1. La crítica de Foucault al “análisis de lo vivido” en Las palabras y las cosas
Según la reconstrucción que propone Foucault en Las palabras y las cosas, la episteme moderna, cuyo inicio se debe a Kant, se caracteriza por una “analítica de la finitud” en la cual “El hombre [. . .] es un extraño duplicado empírico-trascendental, puesto que es un ser tal que se obtendrá en él el conocimiento de lo que vuelve posible todo conocimiento”.1 La tesis del “arqueólogo” es que en la Modernidad la representación deja de ser el espacio en que las cosas se muestran según su identidad propia, como sucedía en la Época Clásica. La representación deviene más bien “del lado de este individuo empírico que es el hombre, el fenómeno -o tal vez menos aun, la apariencia- de un orden que pertenece [. . .] a las cosas mismas y a su ley interior. En la representación, los seres [. . .] manifiestan [. . .] la relación exterior que establecen con el ser humano”.2 A partir de esta transformación del papel de la representación, cabe por primera vez preguntarse por sus condiciones de posibilidad, las cuales tendrán que rastrearse en esta figura novedosa que es el hombre. Por mor de la claridad distinguiré en la apretada sucesión de pasos reconstructivos que nos ofrece Foucault en unas pocas páginas, los siguientes momentos fundamentales:
La distinción entre una cuasiestética y una cuasidialéctica como momentos de la “analítica de la finitud”.
La presentación de las distinciones en las que se apoyan estos dos proyectos, y en particular de la distinción entre una “verdad del objeto” y una “verdad del discurso”.
La vinculación entre estos dos tipos de verdades por la vía de un “positivismo” o una “escatología”.
La presentación de la fenomenología como un intento fallido de superar la alternativa que se ofrece en (3).
Como primer paso, podemos recordar que Foucault explora el proyecto de una “analítica de la finitud” en dos grandes vertientes: por una parte, la que compara con la estética trascendental kantiana y que, centrada “en el espacio del cuerpo [. . .], el estudio de la percepción, de los mecanismos sensoriales”, pone de manifiesto que existe una naturaleza específica del conocimiento humano, que nuestras representaciones son indisociables de ciertas propiedades particulares de nuestra constitución subjetiva; por otra parte, la vertiente que, en línea con la dialéctica trascendental de Kant, intenta evidenciar la existencia de una historia del conocimiento, “que el conocimiento [tiene] condiciones históricas, sociales o económicas, que se [forma] en el interior de las relaciones que se tejen entre los hombres”.3
Sin embargo, como señala Foucault en el segundo paso crucial de mi reconstrucción, estas dos vertientes de análisis buscan ocupar el papel de la crítica kantiana, pero aunque “pueden prescindir de todo recurso a una analítica (o a una teoría del sujeto)”; aunque “pretenden que pueden reposar sólo sobre ellas mismas, porque son los contenidos mismos los que funcionan como una reflexión trascendental”, sin embargo, continúa Foucault, “la búsqueda de una naturaleza o de una historia del conocimiento [. . .] supone el uso de cierta crítica”.4 Pero esta “crítica”, implícita en la posibilidad de elevar a un significado trascendental los conocimientos empíricos, no representa, subraya Foucault, “el ejercicio de una reflexión pura, sino el resultado de una serie de particiones más o menos oscuras”.5 Foucault menciona como fundamentos de esta estética y de esta dialéctica trascendentales -es decir, del empleo de los análisis sobre la naturaleza e historia del conocimiento- la oposición entre los esbozos “nacientes” del conocimiento y sus resultados acabados o estables, la cual haría posible el estudio de las condiciones naturales del conocimiento y la oposición entre las quimeras ideológicas y la verdad, la cual fundaría el estudio de las condiciones históricas.
Ahora bien, recordemos que Foucault señala que la oposición clave es la que denomina, un tanto enigmáticamente, “una verdad del orden del objeto” y una verdad “que es del orden del discurso”.6 La primera de estas “verdades” se describe como una que “poco a poco se esboza, se equilibra, se manifiesta a través del cuerpo y los rudimentos de la percepción” y que, al mismo tiempo, “se dibuja a medida que las ilusiones se disipan y la historia se instaura sobre un estatuto desalienado”.7 La segunda de ellas “permitiría” tener “sobre la naturaleza o la historia del conocimiento un lenguaje que sea verdadero”.8 Esta oposición no está muy clara, pero lo que Foucault denomina “verdad del orden del objeto” parece significar la verdad sobre los objetos según el conocimiento cuya naturaleza e historia se trata de analizar, verdad que se desarrolla en forma gradual, mientras que lo que llama “verdad del orden del discurso” parece ser, en oposición a los conocimientos cuyas condiciones se analizan, el conocimiento (“natural”, “histórico”) de esas condiciones, el cual debe ser él mismo un discurso verdadero.
