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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.65 no.84 Ciudad de México may. 2020  Epub 09-Dic-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2020.84.1648 

Artículos

De la declaración a la existencia de los derechos humanos. Consideraciones de fenomenología y ontología social

From the Declaration of Human Rights to Their Existence. Considerations of Phenomenology and Social Ontology

Esteban Marín Ávila1 

1Instituto de Investigaciones Filosóficas Luis Villoro Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo esteban.marin@umich.mx


Resumen

En este artículo reflexiono sobre la posibilidad de conceptualizar los derechos humanos como hechos institucionales, lo cual permite enmarcarlos en una perspectiva más amplia que las meramente jurídicas y morales. La propuesta se basa en la ontología social de John Searle, aunque intento replantearla desde la fenomenología de Edmund Husserl y la teoría de los actos sociales de Adolf Reinach. En la parte final introduzco problemáticas relacionadas con el papel de los Estados nacionales en la institucionalización de los derechos humanos. Para ello me apoyo en la idea de Hannah Arendt de que los derechos humanos presuponen el derecho a tener derechos y la pongo en relación con observaciones más recientes de especialistas.

Palabras clave: hechos institucionales; derecho a tener derechos; actos sociales; actos de habla; Estados nacionales

Abstract

In this paper I reflect on the possibility of conceptualizing human rights as institutional facts. This aims to frame them in a broader perspective than a merely legal or moral one. The proposal is based on John Searle’s social ontology, but I attempt to think it over with the support of Edmund Husserl’s phenomenology and Adolf Reinach’s theory of social acts. In the final part I set forward problems related with the role of national States in institutionalizing human rights. To elaborate this point, I draw on Hannah Arendt’s idea that human rights presuppose the right to have rights and relate it with more recent observations of experts.

Key words: institutional facts; the right to have rights; social acts; speech acts; national States

Introducción

En este artículo ofrezco algunas reflexiones sobre los derechos humanos desde una perspectiva que pretende ser más amplia que los enfoques meramente jurídicos o morales. Este enfoque es posible cuando se conceptualizan los derechos humanos en términos de hechos institucionales.

Aquí denomino “hecho institucional” a todos aquellos objetos y situaciones que sólo existen porque somos capaces de llevar a cabo acciones colectivas que entrañan una comunicación lingüística o simbólica. En este sentido, la capacidad de hablar nos permite no sólo concebir la realidad de distintas formas muy complejas, sino también crear objetos y situaciones que de otro modo no serían posibles, como las leyes, los Estados, el dinero, las fronteras y los derechos humanos.

Una de las principales características de los hechos institucionales consiste en que sólo son reales porque varias personas los reconocen como tales y se obligan a comportarse de cierta manera respecto de ellos. Pero esto significa que hechos como los derechos humanos sólo pueden existir en sentido pleno, o sólo pueden reconocerse de manera efectiva y no sólo nominal, sobre la base de relaciones interpersonales que implican un poder.1

Dicho de manera muy sucinta, que los derechos humanos sean hechos institucionales quiere decir que son atributos de todos los seres humanos -a saber, facultades para exigir ser tratados de cierta manera-, pero que sólo existen porque hay personas que los reconocen y, en consecuencia, se obligan a comportarse de cierta manera respecto de sus congéneres. Reflexionar sobre los derechos humanos en términos del proceso mediante el cual se consolidan como hechos institucionales reales, concretos, permite entonces ampliar la perspectiva con la que se los suele considerar, pues se introduce de inmediato el tema de las relaciones sociales y la base de poder que hace posible que existan con un carácter internacional.

Por otro lado, la conceptualización que propongo de la problemática de los derechos humanos permite reflexionar sobre ellos en un contexto más amplio que el meramente jurídico, pues permite considerar facetas de su institucionalización -esto es, del proceso mediante el cual llegan a existir- que van más allá del ámbito legal. Los discursos sobre derechos humanos han cobrado fuerza a partir del siglo pasado y desempeñan hoy un papel muy importante en la forma en que los Estados y los organismos públicos nacionales e internacionales buscan legitimarse y transformarse, en la manera en que distintos actores sociales y organizaciones de la sociedad civil justifican sus objetivos y sus acciones, e incluso en la imagen que empresas e instituciones privadas intentan proyectar ante las sociedades a las que pertenecen o a las que dirigen sus productos o esfuerzos. Estos agentes individuales o colectivos también intervienen de manera importante en la institucionalización de estos derechos, por lo que es necesario dilucidar su papel con más detalle si se pretende entender muchos de los desafíos actuales en materia de justicia social.

Tomaré de John Searle tanto el término “hecho institucional” como algunas de las ideas seminales de estas reflexiones. Este pensador norteamericano supo ver que “lo social” -o “lo institucional”, para seguir su propia terminología-, esa manera de intervenir en el mundo y darle una forma que parece reservada a nuestra especie, sólo es posible en la medida en que somos capaces de hablar y de simbolizar. También supo ver que los derechos humanos pueden pensarse como hechos institucionales y que ello hace posible ampliar la forma en que se los suele conceptualizar.

Sin embargo, lo que sigue no es ni una exposición ni un desarrollo de la postura de Searle. Por su propio sentido, los discursos sobre derechos humanos apuntan a institucionalizarlos en una escala global. Para entender lo que está en juego en este complejísimo proceso es necesario ampliar la teoría de Searle en dos respectos. Por un lado, en lo que concierne a las formas del reconocimiento de las instituciones: cuando se habla de reconocimiento de los hechos institucionales en general y de reconocimiento de los derechos humanos en particular, ¿exactamente a qué tipos de interacciones sociales nos referimos? En otras palabras, ¿qué tipos de interacciones sociales constituyen eso que podemos llamar con Searle “reconocimiento” de un hecho institucional? Por otro lado, en lo relativo a lo que significa que las instituciones existan de manera efectiva: ¿qué condiciones estructurales hacen posible que los discursos sobre derechos humanos se materialicen en hechos reales y no se queden en meras expresiones de deseos? Esto es, ¿en qué condiciones hablar sobre derechos humanos significa realmente hacerlos existir? Para abordar estas interrogantes me apoyaré en algunas ideas de Edmund Husserl y de Adolf Reinach. Dado que estos pensadores también supieron entender que la capacidad de hablar es una condición de posibilidad de la existencia del mundo social, elaboraron una teoría de los actos sociales que mantiene afinidades importantes con las teorías de la intencionalidad colectiva y de los actos de habla que están en la base de la ontología social de Searle.2

Lo que presento aquí busca ser entonces consistente con la forma de entender el quehacer filosófico de la fenomenología clásica. Esta conceptualización de la realidad social permite profundizar en el proceso de institucionalización de los derechos humanos como algo que ha transformado nuestra propia identidad, la forma en que existimos y las maneras en que somos susceptibles de ser tratados. Al mismo tiempo, permite entender algunos de los principales obstáculos para dicha institucionalización, así como algunas de las condiciones sociales y políticas que tendrían que darse para que se consolidara. Al respecto expondré en la parte final de este artículo una serie de problemas más concretos que se pueden apreciar a partir de observaciones de Hannah Arendt, quien destaca la relación entre la falta de ciudadanía y la violación de derechos humanos con la mirada puesta en la historia de los genocidios de la primera mitad del siglo XX.

¿Tiene sentido apelar a derechos humanos que son independientes de toda ciudadanía? O, por el contrario, ¿es esta idea el resultado de confusiones y del mal uso del concepto mismo de “derecho”? Trataré de abordar estas preguntas y de desarrollar sus implicaciones en las siguientes páginas.

