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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.66 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2023.66.77856 

Artículos

Representaciones de las Hermanas de la Caridad y la enfermería laica en La Voz de México, 1870-1908*

Representations of the Sisters of Charity and of Secular Nursing in La Voz de México, 1870-1908

Jorge Luis Merlo Solorio* 
http://orcid.org/0000-0002-1036-3505

*Universidad Nacional Autónoma de México (México) Facultad de Enfermería y Obstetricia jomerhistoria2@gmail.com


Resumen

Tras la caída del Segundo Imperio, los conservadores radicales de aliento católico manifestaron sus aspiraciones e ideales a través del periódico La Voz de México, dejando huella de su imaginario dicotómico entre sus páginas. En el presente artículo se analizan las representaciones de las Hermanas de la Caridad y los practicantes de la enfermería laica, evidenciando los paradigmas de género que alimentaron las estimaciones o desprestigios sobre el quehacer enfermero, a caballo entre los siglos XIX y XX.

Palabras clave: Hermanas de la Caridad; enfermería; género; catolicismo; laicismo

Abstract

After the fall of the Second Mexican Empire, the radical conservative party with its catholic proclivities, manifested its ideals and aspirations through the periodical publication La Voz de México, leaving traces of its bisectional imagery within its pages. This article analyses the representations of the Sisters of Charity and of those who practiced secular nursing, exposing the gender paradigms which encouraged both esteem and discredit in regards to this practice, transpiring between the nineteenth and twentieth centuries.

Keywords: Sisters of Charity; nursing; gender; Catholicism; Secularism

Como el amor es una enfermedad, cada mujer que se casa es una enfermera; pero la Hermana de la Caridad, sin iluminar sus cabellos con la corona de azahar, se convierte en enfermera de muchos. Su misión es esencialmente heroica: ha llenado su vida con rasgos de mártir.

“Las Hermanas de la Caridad”, La Voz de México,

21 de noviembre de 1884, 2

Introducción

Un hospital arde en llamas. Raudas y sin cautela, se lanzan por los pasillos para rescatar a sus protegidos. Absorta en curar al herido en batalla es sorprendida por una bala de cañón que le destroza las piernas. Un perro hidrofóbico amenaza con atacar a unos pequeñuelos. Para evitarlo, se abalanza sobre el cánido, manteniendo el puño dentro del hocico infecto por diez minutos. Al presenciar la agonía del infante moribundo, no duda ni un segundo en ofrecer la carne de su brazo para efectuar un urgente trasplante. Tal es el hedor de los gangrenados que ni los médicos se les acercan. Sólo ellas acuden al lecho de los desahuciados para apaciguarlos y compartirles el pan que escasea.1

Relatos como los anteriores abundan en las páginas de La Voz de México, periódico creado por la Sociedad Católica, organización que reunió a los políticos confesionales de talante intransigente, quienes quedaron en desventaja frente a los liberales al caer el Segundo Imperio. El objetivo de dichos relatos fue ensalzar las labores de cuidado ofrecidas por las Hermanas de la Caridad,2 mujeres cuya labor asistencial era considerada excepcional al cimentarse en la abnegación, virtud cúspide, “el heroísmo femenino”.3

Al respecto, las páginas de este diario nos ofrecen un copioso abrevadero de representaciones, es decir, aquellas “imágenes y nociones institucionalizadas y objetivadas que expresan y construyen formas de ver y de entender el mundo”,4 valoraciones acreditadas al interior de una comunidad que, para nuestro caso, se trata de los grupos conservadores de finales del siglo XIX e inicios del XX, en cuyo imaginario se proyectaba el deber ser/hacer de todas las mujeres para sublimarse en vida, obtener la salvación eterna y cumplir con una serie de roles predeterminados que conquistasen el aval de la sociedad, el respeto y amor de sus allegados y, por encima de todo, el beneplácito de la divinidad.

Como una radiografía de comportamientos, aspiraciones y supuestas cualidades innatas de cada mujer, La Voz de México, al perseguir fines políticos y moralizantes, adoctrinaba a sus lectores mediante la reiteración de ciertos tópicos que trascendían la veracidad del hecho histórico para convertirse en una simbiosis de propaganda y pastoral. Entonces, la apología de las Hijas de San Vicente rayaba en lo hagiográfico, embebida incluso de los modelos canonizados desde la época novohispana, sumándose además algunos lugares comunes con el romanticismo glorificado en el bello sexo. Bajo esta horma, tanto en la editorial como en las diferentes secciones de La Voz de México, las acciones caritativas de las hermanas eran perfiladas como la extroversión de una santidad nacida al cultivar la bondad y la moral genética de las féminas, “delicadeza infinita” carente en los hombres, que sólo la “posee en alto grado el corazón de la mujer”.5 Por lo tanto, aferradas a su ministerio, ellas morían en el anonimato sin recuerdo alguno de sus arduas faenas; cumplían con las tareas de proteger a los demás in extremis; el vencimiento de sí mismas y su obediencia puntual eran perceptibles a través de unos cuerpos amoldados por la virtud, en aquella mirada “siempre baja, modesta, púdica y humilde”.6

En subtexto, para los creadores de La Voz de México, la grandeza de las hermanas radicaba en su adhesión a los paradigmas de género detentados por el catolicismo. Eran pues más heroicas que la misma Juana de Arco porque no “se olvidaron de su sexo para hacer alarde de su valor” y, si bien renunciaron a ser esposas y madres, trocaron su destino natural al “serlo de la gran familia humana”.7 Así, reutilizándose un recurso apoteósico fincado siglos atrás,8 cada religiosa adquirió validez como buena mujer al ser emparejada con la virgen María, el paradigma femenino de la cosmovisión cristiana.9

Por lo referido con antelación, para la época que nos ocupa, las hermanas eran estimadas como el non plus ultra de la enfermería, el personal idóneo para el cuidado de los enfermos.10 Su desprendimiento caritativo las hacía insustituibles a los ojos de los católicos, es decir, ante la mayoría del pueblo mexicano. Es por ello que el descalabro sufrido en el invierno de 1874, causó una gran conmoción entre los creyentes: al encumbrarse a nivel constitucional las Leyes Orgánicas de Reforma, se decretó la expulsión del país de las Hijas de San Vicente.11 Los esfuerzos por revocar la disposición gubernamental no surtieron efecto; por ende, las 410 hermanas que zarparon del puerto de Veracruz murieron en el exilio.12 Fue hasta el año de 1946 cuando la congregación pisó nuevamente territorio mexicano,13 bajo el panorama óptimo del sexenio de Manuel Ávila Camacho, periodo de armisticio entre la Iglesia y el Estado.14

La coyuntura histórica planteaba un serio problema: ¿quiénes suplirían a las hermanas? Empresa imposible, completamente absurda, según los pareceres contenidos en La Voz de México. El mundo secular, cúmulo de torpezas y tendencias pecaminosas, sólo aspiraría al remedo de la caridad cristiana mediante la filantropía, auxilio siempre cojo por la ausencia de Dios, eje rector del universo y factor indispensable en el trato misericordioso entre hermanos. Cuidar a los otros como acto de amor desinteresado sin esperar nada material a cambio, jamás sería superado por un servicio vacuo, provisto por el mero interés de cobrar un sueldo. Así, desde un marco perceptual tendiente a la polarización, de lenguaje cáustico y combativo, en las columnas del periódico mexicano, todo aquello que no estuviese bajo la égida y admisión del catolicismo, ipso facto, era categorizado como indeseable, errático y nocivo, candidato indiscutible para integrarse a un proceso de demonización. Ergo, los y las enfermeras laicas que tomarían el lugar de las hermanas, sólo podían entenderse como la antípoda de aquellos “ángeles encarnados”, es decir, seres deplorables, egoístas, mundanos, disolutos y llenos de avaricia.