Pues bien, y éste sería el tercer paso por destacar, para Foucault justo este segundo discurso, este conocimiento “de orden superior”, posee un estatuto que es dudoso. Dado que estamos aquí en un suelo poco firme en términos filológicos, resultará conveniente citar el pasaje correspondiente in extenso:
Es el estatuto de este discurso verdadero el que permanece ambiguo. Una de dos: o este discurso verdadero encuentra su fundamento y su modelo en esta verdad empírica cuya génesis traza en la naturaleza y la historia, y tenemos un análisis de tipo positivista (la verdad del objeto prescribe la verdad del discurso que describe su formación) o el discurso verdadero anticipa esta verdad cuya naturaleza él define, la bosqueja por adelantado y la fomenta de lejos, y entonces uno tiene un discurso de tipo escatológico (la verdad del discurso filosófico constituye la verdad en formación) [. . .]. Comte y Marx atestiguan bien este hecho de que la escatología (como verdad objetiva futura del discurso sobre el hombre) y el positivismo (como verdad del discurso definida a partir de la del objeto) son arqueológicamente indisociables: un discurso que busque ser a la vez empírico y crítico no puede más que ser, enteramente, positivista y escatológico; el hombre aparece en él como una verdad a la vez reducida y prometida.9
Este pasaje es crucial porque introduce la serie de problemas como cuya solución, según señala a continuación -y este sería mi cuarto paso-, aparecerá la fenomenología de Merleau-Ponty, puesto que:
el pensamiento moderno no ha podido evitar [. . .] buscar el lugar de un discurso que no sería del orden de la reducción ni del orden de la promesa: un discurso cuya tensión mantendría separados lo empírico y lo trascendental y permitiría, sin embargo, señalar uno y otro a la vez; un discurso que permitiría analizar al hombre como sujeto, es decir, como lugar de conocimientos empíricos pero remitidos muy de cerca a lo que los hace posibles y como forma pura inmediatamente presente a estos contenidos; en suma un discurso que desempeñaría, en relación con la cuasiestética y la cuasidialéctica, el papel de una analítica que [. . .] les permitiría [. . .] articularse en este tercer término, intermediario, en el que se enraizan a la vez la experiencia del cuerpo y la de la cultura. Un papel tan complejo, tan sobredeterminado y tan necesario le fue otorgado en el pensamiento moderno al análisis de lo vivido. En efecto, lo vivido es a la vez el espacio en el que se dan todos los contenidos empíricos a la experiencia y también la forma originaria que los hace posibles en general y designa su enraizamiento primero; permite comunicar el espacio del cuerpo con el tiempo de la cultura, las determinaciones de la naturaleza con la pesantez de la historia.10
Ahora bien, Foucault sustenta su crítica a Merleau-Ponty en el presunto incumplimiento de las exigencias que la fenomenología de este último debería satisfacer: “el análisis de lo vivido se ha instaurado, en la reflexión moderna, como una contestación radical del positivismo y la escatología; [. . .] que ha querido conjurar el discurso ingenuo de una verdad reducida a lo empírico y el discurso profético que promete ingenuamente la venida a la experiencia de un hombre al fin”, pero, en rigor, “La verdadera contestación del positivismo y la escatología no está en un retorno a lo vivido (que a decir verdad más bien los confirma al enraizarlos)”;11 ella sólo podrá tener lugar cuando nos preguntemos “si verdaderamente el hombre existe”. En otras palabras, los problemas particulares a los que se vería sujeta la fenomenología de Merleau-Ponty sólo podrían superarse cuando abandonemos toda la problemática moderna en torno al “hombre”. Así, Foucault insiste en burlarse de las formas de reflexión “desviadas” sobre el hombre, y en que sólo es posible pensar “en el vacío del hombre desaparecido”.
2. Confrontación con otras interpretaciones
Sin embargo, debemos reconocer que estamos sobre un terreno poco firme en términos filológicos. Las críticas de Foucault a Merleau-Ponty son a la vez un momento central del debate filosófico contemporáneo y párrafos en los que se condensa una notable oscuridad que ha provocado divergencias en cuanto al sentido mismo de lo que se supone que afirma el “arqueólogo”, a tal grado que pareceríamos estar frente a un fragmento aislado de un autor presocrático más que ante páginas de un filósofo del siglo XX cuya obra no presenta lagunas. Así, tendremos que realizar un excurso para confrontar nuestra reconstrucción esquemática del texto con las lecturas que ha propuesto un conjunto de intérpretes del “arqueólogo” francés. En concreto:
No existe un acuerdo entre los especialistas sobre la relación entre, por un lado, las dos tareas intelectuales propias de la analítica de la finitud (cuasiestética y cuasidialéctica) y, por el otro, los resultados en términos de positivismo y escatología.