1. Los derechos humanos como hechos institucionales. Una primera aproximación al problema desde la ontología social de John Searle

Mencioné que en esta propuesta de conceptualizar los derechos humanos retomo la noción de “hecho institucional” de Searle. Este pensador llama “institucional” a lo social que es específicamente humano porque sólo es posible gracias al lenguaje (Searle 2010). Según él, las relaciones sociales en sentido más amplio son extensibles a otros animales e implican siempre cooperación y, con ello, intencionalidad colectiva. Con esto último se refiere a una forma de conciencia o de estado mental en el que el agente hace algo bajo el supuesto de que su acción sólo tiene sentido si alguien más hace otra cosa (Searle 2010, pp. 48-58).

La teoría de Searle de la intencionalidad colectiva y de lo social en general es interesante porque permite reconocer que hay sociedades animales no humanas y formas de interacción social que los seres humanos comparten con otras especies. Sin embargo, aquí me concentraré en los fenómenos que este pensador denomina “instituciones” y “hechos institucionales”, pues los derechos humanos se incluyen entre ellos. Estas formas de lo social sólo son posibles gracias al lenguaje y a la posibilidad de llevar a cabo actos de habla declarativos. Como todo lo social, las instituciones implican una intencionalidad colectiva, sólo que bajo la forma particular del reconocimiento colectivo del contenido de una declaración o de una simbolización que tenga la estructura de este acto de habla. Esto quiere decir que lo social específicamente humano depende de la capacidad para creer que ciertas cosas existen y tienen ciertas propiedades justo porque otras personas también lo creen así (Searle 2010, pp. 58-60, 90-104).

Según Searle, tanto las expresiones propiamente lingüísticas como los estados intencionales son representaciones; esto significa que tienen condiciones de satisfacción (Searle 2010, pp. 25-41). Por ejemplo, un estado intencional como una creencia se satisface y resulta correcta cuando se ajusta al mundo, y no se satisface y resulta incorrecta cuando no se ajusta al mundo. De la misma manera, una intención práctica puede ser satisfecha cuando el mundo se ajusta a ella, esto es, cuando el mundo es transformado para adecuarse a la meta práctica. Un juicio tendría, según Searle, la misma dirección de ajuste que una creencia; una orden, la de una intención práctica. Esto quiere decir que el criterio para determinar la corrección de una creencia o un juicio es su adecuación al mundo, mientras que el criterio para determinar que una intención práctica o una orden han sido cumplidas es que algo en el mundo haya sido transformado para adecuarse a ellas. Las condiciones de satisfacción de un acto de habla son entonces aquellas en las cuales resulta “correcto” o, si no se trata de un simple enunciado descriptivo, cuando resulta “feliz” en el sentido de que se ajuste a aquello hacia lo que apunta. Como ya mencioné, según Searle, los estados mentales intencionales como la creencia, el deseo y la intención práctica son ya representaciones en este sentido y se reflejan en buena medida en actos de habla como el juicio, la promesa y la orden, respectivamente. Sin embargo, en lo que se refiere al paralelismo entre las direcciones de ajuste de los estados mentales y los actos de habla hay una excepción muy importante: el acto de habla de declarar.

¿Cuáles son las condiciones de satisfacción de la declaración? La declaración tiene lo que Searle llama “doble dirección de ajuste” (Searle 2010, pp. 65-67). Ello sólo es posible porque a través del lenguaje somos capaces de referirnos a cosas que no están presentes ante nosotros y que pueden incluso no existir. Al declarar algo hacemos que un estado de cosas que antes no existía llegue a existir gracias al acto de declararlo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando un juez declara esposos a una pareja, cuando se declara que una persona llevará cierto nombre, cuando un país le declara la guerra a otro, etc. Que estos actos de habla tengan una doble dirección de ajuste quiere decir que sólo son correctos cuando se ajustan al mundo, puesto que aquello a lo que se refieren existe en el mundo, y al mismo tiempo sólo son correctos cuando el mundo llega a transformarse para ajustarse a ellos. En otras palabras, mediante ellos creamos hechos al representar esos hechos como si ya existieran (Searle 2010, pp. 68-69).

Las declaraciones que importan para este texto son las que crean funciones de estatus, pues con ellas nace todo lo institucional. define este tipo de funciones de una manera naturalista y apela a que son aquellas que no se desprenden de la estructura física de una cosa en cuestión (Searle 2010, p. 7). Como no comparto sus supuestos ni su punto de partida en este respecto, creo que es mejor definirlas en términos de funciones creadas necesariamente por las declaraciones.

El tipo quizá más común y más fácil de comprender de declaración creadora de funciones de estatus se puede apreciar en los actos de habla que tienen la siguiente forma: “X cuenta como Y en el contexto C” (Searle 2010, pp. 80-86, 90-97). Por ejemplo: un trozo de papel (X) cuenta como dinero (Y) en el contexto de una determinada sociedad (C) y, como consecuencia de ello, sirve para comprar bienes y para pagar deudas. Ya me referí a una característica esencial de lo institucional según el propio Searle: sólo existe en la medida en que es reconocido. El pedazo de papel del ejemplo anterior sólo funciona como dinero porque un grupo de personas que lo usan para comprar bienes y pagar deudas lo reconocen como tal (González Guardiola y Monserrat Molas 2017, pp. 213-314).

Sin embargo, hay que observar desde ahora que en muchos casos las instituciones no surgen de declaraciones explícitas, sino de comportamientos que remiten a representaciones lingüísticas o simbólicas que tienen la estructura de ese acto de habla. Puede muy bien ser que los basamentos derruidos de una hilera de casas en un extremo de una aldea pasen a tener la función de estatus de una frontera simplemente porque un grupo de personas sigue comportándose respecto de ellos de la misma manera en que lo hacía tiempo atrás, cuando había en su lugar una hilera de casas imposibles de atravesar. No hay allí una declaración explícita, pero sí un modo de representarse la hilera de basamentos derruidos como algo que posee ciertas funciones -por ejemplo, la función de impedir el paso- sólo en virtud de que se la representa en forma simbólica y se reconoce que posee tales funciones (Searle 2010, pp. 93-96).

¿Qué es lo que cambia cuando desaparece el muro de la hilera de casas y surge la frontera como hecho institucional? Podemos decir que lo que cambia es que el comportamiento del grupo de personas que reconoce la frontera se puede explicar en términos de poderes deónticos: obligaciones, autorizaciones, derechos, facultades, etc. Estos poderes deónticos dependen del reconocimiento de funciones de estatus y los caracteriza como razones para actuar que son independientes de deseos (Searle 2010, pp. 8-9). En vista de algunos problemas que expondré más adelante, creo que es más conveniente entenderlos como motivos prácticos que tienen la peculiaridad de que son consecuencia del hecho de considerar deseable, por las razones que se quiera, o bien la existencia de una institución, o bien, en los casos más básicos, la capacidad para interactuar socialmente con otras personas. Ver algo como un muro implica ser consciente de ello como de algo que limita nuestras posibilidades prácticas. Percatarme de que han levantado un muro alrededor de lo que antes era un terreno baldío implica saberme incapacitado para acceder a ese espacio de la forma en que lo habría hecho antes. En contraste, reconocer una serie de basamentos de casas derruidas como una frontera implica obligarme a comportarme de cierta manera respecto de ellos; por ejemplo, obligarme a no atravesarlos sin autorización. Ahora bien, esta obligación es inseparable del hecho de reconocer que esa hilera es precisamente una frontera. Así que si las instituciones y los hechos institucionales pueden existir es porque somos capaces de obligarnos a comportarnos de ciertas maneras específicas respecto de objetos reales y virtuales.

