento de gran potencial educativo; esto se refleja en su entendimiento del medio social como espacio en el que nos desarrollamos tanto mental como emocionalmente en la medida en que nos vemos envueltos en situaciones derivadas de ciertos impulsos y de sus consecuencias (Dewey, 1995). Incluso llega a firmar que es tal la influencia ejercida en las personas por el grupo social propio, que aquellas actividades extrañas (ajenas al propio grupo) pueden ser percibidas como moralmente prohibidas (Dewey, 1995).

De lo anterior se colige que la experiencia en el propio entorno se convierte en un medio de educación y desarrollo cívico-moral, por lo que iniciativas educativas que sitúan el aprendizaje del alumnado en conexión con la comunidad (caso del aprendizaje-servicio) se entienden como estrategias apropiadas para poder abordar la dimensión moral desde las instituciones educativas. Es más, son numerosos los estudios que han demostrado un impacto positivo del aprendizaje-servicio en la educación cívica y moral de los estudiantes (Bernacki y Jaeger, 2008; Moely e Ilustre, 2013).

Entre otros referentes de la literatura sobre este asunto, Scott (2012) ha resaltado el desafío de Dewey a las universidades, expresado en su llamado a ejercer su compromiso y responsabilidad social por medio de una docencia e investigación susceptibles de afrontar las necesidades del mundo real. Es así como el aprendizaje-servicio llegó a situarse en el panorama educativo universitario de medio mundo -si bien con sus orígenes y mayor tradición en los Estados Unidos- como una buena práctica que permite fortalecer el aprendizaje de los estudiantes, además de incidir en su crecimiento moral, personal y social.

No obstante, como apunta Strain (2005), el desarrollo moral a través del aprendizaje-servicio pasa por un cambio en la consciencia del alumnado, desde una posición "caritativa" a otra de "justicia social". Obviamente, desde esta posición se postula un mayor desarrollo moral cuanto mayor es el contacto con la comunidad. Como afirmaba Dewey (1995; 2004b), el máximo potencial educativo de la comunidad se da por la promoción en su seno de interacciones directas y cara a cara; no en vano es en dichas relaciones donde reside la posibilidad de optimizar la experiencia de los estudiantes, y de construir una comunidad con intereses y valores compartidos.

Ahora bien, recordemos que no sólo el contacto con la comunidad afecta a los resultados obtenidos por los estudiantes implicados en ApS, incluyendo posibles cambios de naturaleza moral. También la reflexión es un proceso que cuenta al respecto, ya que aparece como lo más aprovechable, lo que aflora a lo largo del proyecto; además de referir lo que ocurre con los actores, la reflexión orienta percepciones, vincula servicio y contenidos, y desarrolla actitudes y valores (Lorenzo et al., 2021). Igualmente, la voz del alumnado y su posible liderazgo condiciona la evolución del proyecto y, en definitiva, su efectividad, bajo un prisma cívico-moral (Morgan y Streb, 2001).

La relación entre aprendizaje-servicio y desarrollo moral del alumnado también es objeto de análisis en Bringle et al. (2004). Lo que estos autores defienden es un ejercicio de adaptabilidad, a fin de evaluar al alumnado participante en proyectos de aprendizaje-servicio mediante escalas agrupadas en torno a diferentes dimensiones, entre las que encontramos el desarrollo moral y los valores personales.

Por su parte, una de las relaciones más claras entre aprendizaje-servicio y crecimiento moral procede tanto de Scott (2012) como de Strain (2005), quienes hacen uso del modelo de cuatro dimensiones de desarrollo moral de Rest et al. (1986), que comprende:

  • Sensibilidad moral. En un proyecto de aprendizaje-servicio este componente tiene lugar al inicio, es decir, en el momento en que los estudiantes se vinculan con la comunidad y toman consciencia de los conflictos y desafíos a los que se enfrentan, junto a prácticas que podrían alejarse de sus códigos morales.

  • Juicio moral. En este momento, los estudiantes involucrados en un proyecto trazan posibles vías de acción para solucionar los problemas identificados y contribuir al bienestar social. El juicio o razonamiento moral es un proceso por el que se discierne una actividad como justa.