Tampoco es motivo de consenso el sentido mismo en que Foucault habla de una escatología, más allá de la referencia general al marxismo.
Antes de intentar evaluar en términos críticos las referencias foucaultianas a la fenomenología, cotejemos algunas de esas interpretaciones divergentes. En Para leer Las palabras y las cosas de Michel Foucault, Philippe Sabot ofrece una lectura de los pasajes de Foucault que subraya, en primer lugar, la disociación del proyecto trascendental kantiano en las vertientes paralelas de una cuasidialéctica y una cuasiestética, entre los análisis que buscarían elevar a un estatuto trascendental los resultados del estudio de la fisiología humana y aquellos que harían lo propio con las revelaciones de un enfoque sobre las condiciones histórico-sociales de nuestro saber. Al revés de Foucault, Sabot presenta estas dos alternativas después, no antes, de referirse a la oposición entre positivismo, ejemplificado por Comte, y escatología, instanciada por Marx. De esta manera, asocia esta última oposición con la que existe entre los dos proyectos de la analítica de la finitud.12 Por la misma perspectiva se inclina Leonard Lawlor al señalar en forma explícita que, al parecer según Foucault, “la estética trascendental se volvió positivismo, la dialéctica trascendental se volvió escatología”.13
Ahora bien, aunque el texto de Foucault deja lo suficientemente claro el sentido de las vertientes natural e histórica de la analítica de la finitud, por lo cual no necesito discrepar aquí con los especialistas, también resulta evidente que el arqueólogo nos dice, con toda claridad, que tanto el positivismo como la escatología son el desenlace de cualquier proyecto que intente hacer valer lo empírico como trascendental; según esto, no hay en realidad una alternativa entre los dos resultados. De modo que es necesario volver un momento a la letra foucaultiana. El autor introduce esta oposición en dos pasos. Primero, señala que si bien el nivel empírico se eleva supuestamente a un valor trascendental sin necesidad de apoyo en una crítica a priori, existen ciertas distinciones necesarias para que esta operación resulte factible. Se trata de la distinción entre las condiciones naturales o históricas y el conocimiento condicionado por ellas y, en un sentido más fundamental, de la distinción entre lo que Foucault llama una verdad del orden del objeto y una verdad del orden del discurso. Aunque esta diferencia sin duda se formula con un error categorial (siempre predicamos la verdad de discursos y, si la predicamos de objetos, no lo hacemos en el mismo sentido), el texto nos da elementos para comprender que se trata, en rigor, de la relación entre la verdad de discursos de niveles lingüísticos distintos, esto es, de la relación entre la verdad de un primer discurso sobre la naturaleza y la historia y la verdad de un metadiscurso que versa sobre ese primer discurso. Al margen de que el “arqueólogo” no se refiera a ellos en estos términos, está claro que las soluciones “positivista” y “escatológica” son otras tantas direcciones en las que se puede realizar un análisis reductivo: o bien es el discurso de primer orden el que prescribe las condiciones de validez del metadiscurso, y entonces tenemos una reducción de toda verdad a lo empírico, una suerte de naturalización de la epistemología que no nos cuesta catalogar como “positivista”, o bien, por el contrario, la verdad del discurso empírico depende en algún sentido de la del discurso metateórico, y aquí es donde entra en juego la etiqueta -que nos causará bastantes más problemas- de “escatología”. En lo que respecta a la distinción entre el positivismo y la escatología como dos direcciones diferentes que puede tomar un análisis reductivo, Gutting 1989, un texto clásico, me parece más útil que los estudios de Sabot y de Lawlor. Después de referirse a la primera oposición, la que tiene lugar entre una estética y una dialéctica trascendentales, Gutting señala lo siguiente:
Foucault nota que, aunque este enfoque reduccionista se propone en ambas formas trabajar por completo en el nivel de los objetos empíricos, presupone distinciones epistémicas que parecen requerir una referencia al hombre como un sujeto irreductiblemente trascendental. Es en particular importante, según nos dice, la distinción entre la verdad empírica en nuestro conocimiento biológico e histórico sobre los objetos empíricos y la verdad de nuestro discurso filosófico sobre este conocimiento. Aceptar estas dos verdades como dos formas irreductiblemente diferentes de verdad reinstalaría de inmediato, como es obvio, una distinción tajante entre lo empírico y lo trascendental. La perspectiva reduccionista debe, por lo tanto, encontrar alguna forma de ofrecer una explicación única tanto de la verdad empírica como de la filosófica, basando la primera en la segunda o viceversa.