Searle señala que una manera de determinar si algo es o no un hecho institucional es preguntar si su existencia supone necesariamente poderes deónticos (Searle 2010, pp. 100-102, 123-132). Así, por ejemplo, mientras que tener genitales femeninos o masculinos puede ser un hecho biológico, las identidades de género suelen ser hechos institucionales en la medida en que conllevan poderes deónticos. En muchas sociedades, ser reconocida como mujer tiende a implicar derechos y obligaciones que difieren de los que se desprenden de ser reconocido como hombre. En otras palabras, si ser reconocida como mujer u hombre en un determinado contexto implica poderes deónticos tales como la obligación de comportarse de cierta manera o de que otros se comporten respecto de uno de cierta manera, entonces tales identidades son hechos institucionales.

Creo que, en efecto, hay una dimensión fundamental del problema de los derechos humanos que puede pensarse con este enfoque. Afirmo lo anterior a pesar de que, al mismo tiempo, considero que el análisis que Searle ofrece al respecto en su libro Creando el mundo social presenta algunos huecos importantes que señalaré en lo que sigue. En todo caso, a partir de su ontología social es posible comprender que los derechos humanos existen como hechos institucionales y no son meras fórmulas que aparecen en leyes y políticas públicas nacionales e internacionales. Con esto también quiero decir que no es quimérico apelar a derechos que todo ser humano posee independientemente de su ciudadanía y de su estatus en un orden legal particular. Searle piensa que estos derechos son funciones de estatus que se reconocen en quienes se consideran seres humanos, esto es, en quienes se consideran miembros de la especie biológica Homo sapiens (Searle 2010, pp. 174-184). Con ello busca presentar una explicación de los derechos humanos sobre la base de una teoría de la naturaleza física y biológica, en la que estos derechos asegurarían en el terreno institucional ciertas cualidades que todos los seres humanos poseerían en forma natural. Sin embargo, me parece que este afán termina por hacerle pasar por alto que, al igual que ocurre con la identidad de género, ser reconocido como ser humano es algo más que ser reconocido como miembro de una especie biológica con determinadas capacidades biológicas. Aunque no lo puedo abordar aquí, pienso que la identidad “humana” como hecho institucional tiene que ver con ser reconocido como un sujeto capaz de cultivar cierto tipo de vida; por ejemplo, una vida en la que se goza de libertad y de condiciones necesarias para aspirar a darle sentido al orientarla por lo que uno mismo pondera como lo más valioso (véase Villoro 1997), o una vida en la que se goza del reconocimiento pleno como sujeto de necesidades, derechos y capacidad para valorar e intervenir en la moralidad (véase Honneth 1997).

Según Searle, los derechos humanos se pueden entender en términos de una fórmula que ya mencioné: “X cuenta como Y en el contexto C”, donde X simboliza a un ser humano que se entiende como un animal con ciertas características biológicas y Y simboliza a un ser humano que se concibe como un hecho institucional con funciones de estatus, que en este caso son derechos, y C remite a cualquier sociedad. No obstante, este pensador llama la atención sobre el hecho de que, a diferencia de otras instituciones, en el caso de los derechos humanos hay un uso precedente, no institucional, del concepto de lo humano. El ser humano existe como tal antes de comenzar a tener una existencia institucional. Más aún, la existencia institucional del ser humano se basaría en su modo de ser no institucional. En otras palabras, hay características naturales del ser humano que nos motivan a representarlo y reconocerlo como alguien respecto del cual tenemos que obligarnos a tratarlo de cierta manera. Esto lleva a Searle a señalar ciertas peculiaridades de los derechos humanos como hechos institucionales que se vinculan con algunas dificultades para su análisis.

La primera de estas dificultades tiene que ver con el problema de lo que podríamos llamar la justificación o legitimidad de las instituciones. Según Searle, un motivo común para inventar distintas instituciones es la creación de poder: las instituciones nos permiten hacer cosas que no podríamos hacer de otro modo. De esto se sigue que, en términos generales, el propósito de la existencia de una institución se puede explicar mediante el poder que se crea con ella (Searle 2010, pp. 139-141). Sin embargo, Searle sostiene que la creación de los derechos humanos como hechos institucionales no conlleva la creación de ningún poder entendido de la manera anterior. Ello tendría como consecuencia que la posible justificación de los derechos humanos no derivaría de su conveniencia para la creación de poder, sino que remitiría a una teoría de la naturaleza humana y de sus características valiosas (Searle 2010, pp. 191-195).

No estoy seguro de que una concepción consistente de los derechos humanos tenga que remitir de manera necesaria a una teoría de la naturaleza humana en los términos en que sugiere Searle. Con todo, me parece que el pensador norteamericano tiene razón cuando señala que su justificación implica necesariamente consideraciones de valor. Considero que una concepción consistente de estos derechos supone a fuerza una teoría de las necesidades básicas de todo ser humano cuya satisfacción es condición de posibilidad de cultivar cierto tipo de vida que podemos denominar digna -dejaré de lado por ahora el problema de en qué consiste esta dignidad (véase Marín Ávila 2018)-.

La segunda de estas dificultades para analizar los derechos humanos como hechos institucionales tiene que ver con su carácter de derechos universales que entrañan obligaciones universales. Searle llama la atención sobre el hecho de que el concepto mismo de “derecho” sólo es significativo en la medida en que implica como contraparte una obligación, la cual, en el caso de los derechos negativos, puede limitarse a la no intervención. Por ejemplo, el derecho de alguien a transitar por un lugar implica la obligación de otras personas de permitírselo y, en caso de que se formule como un derecho negativo, la de no impedírselo. Searle sostiene que sólo tiene sentido hablar de derechos humanos si se puede establecer 1) frente a quién se tienen estos derechos, 2) cuál es el contenido de las obligaciones hacia quien tiene el derecho y 3) por qué la persona frente a la cual se exige el derecho tiene tales obligaciones. Y, según el filósofo norteamericano, que los derechos humanos sean universales implica que guardan correspondencia con obligaciones universales. De manera que la respuesta a la cuestión de frente a quién se tienen los derechos humanos sería: frente a cualquiera, frente a todos los demás seres humanos (Searle 2010, pp. 184-187).

No creo que reconocer que cualquier persona tiene ciertos derechos por el mero hecho de ser humano implique por necesidad suponer que todas las demás personas están obligadas a hacer efectivos esos derechos, como sugiere Searle. Aunque tiene razón cuando afirma que el reconocimiento de que cualquier ser humano posee ciertos derechos conlleva que todos los demás están obligados a abstenerse de violentarlos, esto no quiere decir que dicha obligación universal sea suficiente para que los derechos existan. En otras palabras, es perfectamente posible pensar en ciertos derechos universales cuyo contenido no se agota en las obligaciones universales que les corresponden como contraparte, sino que implican obligaciones adicionales que no son universales y que recaen en ciertas personas y ciertas instituciones en particular. Por ejemplo, en México como en muchas otras naciones se reconoce que cualquiera de sus ciudadanos tiene derecho a recibir educación y que la obligación correspondiente a este derecho recae en distintas personas e instituciones perfectamente identificables, por ejemplo, los padres, ciertas dependencias gubernamentales, etc. El reconocimiento de este derecho implica también que todos los demás miembros de dicha sociedad se abstengan de violentarlo. Sin embargo, las obligaciones que conlleva este derecho no se reducen a la abstención de todos los miembros de la sociedad de intervenir con él, sino que abarcan también las obligaciones positivas de sus familiares más cercanos y de dependencias gubernamentales, entre otros. No veo por qué la relación entre los derechos de los miembros de una sociedad particular y las obligaciones correspondientes tenga que ser distinta de la que rige entre los derechos universales y las obligaciones que los acompañan. Creo que es perfectamente posible reconocer derechos humanos universales sin tener que suponer que el contenido de las obligaciones correspondientes es el mismo para todas las personas.