  • Motivación moral. Supone el esfuerzo cognitivo por el que se identifican y priorizan los valores morales que orientan la acción a seguir.

  • Carácter moral. Es la fase final de desarrollo moral en un proyecto de aprendizaje-servicio, donde se supone que el alumnado actúa en función de un determinado curso de acción moral.

Puede decirse, entonces, que el aprendizaje-servicio es una práctica susceptible de ayudar a completar la personalidad moral de los estudiantes (Puig, 2003). Desde luego, como una iniciativa de educación experiencial, contribuye al desarrollo del carácter, al propiciar una reflexión introspectiva sobre el modo en que se han desarrollado sus valores, convicciones y acciones. Merece la pena recordar en este punto la máxima de Dewey de "learning by doing" y el posterior análisis reflexivo sobre la acción (Dewey, 1995; 2007).

Incluso si se parte de posturas más radicales, en las que se atiende en exclusiva al aprendizaje académico del alumnado (entendiendo éste como el leit motiv de las instituciones de educación superior), no hemos de olvidar que el vínculo entre el ApS y el rendimiento tiene que ser entendido a partir de variables que median en dicha relación (Santos Rego et al., 2016). Bringle y Clayton (2012) lo han planteado con gran nitidez al afirmar que mientras otras estrategias educativas pretenden impulsar el aprendizaje académico (centrado en los contenidos de la disciplina) y el desarrollo cognitivo, el aprendizaje-servicio es ciertamente singular al proponer el aprendizaje cívico como objetivo educativo, es decir, al incorporarlo en el aprendizaje académico (Santos Rego et al., 2016).

También Howard (2001) reconoce que, además de un servicio a la comunidad y un aprendizaje académico, el aprendizaje-servicio persigue aprendizajes cívicos en el alumnado, pues lo prepara de un modo directo e intencionado para una participación cívica activa, en una sociedad democrática plural y diversa. Es decir, los proyectos de aprendizaje-servicio que ubican el aprendizaje académico en una relación de reciprocidad con la comunidad se convierten en una clara oportunidad para enfrentarse a problemas y dilemas morales, lo que ha de acompañarse de procesos estructurados de reflexión y diálogo (Scott, 2012).

En cualquier caso, parece no existir un consenso claro sobre cuáles son las pretensiones del aprendizaje-servicio y los resultados esperados en los estudiantes. Existe una cierta confusión entre profesores y académicos sobre cuál es la contribución del aprendizaje-servicio a los estudiantes, esto es, si se trata de una metodología que optimiza el aprendizaje de conceptos y principios abstractos, o más bien produce avances en la responsabilidad social y la ciudadanía (Kezar y Rhoads, 2001). Estos autores han señalado que no existe diferenciación entre resultados cognitivos y afectivos, en tanto que la finalidad del aprendizaje-servicio es el desarrollo holístico del alumnado. Lo que se nos anuncia es la dificultad de categorizar los efectos del ApS, pues todos se definen como aprendizajes de los estudiantes, más aún en un momento en el que los aprendizajes académicos -especialmente en el contexto de diseño curricular por competencias en el que nos encontramos- no pueden ser entendidos exclusivamente como la adquisición de contenidos y teorías, sino también como el desarrollo personal, moral, cívico-social y profesional de los estudiantes.

Nos interesan especialmente quienes apuntan directamente al desarrollo moral en Dewey y cómo afecta el aprendizaje-servicio (Hatcher, 1997). Es el caso de Lake et al. (2015), con los que coincidimos en destacar el hecho de que Dewey consideraba que la escuela era insuficiente para enseñar valores morales, lo que le llevó a visualizar a la comunidad como el único escenario en el que se podían adquirir. Se trata de valores que se definen y construyen en el contacto con los demás, por lo que estos autores presentan el aprendizaje-servicio como una de las estrategias más acertadas para conectar el desarrollo moral de los individuos con la comunidad. Recordemos que en Dewey se entiende que lo importante no es que la escuela enseñe valores morales predeterminados a juicio del sistema, sino que los alumnos los reconozcan, los verifiquen y los adquieran por medio de la experiencia (You y Rud, 2010).