Foucault denomina “positivista” la alternativa de basar la verdad filosófica en la empírica y la de basar la verdad empírica en la filosófica la llama “escatológica”. La alternativa positivista dice que nuestro discurso filosófico sobre el conocimiento es él mismo verdadero en virtud de verdades sobre objetos empíricos (supuestamente verdades biológicas o históricas sobre los seres humanos). La alternativa escatológica dice que nuestras explicaciones científicas e históricas de objetos empíricos son verdaderas en virtud de la verdad (una vez que sea alcanzada) de nuestro discurso filosófico sobre el conocimiento.14
Este paso por Gutting aclara algunas cosas, pero todavía restan cuestiones importantes: tenemos todavía que llegar a la crítica foucaultiana a la fenomenología por ser un intento fallido de superación de la oscilación entre positivismo y escatología, y, lo que es más básico aún, necesitamos comprender exactamente por qué Foucault utiliza el segundo de estos términos para referirse a un análisis de dirección contraria al positivismo, esto es, a un análisis “filosofizante” acerca de las condiciones de validez de los discursos científicos. ¿Qué “escatología” tiene en mente? En la medida en que el “arqueólogo” hace referencia al marxismo, una corriente teórico-política a la que se le ha reprochado más de una vez su presunto compromiso justo con lo que se suele denominar “escatología”, esto es, una doctrina sobre la condición última del hombre, que el marxismo no colocaría en un más allá pero sí en un supuesto final de la historia, algunos intérpretes han creído encontrar en estos pasajes una referencia lisa y llana a una filosofía marxista de la historia (tal es el caso de Edgardo Castro15 y Cristina Micieli).16 Esta lectura cuenta a su favor con la circunstancia de que en efecto el rapprochement de la fenomenología al marxismo tomó lugar, en la obra de Merleau-Ponty, a partir del problema de la historia, antes que por cualquier preocupación epistemológica general. Sin embargo, esta lectura tiene, en primer lugar, la debilidad nada menor de que simplemente no ayuda a comprender el texto foucaultiano. ¿Por qué Las palabras y las cosas pasaría en forma abrupta del problema de las relaciones entre dos tipos de verdad, como queda más o menos explícito al referirse al tipo de reduccionismo empirista que es el positivismo, a discutir una filosofía de la historia? ¿En qué sentido serían “positivismo” y “escatología” siquiera la misma clase de tesis, en lugar de versar sobre problemas completamente heterogéneos? Tenemos que considerar entonces más bien una lectura que devuelva la noción de “escatología” al marco epistemológico en el que se desarrollaba la reconstrucción de Foucault. Para ello, consideremos, como segunda lectura, lo que nos dice Gutting:
Es de suponer que Foucault llama “escatológica” [a la segunda] alternativa porque para ella las verdades filosóficas que son fundamentales se establecen, sin embargo, sólo como la culminación del proceso menos fundamental de comprensión empírica.17
No obstante, si la lectura de Castro y Micieli hacía de la “escatología” tan solo un tipo de filosofía de la historia, sin conexión alguna con la discusión epistemológica, parecería que el problema de la interpretación de Gutting es simétricamente opuesto: de seguro su lectura está en la pista correcta al indicar que Foucault extrapola el concepto de “escatología” al terreno de la teoría del conocimiento, pero ¿qué queda entonces de la conexión con el marxismo? ¿En qué sentido el marxismo sería una “escatología” con este significado epistemologizado? Sin duda, la “escatología” no puede entenderse aquí sólo como una referencia a desarrollos del conocimiento ni únicamente como una teoría sobre la historia humana, sino que tiene que referirse justo al modo en que lo hacen los análisis “cuasitrascendentales” que estudia Foucault, a la conexión entre ambos niveles.
Contra Gutting, aquí parece ser que a quien debemos recurrir es a Sabot. Independientemente de su asimilación equivocada de la oposición entre la cuasiestética y la cuasidialéctica a la oposición entre el positivismo y la escatología, Sabot sí parece capaz de explicar la conexión entre ambas, al señalar, acerca del análisis de las condiciones históricas del saber, que:
[esta] “historia del conocimiento humano” [. . .] corresponde tanto a la historia de las ilusiones sucesivas en las que ese condicionamiento socio-económico sumerge a la humanidad como a la historia del descondicionamiento de esta humanidad que finalmente será devuelta a sí misma en la forma del verdadero conocimiento de su propia esencia.18
Con esto se da un paso importante: el marxismo sería “escatológico” porque contaría con un análisis sobre las condiciones sociales del conocimiento que no sólo se referiría, en forma retrospectiva, a las condiciones de los errores e ilusiones pasados, sino que también abordaría, de manera prospectiva, la forma en que las condiciones sociales futuras permitirían el surgimiento de verdades futuras. No obstante, una vez que se llega hasta aquí, el problema es menos el del sentido de los análisis foucaultianos que el de su validez. O en todo caso si puede cuestionarse que se haya comprendido bien lo que Foucault quiere decir, será justo porque lo que parece desprenderse de sus textos no resistiría el análisis en términos de su adecuación a la obra de Merleau-Ponty que supuestamente se evalúa. Analizaré ahora las dos críticas centrales.