De acuerdo con lo anterior, se puede sostener con Searle que los derechos universales guardan correspondencia con obligaciones universales de abstenerse de intervenir en su violación. Sin embargo, el contenido de las obligaciones correspondientes a un derecho que se reconoce como universal no se reduce a esta exigencia universal de no intervenir en su violación. Por el contrario, a esta obligación universal se pueden sumar otras obligaciones dirigidas hacia personas o instituciones específicas, y ello sin menoscabo del carácter universal del derecho. De la misma manera, si sólo es permisible hablar de derechos humanos en la medida en que se puede establecer el fundamento de las obligaciones correspondientes, hay que distinguir las razones por las cuales todas las personas están obligadas a abstenerse de infringir los derechos humanos de los demás, de las razones por las que ciertas personas o instituciones específicas tienen obligaciones que van más allá de la mera abstención, como es el caso de las obligaciones de los Estados de hacerlos respetar y de garantizar las condiciones para su ejercicio tal y como se estipulan en la Carta Internacional de Derechos Humanos, en particular en los dos pactos internacionales.

Por lo demás, la identificación apresurada por parte de Searle del contenido de los derechos universales con las obligaciones universales correspondientes se relaciona con su afirmación de que sólo cabe justificar derechos humanos en términos de derechos negativos, como el derecho a intentar procurarse una vivienda, el derecho a la propiedad privada, a intentar procurarse educación, a la libertad de expresión en términos de no ser censurado, a la libertad de credo y de reunión, etc. (Searle 2010, pp. 186-191). Espero haber mostrado que ello no se sigue sin más de la conceptualización de los derechos humanos como hechos institucionales. En lo que sigue expondré otros elementos que permitirán mostrar con mayor amplitud cómo la propuesta que presento difiere de la posición del norteamericano en este respecto e introduce problemáticas que exigen prestar atención a la forma en que el Estado y otras instituciones concretas intervienen en esta institucionalización.

2. Condiciones para la existencia efectiva y no sólo nominal de los derechos humanos. Complementos a partir de la teoría de los actos sociales de Adolf Reinach

No hay duda de que la institucionalización de los derechos humanos que hoy por hoy desempeña un papel importantísimo en el derecho internacional y en distintos derechos nacionales, incluido el mexicano, tiene antecedentes importantes en las ideas de los pensadores del humanismo republicano hispanoamericano como Bartolomé de las Casas, Alonso de la Veracruz y Vasco de Quiroga, así como de personajes de otras latitudes, entre los que destaca Hugo Grocio (Véase Velasco Gómez 2006 y Gearty y Douzinas 2012). En todo caso, en su forma más reciente dicha institucionalización ha tenido lugar en un proceso histórico que parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y de la promulgación, en 1976, de sus dos complementos más importantes: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

¿Qué es lo característico de esta institucionalización de los derechos humanos? Lo primero que hay que decir es que no nacieron nada más como consecuencia de que un grupo de personas ajenas a las estructuras estatales y gubernamentales se reuniera para declararlos, como sugiere Searle (Searle 2010, pp. 186). Es cierto que han aparecido en su forma actual a través de declaraciones explícitas, pero estos actos de habla provienen de Estados o, si se quiere, de personas que cuentan con la función de estatus de representantes de Estados. La diferencia no es de mero matiz. En lo que sigue procuraré profundizar en este asunto con apoyo en la teoría de los actos sociales de Reinach y luego en observaciones de Arendt.

He tratado de exponer la idea de que todo lo institucional remite a ciertas formas de interacción simbólica o discursiva de las cuales surgen poderes deónticos o estructuras normativas; en este caso: cómo debe ser tratado y qué cosas está o no autorizado a hacer cualquier sujeto que tenga la identidad institucional “humano”. Sin embargo, no en todos los contextos en los que se habla de derechos humanos nos obligamos a tratarnos de tal manera que estos derechos existan como hechos institucionales. Indiqué antes que las declaraciones que crean hechos institucionales entrañan siempre una intencionalidad colectiva en la forma del reconocimiento de que las realidades institucionales en cuestión existen y tienen ciertas propiedades sólo en la medida en que otras personas también lo reconozcan así. ¿En qué consiste este misterioso “reconocimiento”? ¿En qué condiciones, de qué forma y en qué medida las instituciones como la de los derechos humanos pueden reconocerse? ¿Qué significa que existan de manera efectiva y no sólo nominal?

Aquí será de provecho detenernos a considerar cómo plantea Reinach el problema de los actos sociales que tienen la forma de la “prescripción” [Bestimmung], pues con este concepto alude a un fenómeno que incluye lo que Searle denomina “acto de habla declarativo”, pero que es más amplio. Por un lado, ello nos permitirá entender la creación de instituciones en el sentido de Searle como un caso particular del fenómeno de creación del tipo de deberes sin los cuales no sería posible el derecho positivo. En esto se echará de ver que la consignación de los derechos humanos en ordenamientos jurídicos es sólo una de las maneras particulares en las que éstos se convierten en hechos institucionales. Por otro lado, podremos apreciar algunas de las condiciones que hacen posible que las declaraciones sean efectivas en el sentido de aceptadas como válidas por la persona o el grupo de personas que reconocen las funciones de estatus y los poderes deónticos asociados con ellas.

Reinach desarrolla su teoría de los actos sociales en Los fundamentos a priori del derecho civil. Esta obra gira en torno a la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que existan derechos y deberes como los que confieren los códigos legales positivos? A través de ella, el autor desarrolla la idea de que las fuentes de los derechos y las obligaciones jurídicos están en ciertos actos intencionales básicos que constituyen o crean relaciones sociales igualmente básicas que, por su mismo sentido, entrañan ya derechos y obligaciones.

Reinach toma de Husserl, su maestro, el concepto de “acto intencional”. No es posible profundizar aquí en él, pero vale la pena mencionar que, aunque mucho más sofisticado, es afín al concepto de “representación” de Searle, pues ambos tienen un antecedente inmediato en el concepto de “intencionalidad” de la psicología descriptiva de Franz Brentano.

¿Qué son los actos sociales? Reinach forja este concepto también en colaboración con Husserl, quien los piensa como nexos de actos intencionales de índole práctica que son responsables de la constitución o creación de relaciones sociales y, con ello, de la dimensión específicamente social del mundo.3 Ambos apuntan con él a actos de comunicación con distintas formas, como las aseveraciones o las preguntas, y a vivencias intencionales en las que una comunicación sirve de medio para hacer algo más, como la orden, la petición, la promesa, el acto de conferir poder de representación o la prescripción. Lo que me interesa aquí de Reinach no son las meras comunicaciones, sino los actos sociales del segundo grupo, pues de todos ellos nacen derechos y obligaciones, es decir, poderes deónticos.