A través de la extensa producción periodística de La Voz de México (1870-1908), en el presente artículo se analizarán las opiniones en torno al devenir de las Hermanas de la Caridad en México, develando las consecuentes representaciones dadas a la enfermería secular y sus ejecutantes. Será perentorio patentizar que, en el fondo de las diatribas, persistió un duro posicionamiento sobre los parámetros arquetípicos de una fémina íntegra, a partir del entendido de que, intrínsecamente, toda mujer es una “enfermera natural”.15 En los entrelaces de la política y la religión, sin duda, subyacieron las visiones hegemónicas sobre el deber ser femenino, impactando, de una u otra manera, en la fundamentación de la incipiente disciplina enfermeril.

Cabe señalar que, por motivos similares y en homologación con otras disciplinas del área de la salud, los estudios sobre la historia de la enfermería han privilegiado efemérides, personajes representativos, el desarrollo de escuelas e instituciones y su profesionalización e incorporación al ámbito universitario, con el objetivo cardinal de adquirir validación y legitimación como una disciplina con fundamentación académica, una profesión independiente y no un oficio supeditado, con raíces añejas e identidad propia; causando, colateralmente, una proclividad a fraguar consideraciones apologéticas y evolucionistas.16 Por ende, lo aquí abordado es de interés para la historiografía sobre los inicios de la enfermería mexicana en su migración del estatuto religioso al laico, pues esta coyuntura histórica, sus procesos y agentes sociales no han sido atendidos con detenimiento -a diferencia de lo investigado sobre las congregaciones religiosas de carisma asistencial-, limitándose a repasos monográficos que prescinden del acercamiento a las fuentes primarias.17

Sobre las percepciones bifurcadas de lo femenino, también es necesario advertir que no fueron tinta exclusiva de la prensa confesional. El organigrama familiar, los mandatos de género y la verticalidad convenida en el modelo patriarcal nutrían intensamente los periódicos del periodo que nos atañe, primando las opiniones de hombres afanados en configurar a hermanas, hijas, esposas y madres -donde las escasas voces femeninas igualmente respaldaban y promovían las prefiguraciones dominantes-. Insistían y exigían que ellas sembrasen una gama de probidades que iban desde la obediencia y el desprendimiento hasta la honestidad y el pudor, cualidades indispensables ante su permanente exposición al escrutinio público. Además, por las características de los consumidores de esta cultura escrita, es decir, sectores ilustrados, urbanos y afectos a los dictámenes cristianos, los juicios sobre las mujeres estaban fuertemente marcados por sesgos de clase que permearon la apreciación del quehacer enfermeril.18

Como parte de un imaginario de moral mancomunada, las valoraciones masculinas sobre las mujeres fueron teñidas con sentires despectivos y una mordaz misoginia o con aclamaciones al borde de la santificación, según su adecuación a las presuposiciones y expectativas colectivizadas, derivando en representaciones varias que plagaron los impresos nacionales. Por dar un ejemplo, entre historias de amor, encajes, trajes de diseñador y consejos hogareños, en el semanario El Mundo Ilustrado, tanto monjas como hermanas convertidas en personajes literarios, al ejercer cuidados enfermeros encarnaban una perfección femenina fabricada con recato, abnegación y afecto materno. Su inspiración religiosa las hacía lograr más que aquello que “igual podría hacerlo una sirvienta, una lega de esas que, como máquinas, funcionan sin sentir verdadero impulso de heroico sacrificio”.19

Así, en la intersección entre religión, clase y género, lo granado conllevaba una virtud congénita, ratificada en su defensa a ultranza del catolicismo, esfera en la que se comprendía a las hermanas. En oposición, a causa de una ralea poco favorable y la necesidad de incursionar en el ámbito público para buscar trabajo, las mujeres de clase baja, entre ellas las enfermeras sustitutas de las religiosas, fueron representadas como seres de moral dispersa, proclives a los yerros por traspasar los umbrales del hogar, su “hábitat natural”, siendo transgresoras de sus funciones ancestrales y de su realización femenina mediante el servicio gratuito (y gratificante) hacia los demás.20 De hecho, en este surcar por las calles y su inevitable “mezcla de sexos” -situación amenazante a ojos de los varones por el trastoque de la tradición-,21los periódicos católicos consideraban que eran propensas a caer en la prostitución.22 Bajo estas premisas, no extrañará que en La Voz de México, reiteradamente, las enfermeras seglares son tildadas de meretrices.

Lo dicho se expondrá en cinco apartados. El primero de ellos, refiere brevemente la génesis e intencionalidades de La Voz de México, creación de la Sociedad Católica, grupo confesional que plasmó su cosmovisión y sus expectativas sociopolíticas en el periódico, con el fin de reposicionar los postulados conservadores. Es así que, bajo el visor católico, veremos cómo las representaciones de las hermanas y sus quehaceres fueron modeladas como magníficas e insuperables, mientras que la enfermería secular colindaba con lo aborrecible y deficiente por carecer de valores e inspiración religiosa. En el segundo se exponen algunas apologías y descalificaciones que los bandos políticos daban a las hermanas, al explayar sus idealizaciones sobre las mujeres y sus razones de ser. Ya mostrada la valía que los conservadores dieron a la abnegación y los cuidados caritativos como la concreción de una feminidad paradigmática, inimitable por cualquier esfuerzo seglar, el tercer apartado trata la representación de la burocracia mercenaria, es decir, la tipificación de la enfermería laica y sus practicantes como ínfima y perniciosa al perseguir sólo una remuneración económica, distante del desinterés en lo mundano que hacía de las hermanas el personal idóneo para atender los hospitales. El cuarto apartado versa sobre las analogías que el periódico fincó con el contexto francés, en su afán por demostrar que las Hijas de San Vicente debían regresar a sus puestos de trabajo, ya que las enfermeras del siglo eran un desastre atroz, a raíz de su condición social desaventajada, inmoral y ajena al fervor cristiano. Por último, se presenta la amoldada mesura que adoptó el periódico hacia el ocaso de su producción, aunque sin claudicar en su insistencia de que Dios y los preceptos cristianos son las condicionantes sine qua non de la enfermería.