McIlrath (2012) comparte este punto de vista. La comunidad, arguye, tiene la capacidad de trasmitir al alumnado conocimiento que reside fuera de la universidad y del profesorado, fuertemente contextualizado e instalado en las dinámicas de la vida social. No cabe duda de que el ambiente social permite a los estudiantes consolidar los conocimientos técnicos y disciplinares que adquieren en la universidad, en tanto que les da la oportunidad de movilizarlos en la realidad; sin embargo, es muy probable que la adquisición de aprendizajes cívico-sociales y morales sea más difícil en el clásico contexto de aula, y por ello pueda beneficiarse de un entorno más comunitario.

Y, por descontado, no se trata sólo de que los aprendizajes éticos y morales se desarrollen de un modo paralelo a los de corte más técnico, sino que lo importante reside en su complementación. Dewey (1995) ya había prestado atención a las relaciones entre conocimiento (eminentemente cognitivo) y conducta, y concluía que este tipo de conocimientos tiene poca incidencia en el repertorio comportamental y de vida fuera de la institución educativa. Ilustra tal conclusión en un ejemplo tan simple como clarificador, cuando refiere que el conocimiento que un ladrón y un químico poseen sobre la dinamita puede ser idéntico; la diferencia son los hábitos morales y su radical significación en cada una de las personas.

La descontextualización de los aprendizajes adquiridos en el aula por los estudiantes en relación a su futura vida social es una de las grandes críticas lanzadas por John Dewey (1926) a las instituciones educativas:

Tiende a formar prácticamente un hábito intelectual en los niños para usarlo en una vida social que parece mantenerse cuidadosamente alejada del niño, el cual es, así, penosamente adiestrado. El único modo de preparar para la vida social es sumergirle en la vida social. Formar hábitos de utilidad y eficacia social, aparte de toda necesidad y motivo social directo, y aparte de toda situación social existente, es lo mismo que enseñar al niño a nadar mediante movimientos realizados fuera del agua (Dewey, 1926: 19).

Pero la intersección que se conforma entre las ideas de John Dewey sobre la educación moral y el aprendizaje-servicio es todavía más estrecha. En palabras de Pietig (1977), Dewey observaba en el currículo un gran recurso para la educación moral sin dejar de atender al contenido de la asignatura y sin introducir en dicho currículo lecciones morales superficiales. Al respecto, se posicionaba al lado de los métodos que promueven la construcción y producción, antes que la absorción y el simple aprendizaje de conocimientos, que consideraba esencialmente individualistas (Dewey, 1926). Pietig (1977) tampoco pierde de vista la importancia dada por Dewey a las metodologías empleadas en la escuela y su incidencia en el desarrollo moral. Es decir, defiende que las dinámicas y actividades del aula potencian un servicio activo a la sociedad y no una superficial adquisición de contenidos.

Otro de los elementos del pensamiento de Dewey sobre la moral que establece vínculos con el ApS es su modelo de imaginación moral. El insigne pedagogo entendía la imaginación como una suerte de creatividad -que define como anticipatoria- pues cabe prever el futuro uniendo posibles acciones con los posibles resultados que puedan derivarse de las mismas; de ahí surge una conexión imaginativa entre lo conocido y lo desconocido, de lo que se derivan visiones morales (You y Rud, 2010). En un proyecto de aprendizaje-servicio, esta imaginación, motivada por los deseos de cambiar la realidad en la que se produce el servicio, lleva a los estudiantes a recoger y ordenar datos, equilibrar razón y sentido, y de este modo trazar un esquema de acción basado en la reflexión y el juicio moral, orientado a la mejora de una situación (You y Rud, 2010).