Una promesa crea una obligación para quien promete y un derecho para el destinatario de la promesa; una petición crea un derecho para quien la ha hecho y una obligación para quien la ha aceptado; una orden crea un derecho para quien ordena y una obligación para quien la recibe y reconoce la autoridad de quien la dicta; conferir poder de representación puede crear derechos y obligaciones según cómo se lleve a cabo, y una prescripción crea para quien la acepta como válida la obligación de acatar el deber que se formula en ella, así como derechos para quien la dicta de manera efectiva (Reinach 2010, pp. 29-133; Marín Ávila 2015).

¿De dónde provienen estas obligaciones y estos derechos que se pueden reclamar? Los análisis de Husserl nos ponen sobre la pista de que no hay que buscar su origen en las convenciones, sino en la posibilidad misma de que varias personas actúen en conjunto. Desde luego que las formas mismas de prometer, pedir o prescribir pueden ser convencionales, pero las obligaciones y derechos que se desprenden de ellas no tienen su fuente en la sanción del hábito o de la tradición, sino en el hecho de que son acciones colectivas, aunque de un tipo particular que entraña necesariamente la comunicación. En efecto, en sus investigaciones sobre la intersubjetividad, Husserl vio que hay una forma de conciencia del deber que se funda en la crítica de la manera en que alguien desempeña su función en una acción colectiva. La idea básica es que cuando alguien hace algo en conjunto con otras personas y se desvía de lo que se espera de ella, sus compañeros en la acción colectiva tienen motivos para reclamárselo, pues con ello frustra los empeños de todos (Husserl 1973a, pp. 166-172, 192-204). En otras palabras, si los actos sociales son formas básicas en que varias personas pueden actuar de manera concertada sobre la base de la comunicación, entonces crean obligaciones y derechos a reclamar justamente por ello. Si seguimos esta idea llegamos a la tesis de que la efectividad de los actos sociales también depende de la estructura del tipo muy general de acción colectiva discursiva de que se trate.

En todos los casos anteriores los derechos y las obligaciones surgen de los respectivos actos sociales, pero sólo cuando estos actos son efectivos. Para ello tienen que cumplirse ciertas condiciones que dependen del tipo de acto. Por ejemplo, para que una promesa sea efectiva basta con que se exprese a su destinatario y con que éste no renuncie a los derechos que se le otorgan con ella. Para que una petición sea efectiva tiene que ser aceptada, y esta aceptación tiene la forma de una promesa. En contraste, para que una orden sea efectiva es necesario que exista algún tipo de subordinación hacia quien la dicta, pues el rechazo de una orden conlleva más que el rechazo de una petición. Al parecer, una orden sólo es efectiva cuando la precede o acompaña una promesa tácita o explícita de obediencia.

Aunque Reinach niega que los distintos tipos de actos sociales puedan reducirse a variantes de un solo tipo, los ejemplos anteriores sugieren que el más básico de todos ellos es la promesa, pues las distintas formas de aceptación del resto de los actos sociales parecen ser distintas formas de promesas (Reinach 2010, pp. 52-53). Esto tendrá implicaciones importantes al pensar en las condiciones que se tienen que cumplir para que una prescripción sea efectiva y, por ende, en las condiciones que se tienen que cumplir para que los derechos humanos existan efectivamente como hechos institucionales.

Antes de examinar en qué condiciones puede ser efectivo un acto de prescribir en general, o de declarar en particular, considero que es conveniente distinguirlo del acto social que quizá más se le asemeja: el acto de dictar una orden. Reinach hace notar que la prescripción no se refiere, como la orden, a la conducta de una persona, sino que mienta una situación como algo que “debe ser” (Reinach 2010, pp. 124-125). Creo que esta diferencia se puede apreciar con facilidad si se presta atención al hecho de que las prescripciones pueden tener efectos de los que las órdenes son incapaces, como justo la creación de otros actos sociales y de funciones de estatus en cosas y personas. Por ejemplo, en el caso de que prescriba que el papel que tenga mi firma debe considerarse dinero en el contexto de una fiesta o una kermés, que una hilera de casas destruidas debe respetarse como una frontera o que un espacio dentro de una cochera compartida debe considerarse el espacio donde tengo permitido estacionar mi automóvil. En ninguna de estas prescripciones se hace referencia directa a la conducta de quienes deben acatarlas y todas ellas crean situaciones y objetividades que no podrían surgir mediante órdenes: dinero, fronteras, lugares de estacionamiento privados.

¿En qué condiciones es efectivo el acto de prescribir o declarar? La respuesta de Reinach es que las prescripciones son efectivas cuando las acompaña o preceden de un acto social de subordinación (Reinach 2010, pp. 108). Al igual que en el caso de la orden, creo que este acto de subordinación puede pensarse en términos de una promesa de obediencia del tipo: “prometo acatar lo que se prescriba”. Detengámonos ahora a revisar algunas de las implicaciones de esta tesis a propósito de la creación de instituciones a través de la asignación de funciones de estatus y, en particular, a propósito de la existencia efectiva, y no sólo nominal, de los derechos humanos como hechos institucionales.

Podemos decir que sólo podemos crear instituciones porque somos capaces de obligarnos a comportarnos de manera consecuente con los enunciados sobre deberes que crean poderes deónticos y, con ello, asignan funciones de estatus: por ejemplo, se debe usar y aceptar este metal como dinero, esto es, como medio de intercambio con tales y cuales características. De la misma manera, se debe tratar a todos los seres humanos como sujetos de ciertos derechos, y ello implica que todos estamos obligados a comportarnos respecto de cualquier otro ser humano de cierta manera y a abstenernos de interferir con esos derechos, e implica también otras cosas, como que ciertas asociaciones institucionales particulares -por ejemplo, los Estados- están obligadas a comportarse de cierta manera -por ejemplo, haciendo respetar estos derechos o procurando el acceso a ellos- respecto de ciertos seres humanos que se encuentran en circunstancias particulares -como en el caso de quienes habiten en su territorio o se encuentren de paso en él-. Lo que la teoría de Reinach permite apreciar es que todas las declaraciones se pueden especificar en enunciados sobre deberes y que estos deberes sólo son efectivos en ciertas condiciones que incluyen la subordinación de quienes los tienen con respecto a quienes los prescriben.

En otras palabras, el reconocimiento que hace posible que existan los hechos institucionales tiene la forma de una promesa: no sólo consiste en compartir la creencia en que algo es de cierta manera o tiene ciertas funciones, sino en obligarse a hacer algo o a comportarse de cierta manera a través del lenguaje o de la simbolización. En vista de lo anterior podemos decir que los derechos humanos existen de manera efectiva cuando son prescritos por personas o grupos de personas a quienes se les ha conferido esta capacidad a través de promesas de obediencia tácitas o explícitas, las cuales pueden estar motivadas por la amenaza de sanciones en caso de contravenirlas, por razones que apelen a que los poderes deónticos establecidos con ellos son deseables, por relatos religiosos, mitológicos y otros por el estilo.

Los discursos normativos que estipulan que todos los seres humanos deben de ser tratados de cierta manera y que deben disfrutar de las condiciones para hacer ciertas cosas por el mero hecho de ser seres humanos pueden ser leyes orales o escritas, políticas públicas, incluso hábitos colectivos. Lo determinante para que los derechos humanos existan como hechos institucionales es que tenga lugar esta promesa de obediencia de quienes los acatan hacia quienes los prescriben, sean estos últimos grupos mayoritarios de la humanidad en su conjunto a través de sus respectivos representantes políticos, ciertas personas en particular, instituciones o incluso las voces anónimas de lo que los sociólogos han denominado el “Otro generalizado” (Luckmann y Berger 2012, pp. 162-183).