La Sociedad Católica y La Voz de México

Duradera fue la disputa en pro de la enfermería religiosa y en denostación de la secular, ya que fungió como una de las múltiples arenas para guerrear contra el proyecto laicista del gobierno liberal. Tras la caída de Maximiliano de Habsburgo, la facción que lo respaldaba quedó desprovista de poder político, pero no por ello todos los derrocados perdieron el interés en reposicionarse y concretar sus ambiciones totalizadoras. Por lo tanto, decidieron alcanzar sus fines desde un accionar laico que rebatiese la supremacía de sus contrincantes. Desde este brío surgió, en 1868, la Sociedad Católica;23 la meta de esta organización de intelectuales era difundir la doctrina cristiana y contrarrestar los principios liberales. Además de compartir un pasado en común de apoyo al Segundo Imperio y de participación activa mediante cargos públicos, los miembros de la Sociedad Católica mantenían una sólida urdimbre de nexos familiares, amistosos y económicos,24 y coincidían ideológicamente al asumir la primacía de la Iglesia y la trascendencia de la moral católica como el único e indiscutible camino a seguir para la preservación tanto de la nación como del género humano.

Para lograr una injerencia profunda y multifactorial en el ámbito sociopolítico, la Sociedad Católica fragmentó sus tareas en comisiones encargadas de diversos rubros. Una de ellas fue la de publicaciones, creadora de La Voz de México en 1870 como órgano principal de difusión de esta asociación confesional, donde la mayoría de sus militantes eran intransigentes y se negaban a participar de una dinámica conciliadora, es decir, no tenían interés por dialogar ni por ceder ante las disposiciones y pensamientos del régimen liberal. Para ellos era más importante seguir los dictámenes del Syllabus de Pío IX que los postulados de la Constitución de 1857, ya que creían que todo lo concerniente a materia de legislación debía dimanar de la moral cristiana, en tanto que la potestad gubernamental es una concesión divina.25

A razón de estas características y objetivos, los contenidos de La Voz de México se particularizaron por revestirse con un halo de superioridad intelectiva y autoridad moralizadora, mismo que le daba pauta para denigrar lo discordante con sus postulados. Por consiguiente, la severidad de sus afirmaciones se armó con una prosa maniquea,26 potenciada por una consigna transversal: con Dios todo, sin Dios nada. Esta belicosidad fue en aumento tras el distanciamiento del periódico con la Sociedad Católica que le dio vida. Desde sus inicios, la organización estatuyó que no se inmiscuiría en asuntos políticos,27 aunque, en cualquier oportunidad, manifestaba sus inconformidades y criticaba férreamente a sus adversarios. Sin embargo, un sector importante de la Sociedad Católica deseaba rivalizar activamente y mantenerse en confrontación directa con los liberales.28 Es así que, por discrepancias internas, La Voz de México tomó una senda independiente desde febrero de 1875.29

Justamente entre 1870 y 1874, mediante el ímpetu de la Sociedad Católica, iniciaron las baterías en defensa de las hermanas, caracterizadas por unos encomios apasionados de sus variadas funciones, la disputa política ante las pretensiones de expulsarlas y los comienzos de la denostación de la enfermería laica para, a través del cotejo, evidenciar la grandeza de las religiosas.

La feminidad sublime. Deberes y anhelos sobre las mujeres virtuosas

Las hermanas atendían a grupos necesitados de diversa índole: educaban niñas, criaban huérfanos, asistían a los heridos en batalla y cuidaban enfermos en los hospitales. Para la época, los nosocomios eran concebidos como “asilos del dolor”, propios de gente paupérrima e ignorante caída en desgracia,30 quienes no contaban con los recursos suficientes para curarse en casa bajo las diligencias de alguna mujer, fuese su madre, esposa, hija o hermana. Desde esta condicionante de género, es decir, las tareas de cuidado endilgadas a toda mujer, las Hijas de San Vicente fungían con los enfermos como sustitutas de las féminas familiares, tornando al hospital en un hogar donde, según La Voz de México, ellas aportaban los esmeros y el amor desprendido esperado en las mujeres ejemplares.31

Como puede notarse, las hermanas fueron representadas como la materialización de las virtudes femeninas según los cánones cristianos. Defenderlas a ellas, al alimón, implicaba revalidar toda la base ideológica y funcional del catolicismo. Por ende, fueron caldo de cultivo para que liberales y conservadores se confrontasen al empuñar un modelo de feminidad sublime; esplendidez atribuida por cada grupo a la solidez de sus proyectos sociopolíticos -aunque, en gran medida, compartían prejuicios similares, pero utilizados a modo para desacreditar al oponente. Por lo tanto, las hermanas fueron llevadas a la palestra por varias causas simultáneas de querella.

Es perentorio ejemplificar la construcción de este imaginario de lo femenino impreso en La Voz de México, ya que también fue empleado en el Congreso cuando se debatió y votó la Ley Orgánica de la Reforma, causante del destierro de las religiosas. Para los redactores del periódico, el cristianismo es imprescindible, puesto que funciona como una ley suprema que rige a la humanidad y evita el desbordamiento de pasiones malsanas. Además, para aquello que nos compete, señalaban que este credo fue el que permitió la metamorfosis de la ontología femenina, al transformar a las mujeres de lúbricas y viciosas hijas de Venus a hijas de María, dolientes y abnegadas, ángeles de paz, consuelo de sus hogares.32. Las hermanas incluso fueron más allá del orden común al sobreponerse a las insuficiencias mujeriles, asumidas como innatas, convirtiéndose en la “gloria de su sexo”. Al practicar la caridad, negaron su congénita “falta de valor, versatilidad de juicio, endeblez física y tendencias a la molicie”. Colocándose el hábito, cada religiosa dejó atrás la pusilanimidad, la indecisión y la cobardía femenina para volverse “intrépida, decidida, arrojada y valiente sin que le arredre ni el campo de batalla en los combates, ni el contagio de la epidemia en ciudades y pueblos apestados, ni el gemido del enfermo en los salones de los hospitales”.33 Por supuesto, La Voz de México no olvidó recalcar que las modificaciones conductuales fueron posibles bajo la luz del cristianismo.34 Entonces, si la religión es un componente básico para el desarrollo de individuos y sociedades, para las mujeres lo es aún más porque “su naturaleza débil […] necesita mortificarse en la oración”, pues sus “fatigas, abnegación y sacrificios necesitan del bálsamo de la piedad cristiana”.35