Es razonable esperar que este proceso de imaginación moral en un proyecto de aprendizaje-servicio induzca en los estudiantes un cierto cuestionamiento de sus preconcepciones e ideas estereotipadas, en cuyo caso podríamos hablar de aprendizaje transformacional (Mezirow, 1977). Consecuentemente, inspirados en Dewey (1995; 2007), You y Rud (2010) proponen un modelo de imaginación moral de seis fases para el aprendizaje-servicio. Se fijan sobremanera en su concepción de lo que es una experiencia reflexiva y en las fases por las que pasa todo proceso reflexivo:

  • Comprometerse en la experiencia de aprendizaje-servicio con cabeza y corazón.

  • Percibir los problemas morales que suscitan perplejidad y preocupaciones emocionales.

  • Proponer sugerencias preliminares que motiven a los agentes morales a coleccionar información relevante.

  • Sugerir hipótesis e imaginar, o incluso elaborar, el modo en que las opciones alternativas podrían llevar a las consecuencias morales correspondientes.

  • Sopesar y equilibrar las consecuencias a fin de descubrir las hipótesis más oportunas.

  • Situar las hipótesis escogidas en la realidad del proyecto de aprendizaje-servicio, a fin de resolver el problema del que se trate y examinar su validez.

Comprobamos, por tanto, que para John Dewey la educación moral y cívica de los estudiantes ha de incorporarse y abordarse desde el propio currículo, especialmente a través de metodologías basadas en la acción y el servicio del alumnado en un contexto social. Así, la unión de aprendizaje y servicio, en tanto actividad que incluye una prestación o implicación en la comunidad, directamente vinculada con el currículo y los contenidos de las asignaturas en que se aplica, entronca directamente con el posicionamiento del filósofo y pedagogo estadounidense que hemos traído a colación en este artículo.

Conclusión

Lo que hemos tratado de plasmar en nuestro estudio no es más que una contribución a las edificantes implicaciones del aprendizaje-servicio para una pragmática de la educación moral en la enseñanza de nivel universitario, teniendo en cuenta las exigencias de valor en el momento actual, pese a sus inquietantes incertidumbres. En los últimos tiempos parece haberse dejado de lado el hecho de que la universidad es una parte sustantiva del sistema educativo y que, por ello, no puede ser ajena a la evaluación de la cultura moral que irradia sobre sí misma y sobre la sociedad en su conjunto.

Como analistas sociales, creemos que la metodología de aprendizaje-servicio supone bastante más que una simple estrategia didáctica a incluir en la renovación de la educación superior; su alcance como programa de acción pedagógica reúne componentes deliberativos y axiológicos de enorme significación teórica y práxica en el marco del debate sobre la universidad y su contribución a la reconstrucción de la ciudadanía y al desarrollo de una sociedad civil más crítica ante los desequilibrios existentes.

Asimismo, el aprendizaje-servicio sirve como alegato práctico a favor de la misión cívica que corresponde diseñar y llevar adelante desde los campus universitarios, a fin de que ese compromiso pueda traducirse en un aprendizaje más situado por parte de estudiantes que, en una época digital y ayudados por sus profesores, identifican y responden con su conocimiento a necesidades de su entorno. O, si se prefiere, de su comunidad, entendiendo por tal un contexto o espacio vital en el que es posible acordar marcos de cooperación beneficiosos para la formación de las personas y el desarrollo de las instituciones.

Nuestro abordaje del aprendizaje-servicio ha privilegiado una lectura interesadamente pragmática, a partir de la corriente intelectual que con ese rótulo ha comandado un gigante de la filosofía de la educación como ha sido John Dewey. En este caso, la pretensión consistió en asociar el aprendizaje-servicio a determinados postulados de la educación moral presentes en su fructífera obra.

Finalmente, estamos convencidos de que en el aprendizaje-servicio, cuando es tal y no otra cosa, hay ingredientes suficientes de una filosofía moral y política (participación, responsabilidad, compromiso y reflexión, entre otros) acorde con una ética de la acción desde la que marcar vías e indicadores para una efectiva puesta en valor de lo que la universidad ha de seguir representando para el cuidado y bienestar de gentes y pueblos.

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Recibido: 12 de Marzo de 2020; Aprobado: 27 de Mayo de 2021

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