3. “Análisis de lo vivido” y positivismo
Exploremos primero el polo del “positivismo” en el que incurriría la fenomenología de Merleau-Ponty. Para esto, citemos una vez más a Gutting:
Foucault nota que la descripción fenomenológica de la experiencia real tiene dos puntos de partida absolutos que proveen la base de su explicación sobre el hombre: el cuerpo, tal como se experimenta en su “irreductible espacialidad”, y la cultura, tal como se experimenta “en toda la inmediatez de sus significaciones sedimentadas”. Sin embargo, según Foucault, el cuerpo y la cultura son simplemente la realidad empírica del hombre como parte de la naturaleza y de la historia, respectivamente; esto, según él, significa que la fenomenología de hecho entiende al hombre en términos que son, en última instancia, empíricos. [. . .] Por lo tanto, la fenomenología es en sus raíces el mismo tipo de proyecto reductivo que, por ejemplo, el marxismo.19
Gutting nos habla aquí -mediante la reconstrucción de una lectura foucaultiana que criticará- de proyectos reductivos, esto es, de proyectos que reducirían toda verdad al nivel de las verdades empíricas y que, por lo tanto, disolverían lo específico de un discurso filosófico o -en particular- epistemológico. Podemos llamar a ésta una “lectura fuerte” del sentido en que Foucault atribuye un positivismo a Merleau-Ponty. Sin embargo, para no simplificar mi réplica por discutir con esta versión extrema de la crítica a la fenomenología, habría que considerar también una “lectura débil”, según la cual no se trata ya de reducir lo trascendental a lo empírico (con la afirmación de que lo que parecería un conocimiento de índole no empírica es en realidad empírico), sino de debilitar la oposición misma entre el terreno de un análisis trascendental y el del análisis empírico (con lo que se muestra que en rigor ambos provienen de un suelo común). La diferencia no es sólo de palabras: si pensamos en una analogía, seguramente llamaríamos “reductivista” a, por ejemplo, un proyecto que intentara explicar los fenómenos mentales en términos de fenómenos físicos, pero no a uno que buscara mostrar que la distinción misma no puede ser tajante. Este positivismo en sentido débil es, al parecer, el que Foucault le atribuiría a Merleau-Ponty de acuerdo con la lectura de Étienne Bimbenet.20 Este autor ha creído posible fundamentar la crítica de Foucault al carácter “empírico-trascendental” de la fenomenología de Merleau-Ponty mediante la reposición de las referencias de La estructura del comportamiento sobre la posibilidad de encontrar un lugar en una “filosofía trascendental” para el “naturalismo de la ciencia” y la promesa de “Titres et travaux” de revelarnos un “medio común del saber positivo y de la filosofía”; sería gracias a éste que ambos enfoques sobre el conocimiento dejarían de ser incompatibles.
Ahora bien, existen por lo menos dos buenas razones para negar que este tipo de crítica -tanto en su lectura fuerte como en su lectura débil- puede aplicarse a Merleau-Ponty, y ambas conciernen al sentido, más complejo que lo que cabría suponer a la luz de las críticas de Foucault, que podría atribuirse a la noción de “empírico”.
La primera razón se refiere a la posibilidad de que, en el marco de un discurso como el de Merleau-Ponty, se pueda “hacer un lugar” a tales descubrimientos empíricos. En términos estrictos, atribuir a Merleau-Ponty una reducción de todo género de verdad a “lo empírico” parece implicar que ciertos momentos clave del análisis del fenomenólogo de las relaciones entre la ciencia y la ontología se abordan de una manera harto expeditiva, que pasa por alto la cuestión de qué es “lo empírico”. Justo el pasaje de la introducción a La estructura del comportamiento que cita Bimbenet para avalar las críticas foucaultianas en términos de una supuesta indistinción entre lo empírico y lo trascendental parece sugerir cualquier cosa antes que una reducción “positivista” de la labor de la filosofía. Merleau-Ponty se pregunta allí: “una vez hecha la crítica del análisis real y del pensamiento causal, ¿nada hay de fundado en el naturalismo de la ciencia, nada que ‘comprendido’ y transpuesto, deba encontrar un lugar en una filosofía trascendental?”21 La condición que impone aquí Merleau-Ponty para conciliar la filosofía trascendental con las ciencias empíricas no es en absoluto trivial; por el contrario, significa que los datos empíricos de la ciencia están siempre impregnados de ciertos presupuestos ontológicos cuya crítica corresponde a la filosofía; no existe “lo empírico” puro. No es otra cosa lo que guía, en la Fenomenología de la percepción, la crítica de Merleau-Ponty a las influencias de lo que llama “pensamiento objetivo” sobre los resultados empíricos de la psicología. Tomemos, por ejemplo, la cuestión del cuerpo: si algunos comentaristas han afirmado que el replanteamiento del viejo “problema mente-cuerpo”, esto es, la postulación de un “cuerpo-sujeto”, es el “descubrimiento fundamental” de la Fenomenología de la percepción,22 no se debe olvidar que la Fenomenología nos presenta también su crítica a la perspectiva no situada del “pensamiento objetivo”, crítica que, según Merleau-Ponty, debe desarrollarse para cuestionar la objetivación del cuerpo. En efecto, luego de señalar que, en su descripción del cuerpo, la psicología clásica “le atribuía ya unos ‘caracteres’ incompatibles con el estatuto de objeto”,23 y tras exponer las notas de la “constancia” del propio cuerpo y de las “sensaciones dobles”, entre otras, el autor francés se pregunta, en efecto, dado que esta descripción “ofrecía ya todo lo que es necesario para distinguirlo de los objetos, ¿cómo es que los psicólogos no han hecho esta distinción o que, en todo caso, no han sacado de la misma ninguna consecuencia filosófica?”