De igual forma, la oposición liberal juzgaba que era la libertadora de las mujeres. Verbigracia, en discurso eufórico, el diputado Juan Mateos hizo alarde de los logros reformistas que beneficiaban al pueblo mexicano por la extirpación del fango religioso, logro especialmente fructífero para las mujeres. Orondo, expresó que los liberales habían quemado conventos y abierto calles “donde transitan ahora las beatas que antes se persignaban horrorizadas”; atacaron la lascivia al interior de los claustros junto con las prácticas sodomíticas de los frailes, etcétera. Sobre todo, recalcó que ellos lloraban al presenciar “cuando se seca un vientre porque reconocemos que la madre es todo. Y por eso rompemos la celda para dar libertad a la monja”. Entonces, las Hermanas de la Caridad, “enemigas de la libertad”, eran perniciosas y una gran estafa, pues ejercían sus oficios a costa del dinero estatal, sustrayéndolo ambiciosamente para enriquecer a su congregación, misma que debía extinguirse porque “viene a oprimir a nuestras mujeres ya que no pueden oprimir a los hombres”.36 De opinión aún más drástica, rayana en la caricaturización, el diputado Juan José Baz enarboló la razón cardinal para proscribir a las religiosas: ser una orden monástica de vida comunal, práctica prohibida por las adiciones constitucionales. Para él, los conventos eran “una sentina asquerosa donde ha vivido la hez y deshecho de la sociedad” y se lamentaba de los votos de castidad de las hermanas, puesto que “la ley no puede concebir la existencia de mujeres incapaces de dar hombres a la patria”.37 Las creía tan ruines y fanáticas que dicho voto lo llevaban “hasta el crimen, dando a las niñas bebidas ácidas para que se debiliten”.38

La caridad religiosa versus la burocracia mercenaria

El contexto precedente nos permitirá entender lo discutido en La Voz de México sobre el quehacer enfermero. Sin embargo, hay que añadir un elemento implícito que sedimentó los argumentos a favor de las hermanas, con su correspondiente detrimento para las y los enfermeros seculares; una conveniencia harto pragmática que va más allá del fervor religioso o los empeños filantrópicos. Detrás de las apologéticas y vehementes líneas del periódico conservador se desplegó una noción utilitaria de las mujeres, cuyo pináculo eran las hermanas al considerárseles como una fuerza de trabajo espléndida por barata, eficiente y servil; ventajas potenciadas gracias a la caridad cristiana que dignificaba y avivaba la tendencia innata femenil al cuidado benévolo, siendo la salvación eterna la única paga recibida, honorario más que suficiente.39 Así, el maltrato por parte de los enfermos, las jornadas extenuantes a la cabecera de los moribundos y fallecer terriblemente por auxiliar a personas contagiosas, les otorgaba la merced del martirio, acceso inmediato a los cielos; convirtiéndose así en el personal perfecto para los hospitales públicos.

Los altercados con la enfermería laica fueron muy tempranos porque iban de la mano del proyecto de laicización de las dependencias gubernamentales, entre ellas escuelas y nosocomios. Poner al mando de las instituciones a trabajadores asalariados y dejar en segundo plano a las religiosas, quienes se habían hecho cargo de los hospitales hasta entonces, era motivo de exaltación e inconformidad para las voces conservadoras, pues argüían que se estaban generando empleos innecesarios, los cuales minarían los recursos económicos de los establecimientos, además de entorpecer los servicios de atención. Bajo este contexto surgió un tópico que perduró durante toda la vida del periódico: la burocracia mercenaria, personal que prestaba sus servicios a cambio de dinero, cuya limitante mayor era la falta de vocación, aquella que, supuestamente, incentivaba a las hermanas a hacer voluntarios esfuerzos sobrehumanos, impulsados por su aspiración teleológica. Por ejemplo, la nota príncipe al respecto alude al valor de las religiosas en la guerra de Crimea. En plena lid, ellas “se paraban impávidas donde jamás se habría parado un enfermero mercenario, ni habría habido quien a ello le pudiese obligar”.40

La “enfermería mercenaria” fue plasmada como una entidad harto dañina, perteneciente al universo apocalíptico pregonado en las páginas de La Voz de México, a razón de la impiedad generalizada, favorecedora del exilio de las hermanas. Al ser concebida la Iglesia como un regulador de las pasiones humanas que evitaba el caos, el apartar a las Hijas de San Vicente de sus faenas caritativas auguraba un mar de calamidades para la nación: las huérfanas se convertirían en prostitutas; a falta de auxilio compasivo, los enfermos serían “forzados a morir como perros”;41 los niños, bajo la educación atea, se harían “malhechores y forajidos”,42 etcétera. Era latente, pues, el riesgo de que todo el país se hundiese en los “horrores del gentilismo”, aquellos que la Iglesia extirpó desde el siglo XVI.43

Desde este panorama, los empleados estatales, entre ellos los y las enfermeras seculares, a priori, eran vistos como materia oscura e indigna, quienes cuidaban a los demás “por sueldo y no por caridad […], por contrato y no por amor de Dios”, cuya aspiración mundana era “merecer la quincena y no la gloria eterna”. Para La Voz de México, una evidencia ineludible de sus aseveraciones radicaba en las dolorosas vivencias de quienes estuvieron en un hospital. Con los enfermos, las hermanas reemplazaban e, incluso, aventajaban, las “exquisitas atenciones de la cariñosa familia”. En cambio,

esos enfermeros y enfermeras mercenarios, extraños, indolentes y perezosos, que lo mismo ganan siendo eficaces que siendo desidiosos, ¿tendrán la constancia, el desvelo, el cariño, la ternura, la afabilidad y el desinterés que una madre, que una esposa, que una hija o que una hermana, o en fin que sus equivalentes, las hijas de san Vicente de Paul? Los tiranos de la Cámara dicen que sí: toda gente de conciencia y de buen sentido dicen que no.44

Según los conservadores, las religiosas eran las indicadas para seguir guareciendo a los enfermos, porque nada ni nadie suplantaría el saberse cobijado por un amor familiar. Además, por muy honrados y célebres que fuesen los cuidadores seglares, retrocederían siempre ante “una enfermedad contagiosa o asquerosa; porque el móvil de su conducta es el [...] interés vil y mezquino del dinero”.45

Caso paradigmático para equiparar el quehacer de las hermanas y la enfermería secular, fueron las imprudencias por parte de los enfermos y el comportamiento ante las enfermedades repulsivas; discursos interiorizados en la feligresía. Por ejemplo, a decir de los fabricantes y tejedores poblanos que despidieron amargamente a las religiosas, para ellas el sufrir las vejaciones de los dolientes eran “motivos de placer”, pues las afianzaba en su ministerio sacrificial. Por el contrario, el o la enfermera laica procedía con “desdén y desprecio”, al cumplir “con repugnancia un servicio que se le paga”.46 En la prolongada vida de La Voz de México fue común que se hiciese una apología de las religiosas al contrastar su delicada pureza con las inconveniencias de cuerpos abyectos, manifestadas principalmente a través de “asquerosas llagas”. Por supuesto, en contracara, quedaba el desánimo egoísta de la enfermería mercenaria. Así, en elocuente relatoría, las hermanas tocaban “con sus limpias manos, aristocráticas muchas de ellas, podredumbre y miseria, llagas y corrupción”;47 males que, en ocasiones, arraigaron como justo castigo de Dios para viciosos y disidentes.48 Las y los enfermeros del siglo nunca lograrían asemejarse con las hijas de san Vicente porque ellas experimentaban gozo donde los demás veían padecimientos molestísimos.49