Sin embargo, no es trivial el hecho de que el principal referente en este proceso de institucionalización de los derechos humanos, la Carta Internacional de Derechos Humanos, proceda de declaraciones de representantes de Estados nacionales, los cuales en su calidad de soberanos tienen en principio facultades para prescribir en sus respectivos territorios como autoridades últimas. Por ello, es necesario pensar aquí el problema del fundamento de la autoridad del Estado nacional y de la aparente insuficiencia de este fundamento para prescribir de manera efectiva sobre derechos humanos.

3. El derecho a tener derechos. Reflexiones sobre las crisis de los derechos humanos a la luz del pensamiento de Hannah Arendt

¿Pueden los Estados modernos prescribir de manera efectiva derechos humanos? Ésta es una pregunta crucial. Se puede reformular de la siguiente manera: ¿pueden los derechos humanos existir como hechos institucionales a partir de prescripciones de personas que tienen la función de estatus de representar Estados modernos?

La serie de argumentos que quiero desarrollar parte de un pasaje de Los orígenes del totalitarismo en el que Arendt reflexiona sobre la noción de derechos del hombre a la luz de las experiencias de exterminio de pueblos enteros durante la primera mitad del siglo XX. Arendt observa que la idea de que el fundamento de toda ley justa es la naturaleza humana, idea que está en la base de la carta de derechos norteamericana y de la declaración francesa sobre los derechos del hombre, se encuentra en tensión con la reivindicación de la soberanía de los Estados modernos en nombre de sus respectivos pueblos. La ley que se decreta en nombre del ser humano en general tiene que ser impuesta por los Estados modernos, pero éstos sólo obedecen a voluntades de pueblos particulares (Arendt 1998, pp. 242-243).

Según Arendt, la tensión entre la idea de los derechos del hombre y la concepción de la soberanía nacional guarda relación con el hecho de que, a pesar de que el discurso sobre los derechos humanos se invocó constantemente durante la primera mitad del siglo XX para denunciar atropellos contra grupos vulnerables, ninguna institución no gubernamental pudo hacer cumplir estos derechos supuestamente inalienables cuando se trataba de personas que carecían de derechos civiles y de la protección de un gobierno.

No sólo los gobiernos se mostraban opuestos más o menos abiertamente a esta usurpación de su soberanía, sino que las mismas nacionalidades implicadas no reconocían una garantía no nacional, desconfiaban de todo lo que no fuera un claro apoyo a sus derechos “nacionales” (en oposición a sus simples derechos “lingüísticos, religiosos y étnicos”) y preferían, o bien, como los alemanes y los húngaros, volverse en busca de la protección de la madre patria “nacional”, o como los judíos, hacia algún tipo de solidaridad interterritorial. (Arendt 1998, pp. 243-244)

Esta misma tensión se relaciona con el hecho de que algunos de los casos más atroces de violaciones de derechos humanos de la historia reciente, los exterminios masivos de la primera mitad del siglo XX, los padecieron quienes Arendt denomina los “fuera de la ley” (the rightless): personas desprovistas de ciudadanía por pertenecer a pueblos o clases equivocadas, como los judíos, los gitanos o quienes habían sido enlistados en el ejército republicano español (Arendt 1998, pp. 245-246).

Arendt observa que lo que está en juego en la privación fundamental de derechos humanos se manifiesta de manera particularmente clara en lo ocurrido a estos grupos de personas que fueron arrojados “fuera de la ley”. Por lo tanto, entender su situación permitirá hacer explícito un supuesto importante de cualquier discurso coherente sobre derechos humanos, así como reflexionar sobre la relación que guardan estos derechos con el hecho histórico de que la humanidad como sociedad mundial es algo que sólo ha comenzado a existir en tiempos recientes (Arendt 1998, pp. 248-249).

La primera pérdida de los individuos fuera de la ley fue la pérdida del hogar: la estructura social en la que nacieron y que estableció para ellos un lugar distintivo en el mundo. Según Arendt, aunque los casos de pérdida del hogar han sido frecuentes a lo largo de la historia, lo que no tenía precedente era que esta pérdida conllevara la incapacidad para encontrar un hogar nuevo, esto es, la imposibilidad de construir una comunidad nueva en otro territorio. Arendt señala que esta imposibilidad no se debía a un problema de sobrepoblación, sino a uno de organización política mundial (Arendt 1998, pp. 244-245).

La segunda pérdida de los individuos fuera de la ley fue la de la protección de un gobierno (Arendt 1998, p. 245). A causa de la consolidación histórica de una red de tratados internacionales que permiten al ciudadano de un país llevar su estatus legal a otro, esto implicó no sólo la pérdida de protección legal en su país originario, sino en todos los demás.

La calamidad de los fuera de la ley no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión -fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas-, sino que ya no pertenecen a comunidad alguna. Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de que no existe ley alguna para ellos. No es que sean oprimidos, sino que nadie desea incluso oprimirles. Sólo en la última fase de un proceso más bien largo queda amenazado su derecho a la vida; sólo si permanecen siendo perfectamente “superfluos”, si no hay nadie que los “reclame”, pueden hallarse sus vidas en peligro. Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos privándoles de todo status legal […] y antes de enviarles a las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y descubierto a su satisfacción que ningún país reclamaría a estas personas. (Arendt 1998, pp. 246-247)

Lo que quiero destacar aquí es que las dos pérdidas que definen a los “sin derechos” son manifestaciones de la privación de un derecho que, según Arendt, es condición de posibilidad de todos los derechos humanos: “el derecho a tener derechos” (Arendt 1998, pp. 247-248).

Es interesante observar que la idea de que los derechos humanos implican el derecho a tener derechos parece estar al menos en parte reconocida de manera tácita en los artículos 2° y 15 de la Declaración Internacional de los Derechos Humanos.

El artículo 15 de la Declaración estipula el derecho a tener una nacionalidad. Con todo, la propuesta de Arendt tiene más alcance y más implicaciones que este mero reconocimiento de que toda persona tiene derecho a una nacionalidad. Por un lado, para la pensadora éste es un derecho más básico que los derechos humanos, pues es fundamento de ellos (Arendt 1998, pp. 247-248). Por otro lado, es más general: el derecho a tener una nacionalidad es sólo una forma particular en que se materializa históricamente el derecho a tener derechos. El derecho a tener derechos sólo es intercambiable por el derecho a tener una nacionalidad en un contexto histórico en el que la entidad política por excelencia es el Estado nación y en el que tener una nacionalidad implica necesariamente ser reconocido como un sujeto que pertenece a una sociedad organizada políticamente.

Por otro lado, el artículo 2° de la Declaración señala que las protecciones y derechos que allí se consideran deben otorgarse sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Y, aunque en dicho artículo hay un reconocimiento explícito de que los derechos humanos deben garantizarse sin importar la nacionalidad, es pertinente preguntar lo siguiente: ¿cómo, en qué medida y en qué respectos es posible reivindicar derechos humanos frente a los Estados nacionales que no los respetan ni protegen ni adoptan medidas para lograr su existencia efectiva? ¿En qué medida el hecho de que el orden jurídico e institucional internacional dependa de Estados nacionales soberanos es una limitante para garantizar el derecho a tener derechos humanos?