. La respuesta de Merleau-Ponty conduce a un nuevo ajuste de cuentas con el “pensamiento objetivo”: la clave de la estratagema teórica de los psicólogos es que, “por una actitud natural, se situaban en el lugar de pensamiento impersonal al que la ciencia se refirió mientras creía poder separar en las observaciones lo que depende de la situación del observador y las propiedades del objeto absoluto”.24 Lo irónico de toda esta reconstrucción crítica es que, de acuerdo con ella, no falta ningún dato en la psicología clásica para apartar al cuerpo de la consideración de objeto a la que lo relegó toda una tradición filosófica y científica, pero esta perspectiva científica no es capaz de analizar correctamente sus propios resultados en virtud de la actitud filosófica más básica que constituye el “pensamiento impersonal” y que lleva, lisa y llanamente, a cambiar en bloque el estatuto de la experiencia vivida: deja de tener un valor de prueba sobre el cuerpo y se convierte en un objeto que hay que explicar.25
Así, no parece que se pueda resolver la cuestión de las relaciones entre el pensamiento filosófico y la ciencia empírica en Merleau-Ponty mediante el simple título de “positivismo”. Pero, como segunda razón de mi crítica, hay un problema que se relaciona más en general con la insuficiencia que tendría para la filosofía cualquier resultado genético que ofrecieran las ciencias positivas, a saber, si bien hay un retorno a la experiencia cuando el fenomenólogo emprende un “retorno a lo vivido” en escritos como “Titres et travaux”, ciertamente la relación entre esta experiencia y las verdades más “estables” que surgen sobre la base de ella simplemente no puede reconstruirse en términos de un relato empírico; la “experiencia vivida” no se reduce al papel de un primer paso que, al modo de una psicología genética, tendría que dar la conciencia en su camino hacia verdades de un orden superior. En el análisis de Merleau-Ponty esta experiencia vivida no aparece sólo, ni ante todo, como un punto de partida genético, empírico, para la elaboración de otras verdades mediante un proceso de depuración de errores y de abtracción, como podría sugerir el ejemplo de la geografía en el comienzo de la Fenomenología de la percepción.26 Para Merleau-Ponty, el retorno a lo vivido es de manera inevitable el retorno a una perspectiva de la primera persona, más acá de las objetivaciones en tercera persona que se supone que son correlativas de una “mirada desde ningún lugar”, conocimientos de nadie. Además, la relación entre la perspectiva de la primera y la de la tercera persona es, para Merleau-Ponty, antes que una relación genética, una de fundamentación. En efecto, lo que proyecta el fenomenólogo no es la restauración de una filosofía o de una psicología de la introspección, del recurso a experiencias privadas, sino la crítica de un pensamiento causalista para el cual explicar el conocimiento según sus condiciones significaría, desde una rigurosa perspectiva de la tercera persona, de observador no comprometido, explicarlo según causas. Lo que Merleau-Ponty critica es que un análisis del conocimiento que lo considera condicionado por su medio -en oposición a un enfoque del conocimiento desde una primera persona infalible e incondicionada, al modo del cogito cartesiano- tenga que explicarlo como resultado causal de tales condiciones: a tal medio, tal resultado; nuestras creencias serían productos de nuestro medio, obtenidos a través de un proceso que no controlamos, que se nos escapa y con respecto al cual la conciencia no actúa más que como registro de sus resultados finales. Frente a este tipo de análisis en tercera persona, la crítica de Merleau-Ponty es señalar que se trata de un enfoque que se refuta a sí mismo.27
4. “Análisis de lo vivido” y escatología
Dado que Foucault se refiere, por un lado, a la explicación de la génesis del conocimiento a partir de las condiciones naturales e históricas, pero, por otro lado, pretende poner de manifiesto una “escatología”, está claro que atribuye a la “cuasiestética” y a la “cuasidialéctica” una orientación no sólo retrospectiva, subyacente en sus pretensiones explicativas, sino también prospectiva, solamente en virtud de lo cual ellas podrían, en su variante “escatológica”, pretender prever las formas futuras del conocimiento. Así, no se trata únicamente de una explicación, sino de una predicción; más aún, no se trata sólo de la correlación entre la explicación y la predicción implícita en todo análisis legaliforme, sino de una “predicción” de formas de conocimiento todavía inéditas, que no han tenido lugar; una extrapolación del análisis hacia formas nuevas de conocimiento. Si se supone que el marxismo y la fenomenología de Merleau-Ponty incurren en un “escatologismo” en el sentido que implica el texto de Foucault, esto es, en un sentido pertinente para la vinculación de la “verdad del discurso” con la “verdad del objeto”, entonces lo que está en cuestión no es únicamente si el marxismo sostiene una teoría determinista de la historia y si Merleau-Ponty habría confluido con ella en textos como Humanismo y terror -reducciones ambas que encontramos en lecturas como la de Lawlor y la de Castro-, sino, en un sentido más profundo, que a esta teoría determinista correspondería en particular una sobre la historia del conocimiento.