Entonces, para La Voz de México, erradicar a las hermanas de los hospitales era un fallo temerario que afectaría seriamente las arcas gubernativas, pues ellas cobraban poco y brindaban servicios de gran calidad con su alto rendimiento. De hecho, resultaban oportunas en la restauración del México convulso, lleno de precariedades e inestabilidad, ya que continuaban laborando aunque no percibiesen sueldo alguno.50 Bajo estas exigencias, para los redactores del diario católico era incoherente la concepción de enfermeras seculares que igualasen las cualidades de las hermanas. Si sus atributos serviciales provenían de la misericordia, el amor al prójimo y la inspiración divina, sería imposible reclutar del mundo profano a una enfermera capaz, aunque ésta tuviese las mejores intenciones.51

Como podemos observar, por el cariz excluyente del catolicismo finisecular, de reticencia total a cualquier credo o filosofía diferente, se vilipendiaban los intentos por constituir enfermeras ajenas al molde idealizado en las hermanas. Incluso, los afanes enfermeriles de otras denominaciones cristianas, como el anglicanismo o el protestantismo estadounidense, se asumían predestinados al fracaso por germinar de doctrinas falsas que no contaban con el aval celestial, propio de la única Iglesia fundada por Cristo. Es por ello que, desde La Voz de México, se lanzaban embravecidos retos a los liberales para que combatiesen a las hermanas con “armas leales”, es decir, que demostrasen que, en otras religiones, había mujeres igual de valiosas que ellas.52

Un ejemplo paradigmático de esta percepción fue perorado ante el Congreso por Prisciliano Díaz González, en su intento por amparar a las religiosas. Dijo que, simple y sencillamente, no había sustitutas para las hermanas, verdad demostrable por algunos ensayos infructuosos del pasado. Trajo a colación la guerra de Crimea, afirmando que en Londres “una señora protestante pretendió organizar una asociación de mujeres de caridad para ejercer en el ejército inglés las funciones que las hermanas ejercían en el ejército francés; y fracasó en el ridículo la empresa. Hubo necesidad de llevar a las Hijas de San Vicente de Paul a los hospitales del ejército inglés”.53 Seguramente, el diputado se refirió a Florence Nightingale, la aristócrata anglicana que hoy en día es considerada como la pionera de la profesionalización enfermeril contemporánea,54 quien, junto con otras 38 mujeres, atendió en Scutari a los británicos heridos en batalla.55

Los desprecios expresados en La Voz de México fueron tan persistentes que, hacia finales del siglo XIX, continuaba en boga la visión negativa sobre la enfermería ajena al catolicismo, discurso utilizado cual herramienta para obtener el reconocimiento de la importancia de las hermanas y, con ello, negociar su posible regreso a tierras mexicanas. La incapacidad congénita de la enfermería protestante era tal que, a pesar de que mucho se hubiesen esforzado los grupos de beneficencia de Inglaterra, Alemania, Holanda, Suiza o Estados Unidos, no habían “podido formar, ni siquiera, una Hermana de la Caridad”. De nuevo, el desdén por la obra de Nightingale era patente en la sorna al nombrarlas, a ella y sus colaboradoras, como “las hijas de la filantropía”, mujeres de poca valía porque, a pesar de sus crecidos salarios, “cuando las balas y la epidemia del cólera comenzaron a hacer estragos en los campamentos, fueron poco a poco desertando hasta dejar los hospitales al cuidado de las heroicas Hijas de San Vicente, que la Francia había mandado con sus ejércitos. Donde la caridad despliega su grandeza la filantropía manifiesta toda su miseria”.56

Para el diario conservador la defenestración de las hermanas, enfermeras sin parangón, era muestra fehaciente de una cruenta “cristianofobia”; asunción que colocaba bajo un mismo sello interpretativo las vicisitudes de las religiosas y, a su vez, daba cabida para la autorrepresentación de la Iglesia como una institución eternamente acechada por el avance mundial del liberalismo, la secularización, el ateísmo y/o la apertura a otras religiones. Por ello, la beneficencia civil era vista como un acto de profanación que, consecuentemente, decantaba en una “desmoralización escandalosa”. Donde otrora la “santa caridad” reinaba con “tocas religiosas y cristiano velo”; después, los nosocomios sólo pudieron ataviarse con las “profundas galas de cortesana del mundo”. No extraña, pues, que los hospitales fuesen entendidos como santuarios donde las hermanas ejercían sus actos de misericordia, mientras que al estar en manos de enfermeras seculares el destino final fuese la involución en prostíbulos.57

Tras la expulsión de las hermanas y sin la colaboración de la Sociedad Católica, en La Voz de México continuaron las ponderaciones hacia ellas, pero desde 1874 y hasta 1885, aproximadamente, se sumaron enardecidas protestas en oposición al dictamen gubernamental, materializadas en abundantes firmas y en representaciones en contra de la Ley Orgánica.58 Muchas de estas disconformidades eran capitaneadas por mujeres devotas que se resistían a quedarse calladas frente a lo que comprendían como una operación demoniaca.59 De consuno, pululaban las lamentaciones nacionales por la tragedia de las religiosas y la reproducción de su correspondencia donde, como testimonio de su vocación infatigable, se narraban las peripecias vividas al ser enviadas de la casa central de las hermanas en Francia hacia distintos parajes, como España, Italia, Argel, China, Guayaquil, Constantinopla, Perú y Estados Unidos, donde las recibían y homenajeaban con sumo respeto y gratitud.60 Para los católicos mexicanos era atormentador pensar que hasta los infames -entiéndase protestantes, judíos, chinos, idólatras, ateos y los “sectarios de Mahoma”- elogiaban las bondades de las hermanas y anhelaban tenerlas entre ellos, mientras que su propio país las proscribía sin miramientos.61

Una problemática ecuménica. Los parangones con el panorama francés

Más allá de una acusada eurofilia, para La Voz de México como diario confesional, referir noticias sobre lo ocurrido en el extranjero era legítimo e indispensable por el carácter ecuménico del catolicismo. Al estimarse como un organismo homogéneo, lo sucedido con la Iglesia en Italia, Francia o España impactaba de igual manera a los devotos mexicanos, y viceversa, porque no eran más que hostilidades focales de una batalla universal contra el liberalismo; “bárbaro amo” cuya megalomanía, ambición y egoísmo lo hacían indiferente ante las necesidades de los desvalidos, tal y como lo declaró el periodista reaccionario Francisco Flores Alatorre, quien vituperaba la indolencia de los liberales y la codicia que alentó la desamortización de los bienes eclesiásticos, provocadoras del infortunio de los nosocomios: “En los hospitales de ese amo, con raras excepciones, se mueren los enfermos, no tanto por sus dolencias, no ya por desatención, sino por falta de caridad y amor […] porque el maldito amo expulsó a las Hermanas de la Caridad sustituyéndolas con el enfermero mercenario, y en muchas ocasiones con enfermeras que no son otra cosa que prostitutas hastiadas e inútiles ya”.62

La subida de tono en las diatribas de La Voz de México en contra de la enfermería laica inició en 1886 con la notificación de los procesos de secularización hospitalaria en Francia, con miras a la cimentación de analogías con el ámbito mexicano para congregar pruebas de la persecución global contra las hermanas y las falencias eternas de los y las enfermeras seglares; aunque hubo antecedentes que vale la pena citar.