La observación de Arendt de que los derechos humanos suponen el derecho a pertenecer a una sociedad organizada me parece de gran importancia para una reflexión sobre los desafíos en materia de derechos humanos en la actualidad. Quizá las más grandes crisis humanitarias de nuestros días son las que ocurren en contextos en los que las personas son incapaces de exigir los derechos civiles que en principio le corresponderían a quienquiera que esté bajo la jurisdicción de un Estado por encontrarse en un determinado territorio. Esto sucede en situaciones de deterioro de la organización social y política, como en las sociedades en guerra; en contextos en los que un grupo de personas son identificadas como enemigas del Estado a causa de su involucramiento en actos presuntamente criminales, como muchos de quienes han padecido violencia por parte de los cárteles del narcotráfico o de las autoridades durante la última década en México; en circunstancias en las que la residencia o el tránsito en un territorio suponen un problema legal, como ocurre a muchos de los migrantes latinoamericanos en Estados Unidos y a muchos de los migrantes centroamericanos en su paso por México; o en aquellos casos en que la discriminación racial, cultural o de clase es de hecho un impedimento para el ejercicio de estos derechos, como en muchas de las comunidades indígenas y de la población pobre en México, o los afroamericanos en Estados Unidos.4 Al margen de lo que dictan las leyes, hay de hecho en todos estos casos criterios discriminatorios respecto de quiénes tienen derecho a que se realicen, respeten y hagan respetar sus derechos humanos. Dicho de otra manera: criterios discriminatorios respecto del reconocimiento efectivo y no sólo nominal de estos derechos.

La tensión entre, por un lado, la idea de que el hombre es el fundamento de toda ley y, por otro, la de que la soberanía del Estado radica en el pueblo, tiene que ver con que el Estado nación se concibe y legitima como una forma de organización política de un pueblo o de un conjunto de pueblos, pero no del ser humano en general. La idea de que la soberanía radica en el pueblo implica que los Estados representan los intereses de sus pueblos y no el interés del ser humano en general.

Si pensamos ahora en los derechos humanos como hechos institucionales que nacen de prescripciones de Estados, el problema radica en que estos últimos no tienen motivos para hacer cumplir estas prescripciones a través de sus órganos o para sancionar su incumplimiento en beneficio de quienes no sean los ciudadanos que representan o de otros Estados poderosos que puedan ejercer presión sobre ellos. Por ejemplo, un Estado nacional no tiene motivos para hacer cumplir a través de sus órganos la prescripción de que todos los seres humanos que están bajo su jurisdicción territorial, independientemente de su nacionalidad y de su situación legal, tengan acceso a la salud o a la educación; y tampoco tiene motivos para sancionar la prescripción de que todo ser humano en su territorio, sin importar su nacionalidad ni su situación legal, tiene derecho a una vida libre de violencia. Por lo demás, la efectividad de las prescripciones del Estado, y en este caso de las prescripciones relativas a los derechos humanos, depende en forma directa de la efectividad de la promesa de obediencia de parte de aquellos para quienes estas prescripciones deben valer. Y, en el caso de los Estados nación, esta promesa se da y refrenda en el supuesto de que el gobierno obedece el interés de la nación, esto es, de sus ciudadanos, y no de la humanidad en general. En otras palabras, la lógica del reconocimiento de los Estados nacionales no coincide con la lógica del reconocimiento de los derechos humanos. En efecto, los criterios discriminatorios que se observan en los ejemplos que mencioné se pueden explicar en parte con base en la observación de que los afectados no pertenecen al pueblo o a los sectores de la población ante los cuales el Estado se legitima, o de que, por su situación legal, se consideran sectores de la población ajenos a los intereses del Estado.

En un artículo donde hace un balance de la situación de los derechos humanos en el mundo tras los cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Richard Anderson Falk llega a la siguiente conclusión:

Los cincuenta años pasados demuestran, por encima de cualquier otra cosa, que las grandes victorias de derechos humanos han ocurrido cuando el activismo de base converge con el oportunismo geopolítico en un contexto de circunstancia histórica favorable. También demuestran que las frustraciones y las decepciones más grandes con respecto a los derechos humanos están asociadas con la falta de momentum cívico y la presencia de resistencia geopolítica. (Falk 1999, pp. 23; la traducción es mía)

De acuerdo con lo anterior, la aplicación de medidas que refuercen la existencia de los derechos humanos como hechos institucionales tiende a ocurrir cuando las presiones por parte de grupos civiles organizados para que se reconozcan estos derechos coinciden con los intereses geopolíticos de los Estados nación. Falk cita algunos ejemplos de ello: el interés de Estados Unidos en reducir el flujo de migrantes indeseados hacia su territorio habría sido motivo para liderar los esfuerzos de la ONU en 1995 por preservar el proceso democrático en Haití y proteger a los haitianos de las brutalidades de la junta militar; la preocupación de Europa y Estados Unidos de que el conflicto balcánico se expandiera hasta implicar a miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, como Turquía y Grecia, habría motivado su apoyo a las iniciativas de este organismo para terminar la guerra en Bosnia y apoyar la voluntad de ejercer presión sobre Belgrado para restaurar la autonomía y los derechos humanos en Kosovo; en contraste, la falta de intereses geopolíticos explicaría la falta de voluntad de Estados Unidos y de las Naciones Unidas para tomar medidas para evitar los desastres humanitarios en Ruanda, Burundi y Zaire a mediados de los años noventa del siglo pasado (Falk 1999, pp. 10-11).

Las observaciones de Falk parecen corroborar la tesis de Arendt sobre las tensiones que se derivan de las ideas modernas sobre las fuentes de la legitimidad de los derechos humanos y de los Estados. Las grandes victorias de los derechos humanos ocurrirían cuando se relaja esta tensión entre las exigencias de respetar estos derechos supuestamente inalienables y los intereses geopolíticos particulares de los Estados naciones; los grandes fracasos, cuando se acentúa dicha tensión.

Lo anterior hace que sea necesario preguntar si el presupuesto de todos los derechos humanos, esto es, si el derecho de todo ser humano a tener derechos, puede garantizarse en un contexto histórico en el que la forma paradigmática de organización política es el Estado nación, que reivindica su soberanía con base en los pueblos que representa. En otras palabras: ¿pueden los Estados nacionales modernos prescribir efectivamente derechos humanos? ¿Pueden los Estados nacionales modernos hacer que los derechos humanos existan de manera efectiva como hechos institucionales a través de leyes y políticas públicas? La respuesta a estas interrogantes que cabe extraer de las reflexiones de Arendt parece más bien pesimista. Según ella, ni siquiera con el surgimiento de un gobierno mundial desaparecería la tensión a la que me he referido, pues si la soberanía de este gobierno mundial se reivindicara en nombre de pueblos, entonces siempre cabría la posibilidad de que ciertas personas o grupos de personas fueran excluidos.

La crítica de Arendt a los discursos sobre los derechos humanos que pierden de vista que éstos presuponen el derecho a pertenecer de manera plena a una sociedad políticamente organizada se despliega también en otro frente que complementa el anterior. Según vimos, la existencia de la humanidad, entendida como la sociedad organizada mundialmente, es para Arendt un factor clave para explicar la aparición de los “fuera de la ley” a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, esto es, de aquellos individuos y pueblos que no sólo perdieron su hogar y la protección de un gobierno, sino que no tenían la posibilidad de recuperarlos. Esto significa que el derecho a tener derechos sólo puede garantizarse en el contexto histórico actual en términos del derecho a formar parte de esta sociedad mundial. En otras palabras, reconocer los derechos humanos como hechos institucionales supondría reconocer que toda persona tiene el derecho a formar parte de la sociedad global o, para usar una expresión de Arendt, de la familia de todas las naciones del mundo (Arendt 1998, p. 245).