Ahora bien, ¿qué nos permite afirmar que existe en Merleau-Ponty algo así, sea una orientación prospectiva de la explicación histórico-social del conocimiento, sea una comprensión de la historia de tipo determinista? Nada parece sugerir que en efecto haya algo del primer tipo en Merleau-Ponty, y no es casual que los comentaristas que buscan reconstruir de alguna manera las críticas foucaultianas se abstengan de señalar pasajes que pudieran sustentar esta lectura. Sin embargo, el aspecto de determinismo histórico se ofrece como más susceptible de análisis porque se pueden encontrar diversas referencias a él en la obra de Merleau-Ponty, y es mucho más discutible que el primero en la medida en que esas referencias tienen un sentido sistemáticamente negativo, esto es, en ellas el fenomenólogo se deslinda una y otra vez de la pretensión de establecer “leyes de la historia”. El intento de alinear a Merleau-Ponty con un marxismo que se concibe de antemano como determinista a través de alguna vaga referencia a textos como Humanismo y terror se desmiente por la constante reflexión del fenomenólogo sobre el legado del materialismo histórico en textos con fecha tan notablemente temprana como 1945.
En efecto, ya en “Autour du marxisme”, Merleau-Ponty señalaba que no podemos atribuir al marxismo la capacidad de establecer prognosis históricas fiables para orientar nuestra práctica porque incluso si la teoría fuera capaz de bosquejar las grandes líneas del desarrollo histórico, se ha visto, sin embargo, obligada a aceptar la existencia de “desvíos”, y “no sabemos si durante toda nuestra vida, o incluso por siglos, la historia efectiva no va a consistir en una serie de desvíos, de los cuales el fascismo fue el primero, y luego el americanismo o el bloque occidental podrían ser otros ejemplos”.28 El mismo tipo de consideraciones reaparece incluso en un libro tan concesivo con el estalinismo como Humanismo y terror, también de los años cuarenta. Merleau-Ponty señala allí con claridad que el marxismo nunca pretendió ser una teoría determinista de la historia y, en consecuencia, no puede ser en esos términos que -como afirma la interpretación de Micieli- el fenomenólogo la haya aceptado. El pensador francés retoma a Lenin para afirmar que nunca un socialista se comprometió con la tesis de un advenimiento de la fase superior del comunismo, y deduce de ello “que el marxismo es, mucho más que la afirmación de un necesario futuro, el enjuiciamiento del presente como contradictorio e intolerable”.29
Más aun, si bien el materialismo histórico nunca pretendió hacer tales predicciones sobre un futuro “necesario”, sí se trazó ciertas “perspectivas”, como las que excluían la posibilidad de que la revolución se produjera “en un país donde el proletariado no disponía de un aparato económico e industrial moderno”, como en Rusia.30 Y si bien el marxismo “concebía la revolución como el resultado combinado de los factores objetivos y de los factores subjetivos”,31 esto es, del desarrollo material y del de la conciencia subjetiva, el mayor avance, como fue evidente en Rusia, del segundo factor respecto del primero dislocó las posibilidades de una continuidad de la historia según estas previsiones. Merleau-Ponty recalca que los comunistas “ya no pueden creer”, dada la fase en que viven, “en esa lógica de la historia según la cual la construcción de una economía socialista [. . .] se apoya sobre el crecimiento de la conciencia proletaria y a la vez la apoya”.32
Tras suponer imposible toda “escatología”, el fenomenólogo concluye, lapidariamente: “Tal vez exista todavía una dialéctica, pero únicamente frente a un dios que conociera la Historia Universal”,33 esto es, para un espectador cuyo punto de vista estuviese por encima de las perspectivas humanas, las cuales nos arrojan una realidad mucho más confusa. Como sujetos cognoscentes humanos, situados en la historia y no frente a ella, no podemos presuponer ese punto de vista divino. Incluso si se dijese que, mediante la reinterpretación de ciertos datos de signo opuesto, pueden discernirse aún las grandes líneas de la historia que llevan hacia un futuro más acorde a las previsiones de la teoría -con lo cual se puede, frente a la Unión Soviética, “presentar la desigualdad de los salarios como un meandro hacia la igualdad”-, lo cierto es que, para Merleau-Ponty, “ese recurso al juicio del porvenir no se distingue del recurso teológico al Juicio Final [. . .] a no ser que el porvenir se dibuje de algún modo en el estilo del presente, que la esperanza no sea solamente fe y que sepamos adónde vamos”.34 Se excluye, pues, refugiarse en la confianza abstracta en que la historia vuelva a encauzarse de acuerdo con las hipótesis que trazó el marxismo.