Para los conservadores, la secularización de escuelas y hospitales era un mal que lastimaba al erario público y abría las puertas a miles de inconvenientes. Como la meta del liberalismo era la descatolización total, no le importaba las consecuencias de sus actos. Así, se reportaba desde el país galo que “los maestros envenenan el alma de los niños; los enfermeros el cuerpo de los enfermos”.63 Las negligencias e impericias por parte de las enfermeras laicas estaban a la orden del día y sus distracciones costaban vidas:

Hoy unos mueren porque la enfermera les da equivocadas las medicinas y otros se arrojan por la ventana en un acceso de locura; otros perecen dentro de un baño porque la enfermera se olvida de sacarlos […] Las que se dedican a enfermeras como oficio son en general la hez de las criadas. No piensan sino en hacer un poco de dinero para poner una taberna o un puesto de frutas. Es de temer que a muchas enfermeras seglares les preocupen sólo sus intereses. Este peligro no era de temer con las Hermanas de la Caridad, cuyo desinterés era completo.64

Para este momento, la cima del espaldarazo a las hermanas y la crítica a la enfermería laica provino de la reproducción del pensamiento de Armand Després, médico cirujano de veta anticlerical que laboraba en el Hôpital de la Charité de París. Él argumentaba que la enfermería era una tarea natural de las religiosas, pues las mujeres laicas estaban incapacitadas para ejercer un trabajo desprendido. Després se preciaba de ser un librepensador que veía al catolicismo como una religión opresiva. En realidad, su anticlericalismo descansaba en la idea de mantener a raya el poder político del clero; por ello, no percibía a la enfermería religiosa como un peligro. La protección de las hermanas provenía de una convicción profesional, no de un afecto por ellas, pues pensaba que las enfermeras laicas, si eran buenas esposas y madres, priorizarían a sus familias por encima de los pacientes. Si alguno de su parentela enfermaba, ellas desatenderían los hospitales e, incluso, podrían caer en prácticas delictivas como robar alimento con tal de procurar a los suyos. Asimismo, la permanencia en los pabellones elevaba el riesgo de convertirlas en transmisoras de enfermedades en sus casas.65 Por el contrario, las religiosas, en lugar de hijos tenían dolientes a su cuidado, siendo el hospital su hogar y, mejor aún, carecían de ambiciones pecuniarias y trabajaban dieciocho horas los 365 días del año. En definitiva, para Després, “una mujer es mala madre o mala enfermera”.66

Desde la traducción de la primera carta publicada por La Voz de México, donde Després replicaba las opiniones de su gran oponente, Désiré Bourneville, promotor de la secularización hospitalaria y la formación profesional de las enfermeras; el periódico pretendía develar y advertir sobre las secuelas de dar acceso a la enfermería laica en los hospitales. Según las experiencias personales de Després, la situación de los nosocomios franceses era alarmante: los enfermeros le vendían vino a los pacientes; por el incremento de sus salarios, los enfermeros regresaban borrachos al hospital e, incluso, uno de ellos golpeó a un paciente; en dieciocho meses, por imprudencia, las enfermeras habían provocado cuatro muertes, una por ahogamiento en un baño y tres “envenenadas con lavativas de ácido fénico”. Como era de esperarse, “el orden, la compostura y la moralidad” habían desaparecido de los hospitales laicizados, a consecuencia de echar mano de personal capacitado en las escuelas de enfermería seglar. Finalmente, para ponderar la superioridad de las hermanas frente al desastre secular, Després cita al doctor Augagnem, “republicano y librepensador”, quien confirma que las religiosas no se encerraban en los hospitales con el fin de “procurarse los medios de subsistir”. Sus ingresos mínimos no les importaban porque, al cuidar de los otros, perseguían un bien mayor: “¿En cuánto estimarán las laicas la indemnización equivalente a la salvación? Obrar por una idea, aun cuando sea falsa, será siempre superior al hecho de obrar por dinero”.67 Para este momento, como estrategia de contrataque, La Voz de México asumió convenientes las descalificaciones e improperios de los médicos franceses contra las y los enfermeros seculares, pues al tratarse de autoridades laicas el tomarlos como bastión le permitiría discutir en los mismos términos con los liberales; táctica de una intrepidez tal que tuvo que prestar oídos sordos a comentarios desfavorables, como la desmitificación de la vida ultraterrena que profirió Augagnem y el declarado anticlericalismo de Després.

En 1888, los redactores del periódico volvieron a la carga con dos cartas de Després. En la primera, denunció el incremento de defunciones desde que las enfermeras laicas entraron a su hospital. Para el galeno, la explicación del problema era muy sencilla: las hermanas jamás se ausentaban del hospital y acudían cuando los enfermos las solicitaban, pues “no ejercen una profesión, sino que cumplen un deber”; en cambio, “las laicas toman el oficio de enfermeras porque no encuentran otro mejor. Generalmente son los desperdicios de las criadas de servir”. La improductividad perniciosa de las enfermeras laicas apretaba los gastos hospitalarios al cobrar hasta diez veces más de lo que se les pagaba a las hijas de san Vicente. Para colmo, la administración tuvo que pegar un anuncio donde se advertía a los pacientes y sus familiares que no les diesen propinas a las enfermeras, ya que Després tenía pruebas de que ellas variaban la calidad de sus servicios en relación con lo generoso o parco de dichas propinas. El médico concluye reiterando que una enfermera seglar era mucho más costosa que una hermana y “doscientas veces menos útil; que en muchas salas ha sido necesario poner tres enfermeras para reemplazar a una religiosa”.68

La segunda carta, dirigida al director de la Gazette des Hôpitaux, reitera los efectos nocivos de la secularización hospitalaria y la incompetencia de las enfermeras laicas, cuya “inexactitud, falta de orden y de limpieza, ausencia en las salas […], desarreglo del material quirúrgico”, apremian el retorno de las hermanas. Després informa que hubo que despedir a un par de enfermeras por negligencias que causaron la muerte de dos enfermos, teniéndose que conformar “con tener a mi servicio antiguas enfermeras educadas por las Hermanas y que siquiera sabían mover, limpiar y cubrir un enfermo”. Es de notar los indicios de una sobreexplotación laboral normalizada y santificada en la figura de las hermanas, pues las enfermeras laicas protestaban porque “tenían demasiado trabajo” y, según Després, entre cuatro de ellas no alcanzaban a cubrir lo que una sola religiosa hacía.69