El derecho a formar parte de la humanidad no es una cuestión tan abstracta como pudiera parecer a primera vista. Su contraparte es lo que Arendt llama el salvajismo moderno, que consiste en la situación de habitar un mundo que no se puede cambiar, pero de cuya frugalidad y abundancia se depende para vivir; esto es, consiste en la situación de vivir y morir sin dejar rastro, sin haber contribuido en ninguna medida a hacer un mundo común (Arendt 1998, pp. 250-252). No es posible abordar aquí la cuestión de si la vida en el mundo moderno se ha vuelto progresivamente salvaje en el sentido que Arendt entiende el término. Sin embargo, al referirme a los sin derechos, ya hice alusión a algunos ejemplos actuales de la expulsión de la civilización en el seno de la misma que nos son familiares.

Cuando se presta atención al problema de las condiciones en las cuales las declaraciones o prescripciones que crean los derechos humanos son efectivas, se echa de ver que su existencia supone una base de relaciones e instituciones que permiten desplegar el poder de distintos grupos de personas. En la actualidad, estas relaciones e instituciones son en su mayor parte estatales. Que los Estados prescriban de manera efectiva los derechos humanos para que su reconocimiento sea pleno quiere decir que adopten las medidas necesarias para realizarlos, respetarlos y hacerlos respetar o, lo que es lo mismo, que se obliguen y que obliguen a todos los que estén bajo su jurisdicción a comportarse de la manera prescrita en lo relativo a estos derechos. No obstante, puede cuestionarse que el proceso de institucionalización de estos derechos para todos los seres humanos del orbe pueda darse en un contexto político donde las leyes y las políticas públicas encargadas de protegerlos en primera instancia proceden de Estados nacionales, pues estas formas de organización política responden a los intereses de sus ciudadanos o de grupos de presión particulares y no a los de la humanidad en general.

Las razones que se esgrimen para considerar deseable la existencia de los Estados modernos y para reproducir generacionalmente las interacciones sociales y los poderes deónticos a través de los cuales no son las razones para considerar deseable la existencia de los derechos humanos. Es necesario hacerse cargo de esta tensión, pues en caso contrario no podrá haber un verdadero reconocimiento de estos últimos que haga posible que existan de manera efectiva y no sólo nominal. Por el contrario, es necesario que quien los prescriba cuente con la autoridad para hacerlo y que su poder no se derive de una promesa de obediencia dada a cambio del ofrecimiento de defender los intereses particulares de pueblos particulares o de un conjunto de ciudadanos que pertenecen a una colectividad particular.

Entre las muchas problemáticas en materia derechos humanos que se pueden y deben abordar en una perspectiva como la que he planteado aquí, dos de las más inmediatas y más urgentes tienen que ser, por un lado, la del análisis de los riesgos del auge de nacionalismos xenófobos en los países que han sido durante las últimas décadas los principales destinos de inmigración en el mundo y, por otro lado, la falta de reconocimiento de los derechos civiles de sectores de la población por razones económicas, culturales o incluso militares en naciones con bajos índices de aplicación de la ley, como México. Si la existencia efectiva de derechos humanos depende de que se garantice el derecho a pertenecer a una sociedad organizada en la que éstos se reconozcan, entonces se tiene que privilegiar la atención a esta clase de problemas de marginación social. En otras palabras, una de las condiciones para que los discursos, tratados y políticas públicas con un enfoque de derechos humanos sean honestos en el sentido de que promuevan su reconocimiento efectivo y no sólo nominal es que impliquen el compromiso de combatir la marginación social y política.

Es quizá necesario dedicar más esfuerzos a imaginar formas nuevas de complementar la institucionalización de los derechos humanos. Después de todo, como cualquier otro hecho institucional, la identidad de cada ser humano como un sujeto con derechos y obligaciones universales sólo existe en la medida en que es reconocida por las personas que interactúan de manera directa o indirecta con él o con ella. Por importantes que sean la capacidad de organización y los recursos económicos y punitivos de los Estados nacionales, ese reconocimiento puede y suele darse hasta cierto punto sin ellos. El fondo de la cuestión es cómo promover que en todas las sociedades los seres humanos se comporten respecto de los demás de tal manera que con ello se institucionalice esa identidad. Dicho esto, es obvio que para que la institucionalización de los derechos humanos sea en verdad factible en gran escala y de manera inflexible ante conflictos sociales de toda clase, es necesario contar con una enorme capacidad organizativa y con recursos económicos y punitivos. Resta ver si en el futuro se puede consolidar un derecho internacional que permita a los ciudadanos de todas las naciones del mundo reivindicar de manera efectiva estos derechos frente a los Estados que en cada caso tendrían que haberlos protegido en primera instancia. Sin embargo, mientras ese derecho internacional dependa de los Estados nación, dicha posibilidad parecería condenada al fracaso en todos los casos en que se subordine a la lógica de la nacionalidad, los nacionalismos y los intereses geopolíticos.

Parece claro que la institucionalización plena de los derechos humanos en el contexto político actual sólo sería posible si se lograra garantizar el derecho de todas las personas a participar políticamente en el lugar donde habitan y a contar con la protección efectiva de sus derechos humanos por parte de gobiernos y organizaciones políticas en todos los contextos. Si no hay claridad sobre las limitantes de los Estados nacionales para respetar, hacer respetar y realizar estos derechos, entonces el proceso de construcción de instituciones nacionales e internacionales en materia de derechos humanos estará condenado a apuntalar su uso ideológico para justificar acciones oportunistas de las naciones que emerjan como las siguientes grandes potencias mundiales y, lo que es peor, estará condenado a seguir reproduciendo las condiciones que a menudo las dejan impotentes para promover y, en su caso, hacer cumplir la exigencia de que todo ser humano sea tratado conforme a estándares mínimos de una vida digna.

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1Salvo en los casos en que especifico lo contrario, me valgo aquí del concepto de Hannah Arendt de “poder” como capacidad de actuar de manera concertada (Arendt 2006).

2Justo esta coincidencia entre Searle, Husserl y Reinach en lo que concierne al papel de la simbolización y la comunicación en la conformación de lo social los separa de Alfred Schütz. Este importante exponente de la corriente fenomenológica en el ámbito de la sociología desarrolló un concepto de acto social basado en el de Max Weber y critica a Husserl precisamente en este punto. Al respecto, véanse Schütz 1964, pp. 159-178; Schütz 1970, p. 72, y Schütz 2004, p. 291.

3A propósito de la concepción de Husserl de los actos sociales son en particular relevantes los tomos XIII, XIV y XIV de Husserliana. En este trabajo me baso sobre todo en los textos 9 y 10 del tomo XIV, y en el texto 29 del XV.

4En este sentido, Judith Butler reivindica el derecho a tener derechos en términos de la aparición en la escena pública de grupos en situación de especial precariedad (Butler 2015). Otra reflexión interesante de corte arendtiano sobre las limitantes del sistema de protección de los derechos humanos en las crisis migratorias actuales, en especial en los campamentos de refugiados, se puede encontrar en Parekh 2017.

Recibido: 26 de Mayo de 2019; Aprobado: 21 de Febrero de 2020

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