Estas tesis de Merleau-Ponty no han dejado de tener consecuencias que resultan llamativas si las consideramos desde la perspectiva de las lecturas que reprocharon al filósofo su presunta aceptación de un marxismo que se concebía como una filosofía determinista de la historia. Así como referirse con desaprobación al “escatologismo” marxista es una clase de recusación muy en boga en la época en que se dan por muertos los “grandes relatos” -y en este sentido Foucault fue sin duda un adelantado a su época-, la gran ironía del asunto es que, cuando Lukács debió referirse en los años cuarenta, y en plan de ortodoxia marxista, a los artículos que luego compondrían Humanismo y terror, condenó la obra de Merleau-Ponty exactamente en los términos opuestos, en una crítica que, si bien era muy rudimentaria desde el punto de vista filosófico, tenía al menos el mérito nada desdeñable de apoyarse en algo que el fenomenólogo en efecto afirmó. Lukács le objetaba una falta de confianza en las leyes de la historia, actitud por la cual Merleau-Ponty concebía “la historia bajo un aspecto demasiado místico; ella se vuelve, para él, un personaje mítico, al cual es fácil atribuirle giros e intenciones enigmáticos”. En contraste con Hegel, para quien “la historia tiene un contenido objetivo y una dirección objetiva”, el filósofo húngaro lamentaba que “[e]ste contenido objetivo y esta dirección deben necesariamente desaparecer en la interpretación de Merleau-Ponty”, de manera tal que incluso el apoyo del fenomenólogo al socialismo “no se seguiría del contenido y de la dirección de la historia misma. He aquí por qué -concluía Lukács- en Merleau-Ponty, la Historia [. . .] no acepta desvelar sus trazos más que a último momento o, peor aún, post festum”.35
5. Conclusiones
A continuación resumo los resultados de mi trabajo:
Atribuirle a Merleau-Ponty una reducción positivista de la epistemología equivale a desconocer las reiteradas aclaraciones del fenomenólogo francés respecto de las autointerpretaciones de las ciencias empíricas, esto es, desconocer su tesis de que corresponde a la filosofía contribuir a la autocrítica de los marcos ontológicos ingenuos a los que el “pensamiento objetivo” tiende a someter los resultados de la ciencia. El debilitamiento del papel del a priori en aras de una descripción de la experiencia no significa en absoluto, para Merleau-Ponty, la aceptación de un proyecto de tipo positivista.
Si reconstruimos la crítica de “positivismo” en términos de una presunta “verdad reducida a lo empírico” atribuible a la fenomenología de Merelau-Ponty, ello sólo podría sostenerse si se interpreta el tipo de retorno a la experiencia que se resume en el “análisis de lo vivido” como si se tratara únicamente de un punto de partida genético, empírico, para los desarrollos posteriores. Sin embargo, por el contrario, la tesis de nuestro filósofo respecto de este problema consiste en que la relación entre las perspectivas de la primera y de la tercera persona es epistémica, de fundamentación. Un pensamiento despojado de sus raíces en la experiencia vivida no es sólo un pensamiento que olvida sus orígenes empíricos, sino uno que desconoce sus fundamentos.
La noción de “escatología” difícilmente puede aplicarse al fenomenólogo en cualquiera de sus formas. Sea que la entendamos en una versión estrictamente referida a la filosofía de la historia (como en los casos de Castro, Micieli, Lawlor), sea que la reconectemos con las transformaciones epistémicas previstas en conexión con las transformaciones sociales (como hace Sabot), en ambos casos pasaríamos por alto que la actitud de Merleau-Ponty frente al marxismo nunca -ni siquiera en sus textos de los años cuarenta- incluyó un compromiso con un “gran relato” materialista histórico; el apoyo (condicional) que el fenomenólogo llegó a prestarle al marxismo fue pese a los desmentidos de la historia a las predicciones de esta visión del mundo.