Los embates de Armand Després resonaron hasta finales del siglo XIX. La Voz de México continuó enunciando las tropelías de las “arpías” laicas70 y el hermanamiento de lo sucedido en los hospitales mexicanos y franceses, donde la enfermería religiosa era sacralizada como un cuasisacerdocio,71 mientras que las representantes de la secular, además de profanas, eran temerarias porque “no conocen ni el ABC de su oficio: son sucias e ignorantes, tienen costumbres deplorables y no cuidan a los enfermos”.72

La tolerancia moderada en el crepúsculo de La Voz de México

El emplear las opiniones de los galenos internacionales que tenían a su cargo tanto a enfermeras religiosas como a laicas surcó desde el siglo XIX hasta el XX. Para ellos, las primeras eran preferibles, pues no les disputaban y no se rehusaban a ocuparse de los trabajos más humildes, ni los consideraban impropios o groseros, y no tenían el “deseo de brillar” como las seglares.73 Al idealizarse a las enfermeras como un personal subordinado y pasivo al servicio de los médicos, a un grado cosificante, el valor de las hermanas se incrementaba por su “disciplina, tranquilidad y sangre fría en el servicio, abstención de salidas y de licencias, abnegación y preocupación constante en sus obligaciones”; mientras que las seculares “no pueden ser utilizadas convenientemente, sino dirigidas y vigiladas con el mayor esmero”.74

Aunque La Voz de México reconocía que en el naciente siglo XX sucedieron avances en materia de salud, reiteraba que éstos siempre flaquearían sin la presencia de las hermanas. El recién inaugurado Hospital General (1906) podría contar con lo mejor de la modernidad hospitalaria, palpable en “buenas condiciones higiénicas […], los más famosos médicos de México […] y enfermeras sapientísimas y habilísimas”, pero carecía del arte del saneamiento espiritual del cual sólo las hermanas, “enfermeras insustituibles”, eran especialistas. Según la episteme católica, las tareas de cuidado no pueden limitarse a la intervención física. Curar heridas y administrar medicamentos no es suficiente para rehabilitar a los enfermos. Para erradicar la desgracia de los afligidos es primordial la voluntad e intercesión divina, por lo tanto, La Voz de México insistió en que ellas eran imprescindibles, pues su caridad y misericordia fungían como una práctica terapéutica que la ciencia humana no podía reemplazar.75

Sin embargo, ante su pronunciada ausencia del territorio mexicano y los fallidos intentos por restituirlas, desde la década de los noventa del siglo XIX, en el periódico confesional las hermanas comenzaron a convertirse en personajes míticos, empleados como recurso moralizante para los creyentes al trazarse relatos bajo el viejo estilo del exemplum.76 En cuanto a la enfermería seglar, poco a poco fue tratada de forma más amable, siempre y cuando evidenciase un apego a los valores del catolicismo, transformados ahora en valores civiles. Por ejemplo, en 1896, con el título de “enfermeras científicas”, se publicó una nota sobre la convocatoria y el plan de estudios para la profesionalización en enfermería en San Luis Potosí. Una de las condiciones para matricularse era “presentar, a satisfacción del director del hospital civil, un certificado de moralidad y buena conducta”.77 Obviamente, la moral requerida se alineaba con los preceptos cristianos.

Las noticias sobre las incompetencias de las enfermeras laicas fueron mesurándose.78 Lo que se mantuvo perenne en las páginas de La Voz de México fue la abnegación como cualidad congénita de las mujeres. Entonces, además de exaltarla en las hermanas, también se aplaudió en aquellas señoritas que mostraron su virtud al asistir a los otros y, con ello, era posible ejemplificar la sublimación femenina para los feligreses. Así se notificó la disposición de una “inteligente enfermera” californiana para luchar contra la peste en Mazatlán; la bravía de las mujeres rusas que deseaban mostrar su calidad como enfermeras y soldados en combate; y el amor ferviente de una “preciosa enfermera” quien, por encontrar a su querido, se dejó capturar por manos enemigas.79

La demostración de la tolerancia moderada que adquirió La Voz de México en el siglo XX, radica en el par de breves artículos que le dedicó a Florence Nightingale en su último año de publicación. Se habla de los reconocimientos que recibió por su prestigiosa carrera: la carta de ciudadanía y las llaves de la ciudad londinense. Lo interesante es que, en todo momento, se reitera que la enfermera era una “dama caritativa”, quien ganó fama universal por sus “obras de caridad” en la guerra de Crimea.80 Recordemos que treinta años atrás, cuando estaba fresca la expulsión de las hermanas, la participación de Nightingale en dicha contienda fue una herramienta de desprestigio y encono contra la enfermería laica. Pero, al colocar en primer plano a la caridad, virtud teologal y mote de las hermanas, lo negro se torna blanco y los réprobos son salvados, pues se mimetizan con las “verdades” del catolicismo.81 De una u otra manera, hasta el final y a fuerza de recodificaciones discursivas, el diario sujetó el quehacer enfermeril a su monocromática paleta: la enfermería fue, es y será enfermería propiamente dicha sólo si Dios y sus leyes son sus protagonistas.

Conclusión

Tal y como sugiere la historia cultural, las representaciones evidencian las disonancias y encuentros de sociedades e individuos con una red de pensamientos vigentes en un contexto histórico determinado. Desde La Voz de México, instrumento divulgativo de orientación católica, fue posible reconocer las controversias y reconvenciones frente a la edificación de una enfermería ideal encarnada en las hermanas y una deleznable en manos laicas, a caballo entre los siglos XIX y XX. Empero, descuella que las batallas discursivas surgidas de la polarización política obtuvieron provisiones y justificación en unas percepciones de género colectivizadas donde se pautaron atributos, condicionantes y apetencias sobre las mujeres desde un visor masculino.

En el entramado tirante y reaccionario del periódico mexicano, lo femenino tendía a la glorificación o la minusvalía según su adhesión o distancia con los ideales morales fundamentados en un pensamiento cristiano fustigador y elitista. Así, mientras la representación de las hermanas se empalmó con una semántica de lo aristocrático, bondadoso, virginal, eterno, divino y fulgurante; las enfermeras seglares obtuvieron la tipificación de despojo ignorante por una insinuada procedencia que las revestía de vulnerabilidad y pecado pero, sobre todo, por alejarse de lo mandatorio: sufrir, callar, obedecer y servir con voluntad y gozo al convenir con un orden de las cosas diseñado desde las alturas, defendido y apuntalado fervientemente en la tierra por los varones que se expresaban en el diario o peroraban desde la tribuna.

Como sabemos, toda urgencia por gestar reinterpretaciones históricas proviene, en gran medida, de nuestras inquietudes, compromisos y necesidades personales. Partiendo de mi lugar de enunciación, me preocupan aquellas construcciones socioculturales que, a lo largo del tiempo, han sido interpretadas como predeterminaciones biológicas o configuraciones divinas; lecturas que se inclinan hacia el ostracismo y el vilipendio de lo diferente. Las prácticas de cuidado y la enfermería profesional han llevado al hombro pesados fardos de infravaloración y enjuiciamiento por su generización femenina, bajo los lineamientos patriarcales que suponen lo masculino como superior y lo femenino como su complemento de valencias perpetuamente negativas. Por ende, repensar su trayectoria histórica a la luz de nuevos enfoques, me permite dialogar en el aula con jóvenes autocríticos y ávidos de conocimiento, con miras a suscitar identidades distintas al cuestionar nuestras interrelaciones, prejuicios, herencias, responsabilidades y cargas simbólicas.

FUENTES

Fuentes documentales

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* Por su gentil y oportuno apoyo con las traducciones al inglés, agradezco sobremanera a la historiadora Elisa Melgarejo.

2Para conocer sobre los orígenes de las Hermanas, su carisma como orden caritativa, su expansión mundial y la llegada al país a iniciativa de Ana de la Cortina y las hermanas Fagoaga (entre otros benefactores), sus avatares en los diferentes hospitales a su cargo, las ciudades en las que fueron recibidas, etcétera, véase Leonor Eugenia Reyes, “La congregación de las Hijas de la Caridad en Mérida en el siglo XIX. Fundación, instituciones y prácticas”, Boletín de Monumentos Históricos, n. 40 (2017): 143-148.

11Para cotejar y profundizar en torno a las disyuntivas político-legislativas de la expulsión de las Hermanas y sus reacciones periodísticas adyacentes, véase Leonor Eugenia Reyes, “Las Hermanas de la Caridad: su labor asistencial y educativa en Yucatán” (tesis de licenciatura, Universidad Autónoma de Yucatán, 2013), 101-130.

12Cuya mayoría eran mexicanas. Al momento de su defenestración, en el país habitaban una hermana irlandesa, veintinueve francesas, veinticinco españolas y trescientas cincuenta y cinco mexicanas. “Remate de la obra”, La Voz de México, 12 de diciembre de 1874, 3.

20Condicionantes de género que, con sus singularidades y adaptaciones contextuales, se han mantenido en boga hasta nuestros días. Véase Marcela Lagarde, Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas (México: Siglo Veintiuno, 2019), 116.

34“Y todo esto se debe, no a las ciencias, ni a las letras, ni a las artes, ni a la cultura, ni al progreso moderno; sino a Cristo Jesús, que libertó nuestras almas de la esclavitud del pecado y sacó a la mujer de la degradación y de la miseria, para colocarla en la cumbre de la civilización cristiana.” “Apostolado de la mujer en las sociedades modernas”, La Voz de México, 16 de diciembre de 1882, 1.

43A grado tal que, sin la guía católica, el pueblo mexicano retornaría a practicar sacrificios humanos. “Exposición de los vecinos de Izúcar de Matamoros”, La Voz de México, 6 de abril de 1875, 2.

50“Algunos de los miembros del Ayuntamiento y las Hermanas de la Caridad”, La Voz de México, 14 de octubre de 1873, 1-2.

51“Las obras de la filantropía son y serán siempre estériles porque son inspiradas por esa bastarda filosofía, monstruoso engendro de la soberbia que extraviando las inteligencias desvirtúa las más nobles aspiraciones del corazón. Las obras de la caridad son y serán siempre fecundas porque son inspiradas por la suprema ley del Evangelio, propagado y mantenido en el mundo por el apostolado católico.” “La caridad y la filantropía”, La Voz de México, 12 de agosto de 1892, 2.

55Todo parece indicar que el menosprecio hacia la enfermería de perfil no católico era ordinario y de luenga tradición en la prensa confesional. Como ejemplo para cotejar con el contexto mexicano, siguiendo con la figura de Florence Nightingale, se ha estudiado la percepción que, en los años de la refriega en Crimea, tenían sobre su trabajo los periódicos españoles. Mayoritariamente, las opiniones lanzadas fueron negativas al considerar estériles sus servicios por haberlos ejercido una mujer protestante. Los diarios conservadores afirmaban que, de haber hecho algo bien, fue únicamente por imitar a las Hermanas de la Caridad. También descuella que desde estos momentos hubo presencia del tópico de las hermanas ejemplares versus las “enfermeras asalariadas”, en este caso protestantes, quienes eran un conjunto desastroso por derivación de su religión fementida. Elena Santainés-Borredá, “Nightingale y la guerra de Crimea a través de la prensa española”, Cultura de los Cuidados: Revista de Enfermería y Humanidades, n. 61 (2021): 132-150.

58En general, signadas por vecinos de diversos lares del Bajío, donde residía el grueso de los suscriptores del periódico. Por citar sólo un par de ejemplos, véase “Representación que las señoras de Silao”, La Voz de México, 2 de enero de 1875, 2-3; “Protesta de las señoras de Jiquilpan”, La Voz de México, 18 de febrero de 1875, 1-2.

71El tópico de la enfermería religiosa como un sacerdocio emanó del asumir a la medicina y los hospitales como “producciones de la Iglesia”. Por ende, laicizarlos les quitaría su carácter sacro, arrojándolos al “tráfico más vulgar”. “La religión y la medicina”, La Voz de México, 24 de junio de 1887, 1-2; “Las Hermanas de la Caridad”, La Voz de México, 19 de abril de 1899, 1-2.

78De hecho, ocasionalmente, las torpezas se tornaron en distracciones en las que ellas mismas procuraron los medios para solucionarlas. Véase “Envenenamiento en el hospital americano”, La Voz de México, 11 de abril de 1895, 2.

81Para una futura reflexión habrá que indagar si en México, para 1908, ya se tenía conocimiento de que Nightingale consideraba su tarea enfermeril como una inspiración divina, la cual comenzó tras una teofanía. Además de su actitud de servicio, parte de la fama de la enfermera anglicana anidaba en su vida casta. Quizá, ante estas razones, los conservadores pudieron ver a Nightingale como un símil de las religiosas católicas. Cfr. Elizabeth Abbott, A History of Celibacy (New York: Scribner, 2000), 245-248.

Recibido: 28 de Julio de 2022; Aprobado: 22 de Febrero de 2023; Publicado: 22 de Junio de 2023

Jorge Luis Merlo Solorio Doctor en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor Asociado C de tiempo completo de la Facultad de Enfermería y Obstetricia (UNAM). Sus investigaciones recientes se circunscriben en la Línea de Generación y Aplicación del Conocimiento de la Enfermería Universitaria “Cuidado a la vida y salud de la persona”, a través de la sublínea Filosofía e Historia del Cuidado. Actualmente, desarrolla el proyecto “Historia del cuidado en México: representaciones, discursos y visualidades, siglos XIX-XX”.

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